PERROS DE ARENA
Mariano F. Wlathe
Entre los restos áridos de un mar antiguo un monstruo bebe una gota de arena, condenado a vagar con sed eterna por un cruel hechicero. Otrora, al nombre de Átakis respondió la bestia, de cuerpo garbo y príncipe de aldea, cometió el pecado de amar a una mujer ajena. Prometida desde la infancia al rey brujo Upir, Kanti, de rostro hermoso y ánimo lascivo, conquistó el corazón del príncipe y lo sentenció al exilio. Ocultas pasiones tras las palmas del oasis, cada mañana al buscar agua, sus ondulantes cuerpos estremecían la laguna calma.
Besos secretos, caricias disimuladas y planes de huida frustrada ¡Cuántas veces el poder seduce más que el amor! Belleza pérfida con ambición de sibila, condenó a su amante a los pies del marido para que no se supiera su amorío. Acusó al príncipe Átakis de miradas e insinuaciones impropias. Él, con la ingenuidad de un corazón enamorado, cerró los labios para no hacerle daño. “El agua evadirá tu paso; beberás sin saciar la sed que, día a día, crecerá en ti. Como de un amor irrealizable desearás morir, mas no perecerás por ello”.
Palabras malditas, el único equipaje de Átakis rumbo al exilio en el desierto circundante; donde, junto con la sed, el rencor creció. La tierra hirviente, el sol desnudo, la sombra escasa. De un espejismo bebió la arena mientras recordaba a esa mujer morena, de rostro hermoso y alma vil. Descubrió que se puede llorar con los ojos secos, hasta perderlos. El desierto se bebió de su boca los labios, como castigándolo por haberlos cerrado. El sol abrasó su piel y la cubrió de llagas que saló la arena.
Con la boca seca, la piel quemada y el corazón encendido de rabia. Perdió la lengua, los ojos y la gracia. Las grietas de su piel se fundieron con la tierra. La sed inmensa, el corazón roto, la venganza inconclusa. Clamó misericordia a las voces del desierto y ofreció su sangre evaporada como precio. Las dunas lo oyeron y enviaron a sus perros. Canes de hirviente e incisiva grava se abalanzaron violentos sobre el demacrado cuerpo del príncipe proscrito. Lenguas corrosivas lamieron sus heridas, mordidas salvajes destrozaron su carne y el desierto tragó su sangre.
Se levantó de la tierra, como si fuese uno con ella, una figura inhumana con la mirada hueca, sed eterna y una deuda sangrienta. Seguido por las bestias hechas de arena, caminó en pos de su venganza convertido en una criatura sin nombre, sin alma, sin misericordia. Caminó hasta los bordes de la aldea de su vida pasada, soltó a las fieras: tormenta de arena, sequía brutal. Enterró las casas, desangró a la gente y regó de rojo las dunas sedientas. Caminó entre calles envueltas en niebla de polvo y cosechó las vidas de todo el que vio. Caminó al desierto y siguió el rumbo marcado por las migas de su corazón.
Devoró los pueblos al mando de Upir, alfombró de sangre el camino al palacio y preparó a sus perros para un nuevo festín. No dejó testigos, los únicos vestigios fueron los cuerpos marchitos de hombres, mujeres y niños. Fantasmas, muertos y ruinas que persiguieron al brujo rey y a su mujer. Upir lloró la muerte de su pueblo, pero sus lágrimas no paliaron la sed del desierto. Dunas violentas rompieron contra los muros del palacio que se hundió en las arenas invocadas en pro de la venganza.
Cuando ya no quedó nada, con todo sumergido bajo la arena blanda, el rey no tuvo poder contra el desierto. Los perros de arena pastorearon a Upir y su consorte, los separaron, jugaron con ellos. Ladridos de tierra, heridas que sangran, desierto que bebe. El brujo rey peleó sin esperanza, se retorció cual áspid decapitado; alzó los brazos, clamó a los dioses, quiso asirse a la arena que escapó de sus manos. Las dunas reclamaron su sangre. Mandíbulas rabiosas engulleron su cuerpo. Agitó las manos, trató de detenerse, pero entre la arena hirviente no hay lugar donde aferrarse. Una vez muerto, el desierto escupió sus restos desecados para capricho de los buitres.
La desesperación de ver a su marido masticado por el arenal, despertó en Kanti, de rostro hermoso y porvenir brutal, el terror infinito a su patíbulo árido. Pidió clemencia en nombre de un amor pasado; cubrió de llantos, gestos y ruegos su andar. Se arrodilló para que la viera suplicar, sollozó arrepentida, tiró el vestido que la cubría e imploró por el vástago de Átakis que cargaba en su vientre. Pero él no tenía ojos que vieran, ni oídos que oyeran, ni corazón que sintiera. Sólo le quedaba la rabia de los perros de arena.