Había alguien en mi habitación.

Debía ser alguno de los muchachos de Sinc. Un necio probablemente, pues yo siempre dejaba apagadas las luces. El resplandor amarillo que se filtraba por debajo de la puerta lo delataba.

Pero no había entrado por la puerta, pues las hebras de hilo que suelo dejar estaban en su sitio. Por lo tanto, debió haber subido por la escalera de incendios y entrado por la ventana del dormitorio.

Extraje mi pistola, retrocedí un poco en el pasillo para tomar impulso, y luego (lo había practicado lo bastante como para poner frenéticos a los dueños) abrí de una patada la puerta y penetré violentamente en la habitación.

El otro tenía que haber estado detrás de la puerta, o agazapado debajo de una mesa, o escondido en el armario de pared, mirando por el ojo de la cerradura. Pero no; en vez de eso se hallaba en medio del cuarto de estar, mirando hacia el lado opuesto. Estaba empezando a volverse cuando ya le había metido cuatro plomos de la «Gyrojet» en el cuerpo. Vi que los impactos sacudían su camisa. Uno de ellos precisamente a la altura del corazón.

Aquél estaba liquidado.

De modo que ni siquiera perdí tiempo en mirar cómo caía. Crucé la sala a la carrera y aterricé detrás del sofá. No podía estar solo; tenía que haber otros con él. Si uno de ellos se hubiese encontrado detrás del diván, me habría atrapado. Pero no ocurrió eso. Eché una ojeada a la pared detrás de mí y no vi nada sospechoso. De modo que me quedé inmóvil, aguardando, escuchando.

¿Dónde estarían? El que había baleado no podía ser el único.

Me sentí irritado contra Sinc. Ya que enviaba a sus matones por mí, podía mandar algunos que supieran lo que se traían entre manos. El tipo contra el que había disparado ni siquiera había tenido tiempo de enterarse que estaba metido en una gresca.

—¿Por qué ha hecho eso?

Era imposible, pero la voz procedía del lugar en donde había caído mi visitante. Me arriesgué a echar un rápido vistazo y bajé la cabeza con celeridad.

La imagen que quedó en mi retina me indicaba que el otro no se había movido. No vi sangre en él, y tampoco alcancé a ver una pistola, aunque no se le veía la mano derecha.

¿Un chaleco a prueba de balas? Los chicos de Sinc no se andaban con esas finuras. Pero no podía ser otra cosa. Me puse en pie repentinamente y le disparé apuntando entre los ojos.

La bala hizo blanco en su ojo derecho. Volví a agacharme y procuré tranquilizarme.

Silencio. A pesar de todo tenía la impresión de no estar solo.

—He preguntado por qué ha hecho usted eso.

Un leve tono de curiosidad daba color a su voz un tanto aguda. No se movió cuando me puse en pie, y pude ver que no tenía herida alguna.

—¿Que por qué he hecho qué? —pregunté astutamente.

—¿Por qué se ha puesto a hacerme agujeros en el cuerpo? Mi agradecimiento por su regalo en metal, desde luego, pero…

Se interrumpió de improviso, como si hubiera hablado de más, y se hubiese dado cuenta en seguida. Pero yo tenía otras preocupaciones.

—¿Hay alguien ahí? —pregunté.

—Sólo estamos nosotros dos. Le pido que me perdone por esta intrusión. Espero poder indemnizarle…

Se detuvo otra vez, como antes; y luego prosiguió diciendo:

—¿A quién esperaba usted?

—A los muchachos de Sinc. Supongo que usted no es uno de ellos. Esos chicos quieren hacerme agujeros a mí.

—¿Por qué?

La pregunta me pareció completamente estúpida.

—¿Para qué va a ser? ¡Para matarme! ¡Para eliminarme!

Puso cara de sorpresa; y luego de hombre enfurecido. Estaba tan irritado que no le salían más que ruidos de la garganta. Al fin exclamó:

—¡Debí ser informado! ¡Alguien ha sido imperdonablemente imbécil!

—Sí, yo. Creí que usted era de los de Sinc. No debí dispararle. Lo siento.

—No es nada —me contestó sonriendo, instantáneamente calmado.

—Pero le he arruinado el traje… —dije apenado.

En efecto, tenía algunos orificios en la chaqueta y la camisa. Sin embargo, no había señales de sangre.

—Dígame, ¿qué es usted? —le pregunté.

Medía poco más de metro y medio. Era un hombrecillo rollizo, vestido con un anticuado traje de color castaño, chaqueta de un solo botón, completamente calvo, y ni siquiera tenía pestañas. Ni granos, ni arrugas, ni pliegues en la piel. Era uno de esos tipos de facciones redondas por todas partes, como si alguien se hubiera olvidado de completar los detalles.

Él extendió unas manos prolijamente manicuradas y contestó:

—Soy un hombre, como usted.

—¡Bah, bobadas!

—Bueno —repuso con aire irritado—, usted no tiene más remedio que dudar. Evidentemente, el equipo de investigación preliminar no ha terminado el trabajo como es debido.

—¿Es usted… un marciano?

—Claro que no soy un marciano. Yo soy…

Sus palabras volvieron a trabarse.

—Bueno, yo, además, soy antropólogo. Créame. Estoy aquí para estudiar su especie.

—¿Viene del espacio exterior?

—Exterior y mucho. La dirección y la distancia son secretas, claro está. Mi propia existencia debería ser un secreto.

Puso gesto enfurruñado. «Cara de goma», pensé, sin saber ni la mitad de lo que pasaba.

—Vaya, no hablaré —le dije, para tranquilizarle—. Pero ocurre que ha venido en mal momento. Ahora Sinc se figurará lo que ha pasado, y entonces esto va a convertirse en un campo de batalla. Lamento decírselo, pero nunca he conocido a un…, bueno, lo que sea.

—Yo también debo terminar esta entrevista, puesto que usted ya sabe quién soy. Pero primero hábleme de su rivalidad. ¿Por qué quiere Sinc hacerle esos agujeros?

—Se llama Lester Dunhaven Sinclair III, y dirige todas las pandillas de esta ciudad. Espere, tenemos tiempo para echar un trago… Tengo whisky escocés y americano…

El otro se estremeció y dijo:

—No, se lo agradezco.

—Sólo trataba que usted se hallase más a gusto —repuse, sintiéndome un tanto desairado.

—En tal caso adoptaré una forma más cómoda mientras usted bebe si no le importa.

—Eso, póngase cómodo.

Me acerqué al pequeño bar y me serví whisky norteamericano con agua y sin hielo. La casa de apartamentos se hallaba envuelta en el silencio más absoluto. No me extrañaba. Llevaba viviendo allí más de dos años, y los demás inquilinos conocían la rutina. En cuanto empezaba el tiroteo, ellos se acurrucaban debajo de las camas y se quedaban allí quietitos.

—¿No le impresionará lo que voy a hacer? —dijo mi visitante con voz un tanto preocupada—. Por favor, si le desagrada dígamelo en seguida.

Entonces se derritió. Yo me quedé allí, mirándole con el vaso de papel entre los labios. Lo vi fundirse por entre su traje con chaqueta de un solo botón y adoptar la forma de una pelota de playa de color gris, medio desinflada.

Me eché el whisky al gaznate y volví a servirme más, pero sin agua. Mis manos estaban firmes, a pesar de todo.

—Soy un detective privado —le dije al marciano.

Éste estaba proyectando hacia fuera algo raro con forma de oreja. Yo continué con mi historia.

—Cuando Sinc inició sus actividades hace unos tres años y tomó el mando de las pandillas, yo me mantuve apartado de su camino. Me dije que tarde o temprano intervendría la ley. Entonces él compró a la ley y yo me encogí de hombros. No soy ningún mártir.

—¿Mártir?

Su voz había cambiado. Ahora era profunda, y sonaba como si estuviera burbujeando a través de una cuba llena de alquitrán.

—No tiene importancia. Lo cierto es que procuré mantenerme alejado de Sinc; pero de nada me valió. Hizo matar a un cliente mío que se llamaba Morrison. Yo vigilaba a la mujer de Morrison, a fin de conseguir pruebas para el divorcio. Ella estaba pasando el rato con un tipo cuyo nombre era Adler. Tenía yo todas las pruebas necesarias cuando Morrison desapareció. Entonces supe que Adler era la mano derecha del tal Sinc.

—¿La derecha? No creía que en esto estuviesen mezcladas la sociología y la política.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Eso es algo que el equipo de Investigación Preliminar hubiera debido informarme. Pero continúe hablando.

—Yo seguí trabajando en el asunto. ¿Qué otra cosa podía hacer? Morrison era cliente mío, y estaba muerto. Recogí numerosas pruebas contra Adler y se las entregué a la policía. El cadáver de Morrison no apareció, pero lo que yo tenía en mi poder era suficiente. Lo cierto es que a los individuos que liquida Sinc nunca se los encuentra. Se esfuman, eso es todo.

»Como he dicho, entregué los datos a los polizontes. Pero, misteriosamente, las pruebas se extraviaron. Y a mí terminaron dándome una paliza.

—¿Una paliza?

—Sí, una serie de golpes que a los seres humanos suelen hacernos daño.

—Claro —dijo entre gorgoritos—. Debe ser a causa de esa agua que tienen ustedes.

—Es posible. Pues bien, en mi oficio hay que curarse pronto. Y como la gota había hecho rebosar el vaso, me puse a buscar pruebas contra el propio Sinc. Hace una semana envié fotocopias a los federales. Y dejé que uno de los chicos de Sinc se hiciera con un par de copias. Pruebas de soborno; nada serio, pero lo suficiente para que escociera. Imaginé que Sinc no tardaría en saber de dónde procedían las copias. La máquina copiadora que alquilé era de uno de los establecimientos de su propiedad.

—Asombroso. Creo que con esto haré agujeritos a la Dama de Investigación Preliminar.

—¿Y eso duele?

—Bueno, ella es una… —emitió un ruido inarticulado—. En fin, es…

Esta vez lanzó un silbido agudo, como el de un pájaro.

—Creo que le entiendo. Bien, lo cierto es que ya ve usted lo ocupado que estaré. Demasiado ocupado para hablar de antropología. En cualquier momento tendré a los muchachos de Sinc pegados a mis talones, y en cuanto mate a uno me seguirán los policías. Tal vez los de la bofia vengan primero. Todo podría ocurrir.

—¿Puedo quedarme a mirar? Le aseguro que no intervendré.

—¿Y para qué quiere ver lo que pasa?

El individuo paró la oreja, en caso que fuera eso y dijo:

—Le pondré un ejemplo. Su especie ha creado un eficaz sistema de ingeniería mediante el empleo de la corriente alterna. Nos ha sorprendido lo lejos que transmiten ustedes la electricidad, y los muchos usos a que la destinan. Incluso vale la pena imitar algunos.

—Eso es interesante, pero no comprendo.

—Pues, sencillamente, tal vez haya otras cosas que podamos aprender de ustedes.

Yo moví negativamente la cabeza y contesté:

—Lo siento, pero la fiesta va a resultar un tanto agitada, y no quisiera que hubiera heridos por curiosear. Pero, ¿de qué demonios estoy hablando? Los agujeros de bala no le hacen nada, ¿verdad?

—Casi nada. Mis antepasados perfeccionaron hace tiempo un completo proceso genético para mejorar su estructura corporal. Mis mayores debilidades son una gran susceptibilidad a determinados venenos y un apetito voraz.

—Está bien; entonces puede quedarse. Tal vez cuando todo haya terminado, usted pueda hablarme acerca de Marte o de donde demonios haya venido.

—De donde vengo es algo secreto. Pero le puedo hablar de Marte, si eso le interesa.

—Perfectamente. ¿Y qué le parece si hacemos una incursión a la nevera mientras esperamos? Si usted tiene tanta hambre continuamente… Espere.

Escuché unos pasos furtivos.

Habían llegado. Y eran un puñado de ellos, aunque pretendían disimularlo. Además, tenían que ser los de Sinc, puesto que todos los vecinos estaban debajo de la cama en esos momentos.

El marciano también los oyó.

—¿Qué puedo hacer? —me dijo—. No puedo tomar la forma humana con suficiente rapidez.

Yo me escondí detrás del sillón y le contesté:

—Entonces intente otra cosa. Una forma que le resulte más fácil de imitar.

Un instante después había delante del sillón dos almohadones de cuero para apoyar los pies, en lugar de uno. Los dos eran iguales; yo esperaba que el detalle pasara inadvertido.

Echaron abajo la puerta; pero nadie apareció en el umbral.

El hueco estaba vacío.

La salida de escape contra incendios se hallaba en mi habitación, pero aquella ventana estaba cerrada, atrancada y llena de aparatos de alarma. No podían entrar por aquel sitio, a menos que…

—¡Oiga! —dije en un susurro—. ¿Por dónde entró usted aquí?

—Por debajo de la puerta.

Bien, entonces los aparatos de alarma aún seguían funcionando.

—¿Le vio alguno de los vecinos?

—No.

—Me alegro.

Ya tenía bastantes quejas de los propietarios para que encima protestasen por eso.

Nuevos rumores atenuados llegaron del otro lado de la puerta. Luego una mano y una pistola aparecieron un instante, dispararon al azar y desaparecieron. Vaya, otro agujero en la pared. Pensé que tal vez me hubieran localizado. Corrí inclinado hasta el sofá. Volvía ya con la mirada en la puerta, cuando escuché una voz que decía tras de mí:

—Póngase de pie, lentamente.

No había más remedio que admirar al tipo. Había entrado a través de los mecanismos de alarma de la ventana limpiamente y llegado hasta la sala de estar sin hacer el menor ruido. Era un individuo alto, de tez olivácea, pelo liso y moreno, y ojos negros. Mantenía la pistola apuntada directamente hacia el puente de mi nariz.

Yo dejé caer la «Gyrojet» y me puse en pie. De haberme resistido, sólo hubiese conseguido que me mataran.

El otro parecía estar muy seguro de sí mismo.

—Esa es una «Gyrojet», ¿verdad? —me preguntó—. ¿Por qué no usa un arma corriente?

—Me gusta ésta —respondí, con la esperanza que se acercase lo suficiente a mí, desviase la mirada, o hiciera cualquier otra cosa—. Es liviana como una pistola de juguete y sin retroceso. Las balas tienen casi la misma fuerza que las de una pistola del cuarenta y cinco.

—¡Pero amigo, si esas balas cuestan un dólar y medio cada una!

—Bueno, yo no mato a mucha gente.

—A semejante precio, no es raro. Bien, ahora vuélvase lentamente, con las manos en alto.

No había apartado sus ojos de mí ni un segundo.

Me volví de espaldas. «Ahora viene el cachiporrazo», me dije.

Algo duro dio contra mi cabeza, pero muy suavemente. Yo giré con rapidez y lancé un golpe contra su mano y otro contra su laringe. Pura costumbre. Ataqué en el momento en que presentí que estaba a mi alcance.

Retrocedió con una mano en la garganta. Uno de mis puños se le hundió en el vientre, y el otro le golpeó en la barbilla. El tipo cayó hecho un ovillo. Y, como había previsto, empuñaba una cachiporra.

Pero, ¿por qué no me había golpeado con ella? Por lo que podía recordar, había dejado caer la cachiporra sobre mi cabeza como si temiera que se rompiese.

—Vamos, levante los brazos —escuché nuevamente.

La mano y la pistola habían entrado por la puerta, seguidas por un metro ochenta de apuesta figura. Reconocí a Handel. Era igual que los héroes de cine, rubios y sin mollera. Sólo que éste tenía mollera y no era un héroe.

—Va usted a lamentar haber hecho lo que hizo —añadió el recién llegado.

El cojinillo que había detrás de él comenzó a cambiar de forma.

—Vaya, eso no es jugar limpio —dije.

Handel hizo un gesto de cómica sorpresa, y luego sonrió afablemente.

—¿El qué? ¿Que haya dos contra uno? —inquirió.

—No. Estaba hablando con el cojinillo de mi sillón.

—Vamos, vamos, dé la vuelta. Tenemos orden de llevarlo ante el jefe, si podemos. Aún puede salir con vida de este asunto.

Me volví y declaré:

—Me gustaría pedir disculpas.

—Ahórreselas para Sinc.

—No, de verdad. No tenía intención que se mezclase alguien en esto. Sobre todo…

De nuevo sentí un roce contra un lado de la cabeza. El marciano debía estar haciendo algo para aminorar el impacto.

Podía haber atacado a Handel en aquel momento. Pero no me moví. No me parecía correcto romperle el cuello cuando no podía moverse. Me importa poco pelear dos contra uno, especialmente cuando ese uno es otro, y no yo. En ocasiones dejo que algún mirón me ayude, si veo que no va a salir perjudicado. Pero aquello…

—¿El qué no es jugar limpio? —preguntó una voz aguda, con evidente disgusto.

Handel chilló como una mujerzuela. Yo me volví a tiempo de verle correr ciegamente hacia la puerta, chocar contra el marco de la misma, retroceder un poco y salir por fin huyendo por el pasillo.

Entonces vi el cojinillo.

Ya estaba cambiando de forma otra vez, suavizando sus contornos. Pero me imaginé lo que Handel había visto. No es de extrañar que eso le hubiera trastornado, pues yo mismo sentí que se ablandaban mis huesos y se derretía la médula dentro de ellos. Cerré entonces los ojos y musité:

—¡Maldición, habíamos quedado en que usted se limitaría a observar!

—Pero me dijo que los golpes le hacían daño.

—Eso no importa. A los detectives siempre nos aporrean en la cabeza. Es inevitable.

—¿Cómo voy a aprender algo, si su pequeña guerra termina tan pronto?

—Bueno, ¿y qué va a aprender si está entrometiéndose continuamente?

—Debe usted tener los ojos muy abiertos.

Así lo hice, y vi que el marciano volvía a su forma semihumana. Ahora sólo llevaba un par de calzoncillos de color naranja.

—No comprendo sus objeciones —declaró—. Ese Sinc le hará matar, si puede. ¿Es eso lo que quiere?

—No, pero…

—¿Cree usted que obra correctamente?

—Sí, pero…

—En ese caso, ¿por qué no acepta mi ayuda?

Yo mismo no estaba seguro del motivo. Sentía como si jugase sucio, como si estuviera colocando un maletín con una bomba en casa de Sinc para volarla.

Pensé en todo eso mientras examinaba el vestíbulo. No había nadie allí. Cerré la puerta y la afirmé colocando una silla debajo del picaporte. El hombre de tez morena estaba aún con nosotros. En ese instante trataba de incorporarse.

—Escúcheme —le dije al marciano—; tal vez pueda explicarle por qué no deseo su ayuda, o tal vez no pueda explicárselo; pero si no me da su palabra respecto a que se mantendrá al margen de esto, me marcharé de la ciudad. Lo juro. Abandonaré este maldito asunto, ¿me entiende?

—No.

—Pero, ¿me lo promete?

—Sí.

El sudamericano se frotaba el cuello y miraba sorprendido al marciano. Era perfectamente lógico. Vestido del todo, el extraterrestre podía pasar por un hombre; pero nunca con sólo aquel par de calzoncillos anaranjados. En el pecho no tenía pezones ni pelo alguno. Ni siquiera tenía ombligo. El sudamericano sonrió débilmente y preguntó:

—¿Quién es ése?

—Soy yo quien hace las preguntas. A ver, ¿quién es usted?

—Me llamo Domingo —repuso, con suave acento hispanoamericano exento de preocupación, al menos en apariencia—. Oiga, ¿cómo no se desmayó cuando le golpeé?

—Dije que yo soy aquí el que…

—La cara se le está poniendo roja. ¿Acaso hay algo que le incomoda?

—Escuche, Domingo, ¿dónde está Sinc? ¿Dónde tenían que llevarme ustedes?

—A un sitio.

—¿Qué sitio? ¿Bel Air?

—Ése es uno. Pero recuerde que tenemos uno de los más tercos…

—¡No importa esto!

—Está bien, está bien. Y ahora, ¿qué piensa hacer conmigo?

Yo no podía llamar a la policía, de modo que le contesté:

—Creo que voy a dejarle atado. Cuando esto haya concluido, le acusaré de agresión.

—Cuando esto haya concluido no podrá hacer usted muchas cosas, me parece, pues tendrá un tiro en la cabeza. Pero cómo…

—¡Cállese de una vez!

El marciano salió de la cocina. Llevaba en la mano un bote de carne en conserva, y se estaba engullendo el bote sin abrir, con hojalata y todo. Domingo lo miraba con los ojos muy abiertos.

De pronto la habitación pareció estallar.

Se trataba de una bomba incendiaria. Media sala de estar quedó en llamas en un instante. Yo levanté la pistola.

La segunda bomba estalló en el vestíbulo. Un fogonazo derribó la puerta hacia dentro, lanzando la silla que había puesto como refuerzo al otro lado de la habitación.

—¡No! —gritó Domingo—. ¡Handel tenía que haber esperado! ¿Ahora qué hago?

«Ahora nos achicharraremos», pensé, intentando eludir las llamas. Una tranquila voz de tenor preguntó:

—¿Padece usted un calor excesivo?

—¡Maldición, sí, claro que sí! —exclamé.

Una gran pelota de goma me golpeó en la espalda arrojándome contra la pared. Yo adelanté los brazos para atenuar el golpe, pero antes de llegar al muro, éste desapareció. Era la pared de la calle. Perdido totalmente el equilibrio, salí por el boquete, que medía más de dos metros de diámetro, y caí en la oscuridad de la noche, seis pisos por encima del asfalto.

Apreté los dientes para no gritar. El suelo se abalanzaba hacia mí; pero, ¿dónde infiernos estaba el suelo? Abrí los ojos. Todo estaba ocurriendo con movimiento retardado. Era un segundo que parecía prolongarse una eternidad. Tuve tiempo de ver a los peatones que se volvían para mirar hacia arriba, y descubrí a Handel cerca de una esquina del edificio, apretándose con un pañuelo la nariz que le sangraba. También tuve tiempo de ver por encima de un hombro a Domingo. Su figura se recortaba contra el fondo en llamas del orificio de dos metros de diámetro que había en la pared de mi apartamento.

Las llamas lamieron las ropas de Domingo. Éste saltó.

¿Movimiento retardado?

Domingo pasó a mi lado como una caja de caudales que cae. Le vi estrellarse. Le oí estrellarse. No es un sonido muy agradable. Como en noviembre de 1968 yo vivía en Wall Street, escuché ese ruido noche tras noche durante las semanas que siguieron a las elecciones. Nunca pude acostumbrarme.

A pesar de lo que mi estómago y mi cabeza indicaban, no parecía estar cayendo. Más bien me sumergía en una masa de agua. Media docena de personas contemplaban mi caída. Todos tenían la boca abierta. Algo me golpeó en un costado. Le di una palmada y me encontré aferrando una bala del «45». Luego aparté otra bala de mi mejilla. Handel estaba disparando contra mí.

Yo contesté, pero sin apuntar bien. Si el marciano no hubiera estado «ayudándome», le habría volado la cabeza a Handel sin pensarlo dos veces. No obstante, Handel dio media vuelta y echó a correr.

Al fin toqué tierra y me alejé caminando. Una docena de ojos curiosos me siguieron. Pero nadie intentó detenerme.

No veía señal alguna del marciano, ni me seguía nadie. Transcurrió un buen rato antes que me tranquilizase un poco. Luego entré en un pequeño bar.

Mis cejas habían desaparecido, lo que supongo me daba un extraño aspecto.

Observé mi imagen reflejada en el espejo del bar, para ver si tenía alguna señal de haber estado en una gresca.

Mi rostro, que nunca fue una hermosura, se ha visto condecorado con unas cuantas cicatrices a lo largo de los años, mientras que mi pelo castaño claro jamás se mantiene en su lugar. Además, tuve que cambiar el sitio de la raya hace un año para ocultar el surco dejado por un proyectil en el cuero cabelludo.

Las cicatrices estaban todas, pero no pude encontrar rastro de nuevos magullones o heridas. Las ropas se hallaban intactas. No tenía el menor rasguño. Todo aquello resultaba irreal y poco satisfactorio.

Pero mi encuentro con Sinc no sería irreal.

Tenía la «Gyrojet» en mi poder y un puñado de peligrosas balas en mi bolsillo. La mansión de Sinc se hallaba mejor protegida que Fort Knox, y él estaría esperándome. Si me conocía un poco, sabría que yo no huiría.

Sabíamos bastantes cosas el uno del otro, aunque nunca nos habíamos visto.

Sinc era abstemio, pero no un fanático. En su mansión-fortaleza había bebidas alcohólicas, pero no le gustaba tenerlas a la vista.

Una mujer solía acompañarlo en su casa. Tenía un gusto excelente y cambiaba de dama con frecuencia. Ellas nunca se marchaban disgustadas, lo cual no parece lógico. Pero es que tampoco las dejaba en la pobreza.

Yo tuve algunos devaneos con un par de ex amigas de Sinc, y las dejé que hablaran de él. He aquí sus opiniones resumidas:

Sinc era un buen tipo, un manirroto ingenioso y entusiasta. Y se caracterizaba especialmente por el hecho que nunca se volvía atrás en nada.

Además, pagaba bien. Era capaz de sacar a un hombre de la cárcel si se le presentaba la ocasión. Nunca había censurado a nadie, y lo que es más extraño, nadie le había criticado a él.

Pero había procedido mal con Domingo. Y eso nos tomó por sorpresa a ambos.

Dicho de otro modo: alguien había notificado a Domingo, y éste esperaba que le salvaran, no que le tirasen bombas. Lo mismo creí yo. Sinc acostumbraba sacar del atolladero a sus muchachos cuando se quemaban.

O bien Domingo había sido condenado en contra de las órdenes dadas por Sinc, o también existía la posibilidad que Sinc se hubiera tomado muy en serio lo de liquidarme.

Yo conozco a toda clase de personas. Es lo que a mí me gusta. Ahora sé lo bastante de Sinc como para desear saber más, mucho más. Tenía muchísimas ganas de conocerle personalmente. Y me habría gustado mucho también deshacerme del marciano, porque…

Pero, ¿qué era lo que me preocupaba acerca del marciano?

No era lo extraño de su persona, pues como he dicho nada me asusta. El modo en que cambiaba de forma podría haber espantado a cualquier otro, pero no a mí.

¿Sus modales? Casi era demasiado cortés. Y muy amigo de ayudar.

Excesivamente amigo de ayudar.

Eso era lo extraño del asunto. Se habían establecido los términos de la batalla… Y entonces algo había venido desde el espacio extraterrestre. Se trataba del deus ex machina: el ángel que desciende del cielo para arreglarlo todo.

El verme asediando a Sinc con la ayuda del marciano era algo que no terminaba de gustarme. Me parecía incorrecto, y, más que nada, le quitaba al caso todos sus alicientes, como si nada importase ya.

Me encogí de hombros con aire irritado y pedí otro trago. El dueño del bar estaba por cerrar. Apuré la copa y me marché entre un grupo de cansados borrachos.

En mi coche había herramientas de todo tipo. Pero también podía haber una bomba colocada en el motor. Tomé un taxi y le di una dirección de Bellagio situada a un par de manzanas de la casa de Sinc, si es que puede considerarse que hay «manzanas» en aquella zona. En realidad, no hay más que colinas, y las calles pueden volverle a uno loco. La mansión de Sinc estaba en una gran parcela triangular de lados irregulares. Debieron costarle un ojo de la cara las obras de jardinería. Una tarde yo había pasado por delante de ella, sin advertir que allí había una casa. No se veía más que la puerta del jardín, y aun ésta y la verja se hallaban cubiertas de espesa hiedra. Escondidos en la hiedra había detectores de alarma.

Esperé a que el taxi se hubiera marchado, y cargué mi «Gyrojet». Luego eché a andar. Aún tenía algunas balas en el bolsillo.

En aquella vecindad siempre había algún sitio en donde poder ocultarse cada vez que pasaba un coche: árboles, setos y portales con macizas columnas. Cuando veía unos faros me escondía por si se trataba de los matones de Sinc vigilando por los alrededores. Una corta caminata me llevó hasta un lugar desde donde podía ver la verja cubierta de hiedra. Un poco más y me hubieran localizado. De modo que me introduje en la propiedad de uno de los vecinos de Sinc.

El lugar era una verdadera rareza. Tenía una piscina rectangular con una caseta en un extremo; la mansión era en ángulo recto, y entre ambas había un sinuoso arroyuelo con un puentecillo y árboles que se inclinaban sobre el agua. El sector de bosque semisalvaje cuadraba muy mal con los ángulos rectos de la casa cercana. Como es natural, yo seguí el riachuelo.

Aquella parte era la más fácil. Una acusación por robo con escalo no era lo peor que podía ocurrirme.

Encontré una valla. Más allá había un camino asfaltado, farolas y la barrera de hiedra de los dominios de Sinc.

Las cizallas para cortar el alambre estaban en el coche, y yo habría sido un blanco perfecto si hubiera intentado pasar por encima. Seguía avanzando a lo largo de la valla. Al final de la misma encontré una portezuela llena de herrumbre y persuadí a la cerradura para que se abriese. Unos segundos después me encontraba al otro lado de la calle, acurrucado entre la hiedra, en un lugar donde me había tomado el trabajo de anular varios detectores de alarma.

Diez minutos más tarde pasaba por encima de la valla.

Tuve entonces una clara visión de la casa, enorme y oscura en su mayor parte. En los segundos anteriores al momento en que salvé la valla, alguien también pudo haber tenido una clara visión de mi persona, iluminado como estaba por los focos colocados cerca.

Me dejé caer entre la valla interior y la exterior, y me puse a pensar. Yo no esperaba que hubiese una cerca interior. Se trataba de metro y medio de recio muro de ladrillo, coronado por una alta alambrada que parecía estar electrificada.

¿Y ahora qué haría?

Tal vez pudiera encontrar algo con que pasar por encima de la valla. Pero podían descubrirme en el momento de realizar la maniobra.

O bien podía volver a salir para tratar de anular los detectores de la puerta principal del jardín. El caso es que tenía que entrar. Por su parte, Sinc debía sentir tanta curiosidad acerca de mi persona como yo la sentía por él. Todo lo que sabía respecto a Sinc concernía al tiempo presente. De su pasado lo desconocía casi todo. Tal vez ya estuviera enterado del hecho que había caído flotando grácilmente desde un sexto piso, al estilo de Mary Poppins. Tenía que lograr introducirme en la casa, por lo menos para averiguar qué aspecto tenía el famoso Sinc. O bien…

—Hola. ¿Qué tal marcha su guerra?

Lancé un suspiro. El marciano acababa de aterrizar a mi lado, aún con forma de hombre y vestido con traje oscuro. Advertí mi error cuando estuvo más cerca. En realidad había alterado el color de su piel para darle la apariencia de una vestimenta completa. Pero no llevaba ropas. A cierta distancia podía pasar, e incluso de cerca no tenía nada que fuera necesario ocultar.

—Creía haberme librado de usted —le dije con acento cansado—. ¿Ha crecido?

A simple vista me pareció el doble de grande.

—Sí, tenía hambre.

—Veo que no mentía cuando habló de su apetito.

—En cuanto a la guerra —me recordó—, ¿está proyectando realizar una invasión?

—Lo proyectaba. No sé nada acerca de esta valla.

—¿Puedo yo…?

—¡No! No debe usted hacer nada. ¡Limítese a mirar!

—¿Qué tengo que mirar? Usted no ha hecho nada desde hace varios minutos.

—Ya pensaré algo.

—Sí, claro.

—Pero haga lo que haga, no utilizaré su ayuda, ni ahora ni después. Si quiere observar, está bien, sea mi invitado; pero no intervenga.

—No comprendo por qué no quiere mi ayuda.

—Es como intervenir el teléfono de una persona. Sinc tiene ciertos derechos, aun siendo un bribón. Es inmune a los castigos que se les aplicaba a tipos corrientes. El FBI no puede intervenir su teléfono. Tampoco se le puede condenar, a menos que se le encuentre infringiendo una ley, lo cual no es corriente.

—Pero si Sinc quebranta claramente una ley…

—También hay reglas para quienes quebrantan una ley —repuse tajante.

El marciano no contestó. Se hallaba a mi lado, ahora con más de dos metros de alto y siempre rechoncho. Era una masa oscura con forma humana, que se percibía a la tenue claridad procedente de la casa.

—Oiga —le pregunté—, ¿cómo realiza todas esas cosas que hace? ¿Son cualidades naturales?

—No, llevo mis herramientas.

Algo salió de su pecho liso como el de un niño recién nacido. Era un objeto duro que relucía como si fuera metal.

—Esto, por ejemplo, atenúa la inercia. Otros artefactos portátiles disminuyen la atracción de la gravedad, o renuevan el aire de mi pulmón.

—¿Y los lleva todos dentro?

—¿Por qué no? Tengo espacio, y puedo fabricar dedos de todos los tamaños dentro de mí.

—Ah.

—Ha dicho usted que hay reglas para castigar a aquellos que vulneran las leyes. Sin embargo, usted ha invadido una propiedad privada. Usted ha huido del escenario de un accidente grave, el lugar donde murió Domingo. Usted ha…

—Está bien.

—Entonces…

—Está bien, lo intentaré de nuevo.

Estaba desperdiciando demasiado tiempo. Pasar por encima de la valla era importante. Y en cierto modo el marciano tenía toda la razón del mundo, pues lo que yo estaba haciendo quebrantaba las normas legales.

—En realidad —le contesté—, lo que aquí cuenta es el poder. Sinc se ha apoderado de esta ciudad, y más tarde querrá dominar muchas otras. Por esa razón alguien debe hacer algo para detenerle. Y usted quiere darme excesivo poder. La persona que tiene demasiado poder pierde la cabeza. No me fío de mí mismo estando usted a mi lado. Yo soy un detective, y si quebranto una ley, sólo puedo esperar que me encarcelen, a menos que justifique mi proceder. Eso me obliga a actuar con muchas precauciones. Si detengo a un corpulento bribón, quizá salga con algunas contusiones. Si disparo contra un inocente, me mandan a la silla eléctrica. Todo esto me obliga a ser muy cauteloso. Pero estando usted junto a mí…

—Pierde usted la prudencia, ¿verdad? —dijo el bulto oscuro que estaba a mi lado; y lo hizo con un tono susurrante, mucho más humano que antes—. Puede usted verse tentado a hacer uso de mayor poder que el aconsejable. No imaginaba que su especie fuera tan sensata.

—¿Creía entonces que éramos unos necios?

—Tal vez. Pensé que estaría muy contento aceptando cualquier ayuda que yo pudiera ofrecerle. Ahora comienzo a entender su actitud. También nosotros tratamos de compensar el poder asignado a los individuos… Pero, ¿a qué se debe semejante ruido?

Era un ruido sordo, pero en modo alguno furtivo.

—No sé lo que puede ser eso.

—¿Ha decidido lo que va a hacer ahora?

—Sí. Voy a… ¡Maldición, son perros!

—¿Qué son perros?

De pronto aparecieron ante nosotros. En la oscuridad no podía decir a qué raza pertenecían, pero eran grandes y no emitían ningún ladrido. Con un rumor de garras raspando el cemento, tomaron la curva de la pared de ladrillos. Venían por ambos lados, a una velocidad tremenda. Yo extraje la «Gyrojet», pero me di cuenta que había muchos más perros que balas en mi pistola.

Las luces se encendieron, repentinamente y cegadoras, iluminando el parque. Yo disparé, y un dedo de fuego alcanzó a uno de los perros, que cayó en medio de la jauría.

De improviso, las luces adquirieron un tono rojo oscuro, sangriento. Los perros se inmovilizaron y el ruido cesó. Uno de los animales, el más cercano, quedó totalmente suspendido en el aire, en medio de un salto, con sus fauces abiertas y mostrando los afilados dientes.

—Me parece que le he quitado algún tiempo —dijo el marciano—. Permítame que le compense por ello.

—¿Qué ha hecho usted?

—He utilizado el artefacto que atenúa la inercia. El efecto es el mismo que si el tiempo se hubiera detenido para todos menos para nosotros. En vista de la situación, he actuado. No podía hacer otra cosa.

Perros a la derecha, perros a la izquierda, y luces por encima de todo aquel condenado lugar. Vi también individuos con rifles, inmóviles como estatuas y distribuidos por el extenso césped.

—No sé si procederá usted bien o mal —declaré—. Pero lo cierto es que yo estaría muerto si usted no hubiera hecho esto. Sin embargo, es la última vez. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Me trasladaré hasta la parte posterior de la casa. Entonces usted hará que todo quede como antes. Así tendré tiempo de encontrar un árbol.

Avanzamos, entonces, y yo eludí con todo cuidado las fieras estatuas de los perros. El marciano venía flotando detrás como un gigantesco y voluminoso fantasma.

El corredor que había entre las vallas interior y exterior pasaba ante la puerta principal de la verja. Cerca de esa puerta, el muro interior se unía al externo. Pero antes que llegásemos a dicho punto, encontré un árbol. Era grande y añoso, y una gruesa rama se extendía por encima de la valla, pasando sobre nuestras cabezas.

—Está bien, haga que cese todo esto —dije.

Las rojas luces volvieron a su intenso color blanco. Yo subí por la hiedra. Unos brazos largos y unas manos grandes son importantes para poder trepar igual que un mono, como yo lo hago. No tenía por qué preocuparme de las alarmas. Tuve que ascender un poco por la valla exterior para aferrarme a la rama. Pero cuando me agarré a ella, ésta bajó un metro y empezó a crujir. Yo avancé una mano sobre otra, y pude izarme dentro del follaje antes que mis pies rozaran la valla interior. Una vez cómodamente sentado, me tranquilicé y me puse a examinar la situación.

Había por lo menos tres hombres con rifles en el césped delantero. Avanzaban mirando por todas partes, aunque no parecían buscar algo en especial.

El marciano flotó en el aire y pasó por encima de la valla electrificada.

Pero en el último momento rozó la parte superior, Saltó una chispa azulada, y el extraterrestre cayó igual que un saco de trigo. Dio contra la valla metálica, y la electricidad saltó y chisporroteó en su cuerpo.

Un olor a ozono y a carne quemada se mezcló con el frío aire nocturno. Yo me dejé caer del árbol y corrí hacia el marciano. No lo toqué, pues de haberlo hecho la corriente me habría matado.

Pero ciertamente estaba muerto.

Eso era algo en lo que no había pensado. Las balas no le hacían nada. Podía realizar milagros a voluntad. ¿Cómo pudo matarle una simple valla electrificada? ¡Si se lo hubiera advertido! Pero hasta él parecía sorprendido porque tuviésemos electricidad.

Había dejado que eliminaran a un curioso. Lo único que juré que nunca ocurriría…

Ahora el extraterrestre ya no tenía nada de humano. Unos cuantos objetos metálicos relucían entre la masa inerte que había sido un antropólogo de las estrellas. El chisporroteo de la corriente eléctrica había cesado unos segundos antes. Recogí una de las herramientas que sobresalían de la masa informe, la introduje en uno de mis bolsillos y eché a correr.

Me localizaron en seguida. Corrí en zigzag en torno a una pista de tenis vallada y me dirigí hacia la puerta de la casa. A ambos lados de dicha entrada había unas ventanas cuya altura era la de un hombre. Ascendí velozmente las escaleras, y con la «Gyrojet» di un golpe que destrozó casi todos los vidrios de una de las ventanas. Inmediatamente salté de la escalera hacia fuera y me oculté entre unas matas cercanas.

Cuando las cosas ocurren con tal rapidez, la mente debe llenar la laguna existente entre lo que uno ha visto y lo que no ha podido ver. Los tres pistoleros me persiguieron frenéticamente escaleras arriba y entraron por la puerta gritando como demonios.

Entonces rodeé la casa en busca de una ventana.

Algunos de los pistoleros estaban seguros que yo había entrado a través de aquel montón de vidrios rotos. El ruido debió poner sobre aviso a los demás, porque nuevamente oí que me buscaban por el exterior. Trepé por unos resaltes de la pared y encontré una pequeña cornisa que daba a una ventana del segundo piso, que se hallaba a oscuras. Conseguí abrirla sin hacer demasiado ruido.

Por primera vez en aquella noche de locos, comenzaba a creer que sabía lo que estaba haciendo. Y eso no deja de resultar extraño, puesto que yo no conocía nada acerca de la disposición de la casa y no tenía idea del lugar en que me hallaba. Pero al menos ya conocía cuáles eran las reglas de aquel juego. El elemento variable, el marciano, el deus ex machina, había quedado fuera de la partida.

Las reglas eran: el que me viese primero, me mataría. Aquella noche no habría testigos ni conciliadores. Tampoco se me iban a presentar dudas de tipo moral. Ni se me ofrecería ayuda sobrenatural a cambio de mi alma, o algo parecido. Lo único que tenía que hacer era procurar seguir con vida; pero, no obstante, un curioso había muerto.

La alcoba estaba desierta. Una puerta pertenecía a un armario de pared y la otra daba a un cuarto de baño. Un rayo de luz se escapaba por debajo de una tercera. No tenía otra elección. Extraje la «Gyrojet» y abrí la tercera puerta.

Un rostro se volvió por encima del borde de un sillón. Yo le enseñé la pistola y me mantuve apuntándole mientras rodeaba el sillón. En aquella estancia no había nadie más.

El rostro de aquella persona era mofletudo, de edad madura y facciones bastante regulares, exceptuando la nariz, excesivamente grande.

—Le conozco a usted —me dijo el hombre con bastante serenidad, teniendo en cuenta las circunstancias.

—También yo le conozco —contesté.

Era Adler, el individuo que me había metido en aquel embrollo, primero al cohabitar con la mujer de Morrison, y luego matando a éste.

—Usted es el tipo que contrató Morrison, ¿verdad? —me preguntó Adler—. El duro detective privado, Bruce Cheseborough, ¿no es eso? Bien, ¿por qué no abandonó usted este asunto?

—No podía hacerlo.

—No podía dejar de hacerlo. ¿Quiere tomar café?

—Gracias. ¿Sabe usted lo que le pasará si grita o hace algo parecido?

—Desde luego.

Cogió un vaso de agua y la vertió dentro de la papelera. Luego destapó un termo de plata y llenó su taza y el vaso, todo con movimientos lentos y seguros. Indudablemente, no quería que yo me pusiera nervioso.

Él tampoco parecía muy preocupado. Eso me tranquilizaba bastante, pues al menos tenía la seguridad que Adler no cometería ninguna estupidez. Yo había visto la misma serenidad en Domingo, y conocía la causa. Adler, Domingo, y todos los que trabajaban para Sinc tenían una fe absoluta en éste. Sabían que fuera cual fuese el atolladero en que se vieran metidos, Sinc los sacaría de él.

Observé cómo Adler tomaba un buen trago de café antes de tocar mi vaso. El café era negro y fuerte, y tenía una generosa cantidad de coñac. El primer sorbo me supo tan bien que sonreí a Adler levemente.

El otro me devolvió la sonrisa. Tenía los ojos fijos en mí y muy abiertos, como si temiera mirar hacia otra parte, seguramente preocupado por lo que yo pudiese hacer. Traté de pensar de qué modo hubiera podido echar algo en mi café sin beberlo él mismo. No había ninguna posibilidad.

—Usted cometió un error —le dije, y tomé un poco más de café—. Si mi nombre hubiera sido Rip Hammer, Mike Hero o cualquier otro, me habría apartado del asunto en cuanto supe que usted era uno de los muchachos de Sinc. Pero cuando uno se llama Bruce Cheseborough, junior, no se puede hacer otra cosa que pelear.

—Debió haber abandonado. Así hubiese sobrevivido.

Lo dijo sin pensar demasiado en ello. Tenía unas leves arrugas en las comisuras de la boca y en los ojos, causadas por esa constante expresión de extrañeza. Indudablemente, aún seguía esperando que ocurriese algo.

—Le propongo una cosa —manifesté—. Me escribe usted una confesión y me marcho de aquí sin matar a nadie. ¿No le parece estupendo?

—Claro, pero, ¿qué tengo que confesar?

—Que mató a Morrison.

—Usted no esperará que haga eso.

—En realidad, no lo espero.

—Pues bien, voy a sorprenderle.

Adler se puso en pie, siempre lentamente, y se dirigió al escritorio con las manos en alto, las mantuvo así hasta que me encontré de nuevo a su lado. Entonces dijo:

—Voy a escribirle su maldita confesión. ¿Y sabe por qué? Porque usted nunca hará uso de ella. Sinc se ocupará del asunto.

—Si alguien atraviesa esa puerta…

—Lo sé, lo sé.

Comenzó a escribir; mientras lo hacía examiné el utensilio que había recogido del cadáver del marciano. Estaba hecho con un material blanco y brillante, y era extremadamente complicado y en nada parecido a los instrumentos que yo conocía. Era como los mecanismos interiores de plástico de una pistola de juguete, a medio moldear y luego pulida hasta quedar con los contornos redondeados. No tenía idea de cómo podía funcionar aquel objeto. Y de todas formas no me gustaba demasiado. Había una ranura donde se hallaban ocultos unos botones o pulsadores, pero resultaba demasiado pequeña para los dedos. Tal vez con unas pinzas o una aguja de sombrero se los habría podido manipular fácilmente.

Adler me entregó el papel que había estado escribiendo. Había hecho una confesión breve y detallada: motivos, medios empleados y fechas. Para mi era, de todos modos, insuficiente.

—No dice usted lo que pasó con el cadáver —le dije.

—Lo mismo que le ocurrió a Domingo.

—¿A Domingo?

—En efecto. Cuando los policías fueron a recogerlo, allá en su casa, Domingo había desaparecido lo mismo que las manchas del suelo. Parece un milagro, ¿verdad?

Sonrió de un modo desagradable, y como yo no reaccionase, él pareció desconcertado.

—¿Cómo fue? —inquirí.

Adler se encogió de hombros con aire incómodo y repuso:

—Usted debería saberlo. Pero no voy a escribirlo; disgustaría a Sinc. Tendrá que conformarse con lo que he puesto ahí.

—Está bien. Ahora lo ataré y trataré de regresar a casa.

Adler no ocultó su asombro. Le hubiera resultado imposible fingir, aunque se lo hubiese propuesto.

—¿Ahora sin más? —inquirió.

—Desde luego. Fue usted quien dio muerte a mi cliente, no Sinc.

Él sonrió, sin llegar a creerme. Seguía pensando que algo iba a suceder.

Utilicé el cinturón de una bata de baño para amarrarle los brazos, y un pañuelo como mordaza. Había otras prendas en el armario que me permitieron rematar el trabajo. Lo dejé sobre la cama, en la oscuridad.

Y ahora, ¿cómo me las arreglaría?

Apagué las luces de la sala y me dirigí hacia la ventana. El césped estaba lleno de individuos y de perros. La luz era mucho más intensa. Pero aquél era el único camino que me quedaba hacia el exterior.

Yo tenía el pellejo de Adler en un bolsillo. Del asesino que había dado muerte a un cliente mío. ¿Aún pretendía yo dar caza a Sinc o debía tratar de escapar cuanto antes con el papel que estaba en mi bolsillo?

Lo mejor era desaparecer, claro está.

Continué junto a la ventana observando el movimiento del exterior. Fuera estaba todo vivamente iluminado, pero las sombras que proyectaban los árboles y las plantas eran negras como el azabache. Observé un seto que se hallaba iluminado por un lado y oscuro por el otro. También podría intentar escurrirme, por un costado de la pista de tenis, y luego correr hasta aquella otra estatua…

Súbitamente, se abrió la puerta, y yo me volví.

Un hombre con pantalones oscuros y chaqueta de fumar se enfrentó con mi pistola. Sin apresurarse, entró en la estancia y cerró la puerta detrás de Sinc.

Era Sinc. Lester Dunhaven Sinclair III era un hombre en perfectas condiciones físicas, que no parecía tener encima medio kilo de más ni medio kilo de menos, y que lucía músculos de gimnasta. Le calculé unos treinta y cuatro años, aproximadamente. Una vez le había visto en público, pero nunca lo bastante cerca como para confirmar lo que ahora comprobaba: su espeso cabello rubio era una peluca.

Me sonrió y dijo:

—Cheseborough, ¿verdad?

—Sí.

—¿Qué ha hecho usted con mi… lugarteniente? —preguntó, y agregó—: Tengo entendido que aún está con usted.

—Se encuentra en el dormitorio, convenientemente atado —repuse mientras me movía a su alrededor, con el fin de cerrar con llave la puerta que daba a la sala.

Entonces comprendí por qué los hombres de Sinc lo consideraban una especie de señor feudal. Era un individuo que inspiraba confianza. Su seguridad en sí mismo era absoluta. Al verle, por un instante pensé que nada se podía hacer contra una persona así.

—Creí que sería usted lo suficientemente inteligente como para no probar el café. Es una pena —dijo Sinc.

Parecía estar observando mi pistola, pero sin el menor rastro de temor. Traté de pensar que era una actitud fingida, y no logré convencerme. Ningún hombre puede fingir con semejante perfección: los músculos del rostro le habrían traicionado. Empecé a temer a Sinc.

—Es una pena —repitió—. Todas las noches, durante el último año, Adler se ha ido a la cama después de tomar una taza de café con coñac. Handel, también.

¿De qué estaba hablando? El café no me había afectado en absoluto.

—Puede considerar que ya me he escapado de usted —le dije.

—¿Le parece? —contestó sonriendo, como quien tuviese en sus manos la victoria.

Entonces empezó a hacer gorgoritos. Me parecían espantosamente familiares aquellos gorgoritos. Presentí que algo muy grave estaba ocurriendo. Sonriendo y borboteando siempre, Sinc echó mano al bolsillo de los pantalones y extrajo una automática. Se tomó todo el tiempo que quiso para hacerlo.

No era un arma grande, pero era un arma, y en el momento en que me di cuenta de ello hice fuego.

El proyectil de mi «Gyrojet» adquiere su mayor velocidad en los primeros ocho metros, justamente la distancia a que se encontraba Sinc. La bala le dio en la articulación del hombro, pero Sinc sonrió con indulgencia. Su pistola seguía apuntando hacia el puente de mi nariz.

Disparé entonces contra su corazón. No le hizo el menor efecto. El tercer proyectil perforó el espacio que había entre sus ojos. Vi cómo se tapaba el orificio con la mano, y entonces me di cuenta. Sinc también estaba fingiendo.

Él disparó a su vez.

Yo parpadeé. Un líquido frío corrió por mi frente, bajó hasta los ojos, produciéndome escozor, y goteó al fin en mis labios. El sabor era el del alcohol de friegas.

—Usted también es un marciano —le dije.

—No necesita insultar —contestó Sinc suavemente.

Disparó de nuevo. Era una pistola de agua, un arma de juguete, como las que usan los niños, aunque fuera una buena imitación de plástico. Yo me enjugué el alcohol de los ojos.

—Bien, bien —dijo Sinc.

A continuación, se quitó la peluca y la dejó caer. Lo mismo hizo con las cejas y las pestañas.

—Veamos, ¿dónde está el otro? —me preguntó.

—Me dijo que era un… un antropólogo. ¿Acaso estaba mintiendo?

—Desde luego, Cheseborough. Él es la ley. Me ha estado persiguiendo a lo largo de distancias que ni siquiera pueden describirse.

Sinc retrocedió hacia la pared, y luego prosiguió diciendo:

—Usted ni siquiera comprendería cómo llama mi pueblo al delito que cometí. Además, no tiene usted razón al protegerle. Él le ha utilizado para sus fines. Cada vez que detenía una bala destinada a usted era para hacerme creer que usted era el extraterrestre. Por eso le hizo interpretar aquella comedia de bajar flotando a la calle desde el sexto piso. Por eso hizo desaparecer el cuerpo de Domingo. Usted era su títere, y ha planeado que yo le mate mientras él se acerca furtivamente a mí. Le sacrificará sin el menor escrúpulo. Y ahora dígame: ¿dónde está él?

—Está muerto. No sabía lo que eran las vallas electrificadas.

Una voz procedente del vestíbulo, la de Handel, gritó:

—¡Señor Sinclair! ¿Se encuentra usted bien?

—¡Tengo un invitado! —respondió Sinc—. ¡Y lleva una pistola!

—¿Qué hacemos?

—¡No hagan nada!

Entonces Sinc comenzó a reírse. Estaba perdiendo su forma humana, «poniéndose cómodo», como antes había hecho su congénere.

—Nunca lo hubiese creído —añadió entre risas—. ¡Me ha perseguido a semejante distancia para morir en una cerca electrificada!

Sus carcajadas cesaron como cuando se rompe la cinta de un magnetófono, lo que hizo que me preguntase si esa risa podía ser real, con su extraño aparato respiratorio.

—La corriente eléctrica no podía matarle, desde luego —continuó diciendo—. Debió afectar al productor de aire y a la batería.

—El café con coñac era para él, sin duda —deduje yo—. Dijo que podía morir por efectos de un veneno orgánico. Se refería al alcohol, ¿no es cierto?

—Evidentemente, por eso se le invitó a tomar el café —respondió, riendo suavemente.

—He sido un ingenuo; me creí todo lo que las mujeres me contaron de usted.

—Ellas no sabían nada. ¿Acaso pensó usted…? Oiga, Cheseborough, ¿he hecho yo algún comentario desfavorable de su vida sexual?

—No, ¿por qué?

—Entonces dejé usted la mía en paz.

Sinc seguía cambiando de forma. Me pareció que, a su modo, se estaba riendo siniestramente.

Fue avanzando despacio hacia mí. Yo retrocedí poco a poco, empuñando la inútil pistola.

—¿Sabe usted lo que ocurrirá ahora? —me preguntó.

Yo aventuré una hipótesis, y dije:

—¿Lo mismo que le ocurrió al cadáver de Domingo, y a los de todas las personas que le molestaban?

—Justamente. Nuestra especie se caracteriza por su voraz apetito.

Siempre avanzando hacia mí, se había olvidado de su pistola de agua, que sostenía con la mano derecha. Sus músculos se habían deformado, suavizando sus contornos. Ahora era como el primer boceto de arcilla que hace un escultor cuando modela un hombre. Pero su boca se volvía cada vez más grande, y sus dientes eran como dos aguzadas herraduras.

Yo disparé una vez más, ahora sobre la pistola de juguete.

Alguien golpeó violentamente en la puerta de la habitación.

Sinc no lo oyó. Sinc se estaba fundiendo, perdiendo toda forma voluntaria, mientras en su agonía luchaba por evitarlo. De los fragmentos de su pistola de plástico fluía el alcohol. La puerta se estremeció de nuevo bajo los impactos. Saltaron unas astillas.

La mano de Sinc borboteaba, hervía. Entre agudos lamentos, la informe masa se escurrió de sus pantalones y chaqueta. Y yo… yo quedé libre de la fuerza que me había retenido; tomé el termo de plata y derramé el café con coñac sobre aquello que se retorcía en el suelo.

Sinc era ya una sustancia hirviente. Las brillantes piezas metálicas sobresalían de aquel conglomerado carnoso que se extendía sobre la alfombra.

La puerta crujió y se vino abajo. Yo ya estaba de nuevo contra la pared, dispuesto a disparar contra cualquier peligro que me amenazase. Handel irrumpió en la habitación y se detuvo en seco.

Permaneció allí, en la puerta, inmóvil como una estatua. Presentí que nada le habría hecho apartar los ojos de aquella masa que se retorcía y burbujeaba poco a poco; la masa dejó de moverse. Handel tragó saliva, lo que puso de nuevo en actividad su garganta, lanzó un chillido y salió corriendo de la habitación.

Escuché un golpe sordo cuando chocó con un guardia, y le oí balbucear:

—¡No, no entre ahí! ¡No…, no!

Luego sollozó y percibí el sonido de unos pies inseguros que echaban a correr.

Regresé al dormitorio y me acerqué a la ventana. El césped aún seguía iluminado por la intensa luz, pero aquello había perdido todo interés para mí. Porque allí fuera no había más que perros y hombres.