II
El cielo del alba, como un enorme blasón, era todo oro, gualda y azul. A la derecha, podían verse las montañas, y a la izquierda había un bosquecillo de encinas, numerosos pinos y unos pocos arces. El Monstruo de Gila se detuvo junto a un espejeante arroyuelo, más abajo de una cascada. Yo salí al mirador y recibí una rociada de agua cristalina. El costado de acero inoxidable de nuestro gran animal estaba empapado.
—¡Hola! ¡Eh, hola!
—¡Hola! —exclamé mientras agitaba una mano para contestar a la muchacha que bajaba hacia… ¡Eh! La joven ya estaba en el arroyo con el agua hasta las rodillas.
Ella lanzó un grito y subió a la orilla rocosa con aire desconcertado.
—¿La cadete Suyaki? —pregunté.
—Sí…, sí, señor.
La joven trató de secarse la pierna mojada. Los arroyuelos canadienses suelen estar muy fríos al amanecer.
Yo me quité la camisa, hice un lío con ella y la arrojé hacia donde estaba la muchacha.
—Jefe de sección Jones —le dije, presentándome brevemente, mientras ella pescaba al vuelo la prenda—. Pero bastará con que me llames Blacky. Aquí no andamos con cumplidos.
—Ah, gracias, señor.
La recién llegada se levantó las polainas plateadas y se quitó las botas para secarse unas hermosas pantorrillas.
Yo di un empujón a la escalera metálica, cuyos peldaños se desplegaron con estrépito. Entonces descendí hacia la orilla del arroyo.
—¿Hacía mucho tiempo que esperabas?
—No, acabo de llegar —contestó sonriendo.
Más allá de las rocas se oyó un rumor que confirmaba lo dicho por la joven: un helicóptero ascendía por encima de los árboles.
La cadete Suyaki se volvió hacia el aparato y saludó con el brazo. Alguien, dentro de la cabina, le contestó del mismo modo hasta que el reflejo rojizo lo hizo invisible.
—Os vimos cuando os deteníais —dijo ella, y contempló el Monstruo de Gila en toda su longitud.
¿Acaso no lo he dicho aún? Cruzad un campo de fútbol y un armadillo; haced que un tanque maternal amamante a la cría resultante, y cuando llegue a la pubertad tendréis el Monstruo de Gila.
—¿Voy a trabajar bajo tus órdenes?
—Bajo las mías y las de Whyman.
Ella me miró inquisitivamente. Yo repuse:
—Es la jefe de sección Mabel Whyman quien tiene en realidad el mando. A mí me ascendieron a jefe de sección tan sólo ayer.
—¡Ah, felicitaciones!
—Oye, Blacky, ¿es ésa mi nueva compañera de habitación? —oímos gritar.
—Ahí tienes a tu camarada —dije, señalando a Scott, todo rubio y pecoso, que en ese momento se inclinaba sobre la barandilla—. Serán compañeros de cuarto.
Scott bajó descalzo la escalerilla, con su pantalón de trabajo roto a mitad del muslo y el cinturón rebosante de alicates, cintas métricas y ovillos de alambre.
—Susan Suyaki —dije presentándolos—, Scott Mackelway.
—Me alegro de conocerte —declaró ella.
Scott colocó sus grandes manos sobre los delicados hombros de la señorita Suyaki y respondió:
—Lo mismo digo, cielo, lo mismo digo.
—Vamos a trabajar juntos, ¿verdad? ¡Vaya, eso me gusta! —dijo la joven vivazmente, mientras apretaba uno de los antebrazos de Scott—. Sí, creo que vamos a llevarnos muy bien.
—Claro que sí. Yo… —empezó a decir él, pero vi que se interrumpía, y que se le ponían coloradas las orejas—. Yo también lo creo.
—¡Eh, esos dos operadores, suban al nido del camaleón!
Scott se volvió, reteniendo una de las manos de Sue, y señaló hacia el mirador mientras decía:
—Ahí está la jefa. ¡Oye Mabel! ¿Vamos a algún sitio donde deba ponerme los zapatos?
—Sólo a hacer una exploración. Vamos, pronto.
—Tenemos el camaleón sobre la puerta del costado de babor —manifestó Scott, y condujo a Sue hacia abajo, donde estaban los grandes eslabones de la cadena de rodadura del monstruo, que eran tan altos como un hombre.
No pude dejar de pensar que, veinticuatro horas antes, si Mabel hubiese gritado «esos dos operadores» se habría referido a Scott y a mí.
Toda de plata, Mabel descendió la escalera.
—Conque sonríes antes del desafío, ¿eh? —le dije.
—Blacky, estoy convirtiéndome en una vieja tonta.
Cuando hubo llegado abajo, se acercó, me puso un dedo contra el pecho, lo bajó despacio hacia el estómago y por fin me abrochó el cinturón de trabajo.
—Eres hermosa, y conste que no me burlo —repuse, y le rodeé los hombros con un brazo.
Avanzamos sobre la capa de agujas de pino, ella con las manos en los bolsillos plateados y yo sintiendo su cadera en mi muslo, su hombro en mi costado y su cabello sobre mi brazo. Examinaba atentamente los helechos y los robles, las rocas y el agua, la montaña y los lados del Monstruo de Gila, los rayos del sol matinal que se filtraban entre las ramas.
—Eres un jefe de sección, de modo que hay cosas que puedo decirte a ti y que carecerían de sentido para los demás —declaró, e hizo una señal hacia donde habían desaparecido Sue y Scott.
—Espero tus palabras con ansiedad —repuse.
Mabel señaló al Monstruo y dijo:
—Blacky, ¿sabes tú lo que son realmente el Monstruo y las líneas por las que ronda?
—Por el tono de tu voz, señorita Leyes y Reglamentos, yo diría que no estás interesada en una respuesta del tipo de las que dan los libros.
—Pues bien, son los símbolos de una forma de vida. La empresa Líneas Mundiales de Energía mantiene muchos cientos de millares de unidades de refrigeración funcionando en torno al ecuador para facilitar el almacenamiento de alimentos. Han hecho el Ártico habitable. Ciudades como Nueva York y Tokio redujeron su población a una tercera parte de la que tenían hace un siglo. Entonces la gente temía que el crecimiento demográfico los echase fuera del planeta, o que perecieran por falta de alimentos. Y sin embargo, en el mundo se estaba trabajando menos del tres por ciento de los terrenos cultivables, y estaban pobladas menos del veinte por ciento de las tierras. Líneas Mundiales de Energía hizo que los hombres fuesen capaces de residir en cualesquiera de las zonas del planeta, así como también en muchos lugares bajo las aguas. Los límites de las naciones solían constituir una excusa para las guerras. Hoy sólo son detalles cartográficos. Al viajar en las entrañas del Monstruo, resulta irónico que nos encontremos muy lejos de esa forma de vida a la que contribuimos más que nadie. Y a pesar de todo, recibimos algunos beneficios.
—Sí, eso creo.
—¿Te has preguntado alguna vez cómo nos beneficiamos?
—Con buena enseñanza, tiempo libre —sugerí—, retiros en edad más temprana…
—Y mucho más aún, Blacky —dijo Mabel, riéndose suavemente—. Los hombres y las mujeres trabajamos juntos. Nuestro navegante, Falteaux, es uno de los mejores poetas en lengua francesa que hay en la actualidad. Su fama literaria es internacional, y no obstante, es el mejor navegante que tuve nunca. Y Julia, que nos tiene tan bien alimentados, que puede pilotar el Monstruo con tanta competencia como yo, y que es tan pésima pintora, trabaja contigo, conmigo, con Falteaux y con Scott en la misma sección de mantenimiento. También está el hecho que puedas marcharte de la habitación de Scott un día, y que al siguiente entre allí la pequeña señorita Suyaki con una facilidad que hubiera asombrado a tus remotos antepasados de África tanto como a los míos de Finlandia. Todo eso es lo que significa esta huevera de acero.
—Está bien —contesté—. Me siento conmovido.
Dimos la vuelta en torno al gran cubo de la rueda. Scott estaba levantando la segunda puerta del garaje del camaleón y señalaba a Sue el lugar donde se hallaban el gato y el grafito.
—A algunas personas —prosiguió diciendo Mabel cuando le hube quitado el brazo de los hombros— les disgusta profundamente esta forma de vida. Y ésta es la razón por la que vamos a tratar de realizar una conversión aquí, en la frontera canadiense.
—¿Una conversión? —intervino Sue—. ¿No se refiere eso a cuando se conecta una zona a la red mundial…?
En ese preciso momento, Scott se arrojó sobre Mabel. Ella lanzó un grito y cayó sobre las hojillas de pino.
Yo di un salto hacia atrás, y Sue emitió un extraño grito gutural.
Algo silbó en dirección al cubo de la rueda, y después de chocar contra ella se desvió hacia los helechos. Algunos de éstos cayeron segados.
—¡Miren! —exclamó Sue.
Yo estaba ya examinando el gran raspón de veinte centímetros que se apreciaba en el duro caparazón del Monstruo de Gila, justo en el lugar donde había estado un momento antes el cuello de Mabel.
Al otro lado del arroyo subía precipitadamente por las rocas un chico rubio que iba tan poco vestido como Scott.
Sue corrió entre las hierbas, recogió el cuchillo y dijo:
—¿Acaso trataban de matar a alguien?
Mabel se encogió de hombros y repuso:
—Cadete Suyaki, será mejor que vayamos a examinar el lugar de la conversión. ¡Cielos, esa arma tiene muy mal aspecto!
—Yo solía cazar en mi país con un cuchillo filipino —dijo Sue, cautamente—. Pero uno de éstos…
Eran dos hojas de hierro remachadas que formaban una cruz, con las puntas afiladas.
—También es la primera vez que veo algo así, y espero que sea la última —dijo Mabel y miró hacia el claro del bosquecillo—. Siempre soy optimista; y me alegro de conocerte, Suyaki. Bien, pongamos en marcha a Nelly, y entremos de una vez.
El camaleón medía poco más de tres metros. Estaba casi todo hecho de plástico transparente, lo cual quería decir que desde su interior podía verse el mar, el cielo y la tierra.
Scott condujo el aparato; Mabel se sentaba a su lado y Sue y yo viajábamos atrás.
Encontramos una vieja carretera de deteriorado asfalto, y trepamos monte arriba.
—¿Adónde…, adónde nos dirigimos? —preguntó Sue.
—Pequeña —le respondió Mabel—, te lo diré cuando hayamos llegado.
A continuación, y con un leve gruñido significativo, Mabel colocó la cuchilla en la guantera del vehículo.