CAPITULO III

 

El sol brillaba con fuerza, pero resultaba difícil que sus rayos llegaran a iluminar el asfalto de Little Street. Y más que imposible el que se filtraran en el interior de la habitación ocupada por Arthur Browne.

Ralph Skerritt salió del cuarto de baño.

Tenía punzadas por todo el cuerpo. Apenas había dormido cuatro horas y el sofá del salón no resultó muy confortable. Echó en falta su cómoda cania del no menos acogedor apartamento de la Ross Avenue.

Ya había preparado el café. Muy negro. Muy cargado. Sin azúcar.

Con una repleta y humeante taza penetró en la habitación de Browne. Este aún dormía. El somnífero proporcionado por Skerritt hacía su electo.

Ralph Skerritt dejó la taza de café sobre la mesa de noche.

Después de encender un cigarrillo se aproximó al ventanal. El luminoso del Stefanis reposaba en espera de la noche. Los bloques de gris cemento eran, sin los destellos de neón pródigos en Little Street, tristes y sucios. Unos chiquillos jugaban inocentemente lanzando sus tirachinas sobre un aterrado gato.

Skerritt esbozó una sonrisa.

También él se había criado en Barrio Cook. Junto con Arthur Browne. Ambos quedaron huérfanos a muy temprana edad. La calle fue su mejor escuela. La calle... y el reformatorio de Kromersville.

El reformatorio de Kromersville.

Benéfica institución para enderezar a los descarriados. Aprender un oficio... y muchas cosas más. Como reventar una caja fuerte, las partes principales de una «Magnum», como fabricar una «bubi»... (Bomba de tiempo casera).

Si.

Enseñanzas básicas para la jungla de asfalto. Especialmente en Barrio Cook. Zona donde elegantes night-clubs se confundían con tugurios. Donde aristocráticos visitantes se entremezclaban con marginados. En insospechada promiscuidad.

Ralph Skerritt y Arthur Browne lucharon por salir del fango. En el reformatorio de Kromersville se esforzaron en aprender también la parte buena que les suministraba aquella hipócrita sociedad.

Arthur Browne salió como experto encuadernador. Las finas manos de Ralph Skerritt le encasillaron en el dibujo. Tras el paso por la marina de los Estados Unidos retornaron a Texas. A Dallas. A casa. Dispuestos a abrirse camino

No fue fácil.

Al menos para Ralph Skerritt.

Su inconformismo y rebeldía innata se resistieron a los idiotizantes dibujos publicitarios de una agencia. Intentó el cómic; pero los editores rechazaban un trabajo donde el capitalismo, la burguesía y el orden establecido no salían triunfantes.

Skerritt volvió a sonreír recordando aquellos años.

Era un incauto. Un iluso lleno de utópicas ideas. Un cómic donde el héroe resultaba ser un chicano que luchaba contra los explotadores tejanos del Río Grande que utilizaban mano de obra barata y clandestina procedente de México.

Un héroe chicano... cuando el mito Superman renacía de las cenizas.

Arthur Browne sí se sometió. Continuaba en su trabajo de encuadernador. Un empleo seguro. Un sueldo fijo... una explotación garantizada.

Ralph Skerritt se cansó de aquella desigual lucha. En el reformatorio de Kromersville sus finas manos aprendieron algo más que el dibujo. De ahí que terminara por aceptar el ofrecimiento de Gordon Mortimer. Jugador de póquer para clientes importantes. A un veinte por ciento de las ganancias y libre de las pérdidas. Sin horario fijo ni figurar en nómina. También surgía algún que otro trabajo de relaciones públicas en The Lobster. Como en el caso de la señora Harrison.

—¡No!... ;No!... ¡NO!...

Los súbitos gritos turbaron los pensamientos de Skerritt.

Arthur Browne se había incorporado quedando sentado en el lecho. Sudaba copiosamente.

—Tranquilo, muchacho —Skerritt se aproximó sonriente—. Has tenido una pesadilla.

—Ralph...

—¿Te encuentras mejor?

—¡Tienes que ayudarme, Ralph!—exclamó Browne tendiendo sus manos—. Helen...

—Un momento, Arthur. Ayer estabas... algo bebido. De ahí que no hiciera mucho caso a tus palabras. Te proporcioné un somnífero y has dormido cerca de ocho horas. Ahora vas a darte una ducha fría y tomar una taza de café.

—¿No lo comprendes. Ralph? ¡He matado a Helen!

—No pienso escucharte hasta que sigas mis instrucciones. Ducha fría y café. Te espero en el salón.

—¡Ralph!...

Skerritt hizo caso omiso a la llamada de su amigo.

Abandonó la habitación dirigiéndose al salón.

Sobre el sofá descubrió la billetera de Browne. Abierta. Mostrando la fotografía de Helen.

Ralph Skerritt la recogió depositándola encima de uno de los muebles. Antes de cerrarla contempló la fotografía.

Helen...

Una magnífica muchacha. Una perfecta compañera. La mujer que todos los hombres sueñan y difícilmente encuentran. Arthur Browne fue el afortunado, aunque la felicidad le duró muy poco.

Ralph Skerritt también recordaba el fatídico siete de mayo de hace un año. Cuando Browne le llamó de madrugada desde el Bancroft Center. Un accidente de auto. A la entrada de Dallas. Cuando regresaban de la corta luna de miel. Browne salió sin un rasguño. Las heridas de Helen también superficiales, pero el shock le afectó al corazón. En el Bancroft Center no lograron superar aquel fallo cardíaco. Y al atardecer de aquel mismo día era enterrada en el cementerio de Wise Road.

No había familiares que avisar. Helen era también una solitaria. Una paloma en la ciudad de cemento. No podía sobrevivir.

Ralph Skerritt y Arthur Browne.

Sólo ellos despidieron el ataúd de Helen.

Dos hombres y ninguna oración. Habían olvidado las aprendidas en el reformatorio a golpes de correa, pero poco importaba. Dios supo leer en sus corazones.

—Ralph...

Skerritt giró cerrando la billetera.

Arthur Browne avanzaba con vacilante paso. Se cubría con un largo albornoz de baño. Su abundante pelo rubio aún goteaba.

—¿Has tomado el café?

—Sí...

—Siéntate, Arthur. ¿Un cigarrillo?

Browne aceptó

Se acomodaron en el sofá.

—No estoy loco, Ralph. Te juro que...

—Tranquilo, muchacho. Cuéntame todo con calma. Sin precipitarte.

Browne asintió con repetidos movimientos de cabeza.

Respiró con fuerza.

—Estoy... estoy tranquilo, Ralph. Mientras me duchaba he pensado mucho. Trataba de convencerme a mí mismo de que todo fue una pesadilla, pero no puedo aceptar esa hipótesis. Todo fue real, Ralph. Horrorosamente cierto. Ayer... ayer fue el aniversario de la muerte de Helen.

—Lo sé, Arthur. ¿Olvidas que intenté persuadirte para que cenáramos juntos y luego ir al Zoska Theatre?

—Quería estar solo. Ralph. Rememorar los momentos felices vividos con Helen. Llegué temprano al apartamento. Los recuerdos empezaron a atormentarme.

Tomé una botella de whisky y fui al dormitorio. Bebí bastante, pero no hasta el extremo de perder la razón. Aún puedes ver la botella. Sabes que tengo bebido mucho más sin llegar a emborracharme. Me dormí, aunque pronto desperté sobresaltado. Bañado en sudor, iba a desnudarme cuando escuché el ruido. Como el chirriar de una puerta o una ventana al abrirse.

Browne hizo una pausa.

Succionó nerviosamente el cigarrillo.

—Entonces vi la sombra avanzar por el corredor. Sospeché que se trataba de un ladrón y atrapé mi «Sterling». La sombra se recortó bajo el umbral. Advertí que si daba un paso más dispararía. Fue entonces cuando me llamó por mi nombre. Quedé paralizado. Había reconocido la voz..¡Era la voz de Helen! ¡Tienes que creerme, Ralph!

—Sigue. Arthur.

—Sí... Encendí la luz de la habitación. Y pude verla... Era Helen. Con el pelo muy canoso, extremadamente pálida y delgada... casi esquelética. Vestía una desproporcionada chaqueta gris y larga falda. Parecía un uniforme de reclusa. Me hablaba... quería llevarme con ella... Yo estaba horrorizado, Ralph. Consciente de hallarme frente al cadáver de Helen. ¡Un cadáver viviente! Tendió sus manos hacia mí. Unas manos escuálidas y frías... Su aliento era fétido. Retrocedí presa del terror quedando en uno de los rincones de la habitación. Ella volvió a avanzar en mi busca. Pareció sonreír. Entonces... entonces fue cuando descubrí sus dientes.

—¿Qué más, Arthur? — Interrogó Skerritt, ante la prolongada pausa de su amigo—. ¿Qué ocurrió luego?

—Sus dientes, Ralph. Eran los dientes de un vampiro.

Ralph Skerritt no pudo reprimir una significativa mueca de incredulidad.

—Oye, muchacho...

—Entonces disparé—prosiguió Browne, con expresión ausente—. ¡Disparé sobre ella! ¡Hasta vaciar el cargador! Vi como su cuerpo acusaba cada uno de los impactos. Vaciló. Iba a desplomarse sobre mí... Esquivé la caída de su cuerpo saliendo de la habitación como alma que lleva el diablo. Corrí por Little Street como un poseso. Tropezando con la gente y ajeno al estridente chirriar de los coches que Frenaban para no atropellarme... Un patrullero de la Metropolitan Pólice me detuvo. Con torpes palabras le expliqué lo ocurrido. Llamó a dos agentes más. Me acompañaron al apartamento y...

—Y ya no estaba el cadáver de Helen.

—Había desaparecido.

—Jamás estuvo aquí, Arthur —Skerritt se incorporó del sofá—. ¿No comprendes lo absurdo de tu historia? ¡Helen está muerta! ¡Murió hace un año! ¡Reposa en el cementerio de Wise Road!

—Si no era ella ¿contra quién disparé?

—Nadie estuvo aquí, Arthur! ¡Nadie! Era el aniversario de la muerte de Helen. Empezaste a pensar en ella. Quedaste dormido con una botella de whisky y a! despertar fue cuando echaste a correr escaleras abajo. ¡Para contarle a la policía tu pesadilla! Porque fue eso, Arthur. ¡Una pesadilla!

—Disparé sobre ella. Ralph.

—¿Escuchó alguien los disparos?

Browne denegó con un lento movimiento de cabeza.

—Ya conoces el bullicio de Little Street. Y mi vecino es una call-girl que regresa a casa de madrugada. La policía no me creyó. No encontró casquillo alguno. Incluso se mostró generosa al no denunciarme por escándalo público y burla a la autoridad. Fue entonces cuando acudí a The Lobster en tu busca.

—No me lo recuerdes.

—No querían darme razón de ti, Ralph. Estaba muy excitado y...

—Necesitas descanso, muchacho. Vas a dejar de acudir al taller de encuadernación por una temporada. Te daré dinero y...

—No, Ralph. Creí que me conocías mejor.

—¡Maldita sea, Arthur! Precisamente por conocerte bien se que estás enfermo. Siempre has sido un tipo equilibrado. Muertos que andan, vampiros... Me recuerda cierto guión que me impuso un editor para realizar un cómic. El vampirismo es un tema ya muy explotado, muchacho. Y no hay más muertos que los del Reino de las Tinieblas.

—Los muertos no temen a nada, ¿verdad, Ralph?

—Correcto, Arthur. Están muy seguros en su ataúd.

—Entonces ¿por qué Helen se llevó mi «Sterling?

 

* * *

 

Ralph Skerritt cerró uno de los cajones del armario de violento patadón. Había registrado minuciosamente la habitación, el cuarto de baño y el salón.

Arthur Browne, apoyado en el marco de la puerta, le contemplaba con inexpresivo rostro.

—¿Por qué lo haces, Ralph? ¿Desconfías de mí? ¿Crees que he mentido y escondo la pistola?

Skerritt se sentó en el lecho.

Encendió un cigarrillo.

Definitivamente, la pistola no estaba en el reducido apartamento de Browne.

—No dudo de ti, muchacho. Igualmente me consta que no mientes, pero la «Sterling* puede estar en cualquier rincón que tú no recuerdes y...

—Sabes que siempre la guardaba en la mesa de noche. La compramos juntos, ¿lo has olvidado? Tú un «Smith & Wesson» y yo la automática «Sterling». Al disparar sobre Helen solté el arma y salí corriendo. Los policías tampoco la encontraron. De ahí que mi historia les resultara aún más incrédula. Un borracho, un cadáver que desaparece, pistolas que no existen...

—De acuerdo, Arthur. Supongamos que tu pesadilla te impulsó a coger la «Sterling» de la mesa de noche. Tu mente estaba ofuscada. De seguro saliste a la calle con el arma en la mano. La perdiste antes de encontrarte con el patrullero. No llegaste a disparar. Lo imaginaste. Al igual que toda la condenada historia. No hay rastro de nada, muchacho. Todo fue producto de tu atormentada mente. Tienes que dejar de beber... y de pensar en Helen.

Browne esbozó una triste sonrisa.

—Muy buen consejo. Digno de Ralph Skerritt. Tú eres incapaz de amar. No te molestaré más. Vuelve a The Lobster a desplumar incautos.

—No puedo convencerte, ¿verdad?

—¿Convencerme? ¡Soy yo quien trata de hacerte comprender que todo fue real! Solo que tú me consideras un ser débil atacado de delirium tremens. Has olvidado demasiado pronto, Ralph. El estar forrado de dólares influye en ello. ¿Por qué no recuerdas alguno de los episodios "de nuestra infancia o las sesiones de... aprendizaje en el reformatorio? En aquel antro de crueldad e incomprensión sí resultaba fácil sufrir pesadillas; pero jamás las tuve. El corazón se había endurecido. No se es débil por recordar a la mujer amada ni por buscar la compañía, de una botella de whisky. El débil eres tú, Ralph. Tú que te has doblegado dejando de luchar contra las dificultades. Olvidando las ilusiones forjadas. Es más sencillo y rentable aceptar el dinero fácil. Te has convertido en uno de esos individuos que odiábamos de niños. Eres uno más.

—Arthur...

—¡Al diablo contigo!

Browne giró, encaminándose al salón.

Ralph Skerritt llegó segundos más tarde.

Se aproximó a su amigo para arrebatarle la botella de whisky. También él aplicó el gollete a los labios.

Chasqueó la lengua.

—Okay, Arthur. Todas tus acusaciones son ciertas. Me cansé de dar cabezazos contra la pared. He traicionado mis propios ideales. Me he corrompido. La mujer es para mí un simple objeto de placer. No tengo sentimientos. No creo en el amor. No creo en nada... salvo en la amistad. Soy tu amigo, Arthur. Siempre lo he sido. No podrás acusarme de lo contrario.

Arthur Browne movió lentamente la cabeza.

Desviando su mirada de Skerritt.

—Discúlpame, Ralph... No debí hablarte así. Siempre has sido más inteligente que yo. Los idealistas somos una raza a extinguir. Eres muy libre de vivir como te plazca.

—No me he unido a ellos, Arthur. Sigo combatiéndoles, aunque ahora utilizo sus mismas armas. Ya no estoy en desventaja. La ambición, el poder, el vicio... Es fácil burlarles.

—No tienes que justificarte ante mí. Ralph.

—Me resultaría muy difícil —sonrió Skerritt, pasando la botella a su amigo—. ¿Qué le parece si almorzamos juntos?

—No. Tengo que solucionar mi problema. Descubrir que todo fue real... o una espantosa pesadilla. Debo averiguar la verdad o terminaré por volverme loco. Es lógica tu incredulidad y la comprendo.

—Tengo una buena idea, muchacho. A medianoche, terminado mi deambular por The Lobster, pasare a buscarte. Será una prueba definitiva.

—¿A qué te refieres?

—Muy sencillo, Arthur. Vamos a saber si Helen salió o no de su tumba. Iremos al cementerio de Wise Road.