CAPITULO II

 

The Lobster era uno de los más elegantes y a la vez populares centros de diversión de Dallas. Emplazado en Barrio Cook. A mitad de la bulliciosa y longitudinal Little Street. La zona más dinámica de la' ciudad.

El local disponía de diferentes salas. Discotheque, snack-bar, night-club y salón de juego. Este último era uno de los más concurridos. Ocupaba la planta superior. Mesas de ruleta, dados, kino, black-jack, chemin de fer... hasta las populares máquinas slot-machines.

—Tenemos problemas, Ralph.

Ralph Skerritt no borró la sonrisa de sus labios. Era uno de sus mejores atractivos. Su cínica e insolente sonrisa. También sus grises ojos mantenían un sempiterno brillo burlón. Su aspecto era el de un caballero. Con un elegante smoking en tejido de alpaca color hueso. Con sus ademanes refinados... Sólo que Ralph Skerritt distaba mucho de ser un caballero.

—¿Qué ocurre, Lorne?

Lorne McGullers, pit-boss (Jefe de croupiers) de la sala de juego, se pasó un níveo pañuelo por la frente.

—La señora Harrison. Quiere los diez mil dólares que ayer perdió su marido. Amenaza con avisar a la policía.

Ralph Skerritt se encogió despreocupadamente de hombros. Del bolsillo interior del smoking extrajo una cajetilla de Dunhill.

—Eso no es asunto mío, Lorne. Mortimer es el patrón, ¿no? Que él se las ventile con la tal señora Harrison.

—Es Mortimer quien me envía en tu busca, Ralph. Como último recurso.

—Comprendo. ¿Dónde está la señora Harrison?

—En el Salón Azul.

Ralph Skerritt asintió con un leve movimiento de cabeza. Encendió el cigarrillo abandonando con parsimonioso paso la sala de juego. Uno de los elevadores le condujo a la planta baja.

Discotheque, snack-bar y dirección.

Antes de llegar al denominado Salón Azul se encontró con Gordon Mortimer. El adiposo y retaco propietario dé The Lobster. Con su brillante semicalva y sus ojos de sapo.

—¡Maldita sea, Ralph! ¡Muévete! Esa bruja se está impacientando. Difícilmente he logrado evitar que telefonee al gobernador.

Skerritt rió divertido.

—¿Al gobernador ? ¿Y por qué no a Washington?

El mofletudo rostro de Gordon Mortimer no compartió la risa. Pese al eficaz sistema de aire acondicionado, sudaba copiosamente.

—No es momento de bromas, Ralph. Esa víbora tiene influencias. Está emparentada con el senador Salkow.

—¿Qué diablos quiere? Su marido perdió diez mil dólares jugando al póker. Yo mismo fui uno de sus contrincantes. El que mayor tajada se llevó. Al terminar la partida nos despedimos cordialmente. Era un viejo muy simpático.

—Y fundador de la Harrison Company, de Houston. No es él quien reclama, sino su esposa. Asegura que encañamos al viejo. Ella es miembro de la Asociación de ¡Buenas Costumbres y Moralidad de Texas.

—¿Le has dicho que tú eres socio de la Mafia?

—¡Oh, Ralph!... Deja tus ironías para mejor ocasión. Ayúdame. Lo has hecho otras veces con éxito. Tienes un don especial para embaucar a las mujeres. Esa bruja amenaza con una inspección oficial en The Lobster. Sé que, a la larga, nada conseguiría; pero quiero evitar el escándalo. Al... Sindicato tampoco le agradan las investigaciones en los locales encuadrados bajo su protección.

—Okay, Gordon.

—Gracias, muchacho. No lo olvidaré.

—Seguro. Te va a costar mil dólares, ¿conforme?

Mortimer enrojeció.

Iba a replicar con irritado gesto, pero finalmente optó por mover afirmativamente la cabeza.

La burlona sonrisa se acentuó en Skerritt. Muy poca distancia le separaba ya del denominado Salón Azul.

Empujó la puerta de entrada a la estancia.

Un espacioso salón del que, paradójicamente, el color azul brillaba por su total ausencia. Mobiliario de regio estilo, predominando el color oscuro. Severos cortinajes y profusión de fríos objetos de adorno.

Una mujer paspaba nerviosamente por la estancia.

Giró al oír abrir la puerta.

—Disculpe —sonrió Skerritt, cordial—. Creo que me he equivocado... Buscaba a la señora Harrison.

—Yo soy la señora Harrison.

Ralph Skerritt fingió una mueca de asombro.

A decir verdad sí estaba sorprendido, pero no hasta el extremo reflejado en su rostro. Esperaba encontrar a una mujer de unos sesenta a setenta años. La edad aproximada a la del señor Harrison.

—Vuelvo a presentar respetuosas disculpas, señora Harrison. No esperaba hallar a una mujer tan joven.

Vangie Harrison recibió de buen grado el halago. Ya había cumplido los treinta y ocho años de edad. Eso de «una mujer tan joven» le hizo mella.

—¿Quién es usted? El señor Mortimer dijo que me enviaría a un alto cargo de The Lobster para solventar el problema que, sinceramente, dudo tenga solución. También usted me parece muy joven, señor...

—Skerritt. Ralph Skerritt. Deduzco que somos de una misma edad.

Vangie Harrison sonrió por primera vez.

No calculó más de treinta años en aquel atractivo individuo.

—¿Cuál es su cometido en The Lobster, señor Skerritt?

—Le ruego que me llame Ralph. Por favor...

Sus miradas se enfrentaron.

Ralph Skerritt fue el primero en bajar los ojos. No por timidez, sino para recrear su mirada por el cuerpo de la mujer. Con insolencia. Deteniéndose deliberadamente en las pronunciadas curvas del cuerpo femenino.

Vangie Harrison no estaba del todo mal.

Su rostro, pese al exceso de maquillaje, resultaba atractivo. En especial aquella boca grande de carnosos labios. Su cuerpo había alcanzado el cénit de madurez y sensualidad. Una lozanía que sólo se logra en el período comprendido entre los treinta a cuarenta años de edad.

Lucía un vestido de cocktail que resaltaba la morbidez de su cuerpo. Sus senos eran opulentos, controlados con dificultad bajo la fina tela. Las caderas de pronunciada curva insinuaban largos y esbeltos muslos.

Se percató de la lujuriosa mirada a que era sometida, pero no pareció importarle. Incluso la recibió con cierta excitación que se delató en el tenue rubor de sus mejillas.

—De acuerdo, Ralph. Ya que somos de... una misma edad, nos tutearemos. Mi nombre es Vangie.

Skerritt sonrió.

Había resultado más fácil de lo esperado.

—Este es un salón frío para hablar y discutir de negocios. Vamos a tratar nuestro asunto en atmósfera más acogedora.

Ralph Skerritt la tomó del brazo. Deliberadamente rozó con sus dedos el seno izquierdo de la mujer. Vangie percibió el contacto, aunque sin hacer lo más mínimo por esquivarlo.

Se encaminaron hacia una puerta camuflada tras uno de los severos cortinajes.

La nueva estancia era diametralmente opuesta al Salón Azul. Reducida, confortable y de reducido mobiliario. Tan sólo un sofá, una artística mesa de cortas patas y un carro-bar.

La iluminación era muy tenue.

—¿Quieres beber algo. Vangie? — inquirió Skerritt, cerrando tras de sí.

—Pues...

—Déjame a mí. Prepararé un combinado de mi especialidad.

Ralph Skerritt manipuló en la coctelera.

Hielo, ginebra, vermut seco y brandy.

Sirvió los vasos con sendas guindas.

Vangie Harrison se había acomodado en el sofá cruzando provocativamente las piernas.

—Bueno, Vangie... Debo empezar por confesarte que yo fui uno de los jugadores de la partida de póquer en que entró el señor Harrison. Al final, dado que nuestras pujas eran las más elevadas, nos enfrentamos. Concluida la partida me felicitó. Demostrando ser un buen perdedor. Me sorprende que ahora...

—Mi marido ignora que estoy aquí — interrumpió Vangie, bebiendo a pequeños sorbos el cóctel —. Esta mañana, antes de salir hacia Terrell, me comentó la emocionante partida de póquer celebrada en The Lobster. No es la primera vez que le engañan en el juego. Ralph. En Las Vegas, Los Angeles, Miami... Es un buen jugador, pero demasiado entusiasta. Ensimismado en las jugadas no distingue a un caballero de un desvergonzado tahúr.

Skerritt se sentó junto a la mujer.

—Yo soy un profesional del póquer, Vangie. Lo reconozco. Y como profesional no puedo hacer trampas. Sería mi perdición. Quedaría marcado y desterrado de todas las salas de juego. Tampoco necesito hacer trampas para ganar.

—¿Por qué se celebró la partida en un reservado? El salón de juego es el único autorizado legalmente para...

—Vangie, por favor. Era una partida de póquer entre cuatro caballeros. Decidimos celebrarla en un lugar discreto, ajeno a las miradas de los curiosos. Ocurre en todos los casinos. Recientemente, Douglas Stewart, el magnate del acero, perdió cerca de los cien mil dólares en una sola partida. De haberse celebrado en el salón de juego, al día siguiente todos los periódicos sensacionalistas del país comentarían el hecho. Los clientes importantes no desean eso y saben que pueden confiar plenamente en nosotros. Comprendo que si el señor Harrison ha sido engañado en anteriores ocasiones dudes de la honradez de The Lobster. Yo sólo puedo asegurarte una cosa, Vangie. Los diez mil dólares de ayer los perdió en buena lid.

—Mis referencias de The Lobster no son muy...

—Un momento. Vangie. No te estoy hablando de The Lobster, sino de la partida de ayer en la que formó parte. Mírame a los ojos —Skerritt posó sus manos sobre los hombros femeninos—. No hubo trampas, Vangie. ¿Me crees?

La mujer no contestó.

La posible respuesta quedó olvidada al sentir la mano de Skerritt deslizarse sobre su seno izquierdo para luego abarcarla por la cintura.

La atrajo contra sí besándola en la boca.

Vangie le recibió con los labios entreabiertos. No opuso resistencia cuando Ralph Skerritt la fue reclinando suavemente sobre el sofá. Tampoco cuando sus ávidas manos hurgaron en el escote para acariciar los exuberantes senos. Ni cuando deslizó el cierre lateral del vestido.

Todo lo contrario.

Vangie Harrison respondió volcánicamente a cada una de las caricias. Enfebrecida por el deseo. Con un ardor y sensualidad muy poco acorde en un miembro de la Asociación de Buenas Costumbres y Moralidad.

 

* * *

 

—Déjame a mí, Ralph...

Vangie enderezó el lazo del smoking.

Ralph Skerritt aprovechó la proximidad de la mujer para enlazarla por la cintura y besar por enésima vez aquellos gordezuelos labios.

—No. Ralph... Suéltame —jadeó Vangie, aferrándose sin embargo a él—. Debo irme... No puedo regresar muy tarde al hotel y... ¿qué es eso?

Ralph Skerritt también se vio sorprendido por el súbito alboroto. Aunque amortiguados por la distancia, eran audibles los gritos y ruidos.

—De seguro alguien que no sabe perder.

Rieron al unísono.

—Mañana abandonamos Dallas, pero en nuestra próxima visita diré a mi marido que juegue en The Lobster y seas tú su contrincante. Me gustaría volver a... reclamar.

—Te estaré esperando con impaciencia.

Pasaron al Salón Azul.

Ahora si fue más audible el alboroto. A los gritos y maldiciones se unía el estruendo de mesas y sillas al caer.

—Parece que los muchachos encargados de mantener el orden están en dificultades —comentó Skerritt—. Será preferible que salgas por el night-club o por el parking subterráneo. Utiliza el ascensor privado.

Ralph Skerritt acompañó a la mujer hasta el fondo de la amplia sala. Descubrió un oculto panel acoplado en la pared pulsando uno de los botones. Casi al instante se abrió automáticamente la doble hoja del elevador.

—Yo marcharé desde aquí, Vangie.

—Adiós, Ralph...

Intercambiaron un último y fugaz beso.

Ralph Skerritt, una vez que la cabina iniciara el descenso, suspiró con fuerza.

Todo había salido bien.

Deliciosamente perfecto.

Y encima estaban los mil dólares prometidos por Mortimer.

Ralph Skerritt abandonó el Salón Azul silbando alegremente.

Fue en el snack-bar del vestíbulo donde se había originado el altercado. Dos empleados levantaban sillas y mesas recogiendo también destrozados ceniceros y jarrones de adorno.

La clientela era reducida. El júbilo, dado lo avanzado de la hora, se centraba en el night-club y en la sala de juego.

Gordon Mortimer apareció procedente de uno de los despachos privados. La irritada expresión de su rostro no se borró pese a la sonrisa de Skerritt.

—Bueno, Gordon. Solucionado. He convertido a la señora Harrison en una de las mejores clientes de The Lobster.

—Te felicito.

—Puedes abonarte felicitaciones —Skerritt encendió un emboquillado—. Me conformo con los mil dólares acordados.

Gordon Mortimer intentó sonreír, pero le salió una desagradable mueca. Su excitación era manifiesta.

—No te llegarán esos mil dólares para pagar los destrozos, Ralph. ¿O prefieres que avise a la policía?

Skerritt entornó los ojos.

—¿De qué hablas?

—Tu amigo Arthur Browne. ¡Ese maldito borracho! Llegó vociferando como un loco. Quería hablar contigo. Al decirle que esperara unos minutos no atendió a razones. Comenzó a gritar golpeando a todos cuantos intentaron retenerle. No voy a tolerar que...

—¿Dónde está?

Gordon Mortimer señaló con el pulgar hacia atrás una puerta que lucía la advertencia ce prívate.

—Pagará hasta el último centavo de los daños causados, Ralph. Te hago a ti responsable. Por lo de pronto puedes dar por perdidos los mil dólares que...

Ralph Skerritt ya no le escuchaba. Con presuroso paso se encaminó hacia la puerta. Giró el pomo empujando la hoja de madera.

La estancia correspondía a uno de los muchos despachos privados reparados per The Lobster.

Arthur Browne estaba en un sillón. Con la cabeza hacia atrás. Los ojos cerrados. Con un pañuelo trataba de contener la sangre que manaba abundante de su nariz y labios.

Próximo a él se encontraba un corpulento individuo con aspecto de catcher sonado.

—Hola, Ralph —sonrió el individuo—. Tuve que ablandarle un poco la cabeza a tu amigo para que...

Arthur Browne, al oír el nombre de Ralph, abrió los incorporándose con rapidez.

—¡Ralph!... ¡Era ella!... ¡La he matado!...

—Está manchando la alfombra de sangre —murmuró el catcher, moviendo apesadumbrado la cabeza —. Eso no le gustará al señor Mortimer...

Skerritt rodeó con fuerza los hombros de su amigo.

—Tranquilo, Arthur. Te acompañaré a casa y...

—¡Era ella, Ralph!—interrumpió Browne, con desencajado rostro—. ¡Helen! ¡La he matado!...

Ralph Skerritt parpadeó repetidamente.

Aquello parecía ser algo más que una de las habituales crisis alcohólicas de Browne.

—Okay, Arthur. Vamos a casa. Allí me lo contarás todo.

Browne asintió con desorbitados ojos. Sumiso y tembloroso aceptó los protectores brazos de Ralph Skerritt.