CAPÍTULO IX

 

El «Skyhaw-HS» se detuvo frente al 1749 de Landen Boulevard.

Harry Gammon rebuscó en los bolsillos hasta dar con una ficha perforada. Se la ofreció a McGavin. — ¿Qué es eso, Harry?

—Esta ficha abre la reja, Robert. Un moderno sistema de seguridad. Y esos diminutos círculos a ambos lados de las columnas son «ojos mágicos». Desde el bungalow identificaremos a nuestros visitantes. Contamos con televisión en circuito cerrado.

— ¡Infiernos!

—Muévete, Robert.

Robert McGavin descendió del auto.

Introdujo la ficha perforada en la caja acoplada al cierre de la enrejada puerta. Esta se abrió automáticamente expulsando la ficha que de nuevo pasó a manos de McGavin.

Tras el paso del «Skyhavvk-HS» volvió a cerrarse.

Harry Gammon no estacionó en el garaje. Frenó próximo al porche del bungalow.

Abrió la puerta de entrada en la vivienda.

Procedieron a entrar el equipaje.

—Quedaron algunas cosas en el apartamento, Henrry. Objetos sin importancia.

Gammon se hizo cargo de las dos mochilas. Con extremada prudencia.

Poco más tarde todo el equipaje amontonado en el auto estaba en el interior del bungalow. Agrupado en uno de los dormitorios. A excepción de las mochilas que fueron depositadas en el amplio salón.

— ¡Qué bungalow, Harry...! Esto es lo que siempre soñé —comentó Robert McGavin con admiración—. ¿Te has fijado en la televisión mural? ¡Sistema tridimensional y color!

—Tenemos algo más digno de admiración, Robert.

Gammon estaba abriendo una de las mochilas.

Fue ordenando las cajas metálicas sobre la rectangular mesa de vidrio que ocupaba el centro del salón.

—Vacía la otra mochila, Robert. Quiero comprobar si el contenido es el mismo.

McGavin obedeció.

Fue depositando las cajas de la segunda mochila sobre el sofá cercano a la mesa. Todo igual.

—Falta la «máquina de duplicar», Harry. La que utilicé en la cosmonave. La tengo bajo el asiento del auto.

—Bien. Empecemos por esta caja... La señalizada con dos círculos concéntricos.

La abrieron.

Respectivamente.

—Es..., parece un cinturón.

—Sí, Robert. Fíjate en la hebilla. Son dos discos graduados. Giratorios. Entre ambos una caja de mecanismos. Las dos flechas indicadoras de los discos están fijas. Es como una especie de brújula, pero los gráficos de las esferas sumamente complicados. Apuesto a que este saliente del disco superior pone en funcionamiento los indicadores.

— ¡No lo presiones, Harry!

Gammon sonrió.

—Tranquilo. También resulta sorprendente el grosor del cinturón. Como si enfundara un largo mecanismo en su interior. No es piel.

—Parece metálico, ¿verdad, Harry?

—Cierto. Un material acerado de extraordinaria flexibilidad que puede... ¡Fuera, bicho!

Harry Gammon apartó de un manotazo al pequeño «Sammy» que olfateaba alrededor de la mesa.

El animal corrió hacia la puerta de doble hoja que comunicaba el salón con el jardín y la piscina. Comenzó a juguetear con el fino cortinaje.

—Pasemos a otra caja, Robert. Esta..., la alargada de color azulado. ¿La tienes?

Se escuchó un gruñido.

Gammon ladeó a cabeza hacia su compañero.

— ¿Por qué no respondes como las personas? Pareces «Sammy».

—Yo..., yo no fui...

Harry Gammon fijó su miradla en la puerta de doble hoja.

Allí seguía «Sammy» frotando ahora su morro contra los cortinajes.

El gruñido volvió a sonar. Junto a Robert McGavin.

Harry Gammon alargó la diestra bajo el sofá. Después de tantear unos instantes atrapó algo móvil. Tiró de él.

Los gruñidos se acentuaron. Gammon sacó un cerdito.

Sonrosado. Rabicorto. Con las pezuñas negras...

—Es... es... «Sammy»... pero... —McGavin tartamudeó posando su mirada en el animal que jugueteaba entre los cortinajes. Distante al que Gammon sujetaba en sus brazos—. «Sammy»... está allí...

Harry Gammon soltó al cerdito.

Se incorporó furioso.

— ¡Esto es obra de Christopher!

Abandonó precipitadamente el salón llegando hasta una de las suntuosas habitaciones del bungalow.

Sí.

Allí estaba Christopher Baker.

En sus manos la máquina de duplicar. Justo en el momento en que la hacía funcionar.

Había enfocado un fajo de billetes de cien dólares depositados en el suelo. Surgió el fogonazo y al instante el fajo se duplicó.

El anciano se percató de la llegada de Gammon y McGavin.

— ¡Eh, muchachos...! ¿Qué os parece? Mientras vosotros perdéis el tiempo con los objetos mude in Marte yo trabajo en algo más productivo. Tomé la máquina del auto y los mil dólares que Robert dejó en el salpicadero. Una fotografía y ya son dos mil dólares. Otra y aparecen cuatro mil... Calculo que ya voy por los treinta y dos mil dólares. No pararé hasta que me canse de darle al dedo.

Gammon le arrebató la máquina.

— ¡Maldita sea, abuelo! ¡Esto no es un juguete!

—Sólo quería ayudaros...

— ¿De veras? ¡Ahora tenemos dos cerditos jugueteando por el salón!

El anciano arrugó la nariz.

— ¿Sí...? Lo lamento... Sin duda «Sammy» se me cruzó en el momento de hacer la primera fotografía... Yo deseaba ayudaros. Con todo este dinero...

Harry Gammon le interrumpió.

Propinó un puntapié a los amontonados billetes.

—Este dinero desaparecerá en cuestión de horas. Dentro de cinco o seis horas se habrá volatizado. Ese fue el tiempo aproximado de «vida» para Harry Gammon II.

— ¿Cinco horas? —los ojos de Baker adquirieron un malicioso brillo—. Magnífico. Con una sola hora nos sería suficiente. Sólo tenemos que acudir a un Banco de servicio permanente e ingresar el dinero. Si desaparece será de la caja fuerte del Banco.

—Maravilloso.

— ¿No?

— ¿Imaginas la cara del cajero al recibir billetes con la misma numeración? ¡Deja las ideas para mí, abuelo! No vuelvas a...

En ese instante resonó un penetrante zumbido a la vez que se iluminaban unas planchas camufladas en el techo de la habitación. Igual ocurrió en el techo del corredor, en el salón...

— ¿Qué es eso, Harry? —inquirió McGavin.

Gammon tragó saliva.

—Es la señal de alarma. Alguien está manipulando en la verja de entrada.

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO X

 

El control de seguridad se encontraba en el salón. Camuflado tras un cuadro. Pantalla, dispositivos de alarma y sistema de protección.

Harry Gammon accionó los diferentes mandos de la pantalla.

Ninguna imagen.

—Interferencias, ¿eh?

—Cierra la boca, abuelo —contestó Gammon, malhumorado—. Este piloto rojo indica que alguien ha franqueado la reja. Tenemos visita.

— ¡Haz funcionar los sistemas de protección! —aconsejó Robert McGavin.

Gammon pulsó la palanca.

Fue entonces cuando se produjo el chasquido. La pantalla se eclipsó y del panel de mandos empezó a salir humo y un penetrante olor a quemado.

— ¡Maldita sea, Harry! ¡Te has cargado la instalación!

—Es... es imposible..., me aseguraron que disponía de sistema antiavería; y...

Harry Gammon se interrumpió.

Una corriente de aire irrumpió en el salón. Procedente de la puerta ventanal que comunicaba con el jardín. %

Las cortinas se abrieron.

Apareció un individuo.

De unos treinta y cinco años de edad. Rostro inexpresivo. Con largas patillas que se unían a una fina barba. Se cubría con una gabardina gris de fibra «Locroy». En su diestra una extraña arma. Una pistola de ancho y corto cañón formando anillos bicolores e independientes. La culata era circular. El gatillo estaba formado por una palanca móvil que nacía de la culata.

El cañón apuntaba a los perplejos Gammon, McGavin y Baker.

— ¿Quién es usted...? ¿Qué quiere? El hombre no respondió a la pregunta de Harry Gammon.

Su mirada se posó en las dos mochilas. Esbozó una sonrisa.

—Insensatos... Pagaréis con la vida vuestra imprudencia. Eso no os pertenece.

— ¿Se refiere a las mochilas? —rió McGavin nerviosamente—. Las encontramos olvidadas en una cabina telefónica. Precisamente tratábamos de localizar al propietario.

En el rostro del individuo se reflejó una mueca de desprecio.

—Nuestros informes eran correctos. Los terrestres son una raza inferior. De reducida inteligencia.

Robert McGavin asintió con un repetido movimiento de cabeza.

—Sí, señor. Totalmente de acuerdo. Para inteligentes, los marcianos. Ustedes sí que son tipos listos. Les admiro mucho, ¿sabe?

—No soy marciano.

—Ah... ¿Natural de Venus tal vez?

— ¡Basta! —exclamó el individuo. Con el cañón del arma señaló a Gammon—. Tú... cierra las mochilas. Sin guardar el traslator.

— ¿El qué?

—Eso que para vosotros es un vulgar cinturón. Ciñe cada uno de ellos a las mochilas. Harry Gammon obedeció. —Bien... Ahora retrocede.

El individuo llegó hasta las mochilas. Manipuló en el disco interior fijando sus flechas indicadoras en determinada posición. Presionó el disco exterior hasta hacer coincidir su circunferencia con el interior.

La mochila se volatizó.

Desapareció sin dejar el menor rastro.

Ante los incrédulos ojos de Gammon y McGavin. Christopher Baker, por el contrario, comenzó a aplaudir histérico.

— ¡Bravo...! ¡Bravo...! Un buen truco.

El individuo manipulaba ahora en el disco del cinturón que ceñía la otra mochila.

Sin dejar de encañonarles.

La segunda mochila también se esfumó.

—Ahora es vuestro turno —el hombre hizo girar levemente la última anilla del anélido cañón—. Será una muerte rápida y sin dolor.

Fue «Sammy».

Al corretear tras «Sammy II».

Ambos procedían del jardín. Se adentraron en el salón gruñendo alborozados.

El individuo ladeó instintivamente la cabeza dando unos pasos hacia atrás. Justo en el momento en que saltaban tos dos animales.

El hombre trastabilló.

Harry Gammon le ayudó a caer.

Abalanzándose sobre él en acrobático salto.

Los dos hombres cayeron sobre el sofá y acto seguido al suelo.

Se escuchó una detonación.

Muy tenue.

Acompañada de un fogonazo rojizo.

Harry Gammon se incorporó lentamente.

Contempló al individuo que yacía en el suelo. Con los ojos desorbitados y el rostro desencajado. Su diestra aún aferraba el arma. Con el cañón en el estómago.

No había herida visible.

—Se le disparó esa demoníaca pistola...

—Has vuelto a nacer, Harry.

—Seguro, Robert. Yo no...

Harry Gammon enmudeció a la vez que retrocedió sin ocultar una mueca de terror.

El hombre que yacía en el suelo se estaba difuminando. Poco a poco. Evaporándose. A los pocos segundos sólo quedaba el aura de su silueta que también terminó por desaparecer.

Como única prueba de lo ocurrido, la extraña arma sobre la alfombra.

Gammon, McGavin y Baker permanecieron inmóviles.

Como hipnotizados.

Con la mirada fija en el suelo.

Incapaces de articular palabra.

En un silencio sólo turbado por el gañir de «Sammy» y su doble.

Christopher Baker fue el primero en reaccionar.

Del acristalado mueble bar tomó una botella de selecto whisky escocés. Se aplicó el gollete a los labios haciendo bajar el nivel del líquido considerablemente.

—De acuerdo, muchachos —murmuró Baker pasando el dorso de la mano por los humedecidos labios. Habéis ganado. Regreso a la Booth Mountain. A mi deliciosa pocilga que jamás debí abandonar.

Gammon y McGavin no respondieron.

El anciano abandonó el salón. Retornó a los pocos minutos. En sus manos la máquina de duplicar. Fajos de billetes asomaban por los bolsillos de Baker.

—Aquí tenéis esto...

— ¡Infiernos! —la reacción de McGavin fue total—. ¡Nos ha quedado la máquina de duplicar!

Harry Gammon se la arrebató al anciano.

—Ni tan siquiera tuvimos tiempo de inspeccionar todos los objetos de las mochilas, pero apuesto a que esta máquina es uno de los más valiosos.

—Adiós, hijos.

— ¿Adónde vas, abuelo?

—Regreso a Ardensville. Creí que ya nada me podía asombrar, pero todo esto es demasiado. Mochilas que desaparecen, fulanos que se esfuman...

—En los Hombres-Humo ocurría otro tanto —comento McGavin—. Una novela muy buena.

Harry Gammon rodeó los hombros del anciano.

—No puedes regresar solo abuelo. Y menos a estas horas de la noche. San Francisco no es Ardensville.

—Tengo dinero. Miles de dólares. Contrataré una avioneta.

—Ese dinero se esfumará, ¿no lo recuerdas?

—Seguro, pero yo no soy idiota. Son billetes de cien dólares. Los iré cambiando por moneda pequeña en diferentes lugares de San Francisco. Y el dinero que reciba sí será del bueno. ¿Me ayudas a coger a «Sammy»?

— ¿Cuál de los dos?

Baker se rascó tras la oreja izquierda. Pensativo.

—Me llevaré a los dos. Ya desaparecerá el falso. Aquí lodo desaparece, maldita sea.

—Aún no hemos cenado, abuelo. Es preferible que marches mañana. Robert te acompañará hasta el mismísimo Ardensville.

El anciano denegó con un movimiento de cabeza.

—Muy amable, Harry; pero este bungalow es poco seguro. Estimo mi arrugado pellejo y quisiera conservarlo algún tiempo más.

Robert McGavin se atizó un trago de whisky.

Pasó la botella a Baker.

—El abuelo tiene razón. Este bungalow es una ratonera. No funcionan los sistemas visores, los de protección averiados...

—Apuesto que todo fue obra del alienígena. El alteró los sistemas de seguridad del bungalow.

—Oye, Harry... ¿Cómo diablos pudo dar con nosotros?

Gammon sonrió.

Encendió un emboquillado. %

—Buena pregunta, Robert. Tal vez nos siguieran desde Ardensville. Esperemos que... ¡Silencio!

— ¿Qué ocurre?

Harry Gammon arrojó el cigarrillo. Se inclinó para apoderarse de la pistola de cañón segmentado.

—Hay alguien en el jardín...

Gammon avanzó hacia la doble hoja del salón, pero se detuvo a mitad de camino. Sí.

Había alguien en el jardín. Ahora fue visible.

Caminando lentamente hacia el salón. Una muchacha.

Una joven de seductora belleza. La larga mata de sus sedosos cabellos negros caía majestuosamente sobre los hombros. Su rostro era de un perfecto óvalo. Ojos rasgados color ágata. Labios gordezuelos.

Lucía un modelo de traje pantalón en «Lycramoll». Enfundado a su cuerpo como una segunda piel. La fibra modelaba con todo detalle los erectos senos femeninos, la estrecha cintura y la suave redondez de las caderas. Una roja capa anudada al cuello contrastaba con la endrina vestimenta. Calzaba botas blancas hasta la rodilla.

La muchacha esbozó una sonrisa. Consciente del estupor que despertaba. —Buenas noches, amigos.

— ¿Quién eres? —interrogó Harry Gammon que, aunque sorprendido por la presencia y belleza de la muchacha, mantenía en horizontal el cañón del arma.

La joven se adentró en el salón.

Aproximándose a Gammon.

La sonrisa siguió en sus carnosos labios.

—Soy uno de los tripulantes de la cosmonave.