CAPÍTULO II

 

El «Chevrolet-Suburban» demostró su capacidad «todo terreno» al adentrarse por aquel inferna! sendero.

— ¡Maldita sea, Harry! ¡Parecemos cabras!

—Allí, Robert... Aquélla debe ser la casa.

En efecto.

Desde lo alto del elevado promontorio se divisó el caserón. Circundado por una empalizada semidestruida. La casa tampoco se conservaba en buen estado. La chimenea se había hundido destrozando parte del tejado. Una de las columnas del porche había cedido y lo mantenía en inverosímil equilibrio. Los cristales de las ventanas sustituidos por cartones.

Un viejo «jeep» aparecía junto al barracón cercano a la casa.

Harry Gammon hizo sonar el claxon a medida que se acercaba a la granja. Detuvo el «Suburban» en la explanada existente entre el barracón y la destartalada casa.

Descendieron del vehículo.

— ¡Eh, señor Baker! —gritó Robert McGavin—. ¿No hay nadie aquí...? ¡Señor Baker...!

Gammon se adelantó hacia la casa.

Fue entonces cuando sonó la voz.

Procedente del barracón.

— ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?

Gammon y McGavin giraron al unísono.

Junto a la puerta de entrada al barracón apareció un estrafalario individuo. De avanzada edad. Indefinida por las pronunciadas arrugas de su rostro color terracota. Un ancho sombrero no lograba ocultar su abundante pelo blanquecino. La camisa de franela, primitivamente a cuadros dé colores, ahora descolorida. Al igual que los pantalones embutidos en descomunales botas de altas cañas.

Harry Gammon le dedicó una sonrisa.

— ¿El señor Baker?

—Sí, soy Christopher Baker.

—Somos agentes de la Blystone Company.

El anciano escupió despectivo.

—Ignoro de qué se trata, pero no pienso pagar. No tengo intención de pagar nada. Es más, estoy sin un centavo.

Gammon y McGavin intercambiaron una mirada.

—Oiga, abuelo —dijo Harry Gammon acentuando la cordial sonrisa—. No somos recaudadores de impuestos. Queremos... ¿Vive solo?

—No. Estoy con Sammy.

—Bien. ¿Puedo ver a Sammy?

El anciano asintió con un enérgico movimiento de cabeza. Giró hacia el barracón.

— ¡Sammy...! ¡Sammy...!

Respondió el gruñir de un cerdo.

Sí.

Y a los pocos segundos apareció.

Un cerdito pequeño, sonrosado, rabicorto, con las pezuñas negras.

Se refugió entre las piernas de Christopher Baker.

—Este es «Sammy», caballeros. Mi única compañía. Sus padres se convirtieron en embutido hace unos meses. Sus hermanos fueron vendidos. «Sammy» quedó conmigo para compartir mi soledad, aunque me temo que sus días estén contados. Terminará asado.

Harry Gammon, después de contemplar estupefacto al animal, reaccionó encarándose con el anciano.

—Señor Baker... usted escribió una carta a la Blytone Company. En respuesta a nuestro anuncio de compra de antigüedades. Dijo estar en posesión de varios objetos relativos a la guerra civil.

— ¡Ah, sí...! Ya recuerdo. La carta la escribió Bertha Newson, la maestra de Ardensville. Fue ella la que leyó el anuncio en los periódicos. Bertha conocía la existencia de mis trastos viejos.

—Pues aquí estamos, Christopher.

— ¿Y qué quieren?

Harry Gammon se pasó el dorso de la mano derecha por la frente. Empezaba a sudar.

—Queremos comprar sus..., sus trastos viejos. Nos hemos desplazado aquí para eso. Después de verlos los tasaré a un precio justo. Va a hacer un buen negocio, abuelo.

Christopher Baker entornó los ojos.

Acentuando las arrugas del rostro.

— ¿Cómo te llamas, hijo?

—Gammon. Harry Gammon.

—Okay. ¡Maldita sea tu estampa, Gammon! ¡Bertha envió esa carta hace más de tres meses!

—Tenemos mucho trabajo, abuelo... —sonrió Gammon ante la súbita reacción del anciano—. La Blystone Company tiene su sede en San Francisco. Es la principal empresa dedicada a la compra y venta de antigüedades. Nos desplazamos por toda California, pero no para atender a un solo cliente. Lo suyo no era muy importante. De allí que esperamos a contabilizar varios clientes de la zona de Ardensville.

— ¿No era importante? ¡Por todos los diablos...! Lo heredé de mi padre, soldado del honroso ejercito confederado. Sables, un par de «Remington», varios «Colt» calibre del cuarenta y cuatro..., armas unionistas y confederadas. Una primera edición de Lo que el viento se llevó, firmada por la mismísima Margaret Mitchell!, un fajo de billetes confederados, un daguerrotipo del general Lee, litografías de Lincoln y otra de Washington en Monmouth...

—Tranquilo, abuelo. Echemos un vistazo a todo eso.

Christopher Baker rió.

Cascadamente.

—Cuando Bertha Newson me sugirió la posible venta, dudé. Todo aquello tenía para mí un gran valor sentimental; pero mis tripas reclamaban comida con desesperada urgencia y mi garganta el whisky. Ya nadie me fiaba en Ardensville. Cedí a que Bertha escribiera la carta. ¡Eso fue hace tres meses, maldita sea! Ahora ya es demasiado tarde.

— ¿Qué quiere decir?

—Lo vendí todo, hijo. Incluso la cama de dosel de mis viejos. Un fulano llegó hasta aquí con un camión. Se lo llevó todo por doscientos dólares.

— ¡Doscientos dólares!

Christopher Baker asintió, sonriente.

—No esperaba tanto. Fue un buen hombre. Gracias a él sobreviví sin necesidad de sacrificar a «Sammy»; pero desde hace unos días estoy sin un centavo. Lo gasté todo.

—Doscientos dólares...

— ¿Ocurre algo, muchacho?

Harry Gammon denegó con un movimiento de cabeza.

Se apoyó en la parte delantera del «Suburban» procediendo a encender un cigarrillo.

— ¿Puedo echar un trago? —preguntó Robert McGavin señalando una damajuana situada a la sombra del porche.

—Seguro. Procure no pisar la escalera. Puede derribarme el porche. Yo duermo en los establos. El barracón es más seguro que la casa.

McGavin se llevó el gollete a los labios.

De inmediato, escupió el líquido.

Tosió repetidamente.

— ¿Qué es esto? —la voz de McGavin sonó aflautada—. ¡Me he quemado la garganta!

—Mezcal. Lo fabrico yo mismo.

—Pronto... Agua... agua... ¿Tiene agua?

El anciano parpadeó sorprendido por aquella petición.

—Cada semana bajo a lavarme al arroyo de la Booth Mountain. No necesito agua para nada más. En el abrevadero de «Sammy» puede que encuentre alguna.

Robert McGavin, con las manos en la garganta y el rostro congestionado, acudió al «Suburban».

—Larguémonos de aquí, Harry... Pronto oscurécela y el camino es algo infernal.

Gammon arrojó el cigarrillo.

— ¡Adiós, abuelo!

—Ha sido un placel platicar con alguien. Despídete de los señores, «Sammy». Demuestra tu buena educación.

El animal comenzó a gruñir.

El «Suburban» inició la marcha.

—Viejo loco... ¡Casi me envenena!

  • Es un tipo simpático —sonrió Gammon manejando hábilmente el volante por la pronunciada pendiente—. Muchos habitantes de San Francisco, agrupados en gigantescas colmenas humanas, se encuentran más solitarios que Christopher Baker.
  • —Ya. ¿Y qué me dices de «Sammy»?
  • —Apuesto a que tiene muy desarrollado el sentido de la amistad.Apenas recorrida una milla, cuando el auto descendía veloz envuelto en una nube de polvo rojizo, se originó el súbito pinchazo en una de las ruedas delanteras.El «Suburban» realizó un peligroso trayecto en zigzag.
  • Gammon logró controlarlo y frenar.
  • ¡Te lo advertí, Harry! ¡Fue un error desplazarnos hasta aquí! ¡Todo nos sale mal, maldita sea!

Harry Gammon se reclinó en el asiento. Del salpicadero extrajo una cajetilla de tabaco. —Sólo lamento que el viejo Christopher vendiera por un precio tan bajo. Le engañaron miserablemente.

— ¿Y lo dices tú? ¡Engañarías a tu propia madre!

—Yo me aprovecho de los tipos que se quieren pasar de listos. Anda, Robert. Cambia la rueda.

— ¿Por qué yo?

— ¿Lo echamos a suertes?

Robert McGavin suspiró resignado.

—No..., no es necesario. Siempre pierdo.

Gammon también descendió del auto.

Se encontraban en un terreno montañoso. Desigual. Con zonas infranqueables protegidas por rocas y arbustos.

—No te duermas, Robert. Está anocheciendo.

— ¡Ayúdame, maldita sea!

Robert Gammon no pareció oír a su compañero. Deambuló por los alrededores con un cigarrillo en los labios.

El silencio reinante era sobrecogedor. La oscuridad de la incipiente noche llevaba consigo la aparición de fantasmagóricas sombras.

McGavin terminó el trabajo.

Reanudaron la marcha.

—Enciende los faros, Harry. Un giro en falso y...

—Es un bonito lugar para morir, Robert. En pleno contacto con la naturaleza. Lejos de la jungla de asfalto y los bloques de cemento de San Francisco. Somos unos gusanos. El bastardo de Frank Blystone nos paga un sueldo miserable. Un sueldo que nos permite habitar en un edificio-colmena, consumir alimentos adulterados y disfrutar de una atmósfera irrespirable. En ocasiones me siento asqueado de todo.

— ¿De veras?

—Sí, Robert. ¡Asqueado!

—Eso tiene fácil solución —comentó McGavin llevándose a la boca una pastilla de chewin gum—. Apuesto a que Christopher Baker te ofrece la hospitalidad de su casa. Tú, el viejo y «Sammy». Los tres felices en la casita de la montaña.

Gammon dirigió una inquisitiva mirada a su amigo.

Fugaz.

Prestando de inmediato atención al volante.

—Desconocía tu faceta irónica, Robert.

—Ocurre que también yo estoy asqueado de todo, Harry. Tengo treinta y cinco años. ¿Qué he conseguido? Nada Envidio a los fulanos forrados de dólares. Esos sí disfrutan la vida. Las Vegas, Miami, París... Hoteles lujosos, casinos de juego, bellas mujeres... Todo eso está prohibido para nosotros. Para los muertos de hambre.

—Tampoco es para llorar, Robert. Nuestro trabajo es interesante, aunque en ocasiones resulte rutinario.

—Sí. Somos ratas deambulando entre trastos viejos.

Gammon controló una sonrisa.

—Si Frank Blystone escuchara ese comentario... Nos considera sus mejores agentes. Investigamos los objetos, pinturas... Jamás nos han soltado una obra de arte falsa. Somos los...

Harry Gammon se interrumpió bruscamente.

El «Chevrolet-Suburban» trazaba una peligrosa curva en el estrechó y pronunciado sendero. Bordeando una hondonada.

Frenó con estridente chirriar.

Ante la alarma de McGavin.

— ¿Qué ocurre, Harry?

Gammon no respondió.

Descendió del vehículo quedando con la mirada fija en lo profundo del barranco.

Robert McGavin se situó a su lado.

Perplejo.

— ¿La has visto, Robert?

— ¿A quién?

—La luz. el desello rojizo... Fue al iniciar la curva. Procedía del fondo del despeñadero.

—Yo no...

— ¡Ahora!

La irradiación bermeja surgió desde lo profundo de la sima. Fugaz. Eclipsándose nuevamente. Dominando otra vez las sombras de la noche.

— ¿Qué puede ser eso?

—Lo ignoro, Robert —Gammon consultó su reloj digital—; pero vamos a echar un vistazo. Toma las linternas.

— ¿Por qué no mañana, Robert? Con la luz del sol

— ¿Acaso tienes miedo a tus amigos los marcianos?

Una mueca de inquietud se reflejó en el rostro de McGavin.

Tragó saliva con dificultad.

— ¿Crees que...?

—Janice vio un artefacto caer hacia la Booth Mountain. Estamos en la zona, Robert.

—Puede tratarse de un aparato de la NASA..., o un objeto alienígena cargado de radiactividad. Es peligroso, Harry. No cuentes conmigo. Yo no bajo.

Gammon se apoderó de una linterna.

Tendió una a su compañero.

— ¿Y tú eres el entusiasta lector de novelas de ciencia-ficción? Me avergüenzo de ti. Tal vez encontremos a una venusiana con dos traseros y cuatro...

De nuevo surgió el fogonazo.

Como un parpadeo.

Harry Gammon consultó el reloj.

—Cada tres minutos... ¡En marcha, Robert!

—Si el centelleo se produce cada tres minutos, ¿cómo no lo hemos visto con anterioridad?

—Lo descubrí al bordear el barranco. Desde esta posición. Tal vez fuera también visible desde lo alto del cerro, pero cuando abandonamos la granja de Baker aún era de día. Imposible distinguir entonces el destello.

—Maldita sea... Un paso en falso y nos rompemos la cabeza. ,

El descenso fue laborioso. Con frecuentes y obliga dos rodeos para esquivar los infranqueables obstáculos rocosos o la frondosa vegetación.

Se orientaron por el intermitente destello.

En el fondo del barranco, en el inicio del rocoso paso de un desfiladero, se formaba una explanada protegida por altos peñascos.

Ya no fueron necesarias las linternas. El objeto luminoso permitía la visibilidad en aquella franja de terreno.

Gammon y McGavin quedaron paralizados. Incrédulos.

Se encontraban frente a un platillo volante. Una perfecta réplica a los platíbolos de película de ciencia-ficción.

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO III

 

El artefacto alienígena tenía forma lenticular. Deltoide. Su extraordinario diseño aerodinámico se acentuaba con planos sustentadores que aparecían a ambos lados de la cosmonave.

Del centro del platillo, en su abovedada capa superior, surgía aquel intermitente destello rojizo.

El artefacto estaba en contacto con el suelo mediante un trípode de aterrizaje. En cada vértice un juego de discos faviformes y dispositivos hidráulicos especiales.

Harry Gammon y Robert McGavin se encontraban a unas siete yardas de distancia. Contemplando estupefactos al OVNI.

Paulatinamente se fueron aproximando.

—Harry... puede haber alguien dentro...

—Tanto mejor. Le pediremos un autógrafo.

Harry Gammon, pese a su burlón comentario, no pudo evitar un leve temblor de voz. Al igual que su compañero, era consciente del peligro que suponía el acercarse al desconocido artefacto.

Estaban ya a cinco yardas.

— ¡Eh, marcianos! —gritó súbitamente Gammon—. ¡Somos gente de paz!

Robert McGavin giró con la velocidad del rayo corriendo hacia las rocas próximas. Desde aquel improvisado refugio esperó acontecimientos.

Ninguna respuesta a la voz de Gammon.

—Vuelve, Robert. Ahí dentro no hay nadie.

—Yo no estoy seguro de eso. Gammon rió nerviosamente.

—Tampoco yo, pero vamos a salir de dudas. El hecho de que nos permitan llegar hasta aquí es significativo. No quieren atacarnos... o no hay nadie en el interior.

En la parte ventral del aparato estaba la abierta compuerta. De allí nacía la rampa que conducía al interior.

— ¡Harry, no!

Gammon hizo caso omiso a la atemorizada súplica de su compañero.

Lentamente subió la rampa. Penetró en la cosmonave.

Con admirados ojos descubrió la circular sala de paredes abovedadas.

Robert McGavin llegó jadeante. Quedó con la boca entreabierta. Sus saltones ojos contemplaron la sala como hipnotizados.

—Es el habitáculo..., la cámara de los astronautas... Tres asientos, Harry.

Robert McGavin señaló los tres asientos situados frente a un complicado panel de mandos.

Harry Gammon no dudó en acomodarse en uno de ellos. Se acostó en posición de cubito supino. El asiento parecía estar hecho a su medida.

—Magnífico... Respiremos tranquilos, Robert... Los tripulantes de esta nave son individuos semejantes a nosotros. Al menos en estatura y complexión. Incluso el cinturón de seguridad me resulta perfecto.

— ¿Dónde están... ellos?

Gammon saltó del asiento.

Sonrió.

—Sin duda inspeccionando los alrededores. ¿Y bien, Robert? Tú eres el experto. ¿Qué me dices de todo esto?

— ¡Maldita sea! ¿Qué puedo decir? ¡Esto no es una novela de ciencia-ficción!

McGavin contempló los complicados mandos.

Maravillado.

Dispositivos para el encendido y regulación de los motores, control de los manantiales de energía, mandos para el gobierno y estabilización de la cosmonave, radioaltímetros, radar, sistema generador de atmósfera, tallas telescópicas de diferentes tamaños, sintonizadores, amplificador de imagen en pantalla iónica... Todo ello subordinado a una calculadora electrónica.

—Muchos de estos mandos me son familiares, Robert. Al menos aparentemente. Ya sabes que fui piloto en la Air Forcé. Apuesto a que terminaría por hacer volar a este trasto.

Robert McGavin inició una nueva y veloz carrera hacia la salida; pero le detuvo la burlona voz de su amigo.

—Tranquilo, Robert... No soy tan loco.

—Yo..., yo estoy muy nervioso...

—También yo, Robert; pero lo disimulo. Este descubrimiento nos cubrirá de dólares.

— ¿Qué tramas?

Harry estaba inspeccionando la circular sala. Abriendo compartimentos y compuertas. Al pasar una de las planchas del suelo se deslizó automáticamente una puerta de guillotina camuflada en la abovedada pared.

— ¡Eh, Robert...! Mira aquí... Esto es el almacén.

La descubierta estancia era reducida. En efecto, parecía un almacén. En departamentos de vidrio térmico coloreado se guardaban extraños objetos. En el suelo dos mochilas.

—Sin duda proyectaban un día de camping en la Tierra —bromeó Gammon sopesando una de las mochilas.

—. ¡Infiernos...! Pesan como plomo.

— ¿Cómo vas a conseguir dinero, Harry?

— ¿No te das cuenta, muchacho? Podemos vender la exclusiva de nuestro hallazgo al mejor postor. Todos los periódicos y publicaciones del mundo se disputarán la noticia.

—Necesitamos pruebas, Harry. Mientras damos aviso a las autoridades, el OVNI puede desaparecer sin dejar rastro.

Gammon abrió una de las mochilas.

En su interior varios objetos. La mayoría de ellos encerrados en cajas de vidrio.

Robert McGavin, imitando a su compañero, manipuló en la otra mochila.

Ambas guardaban igual contenido.

—Debe ser un equipo standard para la tripulación. Esto parece una cámara de. fotografiar —dijo McGavin, estudiando un rectangular objeto—. Tiene visor y...

—Nos llevaremos todo esto, Robert. Las dos mochilas. Serán nuestras pruebas.

McGavin asintió entusiasmado.

— ¡Infiernos, Harry! ¡Imagina lo que daría el viejo Blystone por todos estos objetos «made in Marte»!

Los dos amigos rieron a carcajadas. .

—Todos los accionistas de la Blystone Company no reúnen el suficiente dinero para comprarlos, Robert. Hay que ser ambiciosos. Tengo algunos planes que nos convertirán en millonarios.

Harry Gammon cerró la mochila cargándola a la espalda. Sujetó las cintas a los hombros.

Robert McGavin hizo otro tanto.

A sus pies quedó el objeto rectangular.

—Larguémonos, Robert. Ahora un encuentro con los tripulantes nos ocasionaría un disgusto.

—Seguro.

Pasaron al habitáculo.

Gammon se detuvo junto a la rampa de descenso.

—Eh, Robert... Olvidas la... «Cámara fotográfica».

McGavin rió volviendo sobre sus pasos. Se inclinó para coger la rectangular caja. Disponía de tres pulsadores. Dos negros y uno rojo. Un disco transparente en el centro. Como el cristal de una lente. Rodeado de infinitos y diminutos puntos opacos. Semejando una microscópica celdilla.

Robert McGavin elevó el objeto para mirar por el visor.

Enfocó a Gammon.

— ¿Una foto, Harry? Te voy a...

McGavin no terminó la frase.

Sufrió un leve traspiés. Por temor a que el objeto rectangular cayera al suelo, lo sujetó con más fuerza. Presionando inconscientemente el pulsador rojo.

El fogonazo fue como el de un flash.

Un rayo de luz opalescente envolvió a Harry Gammon durante una fracción de segundo.

Los diminutos puntos de la caja rectangular se tornaron rojos. Incandescentes. Iniciaron una rápida intermitencia pasando la luz de uno a otro a velocidad imposible de seguir con la mirada.

Harry Gammon reaccionó con una soez maldición.

— ¿Estás loco, Robert...? ¡Has podido matarme! ¡Desintegrarme...! Ese rayo pudo ser mortal.

McGavin no replicó.

Estaba pálido.

Con el rostro desencajado por una mueca de asombro y terror. Balbuceó. Movió los labios repetidamente, pero fue incapaz de articular palabra.

Harry Gammon sonrió.

—Bueno, Robert. Tranquilízate. Afortunadamente, no ha pasado nada.

—Sí que ha pasado, maldita sea —dijo una voz a espaldas de Gammon—. ¿Quién eres tú?

Harry Gammon giró sobresaltado.

Comprendió ahora el terror que se reflejaba en el o de McGavin. También él lo experimentó. También su rostro palideció y un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

Harry Gammon se encontraba frente a...

Frente a él mismo.

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO IV

 

Harry Gammon tendió las manos. Temblorosas.

Con la esperanza de hallarse frente a un espejo.

No.

No era una imagen. Lo comprobó al ser violentamente rechazado por su doble. Un perfecto sosias. Un duplicado fiel. En todos los detalles. No sólo físicamente, sino también en la vestimenta. Incluso a su espalda aparecía también la mochila.

— ¿Quién..., quién eres?

—Eso lo he preguntado yo antes. ¿De dónde has sarta tú? Eres mi doble exacto.

— ¿Tu doble? ¡Yo soy Harry Gammon!

— ¿De veras...? ¡Farsante! ¡Yo soy Harry Gammon y puedo demostrarlo! —llevó la diestra a uno de los bolsillos de la chaquetilla para extraer una billetera de piel de cocodrilo—. Aquí está mi tarjeta de identidad, el permiso de conducir... Harry Gammon, treinta años de edad, nacido en Sacramento, California...

El «otro» Harry Gammon rió histéricamente.

También sacó su billetera.

De piel de cocodrilo

Con tarjeta de identidad, permiso de conducir...

— ¿Qué te parece?

—Cielos... todo... todo... repetido... incluso la fotografía que me dedicó Betsy desnuda... ¡La fotografía!

— ¡La fotografía!

Los dos hombres exclamaron al unísono.

Y también juntos se precipitaron sobre el todavía pálido Robert McGavin,

— ¡Tú has sido, estúpido!

— ¡Te voy a machacar la cabeza, Robert!

McGavin reaccionó al ser zarandeado.

Comenzó a gritar como un poseso.

— ¡Dos Harry Gammon. .! ¡Dos Harry Gammon!

—Tú lo has hecho, Robert. ¡Con esa infernal máquina! ¿Qué botón apretaste?

—Fue... fue sin querer... Resbalé y...

— ¿Qué botón, Robert?

—Creo que el rojo...

—Bien, pulsa ahora el negro de la derecha enfocando a mi doble.

— ¡Y un cuerno! —protestó el aludido—. ¿Por qué no te enfoca a ti? ¡Yo soy Harry Gammon! ¡El original!

—Yo estaba delante... hermano. Robert accionó el pulsador y tú apareciste tras de mí. ¡Duplicado!

—Esa es tu teoría, pero yo tengo otra. Cuando Robert hizo funcionar la máquina, te materializaste delante de mí. Yo no surgí de detrás, sino que tú apareciste delante.

—Te haré tragar los dientes. ¡Así sabrás quién es el verdadero Harry Gammon:

— ¡Adelante, impostor!

Los dos hombres se miraron fijamente.

Dispuestos a pelear.

—Van a regresar los marcianos —murmuró McGavin con voz plañidera—. Y nos desintegrarán a todos. ¿Por qué no solucionamos el problema lejos de aquí? Yo no quiero morir.

—Creo que Robert tiene razón. Mejor será largarnos. ¿Qué dices tú, hermano?

—Antes de salir concretemos algunos puntos. Esa máquina duplicó a Harry Gammon. Los dos nos consideramos el... original, ¿no es cierto?

—Ahá.

—Bien. Lo cierto es que no dependemos el uno del otro. Yo puedo pensar y actuar sin estar subordinado a ti.

—Me ocurre otro tanto. Somos uno mismo, pero independientes.

—Uno en dos.

—Eso es.

Robert McGavin comenzó a reír. Primero suavemente, para terminar en desaforada carcajada histérica.

—Me temo que el bueno de Robert se va a volver loco. Le facilitaremos las cosas. Yo seré Harry Gammon I y tú Harry Gammon II, ¿de acuerdo?

— ¿Por qué tú el Harry Gammon I?

—Lo podemos echar a suertes.

— ¿Olvidas que yo también tengo la moneda trucada?

McGavin dejó de reír.

— ¿Moneda trucada? Maldita sea... Ahora comprendo tu sempiterna buena suerte. Siempre me tocaba perder a mí.

— ¡Ya basta, condenación! Yo seré Harry Gammon II. Larguémonos.

Los tres hombres abandonaron precipitadamente la cosmonave.

Iniciaron la escalada.

Ayudados por las linternas.

Al llegar junto al «Chevrolet-Suburban» se despojaron de las mochilas, depositándolas en el espacioso portaequipajes del auto.

Harry Gammon I se hizo cargo del volante. Robert McGavin se acomodó a su lado. En el asiento posterior, Harry Gammon II.

El auto inició la marcha.

Robert McGavin se dedicó durante unos minutos a lanzar alternativas miradas a los dos hombres.

—Es fabuloso... ¿Tenéis los mismos recuerdos?

Harry Gammon II, recostado en el asiento, extrajo la cajetilla de tabaco y encendió un emboquillado.

—Seguro, Robert. Ambos recordamos aquel fatídico día de 1980 en que te presentaste en las oficinas de la Blystone Company solicitando trabajo.

—Cierto. Fue en el 1980 corroboró Harry Gammon I. Un grave error conocerte, Robert. Ahora lo estamos pagando. Eres un manazas.

—Fue involuntario, Harry... Un tropezón... Por cierto, eso de Harry Gammon I y Harry Gammon II no me sirve de mucha ayuda. No os distingo.

—Me dejaré bigote —dijo Harry Gammon II exhalando una bocanada de humo—. ¿O prefieres llevarlo tú, hermano?

Harry Gammon I sonrió.

—Robert tiene razón. El no puede distinguirnos... Arranca el botón superior de la chaquetilla, hermano. En Ardensville estudiaremos otro procedimiento más eficaz.

Harry Gammon II obedeció.

Guardó el arrancado botón en uno de los bolsillos.

—No podemos ir juntos al hotel. El recepcionista cobraría suplemento por la llegada de otro Harry Gammon.

— ¡Es verdad! —McGavin se palmeó la frente—. El veros juntos daría pie a muchos comentarios; aunque también podría tratarse de dos hermanos gemelos. En Ardensville nadie nos conoce.

Harry Gammon I denegó con movimiento de cabeza.

—Es preferible no despertar ninguna sospecha. Tú irás al hotel con Robert. Yo pernoctaré con Janice. Me invitó a cenar a su apartamento.

—Nada de eso, hermano.

— ¿Por qué?

—Con Janice tengo pendiente una interrumpida conversación. En un romántico bosque. Iré yo al apartamento.

—Lo dudo.

—No empezar a discutir de nuevo —intervino Robert McGavin introduciendo la mano derecha en el bolsillo del pantalón—. Yo tengo una moneda. Sin trucar. Tú pides, Harry Gammon I.

Harry Gammon II fue el afortunado.

Hasta la llegada a Ardensville estudiaron el plan a seguir al día siguiente y las precauciones a tomar.

El «Suburban» se detuvo en el inicio de la longitudinal Kellin Avenue.

Harry Gammon II descendió del auto.

—En este mismo lugar, mañana a las ocho. Sed puntuales.

—Okay.

El vehículo siguió en dirección al Scott Hotel.

La vida nocturna en Ardensville era prácticamente nula. Los escasos centros de diversión contaban con muy poca clientela.

Harry Gammon se adentró por una de las bocacalles de la Kellin Avenue.

Para él la diversión se encontraba en el apartamento de Janice.

Al menos eso creía.

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO V

 

Janice resultó ser una magnífica cocinera.

Dado que no esperaba con seguridad la visita de Harry Gammon, tuvo que improvisar la cena.

Sirvió un suculento «pastrami» que Harry Gammon devoró acompañado de un par de latas de cerveza.

—Oh, Harry..., me alegro tanto que estés aquí. Temí que tu enfado perdurara. Esta mañana me comporté como una estúpida.

Gammon chasqueó la lengua.

Saboreando la copa de brandy francés.

La depositó sobre la circular mesa.

Su brazo derecho rodeó los hombros de Janice.

Ambos se reclinaron en el rojo sofá.

—Mi comportamiento tampoco fue muy correcto. Debí ayudarte a superar el miedo en vez de burlarme de ti. Por cierto..., ¿cómo han reaccionado las autoridades de Ardensville?

— ¿Te refieres a lo del... OVNI?

—Sí, claro.

Janice sonrió.

Sensual.

—Seguí tu consejo, Harry. No he dicho nada. Cierto que vi un extraño artefacto descender veloz hacia la . Booth Mountain; pero bien pudo ser un globo sonda, un meteorito...

Harry Gammon no pudo evitar un suspiro de satisfacción.

—Lo celebro, Janice. Has hecho bien. Has evitado seguras burlas de tus conciudadanos. De seguro se trataba de un meteorito. Al caer dejan en pos de sí una estela de moléculas incandescentes que, al colisionar con las moléculas del aire, originan una luminiscencia fácilmente confundible con la estela de un objeto volador.

— ¡Cuánto sabes, Harry...! Gammon sonrió. Cínico.

—Sí, nena. Y ahora basta de teoría. Pasemos a la práctica.

Janice lucía un provocativo minishort y una blusa a cuadros anudada bajo el busto.

Los húmedos labios de la mujer quedaron aprisionados por los de Harry Gammon. Besados una y otra vez.

Ávidamente.

Con pasión.

La blusa quedó abierta.

Las manos de Gammon se posaron en la cintura femenina. Acariciando la fina piel que parecía quemar al contacto.

La mujer gimió de placer.

Aturdida por los besos y caricias.

—Harry...

— ¿Sí, nena?

—En el dormitorio estaremos más cómodos...

Janice, sin esperar respuesta, se zafó de los apremiantes brazos de Harry Gammon. Abandonó con rapidez el salón para introducirse en la primera puerta del corredor.

La dejó abierta.

En muda invitación a Gammon.

Janice se despojó precipitadamente de la blusa. Introdujo los pulgares bajo el reducido short tirando hacia abajo. Un sensual movimiento de caderas ayudó a bajar la prenda. De dos graciosos movimientos proyectó las zapatillas por los aires.

Janice quedó con un minúsculo slip de encaje negro. Con muy poco margen para la imaginación.

Se dejó caer voluptuosamente en el lecho.

Apagó con falso rubor la luz de la habitación, accionando la lámpara de noche. —Una tenue luz rojiza dominó la estancia.

Los ojos de la mujer quedaron fijos en la abierta puerta.

Pasaron los minutos.

—Harry...

Otro minuto de interminable espera para Janice.

— ¡Harry...!

Tampoco ahora recibió respuesta.

Janice se incorporó del lecho. Con un mohín de enfado reflejado en el rostro. No se molestó en cubrirse con la bata de seda depositada en una de las sillas.

Acudió al salón.

Se detuvo con los brazos en jarras, pero de inmediato cambió la expresión de su rostro. El gesto de enfado fue reemplazado por una mueca de estupor.

El salón estaba desierto.

—Harry...

Janice, temiendo una broma de Harry Gammon, inspeccionó detenidamente la estancia. Por todos los rincones. Pasó al otro dormitorio, a la cocina, a la sala de baño...

Ni rastro de Harry Gammon.

Janice se detuvo finalmente en el living.

Perpleja.

La puerta de acceso al apartamento mantenía puesta la cadena de seguridad y el cierre.

Harry Gammon no estaba en el apartamento, pero... ¿por dónde había salido?

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO VI

 

Robert McGavin abandonó el parking privado del Scott Hotel conduciendo el «Suburban». Estacionó frente a la entrada principal. Consultó la esfera del reloj. Faltaban cinco minutos para las ocho.

Hizo sonar el claxon.

Harry Gammon I apareció con la factura del hotel y unos billetes en las manos.

— ¡Aprisa...! Ya falta poco para las ocho.

—Tranquilo, Robert. ¿Está ahí todo el equipaje?

—Sí.

Harry Gammon I abrió la portezuela del «Suburban», pero interrumpió el iniciado movimiento de introducirse en el vehículo.

Janice cruzaba la calzada en ese momento.

El rostro de la mujer enrojeció de ira al enfrentarse con el sonriente Harry Gammon.

—Buenos días, Janice. Hemos madrugado, ¿eh?

La bofetada fue sonora.

Harry Gammon I retrocedió. Más por la sorpresa que por la violencia del golpe. Instintivamente llevó la zurda a la mejilla izquierda.

—Janice...

— ¡Bastardo!

Janice penetró altiva en el hotel. Seguida de la estupefacta mirada de Gammon y McGavin.

—Algo le ha ocurrido con Harry Gammon II.

—Ya nos lo explicará él —dijo Robert McGavin—. Nos está esperando.

—No me gusta dejar así a Janice.

—Eres un sentimental.

— ¡Y un cuerno! Únicamente me preocupa el que Janice sospeche algo. Trataré de averiguar qué le ocurre.

— ¡Harry...!

Gammon hizo caso omiso de la llamada de su amigo. Se adentró en el hotel.

El recepcionista le informó que Janice se encontraba en los vestuarios del personal de servicio.

Hacia allí encaminó sus pasos.

No se molestó en llamar.

Janice estaba sola. Aún no había llegado ninguna de las otras empleadas del hotel.

La mujer se había despojado del vestido de calle y procedía a ajustarse el uniforme reglamentario. Ahora sí lucía sujetador. De media copa. Mostrando con generosidad sus prominentes senos.

—Janice...

—Fuera de aquí, Harry. Celebro que abandones Ardensville. Eres una verdadera rata.

—Quiero disculparme contigo, Janice —murmuró Harry Gammon, sospechando que algo malo había hecho su «hermano gemelo»—. Tienes razón. Soy una rata.

—Oh, Harry... ¿Por qué lo hiciste?

Gammon inclinó la cabeza.

Sin saber qué responder.

Esperando que Janice fuera más explícita.

— ¿Me perdonas? Fui muy rudo...

— ¿Rudo?

— ¿No?

Janice colocó los brazos en jarras. Sus opulentos senos pugnaron por salir del encierro.

— ¿Vuelves a burlarte?

—No me encuentro muy bien, Janice. Ayer también estaba algo enfermo. No recuerdo...

— ¿Por eso te largaste sin ninguna explicación? Oh, Harry... Yo te esperaba en el dormitorio, anhelante, ansiosa de tus caricias... ¡y tú desapareces sin una palabra de despedida! ¡Como un fantasma! Por cierto... ¿cómo lograste salir del apartamento?

Harry Gammon ahogó un suspiro.

Era eso.

Harry Gammon II desertó a la fogosidad de Janice.

—Sufrí una especie de ataque, Janice. No quise comprometer tu reputación y acudí personalmente al médico.

—Sí, pero... ¿por dónde saliste?

— ¿Por dónde? Pues... por la puerta.

— ¿Con la cadena de seguridad echada?

Harry Gammon se mesó nerviosamente los cabellos.

—Yo... estoy confuso... No recuerdo bien... Estaba enfermo... Tal vez utilicé la escalera de incendios o salté por la ventana.

—No hay escalera de incendios en el edificio. En cuanto a saltar por la ventana... ¿desde un cuarto piso?

—Salí por la puerta, Janice. ¿Por qué otro sitio iba a ser? Sin duda colocaste la cadena después de mi marcha. Inconscientemente.

—Yo no...

Gammon extrajo un fajo de billetes.

Extrajo cien dólares, que introdujo entre los exuberantes senos de Janice. Con ambas manos los presionó juntándolos, a la vez que besaba fugazmente.

—Adiós, Janice. No me guardas rencor, ¿verdad?

Janice sonrió contemplando los cien dólares perdidos entre sus voluminosos senos.

—No te olvidaré, Harry. Un ridículo OVNI, una desaparición fantasma... Tu estancia en Ardensville, pese a los... contratiempos, ha sido grata. Adiós.

Harry Gammon abandonó el hotel.

A grandes zancadas.

Se introdujo en el «Suburban» donde Robert McGavin le esperaba impaciente y nervioso.

—Llegaremos con retraso. Harry Gammon II estará intranquilo.

Gammon esbozó una sonrisa mientras hacía girar el volante para cambiar el sentido de la marcha.

—Ya no hay Harry Gammon II. Era el verdadero número dos. Mi doble.

— ¿Qué quieres decir?

—Desapareció del apartamento de Janice como por arte de magia. Se esfumó en el aire.

— ¡Infiernos!

—Afortunadamente, y según he deducido, Janice no se encontraba en ese momento a su lado. El ver cómo se volatizaba hubiera causado una fuerte impresión a la pobre Janice.

—Peor hubiera sido verle desaparecer mientras hacían el amor —rió McGavin—. Oye, Harry... El que se haya esfumado no significa forzosamente que esté fuera de circulación. Tal vez encontremos a tu hermano gemelo en el lugar de la cita.

—Ahora saldremos de dudas.

El «Suburban» recorrió la Kellin Avenue.

Llegó al final de la larga calle.

Harry Gammon frenó en una de las esquinas.

—Bien, Robert, aquí quedamos citados con Harry Gammon II. Y él no está. ¿Convencido ya?

—Llegamos con diez minutos de retraso. Puede que temiera ser visto merodeando por aquí y...

Gammon le tendió un juego de llaves.

—Abre el portaequipajes. Donde guardamos las mochilas.

— ¿Para qué?

—Obedece.

Robert McGavin descendió del vehículo.

Retornó al instante visiblemente excitado.

— ¡Harry...! ¡Sólo hay dos mochilas...! ¡Nos han robado una!

—Anda, sube —sonrió Harry Gammon reanudando la marcha—. Nadie nos ha robado, Robert. ¿No lo comprendes? Harry Gammon II desapareció. Una de las mochilas era un duplicado de la que yo llevaba en el momento que accionaste la máquina. Y se esfumó también.

—Entonces, ¿los efectos de duplicidad sólo perduran unas horas?

—Esa es la conclusión que debemos tomar. En San Francisco estudiaremos mejor esas máquinas y los demás objetos de las mochilas.

— ¿No será peligroso, Harry?

—Tomaremos precauciones.

—Nuestro apartamento es de tabiques de cartón, Harry. Todos los vecinos...

Gammon interrumpió a su compañero con alegre carcajada.

— ¿Imaginas que vamos a seguir en ese miserable apartamento de edificio-colmena? Somos millonarios en potencia, Robert. ¡Lo primero que haremos al llegar a San Francisco es solicitar nuestra liquidación en la Blystone Company. Nos despediremos del viejo buitre.

McGavin sonrió ante la perspectiva.

—Le enviaré al diablo. Le llamaré hijo de... ¡Eh, Harry! ¡La autopista queda a la derecha!

— ¿De veras?

—No iremos a...

Ardensville ya había quedado atrás.

La comarcal conducía a la pista Barstow-Bakersfield; pero el «Suburban» se adentró por una polvorienta bifurcación sin asfaltar. Esta concluía a las pocas millas para convertirse en infernal sendero.

Un tramo que serpenteaba por la Booth Mountain.

Las protestas de Robert McGavin no cesaron durante el trayecto.

—Es meternos en la boca del lobo, Harry... Tenemos dos mochilas. ¿Para qué buscarnos más problemas? Los marcianos pueden estar allí...

— ¿Por qué les llamas marcianos? El último «Mariner» lanzado por la National Aeronautic and Space Administration demostró que el planeta está deshabitado. Puede que la cosmonave proceda de otra galaxia.

—El «Mariner» no iba tripulado, Harry. Los canales de Marte pueden ser conductos hacia una ciudad subterránea.

— ¿En qué novela has leído esto?

—En Marte al desnudo.

—Pornográfica, ¿eh?

—No es momento de bromas, Harry. Ya... ya estamos llegando... ¡Yo no bajo! ¡No quiero morir!

—Tranquilo, Robert. Te prometo que sólo echaremos un vistazo. Sin entrar en la cosmonave. Únicamente quiero saber si sigue ahí. Ofreceremos la exclusiva a la Associated Press.

Harry Gammon detuvo el «Suburban».

En la peligrosa curva del barranco.

Abandonaron el auto.

—El destello no es visible, Harry. Sin duda lo eclipsa la luz solar.

—Ni tan siquiera se divisa el artefacto. Queda hundido en la hondonada. En marcha, Robert. Deja de temblar o rodarás cabeza abajo.

Iniciaron el descenso.

Ahora les resultó más fácil. La claridad del día les permitía una panorámica del terreno y el elegir las zonas más convenientes sin necesidad de trazar largos rodeos.

Alcanzaron la explanada circundada por peñascos. Harry Gammon y Robert McGavin se detuvieron. Intercambiaron una atemorizada mirada.

Sin pronunciar palabra alguna, prosiguieron el avance. Adentrándose en la explanada. En la desierta planicie.

La cosmonave había desaparecido.

Ni rastro de ella.

Ni tan siquiera las huellas del trípode de aterrizaje se marcaban sobre el terreno.

El sepulcral silencio reinante fue roto por una que surgió desde las alturas.

— ¡Eh, amigos...! ¿Buscan a los marcianos?

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO VII

 

La súbita voz hizo que temblaran las piernas de Robert McGavin haciéndole caer de rodillas.

Harry Gammon dio un respingo moviendo de un lado a otro la cabeza. »

Una cascada carcajada le hizo fijar la mirada en lo alto de uno de los peñascos cercanos a la entrada del desfiladero.

Allí estaba Christopher Baker.

Acariciando entre sus brazos a «Sammy», que gruñía placentero.

El anciano descendió dando un corto rodeo. Se aproximó a la explanada. Sin dejar de reír. A carcajadas. Las lágrimas asomaban a sus diminutos ojos.

— ¡Rayos...! ¡Qué susto os he dado!

McGavin reaccionó.

Furioso.

— ¡Maldito viejo...!

—Un respeto a las canas, jovencito.

— ¡Yo no respeto ni a mi abuela! Christopher Baker chasqueó la lengua.

—Bien. Entonces, para la buena marcha del negocio, es preciso que los socios se respeten.

— ¿Socios? ¿Qué socios?

Harry Gammon se adelantó. Sonriente.

Palmeó la espalda del anciano.

—El abuelo quiere proponernos algo, ¿verdad?

—Así es, hijo. Por cierto... ¿dónde está tu... hermano gemelo?

Gammon entornó los ojos.

Fijos en el rostro de Baker.

—Estás al corriente de todo, ¿eh?

—Soy un tipo muy curioso, hijo. En mi granja no hay televisión. Sólo un aparato de radio que no funciona por falta de pilas. Ayer, poco después de vuestra marcha, me sorprendió una luz que se encendía y apagaba. Un fogonazo muy bonito. Aburrido y sin nada que hacer, decidí echar un vistazo. Casi choca mi «jeep» contra vuestro coche. Aparcaste en una curva de nula visibilidad, muchacho. Retrocedí ocultando mi cacharro. La luz procedía del fondo del barranco. Me fue fácil bajar. Con más habilidad que vosotros. Conozco esta tierra. ¡Ah, diablos colorados...! Me quedé como un idiota contemplando aquel artefacto. Paralizado. Vuestras voces eran audibles desde el exterior. Os vi salir a los tres. Eres muy torpe, Robert. Yo a tu edad...

—Sigue con la historia, abuelo —dijo Gammon encendiendo un cigarrillo. Con fingida indiferencia.

— ¿Seguir? Nada más tengo que añadir, muchachos. La sorpresa me impidió ayer salir a vuestro encuentro. Tardé mucho en reaccionar. Seguí inmóvil. Como una estatua. Sólo cuando vi rugir a aquel extraño artefacto iniciando el ascenso, corrí como alma que lleva el diablo.

— ¿Estabas aquí cuando desapareció el OVNI?

— ¿Desaparecer? ¡Subió como una exhalación! Primero se deslizó hacia el interior de la rampa, con un rugir de motores inició un vertiginoso y endiablado ascenso en vertical. En fracción de segundo lo perdí de vista.

— ¿Cuándo ocurrió esto?

—Pues al poco de marchar vosotros. Reconozco que permanecí largo tiempo quieto como un idiota. Quería entrar a echar un vistazo, pero el miedo me inmovilizaba. Fue al subir la rampa cando sentí verdadero pánico y eché a correr.

—Un momento, abuelo —Gammon succiono repetidamente el cigarrillo—. En el interior de la cosmonave no había nadie. Lo comprobamos. Si tú permaneciste todo el tiempo aquí, forzosamente llegó alguien.

— ¿Los marcianos?

— ¡Los que fueran! ¡Alguien entró para pilotar la cosmonave!

—Nadie, hijo. Estarían ya dentro... o son invisibles.

— ¡Larguémonos de aquí! —casi gritó McGavin.

—Muy buena idea, hijo —aplaudió Christopher Baker—. ¡En marcha hacia San Francisco!

Harry Gammon se enfrentó con el anciano.

Extrajo un fajo de billetes.

—Aquí tienes cincuenta dólares, abuelo. Olvídate de nosotros y de los OVNI. Te tomarían por loco si hablas.

Baker rió.

Burlón.

—Loco sería aceptando esos cochinos dólares. En las mochilas hay aparatos valiosos. Como esa máquina que duplica. Los compartiré con vosotros, hijos. Somos socios. Ya estaba cansado de habitar en las montañas pasando calamidades. Esta es mi gran oportunidad y no quiero desaprovecharla. Disfrutaré como un rey lo poco que me quede de vida.

— ¡Y tan poco! —exclamó Roben McGavin—. ¡Te voy a machacar la cabeza!

—No es necesario, Robert —intervino Gammon con ungida indiferencia—. Dejémosle. Puedes contar lo que quieras, abuelo. Nadie te hará caso. Lo único que conseguirás es una plaza en el manicomio más cercano.

— ¿De veras? Empezaré por divulgar la noticia en Ardensville. Un OVNI descubierto por dos agentes de la Blystone Company. Luego haré que la noticia llegue hasta vuestro jefe. ¿Tenéis idea de seguir trabajando en la Blystone Company? Apuesto a que también en Ardensville sorprenderá eso del OVNI. Hablaré del doble de Harry Gammon. Tal vez se descubra que en la noche de ayer pernoctó en dos lugares distintos. ¡A un mismo tiempo!

Gammon y McGavin intercambiaron una mirada.

Ambos pensaron en Janice.

— ¿Doscientos dólares, abuelo?

—No, Harry. Ya te he dicho lo que quiero. Es mi última palabra. Iré con vosotros.

— ¿Los tres a San Francisco?

—No, hijo. Los cuatro —respondió Christopher acariciando el lomo de «Sammy».