CAPÍTULO VIII

 

Llegaron a San Francisco al mediodía.

En plena vorágine de tráfico.

Acudieron directamente a la Blystone Company. El «Suburban» quedó en una zona de parking próxima al edificio.

—No te muevas de aquí, abuelo —ordenó Harry Gammon, secamente—. No salgas del coche ni para respirar, ¿entendido? Con tu indumentaria y paseando a «Sammy», te encerrarían de inmediato en un manicomio.

—Tranquilo, hijo.

Harry Gammon y Robert McGavin penetraron en el edificio donde se emplazaban las oficinas de la Blystone Company.

Todas las compras adquiridas en su programado recorrido por el este de California habían sido ya remitidas a San Francisco. Sólo tenían que entregar los justificantes de compra y resguardos de envíos realizados.

La sorpresa para Frank Blystone fue la irrevocable dimisión de sus dos mejores agentes. Trató de convencerles, pero Gammon y McGavin se mantuvieron firmes en su decisión.

Cuarenta minutos más tarde salían del edificio portando sus correspondientes finiquitos.

—Creo que nos ha timado las comisiones del conde Gilberts, ¿recuerdas? La colección de porcelana y los cuadros de...

— ¡Al diablo con Frank Blystone! —sonrió Gammon—. También nosotros se la hemos jugado bien al largarnos sin previo aviso.

Llegaron al parking.

Christopher Baker permanecía dócilmente en el asiento posterior del «Suburban».

— ¡Eh, muchachos...! ¿Aquí cuándo se come?

—Aguanta, abuelo.

—No, yo lo digo por el pobre «Sammy». No hace más que gruñir.

Harry Gammon apoyó la frente en el volante.

Contó mentalmente hasta diez.

Giró enfrentándose a Baker.

—Oye, Christopher... Estamos en San Francisco. Una de las principales y más avanzadas ciudades del mundo. Vas a vivir a la sopa boba gracias a nosotros, aunque espero que el aire contaminado te haga reventar. Te soportaremos, abuelo. No tenemos otra solución; pero no estoy dispuesto a compartir la vivienda con... con...

—«Sammy» sólo me tiene a mí —gimoteó Christopher Baker—. Le quiero como a un hijo.

«Sammy» estaba restregando el morro por el tapizado del auto.

Sin cesar de gruñir.

Harry Gammon empezó a maldecir. Un largo repertorio de epítetos que eran coreados por McGavin.

El anciano chasqueó la lengua.

—Tranquilos, muchachos. También vosotros terminaréis por querer a «Sammy». Estoy seguro.

Gammon se mesó los cabellos con ambas manos. Inspiró con fuerza.

—Okay... Ya hablaremos de eso. Ahora tenemos mucho que hacer. Tú irás con el abuelo a nuestro apartamento, Robert. Abona la mensualidad pendiente y retira todas nuestras pertenencias. Compra también ropa decente para Christopher. Traslada el equipaje del «Suburban» a nuestro auto...

— ¿No tenemos que dejar el «Suburban» aquí? Frank Blystone dijo que...

—Blystone ya no nos da órdenes. Si quiere recuperar su «Suburban» que pase a retirarlo. Déjalo en Hodge Street y comunica a la Blystone Company el lugar exacto.

— ¿Dónde vas tú, Harry?

—Retiraré todos nuestros ahorros del Banco. Los necesitaremos para adquirir un bungalow y trazar planes. Buscaré una zona tranquila. Nos reuniremos para cerner algo en Malambo. El que llegue antes que espere. ¿De acuerdo?

McGavin asintió con un repetido movimiento de cabeza.

Harry Gammon descendió del «Suburban». Avanzó por la calzada deteniendo el primer taxi libre que divisó.

Procedió a seguir el plan trazado. Primero retiró los ahorros del Banco. En su cuenta conjunta con Robert McGavin. Alrededor de los ocho mil dólares. Aquella cantidad se unía al dinero guardado en el apartamento y al recibido en la Blystone Company. La suma total sobrepasaba los diez mil dólares.

Fue difícil dar con un bungalow de las características deseadas por Gammon.

Visitó cuatro agencias dedicadas al alquiler de viviendas y se desplazó a inspeccionar los bungalows.

Después de laboriosa búsqueda encontró el lugar ideal. Una zona residencial aún sin concluir. Distante del centro de San Francisco. Barrio Coller. El bungalow 1749 de Landen Boulevard. Las dos viviendas colindantes todavía sin habitar. Una arbolada avenida con muy pocos vecinos.

Sí.

Aquello era lo deseado por Gammon.

El bungalow era magnifico. De una sola planta. Circundado por una muralla de artístico y seguro trazado. Piscina, invernadero, pista de tenis, jardín, garaje... La vivienda disponía de tres dormitorios con sus correspondientes salas de baño, un amplio salón, cocina y la habitación para el servicio. Todo ello bien amueblado y decorado con todo tipo de detalles. Los sistemas de seguridad instalados también ofrecían gran garantía.

Harry Gammon hizo entrega de la obligada cantidad en depósito y abonó tres meses anticipados de alquiler.

Con las llaves del bungalow en su poder retornó al centro de San Francisco.

Al Malambo.

Un snack cercano al Union Square.

Divisó su «Buick-Skyhavvk-HS» estacionado frente a la entrada del establecimiento. Plagado de maletas y envoltorios.

Ya antes de entrar en Malambo le llegó la música. Estridente. Entremezclada con risas y gritos. Un gran jolgorio reinaba en el local. Harry Gammon se detuvo en el umbral. Parpadeó.

En la máquina tocadiscos berreaba el popular Walter Parkins y su trepidante ritmo «stark mad».

Una frenética y endiablada danza que Christopher Baker ejecutaba sobre un solo pie. Alternando izquierdo y derecho, mientras que agitaba los brazos en cruz y arriba. Con «Sammy» sobre su hombro derecho.

Imitando a la muchacha que bailaba frente a él.

Una joven de dieciocho años que jadeaba siguiendo el desenfrenado ritmo. Su minichaleco en sildorex controlaba con dificultad el subir y bajar de los erectos senos.

La clientela era reducida, pero los allí presentes aplaudían y jaleaban con entusiasmo a la pareja formada por Christopher Baker y la seductora muchacha.

Uno de los que aplaudían y reía a carcajadas era Robert McGavin.

La placa de Walter Perkins dejó de girar enmudeciendo la máquina tocadiscos. Aumentaron los aplausos.

La muchacha se abrazó a Christopher Baker y besó el morro de «Sammy».

— ¡Eh, Harry! —el anciano se separó de la bella compañera—. ¡Liegas a tiempo para la gran fiesta!

Gammon no hizo ningún comentario.

Fue hacia una de las mesas del local.

La más aislada.

Robert McGavin y Christopher Baker acudieron junto a él.

— ¿Qué te ocurre, hijo? ¿No tienes sentido del humor? No hacía nada malo, ¿verdad, Robert?

McGavin optó por no responder.

Harry Gammon fijó la mirada en el anciano.

Christopher Baker lucía una llamativa camisa de dibujos geométricos a colores, pantalones a anchas rayas y botas. «Sammy», que seguía sobre su hombro derecho, portaba un lazo de seda al cuello.

— ¿De qué le has disfrazado, Robert?

—No fue culpa mía, Harry —se disculpó McGavin, tomando asiento a la mesa—. El abuelo quiso elegir su propia ropa.

La llegada del camarero cortó la respuesta de Gammon.

—Llévate a «Sammy» de aquí, abuelo. Enciérrale en el servicio. No lo quiero a la mesa.

Christopher Baker tomó al animal entre sus brazos.

Acariciándole.

—Eres injusto con él, Harry. No puede molestarte. Prueba a olfatearlo.

No era necesario.

«Sammy» apestaba.

—Parece...

—Sí, Harry —sonrió Baker orgulloso al animal—.

Whisky. He bañado a «Sammy» con una botella de whisky de importación.

Se aproximó la muchacha que bailara momentos antes con Baker.

— ¿Me dejas a «Sammy», Chris? Quiero presentarlo a unos amigos.

—Seguro, hija.

Harry Gammon sacudió la cabeza, contemplando a la joven alejarse besando el lomo de «Sammy».

Enmudeció.

Más bien, fue incapaz de articular palabra alguna.