Capítulo XI

PETER Palmer llegó jadeante.

Con un frío sudor bañando su cuerpo.

Sus torpes manos, con visible temblor, se apoderaron del diminuto llavero, abriendo la puerta del apartamento.

No fue necesario encender la luz del living.

La iluminación procedente del salón era suficiente.

Palmer se precipitó hacia allí.

Como una exhalación.

Harry Corbell se hallaba acomodado en el largo sofá. En sus manos un ejemplar del Play-boy Sobre la mesa un vaso de whisky.

—¡Maldito seas, Harry! Líe telefoneado a tu apartamento, al número de tu auto… —También yo he tratado de localizarte, Peter —replicó el G-men con indiferencia. Impasible al nerviosismo de Palmer—. Hay novedades.

Palmer se adelantó en dos zancadas. Arrebató con violencia el Play-boy de las manos de Corbell.

—¿Novedades? ¡Yo sí las tengo! ¡Elizabeth está con ellos! ¡La tienen como rehén y acabarán con ella si no les entrego los microfilms! Me han dado dos horas de plazo. ¡Y ya he perdido cuarenta minutos tratando de localizarte!

—Llevo en tu apartamento largo tiempo, Peter. Esperando. Te largaste con Elizabeth sin antes comunicarme el lugar adonde…

—¡Eso ya no importa! ¿No me has oído, Harry? ¡Elizabeth quedó con ellos!

—Estoy esperando, a que te tranquilices, Peter.

Palmer se dejó caer en uno de los sillones ocultando el rostro entre sus manos. Comenzó a hablar.

Entrecortadamente.

—Un individuo, en un taxi robado, nos llevó a un barracón de la Lenz Avenue. Allí nos esperaban tres individuos más. Uno de ellos, dijo llamarse Trevor Duvall, se interesó por los microfilms. Me habló de que Donald Stevenson y David Huston traicionaron a la organización simulando un robo en el que yo aparecería como culpable. Los doscientos mil dólares de la caja fuerte de Stevenson pertenecían a la organización. Por un mal entendido entre Stevenson y Huston, las fichas quedaron en mi apartamento.

—El FBI no las encontró, Peter.

—¡Ya lo sé, maldita sea! Amenazaron a Elizabeth… Un individuo, un tarado que responde al nombre de Guy Maxwell, se aproximó a ella y… ¡tenemos que hacer algo, Harry! ¡Elizabeth corre peligro! Prometí llevar los microfilms antes de dos horas. ¡Transcurrido ese tiempo la matarán!

—¿Dónde está situado el barracón?

—En la Lenz Avenue. El número 1.007, esquina a Ridall Road. Un hangar deshabitado y que, anteriormente fue depósito de maquinaria agrícola.

Corbell alargó su mano derecha con intención de atrapar el teléfono.

Peter Palmer le cortó el ademán.

—¿Qué piensas hacer?

—Voy a comunicar con el Departamento, Peter. Actuaremos con prudencia. El barracón será cercado. Yo seré el único en entrar. Cuando Elizabeth esté a salvo, daré aviso a mis compañeros.

—¡No lo conseguirás! Si te descubren, o sospechan algo anormal, Elizabeth será la primera en pagar las consecuencias. Me lo advirtieron, Harry Estarán alerta. Saben que estoy en contacto con el FBI y… No… ¡No consentiré que peligre la vida de Elizabeth! ¡Maldita sea…! ¡Jamás debí acceder a tu petición!

—Hubiera ocurrido igualmente. Creen que tienes las fichas. Y te han sentenciado, Peter. ¿No lo comprendes? Aun entregando los microfilms no te dejarán marchar con vida. Ese tal Trevor Duvall se ha descubierto ante ti. Te has convertido en un peligroso testigo. Tú y Elizabeth.

—¿Qué podemos hacer? —murmuró Palmer casi sin voz.

—Déjame actuar a mí. Todo saldrá bien.

—Elizabeth y yo habíamos hecho muchos planes para el futuro… Íbamos a recuperar estos cinco años de sufrimientos. Incluso podía volver a dirigir el Seis Tréboles. Elizabeth habló de poner el caso en manos de un buen abogado. Ralph Magreth no me dio contrato alguno por mi cesión ni consta la entrega de los cincuenta mil dólares. Aunque supongo que reclamar mis derechos sobre el Seis Tréboles aumentará las sospechas de que yo maté a Magreth.

Harry Corbell, ya con el auricular en su diestra, esbozó una enigmática sonrisa.

—Lo dudo. El FBI ya no sabe a qué carta quedarse en este diabólico y sangriento juego. Ya no es Ralph Magreth el único muerto

—¿Qué quieres decir?

—Shelley Stevenson. La asesinaron en la bañera de su apartamento. Se llevaron todo cuanto había de valor en la casa. Al igual que ocurrió en el apartamento de Ralph Magreth. El asesino vació la caja fuerte. Sin necesidad de forzarla. Conocía la combinación o era un auténtico profesional.

—¿Se ha descubierto algo?

—¡Oh, no…! Ya te he dicho que el FBI está desconcertado. No me importa reconocerlo… Ninguna pieza encaja en este maldito rompecabezas.

—Puede que buscaran las fichas en los apartamentos de Ralph y Shelley.

—¿Por qué ahora? Han tenido cinco años para hacerlo. No… esos asesinatos son ajenos a la organización de espionaje.

El agente del FBI no pronunció ninguna otra palabra.

Su dedo índice recorrió el dial. Aún no había concluido el número deseado, cuando sonó el llamador de la puerta.

El G-men y Palmer intercambiaron una rápida mirada.

—¿Esperas visita, Peter?

—Puede que sean ellos… tal vez, me siguieron para…

Harry Corbell llevó su diestra a la funda sobaquera para apoderarse de su «Colt» Woodsman.

Hizo una seña a su amigo.

—Vamos a salir de dudas. Yo quedaré tras la puerta, Peter. Procura controlar tus nervios.

Palmer asintió con repetido movimiento de cabeza.

Acudió al living.

Abrió la puerta para, estupefacto, enfrentarse con Elizabeth.

La mujer, próxima a un desvanecimiento, permanecía apoyada en la pared. Temblando convulsiva. Con el cabello desordenado y la manga del vestido desgarrada.

—Peter…

Fue su única palabra.

Hubiera caído al suelo de no ser sostenida por los brazos de Palmer.