Capítulo VII

EL individuo, de rostro aniñado y abundante pelo rubio, sonrió abiertamente.

—Ninguna novedad, Harry.

—¿Magreth?

—Sigue en el Seis Tréboles. Cuando la Metropolitan Police nos pasó tu comunicación, Leigh casi ordena arrasar el local. Se calmó optando por aceptar tu sugerencia. Ninguna acción contra Ralph Magreth, aunque de poco hubiera servido. Ha permanecido todo el tiempo en las salas de juego. De nada se le puede acusar… oficiad mente.

—Sigue ahí, ¿eh…? Bien. Gracias, Warner.

—Mac Nair controla la otra salida. ¿Quieres que….?

—No. Sólo deseaba mantener bajo vigilancia a Magreth. Tú y Mac Nair ya os podéis marchar. Yo me encargaré del asunto. Buenas noches, Warner.

Harry Corbell se alejó de su compañero encaminándose hacia la entrada principal del Seis Tréboles.

Se cruzó con clientes habituales del casino que ya iniciaban la retirada. Por la expresión de sus rostros, la noche no había sido fructífera. Muy pocos abandonaban las salas de juego con una sonrisa. La parte del león siempre era para la casa.

El agente del FBI se dirigió directamente a la mesa de ruleta. Aquélla era la sala preferida por Magreth; sin embargo, no le encontró allí. Algunas mesas, en las salas contiguas, empezaban a ser retiradas.

El Seis Tréboles procedía a su breve letargo.

Corbell no se molestó en indagar el paradero de Ralph Magreth. Acudió a la puerta tapizada que, junto con la indicación de «Prívate», ostentaba el aviso de «Prohibida la entrada».

El G-men hizo caso omiso a ambas advertencias.

Accionó el picaporte.

La estancia correspondía a un lujoso despacho ya conocido por Corbell en anteriores visitas al Seis Tréboles. Una amplia habitación de insonorizadas paredes y con un sistema de televisión en circuito cerrado para controlar todas las salas de juego.

Ralph Magreth se hallaba tras la mesa escritorio. Acomodado en un sillón giratorio. Junto a él, Alan Smith, su jefe de croupiers y hombre de confianza.

—¿Qué significa…? ¡Maldita sea, Corbell! ¡No tiene ningún derecho a entrar así en mi despacho!

—Quiero hablarle, Magreth. A solas.

—¡Cursaré una protesta a sus superiores! Ya estoy cansado de sus impertinencias y…

Ralph Magreth, que se había incorporado del sillón, fue obligado a sentarse de nuevo merced a un violento empujón del agente del FBI.

—También yo empiezo a cansarme, Magreth —silabeó Corbell—. ¿Quiere hablar aquí o en el departamento?

Ralph Magreth tragó saliva.

Comprendió que aquello iba a ser algo más que un rutinario interrogatorio. Hizo una muda seña a Alan Smith indicando que se retirara.

Harry Corbell se apoyó en una de las esquinas de la mesa.

Encendió un cigarrillo.

—Puede borrar de su plantilla a Cliff Thompson y Chris Mac Kern. Este mes no se presentarán a cobrar la nómina. Ahora prestan servicios en el infierno.

Magreth forzó una sonrisa.

—Ignoro lo que quiere decir, Corbell… pero debo advertirle que Thompson y Mac Kem dejaron de trabajar para mí hace una semana. Fueron despedidos.

—¿De veras? Muy astuto, Magreth. Lo triste es que Thompson y Mac Kern ya no pueden hablar. Están muertos. Muy muertos.

Ralph Magreth se esforzó por mantener aquella sonrisa en los labios. Una mueca que se acentuaba por el frío sudor que perlaba su mofletudo rostro.

—¿Qué ha ocurrido?

—Intentaron liquidar a Elizabeth Hoffman. Yo iba con ella. Sin duda, sus dos hombres me confundieron con Palmer. No le creo tan estúpido como para atentar contra un agente del Federal Bureau of Investigaron, ¿verdad, Magreth?

—¡Ya le he dicho que Thompson y Mac Kern no trabajaban para mí!

El G-men alargó el brazo derecho.

Sin apenas cambiar de posición.

Un movimiento suave y que, sin embargo, hizo oscilar la pesada cabeza de Magreth. El trallazo en la boca hizo asomar un hilillo de sangre por la comisura de sus labios.

Ralph Magreth bizqueó.

Su sorpresa fue superior al dolor.

—¿Se… se ha vuelto loco…? Puedo acusarle de…

—Otra amenaza y le hago tragar los dientes —interrumpió Corbell secamente—, Thompson y Mac Kern cumplían sus órdenes. Acabar con Elizabeth y, a ser posible, también con Peter Palmer.

—¿Por qué iba a ordenar eso? Peter es mi amigo…

—No siga fingiendo, Magreth. Ya_ estoy al corriente de su sucia jugada. Palmer le vendió su parte del Seis Tréboles. Por cincuenta mil dólares. Esa cantidad debía ser entregada a Elizabeth. No lo hizo, Magreth. Y no contento con quedarse el dinero, se dedicó a hacer la vida imposible a Elizabeth. Ahora teme la justa ira de Palmer, ¿no es cierto?

—Yo… yo no…

—Aún no he terminado, Magreth. Apuesto a que mañana le visitará Palmer. Y de muy mal humor. Procure no contrariarle en lo más mínimo. Le pedirá perdón y se mostrará conforme a indemnizarle, le entregará los cincuenta mil dólares, intereses y todo cuanto Palmer justamente solicite.

—¡Peter me matará! ¡Lo sé!

—Eso es lo que merece, Magreth; pero no se preocupe. Palmer nada le hará. Si vuelve a atentar contra él o Elizabeth no tendrá salvación. No descansaré hasta llevarle a la cámara de gas. Ya ha dado un mal paso enviando a esos dos hombres. No hay pruebas en su contra, pero si vuelve a intentarlo no las necesitaré. Solucionaré el caso metiéndole un balazo entre ceja y ceja.

—Usted es un agente del FBI… no puede…

Corbell rió en desdeñosa carcajada.

—¿Eso cree? Su intervención está entorpeciendo una delicada e importante misión, Magreth. Si para conseguir el éxito debo aplastarle, no dudaré en hacerlo. Es usted una repugnante cucaracha que nadie echará en falta. Sí… será un placer aplastarle. Buenas noches, Magreth.

El agente del FBI abandonó el despacho.

Dejando tras de sí a un pálido y tembloroso Ralph Magreth.

Alan Smith se presentó a los pocos segundos. Su aparición hizo reaccionar a Magreth.

—¡Ese par de estúpidos han fallado!

Smith se llevó una pastilla de mascar a la boca.

Con indiferencia.

—Da gracias a que han muerto. De nada pueden acusarte. Te lo advertí, Ralph. ¿Por qué matar a Elizabeth? El peligro está en Palmer. El es el único que puede hacerte daño.

—Liquidando a Elizabeth, Peter jamás llegaría a saber que me quedé con los cincuenta mil dólares. Ahora ya está al corriente de todo.

—Tranquilízate. Yo me encargaré de él.

—No.

Alan Smith, un individuo de tez blanquecina y ojos saltones, dirigió una estupefacta mirada a su interlocutor.

—¿Qué te ocurre, Ralph? ¿Acaso temes esa amenaza de Corbell? Estaba fanfarroneando. ¿No lo comprendes? Es un agente del FBI. Trataba de meterte el miedo en el cuerpo.

—No quiero complicaciones, Alan. Esperaré la visita de Peter. Acaba de salir de prisión y dudo que quiera volver. Se mostrará razonable.

—¿Piensas darle los cincuenta mil dólares?

—Sí. Con el FBI de por medio es lo más prudente. Peter y yo llegaremos a un acuerdo.

—¡No seas estúpido! ¡Yo me encargaré de Palmer! Sin el menor fallo.

—Ya lo he decidido. Por una vez, y sin que sirva de precedente, no se utilizará la violencia.

—Es un error ceder, Ralph.

Magreth no respondió.

Se encaminó hacia la puerta para, minutos más tarde, abandonar el Seis Tréboles. En el aparcamiento se hallaba su «Buick» último modelo.

Había sido un día pródigo en emociones.

La libertad de Palmer, su entrevista con él, ordenar su muerte, la intervención del FBI, la dura jornada en el Seis Tréboles…

Sí.

Un duro día para Ralph Magreth.

Pero ahora le esperaba un merecido descanso.

Un largo, profundo y eterno sueño del que no volvería a despertar.

* * *

El apartamento de Ralph Magreth se encontraba emplazado en uno de los más aristocráticos edificios de Nob Hill. Con todo lujo y confort. Apartamentos reservados a los poderosos.

Magreth bostezó al salir del elevador.

Faltaban pocas horas para el amanecer. Pronto las luces del alba, dificultadas por los bloques de cemento que dominaban San Francisco, harían su aparición anunciando el nuevo día.

Para Ralph Magreth era la hora de retirarse a dormir. Hasta la llegada del almuerzo.

Al final del corredor se hallaba su apartamento. Introdujo la llave en la cerradura penetrando en la vivienda. Encaminó sus pasos al salón procediendo a prepararse un largo vaso de whisky con dos cubos de hielo.

Acudió al dormitorio depositando el vaso sobre la mesa de noche. Atrapó el pijama pasando al cuarto de baño. Una ducha fría, un cigarrillo y un vaso de whisky era lo acostumbrado antes de acostarse.

Retornó al dormitorio luciendo un llamativo pijama de colores. Se sentó en el lecho abriendo el cajón de la mesa. De allí extrajo la cajetilla de tabaco y un ejemplar de The Phantom. Alargó la mano para coger el vaso de whisky, pero sus dedos se cerraron en el vacío.

El vaso no estaba allí.

Había desaparecido.

Ralph Magreth se incorporó perplejo. Convencido de haber depositado allí el vaso. Fue de nuevo al cuarto de baño.

El vaso estaba allí.

Vacío.

Sólo los dos cubos de hielo reposaban en el fondo.

Magreth sacudió la cabeza. Tratando de buscar una explicación a todo aquello.

—Era un buen whisky, Ralph.

Magreth giró ante la voz que surgió a su espalda. No se percató de la sombra que aparecía tras la puerta. Cuando quiso reaccionar, unos brazos le inmovilizaron.

La voz volvió a sonar frente a él:

—Nos ventilaremos la botella, Ralph. Tú brindarás desde el Más Allá. En compañía de Satanás.

—No… espera… ¡No…! ¡No…!

La navaja de afeitar brilló fugazmente. Se hundió en la garganta de Magreth. La hoja, ahora teñida en rojo, siguió sádicamente trazando profundos surcos en el pecho de Ralph Magreth.

Aquellos brazos a su espalda continuaban sosteniéndole.

Firmemente.

Permitiendo que el asesino hundiera la navaja una y otra vez en el indefenso Magreth.