Capítulo VI

HARRY Corbell, dudando de la rapidez de reflejos en Elizabeth, la arrojó al suelo de violento empujón. También él se pegó al asfalto. Quedaron semiocultos por el guardafangos delantero del «Mustang».

Las balas silbaron a poca distancia.

La ráfaga de metralla destrozó los cristales del auto.

Corbell no permaneció inactivo. Llevó su diestra a la funda sobaquera para apoderarse de su reglamentario «Colt» Woodsman.

El vehículo atacante pasó como una exhalación. De una de las ventanillas delanteras asomaba el cañón de una «Browning». Vomitando fuego.

El agente del FBI no disparó.

Continuó agazapado. Protegiendo con su cuerpo a Elizabeth. Al alejarse el auto, fue cuando el G-men entró en acción. Giró sobre sí mismo dando varias vueltas en el húmedo asfalto. Quedó de bruces. Con el brazo derecho extendido.

Y apretó el gatillo.

Por tres veces consecutivas. Asegurando el blanco—dificultado por la reinante oscuridad de Keach Road.

Uno de los neumáticos del auto, un «Pontiac» negro, estalló ruidosamente. El chirriar de las ruedas se entremezcló con el rugir del motor. El conductor trataba de controlar el vehículo.

No lo consiguió.

El «Pontiac» se estrelló con violencia contra uno de los postes del agua.

Harry Corbell se incorporó de ágil salto emprendiendo veloz carrera hacia el auto siniestrado.

A menos de diez yardas vio salir a un individuo portando la ametralladora «Browning» y encañonando al agente del FBI.

Corbell se le adelantó.

Su dedo índice volvió a accionar el disparador.

El individuo recibió el proyectil entre ceja y ceja. Dio un acrobático y macabro salto hacia atrás desplomándose sin vida.

Harry Corbell llegó junto al «Pontiac».

El segundo ocupante del vehículo ya nada podía hacer. Estaba muerto. Tenía el volante clavado en el pecho y el rostro destrozado por el brutal choque contra el parabrisas.

Se escucharon algunos gritos femeninos. También varias ventanas se iluminaron asomando rostros entre atemorizados y curiosos. A ninguno se le pasó por la imaginación llamar a la policía. Lo correcto en aquellos casos era mantenerse al margen. Sin meter las narices en problemas ajenos.

Elizabeth había acudido junto al agente del FBI.

Con la palidez recubriendo sus bellas facciones.

Harry Corbell, con la puntera del zapato, hizo girar el cadáver del individuo de la «Browning».

—¿Le conoces, Elizabeth?

La mujer asintió.

Nerviosamente.

—Sí… también al del volante… Cliff Thompson y Chris Mac Kem. Son dos hombres de Ralph Magreth. Encargados de mantener el orden en el Seis Tréboles.

El ulular de una sirena se dejó oír por Barrio Gray Paulatinamente se hizo más intenso. Un coche de la Metropolitan Pólice, con la luz roja girando en la capota, hizo su aparición en Keach Road.

—Espera en mi auto, Elizabeth —dijo Corbell, entregando las llaves—. Me reuniré contigo en unos minutos.

La mujer obedeció.

Harry Corbell, que controlaba la proximidad de los curiosos, permaneció a la espera de los agentes de la Metropolitan Police. El auto se detuvo junto al «Pontiac».

Descendieron dos uniformados agentes.

Uno de ellos, al percatarse de la gravedad del suceso, volvió á introducirse en el vehículo para comunicarse por radio.

El otro policía intercambió unas palabras con Corbell. Este se había dado a conocer, mostrando su credencial.

Harry Corbell conversó con los dos policías por espacio de varios minutos.

Retomó junto a su «Mustang».

Elizabeth, acomodada en el asiento delantero, mantenía las manos a la altura de la garganta. Los brazos cruzados sobre el pecho. Protegiendo el agitado palpitar de sus senos.

El G-men se situó frente al volante.

Inició la marcha.

La mujer, cuyos ojos aún reflejaban un destello de terror, parpadeó perpleja.

—¿No piensa detener a Magreth?

—¿A Magreth? ¿Por qué?

El estupor se acentuó en Elizabeth.

—¡Han intentado matarnos! ¡Esos dos hombres trabajaban para Magreth! ¡Los he identificado!

—Y los dos han muerto, Elizabeth. ¿Qué pruebas tenemos contra Magreth? ¿Que trabajaban para él? Eso nada significa. Ralph Magreth negará…

—¡Dio la orden! ¡Quiere matarme, Harry! ¡Lo sé…!

El «Mustang» ya había abandonado Barrio Gray.

Corbell se llevó un cigarrillo a los labios.

—Consideraba a Ralph Magreth un tipo inteligente. Al atacar abiertamente al FBI él mismo se pone la soga al cuello.

—Puede que te confundieran con Peter. La idea de Magreth es eliminamos a los dos.

—¿Por cincuenta mil cochinos dólares?

Elizabeth esbozó una amarga sonrisa.

—Mi deambular por Barrio Gray me ha enseñado muchas cosas, Harry Conozco individuos capaces de matar a su madre por un puñado de dólares. Magreth tiene miedo. Teme la reacción de Peter al descubrir el engaño de que fue objeto. Eso, y no los cincuenta mil dólares, le impulsan a actuar.

Harry Corbell quedó en silencio.

Ahora comprendía la palidez de Magreth al serle comunicada la puesta en libertad de Peter Palmer.

Todos aquellos problemas personales de Palmer dificultaban la acción del agente del FBI. Le apartaban de su misión e incluso una violenta reacción de Palmer podía echarla por tierra.

—Elizabeth… ¿sigues queriendo a Peter?

La respuesta de la mujer fue rápida.

Sin vacilación.

—Con todas mis fuerzas. No he dejado de amarle. Incluso cuando creía que me había olvidado.

—Cuando Peter conozca el engaño de Magreth, y el atentado que acabamos de sufrir, montará en cólera. Soy viejo amigo de Peter y le conozco bien. Sólo tú podrías calmarle. Si se ve involucrado en cualquier incidente grave, volvería a Bikelsville sin remisión. Con su historial de poco sirven los atenuantes.

—Haré lo imposible para que olvide todo deseo de venganza.

El G-men sonrió.

—Gracias, Elizabeth. Eres una buena chica. También tú tienes motivos para odiar a Magreth.

—En estos últimos cinco años he sufrido mucho. Parece como si yo también hubiera padecido una condena. ¿Odiar a Magreth? En Barrio Gray se pierde todo, Harry Incluso la capacidad para odiar.

Corbell volvió a guardar silencio.

El auto ya circulaba por las inmediaciones a la luminosa Columbus Avenue. Minutos más tarde recorría Badel Street. Un longitudinal sendero de asfalto plagado de apartamentos de alquiler, oficinas comerciales y hoteles.

Harry Corbell detuvo el auto frente al edificio señalizado con el número 1.087.

—Bien… Ya hemos llegado —al ver que la mujer no hacía ademán de salir, añadió—: ¿Ocurre algo, Elizabeth?

—Tengo miedo, Harry… ¿Estás seguro de que Peter quiere verme? ¿De que no me ha olvidado?

—¡Por supuesto! Anda, vamos…

El agente del FBI descendió del «Mustang», abriendo la portezuela correspondiente a

Elizabeth.

Penetraron en el edificio.

—Yo tengo mi apartamento más abajo. En el 1.825.

Elizabeth rió nerviosamente.

—No sospechaba tan estrecha amistad entre Peter y un agente del FBI.

—Nuestra amistad se remonta a tiempos muy lejanos.

El elevador les llevó a la octava planta.

A ambos lados del moquetado corredor se alineaban puertas con su numeración correspondiente.

Corbell se detuvo frente a la señalizada con las siglas 803-AB.

Pulsó el llamador, a la vez que dirigía una animosa sonrisa a la mujer.

La puerta se abrió al instante.

Como si la llamada hubiera sido fuertemente deseada.

Peter Palmer apareció bajo el umbral.

Quedó inmóvil.

Con los ojos fijos en Elizabeth.

Ninguno se atrevió a pronunciar palabra alguna. Sus miradas hablaban por ellos. Lenta, muy lentamente, se aproximaron el uno al otro para unirse en un fuerte abrazo. Elizabeth quiso hablar, pero un súbito llanto ahogó su voz.

Harry Corbell, cuya presencia parecía ignorada, retrocedió con una sonrisa en los labios.

Retornó al elevador.

Palmer y Elizabeth debían quedar solos.

Además, el agente del FBI tenía trabajo.

Un trabajo muy agradable.

Sí.

Tenía que hacerle saltar un par de dientes al bastardo de Ralph Magreth.