25

Ay de la vida. ¿Cómo un día, un hombre de costumbres puede desaparecer con su taxi, en medio de veinte millones de seres humanos?

—¡Ni que se lo hubieran llevado los ovnis!

Había dejado por todo rastro una placa de su taxi.

Cubierta con su rebozo, mi madre fue a mi encuentro, tenía un rosario en las manos. Mi corazón se desbocó en ansiedad. El rostro de mi madrecita era el de la dolorosa enmarcada en el portón del zaguán de la vecindad.

—¿Qué pasa, jefecita? ¿Qué tiene?

—Ay, hijo de mi vida, tu padre me tiene con pendiente, no ha llegado desde que salió con el taxi en la mañana. Nunca hace eso, siempre llega a comer, luego se va otro ratito a trabajar, pero ahora… desde la mañana salió y no ha regresado. Son las once de la noche.

¡Qué de mi jefe! Yo no sé si ya le pasó. Se siente un hueco. ¡No! Un hoyo en el estómago. Los güevos se te encogen, se hacen mirruñitas.

Y lo peor: aguantar la bronca calladito para que tu jefecita santa no se doble.

—Vamos a la Delegación de policía, hijo. Vamos a la Cruz Roja, hijo. Vamos a la XEW para que lo anuncien en la radio, hijo.

—Ay jefecita, no se acelere.

—Hijo, ahí anuncian a los desaparecidos.

—No se pase, jefa.

—Hijo, vamos con el tío Gamboín, en el canal cinco y llevamos una foto.

—Tranquila, jefa, eso ya es en la desesperada, ahorita vamos con la policía.

—Vamos, hijo, con tu hermano, sus compañeros, a lo mejor, nos ayudan a buscarlo. Quiero irle a rezar a la Virgen de Guadalupe. Mira, me regalaron una estampita de un san Juditas Tadeo.

—Ay, jefa.

—Vamos, vamos, vamos —urgía el amor de mi madre.

¿Cómo doblarse ante tanto amor, ante tanta paciencia, tanta fe? En su pecho había tanto espacio para el dolor; un espacio inconcebible que lo transformaba en un remolino de amor y esperanza, para seguir en la friega de la vida.

Era la esperanza que yo no sentía. No es que no quisiera encontrar a mi jefecito; lo que pasa es que en la vida suceden tantas cosas que uno se va desencantando, descreyendo, te van madreando la moral.

Yo sabía, a mi papá no lo iba a volver a ver. Era una cosa que sentía al ver cómo nos trataba la realidad. Pero, ni modo de decírselo a mi mamá.

No me la acababa con los recuerdos de mi jefecito, una y otra vez me descubría pensando en ellos; de aquellos años de infancia, cuando el país vibraba con sus campeones mundiales de box. Eran días de fe donde se podía encontrar a la vuelta de la esquina una tienda o una lechería de la CONASUPO para mitigar el hambre. No eran los días de ahora, donde la gente come tacos de perro y hace que no sabe porque saben tan sabrosos. Seguro, mi jefe no era el primero ni iba a ser el último taxista desaparecido en la ciudad.

Las tardes de búsqueda en delegaciones de policía me daban la sensación de estarme haciendo, ¡otra vez!, como el tío Lolo.

Estaba convencido que nuestra policía era corrupta y pendeja. Ni creía en el Ministerio Público, ni que este país fuera un país de leyes.

—Háblenos dentro de ocho días…

—Vénganse la próxima semana…

—No, no hay nada…

—De qué… ¡ah, ya me acordé! ¡Ustedes son los del taxista! ¿verdad?

Yo por respeto a mi madrecita y por no romperle la esperanza, no me encendía y los mandaba a chingar a su madre.

Al verles las caras me preguntaba: Dónde se almacena tanta apatía. Dónde les enseñaron tanto desdén, tanto abandono con la vida humana. Mejor me di la media vuelta y pedí la ubicación del baño para ir a miar.

Cerré la puerta del baño con seguro. Me subí en cuclillas a la taza del water sin bajarme el pantalón; comencé a pujar, a pujar, a pujar para sacarme la nada que inundaba mi ser; me agarré de la puerta, apreté mis dientes, cerré con fuerza mis ojos, y con pasión salieron los aires del stress. Sentí el sudor del dolor. Lloraba. Limpié mi nariz, bajé de la taza hecho un reverendo guiñapo. Yo era un animal descansando.

Cuando abrí la puerta, no rebuzné porque había más de diez pendejos haciendo cola, los miré sonriendo y les susurré:

—Pinches cagones…

Llegué al lado de mi jefecita, sentí el calorcito del valor que volvía a mi cuerpo. Vi con amor cómo el cuerpo de mi jefecita en esos días se encogía. Hoy era más chiquita del cuerpo que ayer.

—No, no hay nada —hacía la señorita como que revisaba papeles y cansada seguía—: Háblenos por teléfono para que no vengan hasta acá.

—Señorita, pero ya vamos para tres meses que se desapareció… —la pinche vieja sonrió, y nos dijo:

Ay, señora, pues es hombre, ¿segura que no le conocía otra?

Mi mamacita se quedó pendeja. Nada más sentí como su corazón se arrugó. Lloró. Sus lagrimitas quemaban mis manos. Cobijé con mis brazos su cuerpecito; temblaba por los sollozos…

Cuidé a mi jefecita para que sus pies no tocaran el suelo, que no viera el sol amargo de esta ciudad; cuidando que no se le escapara el soplo de la vida, que sus alitas de angelito no se le arrugaran.

Mi mamacita santa no paraba de suspirar y callada dejaba entrar a su ánimo la resignación.

Fue cuando nos alcanzó en su carro último modelo el ojeis meis de mi brother. Subimos a su auto.

—¿Qué les dijeron?

—Nada… —dijo muy quedito mi mamacita.

Yo agregué:

—Que si no sabíamos si andaba con otra mujer…

El Arqueólogo soltó la carcajada:

Así somos los policías. No les hagas caso, jefa. Ya aparecerá el viejo travieso.

Miré al Arqueólogo. Había cambiado, ahora usaba sombrero norteño, botas vaqueras y pistola plateada con incrustaciones de rubíes. Su charola metálica, ostentosa, la cargaba en el cinturón de piel de víbora.

—No, mijito, él no me engañó. Ya me lo mataron. ¿Dónde lo tiraron? Yo nada más pido que me entreguen su cuerpo para enterrarlo.

Nos callamos como guacamayas mojadas.

Bara, bara, mojarrita, pantaletitas para su figurita, baratitas, bara, bara.

26

¿La ausencia alimenta el amor? Mi madrecita compró para mi jefecito un terrenito en el panteón; y en la lápida puso todo su amor. La venta de pantaletas nos permitía darnos ese lujo: construir un lugar para la memoria y cantarle rancheras.

¡Ah de la vida…! ¿Nadie me responde?

Aquí de los antaños que he vivido

la fortuna mis tiempos ha mordido;

las horas mi locura las esconde.

Con sus manos entrelazadas reposando en su regazo, mi madre, con una mirada recogida en sus pensamientos, susurraba estos versos con voz tenue y nítida; el viento de la tardecita se sentía. Quiso esa voz seguir con un fue y un será… Pero la orfandad no quiso que sucedieran. Volteó a mirarme:

Están bonitos los versos que nos vendió el cantero, ¿verdad, mi hijo?

Estábamos en la tumba hechiza de mi padre. El cantero se afanaba por arreglar las flores, regó el agua. Nos dejó solos.

Mi mamá comenzó a cantar con voz muy bonita, delgada, agradable, un son huasteco. Le cantaba a mi viejo con sentimiento, como si estuviera cantando en una película de charros del cine mexicano. Puedo jurar que esa tarde hasta escuche el arpa y el violín. Disculpe las lágrimas:

Jojojuuuuya…

Con su rebozo cubriendo su cabeza, dejaba al descubierto su rostro, un rostro doloroso y amoroso; un rayo de sol de la tarde bañaba la mitad de su cabeza. Cantó: «A la luz de los cocuyos» de José Alfredo Jiménez.

Ay amor de mis amores, te vengo a cantar mi copla,

ando lleno de ilusiones y quiero besar tu boca,

quiero decirte cositas, que traigo dentro del alma,

pero como son bonitas, quiero decirlas con calma…

Era la canción que a mi papá le gustaba cantarle a mi mamacita en su cumpleaños. Y se la cantaba ¡a capela!, con varias chelas atravesadas.

Mi jefecito no cantaba mal las rancheras y eso que no usaba bigote tupido.

Mi madre dejando rodar sus lágrimas por sus mejillas siguió cantando a mi jefe. Cantaba como Rocío Durcal canta las canciones de Juan Gabriel:

Yo no sé si vengas tú. Yo no sé si vaya yoooo…

Pero has de sentir mis besos y yo he de sentir los tuyos,

y hemos de quedarnos presos a la luz de los cocuyos…

Era la canción de ellos.

Me acuerdo: Una noche después de la fiesta del cumpleaños de mi mamá, me despertaron los falsetes de mi padre. Estaba abrazado con mi madre en la cama; la besaba y le cantaba:

Te quiero mirar bonita, sin penas y sin orgullos,

y quiero echarme en tus brazos, a la luz de los cocuyos…

Riendo mi madre le devolvía los besos y canturreaba: —Jojojuuuya…

Y mi padre a medios chiles hacia segunda con:

—¡Arpa vieja de mi tierra jarocha!

Cuando mi madre me descubrió al pie de su cama, se rio, me alcanzó, me abrazó y me cargó; mi papá me besó y siguió cantando. Se traían un pedo tequilero muy amoroso:

Cuántas noches de tu vida habrás pasado conmigo

contando las estrellitas, y sólo Dios de testigo,

siempre con la cara al cielo, cobijados por la luna,

contando las estrellitas; beso y beso una por una…

Mi mamá acercó su rostro al de mi jefe e hizo segunda:

Yo no sé si vengas tú. Yo no sé si vaya yooo…

Y ahora en esta tarde, de seguro, ella también recordaba esa noche y muchas otras noches de amor.

Mi mamá, hincada con su manos juntas, siguió cantando su canción a mi jefecito querido. Cantaba hacia el cielo. Sentí gacho y bonito; qué manera de extrañar a la persona, hasta como que se quería despegar de la tierra:

Pero has de sentir mis besos y yo he de sentir los tuyos

y hemos de quedarnos presos, a la luz de los cocuyos;

te quiero mirar bonita sin penas y sin orgullos,

y quiero echarme en tus brazos a la luz de los cocuyos…

Se persignó, se besó las yemas de sus dedos y las llevó a la cruz de la tumba, acarició el frío del granito. Lloró.

Tomó con su mano mi mano, se apoyó para levantarse. Era tarde, el panteón se estaba quedando solitario. Caminamos muy lento la vereda para ir a la salida. Y… ¿no? lo que son las cosas. Un hijo de su pinche madre, con una cubeta llena de agua le dio un santo trancazo a mi jefecita, me la botó hasta el pasto. Yo sí, le voy a ser sincero, le di sus pinches patadas al viejo ese, que ni tan siquiera se detuvo a recoger su cubeta, como ratón mojado se echo a correr. Mi jefecita se quejaba.

Tres meses duró enyesada de una pierna. Yo ya nada más me ponía abusado, no fuera que un perro me fuera a miar. Ni a la Universidad fui. Pero… Decía mi madre:

—Dios aprieta pero no estrangula —o algo así.

Fue cierto, porque yo no sé cómo pero pasé todos mis exámenes y en verdad les digo que ni le hice la barba a los maestros ni les conté mis cuitas y mucho menos les di un entre.

Bara, bara, este pantaletón.

27

La vida sigue. Las pantaletas se vendían bien, tenía mi clientela en la estación del Metro. Las señitos comían sus taquitos de guau, guau y luego pasaban a comprar pantaletas.

Al que no volvimos a ver durante un rato fue al brother. Ya era Policía Judicial Federal. A la que sí veía, si no a diario, sí con gusto era a la Magda. Y para acabarla de chingar ¿qué cree? ¡También me resultó cantante!

Cuando estábamos en su cama me cantaba esta canción:

En una noche de luna Naela lloraba ante mí.

Ella me hablaba con ternura, puso en mis labios su dulzura.

Yo le decía por qué lloraba, y ella me contestó así:

Ya me embriagué con otro hombre, ya no soy Naela para ti.

La Magda cantaba la canción mirándome a los ojos con una voz tan cachonda y adolorida, que tuve urgencia por preguntarle:

—¿Por qué te gusta esta canción?

—Imagínate, después de ponerse un buen pedo tequilero con otro cabrón, va y le pide perdón a su novio, toda cruda. ¡Eso es amor! Para que el güey entienda que las mujeres también se ponen calientes.

Desnuda me abrazó, comenzamos a bailar de a cachetito, cantándome al oído, me metía la lengua, me ponía chinita la piel, me hacía cosquillas, me mordía el cuello, yo me retorcía como si me anduviera de la pipí.

Naela, di por qué me abandonas,

tonta, si bien sabes que te quiero,

vuélvete, ya no busques otro sendero,

te perdono porque sin tu amor se me parte el corazón…

La verdad, la Magda me hacía como su muñeco, me decía ponte así y ahí estaba el güey, así, que ponte asá, y ahí estaba el güey puesto asá. Aprendí mucho con ella.

Ya cuando me iba se vistió, pero no se puso las pantaletas, me las enseñó, eran enormes, enormes, gigantes; muy bien delineadas por las curvas de sus nalgas y su marcada cintura. Orgullosa reía y las agitó como una bandera. Me las regaló:

—En los talleres de los judíos no hacen estas pantaletas, mándalas a hacer tú. Las diseñé para tu negocio. Véndelas, te va a ir mejor.

Yo las tomé, las besé ante una orgullosa Magda, las hice bolita, y me las guardé en mi pantalón, le sobé sus nalgotas y le dije:

—Las quiero mucho. Me van a dar suerte.

Ese día creí que ya nunca más me acordaría de la Chancla, pensé: «Tenía razón mi jefecito, todo es cosa de conocer otras mujeres… Y si son talla 42, mejor.» Las del 40 ya me quedaban chiquitas.

Bara, bara, muñequitas, para mejorar el sirenón, aquí están sus adorables.

28

«Aquel día en que tú te marchaste, me quedé solo y triste en el parque… me da gusto volverme a ver en tus ojos y volverte a besar. ¡Qué bueno!» Era el nuevo hit del Rigo; que anunciaba la nueva moda: Style 42.

En la calle Jesús María hay muchos talleres fabricando ropa íntima, casi todos sus dueños son mexicanos de origen judío; uno de ellos se apellida Schiller, quien más tarde será mi compadrito Salomón. Es moreno claro, narigón con ojos verdes, eso sí, es más nacional que el pulque curado de pitahaya y tan transa como un burócrata en una oficina de permisos. Es muy listo para lanzar nuevos diseños de ropa barata en los tianguis.

A él fui a proponerle la fabricación del diseño de las pantaletas style la Magda, talla 42. Él tiene fama de saber hacer negocios financiándolos.

Salomón, encantado y como el rey Salomón, me propuso su taller. Ahí cortarían y coserían las pantaletas.

El acabado fino y el pegado de las etiquetas lo harían los artesanos del pueblo de Santiago Tianguistengo, a destajo.

—¿Y qué nombre le pondremos a las pantaletas? ¡Uno llegador! —me preguntó Salomón, dando por hecho el trato a la palabra.

—¡El Sirenón! —contesté en un instante de inspiración. Salomón me miró sin dar crédito, sus ojos claros parpadeaban signos de pesos; sonrió como un Rigo Tovar sefardita y se soltó a cantar y bailar:

Cuando buceaba por el fondo del océano me enamoré de una bellísima sirena… ¡Sirenón style 42! Salomón más bien se me hacía árabe; los domingos iba a bailar al Deportivo Nader, ahí se presentaban Rigo y su grupo Costa Azul.

—Pantaletas para las mujeres llenitas: Sirenón. En las etiquetas les ponemos un colonononón de sirena.

Salomón sabía cómo y cuándo vender y todavía no le daba por llamarme: «Macs, mi compadre».

Con un apretón de manos sellamos el pacto.

No me daba cuenta cabal, pero éstos eran mis primeros pasos seguros como empresario en la economía del mercado informal; repartiríamos las pantaletas en los tianguis dominicales de la ciudad y entre semana en todos los municipios conurbados de chilangolandia.

Pero este trabajo lo veía como algo pasajero. Seguía aferrado al ideal maternal, asumiendo que mi camino se encontraba en la licenciatura en Sociología.

—De una vez, amarra la venta de pantaletas, en los tianguis, con la Chatita… ¡La hija de la Chata Aguayo!, pobre ya se le murió la Chata Grande —me saqué de onda y pregunté para reafirmar. Me lo confirmó:

—Ahorita están en el velorio, cabrón, ahí encuentras a la Chatita —Salomón habla con más groserías que su servidor. Respondí escéptico:

—No me va a hacer caso, güey.

—Cómo no, ahorita es mejor, al rato se le sube el puesto de secretaria de los comerciantes, similares y conexos de la calle de La Soledad. Es capaz de desafiliar a changarros ambulantes —me empujó.

Salí del taller y caminé por Corregidora. Toda la población del país se me vino encima. Me refiero a todos los jodidos.

A estas calles del centro de la ciudad llegaba gente de todos los estados de la república para seguir con la cadena de la economía informal: salarios miserables se compensaban con la compra de ropa de moda pirata o no facturada de empresas grandes o manufactura totalmente fuera del mercado formal, a precios de ganga.

Al llegar a la calle de Roldán, los lloros y los desmayos eran un disco rayado; una multitud consternada, de riguroso luto, se apretujaba entre sillas cerveceras y coronas de flores.

Cuando entro a la calle principal, detrás de mí se arranca un mariachi de Garibaldi. Me sentía como Jorge Negrete en Dos tipos de cuidado; la gente admirada volteó a verme, las trompetas retumbaban a mi espalda; fui directo al centro de la calle empedrada, ahí reinaba en su ataúd, colocado sobre una plataforma de madera la jefecita, la madre, la señora de los cielos, la soberana del comercio ambulante, la reina de cómo repartir mordidas para que no pegaran de gritos los inspectores de los diferentes gobiernos, de las más variadas ideologías, todos trácalas aunque dijeran que no bebían de esa agua bendita.

De los viejos edificios de tezontle y cantera los afiliados a la Asociación lanzaban pétalos de rosas, un sacerdote ceremonioso daba la bendición, los mariachis se colocaron a su alrededor; hombres de lentes oscuros y peinados grasosos daban el pésame a la Chatita, la hija, la heredera del feudo, la cacique en ciernes; uno de ellos se lanzó al ruedo con un spich neto, diciendo la grandiosa labor que por los jodidos había hecho la Chata Aguayo, su madre, la priísta de corazón, la luchadora social, la mujer moderna que supo hacerse respetar entre tanto cabrón, la que si le hubiera dado chance la vida, sería perredista por convenir a la sobrevivencia de ella y sus agremiados y si el PAN ganara el gobierno de la ciudad capital también se volvería panista y si fuera el Verde hasta se pintaría el pelo de verde. Ella era la dirigente moral de los vendedores ambulantes de la calle de La Soledad.

En ésas estaba el ritual cuando un tipo de traje amarillo y corbata rosa, con zapatos blancos y lentes oscuros se dejó caer contra el ataúd. Pommm, nada más se oyó. Comenzó a gritar como gato mojado electrocutado.

—Chata, perdóname, mujer, yo sé que fui ingrato pero aquí estoy para irnos juntos, no me avientes como unas pantaletas viejas; soy tu Chano, el jefecito de la Chatita.

El Chano era el papá de la Chatita chica. Abrió la tapa del ataúd y levantó la cabeza de la Chata. Se la comía a besos, la ensalivaba, le abría los ojos, su rostro lo restregaba contra el de ella.

Discretos los guaruras de la Chatita lo tomaron de la cabeza y como quien no quiere la cosa, le daban unos jalonzotes de cabellos, hasta que lo obligaron a berrear, y a dejar la cabecita blanca de la Chata. Ésta quedó colgando del ataúd, tenía la lengua de fuera.

El Chano fue botado en el quicio de una de las bodegas.

Lo encontré llorando a moco tendido. La Chatita chica lo abrazaba y discreta lo regañaba:

—Ya papá, no la riegue, nadie le va a creer que siente tanto dolor. Mídase, mida su dolor. Yo voy a seguir dándole su entre, pero respete a mi jefecita.

El Chano se limpiaba los mocos y se restregaba los ojos y luego las palmas de sus manos las tallaba en su pantalón de casimir, abrió un ojo inundado de llanto y con voz de fumador aferrado, suplicó a la Chatita, su hija:

—No seas mala, hija, déjame llorar mi dolor, por mi Chata; allá arriba hay un Dios y él te va a castigar si no respetas el dolor de tu progenitor.

—Respete los sentimientos de los agremiados —pidió la Chatita.

Se escuchó un murmullo y luego un rumor que se hizo un grito:

¡Llegó la carroza! ¡Háganse a un lado!

—Usted va tener lo suyo —le dijo la Chatita a su jefe, como si fuera la promesa de una cacique, de una doña.

Retiraban el féretro de la plataforma, la calle de Roldán se aglomeró para darle el adiós a la Chata Aguayo. Los ambulantes gritaban:

—¿Jefa, ahora quién nos va a defender? ¡No nos dejes!

La Chatita, ya actuaba como cacique. Me vio:

—¿Tú qué quieres?

—Vengo de parte de Salomón, el de la calle de Jesús María, vamos sacar una nueva línea de pantaletas.

La Chatita con ojo clínico me analizó, volteó a ver cómo se llevaban el féretro, me agarró de la mano, la gente era un mar embravecido, me susurró:

—Dile a Salo que con él siempre hay negocio, nada más que no se haga. Así se lo dices —vio al Chano, que seguía sonándose la nariz, se paró en la puerta y me dijo:

—¿Qué línea de pantaletas van a vender?

—Pura talla 42.

—¿Ya las bautizaron?

—Sirenón Style 42.

—¿El Sirenón? Suena bien el nombrecito —sonrió y se fue.

La Chatita tendría como unos veintiocho años y por lo que se veía de espaldas también era talla 42.

De pronto, el cielo se puso pardo, sopló un viento agrio, el piso silencioso se movió. Temblaba la tierra. Hasta el Chano compuso la figura y se puso debajo del arco de la puerta; la construcción crujía silenciosa, el féretro comenzó a resbalar entre la multitud, la gente gritaba y rezaba, el féretro en manos de la gente era un barquito zangoloteado en un mar picado.

—¡No la dejen caer! Dios Santo, Ave María sin pecado concebida.

El piso se comenzó a mojar, primero como si estuviera chispeando y luego a cántaros, el ataúd se iba resbalando entre las cabezas de la gente y, de manera milagrosa, solito llegó al interior de la carroza.

Todos se hincaron y persignaron. La gente empapada lloraba, por fin, los «ayes», se sentían netos:

Jefecita, ¿por qué nos abandonas? Jefecita, Dios te reciba en su Santa Gloria.

Fue cuando el Chano se dio un santo madrazo contra el pavimento. Me hizo saltar, creí que me salpicaba la sangre de su cabeza. Se oyó meco y seco, pero no tenía nada el güey.

—Joven —me dijo una vocecita— déle a oler la cebolla.

Lo hice como lo hubiera hecho mi jefe: se la restregaba entre hocico y nariz. El Chano se quedó quieto queriendo guacarear; guacareó, terminó y limpiándose la baba con la manga de su saco, me reclamó muy serio:

—Ya, bájale a tu entusiasmo, mi buen, voy a vomitar otra vez.

Miré los pétalos del suelo, las sillas de lámina arrumbadas, la vieja calle de Roldán lodosa, estaba meditabunda como en tiempos del tezontle y la cantera; los tiempos de la Llorona: «Ay mis hijos».

Bara, bara, marchantita, para apantallar a su viejo, pantaletas a su medida.

29

A veces el amor nos hace cometer cada pendejada, que cuando se cuenta, a uno no le queda sino aguantar la risa, de la pura pena.

La vida no se detiene. Mi mamacita ya caminaba y trataba de conformarse, atendía el puesto de las pantaletas mientras yo iba a la Universidad. Le platiqué mi pacto para fabricarlas en sociedad con Salomón. Se rio de buena gana, y preguntó:

—Ya registraste tu idea.

—No, jefecita, el Salomón no es transa, es cuate; además, va a poner el dinero.

Se conformó. Qué feo es eso de no tener certezas: no sé si a mi jefecito se lo echaron o algo le pasó y anda por ahí sufriendo.

Mi viejo, que en paz descanse, realmente no era grande, todavía hubiera podido dar mucho de sí, es más, sentí que por eso andaba deprimido: se descubrió vigoroso, con un mundo por delante y una vida de atrás que no le satisfacía.

Sentía haber perdido todos estos años. Vi esa sensación en sus ojos, su deseo de que yo no cayera en esa trampa.

Realicé un sondeó del gusto femenino por las pantaletas «Sirenón Style 42» en la Universidad. Primero en el patio de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, y después en el corredor de la iniciativa privada, atrás de Odontología, por el Metro Copilco.

Muy discreto, al lado de un puesto de libros puse mis pantaletas como banderolas universitarias, colgué varias en las ramas de un árbol; enfrente había un puesto de playeras con imágenes del Che Guevara y John Lennon; en el changarro siguiente vendían tacos de cochinita pibil y panuchos.

Las pantaletas para las mujeres gordotas tenían magia, nacieron con buena estrella. Poco a poco como las abejas al panal, la mujercitas recatadas comenzaron a querer su probadita. Algunas chavas hasta me las pidieron con un corazoncito estampado en el frente y otras más aferradas con la lengua de Mick Jagger.

Pensé en abrir una línea de complacencias y comprar una maquina para imprimir calcomanías. La inspiración del emprendedor se me fue. Qué cree, rumbo al Metro Copilco ¡que veo unas señoras nalgas!, a ojo de buen cubero, casi talla 42, escandalosamente retacadas en unos pantalones de mezclilla y sostenidas por unos enormes zapatos de plataforma. Me quedé pendejo, y más cuando las olí, de inmediato me dije, ese aroma lo conozco, cuando la chaparrita volteó, ¿quién cree que era?

¡La Chancla! ¡La Chancla! ¡Era la Chancla! ¡La Chancla disfrazada de estudiante de Ciencias y Técnicas de la Comunicación! Caminaba con un güey muy trajeado, chaparro, gordo, calvo, de lentes y barbón, iba muy colgada de su brazo. Pensé:

«Ésta es capaz de andar estudiando la Licenciatura en los Mass Media.»

Qui’hubo, Macs. ¿Que ahora vendes pantaletas? —me lo dijo con tal ternura, que cualquier objeción o coraje se desvanecía ante tanto interés. Mira, Macs, te presento al Maestro Aguilar, Enrique Aguilar, es escritor, me da clases sobre el arte narrativo de Gustavo Sainz, el humor en los libros de Gabriel Careaga y los caminos secretos en la poesía del doctor Nandino —yo quería detener su catarata verbal pero siguió poseída por el anuario de Bellas Artes—: Dice que me va a echar la mano, conoce de atrás tiempo al emérito maestro Salvador Mendiola, generación 50's, autor de: «Abre la boca, cierra los ojos y saca la lengua». Era la novela que nos recetó el maestro Vacunin —yo nada más le veía el culo sin poner objeciones a sus preferencias literarias. Al levantar la vista choqué con la mirada babeante del profe Aguilar, mirada que nada más calculaba el peso de sus cosotas. La Chancla seguía hablando—: El maestro me va a ayudar en mi tesis sobre estas obras de «la generación de las islas».

—¿Entonces ahora qué estás estudiando? —le pregunté.

—¿Yo? Yo quiero ser periodista, como Lolita Ayala.

Aguilar se mesó las barbas y calificándole sus poderosas razones, no dijo que no. Más bien se afirmó; porque el maestrito ese la agarró por la cintura. Yo pregunté nada más por joder; no que estuviera celoso:

—¡Pero, Chanclita, si ni siquiera has terminado el Bachillerato! ¿O sí?

—Ay qué menso eres, Macs —me dijo con cara de aburrimiento. Al instante pensé: «Ya la cagué». Desde mis atavismos se asomaba el Homus Mensus, y para regarla más, le pregunté:

—¿Has estado estudiando, aquí?

El profe Aguilar, con prepotencia de sabihondo, sonrió; sacándose un moco de la nariz y, luego, haciendo con los dedos palanca lo botó.

La Chancla, se notaba, me tenía ley. Alegre me preguntó:

—¡Sí Macs! ¿Y tú estás en sociología? ¿Ya te vas a recibir?

—Sí —yo como pavorreal que se aburría con la luz de la tarde, contesté fervoroso—: ¡el año que viene, Dios mediante, termino!

—¿Y en qué vas a trabajar? —me agarró tragando camote el profe Aguilar porque aunque yo sabía que tenía que trabajar, no me había puesto a pensar en eso. Titubeé pero acerté a decir:

—En el INEGI.

—¡Estarás muy palanca para que te contraten! —contestó el pinche maestro. Fue como si me hubiera echado la salación. Si lo volviera a ver, lo agarraría de los güevos y lo colgaría en el pórtico de la Secretaría del Trabajo. No le contesté.

La Chancla como llegó se fue con su Teacher. Quién sabe cómo le hizo para inscribirse en la Facultad. Pensé que el profesor se la quería comer. ¿O se la comió? Me conformé. Al menos se veía que la Chancla tomaba cursos intensivos particulares. O quién quita y estaba inscrita en el Sistema de Enseñanza Abierta.

Cuando recordaba a la Chancla, una imagen llegaba a mi memoria; la veía con las piernas alzadas y abiertas. ¿Querrá decir algo?

Lo que sí me dio gusto fue sentir que mi corazoncito no latió como antes. Eso sí, se me antojó estar con ella; para ostentar lo aprendido con la Magda y certificar si ella ya era talla 42.

Bara, bara, señorita, pantaletas con corazoncitos, baratitas.

30

El amor permanece porque los recuerdos no se van, ¿verdad, Güemes? Aunque puede ser que a los enamorados no les da la gana correrlos porque muy en el fondo quieren seguir haciéndose pendejos solos. ¿Cómo explicárselo?

Un año había pasado y no sabíamos nada del viejo, bueno, casi nada.

Un domingo desperté con la iniciativa personal muy afilada; fui al tianguis de la colonia San Felipe, en el norte de la ciudad, a un costado del Canal del Desagüe. Cincuenta mil cabrones comerciantes callejeros por sus güevos y por su necesidad se aposentaban en tierra de nadie.

Éstas eran las tierras de los Freeman, los amorosos de la libre empresa, los fans de don Milton y doña Rose, empresarios con hondas raíces ancestrales; éste era un verdadero tianguis tlatelolca.

Aquí se venden desde autos hasta peines.

En este coto el Tlatoani era la Tlatoni, conocida en el mundo de la ganga y el cambalache por el aristocrático sinónimo de la Marrana. Quieren decir: la fregona, la jefa, la que le quita las pulgas al zorro. Llegué a parlamentar con ella:

—Un millar de pantaletas como éstas; a pagar un domingo sí y uno no… —le propuse la transa mostrándole unas pantaletas.

—¿A la palabra? —con suavidad reviró Su Majestad del barrio la Marranera, allá en Iztacalco. Revisaba la prenda íntima con sabiduría comercial, la olió.

—A la palabra o te me vas a la chingada.

Aquí la palabra tenía el valor del chile, un peso específico, aquél que falla se le seca la labia y le arde la coliflor.

La Marrana escupió su regordeta manopla y la chocó contra la mía haciendo: ¡Plas!

Después de hacer el trato dejé a la Marrana. Recorrí una por una las treinta calles de comercio al sol hasta llegar a la sombra del Canal del Desagüe.

Olía de la rechingada. El caudal acuoso era espeso; sobre la ribera, tendidos, había algunos comerciantes vendiendo refacciones de autos robados; hombres viejos, huesudos, reumáticos, tiznados de la frente a los pies. Sus ropas raídas eran banderolas de mil batallas y sus manos temblorosas eran garruchas exactas para contener las anforitas de tequila blanco; con el tenue sol de la mañana se calentaban entre buche y buche; de un viejo tocadiscos brotaba la voz de Frank Sinatra cantando: «New York, New York…» Un hombre negro, correoso, delgado como una tripa, montado en una bicicleta daba vueltas en ella al ritmo de la música. Los otros le echaban gritos para que la hiciera bailar. El negro se emocionó tanto que me atropelló. Me dijo:

—Fíjate, güey, por dónde caminas, vas dormido o qué… —ese «qué» se quedó en suspenso porque pelando sus ojotes, tocó mi cara con sus dedos de uñas largas y renegridas. Gritos a lo lejos se oían:

—Negro cambujo, te gustó el joven, quieres que te persiga las lombrices…

—Bésalo…

—O qué, lo quieres hipnotizar…

El negro me ayudó a levantarme y sin dejar de mirarme se echó para atrás; seguían los gritos cábulas:

—Qué, te espantó su garrote…

—Negro oscuro, no le saque…

Hubo algo en él o fue la intuición… Lo perseguí.

Se escudó en su mercancía, la tendía en una manta en el suelo; eran espejos de autos, manijas, tornillos, resortes, bombas viejas de gasolina, tapones y cartuchos pasados de música pasada de moda y cabezas de muñecas y puras cabecitas de muñecas Barbie, estaban pelonas.

Al verme, recogió las cabecitas y se persignó. Las risotadas de otros comerciantes se volvían burlas:

Negro, andas de nuevo con el vudú. ¿Fumaste de la Golden, verdad? Bien sabes que te pone como Torombolo. ¿Para que le muerdes el rabo al diablo?

¿Por qué lo miraba? No lo sé.

—Déjelo, joven, está loquito el negrito, es bien marihuano. Le encanta el epazote fumado —una voz de mujer anciana con prudencia me decía—: Aquí en el canal todos los días se pone a vender cosas que ni sirven, cosas que trae el agua del canal.

El negro me sacó la lengua. Y con la mano me hizo la seña de «cuernos».

Me regresé al tianguis de la San Felipe.

Me detuve en un puesto de enchiladas, pedí una plato y una cerveza, iba a la mitad de las enchiladas cuando sobre ellas aventaron una credencial del PRI.

El negro se echó a correr como si fuera un mono. No lo seguí. La gente se reía. Tomé la credencial, le limpié el mole de las enchiladas y descubrí la foto de mi jefecito. ¡Se parecía a mí!

Era su credencial como miembro del PRI. Corrí para buscar al negro.

El negro saltaba como chimpancé por la ribera del canal. Yo no sé cómo le hizo, pero caminó como Cristo sobre el agua. A la mitad del caudal de agua cochina se hundió y con brazadas extensas y fuertes en un dos por tres alcanzó la otra orilla. Como perro mojado se sacudió el agua. La gente aplaudió, celebró su hazaña. Sentí que a quien perseguía era, en verdad, un chango marango. Un torrente de sensaciones me ahogaba…

Vi de nuevo la credencial con el escudo del PRI, la foto era de mi padre, el nombre escrito era de mi padre. A güevo que era mi padre.

El agua espesa del Canal corría con fuerza, quise ver a través de ella el fondo, el plas, plas del sonido de la corriente me adormecía, me senté a oler. Así se me hizo tarde hasta que llegó junto a mí la Marrana.

—¿Qué te pasa, Maciosare? —yo le enseñé la credencial.

Jijos… ¿Quién es?

—Mi jefecito, que se murió.

—¿Dónde la encontraste?

—Me la dio el negro marango.

—Qué gacho. Que Dios lo tenga a su lado.

Pinche Marrana, no se daba cuenta. Una ilusión me era arrebatada como diciendo: ¡Matanga dijo la changa! Yo cedí de dientes para afuera:

Se me hace que se lo echaron y lo tiraron al canal —señalé la corriente.

Todos los presentes se hincaron, se pusieron a rezar; el olor del canal se hizo más intenso, entraba por las narices y se hacía remolino en la garganta; daban ganas de guacarear, todos rezaban rapidito, se levantaron como si les anduviera de las aguas. Como si fueran un río de agua bendita los feligreses se acercaron a la orilla: vomitaron a la de tres.

Yo de plano ahí mismo devolví las enchiladas.

La Marrana me abrazó y con su fuerza a todo lo que da, me levantó, caminamos con cuidado por el piso lodoso; de repente, nuestros cuerpos se deslizaban imperceptibles mientras nos limpiábamos la baba de la boca; como estatuas de sal se detuvieron nuestros cuerpos, mostrando ante las aguas espesas y agitadas nuestra fragilidad.

La Gorda era un ser pleno en estas tierras; no daba ni pedía cuartel a sus huestes:

Deja que descanse el animal, mi Macs. Cuidado que está resbaloso, si no aquí nos damos en toda la feis. ¿Oyes, y si tu jefecito echó la credencial al río?

—No mames, Marrana, mi jefe, no era de los que se rajaban —le contesté al llegue.

—Oh, yo nomás decía, ya ves que luego hay güey es que se van a comprar cigarros y ya no regresan al hogar, se hacen los occisos.

—Te digo una cosa, y no es que sea grosero, Marranita, pero nunca he visto a alguien querer tanto a su vieja como mi jefecito.

—Bueno, Macs, no cierres los ojos, la neta, y tú lo sabes, hay cada cabrón que se corta la coleta antes de terminar la faena. Fíjate, a mi hija, la Cochinita, el papá de sus hijos, cuando les llegó el tercero en la frente, le dijo a la Cochi: «No me tardo vieja, voy a comprar unas coca colas y unas papas fritas», y el güey, ya no regresó, y eso que apenas iba a cumplir sus cuarenta años. Imagínate, ya el tercer chilpayate va a cumplir los diez años, y ni sus luces. Otros lo han visto al güey al otro lado del canal. Yo creo, ha de decir: «De maje regreso». ¿No será así tu padre? No te ofendas, pero cabe la posibilidad, Macs.

Me reía con tristeza de las conjeturas de la Marrana. Detuvo su camioneta, una pick up; me dejó en la parada del microbús.

Cuando me senté del lado de la ventanilla, el chofer hizo mala cara.

La idea o el deseo de creer el cuento de la Marrana me seguía; me daría tanto gusto saber que mi jefe se la anda cotorreando, que anda con otra vieja y que se pone sus buenos pedos y trabaja para él, para darse sus gustos, y que si se fue, fue porque estaba hasta la madre de cómo había vivido hasta ahora. Hasta hubiera exclamado, pinche viejo tan chingón nos la hizo como todo un gran cabrón. Ojalá y hubiera sido así, jefecito. Tiré su credencial del PRI a una coladera.

Bara, bara, diputada, pantaletitas para las curules extragrandes. Style 42, baratitas.

31

En el amor, cuando es amor, ay cómo la riega uno. Le dan, le dan a uno y ahí está uno como si le dieran toloache. Amensa corazones.

Mi jefecita siempre con esa sonrisa benévola era mi inspiración en las duras pruebas de la vida.

El día de mi examen profesional, mi mamacita, como una flor en el pantano, dominaba el auditorio; la veía solidaria solitaria, mi mente se estrujaba esbozando mi saber. Ella muy quietecita rezaba y rezaba con un discreto rosario de madera. Yo de repente, me atoraba pero lograba hilar mis argumentaciones; cuando de plano me quedaba mudo ella me impulsaba a puro golpe de pecho con el crucifijo. Los sinodales pensaban que era un acto conceptual acerca de la guadalupanización de la sociología del perdedor como un método catártico para alcanzar el triunfo.

De repente, un maestro chaparrito, morenito, de escaso pelo, lacio y negro, que le caía sobre las orejas como aguaceros de mayo, como un Juan Diego docto, dio por terminado el examen proponiendo mención honorífica a mi tesis:

LA INTERTESTICULARIDAD DEL DISCURSO DEL MÉTODO

Como herramienta intelectual para penetrar a profundidad en el conocimiento del sujeto cultural de Santiago el Chico.

Mi madre en ese instante revelador alzó sus brazos en cruz y dio gracias al creador.

Con todo esto quiero decir que en mi Alma Mater reconocieron la ley del camote del oriundo de las estepas del reino de Chilelandia.

Y más, cómo argumenté en favor de la identidad cultural del albur citando a Augusto Comte:

El método no es susceptible de ser estudiado separadamente de las investigaciones en que se emplea porque se embarca el sujeto social, o por lo menos sexualmente de rozón está muerto cadáver, incapaz de fecundar el espíritu con que se lo ejecutan.

Así, todo lo que pueda decirse es susceptible de ensartarse en la suerte verbal, y más cuando se encara abstractamente, pues se reduce peligrosamente a generalidades tan vagas como peligrosas el albur, teniendo en sí una fuerte penetración en el régimen intelectual.

El maestro Bourdieu se fue de nalgas y sólo acertó a exponer:

—Nada habría que agregar a este texto, cuya profundidad, que al negarse a disociar el método abierto de la práctica de la investigación de campo, ha dado entrada para rechazar la penetración de todo discurso del método; ¡ojo!; dando un punzante discurso acerca del no método ante la ausencia de una opción alburera válida. Ergo cogito.

O lo que es lo mismo, se les hacía chiquito a los catedráticos el camino del curriculum.

Cuando le entregué el título a mi jefecita, exclamó iluminada:

—Por fin, hijito. Por fin… da gracias a santa Epistemología. Ay no, no, hijo, nosotros firmes con la Virgencita de Guadalupe… ¡Gracias madre de Dios!

Ya comenzaba a elevarse de nuevo mi jefecita cuando la jalé de la bastilla de su vestido y la aterricé:

¡No vamos a ir de rodillas…! —cuando escuchó mi retobo sus ojos, como dos cántaros, se vaciaban.

Y ni pedo…

Ahí estábamos, ante la morenita del Tepeyac, ella, la Virgencita con sus manos juntitas, parecía decirme:

Vientos huracanados, Maciosare, cumpliste como los buenos —casi casi me sentía Juan Diego.

Sí Virgencita. No le fallé a mi jefecita, por eso te vengo a dar las gracias… —con fervor atávico recogí mi barbilla sobre mi pecho y sentí el aroma de las rosas del Tepeyac, era como si me las estuviera ofreciendo mi Lupita, la Guadalupana.

Cuando salimos a la plaza de Juan Pablo, bajo la sombra de la estatuota del papa, mi madre persignándose me dijo de corridito:

—Y ahora, a trabajar, mi muchacho. Con la bendición de la Guadalupana vas a ver cómo te va a ir mejor. Ahora sí, ya no vas a sufrir por la lluvia, los rayos del sol, el frío, el aire o los granaderos. La calle va a quedar atrás, ya no venderás tacos, ni pantaletas; ese negocio déjaselo al señor Salomón.

Ahora tienes que buscar un buen trabajo donde ganes harto dinero y andes de traje y corbata y tengas tu oficina y tu secretaria y una buena mujer por esposa. Porque ahora sí ya debes de ir pensando en casarte y tener tus hijos, ya eres un hombre de bien —había acabado su discurso de bienvenida a un profesionista.

Parece que la Guadalupana no le cumplió su deseo a mi jefecita porque ¿qué cree? Nunca supe cómo nos cayó el chahuistle de nuez; mi karma oaxaqueño ahí estaba.

En medio de la enorme plaza de la Basílica, rodeados por las palomitas que volaban y aterrizaban a su alrededor, confundiéndose con los danzantes, estaba la santísima Trinidad de mi destino:

¡Dios suegro, Dios suegra y la Chanclita! Ella iba esplendorosa, en sus brazos cargaba un enorme ramos de rosas rojas.

¡Felicidades, hijo! ¿Cómo eres, por qué no nos avisaste que te ibas a recibir? ¿Qué te hemos hecho?

Con el modo ranchero más amable de que era capaz mi suegro, me abrazó, me besó; abrazó a mi madre, la besó; me dio un santo manazo en mi espalda quesque de cuates. Todavía en la noche me ardía la piel.

¡Perfecto, Macs! La hiciste, te recibiste y ahora nos vamos a comer una barbacoa. Mi papá nos la va a disparar.

Era la vocecita de una Chanclita toda ternura, hasta la sentí enamorada; me besó, me abrazó, se rio conmigo, me agarró mis manos, era un mar de amor asaltando las profundidades de mi ser.

Algo así como que nada más me decía «corazón» y me derretía como manteca de cerdo.

Para qué negarlo, la abracé, la besé, tuve su cuerpo en mí cuerpo. Mi mamá no le hizo el feo. La Chancla, muy lista, la abrazó y la encaminó al amplio auto del suegro. Mi mamacita lloraba, parecía que de felicidad:

—Vamos, hijo, hay que celebrar —me dijo mi madrecita santa y susurrando a mi oído agregó—: Pero no la vayas a regar.

La verdad, si usted ha gozado el amor, contenga su condenada crítica y compréndame.

¡La cagué! Lo acepto. Yo solito la cagué y no me limpié.

Yo como los caballos de carreras, iba con la vista fija en la meta. El pensamiento obsesivo era mi carrera profesional y perdí de vista el bisnes.

Y ahí tiene que me le paro enfrente a Salomón, y le digo con harta decisión que el trato de las pantaletas «Sirenón» valía gorro. ¡Ni chance le di de respirar, lo dejé pendejo ante semejante babosada!

Se me quedó viendo horrorizado. Lo peor de todo es que lo decía con un inmenso orgullo:

Me voy a trabajar de sociólogo. Ya llegó el tiempo de sacarle provecho al título —el güey me miraba con la boca abierta y la baba que como cuerda de yo-yo le subía y le bajaba.

(Yo no sabía ese día sino hasta ahora que Salomón había estudiado diseño en la Universidad Anáhuac. Trabajó un tiempo en una compañía, pero no ganaba lo que gana vendiendo ropa en sus tiendas y sus bisnes en los tianguis. Eso sí, su educación lo ayudaba para saber aprovechar la creatividad de los otros.)

Y seguí con mi nata escurriendo de mi bocota.

—Te dejo el negocio de las pantaletas. Yo ya me decidí: ¡Voy a casarme!

Al más puro estilo chilango, Salomón me dijo:

No mames, güey. ¿De cuál fumaste?

Impactado mi compadrito ante tanta fuerza de decisión, todavía, en buen plan, quiso hacerme recapacitar, sacó una banderita mexicana de papel y, con el saludo militar, comenzó a cantar: Mexicanos al grito de guerra… el acero al prestar el bridón y retiemble en su centro la tierra, al sonoro rugir el cañón… Más-s-osare un extraño enemigo profanar con su planta tu cielo, un soldado en cada hijo. Y ni así recapacité, me fui con el sonoro rugir del cañón.

—Sí… Salo, es derecha la flecha…

—Y con quién…

Con la Chancla, ya regresó.

—¡Ay güey! ¿Y volverá a irse?

—Nooo’mbre, ya maduró.

—¿Estás seguro? —insistió solidario. Aunque, lo que sea de cada quien, Salo dijo que «El que por su gusto muere, muere a gusto del susto».

—Socio, ahorita no tengo dinero, me agarras ahorcado, porque ya ves que invertí para aumentar la producción de las pantaletas, pero de cuates te voy a dar unos abonitos de retirada —sus ojos comenzaron a sonar como caja registradora. Es más, te compro el puesto…

Yo pendejo pero abusado a la hora buena pensé en mi jefecita:

—No, compadre, es de mi jefecita…

Okey —Salo se conmovió, me dijo y lo cumplió—: Yo soy el padrino de la boda. Pongo el vestido de novia.

—Con una condición, mi Salo…

—Cuál, Macs.

—Que seas el padrino de mi primer beibi.

—Está bien.

Me dije: Perfecto. Tengo quién responda por el futuro del vástago.

La reverenda cagada estaba consumada. Me cai que si hubiera habido Pepto Bismol ni con eso dejo de cagarla.

Pero yo no me di cuenta de la regada hasta que fui a pedir trabajo como sociólogo.

Bara, bara, comadrita, pantaletitas para su bizcochito bien bonito, baratitas.

32

Lo más gacho de los amores a destiempo es el cortón y el desengaño que viene de atrás tiempo.

¿A dónde cree que fui a pedir trabajo? ¡Al gobierno!

Y no fue fácil; pasaron un montón de meses antes de que consiguiera una plaza de investigador abonero en el Museo Nacional de Culturas Populares.

Eso no fue lo menos peor.

Lo más gacho era darme cuenta que ganaba la cuarta parte de lo que sacaba vendiendo pantaletas en la calle.

Ante tan magro salario me calenté como granizo y me derretí en un viejo sillón burocrático, porque son unas chinguitas eso de estar sentado sin hacer nada; me entraba una desesperación en las nalgas por salir corriendo del mentado museo que nada más uno se está rasque y rasque el cicirisco.

En esa época había un mono que le decían el Chiquitín, doctor en antropología social, quesque andaba haciendo un trabajo de campo con las inditas de La Merced; eso, sin contar los arrempujones que les daba a las más bonitas.

Por el resultado de esos trabajos concibió una exposición con sus objetos culturales: las indígenas, a quienes con ingenio les puso un apodo muy pegador en los mass media: ¡Marías!

Para esto debo decir que en ese Museo todos eran unas luminarias académicas. El señor director tema un doctorado por su estudio psicocultural «sobre el impacto mental en el abdomen del individuo ante el consumo cotidiano de la torta guajolota». Esas tortotas con un tamal adentro que venden a las salidas del Metro.

La receta fue recolectada por mi humilde persona en la estación de autobuses de la vía Tapo:

—Un bolillo calientito lo abre y, sin quitarle el migajón al pan, mete a todo lo que da un tamal.

Los sujetos culturales acostumbran, en las mañanitas, empujárselo con un vaso repleto de atole blanco, hirviendo; el COI prohíbe su uso a pesar de ser un esteroide anabólico natural.

El señor director, con esa fina sensibilidad que lo caracteriza, dejó que le prendiera la idea del Chiquitín.

La exposición llevó por título:

«Mole Doña María: Una retrospectiva a quinientos años de la migración mazahua a la urbe con todo y guajolotes».

Los creativos de la museografía calentaron motores: imaginaron puestos de tianguis en la sala Bonfil Bataglia. Querían traerse a dos que tres mazahuitas vendedoras de sopes y quesadillas para que el día de la inauguración se pusieran a vender sus garnachas.

La socióloga y subdirectora del Museo ideó un juego interactivo donde se lanzaban naranjazos al rostro del visitante que pedía ser retratado con vestimenta mazahua. El juego se llamaba: «¡Para que veas lo que se siente!».

El día de la inauguración fue la sala que más éxito tuvo entre los visitantes barbones y las mujeres ataviadas con ropa hindú.

Eso sí, aquello terminó con una reverenda borrachera a la salud de los jodidos.

Un doctor firmaba con su chis la pared principal. Cuando salí del Museo esa noche me creí un Ernesto Chic Guevara cualquiera.

Pero al otro día la cruda existencial se me atravesó.

Dos meses trabajando y no me habían pagado.

Con eso de que mi compadrito Salomón iba ser el padrino de la boda me había relajado. Sólo mi jefecita no se confió. Mientras dizque me iba a trabajar de sociólogo al Museo, ella se ponía a vender pantaletas.

—Hay, hijito, no es por reclamarte, pero se me hace que en el Museo te están haciendo menso, yo creo que si sigues ahí no te vas a hacer rico. Por qué no mejor buscas trabajo en otra parte. Dicen que en el Banco de México pagan retebien y los pensionan muy jóvenes; con harto dinero.

—¡No te creo! Si dicen los del museo que los sueldos están muy jodidos en todo el gobierno.

—No, mi hijo, salió en las noticias. En el Banco de México a los señores Ministros los pensionan a los cuarenta años y les pagan mucho dinero en su jubilación.

Pero ése ha de ser recomendado. No creo que a mí me den un hueso así.

—Ve, hijo, quien quita y rogándole a la Virgencita de Guadalupe y encendiéndole una veladora a san Juditas Tadeo, se nos haga.

—Jefecita, yo la veo muy pelona. Pero para que vea, voy a ir al Banco de México para pedir trabajo.

Fue una promesa guadalupana. Y cumplí. Fui al Banco de México a pedir trabajo de sociólogo. La Chanclita ya le había puesto fecha a la boda.

Bara, bara, madame, a su pura medida y no paga en dólares. Baratitas.

33

La realidad le muestra a uno la ingrata luz del día. Esos amores no eran para mí. Una pinche vieja muy perfumada, Mademoiselle Georgette Castaneira, me preguntó, si sabía hablar inglés.

Le dije la verdad, ni modo de mentirle. ¿Qué le decía? ¿Que nada más sabía lo que me habían enseñado en las escuelas públicas? Ay am. Yur ar. Ay guant yu o Fock yu.

Hice el culo chiquito temiendo que se me cayera el techo del edificio del Banco de México y le dije:

—No.

Georgette apanicada se tapó la nariz con los dedos y mandó llamar a un policía para que me sacaran; y me salí sin que san Juditas me cumpliera el milagro.

—¡Puras vergüenzas, jefecita, no, ni madre, no vuelvo a ir a un lugar así; esos güeyes viven en otro país, lo miran a uno como si los fuera a secuestrar; como si uno anduviera oliendo a caca y ellos a chis francesa! La verdad, me guacarié a la entrada del edifico, de pura bilis.

—Ay mi hijito, ¿no se apagaría la vela del san Juditas? —ahí estaba mi madre todavía con su fe intacta. ¿Y ahora qué vas a hacer? La próxima semana te casas. Ni tan siquiera tienes en dónde vivir.

Ese día ya no fui a trabajar al Museo de Culturas Populares y dejé a mi mamacita con sus palabras rebotando en el cuarto.

Me largué a viajar en Metro.

Anduve como un pendejo viajando primero por la línea uno, viendo a la gente cómo subía y cómo bajaba del convoy; me entretema en verles las nucas, tratando de meterme en sus cabezas para saber qué pensaban, cómo vivían; sobre todo quería saber cómo le habían hecho para vivir, porque se veían bien, a no ser que como decía mi jefecito: caras vemos, corazones no sabemos. Pues porque está cabrón vivir. Tenía veinticinco años y estaba hecho un reverendo camote existencial. Me pesaba la ausencia del jefe.

Me bajé de la línea uno y pasé a la dos. Como quien se rasca primero las pelotas a través de la bolsa derecha y luego por la izquierda. Me senté detrás de un viejito ciego, rumiaba; yo le veía fijamente sus orejas, quería colarme en sus pensamientos, cómo le había hecho para aguantar tantos años, se veía jodido pero sonreía, o ¿no sonreía? Traté de rascar con mi mente su mente, cómo podía tener esa cara tan risueña a esa edad. Y esa señora riéndose con el señor que la acompaña, se veían sin pedos. Fue cuando me di cuenta de la masturbada existencial en que andaba:

—¡Chale… ando chaqueto! —externé mi pensamiento y, como si me hubieran dado una descarga eléctrica en el culo, me levanté, bajé y transbordé a la línea tres.

¡No lo hubiera hecho! Chingaderas que le hacen al corazón. Y es que cuando le toca a uno bailar con el son de la Negra, ni aunque toquen hip hop deja de sonar a son.

El tren estaba parado, bajaba gente, yo la miraba. Llegó el convoy que iba en sentido contrario. Mi corazón se frunció cuando descubrí a la Chancla. Estaba en uno de los carros; iba agarrada del tubo, platicaba con un cuate trajeado, se veía que eran cuates; me entró la duda, el saque de onda. ¿Y qué tal si este güey le anda correteando las lombrices a mi Chanclita?

Con ansiedad quise bajar del convoy para cruzarme al otro andén. El convoy avanzó. Dudé, me controlé: «tranquilo», y qué tal si no son nada. En la lejanía la Chancla se reía y miraba los ojos del hombre; tal vez sólo eran cuates. El convoy me metió en la oscuridad del túnel.

Me bajé de esa línea y subí a la cuatro: Viendo a los estudiantes enamorados me pregunté si estaba preparado para casarme con la Chancla.

No se vaya a reír, las cosas se ven fáciles cuando uno no está enamorado.

En esos momentos, como si un fierro candente penetrara en carne viva, acepté que todos estos años la Chancla me había traído de nalgas; estaba consciente: la quería más que a mi vida. Lloré.

Un pinche escuincle, de ésos que andan en el Metro, que no tienen padres, y andan hasta la madre de droga, me dijo, contundente:

—Vooy, carnal, tan grandote y tan chillón.

Yo sí que le suelto una patada y un coscorrón al chiquillo. El chiquillo se espantó. Yo bajé del convoy.

Bajé del Metro y fui a ver mi puesto de pantaletas.

Ya era tarde pero mi jefecita seguía vendiendo.

Abracé a mi mamacita con todo mi cariño, le besé su carita:

—¡Perdóneme, jefecita!

Angustiada me acariciaba, sonreía para tranquilizarme.

—¿De qué, mi hijito…? —toda extrañada dejó las pantaletas.

—Jefecita, no la vuelvo a dejar con la palabra en la boca.

—Yo te entiendo, andas preocupado.

No la veo llegar. No creo tener un buen trabajo de sociólogo. Aquí en la calle ganó más. Y no le veo la cara a ninguna vieja mamona del gobierno.

—Ya, mi hijo, olvídalo.

—¿Cómo? Pinche vieja mamona me hirió en mis flaquezas.

Vino tu hermano, quién sabe que le picó. Me dio dinero, ¿tú crees?

—Vea jefa, ése no estudió y le va bien, hasta un rancho tiene.

—Lo que me dio te puede servir para rentar un cuarto para ti y tu esposa.

—No, jefecita, ese dinero es de usted…

—No, es tu regalo de bodas. El Matemático me dijo que en la colonia Guerrero rentan un cuarto con su cocina y su baño.

Madre sólo hay una; la de uno, ahí estaba esa mujer cuarentona, todavía con mucha vida, sin doblarse ante tanto chingadazo. Sentí vergüenza de que en el Metro se me haya fruncido el culo.

Fui a hacer el trato de la vivienda.

(Lo que son las cosas: al Matemático le debo tener casa propia. Con los terremotos del 85, quedó afecta la vecindad. El gobierno nos construyó o reconstruyó los edificios con dinero de unos religiosos, Cáritas, creo se llaman.)

Pasé a Garibaldi con la Magda, tenía algo que decirle.

De frente, como hubiera hecho mi padre, le dije a la Magda que me iba a casar:

—Está bien Macs, contra el enculamiento no hay nalga, brujo, psiquiatra, santo o astrólogo que valga.

Eso me gustaba mucho de la Magda. Todavía quise seguir pegando mi chicle:

—¿Te podré seguir viendo, Magda?

Ella se echó a reír, sus tetas enormes se untaron a mi cara.

—Maciosare, no cambies pase lo que te pase. Prométemelo.

Se lo prometí sin entender bien a bien qué quería ella que yo no cambiara.

Me acuerdo y me veo. No lo cumplí porque la vida sigue su rumbo y uno quiera o no los chingadazos te van moldeando para sobrevivir. ¡Pobre Magda!

Me duele mucho que la hayan matado… ¡Y de esa manera!

Bara, bara, morenita, pantaletitas para los culitos queridos, baratitas las pantaletitas.

34

La Magda todavía fue a mi boda, aunque le sacó un pedote a mi suegro. Brindamos y la Chancla se puso celosa y mi madrecita fue su amiga esa tarde.

Fue una boda en grande: mariachis, conjunto tropical, ron, brandy, güisqui, tequila, barbacoa, mixiotes, pollo en mole, arroz con chícharos y un chingo de gorrones, bueno, hasta mi hermano llegó disfrazado de norteño, con todo y botas, y su nueva esposa, una cantante norteña, famosa; me cantó:

—¡Ay amor! En la triste soledad de mi agonía pasa el tiempo silencioso y sin sentido…

Aquí entró haciendo dúo la Magda:

—… acabando con lo poco de mi vida, has dejado tus desprecios y tu olvido…

Las dos hembras se me acercaron y bebieron sus copas a mi salud. La Chancla se emputó, con los ojos me reclamó; pero ellas cantaban con sentimiento:

—… bodas de agua van segando mis pupilas, son mis manos temblorosas las que imploran, y mi voz de pena calla tus mentiras.

Bebí de la copa de la Magda y luego de la de Chayito, la cantante; mi carnal me abrazó y me dijo:

—Bien, carnal.

La Chancla tiró el pastel de quince pisos de puro coraje, me cai, de ese tamaño lo ordenó mi suegro, el Taquero.

Magda me abrazó, me besó, me cantó al oído:

—… y mis ojos se han cerrado, sólo lloran, estoy perdida, en el letargo de mi vida.

Y me puse a cantar con ella:

—Lamento el tiempo que mis años van marcando, como fiebre que a su paso va dejando, con la huella de una fe casi perdida…

Bebí y besé a la Magda. El suegro discreto se acercó:

—No te manches, cabrón.

La Magda se rio, bebió y se alejó con Chayito… Mi mamacita estaba cerca de mí:

—No te vayas a emborrachar.

Salomón me enseñó unos boletos de avión, cantando me dijo:

—En el mar la vida es más sabrosa; a las siete sale el avión para Acapulco.

—Vámonos… —me dijo mandona mi Chanclita.

Yo, como tenía ganas de reconocer esas nalgas, pues como corderito la seguí, no me despedí de nadie; fue mi perdición.

La Chancla creyó que seguía siendo el buquecito de siempre.

Bara, bara, mujercitas, pantaletitas 42, baratitas, a su pura medida.

35

Ni madre, ni madre le recibí al suegro. La Chancla se chingó; tuvo que vivir conmigo en la vecindad de la calle Sol.

Cuando regresamos de nuestra luna de miel en Acapulco, ya mi mamá había dizque amueblado nuestra vivienda; incluso me dio una lana para irla pasando mientras me pagaban en el Museo de Culturas Populares.

Eso sí, pensé, a menos que me llegara una oferta de trabajo del extranjero, de la ONU o de la Organización Mundial del Comercio, no volvería a trabajar de sociólogo.

Me sentía entrampado con eso de los estudios y los títulos porque resulta que la Chancla ya era periodista y hasta colaboraba en La Voz del Ajusco.

Claro, al estilo Chanclita: cada que le daba la gana. Y como no le pagaban, menos compromiso sentía con su trabajo. No veía en ella ninguna vocación.

Ella me contó que todo el tiempo que estuvo en Cipolite, Oaxaca, había estudiado la carrera en el Sistema de la Universidad Abierta; yo más bien creo que algún sinodal la examinó extramuros.

Me daban ganas de reclamarle, pero parecería pura envidia social. Sentía feo, yo estudiando en las aulas del Alma Mater y ella en un fast track obtuvo su licenciatura.

Yo la veía y la volvía a ver, y ella como la fresca mañana ni pizca de remordimiento, antes al contrario se sentía mucho porque se creía periodista y su objetivo máximo era ser concesionaria de un canal de televisión para que todo mundo —la sociedad y el gobierno— le hiciera los mandados.

Una mañana de güeva dominguera los pichoncitos estábamos desayunando en el zaguán de la vecindad unas sabrosas enchiladas con arroz, como sólo doña Xóchitl, hija, las hacía. Yo para completar la receta pedí mi cerveza bien helada, como dije:

Una chela bien helodia, para empujarme las enchiladas, por favorcito, Xóchitl —ahí estábamos los recién casados en medio de puros vecinos crudos y dos que tres incróspidos. Fue cuando llegó el suegro, ni saludó, de sopetón nos la soltó:

—Vengan, encontraron muerta a tu madrina, Chanclita…

¿La Magda? —pregunté, atragantándome las enchiladas.

El suegro nos miró y dándose la media vuelta, me dijo:

—Sí, pendejo… ¡Muévanse como anoche!

Todos los presentes se callaron, mustios, unos aguantaban la risa y otros con cara de compungidos esperaban que les creyéramos que «nos acompañaban en nuestro dolor».

La Chancla, silenciosa, se levantó. Yo le hice señas a la vecina que «de regreso le pago».

Nadie dijo nada más, más que el suegro:

—Hay que ir a la delegación de policía para que nos entreguen el cuerpo.

Eran esos días, de esas épocas, que parecen durar toda la vida; por las madreadas que va recibiendo uno; una tras otra se van acumulando sin que uno se sienta heroico, más bien uno dice: «¡Chale!, qué madriza me estoy llevando y ni siquiera el destino me da el chance de meter las manos».

Puro sentimiento griego permeaba la atmósfera; y lo más gacho es que si volteaba a mi alrededor para consolarme, diciendo, yo soy el único que sufro, no lo podía hacer.

A cual más se le aparecía su Eurípides o su Sófocles con el sofocón.

Aquí era el tiempo perenne de aguantarse la risa. Tal vez, por eso, en lugar de maldecir uno se comienza a contar chistes y a bailar y a cantar sin rajarse, por eso cuando hay una tragedia la gente no dice: «me voy a aguantar el dolor», sino «hay que aguantarse la risa».

Y estando en esas situaciones, el mismo puto país bailaba con la más fea de la fiesta: los precios del petróleo habían bajado de nuevo y pura pistola con aquello de administrar la riqueza petrolera; y el Banco Mundial y el FMI con sus recetas para exterminar a los jodidos.

Era el tiempo de cuando se inició que corrieran a los burócratas. Iban a privatizar el putamadral de empresas que tenía el gobierno, y yo, imagínense, estaba casado, no tenía empleo, mi jefecita vendía pantaletas, y a la Magda la habían encontrado muerta. Ya ni los perros me miaban, me los comía en tacos.

Mi corazón se arrugaba y el único consuelo eran las nalgotas de la Chancla, ¡ni pedo dijo Sigifredo!

Cuando llegamos a la delegación de policía el suegro entró con la Chancla. Me quedé afuera, quería estar solo para respirar. Había un chingo de vecinos y curiosos de Garibaldi, la colonia Guerrero, Tepito, la Merced, la Buenos Aires y la Doctores. Se decía, que iba a llegar gente de la Santa Julia, la Anáhuac, Tacuba, Tacubaya, Iztapalapa y hasta del barrio de San Juan, de Guadalajara; y montón de aristócratas de los millones de trabajadores de la economía informal en la zona metropolitana de la antigua México-Tenochtitlan y Latinoamérica.

Pero, la Magda, además de ser famosa por buenota era una leyenda de los cabarets de la gran Tenochtitlan. Nada menos y nada más la última vieja con la que anduvo el Macho Prieto.

Al verme, la gente muy acomedida comenzó a darme información; no me dejaban respirar:

La lengua la tenía de fuera, la tenía del tamaño de la de una res. Pobre Magda, se la cobraron y gacho.

Los chismosos eran minuciosos en sus descripciones:

Un brazo lo tenía zafado, chueco, como si se lo hubieran quebrado; los dedos se juntaban con el codo. ¿Has visto al Perro Aguayo cuando lucha y se le zafa el brazo?, igualito.

Al terminar de contarme alguien, otra voz hilaba el siguiente relato:

Pobrecita, Magda, cuando estaba colgadita parecía piñatita, el cabello lo tenía apelmazado; por la sangre que le chorreó del agujero que le hicieron en la mollera, pobrecita, ha de haber sufrido mucho; eso estuvo desalmado; si la iban a matar para qué hacerla sufrir tanto, con darle su ’state quieta, y ya, no que: Dios la tenga en su Santa Gloria. Ay mijo, si no te casas con la Chanclita te andan dejando viudo.

La viejita de la Santa Julia se persignó; pero de inmediato se acercó un señor de edad con aliento a cerveza:

—La gente toda la santa mañana la estuvo viendo colgada; se imagina, joven, ahí la Magda, colgadita, en el balcón de La Casa del Mariachi. El sol tatemó a la difuntita.

Un niño con su paleta de hielo agregó viéndome de abajo a arriba:

Llegó bien tarde la policía como a las doce del día —el niño me dio una palmada en el estómago y se fue de la mano del viejo; parecía ser su tío.

En la esquina de la delegación un grupo de señoras con delantales a cuadros y bolsas de plástico para ir al mercado se organizó para rezar un rosario.

—Para que nos devuelvan el cuerpo de la Magda —dijo la líder del grupo.

—Y darle cristiana sepultura —contestó el coro. Comenzaron a darse con fuerza inusitada golpes en el pecho—: ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!

Apenas comenzaban a rezar, el llanto convulsionó los cuerpos hincados. Tan agudo era el llanto colectivo que se confundió con el sonido de las sirenas de las patrullas que en manada comenzaron a llegar.

Las patrullas con las torretas encendidas avanzaban sobre la gente que estaba rezando; a la gente le valió, no dejaban sus rezos; hincadas se hacían a un ladito, como si formaran filas sobre la banqueta.

Las patrullas dominaban la calle, coordinados bajaron los policías con sus garrotes; formaron una fila de patrulleros.

De una patrulla bajaron dos policías con un teporocho. Éste llevaba una sábana; iba oliendo una de las puntas y se chupaba un dedo con gran placer. El hombrecito era apachurrado por los dos cuerpos panzones de los policías; sus pies no alcanzaban a tocar el suelo.

La gente rompió filas, con botellitas rodadoras mojaban al hombrecito apretujado.

—Saca al demonio que llevas dentro.

Cuando los policías entraron a la delegación dejaron caer el cuerpo del teporocho. Un impenetrable muro de granaderos selló la entrada.

La gente volvió confesor a darse golpes de pecho hasta toser:

—¡Cof, Santo! ¡Cof, Santo! ¡Cof, Santo!

Una de las señoras me dijo en susurros:

—Es el Macho Prieto.

—¿Es teporocho?

—No, está loquito; se le fue la onda cuando mataron a la Eva. Ahora dicen que él ahorcó a la Magda.

—Encontraron muchas cajas con cajitas de pantaletitas, talla 42 —aseguró el cantante del mariachi Los Bravos de San Goloteo el Chico.

—Las pantaletitas tenían en la parte afelpada… traían de lo que luego trae el Arqueólogo, su brother.

El suegro salió con la Chancla.

—Hasta mañana nos la dan —me echó un brazo por la espalda y en voz baja comentó—: Dice el doctor que fue del corazón.

—¿Y el teporocho que trajeron?

—¿Macho Prieto? Pinche loco, pasas a creer, bajó el cuerpo de la Magda amarrada con unas sábanas por el balcón.

—¿Y para qué lo trajeron?

Pobre cabrón, lo dejan allá y lo cuelgan de los güevos; con lo caliente que se pone la gente con los noticieros de la tele.

No sé si lo dijo de mala leche, pero me sentí aludido, a mi jefecito y a mí siempre nos gustó ver la tele.

Todavía guardo mi credencial del Club Quintito y mi fervor filial por el Tío Gamboín. Mejor abracé a la Chancla.

La Chancla no vayan a creer que lloraba por su madrina, no, qué va, me abrazó. Creo, fue la única vez que volví a sentir su cariño como en el Ce Ce Ache y eso dio motivo para lo que al ratito se sabrá.

Su jefe, mi suegro, con su lancha motorizada, nos dejó sobre el Paseo de la Reforma, por donde hay un hotelito, nos dijo:

—Yo aquí los dejo, voy por las tortillas para los tacos.

¿Es el destino?, ¿la suerte?, ¿las circunstancias?

La cosa fue que al ver el letrero del hotel nos entró el fervor de la nostalgia ceceachera. Y sin decir agua va, que nos metemos al lecho de los amantes fugaces.

Esa tarde nos quisimos tanto.

Y lo hicimos por arriba y por abajo.

De a pechito y de a cañón; tocando trompeta y pesando los perones; de angelito y de patitas al hombro; con la sillita a dos patas y de a carretillita.

Me aventé el salto del tigre y adoré sus orejas; recobré mi complejo del Evenflo y descubrí cómo su melones estaban maduros.

Bebí de sus humores y yo era una manguera con la llave abierta.

Ella cabalgó como un jinete en el lejano oeste y yo como una víbora. Empapado de la curiosidad de Marco Polo, recorrí el lejano oriente.

Esa tarde en la penumbra vaga del viejo cuarto de hotel, los muros se humedecieron y las paredes sudaron y nosotros éramos cuerpos derretidos fundiendo sus siluetas en las sábanas de una cama rechinadora.

Esa noche fuimos un monumento a los querendones.

Sobra decir que, así, sin quererlo, la Chancla quedó embarazada.

Ahora que lo cuento, me explico el por qué cuando ando triste me tenso.

Por nombre le pusimos Jorgito al niño.

Bara, bara, muñequitas, ya llegó el uyuyuy de los motorcitos v8. Baratitas las pantaletitas.

36

La vida es así: primero hay dos personas que se cogen cariño y luego hay un tercero que los une; pero también es así: la Chancla, al primer mes de dar a luz, me botó el biberón y ni tan siquiera me dijo good bye.

El embarazo fue una bronca. Y no por la Chancla que, hasta eso, resultó buena paridora. La bronca fue el dinero.

Mi mamá, ahora, vendía calcetines, decía que salían rápido y más los de Mickey Mouse; pero cuando Dios da hasta parece gandalla: llegaron los granaderos y los de la Policía Federal y levantaron a todos los vendedores de la estación del Metro.

Mi madrecita lloraba en silencio. Su rabia era imparable, decía que llegaron los granaderos, la agarraron del cabello, la arrastraron por la banqueta; por no querer soltar sus calcetines del ratón Miguelito.

Pero diez cabrones con garrotes y escudos pueden más que una señora; dos patadas en los costados le sacaron el aire y soltó los calcetines.

Mi mamá salió esa noche en los noticieros de la televisión. Era señalada como una amenaza a las finanzas sanas del país; sus actividades restaban confianza a los capitales financieros de Wall Street.

Georges Soros podría temer invertir acá y todo por culpa de mi jefecita y sus calcetines de Mickey Mouse.

Los líderes empresariales la acusaban de no pagar impuestos. Los intelectuales aconsejaban que si el país quería ser del primer mundo, había que respetar la leyes y castigar a los transgresores. Los partidos políticos que accedían al poder la veían como «un emisario del pasado». Y rájale, se veía clarito cómo mi jefecita era arrastrada de sus greñas por toda la banqueta. La traían como escoba de barrendero municipal.

El reportero mostraba las pruebas del delito: unas calcetas de Daisy y unos calcetines del ratón Miguelito.

Piratería, evasión de impuestos, venta de mercancía robada, ataque a las vías de comunicación, daños al patrimonio cultural de la nación. Ésos son los delitos que a diario se cometen a las entradas del Metro; además atentados al medio ambiente y destrucción de monumentos históricos. El gobierno ha dicho que México es un país de leyes y que éstas se harán respetar cueste lo que cueste.

A esta señora, así como la ven, se le decomisaron quince mil calcetines de la marca Walt Disney, se cree que fueron robados de un trailer en la carretera a Nogales, Sonora.

Ella, informaron las autoridades, es pieza importante del cártel del Ratón Miguelito, peligrosa mafia dedicada al robo de trailers en las carreteras.

Mi mamá sólo exclamó:

—Mentirosos, sólo eran cincuenta pares de calcetines y me los vendieron en la fábrica donde los hacen. Ya ves que no pido factura, porque si la pido me cobran el IVA. ¿Tú crees que si fuera cierto me hubieran dejado ir con una multa por ensuciar la calle?

Colgué mi título y me puse a trabajar en serio.

Me jodía ser honesto conmigo mismo: me veía en un espejo y aceptaba, tenía la cara de güey cansado; quería vomitar.

Al anochecer, cuando llegaba a la vivienda de la calle de Sol, era como llegar con Soledad. La pinche Chancla nunca estaba; y no había con quién doblarse del dolor. Cuando no andaba en los puestos de tacos de su jefe, decía que andaba reporteando para La Voz del Ajusco.

Era una pingüica con demasiada cuerda, ya estaba bien panzona, y sólo llegaba a dormir seis horas; quería comerse el mundo como fuera y a la hora que fuera.

Y para acabarla de chingar, mi suegro, el Taquero, cómo chingaba con que cuidara a su futuro nieto, la prolongación de su raza.

De repente para quitármelo de encima le aceptaba algunos billetes. No crea que me hacía el encajoso, no, nada más era para hacerlo sentir bien.

Cuando el suegro me preguntaba dónde andaba la Chanclita, yo le decía que había ido al doctor. ¿Para qué quejarme o balconear a la Chanclita? Nada más sería amargarle el orgullo del nieto y nos hubiera levantado la canasta de su solidaridad paternal.

Me da pena contarlo, pero el día que le agarró la prisa a la Chanclita andaba entrevistando a un funcionario de la Secretaría del Medio Ambiente, en el Aeropuerto Benito Juárez.

Y ya sabrá, el puro numerito… otro poquito y da a luz en pleno Anillo Periférico.

Ahí tiene que cuando la llevaban en una camioneta de la Secretaría de Hacienda desde el aeropuerto al Hospital de Perinatología del DIF, el que está por Lomas Virreyes, que los detiene una marcha de protesta de los maestros; querían aumento salarial.

Eran un montón de señoras, maestras de Oaxaca. Estaban en plantón a mitad del Periférico. La Chancla se espantó porque comenzó a escuchar lloros como de bebé.

—¡Cuñá, cuñá, cuñá…!

Y sin decir agua va, los granaderos rodearon la camioneta donde iba la Chanclita. Más se espantó. El asfalto se cimbró cuando los granaderos marcharon, sus botas brillosas rechinaban. Los lloros se acentuaron:

—Cuñá… cuñá… cuñá…

La Chanclita con trabajos se comenzó a ver en medio de sus piernas si se asoma Jorgito, pero no.

Y de repente. Un arrastradero de maestras. Un montón pasaron por la ventanilla de la camioneta, todas llevaban un biberón con coca cola e imitaban el llanto de los bebés.

Fue cuando la Chancla tuvo otro aviso.

Ya Jorgito quería asomar la cabeza, pero la Chancla todavía no quería que su bebé viera la luz del mundo en ese momento.

Fue cuando creyó zurrarse pero no… era una motocicleta desvencijada, de un cobrador o abonero de las lavadoras Cinsa.

La Chancla como entre sueños alcanzó a escuchar al hombre de la vieja Carabella:

—Si se aguanta, seño, la puedo llevar atrás…

La Chancla, sudando, dijo:

—Como va, abonero, que ya se me quiere salir el producto de mi amor.

La Chancla sentía la cabeza de Jorgito sudando por asomarse cuando la acostaron en una camilla del hospital.

Yo a esas horas ni en cuenta. Estaba en la solitaria estación del Metro, estábamos rodeados de granaderos que impedían vendiéramos pero ya nuestro líder se había apalabrado con sus jefes; ellos estaban ahí para la foto de los periódicos, parecían estatuas de sal comiendo tacos. Con ellos el puesto de tacos del Matemático era un éxito.

El Matemático se asomó, me hizo señas de que me hablaban por teléfono.

Contesté, eran los del Hospital.

Cuando colgué el Matemático me preguntó:

—¿Qué fue?

Yo, la neta, con una sonrisa de oreja a oreja, como si fuera la órbita del Haley, le dije:

—Machín, mi buen. Machín…

Y en ese instante que llega mi sobrino Alfredito… Me asusté… Por ésta…

Sin que me viera mi sobrinito me escondí debajo del mostrador, me hinqué, comencé a darme golpes de pecho con convicción:

—Sébalo, sébalo, diablo panzón, sébalo, sébalo, diablo panzón… —el Matemático, riendo me decía:

—Guau, guau, guau… Maciosare, te habla tu sobrino…

El Alfredito iba vestido de mujercito. Ya en esos días se comenzaba a descarar:

—Tío, vine a pedirle un favorcito…

Eso sí, salí como los machos, aparenté que no me importaba que mi sobrino fuera gay. Es más, a todos los mirones muy discreto, con la mano, les hice la señal de los caracolitos y de manera ostentosa me agarre los güevos, como diciéndoles: «¿Qué ven güeyes?».

Pero ya veía venir el cotorreo con los cuates de la estación del Metro. Le advertí en voz baja al Matemático:

—El que se ríe se lleva… Botellita de jerez todo lo que me digas vas y chingas a tu madre al derecho y al revés, ¿quieres que te lo diga otra vez?

¡Déjalo ser, Let it be, mi buen! —reía el ex-maestro. Salí de mi escondite sacudiéndome mis ropas…

—Qué p’só, sobrino, qué milagro, qué quieres… en qué te puedo ayudar… —lo hipócrita me salía rechingón. No le daba chance de respingar al Alfredito, fue cuando llegó mi mamá, abrazó al Alfredito; y los tres fuimos al hospital.

Baras, baras, pantaletitas bonitas, para que no sudes ni se acongoje con el jocoque, baras, baras.

37

Cuando hay amor, las consecuencias no se hacen esperar. El problema es buscarle el nombre. Y más cuando los suegros son metiches. Y uno anda con agujeros en los bolsillos. Y el yerno tiene que verles la cara.

Llegué al hospital en taxi. Ya estaban ahí el suegro y la suegra. El suegro me miró con cara de taquero sin tortillas:

Qué p’só, cabrón. ¿Dónde andas? Trajeron en una motocicleta a mi hija. Ya ni chingas, todo por andar vendiendo pantaletas; en lugar de ponerte a trabajar en tu profesión.

No lo pelé, saludé a mi suegra. Pero el suegro siguió:

¡Tantos estudios para puras vergüenzas! Si no tenías dinero, un telefonazo, suegro, vamos a tener un chilpayate; pero no, andas pendejo. ¡Pinche hospital mugriento!

Pinche viejo gacho, el hospital me parecía bonito, había muchos doctores chilenos trabajando; y eran especialistas en perinatología. Le iba a decir eso al suegro, pero el güey, recitando su mamonería, me dijo:

—Si no es por la Chancla ni nos enteramos. Qué mala cara has visto para que no quieras que conozcamos a nuestro nieto. Somos taqueros, pero trabajadores, qué, te crees mucho por tu pinche título.

Ni chance me daban de decir: «¡Ah!».

Todo era un puro descontón verbal. Habíamos quedado la Chancla y yo de no decirles a sus papás cuándo iba a dar a luz; no queríamos que fueran a verla al hospital. Así era ella, siempre desdecía su palabra comprometida, no había chance de ofrecerle confianza porque lo que decía no quería decir nada. De nuevo me había embarcado con sus jefes.

Apechugué los reproches porque sabía que iban a pagar la cuna, los kleen bebés y los gerbers.

Conforme el taquero me iba regañando, yo me iba haciendo hacia el pasillo, donde se encontraba la caja del hospital, pensé: otro pellizquito por ojeis; yo nada más miraba hacia el suelo y me esculcaba las bolsas de mi pantalón.

El suegro se puso nervioso:

—Hazme caso. ¿Qué tanto te buscas en las bolsas? Se me hace que ni a pelotas llegas —miré a la caja, mi suegrito del alma, vio también hacia la caja; y sí para qué digo que no si sí, solito se embarcó.

Qué cabrón, no tienes para pagar, ¿eso te preocupa? Ni que fuera un pinche hospital pomadoso… De una vez, vente, vamos a pagar…

Y como éstas, el suegro pagó con una donación de sangre la cuenta del hospital. Ahí hubo otra enredada. El güey quería escoger al padrino.

—Me lleva la chingada —murmuré.

¿Qué dices, güey…? —me dijo mi suegro, y como se estaba quedando sordina, hice como que gruñí.

—Nada, pensaba a lo pendejo.

—Ah, vente, vamos a ver al niño.

No nos van a dejar verlo —le contesté.

—Ah chingá, pues si para eso pusiste tu parte, güey. ¡Exígeles! No se haga de menos, dígale a la enfermera: «Yo soy su padre».

Tuve razón. No nos dieron chance de verlo, sólo de lejos, desde una ventana del cuarto de incubadoras.

El suegro se esponjó, hinchó su pecho, aclaró su garganta, y exclamó:

Quiquiriquí. Ahí está mi nieto —yo le di chance de que hiciera el gallinazo. Nada más para constatar su parecido con el locutor, Paco Stanley.

Pensé: «Pinche viejo payaso». Me sentía triste. Fue cuando me acordé de las palabras de mi madrecita santa.

Fui a hablar con el doctor para saber cuándo saldría la Chancla.

—Mañana, a las doce del día se la entregamos con el niño.

Cuando se fue el doctor se acercaron el suegro y la suegra y me preguntaron a qué hora salía la Chanclita y el nieto. Y yo les dije:

—Hasta pasado mañana a las cinco de la tarde.

—¿Por qué? —preguntó con cara de espanto el suegro.

—Porque van a dejar al niño otro día en la incubadora para que agarre potencia.

Los güeyes como me vieron tan seriecito se la creyeron toda; pero desde ahí perdí credibilidad a sus ojos. Fue cuando comenzaron a alejarse. Perdí y gané a la vez.

Baras, las pantaletas, baratitas para Reina, a su pura medida, no sufra, baras, baras.