14
El hombre es hombre y la mujer es mujer. El pecado es deseo. Y al deseo le urgen respuestas. Y las respuestas llegan tentaleando la vida. Y uno se embarca. Y luego la bronca está en que uno se queda ciscado. Y como diría el estimado Mundo Freud: «Guamazo que no ataranta, fortalece el carácter».
Después de ver las broncas de mi hermano, le prometí a la Guadalupana no embarcarme antes de tiempo, es decir, antes de que obtuviera mi título profesional. A ese Título lo veía como a una tilma llena de rosas.
Lo que no me imaginaba era que las rosas tienen espinas.
La Chancla, para que es más que la pura verdad, andaba ganosa, urgida de conocer al hombre; su enjundia me espantaba.
—Vamos al hotel… —proponía ardiendo en calentura. Ya me cansé de estar besándotelo y tú nada de acción; siempre dices que aquí no se puede.
La verdad, era muy incómodo en un coche tratar de besarle su pasión.
No me da pena decirlo, ella fue la que me enseñó a viborear.
Yo callado, evitaba contestarle de frente, paralizado, miraba sus pechos prodigiosos.
Reaccionaba a lo idiota cuando paraba su frondoso cucu, porque su cucu era la parte de su cuerpo que más me volvía loco. Calculándole, yo creo que de jovencita ha de haber sido talla treinta y ocho rozando los cuarenta, era como decían los cuates:
—Para ser de señorita ya está muy grande y redondeado.
Esa gracia que adornaba a la Chancla era un suplicio para mí al salir con ella a la calle —y no estoy diciendo que iba vestida con minifalda, era un simple y proleta pantalón de mezclilla. Sus nalgotas eran como si una corneta ordenara a la tropa:
—¡Firmes!
Los choferes de los microbuses me traían frito, a puro grito de:
—¡Cuuuñado, ahí me las cuidas! —o los más perspicaces laceraban mi autoestima—: ¡Ése, pásala, es mucha carne para ti! ¡Te vas ’ogar de tanto rogar…!
Pero mi «yo» le daba ánimos a mi super ello: «Tengo una vieja bien güena». La Chancla era un motorcito fórmula uno. Cualquiera quería meterle la palanca de las velocidades.
Confieso, de cabrón a cabrón me traía de puras nalgas. En ese encuentro de deseos me enfrentaba al dilema de mi destino: o cedía a mi calentura y me abrochaba a la Chancla, o pasaba de frente y llegaba a mi destino: ¡Ser licenciado en Sociología!
Pero, ay, la cruel realidad telenovelera, me enfrentaba una y otra vez con la misma canción proletaria; mis manos nadaban en el vacío de mis bolsillos, me sentía un mísero personaje de Dickens:
«¿Con qué ojos divina garza?»
Con qué gallardía podía enfrentarme a los cálidos y sedientos ojos de la Chancla para decirle mi neta al oído:
—¡No tengo para pagar el hotel!
Y ni modo de pedirle prestado si desde el principio había pagado las coca colas. Aunque me latía que el amor de la Chancla hacia su humilde persona era tan grande como para pedirle que ella pagara el cuarto porque era como si le hubiera hablado el Santo Papa; el pedo froydeano era que yo no me sentía papa.
Así las cosas de la vida, a la hora de la hora, me hacía el occiso ante la Chancla.
Lo cual la encabronaba sobremanera.
Y lo que es el carácter de las mujeres o del ser humano, las trae uno en chinga y ahí andan tras de uno.
En cambio va uno y pide y ruega y lo traen a uno como su trapeador, cacheteando el suelo.
La Chancla andaba querendona y tenía una extraña debilidad con los seguidores de Lenin, le pasaba lo que al perico: que se agacha y por otro poquito se lo chingan.
Fue en el tiempo en que nos metimos de guerrilleros mitoteros. El maestro de Lógica, nos puso a leer El origen de la familia y la abolición de la propiedad privada, de Perico Engels.
Lo bueno fue que me di cuenta a tiempo, si no el que termina bombeándose a la Chancla es el maestro de Lógica; bueno.
Con eso de que decía que el guayabo también era propiedad común, quería frotarle las naranjas a mi vieja como si fuera un silogismo.
15
Me acuerdo: por esos años estaban de moda las canciones de Pablo Milanés y los versos de Mario Benedetti, aquello de que «codo a codo somos más que dos» y era un pinche tentaleo…
Fue un 2 de octubre.
Dos días antes, el maestro Vacunin, nos había invitado a la marcha para conmemorar a los estudiantes caídos en 1968. Los alumnos quedamos de vemos en la plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, pero el maestrín le pidió de favor a la Chancla que si pasaba antes a su departamento para que le ayudara con unos volantes. La Chancla con espíritu revolucionario se acomidió, es más, yo me contagié, y dije:
—Yo también voy maestro.
El maestro con lógica me desarmó:
—No Macioare, tú te me vas a la plaza de las Tres Culturas para que organices una brigada, tú conoces esos rumbos lumpenproletarios; déjame a tu vieja para que me eche la mano.
Y yo, en la pendeja revolucionaria, dije:
—Okey, maestro Vacunin.
La Chancla, ya luego, en la noche del 2 de octubre, en la plaza, durante el mitin, me platicó el desmadre que armó la aparecida en el departamento de Vacunin.
—Mi amor, llego a su departamento en la colonia Roma… No vayas a pensar mal, por favor amor, por eso te lo platico, para que me tengas confianza… júrame que me vas a creer todo lo que te diga, amorcito lindo; es por donde hay un salón de fiestas, te acuerdas que una vez fuimos a una boda, ahí, sí cariño, pues, al ladito vive Vacunin… ay mi amor, no vayas a sentir feo. Yo llegué bien. Toco y el maestro se asoma por la ventana, ¿tú crees?, cantando, bien zafado:
—Esto no puede ser nomás que una canción, quisiera que fuera una declaración de amor, Chaaancla, Chaaancla…
—El maestro se acababa de levantar. Los pocos pelos que tenía estaban parados, amor; traía puesta una batita a la Mauricio Garcés… ¡Mi amor!, prométeme que no vas a dudar de mí.
Ya, ya, te cuento. El profe estaba raro, los ojos se le colgaban de sus ojeras. Le sonreí, a señas, me dijo: que en un ratito bajaba. Y me sacó su lengua como víbora, dije; «ay, ese maestro parece retrasado mental».
Cuando abrió la puerta le vi todas sus desgracias, amor; sus güevitos parecían orejones de fruta seca y el pito como garfio de capitán pirata. Yo no me espanté, Macs, pensé: «Así son los revolucionarios, olvidadizos, con las cosas cotidianas».
Amor, Vacunin no traía calzones, le vi todo, todito; el prepucio parecía liga guanga. ¡Por ésta!
Bajando las escaleras como si nada me dijo:
—Sube niña Chancla. ¿No vino contigo el menso?
Ahí me cayó gordo, menospreciaba tu I. Q., pero no le dije nada, Macs; me ganó la risa cuando se dio la vuelta, para que lo siguiera, se rascó los güevos; se veía nalgón y peludo.
Me dije: «pinche viejo cochino». Me dijo:
—Hijita, qué bueno que viniste, se me estaba haciendo tarde. —Viéndolo de espaldas sentí que inclinaba su cabeza para verse su picha.
Subí las escalera.
Es un departamento dúplex grande lleno de libros; libros por todos lados, en la sala, en la mesa, en el suelo. Él, al fondo, me hizo señas de que fuera, y yo fui; mi amor, no te vayas a enojar, Macs, cuando terminé de esquivar todos los libros, descubrí que en su recámara tenía más libros. El maestro se me pegó, me dijo de una manera muy dulce.
—¡Qué hermosa eres Chancla! Te pareces a las «Tres Gracias» de Rubens.
Mi amor, yo pensé en ti; pero el maestro me electrizó, me tocó mis hombros y con su aliento en mi cuello, me dijo:
—También te pareces a las Venus que pintaba Titianus; pero más pechugona.
Me reí por vanidad, cariño, no te lo voy a negar. El maestro ni tarado ni perezoso en su recámara me enseñó un libro con los desnudos de Tiziano.
Tenía libros regados por todo el cuarto, me llamó la atención un libro de pinturas chinas, eran cuadros con orgías chinas y otras de hindúes. Quitándome la pena le pregunté por «las Venus» de Tiziano. Quería ver cómo era yo.
El maestro Vacunin con su dedo tembloroso y garriento me enseñó varias fotos a color con «las Venus». Me inflé como pavorreal, Macs. Hubieras visto qué hermosas mujeres había en ese libro. ¡Unos cuerpazos!
—¿A poco así estoy? —le dije en buena onda.
—No mi hijita, estás mucho mejor, eres un belleza del chincuechento… —me contestó con las respiración agitada y su risita revoloteando en su lengua de víbora, sentí como su mano temblorosa se movía por mi cintura y pensé: «Ay, este maestro está crudo, se me hace que bebe mucho»; agarró una almohada y la acomodó cerca de mi espalda.
—Ven, siéntate aquí, mi niña.
Yo me iba a sentar en la almohada pero me ofreció sus piernas. Me senté en ellas y como papá me arrullaba. ¡Pobrecito!, jadeaba. Pensé: «No puede cargarme, le he de pesar mucho». Me dio ternura. Te voy a ser sincera, mi amor, la verdad, sí sentí su pizarrín, puntiagudo; pero me dije: «Ay, creo que se lo estoy apachurrando», por ésta, Macs, hasta le dije:
—Maestro Vacunin si lo lastimo, me quito —pero el maestro, con alegría dijo:
—No mi hijita, si así estás muy bien, sí, cómo no —con su brazos pesó mi cuerpo, de una manera muy sana, Macs.
—Sí te aguanto, Chanclita —y como dando gracias al cielo, agregó—: Ya lo dijo el gran Proudhon, la propiedad privada es un robo, muñequita —sentí su mano larga y huesuda midiendo mis nalgas. Que me caiga un rayo, cariño, si pensé mal del maestro.
—Mira, niña hermosa, te pareces a estas mujeres…
Ay Macs, eran unas mujeres desnudas, muy hermosas, de nalgas redondas, grandotas y sus pechos chiquitos; fue cuando sentí su mano en medio de mis piernas, me asusté, porque ya iba directito a donde me besas. Salté de sus piernas y apreté las mías, sentí mi cuerpo temblar, pensé en ti, mi amor, te extrañaba.
Pero, por estar pensando en ti, mi vida, así, ñango, como ves al maestro Vacunin, me alzó al vuelo y me dobló por la cintura; me empinó sobre la orilla de la cama. Tenía debajo de mi estómago la almohada. Te vas a disgustar, mi amor, pero quiero ser sincera contigo: me gustó estar así.
—No mi niña, no te espantes, sólo quiero conocer por qué vuelves locos a los hombres. Ay, niña, qué redondas y jugosas están. Hermoso es el saber del mundo y bellísima la hospitalidad sobre las que se posan —parecía poeta. Su palabra me daba ardores. Su calor me inundaba. Él quería desabrochar mi pantalón pero estaba metido con calzador; fue por eso que lo dejé, sabía, mi amor, que si yo no quería, no se las iba a aflojar. Tú eres mi Rey.
Me bajó el cierre, fue cuando sentí sus manos sobando mis pezones, ni supe cómo me quitó el brassier; ya no me podía zafar, me tenía bien amacizada; para qué te cuento de su pizarrín, era una cosota que quería romper mi pantalón; entonces comencé a pensar, Macs, en que a lo mejor si me los bajaba no nos reprobaba en lógica. Y…
Tú tienes la culpa, mi amor, ¿cuántas veces te lo pedí? eras un mudo que ni tan siquiera respingaba. Yo me dije, pobre maestro, ha de andar igual que yo, me enternecí y reflexioné: Total, ¿qué tanto es tantito?
Las aflojé, amor, las aflojé para que resbalaran mis pantaloncitos con todo y mis calzoncitos.
—¡Ay ojón! —gritó Vacunin cuando me vio completita, mi amor, me sentí feliz de verlo tan contento. ¿Pero qué cosas son éstas, mi Chancla? ¡Maciosare: un extraño enemigo…!
Ay, amor, yo te quiero a ti. No pasó nada. Te lo juro. Lo que te salvó fue que entró al departamento su esposa, como loca escapada del manicomio; parecía una aparición, traía una pancarta que decía: «2 de octubre no se olvida». Yo toda encuerada la miraba de reojo. Agarró por la greñas a Vacunin y con lógica le pescó su picha. Amor, hubieras visto como sufría el maestro, pobrecito, gritaba con el alma.
Me subí rápido los pantalones, agarré los volantes y que le digo:
—Ya me voy, lo espero en la marcha.
El maestro pegaba chicos gritotes.
Quise ser amable con la esposa, pero la señora estaba ida, bien agarrada de la picha de su esposo, se la retorcía; el maestro con su bata a la Mauricio Garcés, aguantaba la risa, saltaba como danzante y preguntaba:
—Rosa… ¿Cuándo llegaste?
—Desgraciado desmemoriado, te voy apachurrar la picha. ¿No te acuerdas? Dos de octubre no se olvida. Dos de octubre no se olvida.
—Rosa, esposa mía, si ya iba por ti.
—Desgraciado, demagogo… ¿Qué te crees, que la mujer es la loca del mundo?
Y zúmbale, con el palo le pegó a la punta de su garfio; y sangre, lo sangró. Ay amor qué feo es tuvo eso.
Salí a la calle, miré hacia su ventana. El maestro Vacunin estaba apergollado de una de las puertas, su esposa le soltaba palazos sin poderle dar al trasero del profe.
Fue cuando llegó una ambulancia del manicomio de Tepepan. Los enfermeros me preguntaron si había visto entrar a una señora con una pancarta que decía: «Dos de octubre no se olvida».
El enfermero corrió por las escaleras al ver los frutos pachiches del maestro columpiándose de la ventana.
—Allá está Fraülein Luxemburgo.
El Maestro con alivio gritaba:
—¡Ya se les volvió a escapar! ¡Ya ni chingan! Cada año me hacen el mismo teatrito.
El garfio del pobrecito Vacunin era un hilito desalineado. Me daba tanta ternura verlo colgado de la ventana, mi amor.
Te digo, no paso nada de nada. Aquí están los volantes. Yo te platico para que luego no me digas que aflojé; porque yo quiero aflojar pero contigo, mi rey.
Yo, el Maciosare, la verdad, al sentir tanta sinceridad por parte de la Chancla, pensé: «Si no me la bombeo se la van a bombear».
La Chancla se acurrucó contra mí, en plena plaza del Zócalo, y comenzó a gritar:
—¡2 de octubre no se olvida!
Ella tenía diecisiete años y yo iba a cumplir los dieciocho el próximo domingo; y pronto, para liberar mi cartilla militar: ¡me tocaría marchar!
¡Bara, bara, baratas las pantaletas, señora bonita!
16
No vaya a creer que me tragué aquello de que el maestro Vacunin no se bombeó a la Chancla. No qué va. Sólo que el amor es ciego.
Cómo me di cuenta, se preguntará, muy sencillo, cuando, después de comer una docena de ostiones y camarones, me llevé al hotel a la Chancla. Y me la bombeé por primera vez. Ella pegaba unos gritos muy exagerados, y dudé de mí, y me dije, pues ni que yo fuera para tanto; y de plano sentí escozor cuando se apalancó con sus manos sobre mi cintura y se movía pidiendo amor:
—¡Macs! ¡Ay amor! ¡Qué lindo eres! —me mojó con tanta pasión que dejó mis nalgas bien pellizcadas. ¿De quién son, Macs?
A fuerza de ser sincero, pensé, esa tarde en el cuarto de hotel, mientras admiraba, cuando dormía, la tremenda desnudez de la Chancla. «Es mucha mujer para mí, estoy muy pendejo para ella.» No reclamé, dejé que el agua corriera.
Uno es hocicón cuando se anda herido de muerte en eso de los amores.
Mi plan era perfecto. La Chancla me encantaba, pero todos me decían:
—Te ve la cara la Chanclita. De cuates te lo digo, mejor estudia. No la jetees, los amores van y vienen y más como los de la Chancla.
Y yo a todos respondía con fingida madurez:
—Yo sé que la Chancla me baila, pero todo lo tengo bajo control. Cuando yo quiera la dejo.
¡Sí, chucha! ¡Pura pistola! No quería aceptar que en esto de los amores uno se hace pendejo. Que por ella estaba hasta las manitas bien capeadas, embrujado, idiotizado, lelo como ajolote baboso, torcido en mi lado moridor: el querendón.
Ésos fueron los meses de un idilio ardiente y gandalla, el mejor de mi vida. Sabía que de repente la Chancla me era infiel, o mejor dicho, el corazón me avisaba, y los cuates también, bueno, hasta mi mamacita linda y querida.
—Ay hijito de mi vida y de mi amor, ¿qué te ha dado esa escuincla que te tiene tan pendejo…? Ya me dijeron tus amiguitos que esa muchacha anda con tu maestro de lógica. Déjala, tú a lo tuyo, el estudio.
Sólo mi jefe me entendía.
—Ah qué escuincle baboso, te llegó tu hora. Vente, vamos a tomarnos un café con leche a Garibaldi.
Vi a mi jefe mirándome como hombre. No le contesté, lo seguí, tenía ganas de soltar todo lo que se me atoraba en el buche.
En vez de beber café con leche terminamos en la intimidad de una pulquería que hay en la plaza de Garibaldi.
—Sí jefecito, la Chancla me es infiel. Pero yo la sigo queriendo. ¿Por qué? Porque siento que en el fondo al único que quiere es a mí.
Mi jefe tomó su vaso de pulque, un curado de ajo, bebió, se limpió la baba que hacía brillar sus labios, se alineó con el dedo meñique su bigote. Me miró de cabrón a cabrón.
—Pues qué te puedo decir, mi niño, si ya te tiene bien enculado la chiquilla. Todo lo que te diga no lo vas a escuchar. Entre más te diga que la dejes más te vas a entercar. Ah qué mi hijo, ya creciste, ya te llegó la hora, hijo, nadie escarmienta en cabeza ajena… ¡chíngate si así eres feliz!
Bebió hasta el fondo del vaso, ágil con la mano cortó la baba del pulque. Mi jefecito me miró con harto amor, y mientras con la baba del pulque hacia en el suelo la silueta de un alacrán, me dijo:
—Nada más recuérdalo cuando sientas que te doblas: aquí está tu viejo para hacerte fuerte en la malas y en la buenas.
—Pero…, usted qué me dice, la dejo o qué —quería inventar disculpas para seguir en mi desventura. Pero en estas cosas mi viejo era mucha medicina.
—No te hagas pendejo, no tienes ganas de dejarla. Ya las tendrás y solito te desapendejarás, mi niño, anda, bebe, que este pulque es muchachero. Por lo que me platican de esa muchacha vas a tener que cargar, muy bien, tus baterías.
Bebí un vaso de pulque. Y no sé, pero fue una de esas cosas que andan rondando en la cabeza de uno, vi los destellos de la luz sobre las aristas del vidrio cuadriculado del vaso y le dije sinceramente a mi jefe.
—Pero usted qué opina, ¿me debo de casar con ella o no?
Mi pobrecita jefe, desde sus treinta y siete años de edad, que rezumaban vejez y experiencia, sonrió, pidió al pulquero otro litro del curado de ajo y me dijo:
—Mi muchacho —me abrazó. Me besó. Bebimos, me dijo—: Yo quiero que tú estés bien y lo que quiere tu mamá, que estudies, porque cree que con un título te va a ir bien. Estudia. A lo mejor con los libros te pones abusado. Sólo una cosa, ¡por vida tuya!, no la vayas a embarazar. Ámala. Sufre, pero no la cagues con un hijo porque entonces no vas a terminar tu carrera. Y ahí sí me encabronaría contigo porque harías sufrir mucho a tu madre. ¡Conste que te lo advierto, güey!
17
Las aves de mal agüero revoloteaban sobre el universo del Maciosare. Un buen día, muy tempranito, a la puerta de nuestra casa llegó el Taquero, el papá de la Chancla, acompañado de dos policías.
Al principio, mi mamacita santa se espantó a tal grado, que le habló por teléfono a mi papá, en su trabajo, para decirle que los policías y el papá de la Chancla me llevaban a la comisaría.
El agente del Ministerio Público, un señor muy propio, de lentes de fondo de botella, ante las miradas agresivas de la familia de la Chancla, me preguntó:
—¿Dónde tienes escondida a la señorita Chancla Pedroza?
Yo que me zurraba de miedo, me paralicé, no me salía ni un sonido, luego los doctores dirían que fue pánico escénico; pero el señor Juez en ese momento no lo entendió así, pensó que era lenón.
El Taquero, que echaba espuma por la boca, me decía con amor paternal:
—Hijo de la chingada, en dónde tienes a mi hijita. Dilo, porque si no te voy a romper cuanta madre tienes. Devuélvenos a la niña.
El Ministerio Público con voz monótona sólo murmuraba:
—Señor, por favor, guarde el orden. Joven, hable, que nada le cuesta.
Mi mamacita, con la enjundia que le caracteriza se metió al argüende e hizo entrar en razón al Eme Pe de que el Maciosare no estaba solo, tenía a su madrecita abnegada.
—Pero no, señor licenciado, con su permiso, qué no está viendo que mi hijo está mudo de miedo. Mire nada más a ese orangután amenazándolo. ¿Dónde está el país de leyes que dijo Don Benito Juárez?
El Eme Pe de manera curiosa se limpió sus lentes, quería mirarme la barba o algo así, se acercó a mi cara y preguntó:
—A ver, déjame verte. ¿Cuántos años tienes? Mmm, ya te está saliendo la barba, hijo, bueno, unos cuantos pelos, en honor a Moctezuma.
—Pues qué no ve que está haciendo su servicio militar —dijo de manera heroica mi mamá y más se engalló cuando vio llegar a mi papá—: Es un chiquillo, señor licenciado. Un menor de edad.
Yo ni pelaba la acción, pensaba: «¿En dónde andaría la Chancla?».
—Okey, señora, vamos a ver. Escúchame, mi hijo, nada más quiero que me digas dónde está la señorita… ¿cómo le dicen…?
Alguien gritó:
—¡La Chancla…! —el Juez con sabiduría reflexionó:
—Ay, eso ya lo sé, ¡metiche!, yo quiero…, bueno, dime hijito, ¿es tu amiga o qué?
El Taquero airado gritó:
—Brincos diera el güey, de seguro se la llevó a la fuerza, la ha de tener raptada, quiero decir secuestrada, señor juez. Déle una calentada para que diga dónde la tiene.
El Juez con ternura me dijo:
—Ándale, hijo, dime… Yo sé lo que es eso del amor, de repente se nos mete la calentura y no pensamos lo que hacemos. ¿En qué hotel la dejaste?
Mi papá como siempre solucionó el conflicto:
—Señor Juez, señor Juez, déme chance —y zas, que me mete tremendo guamazo en la nuca. Sentí sus cinco dedos alborotando mis neuronas. Qué no ven que se paralizó; y que me mete otro mazapanazo.
—Ya señor, tampoco, va a dejar a su hijo menso —dijo el Juez.
—Yyyyo no sé… —comencé a decir aletargado, dejando al auditorio, como Cristo los dejó cuando convirtió las piedras en panes. Ddddesde hace días no la veo, de-de-des-de que fue a estudiar a la casa del maestro Vacunin, para los exámenes finales.
El Juez vio al Taquero. El Taquero buscó a su esposa. El Juez me preguntó:
—¿Y el maestro… Culín… dónde vive, hijo?
—Vacunin, señor Juez, se llama Vacunin…
—Está bien, hijito, Vaculín, dónde vive.
—En la calle de Jalapa, en la Roma. Pero la Chancla me dijo que de ahí se iba a ir al casamiento de su tía…
—En la madre… —exclamó el señor Taquero.
Con la mirada el Juez pidió una explicación al rey del taco.
—Sí se casó mi hermana, pero la Chanclita no quiso ir porque iba a tener exammm… —el papá como iluminado por un rayo, dijo—: Señor Juez, ¿y no, el maestro Vacunin, la estará exammm…? —el Taquero hizo como un mudo y salió corriendo de la Delegación de policía…
Bara, bara, baratita, señito, pantaletitas para las chiquillas crecidas.
18
Así fue como la primera vez el amor me abandonó. Pero el hombre es el único animal al que le ven la cara de pendejo más de una vez y siempre quiere ir por el desquite…
El maestro Vacunin, antes de irse de fuga con la Chancla, se portó buena onda, a todo el grupo nos aprobó. Fue así como saqué diez de calificación en lógica. Tenía apantallado al orientador vocacional.
Y yo, como me dijo el maestro de matemáticas:
—No te desalientes, Bartolache, en la vida suelen suceder esas cosas, por eso ¡estudia!, para que ganes un buen billete y tengas buenas viejas. Con dinero baila el perro.
Ante estos consejos no me olvidé del amor, había algo dentro de mí que me ardía pero no lo daba a demostrar, seguí adelante con el sueño maternal: estudiar.
Los siguientes semestres fueron un bálsamo para mi maltrecha autoestima. Le eché ganas al estudio, pasé el bachillerato con promedio de siete punto cinco para inscribirme en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Yo creía a ciegas que ahí, en mi Alma Mater, mi raza de bronce hablaría por mi espíritu indómito; aunque fuera asta bandera no se doblaba. Es más, mi jefecita se llenaba la boca con la palabra UNAM. Ahí habían estudiado casi todos los presidentes del PRI.
Decidí estudiar sociología aunque tuve mis dudas porque también me atraía psicología, y más, después de sufrir en carne propia los dolores del alma.
Supe por los cuates que la Chancla se había ido a Cipolite, Oaxaca, con el maestro. Su papá, don Taco Pedroza pagó a unos policías judiciales para que la trajeran cuando supo que andaba nadando encuerada en las playas. Pero…
Durante ese tiempo la Chanclita me mandó cuatro tarjetas postales de las playas de Oaxaca. Una traía atrás unos versos de amor:
Esta noche al contemplar las estrellas solitarias,
supe por fin que eres un ser maravilloso.
Te quiero, amor, aunque no lo parezca.
Perdóname, no me olvides, yo volveré por ti.
Cuándo, no lo sé, espérame, te sigo amando.
El único ser que siempre piensa en ti.
La postal no traía ni nombre ni firma del remitente. Sólo un inmenso corazón flechado, goteando sangre.
Sentí satisfacción al saber que ella me amaba aunque se hubiera ido con el maestro Vacunin.
Los que no me dejaban ni a sol ni a sombra eran los padres de la Chancla; después de todo el desmadre que me armaron, ahora eran a todo dar conmigo. Don Taco Pedroza me buscaba, me cultivaba, pero luego luego mi mamá captó:
—No le recibas nada a ese señor, se me hace que anda buscando esposo para su hija. Tú a lo tuyo, el estudio…
Mi jefe, como siempre, se reía y preguntaba:
—Cómo está eso de que te presta su camioneta para que vayas a la Universidad y quiere que vayas a trabajar a sus taquerías. ¿De cuándo acá le nació tanto amor, si antes te quería meter a la cárcel? Te quiere capar, hijo, húyele.
La cosa era que hasta la suegra me esperaba en la parada del camión y me tenía preparado un itacate de taquitos. Y dígame, ante tanta amabilidad ¿cómo uno puede ser grosero? Yo se los recibía, le daba las gracias pero siguiendo los consejos de mi mamá, en cuanto veía un bote de la basura los tiraba, no fueran a estar embrujados.
Una vez, para quedar bien con el maestro de matemáticas, le regalé un itacate de taquitos al pastor, le dije que mi mamá vendía en la calle tacos, le di hasta sus bolsitas de plástico con salsita. Cómo estarían de sabrosos los tacos que el maestro unos días antes del examen, me dijo:
—Joven Maciosare, usted es un estudiante brillante, se me hace que va a sacar un nueve de calificación. Yo lo he estado observando y tiene sazón, sabor, y dan ganas de repetir, cómo la ve, cree que sus mamacita se luzca para sacarle brillo a su nueve de calificación…
Créame, yo veía al maestro todo tilico, como si fuera papá de niño desnutrido del África, yo sabía que le pagaban por hora y a veces hasta nos pedía boletos del Metro; soy lento, pero a veces, las pesco al vuelo. Pensé en que mi suegra no me podría decir que no, ¡y como va!, que le digo al maestro:
—Maestro, lo invito a cenar taco, a usted y a su novia…
—No juegues con tu suerte Maciosare, un nueve está bien.
—Oh maestro, es derecha la invitación, les va a dar gusto a mis parientes que vaya a su taquería.
El maestro sonrió.
—Está bien Maciosare, pero sólo nueve de calificación.
Los maestros parecían tener el complejo Vacunin: su novia era otra alumna.
—¿Qué le parece el sabadito alegre, a las ocho de la noche? Nos vemos en la estación del Metro Garibaldi. Ya de ahí yo lo llevo.
Se me quedó viendo, se rascó la nuca y agregó:
—Okey, me saludas a tu novia… —me vio tan triste, creo, que enseguida agregó—: Te estoy bromeando, Maciosare, aguante la risa… Siga estudiando, eres buen estudiante, das el gatazo de menso pero conociéndote a fondo, se ve que sí la haces. ¿El sábado?
La bronca fue después con la suegra. ¿Cómo hacerle para que no se me alocara y me viera cara de yerno? Ya el suegro quería que fuera con otros policías en avión hasta Cipolite para convencer a la Chancla de que yo era el bueno.
—Déme cinco al pastor…
—Ocho de lengua…
—Échele más chile.
—Señor, tres de sesos y dos de machitos y cinco de maciza… y uno de longaniza.
Lo que sea de cada quien tenía fama su taquería.
—Mire señor, si ella me quiere regresará… si no, pues no. A fuerza ni los zapatos entran —yo le dije así al suegro para que no alimentara falsas ilusiones.
—Sí mi hijo, pero la Chancla es una mujer que necesita que le jalen la rienda. ¿Me entiendes? Hay que mostrarse hombrecito —estos consejos me los daba mi suegra.
El suegro de reojo manejando las tortillas, me dijo:
—¿Cuál es el milagro de tu visita?
Yo me saqué de onda.
—Nabor deja en paz a Macs, no está maleado, es un buen muchacho. ¿A qué vienes, hijo…? Tráiganle un refresco al joven.
—Quería pedirles un favor, señora…
—Lo que quieras, hijo…
—No pidas, bien sabes que ésta es tu casa… —remató el suegro— pero ¿sigues estudiando, verdad?
—A eso vengo, es que le convidé de sus tacos a mi maestro de matemáticas y le gustaron un montón y para quedar bien con él, lo invité a cenar a la taquería, pero…
—¿Te va a pasar año? —me interrogó el suegro como si estuviera haciendo cuentas.
—Ya me pasó con nueve.
—Perfecto, mi hijo, tráelo. Ésta es tu casa, aquí lo agasajamos.
Yo nada más vi a los padres cómo me miraban y sentí que querían a un licenciado en la familia. Sólo alcancé a decirles:
—Gracias… —con una cara de pendejo que reflejaba las ilusiones de amar y de querer ser licenciado en sociología.
19
Bien dicen que el tiempo cura las cicatrices. No me lo va a creer pero hasta taquería tenía a la salida del Metro y todo por saber amar…
La familia de la Chancla, lo que sea de cada quien, me apoyaba en todo lo de mis estudios. Con decirle que hasta mi mamacita dio su brazo a torcer; le caían bien los taqueros. Aunque al principio se opuso a que yo tuviera mi propio puesto de tacos de suadero patrocinado por los suegros; al rato hasta ella preparaba las salsas a puro molcajete.
Sólo mi jefe, como siempre, guardando distancia; pastoreando a la familia por el buen camino; por donde nos la lleváramos cachetona. (La vida.)
—Ahorra, Maciosare, no sea que te vayas a rajar con la Chancla y te quiten el puesto. Yo ya no te puedo dar todo lo que necesitas para la escuela. Están corriendo a los más viejos de la fábrica. Van a cerrar, ya no se venden las televisiones de la Philco, todo lo compran de fayuca, pero tú vas por buen camino. A tu hermano también le va bien con sus trácalas y chanchullos.
—Pero no reparte, jefe —le dije airado—; todo para su santo.
—Conque no nos venga a pedir y no le dé preocupaciones a tu madre, me doy de santos. Ya ves que va a entrar a la Policía Judicial Federal
Mi jefe quería un chingo a su vieja y vivía para ella, no le había podido dar la vida que él hubiera querido pero la procuraba en todo. No lo quería decir, pero sus planes de jubilarse en unos años andaban bailando con la más fea.
Chinga para el viejo, acababa de cumplir cuarenta años.
—Va a estar difícil que consiga otro trabajo. A lo mejor con lo que me den de liquidación pongo un negocio ¡o un taxi!
Me sentía impotente. Él no se sentía así, pero estas cosas lo hacían sentirse viejo en el trabajo. Yo no lo veía viejo. Con rebeldía exclamó:
—Esos hijos de su puta madre del FMI le ordenaron al gobierno que nos corrieran de nuestros trabajos. Están quebrando muchas fábricas, otras las cierran y las llevan fuera de la ciudad; las demás se están volviendo comercios, ya traen todos los productos hechos.
Me sonaba el FMI, como que alguna vez lo escuché de niño, pero no me imaginaba las madrizas que nos podían parar a los jodidos.
Una tarde lo vi llorar en la calle. No me dijo por qué. Traía un sobre amarillo en sus manos, me enseñó un cheque. Ya ni las peleas de box le gustaban, decía que ahora eran arregladas y que no había tan buenos boxeadores como antes:
—Un Cassius Clay, un Rubén Olivares, un Carlos Ortiz, un Carlos Monzón, un Mantequilla Nápoles.
Ahora en lugar de comerse sus tortas con jamón, venía a tristear al puesto de tacos. Le gustaba cobrar y escuchar en la radio «El Fonógrafo del Recuerdo». Programaban boleros con cantantes como Julio Jaramillo, Virginia López, Javier Solís, Pedro Infante y los de la Sonora Santanera, luego se ponía moderno y escuchaba «Los grandes años del Rock and Roll»: Cesar Costa, Enrique Guzmán, Angélica María, Alberto Vázquez, era cuando sonreía con su vieja. Pero su modo silencioso se volvió mayor.
A veces, de repente, se aparecía el Arqueólogo como siempre, muy echador, que ya soy aquel, que fue y que vino y puro gua gua gua y nada de efectivo. Se veía que le iba bien. Pum, pas, papas porque llegaba muy alhajado, muy perfumado, muy vestido para apantallar, en autos apantalladores. Se comía unos veinte tacos y bebía tres coca colas. Y el ojeis no pagaba. Mi mamá le daba la bendición, él se arrodillaba y le besaba la mano, ella se quedaba contenta, exclamando:
—Ay este condenado no va a cambiar nunca. Lo bueno que es policía.
El padre hacía cuentas:
—Pues por esa visita no entraron a la caja cien pesos.
A las diez de la noche cerrábamos el changarro, barríamos la calle y nos íbamos a la casa, para ponerme a estudiar.
Fue por esos días cuando se apareció, como un ciclón en el golfo de México, bañada por la luz de la boca de la estación del Metro, ¡la Chancla!, vestida de negro, a la punk, mascando semejante chiclote; mitad Sex Pistols, mitad Cindi Lauper. Toda ella era una mascada… de chicle.
20
Los destellos del amor, esta vez, ni cosquillas me hicieron. Al correr la vida uno se va haciendo duro como un bolillo de tres días. Mi corazón era una roca. Y mi vida un libro abierto, que se estaba escribiendo.
Al ver salir del Metro a la Chancla, mi mamacita pálida como una tortilla nixtamalera se persignó como si hubiera visto al quinto jinete de la Apocalipsis:
—En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo… ¡Pero muchacha qué andas haciendo así a esta hora…! ¿Quién te espantó?
Y no era para menos, con unos pelos así de parados, crestas de pájaro loco, tijereteadas, mantecosas, de color zanahoria; iba vestida con ropa de piel negra, entallada; estoperoles en las costuras. Su figura chaparrita y nalgona se imponía a la noche como una sensual escultura zapoteca punk.
No cabía duda, la Chancla mantenía su personalidad; estaba bien buena, como un mango petacón en el mes de julio.
Se le veía a lo lejos, sin ser psicólogo, que estaba pacheca, drogada, japiberditudey, engargolada; no estaba muda, ni le habían comido la legua los ratones, ¡andaba ida!, sus labios carnosos eran lechosos como un queso añejo y sus piernas las tenía engarrotadas como astronauta en la luna. Dijo desde su inmediatez:
—¿No me dan un chubi…? —era una plegaria llegada desde las playas de Cipolite Oaxaca.
—¿Tienes sed, hija? —le preguntó mi jefecita y volteó a verme como si yo supiera qué era un chubi—: ¿Qué refresco es ése, hijo?
—No, no creo que sea un refresco —contestó mi padre con mucha seriedad y ojo clínico, revisando las actitudes de la Chancla. Determinó: «Está pacheca». Por amor a su hijo aguantó la neta con caballerosidad.
—Ha de ser otra cosa… Vieja, dame una coca cola y las aspirinas que están en mi chamarra —el jefe cargó a la Chancla para ayudarla a bajar los escalones de la entrada del Metro.
—Siéntante… —mi padre me miró y movió la cabeza, como diciéndome con los ojos: «¡Aguas, cabrón, no te vayas a embarcar!».
Mi mamá le dio la coca y las aspirinas. Mi jefe tomó dos. Destapó con los dientes la coca. Puso dos pastillitas en la lengua de la Chancla y agarrándole el hocico le empinó la coca cola.
—Métete esto, niña, no tenemos un chubi. Pero con esto te vas a sentir mejor.
El padre me interrogó desconfiado:
—¿Cuándo llegó a su casa?
—Nooo, no ha llegado desde que se fue con el maestro Vacunin.
—¿Desde hace tres años?
—Sí… apenas se apareció.
Yo la miraba y no lo creía, mi corazón ya no latía como chiva loca por la Chancla. Esta chava no era la que conocí al entrar al Ce Ce Ache, ahora me parecía una bota punk. Y era una bota muy andada, con tacón desgastado.
A la Chancla, la lengua simplemente no le obedecía y la boca se le torcía. Se tragó las aspirinas y se sopló la coca. Se quedó en los brazos de mi mamita como un angelito barroco puscuanmoderno meciéndose en el árbol de la vida, de ésos de Metepec.
Mi papá le hizo la parada a un taxi y le dijo a mi mamá:
—Vamos a entregar a esta niña con su papá, no se vayan a agarrar al Maciosare solito, y para qué te cuento… ahí mismo nos lo capan, perdón, hijito, te casan.
Mi mamá, se volvió a persignar. Su rebozo de lana de Chiconcoac la cubría hasta la boca.
—Ave María sin pecado concebida —de prisa ayudó a la Chancla para subir al taxi. Tienes razón, viejo, vamos todos juntos, no lo vayan a embarcar.
La Chancla como no queriendo, se abrazó con su humilde servidor, quiero decir que reculó hacia mi corazón. Pero yo pensaba: «Ni cenizas quedan del incendio de Roma».
Unos días después se vino la bronca.
Más sabe el viejo por vivido que por atrabancado. Tenía razón mi jefecito. El suegro, don Taco, llegó como desesperado al otro día al puesto, estacionó su Gran Marquís cuan largo y ancho era enfrente de mi vista, bajó haciendo sonar sus cadenas de oro, y como si fuera un Mexican curios, me dijo:
—Qué pasóóó, jovenazo, ¿cómo va el negocio? ¿Verdad que deja sus buenos pesos? Usted hágame caso y lo voy a hacer rico.
Yo lo miraba y lo miraba para ver por dónde traía escondida a la Chancla, pero el suegro muy hábil, me hizo ver lo buena gente que había sido conmigo; cómo había ayudado a mi familia; cómo esperaba que yo terminara mis estudios para ser mejor hombre, y como no queriendo la cosa me deslizó sus anhelos.
—Cómo ve, joven Macs, ya llegó la Chanda. Llegó desmejoradita, pero se va a reponer… Necesita un hombre que la cuide… y la familia, o sea yo y su mamá, le vamos a echar la mano a ese hombre —y a cada afirmación alzaba su mano y movía su muñeca para que sonaran sus cadenas de oro frente a mis ojos. Ya ve, usted nada más fue su novio; y yo le presté uno de mis puestos. Y que conste que no le cobro renta. Y no se lo estoy cantando, ahora se imagina con mi yerno cómo me luciría ayudándolo.
El suegro trataba de ser discreto y no ofender, quería portarse decente con su candidato a gobernador.
—Pero cambiemos de tema mejor, mi Macs. Vengo contento, acabo de realizar una transa. Le compré a un maestro del SENTE un departamento de los que da el gobierno. Lo agarré bien ahorcado. Es un condominio como para recién casado, se lo pagué al chas, chas, peso sobre peso y chacachaca para la Chancla… Está en Culhuacán, es de los del FOVISSTTE. Está en una zona pues más o menos… ¡Eso sí, menos pinche que el Centro Histórico de la ciudad!
Mis piernas temblaban, dentro de mí me decía: «Chin, tan a toda madre que estábamos con el changarro. Y mi jefe bailando sin chamba».
Me faltaban dos años para salir de la Universidad y el güey de mi suegro me tenía bien apergollado del gañote.
Ahí, al verlo ese día, sentí que debería de maliciar, pensé, si le digo que no, va a querer que le regrese el changarrito de tacos. Entonces no le dije ni sí ni no. Pero él, viejo lobo de las finanzas existenciales, siguió empujando con toda conciencia:
—Mire, Maciosare, usted dedíquese sólo a estudiar para que termine rápido su carrera. Yo, mientras, mando a un empleado a que atiendan el puesto. Se lo voy a decir derecho. Mire, Macs, yo sé porque todo mundo lo dice que siempre ha estado enamorado de la Chancla. Eso para mí como padre pues tiene un gran valor, porque se ve que es un joven con futuro, y la niña no es mala, la ha regado, eso sí, pero afortunadamente no se ha embarcado, ni embarazos ni legrados. Ayúdeme y yo lo ayudo. ¡Cásense!
Tan tan tan taaaan. Así, a la sin susto, me quería dar la mano de la Chancla. Yo era su esperanza. Su peor es, a quien había estado cultivando para ensartarme en una boda. Y yo miraba el embarcadero como un corazón de las tinieblas.
Uno de joven, a veces es muy pendejo, pero muchas veces, o la mayoría, Dios nos ayuda. Y creo que eso me sucedió porque pendejo, pendejo, pero no me apendejé.
—Sí señor, yo lo sé, y usted sabe que yo por la Chancla me la siento de todo corazón. Pero para que le hago al cuento. ¡Ella no me quiere!
—Cómo no, joven, sí lo quiere, ¡por la señal de la santa cruz!, nada más que de repente no sabe lo que quiere. Pero si usted se pone cabrón con ella, la va a tener aquí, pegadita a usted. Usted con todo respeto la ha regado. Yo no sé si se da cuenta, pero la Chancla lo agarra de barco por quererla. Muérdase un güevo y póngale un hasta aquí. Cásese y la familia lo ayuda para hacer de la Chancla una buena ama de casa.
—Puede que tenga razón, señor, pero yo no soy de los que creen que hay que madrear para querer —me salió desde adentrito de mi corazón el charme ceceachero.
—No, ni lo mande Dios, no lo tome tan a pecho, hijo, yo no quiero decir eso. Sólo le estoy aconsejando cómo mantener el control con la Chancla, es berrinchuda pero con unas nalgadas se está quieta. No digo que me la madree. Nada más dígale qui’hubole, mi Reina, aquí manda el hombre. ¡Y zas!
—Eso es precisamente lo que no quiero, don, yo siempre pensé en que ella debería de quererme porque yo la amo. Y si no es, pues para qué le hago al tío Lolo.
—Ahí está tu cagada, güey. Ya te estás haciendo fuera de la bacinica. ¿Cómo?, mi buen Macs, vea al maestro Vacunín, ¿cómo le lavó el cerebro a mi chavita? Muy fácil, le hizo creer que era ella la que decidía y ya ensartada él tomó las riendas. Así son las mujeres, les gusta creerse amadas pero mandadas. No sea romanticón.
Ahí fue donde me dio en mi mero mole porque aunque no me gustaban los tríos sí que me encantaba la música de Pablo Milanés: «Chancla, te amo, te amo, Chaaancla…». Puro amor revolucionario. Puros poemas de Mario Benedetti. Por eso no quería ser un macho más.
Como dijo mi maestro de literatura: «El Romanticismo, emergió con la modernidad y junto con la modernidad se estaba acabando». La cosa yo la veía de la rechingada; qué pasaba con los millones de cabrones que crecieron educados en el nacionalismo, amando el folklore, a lo héroes, los sueños de amor, como mis padres. Ahí encontrarán las explicaciones a la respuesta que le di a mi suegro:
—Sí, pero yo no. Yo la verdad, don, le saco a la Chancla. Y si quiere ahorita le entrego el changarro que me dio. Lo que es al César al César y al Taquero lo de sus tacos.
El suegro se encabronó. Me miró. Pero más que una mirada era una mentada de madre.
—No seas más pendejo de lo que eres. Tú aguanta la risa. Y te va a ir bien, cabrón, yo te ayudo. Cásate, tienes la papita, doradita y a crujir que el mundo es de los cabrones.
¡Ah qué cosas son éstas las del amor!
En el fondo, la neta, yo seguía queriendo a la Chancla. Es eso de que uno no sabe muy bien por qué; pero ahí está uno diciéndose: no, no la quiero, ya mi corazoncito no siente. Pero el pájaro sigue trinando nada más de verla.
¡Ésa fue mi regazón!
—Piénsalo, hijo, no te precipites, vengo mañana para hablar con tus padres. Háblale a la Chancla, preguntó por ti.
Me dio una tarjeta: «Tacos El Uyuyuy», atención personal de su propietario. Subió a su auto.
Yo me quedé con la tarjeta en las manos. La verdad, sí tema ganas de platicar con ella, para qué me hago güey, pero no me quería casar.
Pantaletitas para las mujeres anchitas, señito, para mejorar el bizcochito. Baratitas, muy baratitas.
21
¿Qué será? ¿Que uno no tiene voluntad o el amor nos apendeja? ¿O será que los espíritus débiles son los que se enamoran y los gandallas pasan por el amor como los motociclistas por la esquinas, aunque de repente también se dan sus ranazos?
Puras preguntas me hacía viajando en el Metro. Y era un trecho largo, de la Universidad a la taquería o de la casa a la Universidad. Es más, los cuates se habían dado cuenta que había adquirido la sana costumbre de hablar solo:
—¡Hoy andas más pendejo que otros días!
Me sentía como mi mexiquito: todos lo pendejeaban. Como los héroes de nuestra historia patria: ¡Perdedores!
Tal vez, por eso, mi mamacita intuía que yo tenía que ponerme bajo la advocación de un ganador: el indio zapoteca, Don Benito Juárez, ¡que sí la hizo!, de pastorcito a presidente de la República. Y a lo mejor ese espíritu indómito, «el misticismo del carruaje», hacía que no me doblara a las primeras de cambio y siempre fuera por la revancha.
La Chancla, a su manera, era bonita. Le hablé por teléfono. ¿Qué quiere que le diga? ¿Que ella me buscó? No, no es cierto. Yo era el que andaba de nalgas.
Fuimos a bailar al California Dancing Club. Se puso guapa con las entradas al salón de baile, ¡como marcaba la tradición entre ella y yo! Era viernes y tocaban Los Ángeles Negros, aquello estaba a reventar.
Desde la salida del Metro me tomó con tibia y sudada mano. Iba con un vestido rosa fosforescente, entallado. Más como una neoromántica que como una puscuanmoderna. Yo iba con un saco de los que venden en las tiendas del Eje Central, color azul cielo, muy santanero, de los de al dos por uno y una camisa rojita, corbata amarilla, nada más para contrastar. Cuando entramos al salón, ella respiró profundo y yo me sentí ad hoc.
—Ah, ya me hacía falta esto —exclamó la Chancla aclimatándose al ambiente.
—Estaba hasta la madre de tanta naturaleza y tanta mamonería intelectual del Vacu. Fue un buen cotorreo, no hay bronca; pero está zafado. ¿Tú crees?, primero éramos haré krishna y luego cristianos. Ahí me cagó, se la pasa todo el santo día leyendo la Biblia: Mateo: 2:14. Me gustaba más de revolucionario.
Yo no preguntaba, veía a las nenas del salón bailar cumbias de a brinquito:
—Estoy acá, mírame… —así era ella, hable y hable queriendo capturar toda la atención, si uno le preguntaba algo no contestaba, ella solita agarraba su carrete y comenzaba a soltar el hilo.
—Dos años me aventé por la playa.
—Tres —le dije.
Se me quedó viendo y con ojos cabrones remató:
—Quién va a saber más yo que los viví o tú.
—Yo que los conté. Uno a uno —me miró asombrada, medio sonrió, se junto a mi cuerpo, me abrazó con un chingo de ternura y comenzó a bailar aquella canción de Los Angeles Negros:
Y volveré como una ave que retorna a su nidar,
verás que pronto volveré y me quedaré con esa paz
que siempre, siempre tú me das…
Y volveré…
La bailamos de a cachetito, acurrucados por las otras parejas que también se la sentían.
Fue una canción y otra y otra hasta que terminamos bailando muy discretos de a cartoncito de cerveza. Mis manos ya no la alcanzaban como en otras épocas; sus nalgas se habían expandido durante estos años.
Parecíamos dos llaveritos meciéndonos en un columpio querendón.
Ella también comenzó a reconocerme entre risitas y besos.
Para que no se me caliente le digo que terminamos en un hotel de la calzada de Tlalpan.
Eran las cinco de la mañana yo no me podía dormir. Miraba a la Chancla roncar, y yo con una angustia. ¡Ya me embarqué por calenturiento! No me voy a quitar a su jefe ni aunque le regrese dos puestos de tacos.
No fui a la Universidad a un curso en el CUC sobre el neorrealismo italiano en el cine. Como a las diez de la mañana se despertó la Chancla. Me sonrió. Corrió al baño. Oí correr el agua del W. C. y luego el de la regadera… Pensaba: «No me conviene casarme ahorita, lo mejor será hasta que me reciba». ¡Mi corazoncito era un tizoncito; sólo que la Chanclita estaba más cabrona que nalgona!
—Apúrale, que quedé de ir a la Villa de Guadalupe con mis papás.
Se vistió en chinga.
Cuando bajamos a la calle de Tlalpan paró un taxi y se subió.
—Tú vete en Metro —me dijo antes de cerrar la portezuela del taxi, asomó su carita por la ventanilla y agregó—: No le hagas caso a mi papá de que nos casemos. Yo ya le dije que no —el taxi avanzó.
Miré a la estación del Metro y se me hizo una lejanía. ¡No cabía duda, no se me quitaba lo reverendo pendejo!
Bara, bara, mujercitas, ya llegó su Juan Camaney de las pantaletas baratitas.
22
La vida es así; da y quita. No pude seguir los consejos del gran José Alfredo Jiménez: te vas porque yo/ quiero que te vayas/ a la hora que yo/ quiera te detengo… La Chanclita me volvió a botar por un tubo.
Cuando se enteraron los papás de que no iba haber casamiento, se enojaron y ardidos fueron al puesto de tacos y agarraron a mi jefecita sola en el changarro. Dicen que la sacaron a empujones y que el mantecoso Taquero aventó el radio Philco de mi jefecito a la banqueta.
—Cómprense mejores chingaderas, de perdida un it’s a Sonny.
Yo quería ir con el Arqueólogo y decirle que fuéramos a ponerle en su madre al taquero, por gandalla, pero mi jefe no quiso. Me dijo:
—Vamos a darle donde le va a doler, ponemos un changarro de tacos enfrente del de él —me lo dijo sonriendo. Y yo le contesté sonriendo que ya se me hacía tarde para ponerlo.
Mi jefa tenía parte de los ahorros de la liquidación de mi jefecito.
Ésos fueron buenos días para mi jefe. Volvía a vivir con ilusiones, era como cuando yo era niño y él llegaba los sábados, día de pago, por nosotros para ir a comprar nuestra despensa a la tienda de la CONASUPO.
Le metió duro a levantar la taquería, construyó con un carpintero —cuate de él— un armazón de puesto distinto a los de fierro, que se usaban; el nuestro era más estético, tenía empotradas dos estufas de gas y decidimos vender tacos de suadero, de longaniza y nopales asados, con la especialidad de mi jefa: ¡las salsas! Bien picantes.
Nuestro antiguo puesto, digo, el del suegro, ahora era atendido por mi maestro de matemáticas. ¿Pasa a creer?, me aguantaba la muina pero la bilis me chorreaba por los ojos, ahí estaba el güey, muy girito, muy alegre, muy luchón, decía que le iba mejor vendiendo tacos que dando clases de matemáticas.
—Tacos de buche, de nana y de ojito, marchantito. Aquí están sus tacos «El Matemático».
Pero eso no fue todo. Estábamos discutiendo, mi jefa, mi jefe y yo, qué nombre ponerle a la taquería; había llegado el momento de inaugurarla, cuando llegó el líder de los comerciantes ambulantes junto con el inspector de vía pública de la Delegación Cuauhtémoc.
Estos sujetos querían su mordida. Y no se conformaban con poquito dinero, ¡no, qué va!
—Cáiganle —dijo el líder moviendo la cabecita de monito cilindrero. Mi mamá imploró al instante a la Virgen del Sagrado Corazón de Jesús.
Pedía un chingo, un salario mínimo, era de no creer para una familia jodida, como la de mi jefecito, un hombre que toda su vida ganó un poco más del salario mínimo y siempre le chingó todo el santo día; entonces mi mamá se puso pálida como la grasa de la res cuando se derrite, sudaba. Mi jefe trató de masticar el camote que se le atravesaba en el hocico y negociar:
—Bájale, vamos a empezar, no nos negamos pero póngase en nuestra situación.
—¡Son muchas broncas otro puesto más!, hay que salpicar a los de arriba. Rásquenle para ver si nos arreglamos —argumentaba el inspector con la complicidad del líder. Mi jefe siempre ha sido despacito pero seguro. Y como los buenos les contestó:
—Si están viendo que salimos a la calle para trabajar por jodidos, ¿cómo comprenden que ahorita vamos a tener de dónde rascarle? ¡No lo tenemos!, pero, si ustedes nos dan chance, poco a poco, nos ponemos a mano, ¡no nos regalen nada!, dennos chance de trabajar y cómo no, le entramos, pero despacio, sin avorazarse.
—Qué pasó, mi Don, nosotros lo hacemos para parar broncas. Porque entendemos la situación del país. Por ayudar al jodido. Mire, en un mes me paga la inscripción a la Asociación de Changarros Ambulantes y aquí al jefe, cada tardecita, de la venta le da un entre —dijo el líder.
Respiró mi mamá con gusto, hasta comenzó, de nuevo, a preocuparse por el nombre de la taquería.
—¡Tacos Sabrosos! ¿No les gusta el nombre? —preguntaba desconsolada.
—Taquería: ¡El Buche! —sentenció un jefe muy inspirado.
Mi mamá le dio un beso.
—¡Está fífiris nais!
—No te preocupes, al que le chinga Dios lo ayuda —me sorprendió mi jefe viendo el puesto del Matemático; tenía mucho éxito. Me jaló una oreja.
Después de la bronca con el inspector de vía pública y la aprobación del líder hubo otra bronca más catastrófica:
¡La pinche taquería no prendió ni madres! Dos, tres, cuatro, seis meses y ni madres, no prendió. ¡A nadie le gustaban nuestros tacos, ni nuestras salsas! ¡Fuimos derechito a la bancarrota! ¡Cerramos la taquería El Buche por falta de tragones!
Era de lágrima vernos en nuestro puesto espantando las moscas; mi jefecita agarró una práctica con el periódico enrollado que hubiera servido como modelo para alguna marca de insecticida. Lo que calentaba eran las burlas solidarias del líder de la Asociación de Changarros Ambulantes.
—No que muy salsas con sus salsas, ja, ja. Ustedes no nacieron para el comercio callejero —se reía y como buen globalofílico quería hacer negocio con nuestra bancarrota. Si vender tacos no es hacer enchiladas. Ya no pierdan más dinero. Traspásenme el puesto.
Mi padre miró al líder con la frialdad del razonamiento:
—¡Ni madres! Si al don Taco le dábamos a ganar, por qué no podremos hacerla solos en el comercio. Ni madres, aquí nos aferramos.
El líder se alejó silbando y contando su dinero del entre.
No cabía duda, al no doblarnos ante la adversidad nos superábamos. En ese instante nuestra máxima motivación existencial era tener un changarro a todas margaritas. Fue cuando tuve una idea genial. Era como si me hubiera llegado el aroma de las rosas del Tepeyac:
—¡Mejor, vamos a cambiar de giro comercial, jefe!
Mi jefecito le tenía pavor al cambio, su cara se contrajo como si hubiera dicho reconversión industrial. Calló. Yo creo que ya tenía pensado trabajar de taxista.
—Dios aprieta pero no ahorca. Vamos a pensarlo bien —terció mi mamá.
Un santo día, al pasar en el Metro por la calle de Tlalpan observé una fábrica de ropa íntima; me llamó la atención la cantidad de mujeres que andaban ahí. Por instinto bajé del convoy y salí de la estación.
Bellezas, verdaderamente bellas, hacían cola frente a la bodega de una fábrica de ropa íntima. Estaba vendiendo sus saldos de pantaletas.
Observador que soy, sentí el sabor de la cola. La cola de mujeres era sabrosa y era porque todas las presentes tenía una característica en común: estaban muy nalgonas o de cadera ancha.
Me dije: «¡Ahí está el pan, Bill Gates! ¡Pantaletas a montones para las mujeres petaconas! Windows Lovables».
¡Ése era el nuevo giro para el puesto de tacos El Buche!
Fui al INEGI. Revisé el censo demográfico del país. Mi gozo fue inmenso; más de la mitad de la población ¡eran mujeres!
Hice una muestra femenina con las usuarias pellizcadas del Metro. Realicé cálculos con base en la información obtenida, observé formas de conducta femenina y modos de consumo de las clases trabajadoras. Llegué a la conclusión: Las mujeres gastan mucho dinero en pantaletas y principalmente las mujeres que eran de la talla 42 en adelante.
Rondé la fábrica con un espíritu de libre empresa, indagué precios, materiales, modos de liquidación y posibles líneas de crédito, platiqué con judíos, con árabes, y uno que otro descendiente de chichimeca, todos ellos dominaban la producción de pantaletas en sus talleres del Centro Histórico de la ciudad.
Cuando tuve la certeza del potencial mercado corrí con mis jefecitos. Convencí. Y decidí.
—Voy a vender pantaletas. ¡Los tacos son para los matemáticos! ¡Las pantaletas para los sociólogos!
Mi mamá pegó el grito en el cielo, casi se hincaba:
—Les va a dar pena comprar en la calle; que todo mundo se entere qué pantaletas traen puestas, por Dios, hijo de mi vida. Vamos a tronar como ejotes.
Pero mi jefe, siempre mi padre, con mano suave, dijo:
—No, mujer, fíjate que no está tan pendejo el muchacho, puede pegar el negocio, tiene su lógica sociológica. Las mujeres de hoy no son como tú. Son más descaradas. No habla a lo loco, lo hace con fundamentos universitarios. ¿Qué no te das cuenta? Está aplicando conocimientos de la Universidad; la verdad, ahí parece que lo están desapendejando.
Mi mamá con resignada fatalidad exclamó:
—¡Que se haga lo que Dios quiera! ¡Viviremos de las pantaletas!
Así, con la bendición de mi jefecita, la fe del jefe y mis conocimientos universitarios, comencé a la entrada de la estación del Metro a vender saldos de pantaletas para los traseros voluminosos. Cierto, era un negocio elitista pero productivo.
Bara, bara, güerita, pantaletitas bonitas, bien baratitas.
23
Lo cierto era que Mexiquito lindo y querido estaba bien jodido pero con harta necesidad de pantaletas. Las mujeres del país las compraban por montones. Había miles en busca de la talla 40, como si estuvieran sedientas de amor.
La Chancla, a sus veintiún años de edad, andaba rondando la talla 40.
Por cierto, me invitó a cenar.
Y yo no me hice del rogar.
A sugerencia de ella, quedamos de vernos en la plaza Garibaldi, en La Casa del Mariachi.
La dueña del lugar, doña Magda, madrina de la Chancla, decían había sido la vieja del Macho Prieto, un viejo califa o padrote. De él había oído platicar a mi padre; alguna vez me lo señaló, el señor ese estaba loquito, mi padre siempre le daba unas monedas, y se agarraba a contarme del Macho y sus mujeres. Y dizque la verdadera leyenda de «La noche de san Valentín del año 73». Era un alucine para los adolescentes.
Doña Magda era una mujer mágica para mí. Puta retirada y empresaria activa.
Supuse que la Chancla lo hizo con doble intención. Tranquilizar a su familia, de que no fueran a pensar que se quería escapar. Y quedar bien con su madrina la Magda.
Las casas que rodean la plaza Garibaldi están pintadas de blanco y sus ventanas tienen rejas. La Casa del Mariachi está al fondo cobijada por unos arcos.
Ahí, se encontraba ya la Chancla, con su look punk, estaba con un tipo igual de estoperoleado, sólo que éste traía el pelo azul algodonoso. Manejaba una moto. Ella estaba recargando sus nalgotas en el motociclista; muy queriéndose comer el mundo a puños.
Me saqué de onda, pero aguante el plátano en el hocico.
—Hola. (Pensé: Te hace la cola.) ¿Ya llegaste? —pinche pregunta tan pendeja que le hice, hasta la fecha ella se burla de ello. La Chancla me dijo:
—No, acabamos de llegar —me contestó para sacarme del aprieto, iba en buena onda— Franki, él es el Maciosare.
—Mucho gusto.
Estreché la mano mantecosa de Franki.
—Quepsó carnal —alcancé a entenderle.
La Chancla me agarró del brazo y me llevó aparte, con cortesía.
—Le dije a mi papá que iba salir contigo. Perdóname. Aguanta la bronca ¿no Macs? —le voy a ser sincero, yo no sabía si lo hacía a propósito o me agarraba de su puerquito. ¡Me voy a ir de fuga con Franki! Te lo digo por si te bronquea mi papá. No me mires así, Maciosare. Te quiero mucho —me acarició la mejilla, me dio un beso muy tierno, de ésos que me rompían cuanta madre tenía y me dejaban lisito, lisito, para lo que ella quisiera.
Se subió a la moto del Franki.
Durante otro buen tiempo no la volvería a ver.
Doña Magda, que ya andaría arañando los cincuenta años, era muy atractiva, muy bien forrada, con un motor de ocho cilindros, volado en forma de repisa; desde la puerta de su negocio me hizo señas de que me esperaba.
Como no queriendo fui con ella.
—Ya se volvió a largar mi ahijada, ¿verdad?
—Sí —le dije adolorido. Me tomó de la mano y me dijo:
—Pásale, muchacho, tómate algo…
Esa noche fue mi primer gran pedo.
Quién sabe que me daría de tomar doña Magda. No supe de mí.
Su cuarto estaba arriba de La Casa del Mariachi; cuando desperté estaba bien empiernado con la Magda. La que había sido vieja del Macho. Se imagina cómo me sentía.
Como a las siete de la mañana, sonó el timbre. Eran mis padres.
Doña Magda bajó a recibirlos. Yo me vestía.
Cuando bajé estaban desayunando carne asada y chilaquiles muy picosos y bebiendo cervezas. Platicaban de mí.
Todavía alcancé chilaquiles y una cerveza, mis jefes y la doña platicaban como grandes cuates. A la Chancla la habían destazado en pedacitos.
—Allá ella y su mala cabeza. Su hijo es un buen chamaco, pero ¿no creen que le hace falta vivir más? Por eso lo agarra de barco la Chancla. Es mi ahijada, pero eso no obsta para reconocer que es una chica nalgasuelta.
Cuando me senté a la mesa, la doña me hizo un huequito a su lado, con su gruesa mano me agarró la pierna.
—Y manden a la chingada a mi compadre. Toda su bronca la quiere solucionar casando a su hija. ¡No mi hijo! —se volteó a decirme—, tú no eches a perder tu futuro con esa escuincla, no es para ti, tú estudia, aguántate, cuando tengas tu título, así, mira, así de muchachas van a querer contigo.
Cuando me hablaban así ya me andaba por presentar mi examen profesional.
Al despedirme de doña Magda, me dijo:
—Ven a visitarme más seguido, Maciosare. Para que me digas cómo va lo de las pantaletas.
Mi padre se portó muy amable con doña Magda.
—Gracias doña, tiene razón; el escuincle está muy verde. Pero aprende rápido. No es pendejo, se hace. Lo de vender pantaletas se le ocurrió a él.
—Sí… pero… primero es lo primero, el estudio —muy apurada, con sus manos entrelazadas, remarcaba mi madre el máximo objetivo de su existencia.
—Tiene razón señora. ¡El estudio! Pero déjelo que se distraiga un poco. Tanto estudio amensa. Que conozca el mundo para que no lo agarren de barco camaronero. No vaya a querer, a las primeras de cambio, torta de queso de puerco sin conocer el jamón de pierna —la doña sonrió bien cachonda, creo que hasta a mi padre se le calentaron las gónadas.
Ya íbamos saliendo de la plaza Garibaldi, cuando nos cayó el chahuistle huitlacochero.
Sobre el Eje Central se estacionaba el Gran Marquís de mis suegros. Bajaron del coche los dos gordos hinchados de prepotencia e histeria. No la veían llegar con la Chancla. ¡Pobrecitos!, los traía en chinga la nalgoncita.
Mi padre, lince urbano, les midió la distancia.
Jadeando el suegro se me enfrentó, haciéndole segunda su esposa, como una guacamaya de mil llamativos colores. Mis padres no existían para los gordos.
—¿Dónde dejaste a la Chancla? ¡Ahora sí cabrón, tú te la llevaste y te vas a casar! ¡Te cinché!
—¡Te vas casar! ¡Y por las tres leyes! ¡La civil! ¡La de la iglesia! ¡Y por mis güevos!, mi hijito —cantaba como guacamaya la suegra—. Te chingas con la Chancla o te metemos a la cárcel —su rostro era una mueca de muégano con orégano.
Mi jefe como siempre, relax, expandiendo su presencia, dándoles chance de que desalojaran su histeria. Caminó para protegerme de los manotazos del suegro y de la saliva salpicada de la suegra. Con seriedad papal interrogó al suegro.
—¿Ya acabó? Ustedes díganme para bajarles el stress contra mi hijo —al ver que los suegros se quedaban con la boca abierta, como si les hubieran dicho, engarrótense a’i, siguió. Uno, mi hijo no se casa con la Chancla porque la Chancla se largó anoche con su novio, el este…
—Franki… —le dije, ante el pataleo de los suegros.
—¿Se fue con el marihuano? —exclamó mi suegra derritiendo su enjundia.
Los suegros salpicando la gordura fueron hacia La Casa del Mariachi. Pero el suegro no se quedó con las ganas, de pasadita me dijo indignado:
—¡Cada vez que te veo, te veo más pendejo, muchacho!
Mi madre ardiendo en amor por su vástago no dejó pasar la ocasión:
—Óigame, no, no me lo ofenda, más bien su hija es muy puta.
La suegra se regresó queriendo agarrar por los cabellos a mi je fecita santa.
—Será muy puta pero muy rica para comprarse un marido muertodehambre —le gritaba a mi madre.
—Pero no a mi hijo —mi mamá era una mujer que no se daba tregua para defender lo suyo.
El Taquero echando los bofes sociales contuvo los kilos de su gorda:
—Ya mujer, déjalos, de jodidos no van a pasar. Pinches vendedores de calzonzotes para viejas. ¡Ja ja ja…!
Mi padre encendido pero muy caballeroso se atrevió a darles un consejo:
—No la armen de tos. No estén ardidos. Piensen en esa niña. No es cierto que sea una puta. ¡Pero sí está loquita! Llévenla a que la trate un psiquiatra.
El punto final lo puso el Taquero, dijo cortante:
—¡Chinguen a su madre los tres pulgosos!
Mi jefecita me abrazó, mi viejo abrazó a su vieja, y yo me sentí querido. Después de todo no era tan ingrata la vida.
Bara, hara, muñecas, pantaletas a la media, bara, bara.
24
Bara, bara, güerita, pantaletitas baratitas para las mujeres bonitas. Era mi grito de guerra comercial. Había descubierto mi vocación: micro empresario en las estaciones del Metro.
Las mujeres por fin me adoraban a montones. El amor, pensaba, me iba a sonreír algún día. Yo les daba lo que ellas necesitaban: ¡Comodidad al andar!
El negocio prendió como bolsa de país tercermundista, los capitales me tentaban, pero mi liberalismo juariano me impedía aceptarlos; yo quería ser independiente.
Mi suegro cuando vio la buena se quiso apuntar pero mi jefe preservó la soberanía familiar. Me aconsejó de la manera más cortés, como el último romántico:
—¡Mááándalo a chingar a su madre!, así como él nos hizo en Garibaldi.
Lord Byron, Schiller, Garibaldi, Rousseau de haber sabido de la existencia de mi jefecito, el papá de Macs, les hubiera servido de inspiración.
Yo había heredado su romanticismo. O lo que es lo mismo: ya encarrerado el ratón, que chingue a su madre el gato.
El que sonaba como campanita de Navidad era el inspector de vía pública, andaba feliz como un infeliz cuando se saca la lotería.
¡Puntual pasaba por su ten per cent!, su mochada, su mordida, su pellizcada, su entre. El aceite que engrasa para no desbielar a la maquinaria burocrática.
La calle de la estación del Metro se estaba volviendo el Wall Street de los jodidos; era los puertos de Sidón y Tiro de los descendientes de Cuauhtémoc. Y yo me sentía imbuido por el espíritu del Coloso de Rodas.
El comercio en esta estación del Metro me sonreía, hasta el Matemático me compraba pantaletas para su novia.
—Órale, carnalito, que estén acá, muy sexys, talla 40.
Por la parte de atrás del puesto de tacos del Matemático metían unos animales despellejados que parecían cabritos, los cargaban dos estudiantes de bioquímica, especializados en procesamiento de alimentos, del Instituto Politécnico Nacional. Se reían mientras echaban los animales en una plancha. El Matemático me semblanteaba:
—Vamos viendo mi estudiante de sociología: ¿Crees que a la gente le gusten los taquitos con carne dulcecita?
Yo para no embarcarme, dije que no sabía. Pero él estaba interesado en mi opinión:
—Vamos mi sociólogo, hay que aplicar los conocimientos para mejorar los negocios. No seas gacho.
—Creo que la salsa no se lleva con lo dulcecito.
El Matemático sonriendo aceptó:
—Tienes razón, tengo que bajarle lo dulzón a la carne.
—Gua, gua, gua… —le contesté con risa de complicidad.
—Gua, gua, gua… ay, ojón, ahí te hablan, talla 42 —me dijo, asombrado el Matemático, ahí, con sus formidables echas para acá estaba la Magda.
—A’i nos vemos al rato —dije lleno de contento.
—¡Apúrele, mi sociólogo, haga trabajo de campo!
Doña Magda apareció envuelta entre los rayos del sol de la tarde.
Corrí al puesto como un Juan Diego cualquiera en busca de la Virgen de Guadalupe.
La Magda con su voz celestial me dijo:
—Hola, Juan Dieguito, hijo mío.
—Dime, niña —le dije con mi tilma repleta de rosas del Tepeyac.
—Ya te olvidaste mí —la verdad yo sí creía que me hablaba la Virgen. Me cai, hasta a mis calzoncitos se les aflojó el resorte—. ¿Tienes pantaletas de mi talla? —me preguntó retadora, haciendo pesar la enormidad de su trasero; lo calculé, lo adoré, lo recordé, y dije como los buenos:
—Talla cuarenta y dos.
—Ja, ja.
Como loco me puse a buscar su talla. Gruesas gotas de sudor mojaban mi frente, no encontraba pantaletas de la talla de doña Magda, pensé, qué extraño, debería de haber talla 42.
La Magda orgullosa de su atractivo, me ayudó a salir de la carencia de las pantaletas talla 42:
—Ojo, Macs, dile a los judíos que fabriquen pantaletas talla 42; habernos muchas mujeres que las usamos. Unas porque estamos buenotas y otras porque hay carne para acariciar.
Era cierto, la Magda tenía un culo amplio con una cintura muy bien delineada. Serían las circunstancias o porque agudicé mi atención, pero de repente, junto a la Magda, había muchas mujeres de traseros que ostensiblemente anunciaban la talla 42; eran hermosas esculturas olmecas, zapotecas y otomíes.
—¿Qué vas a hacer en la tarde?
—Tengo que ir a clases.
Yo le quería decir que me zurraba nada más de pensar en su cuerpo. Pero no se lo dije, eh, me lo guardé como muchas cosas más.
Se metió al puesto y me besó. Yo como no queriendo la cosa, muy discreto, apoyé mis manos en sus caderas. La Magda gozosa, me susurró mientras metía su lengua en mi oreja:
—Son tuyas, mi amor —al estirar las piernas para brincar mi mercancía, se delinearon macizas, eran un testimonio de su belleza otoñal. El Matemático, asomándose discreto en su puesto, se reía y hacía señas que estaba muy güena la Magda.
Esa tarde, al ver alejarse a la Magda decidí dejar de amar a la Chancla; a pesar del recuerdo, a pesar de que la nostalgia me decía que había una talla 40 por la cual me la sentía.
Cómo no agradecer a esta estación del Metro las gracias recibidas. Al fin, la veía llegar (la suerte): mantenía a mi familia. Y lo mejor para mi jefecita y para mi jefecito era que ya tan sólo me faltaban tres semestres para terminar mi carrera.
Y entonces trabajaría de sociólogo. Y llegarían los días de andar de traje y corbata y con tarjetas de crédito.
Me preocupaba mi jefe, tenía cuarenta y dos años e iniciaba un nuevo reto: ganarse el pan nuestro de cada día en un taxi. Mi viejo era un corazón tibio y palpitante.
Y es que el presidente de la República nos había dicho, así como si dijera el domingo comen enchiladas, que el país estaba quebrado y teníamos que apretarnos el cinturón. Para salir de esta bancarrota se iban a necesitar cinco generaciones de jodidos antes de que los tataranietos de los jodidos pudieran empezar a vivir un poco mejor.
—O sea, que ya estamos cáete cadáver para el güey ese —exclamaba con amargura mi jefecito. Ahí sentí que se quebraba el joven viejo.
Bara, baratita, muy baratita estas pantaletitas para damas ligeritas.