1

Mi madrecita santa, un santo día, a la hora de hacer la inmaculada tarea, me dijo:

—Estudia, hijito, ten un título universitario. Y serás como don Benito Juárez. Verás qué bien te va en la vida. Encomiéndate a la Virgen de Guadalupe.

¡Esa pinche tarde, mi madrecita santa no sabía la pendejada que me estaba haciendo creer! ¡Pobrecita! Histórica fue esa tarde en mi destino, me acuerdo: la tarde era soleada, el cielo azul estaba cargado de borreguitos pastoreados por el Benemérito de las Américas.

Mi madre era una jovencita tejedora de ilusiones para su hijo. Ella ponía el esfuerzo y el presente de su vida para mejorar el futuro de su chilpayate.

Un ser en la soledad del universo: todo ganas para que con el estudio, ¡yo!, brincara la alambrada de la pobreza.

¡Cruel desengaño! La juventud entera de una mujer tirada a lo loco por una quimera.

Yo era un chiquillo de ojos vivaces, como capulines en el mes de mayo; una santa ladilla diplomada, doctorada y cosmonautada.

¡Tenía seis tiernos años! ¡Y mi madre como veintitrés! Mi padre como veinticuatro o veinticinco; y mi hermano como cuatro y ya se le veía lo gandalla.

Éramos una típica familia Telerín: La familia pequeña vive mejor.

Yo era un escuincle creyendo a ciegas en el profundo foso de la sabiduría maternal; sus frases no eran para mí, su hijito lindo y querido, el undécimo mandamiento de la Ley de Jonás, ¡no!, eran las palabras proféticas, recién saliditas del Oráculo de las revistas del corazón.

—Ya estás distraído, ¿verdad?

Plas. Crash. Zúmmmmbale. Sonaba el manazo maternal sobre mi cabezota por andar papando moscas en Marte, mi madrecita amada seguía hilando frases finas:

—¡Sácate esa goma del hocico! No estés de babas, ya termina tu tarea, hijito de tu…

Plas. Crash. Buumm. Y sorréjate este otro. Puumm. Mi cabecita nada más retumbada con sus sesos zangoloteados. Las orejas me ardían. Los argumentos maternales seguían a pesar de mis retobos, con impostada voz de niño héroe a punto de tirarse de cabeza desde el torreón del Castillo de Chapultepec. Imaginaba: mi cuerpo envuelto en la bandera mexicana, hecho un taquito sudado. Rájale, campeón. Croon. Pácatelas, sopas de perico verde, salpica de catsup las rocallosas:

—Síguete haciendo y te pego… —y zas, va de nuez como un pez; manazo a plenitud sobre mi gigantesca nuca olmeca.

—Pos si sí estudio, mamacita linda y querida —esgrimía con mi lógica—, nomás que ya me cansé de tanto estudiar —y con frialdad cartesiana asumí mi compromiso. Grité deschavetado—: Mi cerebrito me dice que ya quieeero salir a jugar.

Pero la madrecita con la serenidad del compromiso asumido recomendó:

—Querer es poder, mi Reyecito —aquí debo de confesar, así me decía: «Reyecito», pero yo más bien creía que me decía: «Güeyecito».

¡Y tómala mi Rey de chocolate con narices de cacachuate ahí te va este pellizco en el brazo!

—¡Ándele, mijito, repita la tarea, no me responda que me enojo! —palabras balsámicas. Según mi Reina, eran frases motivadoras para mentalizar al jodido; terapia guadalupana para brincar la frontera hacia el primer mundo.

Eso sí, como recomendaba mi doctor Sigmund Freud, a pesar de los manazos sobre mi choya y espaldita, mi vista no se apartaba del libro de primer año de primaria mientras debajo de la mesa me apretaba el pizarrín.

Era una manera de demostrarle a mi jefecita que su chilpayate era entrón con las letras aunque las letras no fueran entronas con el mocoso.

Pero: La letra con sangre entra aconsejaba Pestalozzi, el pedagogo de cabecera de mi mamacita. Y órale ahí va un librazo sobre la espalda del chiquillo.

—¿Cómo se dice si juntas la ese y la i? ¿Cómo se dice, cóoomo​se​dice​cómossss dice​cómo​se​dice​cómose​dice​cómo​se​dice​cóooo?

Yo con oquedades en el cerebro me sentía un huerfanito en el universo; exclamaba un alargamiento rítmico de la Oooo, la vocal del jinete que le jala la rienda al caballo:

¿Ooooo…? —la incógnita hacía relinchar mis neuronas. Y luego las dulzuras de la responsabilidad maternal.

¡Menso! Ssssiiii, ¡si! ¡Si! —lloraba, sí, yo lloraba de felicidad cuando la frase inmortal documentó mi espíritu:

Ssssí, repite, sssí, sssepu-eee-de, sí se puede, sí se puede. —La voz de mi mamita era como la de un presidente de la República con botas de ranchero Malboro— repítelo, sí se puede —y yo como un loro pergueñando colores tricolores decía la frase lo más bonito que podía, casi como un himno nacional:

Buuú, bu, bu… Sí se puede, síííí seee puuu-eeeee-deeee.

Mi madre feliz, por fin, dejó de dar mazapanazos sobre mi tierna humanidad.

Pero ya mi choyita era atolondrada cabecita. El brazo me ardía y las sssss con la vocal del ratoncito me perseguirían como pirañas en el mar de la noche. En sueños mi angelito de la guarda aleteando se burlaba, rebuznaba.

A, E, I, O, Uuuu, el burro sabe más que túuuuuuuu… ¡Lero, lero, el burro sabe más que tú!

El Angel era botijón y cachetón y se doblaba de la risa mientras mis orejas crecían y crecían hasta envolverme y formar una corbata de moñito alrededor de mi espigado cuello; el moñito me asfixiaba, a medida que aumentaba la presión sobre mi cogote. En el sueño, el moño sólo alcanzaba a deshacerse cuando de manera natural podía cantar, al juntar en una sílaba a la sss y la ííí, como mezzosoprano:

—¡Sssssíiiii…!

En ese precioso instante una burbuja explotaba desvaneciendo a mi de la guarda y me hundía en un sueño a pierna suelta hasta que el arrullador saludo mañanero de mi mamacita me despertaba:

—¡Ya levántate, cabrón, meón!

2

Pero todo esto sucedió por culpa del Pájaro Madrugador. Lo idearon para ver si podían globalizar al mundo; la prueba fue un programa de televisión llamado Nuevo Mundo, enlazando a países de diferentes partes del planeta.

Y ahí tiene, el día que se enlazó el mundo por primera vez a través de un satélite de comunicación, yo salí en la televisión.

Mi jefecita estaba en el ajo, a la par de los Beatles; ellos desde Inglaterra y esta mujer genuina desde el Centro Médico del Seguro Social, en Chilelandia.

Como dice mi mamacita: «ya traía mi carisma»; y cuando la vieron bien panzona los doctores, se dijeron: ésta es la estrella.

No me acuerdo muy bien porque debí de haber estado muy pendejo a unos segundos de nacer, sólo veía un universo oscuro azuloso; pero era muy aguado. Lo primero que sentí fue cómo la mano de un cabrón me jalaba de la cabeza pero mi mamá jura que no necesitó ayuda, a puro pujido me aventó. Cuando asomé la cabeza y trataba de ver, sentí mis párpados como si los hubieran pegado con kola loka; pero desde chiquito aprendí a no doblarme y por ahí me acuerdo que mis ojitos al abrirse un poquito lo primero que vieron fue el lente de una cámara de televisión, como en un sueño, en ese lente vi reflejado el rostro de un infante zapoteca con un incipiente y espinoso peinado de a rayita.

Yo, la verdad, como dice don Octavio Paz, me sentí chingón cuando el aire entró a pleno por mis narices, era un aire con olor a maíz palomero; lo que me hizo estar consciente de mi orfandad fue cuando sentí cómo un güey me agarraba, a la de Aquiles, de los tobillos, y me dio una santa nalgada que me hizo llorar.

Luego ya no supe nadita de nada, me han de haber cobijado porque me sentí calientito en el seno de mi jefecita linda y querida, ya como en sueños escuche esa canción de los Beatles cuando les tocó su turno de estar en el Pájaro Madrugador representando a England: All you need is love, love, love… Me quedé bien dormidito.

—Ay, condenado escuincle, ya te estás mojando —eran las dulces palabras de una joven madre.

Yo creo por eso adquirí de chiquillo la costumbre de orinarme en la cama. Ya más grandecito se me quitó.

Bara, bara, marchantita, pantaletitas a su medida.

3

El cromo tricolor del licenciado don Benito Juárez colgado en una pared del hogar era nuestro icono del éxito: el J. P. Morgan de los jodidos, él, un indio zapoteco —que hasta la adolescencia aprendió a hablar español— estudia Derecho y llega a ser presidente de nuestra amada República del cuerno retorcido.

¡Los jodidos hijos de la raza de bronce tenían en aquel indio jodidón el ejemplo para mentalizarse en la ruta del éxito! Aquí maíz. Acá Coca cola.

«¡Sííí se puede, sííí se puede…!»

Era nuestra lección particular de cómo peinándose de a rayita se adquiere el look cool de Wall Street.

Mi madrecita hincada como una santa Teresa cualquiera en su morada, posesionada por la mística del Carruaje histórico, invocaba: ¡El Estudio!

—Ilumínalo san Benito, no lo dejes caer en desidias ni güevonerías, encamínalo por la ruta del hombre de bien, de la calidad y el éxito. ¡Ojalá y se haga rico para que nos saque de la jodidez! ¡Hazle el milagro a mi Chiquillo! Si no es presidente de Mexiquito me conformo con que sea presidente de la Coca Cola.

Eran sueños compartidos por un joven matrimonio rompiéndose el lomo para labrarles un futuro a sus dos chilpayates. Yo y mi carnal, éste era una ladilla doctorada con Honoris Causa por la Universidad de la calle.

Fuimos dos hijos nada más porque mis jefecitos se creyeron la filosofía social del gobierno aconsejado por el FMI y el Banco Mundial:

Mi jefecita se dejó amarrar las trompas de falopio en una clínica del INSTITUTO MEXICANO DEL SEGURO SOCIAL. ¡Puro complot internacional apelando al neto amor patrio de mi jefecita!

Como si hubiera sido ayer veo a mi mamacita escuchando las notas de la inmortal obra de don Pablo Moncayo: Huapango. Ella deja de hacer su quehacer, se seca las manos, se recarga en su escoba y mira con beneplácito en la pantalla de nuestra tele Philco la llegada al aeropuerto del presidente de la República Mexicana de algún viaje por el extranjero para abrir mercados.

Mi mamacita con su rostro cansado reposa mientras su muñequito juega en el suelo a las carreritas con carritos de plástico, con su manita alborota discretamente mi peinado a la Benito Juárez (hecho a base de puro jugo de limón) y me dice en un susurro histórico:

¡Estudia, hijo, Estudia! —y volvía su atención al discurso del señor presidente:

—Un logro de la H. Revolución mexicana, la primera H. Revolución social del siglo XX, la que logró plasmar en su Constitución conquistas sociales jamás consignadas en ningún contrato social en el mundo.

El orador chorrillea un verbo ampuloso, a sus espaldas una enorme manta con la imagen del Benemérito de las Américas. En medio del pantano de matracas y viseras para el sol con el logotipo del Partido Oficial la masa sudada se cansa de tanta amartajada. La voz oficial ni los mueve ni los conmueve; los duerme.

—La Revolución francesa junto con Rousseau y Voltaire nos la viene guanga… —mi madre con el más puro orgullo de la chinaca nacional aplaudía azotando la escoba contra el suelo.

Las imágenes de la televisión encadenan a toda una nación, muestran a los dirigentes del país del cuerno de la abundancia, con traje, corbata y lentes oscuros; aplauden de pie: Plas plas… ¡Plas!

—¿Y la Rusa y Lenin? —se pregunta el de la guayabera.

Sigue:

¡Chipotle! ¡Cuaresmeño! ¡Se sientan los rusos! ¡Nosotros fuimos primero!

Se escucha por parte del respetable un Chiquiti bum a la bim bom bam Mé-xi-co, ra, ra, ráaa. Tanto entusiasmo me cansaba.

—¡Y la China también nos hace los mandados! ¿Lincoln y Thomas Payne? Al lado de don Venustiano Carranza y Lázaro Cárdenas son como pulgas que no brincan en nuestro petate.

En ese clamoroso recuento histórico la multitud atragantándose de sandwiches propagandísticos aplaude a rabiar, grita gruñendo cualquier sonido, el chiste es que se oiga, los listos se esfuerzan por que el señor presidente sienta que sí aplaudieron. Repica la campana de Dolores y se escucha la histórica «Marcha de Zacatecas» machacada por la banda de cadetes del heroico Colegio Militar.

Era el inevitable tiempo en donde todo niño mexicano es contagiado por la leyenda y el espíritu de los Niños Héroes. Ellos, nuestros héroes, esculpidos en piedra; cara a cara, mofletudos querubines aztecas cuidaban el altar de la patria; ellos nunca se abrieron a los gringos, por eso:

—¡Que la patria os lo desmadre!

Mi madre al oír esta frase llegada desde el patio de la vecindad salió con su escoba para gritar a los cuatro vientos:

—Groseros, ustedes no respetan a los héroes que nos dieron Patria.

Y nosotros, sus querubines caseros, acá, en el seno de Chilelandia, donde la familia mexicana vive mejor frente al televisor en blanco y negro; la piel se nos hacía chinita, mi hermanito, solidario, me acompaña mientras la voz maternal nos conmina a estar al pie del cañón:

—Párense, qué no ven que están tocando el Himno Nacional —los dos en posición de firmes, con el brazo derecho doblado y el codo levantado a la altura del corazón, sintiendo el tun tún de las palpitaciones en nuestra mano extendida. La neta, los dos chiquillos hacíamos muy bien el saludo a la bandera; rugíamos: mexicaaanos al griiito de gueeeerra. Enanitos se nos hacían los extranjeros.

Y si los marcianos hubieran aterrizado en las tierras de la tuna y el nopal; a punta de nopalazos los aplastaríamos y a tunazos los pintaríamos con tinta sangre del corazón de Copilli.

Mi hermanito sonríe al ver la televisión. Eso siempre me intrigó del susodicho, desde chiquito la política lo mataba de la risa. Cuando se descuidó mi mamá me dio un mazapanazo, me sacó la lengua y me acusó:

—Mamá, mi hermanito no se sabe el himno nacional, nada más movía los labios.

Y para toda reacción, ¡rájale!, me cayó un flamígero y maternal manazo en la espalda por antipatriótica memoria.

Chiquillo majadero, a qué estás yendo a la escuela, qué, ni eso te enseñan.

Yo la miré como si el mundo viniera rodando sobre mí, quise pedir la ayuda de Charles Atlas, pero como Niño Héroe del Castillo de Chapultepec, acepté mi mea culpa. Aguanté el pedo.

Ahora que mi gran pedo patrio radicaba en que no entendía ni madre la letra del himno nacional. ¿Qué era eso de: Maciosare un extraño enemigo profanar con su planta tu suelo…? No sabía el significado de la palabra Maciosare, mi angustia amenazaba el sano desarrollo de mi libido; me sentía culpable al masturbarme; esquizofrénico busqué el significado de tan patriótica palabra.

Al no encontrarlo, tremendo sentimiento de pecado invadió mi estructura existencial porque a lo que me sonaba la inmortal palabra era a: Tierra de maíz palomero germinado en el suelo patrio. Y después la siguiente frase: un extraño enemigo profanar con su planta tu suelo. Ni que fueran perritos para miarse en las tierras del maguey. No me checaba.

Las preguntas me perseguían como espinas nopaleras dentro de lo más íntimo de mi ser patrio: ¿Qué habrá plantas de maíz carnívoro que andan caminando por ahí? Mi derrota existencial me hundía en las profundidades del inconsciente.

Cómo, me recriminaba mi conciencia: ¿Qué no eres mexicalpan de las tunas?

Todos los maestros, año tras año, en la escuela primaria Mártires de Chicago, hoy Mártires del Fobaproa, me obligaron a aprenderme de memoria la letra del Himno Nacional, pero nadie me explicó su significado; y cuando me atreví a preguntarles a mis condiscípulos, ¡me bautizaron!

Fue un lunes, cuando son los honores a la Bandera y yo pregunté; que qué quería decir MACIOSARE, el más grande de la clase me dijo:

—¡Un extraño enemigo! ¡Menso!

Yo repliqué con otra inquietante pregunta:

—Ah, ¿Maciosare son los gringos?

—Nooo ¡taras!

—Entonces, ¿los alemanes?

A coro me respondieron carcajadas infantiles, que casi hacen que desista de la siguiente pregunta:

—¿Un extraño enemigo son los rusos? ¿Los comunistas? ¿Los judíos?

El más grande con seriedad marmoliana aplacó mis ansias:

—No, mas si osare un extraño enemigo es cualquier amenaza a la patria.

—¿Los hijos de la chingada?

—École cua.

—Ah, ya entendí: Maciosare son las amenazas a la patria tangibles e intangibles.

Ante tanta iluminación dejé a mis condiscípulos hechos unos reverendos pendejos. Salieron del letargo inspirados por un sentimiento colectivo de simpatía hacia mi persona y comenzaron a decirme:

Maciosare… Maciosare… —miándose de la risa.

Sí, ahora ya lo sé yo era un extraño enemigo a la patria.

—Bara, bara, señito, pantaletitas para las gorditas, marchantita, que me voy.

4

Eran los tiempos del milagro económico mexicano, el desarrollo estabilizador y la Alianza para el Progreso. Sólo que mis jefecitos, jóvenes y fuertes, no veían llegar a sus vidas el mentado milagro. Eramos puro lado moridor: Mexicanos al grito de guerra… y retiemble en sus centros la tierra…

A mediados de los años sesenta se escuchaba en nuestro radio Majestic: Si me dicen el loco, la verdad si estoy loco, pero loco por ti…, en la voz de Javier Solís, gran cantante de boleros rancheros. A la vez, en la vivienda de la joven vecina, en su radio, la chinaca popular se las daba a las de acá, yes sir, what’s magueyes, con: Come on baby light my fire…

Arrastrándome de rodillas para jugar a las canicas le ponía en su mother a los pantalones del tercer año de primaria.

Ésos fueron los días, donde como si se hubiera descubierto el hielo caliente, en los barrios populares se vieron pavimentar calles lodosas, aparecer banquetas bien alineadas; iluminadas, con postes de luz mercurial, y a la menor provocación vehicular se instalaban semáforos en las esquinas.

Se construyeron mercados públicos muy modernos, diseñados por arquitectos renombrados. Esos mercados eran para los comerciantes callejeros. También aparecieron de la noche a la mañana centros deportivos, sociales y culturales con canchas de futbol o de basquetbol.

Y para alimentar el espíritu indomable de la población femenina, en esos centros sociales se aprendía «El jarabe tapatío». Todo esto a nombre de la Revolución Institucional.

Y para el lado sufridor, el gobierno fomentaba la paternidad responsable; campañas para un amarradero de trompas de falopio. Para qué negarlo, mi jefecita fue de las primeras que se apuntó en la lista, con la conformidad de mi jefecito.

Acuérdome, una noche, los dos amantes muy serios sentados alrededor de la mesita de madera, tomando una taza de café con leche de la Conasupo, después Liconsa, decidían.

—Cómo ves. ¿Le entras? Dicen que es una operación sencilla; un amarrón de las trompas y pin pon papas.

Como respuesta a la propuesta de mi jefecito, mi mamacita con plena conciencia de su futuro murmuró una tonadita:

¡Papas fritas!, la familia pequeña vive mejor —mi mamá con tanta angustias por nuestras penurias parecía hablar a base de tonaditas publicitarias—: ¡Viejo, si la leche es poca al niño le toca!

Mi jefecito gustaba de la cerveza fría y también de los vasos de leche fría. Dejó su taza sobre la mesa.

—Niño Maciosare a beber su leche para que tenga huesos y dientes sanos.

Yo arrugando la nariz, torciendo la boca y enrollando mi lengua, como un churrito, miré con bizcos el vaso de leche de Liconsa.

—¡Guácalaaa!

Pero ni siquiera terminé de expeler la última «a» cuando me pescó de las orejas mi mamacita linda y querida y ¡zúmbate tu leche campeón! Me tomó por la punta de la lengua y la llevó al vaso de leche.

—Escuincle majadero. Aquí hay de dos leches: o la tomas o la bebes.

¡Ah qué tiempos aquellos!

La Revolución mexicana, después de medio siglo de existencia, «le comenzaba a hacer justicia al jodido», pensaba mi padre. Por eso a la hora de las elecciones votaban por el PRI y rogaban por que resucitara John efe Kennedy.

Pero, la verdad, sincerándome, lo que yo deseaba de todo corazón esos días era un pan Bimbo con mi chocolate Pancho Pantera batido con leche de vaca como lo recomendaba la televisión. O sea que muy a güevo me acostumbré a beber leche Conasupo para crecer grandote y fuer tote hasta alcanzar la descomunal altura de un metro cincuenta y ocho centímetros, ¡forzadones!

Eso sí, cuando me daban el «desayuno gratuito» en la escuela, agarraba el envase tetra pak de la leche vacío, lo ponía en el suelo y con todas mis ganas cerraba mis ojitos; con mis manos me tapaba los oídos y dejaba caer sobre el envase mi bota minera con suela de llanta y ¡para qué les cuento! Aquello tronaba como bomba terrorista. Pero el peso de la represión caía sobre mi cabecita; el manazo de la maestra era meco y seco como un ¡pas pastas, güey! Y la voz de la autoridad con saña dictaba sentencia:

Niño Maciosare, ¡castigado!, no tiene derecho a salir al recreo y se me va a lavar el coche de la señorita directora con agua y jabón.

Yo por mis adentros, mirándola de reojo para qué es más que la pura verdad, murmuré: ¡Pinche vieja! ¿De qué otra manera me defendía?

¡Pantaletitas, jefecita, a su mera medida, bara, bara, marchantita!

5

Mi padre, y me pongo de pie para saludarlo; como si fuera el Lábaro patrio, sentenciaba que ésta era la era de: «Al jodido jódanlo sabroso».

Él fue un heroico trabajador de los ejércitos de la Philco, radios y televisores para los hogares; mucho antes de que la dichosa empresa por causa de la reconversión industrial, la globalización de los mercados, el contrabando de it’s a Sony, o vaya a saber por qué desapareciera de la faz del territorio de mexicalpan de la tunas, los magueyes y el sope con pollo deshebrado.

Eran los años en que yo era un mocoso de moco escurrido como guajolote aburriéndose de sol los sabaditos en la tarde, en el patio de la vecindad del Chavo del Ocho. Por ésta que vivíamos en el número ocho.

Los sábados en la tarde, cuando llegaba el jefe de familia a la vivienda, al coto de los Bartolache-Bartolache, su figura parecía grandiosa sobre el quicio de la puerta de la entrada, impidiendo el paso de la luz del sol; de él emanaba la suya, la de la intensidad del amor familiar.

El señor Bartolache llegaba cansado, pero nos regalaba una sonrisa de elote solar, de sus ropas sacaba, imitando al mago Chen Kai, un sobre de papel amarillo; era su sueldo completito, la raya, el chivo, la paga, el quién vive en las últimas; la inicua satisfacción del jodido, años antes de que el FMI nos pusiera una santa madriza. Mi papá no era un macho cualquiera, era de los que no se abría a sus obligaciones familiares, ni se distraía en cualquier tugurio antes de llegar con sus hijos y su vieja. Por eso me pongo de pie y brindo ante la memoria de semejante cabrón. ¿O no?

La pequeña familia salía de compras a la tienda de la CONASUPO para surtir la despensa de la semana: jabones, pasta de dientes, frijoles, azúcar, sal, aceite, harinas, sopas, alguna trusa o camiseta, calcetines. Y para mi mamá un brassier o unas pantaletas. Mi viejo, en esa época era un hombre joven, fuerte, trabajador; con manos gruesas, rugosas; con las ilusiones bien puestas en nosotros; se compraba cien gramos de jamón de pierna y otros cien de queso de puerco, un aguacate y una lata de chiles jalapeños para sus noches de sábado; era como John Travolta: sobrevivía.

Para el padre la noche del sábado era un lujo. Para él no había nada en la vida como un televisor Philco de 21 pulgadas en blanco y negro frente a su cama, y cerca, como un recinto sagrado, una silla de madera comprada en La Lagunilla y sobre ella en papel periódico, de preferencia el Esto, su periódico deportivo favorito, un plato de peltre y sus dos tortotas con jamón y varias rebanadas de aguacate, jitomate, rodajas de cebolla y rajas de chile jalapeño en vinagre. Ese agasajo acompañado con una cerveza Victoria bien helada. Todavía me parece escuchar sus eructos.

Sus tortas las devoraba entre round y round de las peleas del Púas Olivares, en la Arena Coliseo o en La México patrocinadas por las hojas de rasurar Gillette y narradas por don Antonio Andere y Jorge Sony Alarcón.

Tenía veinticinco años de edad, una mujer chaparrita, buenonona, y dos hijos que mantener.

A veces mientras peleaba el Rupén, así le decían en sus inicios al campeón mundial de box, Rubén Olivares, nosotros —los hijos del padre— sentados en el suelo alrededor de sus pies, magnánimo, nos preparaba una torta, igualita a las de él, la partía en dos partes, una para su servilleta, el ratón Miguelito, y la otra para Bugs Bunny, mi hermanito, que me acompañaba.

Eran esos tiempos en que ser pobre no significaba sentirse tan jodido, tan sin esperanzas, porque se tenía la ilusión de que la Revolución de Pancho Villa y Emiliano Zapata nos haría justicia. Y yo estudiaba para ello, para que mi jefecita no dependiera de su trípode nacional: la virgencita de Guadalupe, la Conasupo y el Seguro Social.

Bara, bara, baratitas las pantaletitas, señito, a su pura medida para que ande cómoda en el Metro…

6

Yo estudié la licenciatura en Sociología. No diré que fui una luminaria en las aulas como para güevonear en El Colegio de México, pero tampoco fui un reverendo pendejo; era como los gallegos: viajamos con bandera de mensos pero a la hora de los negocios nos enchilamos a los listos.

Los compañeros graduados éramos estudiantes nacidos y crecidos en barrios miserables de la Ciudad de Chilelandia, como Zedillo; pero éste en cuanto se hizo presidente, negó la cruz de su parroquia. Porque era jodidón. Me imagino le daba pena aceptarlo; por eso salió con que era de Baja California. No como Benito Juárez, que era indión y no se rajó. Olvidémoslo. Estábamos allá por los lejanos días del cavernícola año del 82; todavía imperaba el sueño por estudiar y llegar a ser un profesionista. Para cualquier madrecita abnegada y comprometida era lo máximo tener sus beibis profesionistas.

Ni pensar en que años después habría hijos que en lugar de estudiar querrían licenciarse en estrategias de mercadotecnia, cultura de la calidad y administración de recursos financieros en el narcotráfico.

Con decirle que cuando me gradué en la Universidad quería hacer mi tesis sobre «El desarrollo de las comunidades urbanas en la marginalidad. Un estudio de campo sobre el predio El Nopalito». Pero se rieron mis asesores.

Ya lo dije, el sábado era el día del rey de la casa, y concedíamos la tele para que nuestro jefecito viera el box sabatino. Pero el domingo en la noche, los príncipes éramos los niños con el privilegio de decidir sobre la televisión.

Mi mamá nos dejaba ver el programa «El Teatro Fantástico» de Cachirulo. Era una serie de televisión donde los cuentos infantiles de la literatura universal se actuaban en un mundo de cartolandia.

Ahí estaban el pínchipe, la pínchecita, el mamiloide del malo se llamaba Fanfarrón, la bruja Escaldufa parecía una calabaza pachiche con nariz de charamusca, mi carnalito, en lugar de temerle, al verla aparecer se miaba de la risa. Un mundo de fantasía donde siempre el amor triunfaba sobre el mal; tal vez deba a Cachirulo la creencia insana de que en la vida real los buenos siempre vencerán a los malos.

Los lunes, durante esos seis años de educación primaria, nos costaba un güevo levantarnos pero nos levantábamos y ahí íbamos con la bendición maternal a la escuela:

Par de güevones apúrenle que los van a regresar, ya ven que los maestros no los quieren por chaparros, prietos y jodidos.

No todos los maestros, pero muchos sí se pasaban de lanza con los de la generación «j», como se nos dio en llamar en esos días.

—¡Niños jodidos, estesen quietos, que son los honores a la bandera; ahorita no jodan porque me los jodo!

En esas circunstancias patrióticas, el que era mano, era mi carnalito. Tenía las tres jotas: Jodido, Jiotoso y Judío —por comer frijoles, eso nos decía un maestro rencoroso y amargado—, pero era broncudo y eso le valió que ese maestro, a las tres jotas le agregara una «a» y lo llamara:

—¡Acémila!

Fue la única vez que vi preocupado al Arqueólogo, traía en sus manitas un diccionario, se peleaba con él, lo estrujaba y lo exprimía en la «A». Quería saber qué significaba la palabra «acémila». Le sonaba a latín puro; su maestro se la cantaba todo el tiempo muy encabronado: «Acémila: f. Mula de carga. fam. Persona de pocas entendederas».

Mi brother, el futuro ídolo azteca a sus diez años cargando el libróte leyó en voz alta, como recomendaba don Alfonso Reyes, la definición. Al terminar se puso iracundo. Se fue a dormir rumiando quién sabe qué. A la mañana siguiente se levantó ligerito, mudo; pero en cuanto llegó al salón de clase y se le atravesó el maestro, exclamó:

—¡Mula su rechingada y relinguera jefa! ¡Qué poca madre, maestro! ¡Me ha estado ofendiendo y yo como analfabeta riéndome de sus ofensas! ¡Son chingaderas de la educación gratuita!

Cierto, acababa de cumplir diez años de edad pero su amplio dominio del español mexicano asombraba al mundo de los adultos.

—¡Qué boquita, niño, échate agua bendita! —espantado gritaba el maestro ante el enano que parecían un alien muy encabronado; mejor el teacher huyó a la Dirección ante la presión de mi carnalito, que para su stress el Director le recomendó dos semanas de vacaciones forzosas. Él, feliz como un inglés aguantando la risa.

Pero Dios no castiga porque siempre está el chance de la compensación. Mi jefecita brincó como rana digitalizada cuando recibí mi certificado de la instrucción primaria y la carta de buena conducta.

Mi carnal regresó a la escuela por periodos monacales, sin terminar la primaria.

Pero mi jefa a pesar de ese traspiés dio gracias a la Guadalupana porque aunque fuera uno de sus escuincles le hubiera salido bueno para los estudios, ella, la neta, sentía que la virgencita le hablaba al oído.

Esa tarde lo vi en su mirada cristalina de comercial de pupilentes cuando con toda la capacidad del amor maternal me extendió los brazos como dos cálidos rayos de sol y yo corrí en cámara lenta atravesando por el centro el patio de la escuela para arrojarme en su regazo. No llegué a él porque el conserje me metió el pie por andar corriendo en la escuela.

El hocico floreado con tinta sangre del corazón no impidió que le entregará a mi jefecita mi boleta con promedio de seis punto cinco. Me acurruqué en ella y ella me llenó de besos, lanzó una mirada fulminante al conserje.

Ella creía ciegamente que me estaba colocando en la ruta del éxito.

El Mexican way of life me esperaba maravillado con un vaso de pulque para brindar. Extasiada miró al cielo con ojos lacrimosos y con su voz naciendo de lo más profundo de su ser prometió —sin consultarme— que iríamos, ella y yo, de rodillas desde la ex-garita de Peralvillo hasta la Basílica de la Villa, para darle gracias a la Lupita del Tepeyac.

Yo pensaba muy dentro de mí, asustado:

«Qué chinga se van a llevar mis pobres rodillitas, van a quedar como un pelón sarnoso.» Eso sí, me sentía un periquillo australiano, por ese futuro espléndido que me espera.

Me cargó, se abrazó a mi padre y me dijo con la clarividencia maternal:

—Tú vas a ser un hombre de bien.

Y así como lo dijo mi jefecita así fuimos ante la Guadalupana: la jefecita de todos los mexicanos. A esas veces debo mi fe por la milagrosa de las rosas y el sentimiento de solidaridad y empatia con el indio Juan Diego.

Toda una semana me pasé con las rodillas peladas y mi mamacita echándoles Merthiolate.

¿Usted nunca se las ha pelado? Entonces no sabe lo que es amar a Dios en tierra mexica.

—Educar a un niño no es hacer hijos —decía mi mamá y haciendo había aterrizado con un día de anticipación a la escuela secundaria y plantándose en la reja de la entrada se desveló en plena banqueta codo a codo junto con miles de madres enrebozadas para alcanzar un lugar en la secundaria para su perla negra: ¡el Maciosare!

Y lo hizo porque pensaba en voz alta: «No lo fueran agarrar como al burro de Pénjamo, ¡todo atolondrado colgado de la alcayata!».

7

Yo, la verdad, no sabía muy bien qué quería decir mi mamacita con eso de «vas a ser un hombre de bien».

Para ser sincero, me sonaba muy a bien peinadito, vestido de traje y corbata, con zapatos boleaditos, casi como espejos.

A mi hermano no le entraban estos valores inculcados por nuestros Padres.

Una vez, una tarde, mi papá iba caminado por La plaza de las Tres Culturas, en Santiago Tlatelolco, regresaba del trabajo de la zona de fábricas.

Una zona donde hubo muchas fuentes de empleo: «La Consolidada», que era una fundidora; la «Compañía Nacional de Subsistencias Populares»; fábricas de aceite y jabones; imprentas y encuadernadoras de las revistas nacionales; empresas como «Philco», en la que trabajaba mi jefecito, o fábricas de calzado como «La United». Y del otro lado, al poniente, chocolateras como «La Azteca»; enlatadoras de chiles, como «Clemente Jacques»; y empresas de loza, peltres y cuchillería; de envases y empaques, eran los años sesenta y había empleo en la ciudad vieja.

Mi jefecito cargaba su portaviandas vacía, iba fumando sus cigarros Alas y silbando una vieja melodía de sus tiempos de bailarín: «Kalamazoo» de Glen Miller. Se ponía de excelente humor, no se iba por el paso subterráneo de San Juan de Letrán, no, qué va, evadía la secundaría número cuatro; cruzaba la avenida y es que la Plaza de las Tres Culturas sólo se goza su vista entrando por arriba.

Bajando las escaleras se echaban encima de uno las sombras de la iglesia de Santiago, la de la torre del edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores y la de las alargadas paredes de vidrios de la Vocacional 7; los vidrios reflejaban la plaza cercada por el pasto, la pirámide incipiente de la antigua ciudad de Tlatelolco.

La plaza, una plancha atiborrada de escuincles de la unidad habitacional y de los barrios vecinos, jugando a lo que fuera entre los pasos cansados de las viejitas que iban al Rosario y recibían en sus choyitas arrugadas uno que otro pelotazo.

Al cruzar la plaza de Las Tres Culturas, mi jefe siempre entraba a la iglesia de Santiago para tomar «agua bendita».

Al salir de la iglesia, su mirada chocó con unos niños en la pirámide; uno de los chiquillos se le hizo familiar, lo miró detenidamente y pensó: se parece a mi hijo el chiquito. Su hijo, pero no creyó que fuera él (faltaba mucho para que los empezaran a clonar). El niño apenas debería estar saliendo de la escuela. Siguió observando a los chiquillos trepando los escalones de la pirámide y el escuincle que se parecía a su hijo era quien dirigía la orquesta:

—Tú, escarba acá. Y tú, menso, recoge esos huesitos.

Al que no lo obedecía le daba sus patadas en la coliflor. Mi hermaniito, el Arqueólogo llevaba en una mano una bolsa de plástico y en la otra un ídolo de barro. Schliemann, el descubridor de Troya, le quedaba guango con su espíritu, ni Hollywood hubiera concebido a mi carnal con esa pinta de arqueólogo.

El padre sintió su corazón palpitar con descaro al reconocer a su hijo o sease mi hermano, porque ni modo de que hubiera dos niños tan parecidos como dos mocos de guajolote o dos trompas de elefante, se acercó a las ruinas invadido por una contradictoria sensación de ternura y coraje y grito:

—¡Hijo…!

El chiquillo, ése, el más latoso y destructor, no sólo se parecía a mi hermano, sino que era mi hermanito, ¡el alumno de cuarto año de primaria de la excelente escuela Mártires del Fobaproa, la de la calle de Peralvillo número 54, la que estaba a un costado de la galería de arte José Marta Velasco del Instituto de Bellas Artes!

Mi hermanito, al ver al padre no se inmutó, le dijo a uno de sus presuntos ayudantes que dieran por terminada la excavación:

—Ya dejen ahí. Mañana a la hora del recreo nos repartimos los huesitos… —cogió su mochila y fue al encuentro de su padre.

Mi padre jura, entre risas, que sólo tenía una duda.

—¿No deberías estar en la escuela?

Mi hermano le contestó con una mirada muy similar a la del historiador inglés Arnold Toynbee.

—Sí, papi, pero la maestra nos mandó a recoger huesitos de la pirámide, mañana nos va a dar una clase sobre los aztecas y dijo que era nuestra obligación conocerlos por dentro para saber de qué estamos hechos.

La respuesta sudaba compromiso escolar. Mi papá le creyó hasta la saciedad. Jura que miró hacia la iglesia de Santiago y se sintió feliz como si le hubieran echado barniz.

Sólo meses después, cuando mi mamá tuvo que ir a firmar la boleta de calificaciones de mi hermanito, el monumento que le habían construido se hizo añicos. Mi jefa en la boleta notó que tenía varias inasistencias.

—Pero maestra, si mi hijo no es faltista. ¡Mire qué faltotas!

—Señora, acuérdese… Y no es que me meta en su vida, pero no puede obligar al niño a desvelarse para cuidarla en sus achaques. ¿Dónde está su viejo? Él la debió cuidar y no el pobre niño.

—Pero es que, maestra, mi hijo…

—Yo se lo mandé decir con su hijo. Se lo advertí, si no venía a hablar conmigo le iba a poner las faltas al niño. Una cosa es que la hayan embrujado y otra que se haga. No la amuele, señora, pobre niño.

Mi mamacita bendita comprometida con la filosofía familiar sustentada sobre la base del axioma del patio de vecindad «La ropa sucia se lava en casa», aguantó el chorro de reclamaciones sin chistar.

—Para qué manda a su chiquillo a la escuela si no va a pasar de albañil y los albañiles ni tan siquiera necesitan saber contar los ladrillos para hacer buenas casas… El gobierno nada más tira dinero bueno al malo.

Mi mamacita no se rajó, aguantó su muina hasta tener la boca amarga. Pero llegando a la casa, se quitó el zapato y le zurró a mi hermanito entre nalga, lomo y oreja pero sabroso. De esa aventura escolar viene su apodo: ¡El Arqueólogo!

Y la verdad, el estudio no era para él, su destino era hacerse rico. Su cuerpo llegó, literalmente y en todos sentidos, a relucir oro y turquesas por los cuatro costados lados hasta parecer un idolito azteca.

8

No se puede decir que el Maciosare Bartolache-Bartolache, su servilleta desechable, fuera un estudiante brillante.

Más bien me costó morderme un güevo y la mitad del otro para salir de la escuela secundaria sin reprobar materia alguna. Siete punto cinco de promedio. Y sin regalarle manzanas al Director.

¡Por ésta!

¡No le fallé en su desvelada callejera a mi madrecita!

Es más, quién sabe cómo, pero Dios (¿o la virgen de Guadalupe?) me iluminó, casi como un santo Niño de Atocha, porque pasé mi examen de admisión al Colegio de Ciencias y Humanidades con fondo musical de La Internacional.

Mientras, mi hermano conocía las calles por lo redondo y en las esquinas se recargaba como un halcón en la montaña.

Yo creía en el estudio, a pesar de que muchas veces los exámenes de admisión cumplían con su misión; cargarle la desesperanza al desamparado, restregarle su pendejez al apendejado.

—A’i la llevas pero por qué mejor no te inscribes en un Cecati. Ahí aprendes a echar a perder instalaciones de electricidad. Sirve que te electrocutas, güey.

Lo bueno de los CCHs es que los maestros son más alivianados y bien grillos.

En esos años fue cuando mi vida se jodió. Aunque debo decir, en ese momento, pensaba, como Nat King Cole: «La vida es a toda madre». Son esos cabalísticos momentos en que uno anda en sus cincos minutos de pendejez.

Fue la cuarta banca, de la tercera fila, en el salón del primero «c», cuando me enfrenté al vértice de mi destino: ¡El Amor!

Ay, carajo, qué feo se siente recordar: Bara, tara, señito, pantaletas para su bizcochito.

9

Pero antes, debo decir, el amor tocó a las puertas de mi carnalito: duro y macizo como mandan los cánones del barrio; hasta hubo chilpayate. El güey tenía quince años y ella diecinueve de edad pero aunque era chiquito era matón.

El jefe trabajaba en la fábrica de las ocho de la mañana a las cinco de la tarde y saliendo se iba en chinga a pintar casas, malbarataba su trabajo, porque sus jefes de la Philco lo agarraban de puerquito con el precio.

Los días sábado y los domingo, mi hermano y yo lo acompañábamos «a la pintada», como de manera familiar le decíamos a esas chambitas extras.

Pero… ¡lo que es la pobreza! Lo que parecía un esfuerzo por brincar las trancas de la miseria, se volvió la losa de otro drama.

Un día, mi hermanito, el vivo, se enamoró de la sirvienta de la casa del jefe de mi jefe. Ya habíamos ido varias veces y no había pasado nada o no nos dimos cuenta hasta que de repente ese día cuando ya íbamos de salida junto con las brochas se trajo a la mujer. Pero no crean que se trajo a la mujer para gozarla sino para enjaretársela a la jefa de nuestro hogar.

Por qué, cómo, cuándo, a razón de qué, como los monjes tibetanos puras murmuraciones. Mi papá no se la acababa con mi mamá.

—Te lo dije, Juan Bartolache-Bartolache, no enseñes a los niños a trabajar, ven un poco de dinero y ya se quieren tragar el mundo. ¡Mira nada más cómo esta muchacha ya salió panzona!

Era literal, la muchacha oriunda del Oro, Estado de México, gozaba de una inmensa y redonda panza. Para las abuelas del barrio, la panza era un síntoma inequívoco de que lo que traía atravesado eran cuates.

—¿No te preocupa dónde van a vivir estos chamacos? La muchacha agarró barco con el niño, es más grande que él. ¡Carajo! ¡Al jodido siempre le caen más chingaderas!

Mi hermanito ni pío decía, estaba calladito, quietecito, no sé si asustado o como siempre, llevándosela de a pechito, dejándose mecer por la corriente.

—Que se queden aquí, que se duerman en el suelo, compramos unas colchonetas; ya nos acomodaremos —dijo ahorcado mi jefecito pero con vibra chida.

—Ahora sí, viejito querido, vas a tener que construir un tapanco. Ya creció la familia.

Fue cuando el Arqueólogo se volvió especialista en botar las broncas en estas situaciones. De repente, dos días después de esa plática, ya con la mujer instalada en el suelo de nuestro hogar como las sombras, se desvaneció mi hermanito, ni la bendición de la jefecita esperó, voló como ave migratoria, dejando a la mujer y con ella, en la panza a su hijo, el Alfredito.

El güey un año después nos mandó una tarjeta desde Chicago, Illinois. Se quejaba del frío, decía que le dolían las orejas. Mi padre se cansó de buscar al revés y al derecho y a trasluz en el sobre de la carta si traía algún dolarito, nada, ni tan siquiera la dirección donde vivía para mandarle mis reverendos saludos.

Ahora, mi sobrinito ya está labregón y salió maricón, aunque a él no le gusta que le digan así. Él dice que es gay.

Alfredito es a todo dar, lo respeto y cuando lo veo le digo: «¿Qué pasó güey?». Él tiene ángel porque ha hecho mucho dinero con su cadena de Estéticas y su programa de radio: da consejos de belleza y cómo congeniar con la pareja. Todo esto sin haber estudiado en la Universidad Iberoamericana.

Mi hermano, el idolito azteca, niega que sea su hijo el Alfredito. Pero, a mi mamacita le encanta su nieto, de repente le hace hermosos peinados. Lo quiere mucho. Dice que hay que entenderlo y con voz queda pero segura afirma que:

—Si es putito es porque así lo hizo Diosito.

Bara, bara, que me voy señora bonita, baratita la pantaletita.

10

Yo sé que en eso del amor las cosas no son como se sueñan, sino como le va a uno en la feria. ¡Y a veces nos va de la rechingada!

La cosa comenzó en el salón de clases, en el CCH. En esa época había muchos maestros de izquierda, usted sabe: codo a codo somos mucho más que dos y todas esas pendejadas que cuando uno se anda meciendo en el columpio del amor suenan bonitas, ni duda cabe, pero… ¡ay dolor ya me volviste a dar!

Yo no me puedo llamar a engaño, ya había sido testigo de los frutos del amor.

La madre, mi madre entre muina y muina, soportó la flojera de la nuera, que de sirvienta de la casa de uno de los jefes de mi jefe pasó a creerse la reina de Java; quería que hasta el plato de la sopa se lo llevaran a sus aposentos y que mi mamacita le cuidara al mocoso. Desde ahí la familia sospechó de la gandallez de la muchacha.

—Órale, vamos a darte un chance de que te reivindiques. Si el escuincle se fue para Chicago, tú no te vas a donde ya sabes, te quedas, con tu nueva familia para que veas que entre jodidos se echa uno la mano, no como en las películas de Pedro Infante donde el tuerto le roba a la paralítica… —mi mamá le leía la cartilla a la futura mamá del Alfredito.

Pero mi cuñada entendió mal la jugada. No quería que le diéramos una mano, sino la voluntad hasta la esclavitud, y pues si ella era mazahuita, nosotros éramos aztecas y se topó con su piedra de los sacrificios.

Desde que La Mazahuita se levantaba, como por allá de la una de la tarde, cuando la resolana ya daba contra la pared de la vivienda a todo lo que da, agarraba, se levantaba de la cama para sentarse al borde de ella, y ahí, mientras el chilpayate estaba llore y llore pidiendo su mamila o que le cambiaran el pañal mojado, ella comenzaba a acariciarse el cabello, a cepillar sus larga trenzas, mientras escuchaba «La Hora de Rigo Tovar», Rigo cantaba: Cuando buceaba por el fondo del océano me enamoré de una bellísima sirena… tuvimos un Sirenito justo al uño de casados, con la cara de angelito pero cola de pescado… En ese momento la muchacha, con singular sentimiento, comenzaba a hacerle dueto a Rigo Tovar y mientras se peinaba cantaba: Una mañana los soldados tiburones me condujeron a la corte de Neptuno, se me acusaba que en un viernes de Dolores a la sirena me comí en el desayuno, como ninguno me creyera me mandaron fusilar. Aquí, mi cuñadita se soltaba a bailar de a brinquito, ¡epa, Chepa!, el niño la acompañaba a berrido tendido pero ella, ni en cuenta, le daba duro a la chancla; con el Rigo: Cuando aparece mi sirena y cuenta toda la verdad, tuvimos un Sirenito justo al año de casados con la cara de angelito y la cola de pescado. La verdad, la cuñadita estaba cañón: gëevona, respondona y ¡jacarandosa!

Lo peor llegaba cuando se desperezaba: pedía a gritos su jarro de café y si no le llevaba mi mamacita un pan, hacía su carota de enojada, se decía discriminada. Era cuando mi mamacita, aguantadora, se tragaba su muina y se iba a la cocina de la azotehuela.

—Ay Dios mío, en qué estaba pensando mi hijo, cómo se fue a meter con esta güevona. Sirenita ni qué la chingada, es una ballenota chachalaca. Ni tan siquiera se pone de nervios con los chillidos del niño. Qué no sabrá que tiene hambre. Pues de qué cerro la bajaron, no te mueves como Mazahua, más bien eres ladina… —rumiando y todo ahí iba la abuelita con el biberón preparado, agarraba al nieto, lo cargaba y le daba de comer, le cambiaba de estación al radio y la mujer le reclamaba.

—Ay señora, quítele al radio de la XEW. Esa estación es para viejitos; póngale a la Tropi Q, a las cumbias; a las canciones de Rigo Tovar —y bien mandona, cargando sus dos nalgotas, a todo lo ancho del cuarto, porque lo que sea de cada quien sí tenía con que presumirlas, fue al radio y le cambio de estación y le puso aquello de: ¡Quítate la máscara, ven a gozar, quítate la máscara, ven a cantar, quítate la máscara, ven a bailar…! Yo nada más cerré mi libro, no podía concentrarme y no podía concretar si la cuñada lo hacía por joder o era así su naturaleza. Mi mamá agarró al escuincle y salimos a la cocina, me dijo:

—Ten, hijo, agarra a tu sobrinito —ahí me tienen, aprendiendo de los frutos del amor, a darle su mamila al Alfredito Diada, la mazahuita no quiso que llevara nuestro apellido Bartolache sino el suyo. Mi jefecita se puso verde pálido y fue a vomitar la bilis al lavadero. Ella con su falda amplia de mil llamativos colores se miraba frente al espejo del ropero practicando algún pasito de cumbia: Ven acércate al muchacho, dale un beso, dale un abrazo, ven que el Rigo está cantando y su grupo está tocando. Y dale y dale con las chanclas hasta que le saliera el paso. La miré de espaldas y descubrí con asombro por qué mi cuñadita tenía esas nalgototas, en cuanto terminó la canción se echó de nuevo en el camastro.

Por eso digo que mi cuñada desde chiquita era güevona y bien gëevona, y no porque fuera indígena sino porque era de güevolandia, todo lo quería peladitas y a la boca. Eso sí se aprendió rete bien la letanía:

Tu hermano truncó mi destino, me jodió, yo era señorita y se aprovechó de mí —pero lo que no dice es que mi carnalito tenía catorce años entrados a los quince y ella ya iba para sus veinte.

Eso sí, para qué negarle al sol su calentura. Mi hermano en esa época andaba, como dice mi compadre, como burro en primavera: no se aguantaba ni la resolana y claro ella: iguanas ranas, entonces, los dos calenturientos; el hombre es hombre y la mujer dice prestas y Eduviges Diada, quedó embarazada, y no contenta con su domingo siete, se sintió inflamaba por su destino manifiesto. Se negó a abortar cuando mi Mamá le dijo que la ayudaba para que fueran con un doctor. Se sintió ofendida, dijo:

—Creo en Dios y en la Santísima Trinidad y en el derecho a la vida… —y ella no estaba dispuesta a que la hicieran en carnitas, allá, en el infierno.

—Son hijos del Tío Sam —supongo que con eso quería decir que éramos hijos de Satanás, se hincaba llorosa y nos hacía la señal de la santa cruz como si fuéramos los familiares pobres del conde Drácula: estaba poseída, dándose golpes de pecho con un rosario que quién sabe de dónde había sacado:

—¡Cruz! ¡cruz! que se vayan los diablos y que venga el niño Jesús —se retorcía en el suelo, sacando espuma de la boca. Mi mamacita, pobrecita, toda pálida, como la cera de una vela corriente, dijo:

—Válgame diosito santo, esta mujer no sólo es güevona sino está reloca, se me hace que se echa sus peyotitos… —mi jefecita se santiguó con rapidez. Cuando llegó mi padre la miró analizándola y nada más meneaba la cabeza, callado, callado y concluyó con sus pensamientos.

—No vieja, esta mujer de loca nada más tiene la apariencia; se me hace que ya quiere su pensión alimenticia.

Así como he platicado de mi padre, todo tranquilo, responsable, un buen hombre, sin broncas, a toda madre, era un hombre derecho, que meditaba sus decisiones y ya tomadas no lo contaba, lo hacía.

Cuando llegó el fin de año, le buscó a Eduviges un cuarto barato, le dio su caja de ahorros, completito el billete, para que ella pudiera vivir unos meses y le consiguió su antiguo trabajo de sirvienta con un ejecutivo de la Philco: «de entrada por salida».

Pero cuando mi jefe le dijo a mi cuñadita la buena nueva, su cuerpo se convulsionó. Era como si el Apocalipsis estuviera sucediendo. Gritó:

—No me quieren. Se aprovechan porque soy una mujer sola. Se avergüenzan de mí porque soy india y mi piel es prieta.

Mi mamá se enojó mucho cuando dijo eso. Ella estaba orgullosa de su origen, ¡no era de gratis su admiración por el indio zapoteco, Don Benito Juárez!

—Mira muchacha pendeja, seas india o gringa, Dios lo dijo, ganarás el pan con el sudor de tu frente. Y ya te estás tardando para mover las nalgas.

La cuñadita corrió hacia el niño, lo pescó por el pescuezo y comenzó a reclamarle al recién nacido.

—Tú, escuincle, eres el culpable de este infierno —y rájale, que le comienza a exprimir su cuellito. El niño nada más gemía, sus llantos no salían.

Mi padre al ver eso que la agarra por las trenzas y le pone sus buenas cachetadas, pero sabrosas, hasta se escucharon como cantos celestiales, ¡santo remedio!, la mujer se calmó.

Tiempo después mi jefecito me dijo su angustia, mi mamá estaba enferma de tantos corajes, el doctor del Seguro Social le había dicho:

—Tiene principios de gastritis y está muy estresada. Por eso le duele la cabeza y tiene vómitos, no se puede desquitar.

Mi padre con un nudo en la garganta, aguantó la reata.

Por esa razón mi padre corrió a mi cuñada de la casa.

Bara, bara señorita, la pantaletita le agarra la nalga y le da forma.

11

¿El amor es el que se da o es el que se recibe o es el amor el que se da y se recibe a la vez o el amor es cuando todos prestan para la orquesta?

Ah qué bonito es cuando uno vive la emoción del amor, ¡uno se desfonda toditito!

Todos los parámetros se desvanecen en el firmamento del querendón, como reza la profunda sabiduría popular, en la cama no hay medidas siempre y cuando haya mañas.

Era tu primer día de clases en el Ce Ce Ache; entras al salón, la miras y te creces al castigo. Hasta crees descubrir que te ha estado mirando, cual la preciosa Culieta con el joven Romeo.

Me gustó su boca jugosa, era una toronja rosada a punto de apachurrarla; su nariz tipo «está oliendo santidad», ni qué decir de su cuello estilo reina Nefertiti en engorda con nandralona; sus brazos carnudos modelados como «las tres gracias» de Rubens; sus manos, ah las manos, que son la vida en movimiento, dedos gruesos, ejercitados en el aplauso a la tortilla; uñas bien recortadas al borde de la carnita, pintadas de un delicado rojo avergonzado; su cabello era una cascada dorada en los resecos paisajes del estado de Hidalgo.

Y si me permite extenderme en la descripción del descubrimiento del amor, me regresaré hasta las orejas; de grácil caída que ni Walt Disney pudo imaginar para Dumbo, la coquetería de éstas era avasallante cuando de nervios las movía como un aventador sobre el brasero caliente.

Otra cosa que también me gustó y mucho, fueron sus cejas, de una belleza tupida hasta decir basta al borde de las sienes; y la frente, señor mío, la frente era despejada como un espejo de cervecería recién limpiado; su mentón redondo, sólido, como una pelota de plomo, con un incipiente surco para atesorar la gala de su frivolidad; y sus labios, oh sus labios, hasta me pongo tembloroso por los calosfríos como cuando López Velar de fisgoneaba a su prima encuerada —la mentada Águeda—, eran sus labios gruesos, serpenteados por una lengua a punto de aparecer sobre un universo en rojo, destacando sobre su bella piel morena, como el cacao a punto de ser chocolate.

Y ya para terminar, paso a evocar sus pómulos a la Dolores del Río cuando va a ser besada por Pedro Armendáriz.

Y su risa, con esos dientes desgranados en cascada que hasta los burros respingaban. Todo esto estaba sostenido por unos hombros redondos, de abundante carne rubensiana, inicio de unos brazos abarcadores; su espalda era curvilínea como una guitarra pandeada del heroico pueblo de Paracho.

Y en plan cachondo permítame que me explaye con su cintura de tímida estrechez y amplias y redondas caderas a punto de hacer bing bang, esta obra de arte era sostenida por unas piernas pero unas señoras patas, bien macizas y torneadas, patas tipo mesa rococó; rodillas redondas, de frívolos hoyos por atrás, invitándome a depositar ahí mis canicas; su pie era pequeño en la ortodoxia del tamal oaxaqueño.

Como podrá deducir, desde el primer momento que la miré me enamoré de ella pero hasta tener las manitas bien capeadas en huevo.

Si su risa es motivo de burla, quiero que sepa que en esto de los amores uno no debe de decir: «De esta inspiración no beberé». Porque viera qué de «osos» vemos clavados en un bar pidiendo otro tequila.

Por eso, con su benigno permiso, no he querido reprimir mi inspiración para transmitirle en serio cómo estos ojos que se han de comer los gusanos la veían. Eran ojos de amor a la Benito Juárez soñando con la construcción de la República.

Yo la verdad no sé si así como la describí cuando usted la conozca le parezca igual, pero debe de entender, el amor es ciego, como escribió en su poema «Los Dones» Jorge Luis Borges:

Nadie rebaje a lágrima y reproche

esta declaración de la maestría

de Dios, que con magnífica ironía

me dio a la vez el amor y la noche.

Cuando entré al salón de clases y la vi de espaldas, sentada, encorvada, escribiendo como miope, yo pensé como el cantante Daniel Santos: si las Diosas andan en la tierra de seguro ella va en el primero «c».

Y lo voy a confesar, porque es de humanos errar, toda la santa mañana me quedé lelo, zonzo, menso, rorro, idiota, babas, taras, tonto, majesón, ido, borrico. Resumiendo: me quedé pendejo, para qué es más que la pura verdad.

Por más que hacía esfuerzos de voluntad por no voltear para verla, ella siempre me cachaba en el momento en que se me caía la baba, de reflejos retardados, en cuanto sentía que me miraba hacía como si no la viera, me tallaba los ojos como los miopes y hacía como que estaba enfocando mi mirada a algún punto del infinito, oh, qué ingenuidad del primer amor, era el cazador cazado y capado; porque yo bien que quería que se diera cuenta que la buscaba con la mirada pero a la vez había algo cultural que me decía que no demostrara mi interés; dizque la estaba castigando, entonces me ponía a silbar una tonada muy de moda en aquellos años: Vamos a Tabasco que Tabasco es un edén…

Y que la pesco cuando con sus achispados oídos ponía atención a mi canto. Pensé: se sonrió. Aunque años después ella lo negaría:

—Yo estaba haciendo la tarea, tú solo te dabas cuerda, yo ni te pelaba, mientes, no, no me reí, cómo comprendes que me voy a reír con el nuevo de la clase, loca no soy y maje menos, tú que llegaste con tu cara de burro, si te vi fue por curiosidad, me llamó la atención tu pelo aplastado, lacio, peinado de a rayita, como el de Benito Juárez, me nació la curiosidad por saber si eras cubano o oaxaqueño… La cantadita nunca la escuché, te lo juro por Dios…

Desde ese momento debí de imaginar que era muy mentirosa, que no estaba dispuesta a darse sino a jugar el juego del gato y la gallina: uno maúlla y la otra cacarea.

Mentir en este país es algo natural y la Chancla hacia honor a su estirpe, a su identidad cultural; entonces, establecidas las reglas del juego, los dos nos hacíamos güeyes:

—Hola, qué andas haciendo por aquí… —hola te hace la cola, pensé y me reclamé por vulgar, entonces como midiendo la distancia que recorrían las hormigas para llevar la comida a su hogar, contesté a la pregunta de la Chancla:

—Pues ahí pasándola, manita.

La interdicha con sus libros aprisionados contra su pecho, con mala leche, me interrogó para ir alargando la plática:

—¿Por qué no entraste a la clase…? —yo, ante esa pregunta, me sentía sorprendido con las manos en la masa. Reflexioné, ésta quiere que le diga que la ando siguiendo, pero como bien dicen los sabios socráticos, no hay mejor mentira que decir la verdad.

—Pues porque no sé… no hay clase, ¿verdad? —o sea, que estaba bien pendejo en los gajes del amor.

—Pues sí ¿verdad? —la mujercita me hizo eco.

Sentí al instante cómo se deshizo en apretujones el corazón de la Chancla, es ese tipo de sensaciones donde sin tener pruebas uno puede afirmar que: ¡Ésta está cáete cadáver! ¡Ya la prendí!

—Voy a la biblioteca, ¿tú a dónde vas?

Me tendió el garlito la prenda amada. Estaba tirada la pantaleta a plenitud y ni modo de apretarme mi calzón. Con lógica aristotélica concluí la tentación.

—A la biblioteca también. ¿Si quiere vamos juntos?

Y como en estas situaciones lo que manda es la intuición. La tomé de la mano, la tenía sudada, me dieron ganas de soltarla pero me dije aguanta para que la costumbre haga tradición. Ella se disculpó:

—Es que me echo crema en las manos —y era cierto, a pesar de la humedad nerviosa, la piel de su mano se sentía como el mármol que usan en las ostionerías: liso, frío y sudado.

Esa evocación afrodisiaca me produjo el antojo de una campechana de mariscos: media docena de camarones y otra medía docena de ostiones acabados de salir de su concha, con salsa catsup, cebolla y cilantro picado, con su rebanas de aguacate y una cucharada pequeña de aceite de oliva para que la campechana no caiga pesada al estómago y levante el ánimo de la libido.

Ella de seguro sintió la misma vibra porque dijo:

—Tengo hambre, ¿tú no? ¿Te gustan las galletas saladas?

La pinche angustia del jodido me invadió en el momento más romántico del ligue. Como si fuera perro rascaba el bolsillo de mi pantalón buscando algunas chinches monedas. Mis cinco dedos nadaron en la orfandad de mi miseria, ni un pulgoso peso traía. Tragué saliva y no una vez sino una procesión de viernes santo. Mi pobre corazón se preguntaba por qué, por qué, por qué. Fue cuando llegó la pregunta femenina llena de magnanimidad.

—¿Te invitó una coca cola? ¡Yo pago!

La frase me agarró a la mitad del camino, en el vértice cabalístico de la tragedia capitalista y la cultura machista; o si lo veo con aquello ojos de adolescente, en el romántico momento del no retorno. Y remató la Chancla con amor.

—En la cafetería podemos estudiar.

Yo nada más seguí caminado rumbo a la cafetería, pero con mi mano derritiéndose sobre su acuosa mano. De reojo miré las manos entrelazadas para ver si todavía tenían forma, ahí estaban, pero el rastro de nuestro camino estaba marcado por un tenue goteo sudoroso. Gota a gota llegamos a las puertas de la cafetería. Me sentía como guajolote en vísperas de Navidad.

12

Así es el amor, cuando uno menos se lo espera ya se está en lo oscurito con el abacho becho de a tranquita.

Muchas veces traté de explicárselo a mi hijo: en el amor nunca se tiene el control, porque cuando no hay amor uno se hace maje; no hay bronca, siempre hay modo de zafarse.

Lo digo por experiencia, conocí mujeres y sentí entusiasmos; me aloqué y fui puntual en las citas; me vestí de pipa y guante y se me caía la baba de lado, pero al estar con ellas no había sensación de «aquí me hago la vasectomía».

Sólo con Ángeles, que así se llama la Chancla, fue distinto, el hecho de que ella haya pagado las galletas, las papas fritas y las cocas no me impactó; en mi situación económica cualquier mujer podía darse el lujo de invitarme un refresco y unas galletas. Fue más bien la química de nuestra miradas lo que nos conectó, para hacer chiras pelas.

El país iba para arriba y adelante, podíamos administrar nuestra riqueza, las familias pequeñas se acostumbraban a vivir mejor y el Rigo Tovar componía canciones que describían a plenitud nuestros sentimientos: Te quiero, dijiste… o las del Príncipe de la canción: José José: Amor como el nuestro no hay dos en la vida… Me influían las preferencias de la Chancla: Qué triste fue decirnos adiós cuando nos amábamos más…

Y yo supongo si no me ciega la vanidad, ella sentía por esta humilde persona: AMOR, con mayúsculas, porque a pesar de todo el daño que nos habíamos hecho, donde se encendió el fuego quedaban cenizas que seguían tiznando nuestros corazones, aunque, la verdad, se anduviera dando el acostón con otros sujetos.

Y las pruebas ahí están. Ella no anduvo conmigo por interés, desde el principio lo demostró, ella fue la que disparó las coca colas.

Eso me conmovió. Agarré a la Chancla, la besé y papas con catsup: Mmmmua, fue un beso de estudiante sin malicia pero aventado, succionador, con la lengua como tranca; sucedió cuando salimos de la cafetería, a la sombra de un árbol, como en los cuentos de Archi, le acaricié la cara y cuando vi que sus labios paraditos sobres y zas. Me dijo:

Ay, das toques… —y me cai que sí:

En tus manos yo aprendí abeber agua, fui gorrión que se quedó preso en tu jaula… José José se escuchaba en todas partes.

—Perdón… —le contesté muy serio.

Se rio, nos abrazamos, sentí en mis brazos lo que es amar y ser amado en tierra de creyentes.

No dejabas de mirar, estabas sola, completamente bella y sensual, algo me arrastró hacia a ti como una ola, y fui, te dije: hola, qué tal. Esa noche entre tus brazos caí en la trampa, cazaste al aprendiz de seductor, y me diste de comer sobre tu palma toda la canción nos la aventábamos, como si una voz de nuestro interior nos hubiera ordenado: —¡Engarrótense a’i!

El amor al principio es puro corazón de melón, miel sobre Corn Flakes: Que esto mi amor, sí cómo no, mi reina. Que esto otro, sí mi rey como tú digas… ¡Puro verso!

Por eso, esa noche después del beso, a la hora de tomar mi café con leche, me quedé como ido. Ni Gavilán o Paloma, era un pinche pichoncito en casa de sus papás.

Mis Padres, muy serios, me miraban y se miraban. Lo que es la experiencia, se cercioraban…

Te sientes mal, hijo. Nos has probado tu café…, ya se te enfrió. ¿Es difícil el Ce Ce Ache? ¿O te cayeron de peso las clases…?

La jefa era ducha para percibir el menor cambio en sus hijos. Y el jefecito, todo cansado del trabajo, tirado sobre el sillón destartalado, atento al quehacer de su vieja.

—¿Qué mosca le picó a éste, vieja?

Me sentí contento ante tanta atención, a pesar de que descubrieron mi cara de menso. Los tranquilicé. Hablé:

—No pasa nada, Ma. Es muy diferente a la Secundaria. Acá te tratan como un hombre —al decir esto hinché mi pecho y saqué la quijada para que se dieran cuenta que ya me rasuraba, aunque fuera cada ocho días.

Mi padre con esa mirada que tenía, taladró mi ser de los pies a la cabeza.

—Estás rarito, ni ruido haces… ¿Tienes algún problema? ¿Quieres hablar de hombre a hombre?

Me reí. Tomé un sorbo de café. Me quemé el hocico, estaba bien caliente.

—Ooh… Estoy bien, como Tarzán saltando de liana en liana. ¡Me arde la lengua!

—Quién te la mordió… —exclamó mi jefecito con una sonrisa de complicidad.

¡Me quemé! Ay mamá, porque no me dices que está caliente el café.

—Ay, muchacho menso —evitó el reclamo la Ma.

—Primero se mete la puntita de la lengua —siguió mi Pa. Qué no ves que hasta humito le está saliendo a la taza…

—Ay, hijo, en qué cabeza cabe darle un sorbo. Oyes, ¿andas de mujeriego?

—Mujer, deja al chamaco. Que vaya aprendiendo… —Pa me miró a los ojos y me dijo—: Está bien, hijo, es bueno; lo malo es que te agarren de bajadita. Porque hay cada canija: es cosa de que te tome la medida y ya no te suelta la rienda.

—No, no, que no le gusten. Todavía está muy chico —refutó mi Mami.

Tranquilina, mujer, fíjate lo que dices. Es hombre, y al hombre, ni modo, le tienen que gustar las mujeres. Va estar más cabrón que le guste el jamón ahumado.

—Nooo. Óyeme tú. Yo no digo que no le gusten, digo que está muy chiquito para pensar en las viejas, ahorita no está él para esas cosas.

—Mujer, pero si es la edad del puro mole de olla y de los taquitos con tuétano; es cuando lo mero bueno se come a sorbidas.

—¡Grosero! Qué no ves que ya entró a la escuela. Y por andar de baboso, no vaya a estudiar, luego, hasta se quieren casar. Ni Dios lo permita.

—No tiene nada de malo. Tendrá que casarse.

—Pero a su tiempo. Hay un tiempo para estudiar y otro para ser novio y otro para el matrimonio. Y ése, todavía no es el suyo. Ahorita es el tiempo de que le chingue al estudio.

El jefe se rio.

—¿Dime, cuándo va a practicar?

—Ya vas de manga ancha. No escarmientas. No ves lo que le pasó al Arqueólogo, ¡pobrecito! ahorita anda pasando fríos en Chicago.

Tranquilina, mujer…

—Cállate, como tú no eres quien lidia con las nueras, ¿verdad?

—Te adelantas, mujer, deja a mi hijo que empiece a darle aplausos al amor.

—No, no, hijo, ahorita no estás para novias —mi mami con horror contempló mi cara. Mira qué cara de menso se te está haciendo. ¡Estudia!

—Mujer, si nadie le está diciendo que no estudie, lo que tiene que aprender es a andar con las mujeres y estudiar, son sus tiempos de escuela y muchachas, que las conozca, para que no lo hagan maje.

—No, mi hijito, no te vayas a volar con ninguna hasta que termines tus estudios, entonces te vas a encontrar una mujer de tu profesión.

Yaaaa, vieja, no veas tantas telenovelas. Si el muchacho no es pendejo. Bien sabe que dos más dos son cuatro.

—Ay hijito, lo que es la vida: quién me diría que en tu primer día de Prepa ibas a regresar amolado.

Francamente mi mamacita santa exageró, cierto, andaba en otra velocidad, pero contento. Me fui a dormir, alcancé a escuchar la risa de mi padre que me gritaba:

Eres chingón, mi Rey —le murmuró a mi madre—: No le vuelvas a decir menso a mi hijo, mujer, ¿cuándo sabrás educar a los niños? Qué no ves lo que dicen los psicólogos: a los niños no se les menosprecia, se les motiva. ¡Hay que mentalizarlo!

—¿Qué quieres que le diga?

—Que es un chingón. Que se mentalice. Que tenga actitud positiva.

—De acuerdo, pero en la escuela, nada de mujeres; mira al pobrecita güey, tiene sus ojitos como de cocona desharrapada. A mí, como madre, no me gusta verlo así.

¡La escuela era el objetivo para triunfar en la vida! Mi madre lo creía como un dogma. Oh, la escuela, ellos no sabían que la escuela serta mi perdición.

13

El amor tiene pies. Al otro día fui el primero en llegar al salón de clases. La busqué. El salón estaba tan solitario como mi espíritu.

No lo podía creer, cómo alguien puede encontrar al amor de su vida en el salón de clases ¡y no llegar temprano a la primera clase! ¡No estaba la Chancla!

Me senté en la silla del profesor y comencé a hacer cuentas, muy seriamente rumbo al futuro: Tres del Ce, Ce, Ache y cinco de la carrera más dieciséis de edad daban un total de 24 años. Me espanté; cuando recibiera mi título tendría 25 años, ya sería muy viejo.

Me sentí derrotado. La disyuntiva era: ¿Aguantaremos tantos años de novios con las manitas sudadas? o de plano ¿le pondremos Jorge al niño?

No me contesté esa pregunta capital en ese instante (pregunta que me rondaría durante tantos años en el estómago) porque en ese segundo entró triunfante la Chancla, entró echando pestes de las manoseadas del Metro. ¡Ya desde ahí agarrábamos confianza!

Me va a perdonar, pero le suplico me exima de la dolorosa responsabilidad de contarle los días felices del alborotado amor; de cómo nos hacíamos las tareas mientras nos veíamos cara a cara sin estornudar; de cómo nos convidábamos de nuestros refrescos y no nos daba asco chupar del mismo popote o de las muchas veces que faltamos a clases para irnos a cachondear en cuanto encontrábamos un lugar solitario, y de las regañadas que nos dio todo mundo por andar de calenturientos, regaños que llegaron hasta los oídos de mis Jefa. Y las consabidas refrescadas de las desgracias de mi hermanito el Arqueólogo. Y nuestros papás diciéndonos como si la cosa fuera pura fuerza de voluntad:

—¡Aguántense a que terminen su carrera!

Y los familiares de la novia:

—Cálmate, güey, tú que te la comes y nosotros que te reventamos el buche.

Los maestros:

—Los voy a reprobar si siguen copiándose y cogiéndose de las manos. ¡Suéltale la mano! ¡No te la van a robar!

Los tíos buena onda:

—No la rieguen, véanse en este espejo. Cójanse cariño pero sigan estudiando —y muy discretos me dejaron una tira de condones.

Y como si fueran porristas de futbol, las amigas nos animaban.

—Sí-se-pue-de. Sí-se-pue-de.

Y los abuelos de la susodicha:

Si es niño le ponen mi nombre, Evodio, y si es niña el de tu abuelita, Pancracia.

Todo mundo se creía con derecho a meterse en estas cosas del amor, parecía que traíamos un letrero que decía: «Se solicita Doctora Corazón. Un par de almas gemelas desesperadas ¡andan que no se aguantan!».

Había cada pendejo disfrazado de buena gente que hasta nos regaló el libro de Cuauhtémoc Juárez Una flor con el Caguamo o cómo llegar con vestido blanco al altar.

Bueno, hasta los pinches policías quisieron negociar con nuestro amor.

¡Pero con la Chancla se les peló!

Una noche de luna llena, en un cálido verano chilango, el amor nos poseía. Cucurrucú Paloma.

El papá de mi novia tenía una cadena de taquerías y una camioneta de reparto. Era una pick up compacta, de ésas de «échalas paca».

No fuimos al cine como dijo la Chancla a sus familiares, más bien aprovechamos el vehículo para detenernos en un jardincito a la sombra de un jacaranda tupida.

Apenas si estábamos en el preámbulo romanticón cuando unos güeyes nos metieron un sustote.

Nos estábamos tentaleando nuestra intimidad y ella se animó a llenarse la boca de mí. Un mono bigotón con tremendo lamparón nos iluminó a todo lo que daba su ostentación. Hasta el pinche ardor se me desinfló.

El policía ese y su pareja se portaron gandallas y no sólo por corruptos y prepotentes, sino por ser insensibles al amor cachondo de dos jovencitos que estaban en sus primeros fajes.

Los polis esos ya estaban grandecitos, eran dos sujetos torvos, ocultaban su nombre y número de la placa con masking tape, eso sí, gritaban en grande para atemorizarnos. Uno se parecía a Charles Bronson y el otro al Chavo del Ocho.

La Chancla, muy tierna, levantó su carita, todavía con sus labios entreabiertos, sus ojos azorados no se avergonzaron, como que ya se sabía la tradicional obsesión de los policía por acusar a los enamorados de faltas a la moral en lo oscurito.

Los tecolotes, como si fueran forajidos en lugar de policías, atemorizaban.

—No, joven, con el debido respeto que usted me merece, la señorita está ejerciendo la prostitución en plena vía pública, ¡la riegan! ¿A ver dígame para qué están los hoteles? ¿Qué, no tiene dinero? pues, pida prestado. Qué es eso de andarlo haciendo en los coches, créame, es hasta incómodo.

Miré al policía que se parecía a Charles Bronson con mi actitud más decente:

—Señor policía le voy a pedir un favor, si quiere llevarnos a la Delegación de policía llévenos —y yo muy aventado, como los charros de Jalisco—, pero no ofenda a la señorita.

—No la estoy ofendiendo, es de lo que le vamos a levantar cargos con el Ministerio Público.

—Qué pasó oficial —quise bajarle a mi estado de ánimo porque luego luego le vi los colmillos babeando como lobo feroz. La señorita es mi novia, no está haciendo negocio.

La Chancla pelaba unos ojotes a punto de vomitar mentadas de madre pero se aguantaba.

—Cómo ves pareja, aquí el joven quiere defender a la muchacha. ¿Le damos chance o los remitimos a la Delegación?

—Que lo diga el joven, cómo nos lo va a agradecer. Si la señorita es señorita no vamos a querer dañar su reputación.

—Yaaa, si la verdad, no estábamos haciendo nada, sólo unos besitos —dije como para entrar en confianza.

El que se parecía al Chavo del Ocho se quitó la gorra, se rascó la nuca y quiso mostrarse caballeroso.

—Sí joven, correcto. ¿Pero dónde se los estaban dando? Dígame, nomás dígame, ¿qué besos son ésos? Con el respeto que me merece la señorita, la muchacha le estaba besando el pizarrín, y usted parecía becerro en crianza. Óigame. ¿Cómo que nada?, no me mienta porque sin más los remitimos a la Delegación. Yo me estoy portando buena onda con usted, porque sé lo que es andar ganoso, pero si le quiere vender chiles verdes al cuaresmeño pues se va tener que sentar con don Clemente Jacques, mejor conocido entre la raza como el Jalapeño, su servidor. Usted dice de a cuánto es su agradecimiento, o ya no alegamos y nos vamos con el Ministerio Público.

Bien gandallas, no crea que estaban ofendidos o que eran del PAN o representantes del Nuncio Apostólico, no, eran muy celosos de su deberes y responsabilidades hogareñas, a como diera lugar tenían que sacar para mantener a su familia y no había otra que la calle; así se pasaban las noches, chingando a los amorosos.

—Ya les di su chance para que se pusieran agradecidos. Pareja, no más explicaciones; vamos a remitirlos. Ándele señorita, acompáñenos a la Delegación por andar ejerciendo la prostitución con un menor de edad —dijo el clon del Chavo del Ocho.

—No, espere, señor policía —yo sí, para qué es más que la pura verdad, ahí me aflojé todito, los dos éramos menores de edad pero nos trataban como delincuentes, pensé que de menos a la Chancla le tocaba muerte a garrotazo limpio. Pobrecita, la vi muy pálida, de por sí que tiene un tono moreno verdoso. Me dije: ni modo, tengo que ser valiente.

No tengo dinero —es lo más gacho de ser jodido. Todo le cuesta a uno el doble, hasta salir de las broncas, pensé, de seguro que con cien pesos se van contentos los pinches policías.

Un ciego, mis polis, y ya nos vamos de lo oscurito —se rieron.

—Ya pareja, éste nos está vacilando; cómo cien pesos. A ver, qué traes de valor, un relojito. No pareja, éste está prángana. ¿Y la chavita, aflojará? —el Charles Bronson se veía libidinoso.

La Chancla comenzó a temblar, pero no crean que es de las mujeres que se doblan, no qué va, es cuando le sale lo Pedroza. Y como vas prieta, que se surte a los polis con su verbo taquero.

¿Cómo que puta, desgraciado? —le dice al Charles Bronson—. ¿Quién te crees tú, hijo de la chingada? —se fue como la Chilindrina contra el Chavo del Ocho, a puro verbo del diccionario de la Chinaca nacional.

—¿Ya te diste cuenta de qué me estás acusando, enano, o lo estás haciendo para que te demos tu mordida? ¿De qué quieres tus quesadillas, de queso o de papas? Porque hueso para el perro no va haber.

El policía chaparrito se quedó pendejo. Me miraba como queriendo preguntar: «Cabrón ¿de dónde la sacaste? ¿Es hermana de Lady Di?». El policía iba a hablar, pero se quedó como si se fuera a cagar en los calzones. La Chancla nada más era cosa de que agarrara velocidad porque entonces hasta la tierra temblaba.

—Qué, porque me ven mujer creen que no me puedo defender. Están jodidos. Así como andan de misteriosos deberían de cuidar a los pinches políticos rateros y meterlos a la cárcel. Qué chingones, todo sobre el jodido, sobres y zas y patrás con la mujer, a que no van así por las colonias residenciales. ¿Verdad que no? Porque allí se los enchilan sus jefes —a estas alturas la Chancla había agarrado el tonito de hablar de los antiguos líderes del movimiento estudiantil de 1968. Típica chava del Ce Ce Ache. Los policías seguían igual de pendejos ante tanta verborrea politizada.

—No señorita, pero es que mire, que tal si la viola este cabrón, nosotros nos acercamos porque pensamos que este joven tenía cara de violador, ya ve cómo anda de moda el estrangulador de Boston; capaz de que así como la tenía el joven le arranca las orejas o a lo mejor la quiere ’ogar —dijo el Chavo del Ocho con voz de Tin Tan.

La Chancla, así enana como es, miraba de abajo a arriba al policía que me acusaba de violador.

—¿Yo, cuándo la quería ahorcar? Le estaba acariciando el cabello —dije ante el ejemplo de la Chancla.

—Bueno, yo creía señorita —el poli no me peló, estaba temblando, estrujaba su cachiporra con nerviosismo. La Chancla lo captó.

—¿Y ahora qué?, ¿qué me está insinuando?, deje en paz esa cosa… —el policía escondía detrás de sí la cachiporra. Pero la Chancla no cedió ni un centímetro, se abalanzó con determinación, defendiendo sus derechos de género:

—Usted cree que la gente al ver a la policía se siente culpable para darle su mordida, pero yo, mujer, voy a ser quien lo va a acusar con el Ministerio Público de pervertido, corrupto y pendejo. ¿Qué esconde?, ¿por qué tapa su placa con masking tape?

Los polis recularon, sus rostros brillaban cada vez más, la piel morena se perlaba como piel de charol, la chaparrita era chiquita y gordita como un chile manzano.

Ya basta de que al jodido lo sobajen. No porque nos vean chiquitos piensen que no estudiamos. Y no porque me vean mujer piensen que no voy a pegar de gritos. Nosotros somos estudiantes.

¿Estudiantes? ¿Estudiamos? ¡Estudiamos!, ésa era la palabra clave. Como decía mi mamacita, había que estudiar para vivir mejor. Me cay que el miedo se me fue, a los polis los vi como huitlacoches en quesadillas, negros y apachurrados.

¿Faltas a la moral? ¡Usted son los que ofenden a la sociedad!

Así como me ve, me estiré para estar a la altura de las circunstancias. Uno de los polis al verme tan girito, rezongó.

—Ya muchachón, dame lo que me ibas a dar; a’i un cualquier, para la sed.

Cuando dijo lo de la sed, la Chancla se encabritó.

Desvergonzados, todavía después del susto quieren que les quitemos la sed.

Faltaba más que les diéramos para tomarse una coca cola, pues en qué país cocacolero vivimos donde los policías le piden a los ciudadanos para el refresco, qué los tienen tan sedientos en el gobierno que por eso andan disfrazados de forajidos, y tanto sustote para chantajear por una coca cola: ¿Qué tan jodida está la patria? De seguro a ustedes los mandan para robarnos en lugar de cuidarnos. Está cabrón mi país. Se imaginan tener a policías tan pendejos y tan rateros. Qué tal si nos invaden los gringos. ¿Saben cuándo vamos a ganarles una guerra, con ustedes? ¡Nunca jamás! Monigotes del Mono Durazo.

Los policías no se acababan el diluvio de frases encabritadas. Semejantes a la noche, los uniformados se escurrieron pegados a las paredes del barrio.

Me sentí mal al ver a los polis escurridos en la ignominia; la Chancla no les tenía compasión, les siguió gritando.

—Huyen como las ratas cuando les avientan cubetadas de agua, con el rabo todo mojado —me miró, medio sonrió y pensé a ésta ya le pegó lo del año del 68. Me abrazó y con profundidad lanzó esta frase:

—Hay que estudiar para saberse defender. ¡Ya basta de que el jodido sea el burro en las clases de historia!

¡Ah, chingá! Como que instintivamente quise rebuznar pero aguante el reflejo y me le quedé viendo, tratando de descubrir rasgos de mi mamacita santa en mi noviecita santa; pero más bien veía unas barbas a la Carlos Marx.

Tal parecía que las llaves para entrar al Edén estaba en los estudios. Ora sí, a licenciarse de la pobreza.

Lo único que me incomodaba, como un barro en las nalgas, era un cinco de calificación en matemáticas y un cuatro en historia; pero no me amilané, sabía que el amor derribaba barreras, además, el presidente había dicho en la televisión que un futuro luminoso le esperaba al país, pues pronto tendríamos que saber administrar la abundancia.

Y para eso yo estudiaba, para estar preparado a la hora de las grandes oportunidades. ¡Yo no quería que me dieran, sino estar donde hubiera!