Otro menú exótico
—NO diré que se trate de magia negra, pues no creo en esas paparruchas, pero mis hombres están convencidos de que esa maldita rata es un demonio al que jamás debimos molestar. Y estoy seguro de que tienen razón.
El capitán Carey no se había quedado para ver cómo el enorme dinosaurio bípedo daba cuenta de sus hombres. Por el contrario, había apuntado a Charlie y al joven Hadoque con sus armas y los había obligado a caminar ante él por un sendero natural bastante discreto.
Charlie miró un par de veces por encima del hombro mientras se alejaban de la matanza y pudo ver cómo el monstruo lanzaba una dentellada sobre uno de los marinos que le disparaban y lo partía por la mitad. Los reptiles voladores seguían planeando en círculos y en cuanto cesó el sonido de los rifles, comenzaron los aullidos y los gritos de socorro.
Y el capitán Carey tan sólo sonreía.
—Esos pobres cretinos se presentaron voluntarios para buscar comida —dijo el capitán—. Necesitamos carne para los enfermos, ¿sabéis? Los cuatro tipos que han decidido pasar el resto de su vida en el vientre de uno de estos bichos eran los únicos que estaban lo bastante sanos como para salir a cazar. Bueno, también yo… Y Gograh, claro. Pero es evidente que ese jorobado tiene cosas mucho mejores que hacer, ¿no creéis?
Carey les hablaba de todas esas cosas como si Charlie y Hadoque supieran tan bien como él a qué se estaba refiriendo. Charlie le dio un codazo a su compañero, que asintió, pues no necesitaban más gestos para entenderse: estaba claro que el capitán del Matilda Briggs había perdido la razón.
Cuando Carey les había preguntado quiénes eran, Charlie se apresuró a explicar que ambos eran también marinos y que él era el capitán de un vapor volandero llamado Friesland, de la compañía Holanda-Sumatra. También le dijo que habían llegado a la isla por pura casualidad, pues se habían desorientado en un extraño banco de niebla y habían encallado en unos arrecifes cercanos. Habían desembarcado en una cala diminuta de la zona oeste de la isla y el joven Hadoque y él se habían extraviado cuando se habían internado en la jungla en busca de comida. Toda la tripulación del Friesland, que por cierto iba bien pertrechada con armas de todo tipo y condición, debía de estar peinando la selva en busca de su capitán y del muchacho belga, al que todos querían como a un hermano.
El capitán Carey miró a Charlie durante unos segundos con semblante serio y a continuación le guiñó un ojo y se echó a reír escandalosamente, tanto que Charlie temió que llamara la atención del dinosaurio.
—Podéis llamarme Black Michael si queréis, granujas mentirosos —les dijo—. Y ahora, desfilad los dos delante de mí —añadió y los animó dándoles unos amables golpecitos con el cañón de su rifle.
La senda, que estaba repleta de siniestros insectos y arácnidos del tamaño de melones que se cernían sobre las cabezas de los marinos, los condujo a un camino mucho más amplio, esta vez obra de seres humanos: Algo había arrancado, quebrado y aplastado árboles y había dejado tras de sí unas huellas de rodadas que incluso a Hadoque le resultaban ya familiares.
—¿Sabéis algo? —dijo el capitán Carey—. Me importa un bledo quiénes seáis. Es la pura verdad.
—¿A dónde nos lleva, capitán? —preguntó Charlie.
—Llámame Black Michael, compañero. Porque tú también eres capitán, ¿no? Otro capitán de pacotilla como yo, ¿verdad? —dijo, y volvió a reírse.
—¿Dónde vamos, capitán? —insistió Charlie.
Black Michael carraspeó, pues no le gustó que Charlie le hiciera el desprecio de no tutearlo y le dijo:
—¿Adónde? Pues al campamento, por supuesto. A la muerte de un modo u otro, señor capitán del Friesland.
—Es Marlow—dijo Charlie—. Capitán Charles Marlow.
—Y yo soy Archibald Hadoque, cobarde negrero grandullón —dijo el belga—. Seguro que no tendría valor de enfrentarse conmigo si estuviera usted desarmado, pedazo de reptil renegado…
Black Michael le pegó en los riñones con la culata del fusil y Hadoque cayó al suelo. Charlie le tendió una mano y le indicó con un gesto que mantuviera cerrada la boca.
—Vais a morir, tenedlo por cierto; aunque lo más probable es que no os mate yo —dijo Carey—. Enfermaréis, no os quepa la menor duda. Y si no os mata la enfermedad, Gograh os descuartizará o pensará algo incluso más creativo. Tampoco me sorprendería que esta noche el demonio de Sumatra se llevara a alguno de vosotros a su madriguera… es insaciable, ese roedor. Parece que come por siete u ocho…
—Háblenos de esa rata —le pidió Charlie—. Si no tiene inconveniente, claro.
—Ningún inconveniente, señor capitán —dijo Black Michael con retintín—. A fin de cuentas, estoy conversando con dos cadáveres andantes…
»Ya os he dicho que no creo en brujerías, pero sí es cierto que ese animal es el más inteligente que he visto en mi vida. Nos ha diezmado en menos de una semana. Y lo ha hecho a conciencia. ¿Sabéis cuántos hombres del Matilda Briggs desembarcaron en la isla? Treinta y tres, además de Gograh y servidor. ¿Y sabéis cuántos quedan vivos? Nueve, además de Gograh y servidor. Y de esos nueve, al menos siete no sobrevivirán a esta noche. Un par de ellos son jóvenes, como el mozalbete aquí presente (¿Hadoque, dices que te llamas?) y quizá se recuperen… Pero lo normal es que a esos, la rata se los lleve, como seguramente os sucederá a vosotros dos.
Black Michael hizo una pausa que Charlie interpretó como “dramática”, pero cuando volvió la cabeza y lo vio encenderse un cigarrillo, se dio cuenta de que se había equivocado. El sentido teatral de ese hombretón era de otra clase y no precisamente narrativo…
—Sabréis tan bien como yo que si un depredador puede elegir entre dos presas, elige siempre a la más débil. La más fácil. O, como sería nuestro caso, la más enferma… Porque los animales no son como nosotros, pues carecen de orgullo. Pues bien, ese demonio nos ha atacado noche tras noche desde que Gograh hizo que acampáramos y siempre se ha llevado consigo a hombres sanos. ¿Y sabéis por qué? Porque sabe que así acabará con todos nosotros… y eso es porque es una bestia muy, muy lista. Vaya si no.
Charlie ya había oído hablar a Sigerson de la rata gigante en esos términos, pero no esperaba un ejemplo de inteligencia como el que estaba relatando el capitán Carey… si es que en verdad era capitán, pues Charlie ya empezaba a sospechar que no.
—Nos quiere a todos muertos porque nos recuerda. La rata demonio sabe que fuimos nosotros quienes la arrancamos de su madriguera en aquel rincón perdido de Sumatra… El calvito quería cazarla a toda costa, claro que sí… Ese viejo gruñón le tendió una buena trampa. El calvito tenía una jaula bien preparada para atraparla: en lugar de queso, puso a Harvey Cheyne, el grumete del Matilda Briggs, ¿qué les parece? Y la rata picó el anzuelo y cayó en el cepo. Y se zampó al grumete Harvey, a ese cumplidor hombrecito californiano que no tenía más de quince o dieciséis años, vaya si no…
Black Michael se echó a reír, pero en esta ocasión no se trataba de una risa sincera, sino de una carcajada forzada y bastante triste, quizá incluso siniestra.
—Ese fue el primer momento en que mis hombres y yo empezamos a considerar seriamente hacer algo contra el calvito… Se llamaba Sivane, ¿sabéis? Pero ahora el calvito debe de estar muerto y en la panza de la rata demonio. Lo dejamos en una jaula contigua a la de la rata y si el demonio ahora está aquí, eso significa que escapó de la bodega del Matilda Briggs… Espero que se lo hiciera pasar muy mal al calvito. Sí, esa idea me gusta.
Black Michael cerró los ojos: quizá imaginaba a la rata dando zarpazos a través de los barrotes de la jaula, lacerando al doctor Sivane, pero pronto salió de su ensoñación.
—Fue Gograh quien nos azuzó. Fue Gograh el que habló con la tripulación y les dijo que el dueño del barco merecía un castigo, que el calvito se había pasado de la raya… Ese jorobado me convenció incluso a mí. Podéis creerme, pues ahora mismo estoy aquí y no a bordo del Matilda Briggs. Gograh era el felpudo del calvito: ese tirano lo llamaba “montón de guano”, “inútil contrahecho”, “vomitiva gárgola” y otras lindezas igual de agradables. Y Gograh se comportaba como un perfecto esclavo. Parecía un hombrecillo sumiso e incapaz de hacer daño a una mosca… ¿Y sabéis algo? Fue Gograh el que decidió encerrar al calvito de la barba de chivo junto a la rata para atormentarlo. ¿No os decía que ese Gograh es individuo con mucha imaginación? Quizá no tenga ni un gramo de bondad en su cuerpo, pero ¡diablos!, sabe cómo tratar a bastardos como mi antiguo patrón…
Y de nuevo se echó a reír, esta vez con más ganas.
—También fue Gograh, claro que sí, el que nos propuso que desembarcáramos en la isla. “La conquistaremos con el omnimóvil de Sivane”, nos dijo. “Traeremos con nosotros las riquezas que encontremos allí… ¡y mujeres nativas para todos!” Y los hombres lo jalearon, y yo también, vaya si no. De modo que decidimos seguirlo… Dejamos a bordo a McConnell y a unos cuantos más que no terminaban de aceptar la idea de seguir a un maldito jorobado allá por donde quisiera ir y los demás dejamos que Gograh nos guiara… ¡Deberíais haberlo oído gritar desde el principio! Amigos, ¡Gograh debería estar internado en Bedlam! Pero no… Gograh está aquí, en esta maldita isla, y ha conseguido que nos maten a todos… Porque yo ya estoy muerto, amigos… Y también vosotros, claro. Pero no es sólo culpa de la rata, sino también de ese jorobado…
—¿Qué es el omnimóvil? —preguntó Charlie, aunque sabía perfectamente que se trataba del nuevo invento del pajarraco.
—Ah, señores capitán y marinerito belga, tendréis que verlo con vuestros propios ojos para creerlo. Tened paciencia, amigos, tened paciencia…
»Cuando llegamos a la playa, Gograh se encargó de amilanar a los nativos que allí encontramos con el cacharro del calvito… No tuvimos que matar a muchos y sólo sufrimos una baja, un sueco al que supongo ya se habrán zampado los caníbales, pues no nos molestamos en enterrarlo. —Charlie recordó la cabeza empalada en la playa—. Los indígenas dejaron que nos lleváramos a unas cuantas muchachas. Eran tan feas, las condenadas, que yo pienso que esa gente habría tenido que darnos las gracias por haberlos librado de ellas. Pero ya se sabe cómo son los salvajes, ¿verdad? En fin, los muchachos se divirtieron mucho con esas chicas mientras estaban más o menos enteras, pero yo no he sido capaz de acercarme a esas cosas feas y flácidas a las que mis hombres maltrataron demasiado… Casi me alegré cuando Gograh decidió ejecutarlas para comprobar la precisión del punto de mira del omnimóvil (ya lo veréis, compañeros, ya lo veréis) y las alineó para practicar con ellas tiro al blanco: sólo quedaron pedacitos de esas pobres chicas.
Y de nuevo, Black Michael se echó a reír. Hadoque estuvo a punto de volverse para darle un buen sopapo a su captor, pero Charlie, que ya conocía la capacidad del ser humano para generar horrores gratuitos, lo contuvo.
—Hazle caso al señor capitán, chico —le dijo Black Michael al belga—. No querrás que te mate tan pronto, ¿verdad? Tu patrón tendría que cargar contigo el trecho que nos queda hasta el campamento.
—¿Y por qué habría de hacerlo el capitán Marlow? —dijo Hadoque—. No necesito santa sepultura; prefiero que me devoren esas aves carroñeras…
A espaldas de los marinos del Friesland, Black Michael respondió con absoluta naturalidad:
—Porque mis hombres enfermos necesitan comer. Y porque Gograh le ha cogido el gusto a la carne humana.
Charlie y Hadoque se detuvieron en seco y volvieron las cabezas.
—Sí, amigos —dijo Black Michael sonriendo—. Yo también. Y debo deciros que empiezo a sentir apetito.