La alegría de abrir regalos
CHARLIE no era un marino de sueño pesado, sino que estaba acostumbrado a dormir con un ojo cerrado y otro abierto. Por eso se sorprendió cuando una hora y media después se despertó para asearse —Charlie siempre presumía de su reloj interno— y se encontró con que Sigerson ya no estaba junto a él en la estrecha litera. Y además, había salido sin que Charlie se diera cuenta, aunque Sigerson había dormido junto a la pared y la única salida era la del lado de Marlow.
O bien había dormido más profundamente de lo que pensaba, o Sigerson era tan ágil y sigiloso como un tigre de Bengala.
La puerta del cuartucho se abrió y apareció el rostro barbado del joven Hadoque.
—¿Mi capitán?
Charlie se sentó en su camastro y se frotó los ojos con ambas manos.
—Aquí estoy, muchacho.
—¿Dónde estoy?
—En mi camarote —dijo Charlie.
—¿Y qué hago aquí?
—Has estado enfermo y te quedaste dormido —dijo el capitán—. ¿Te encuentras bien?
—Algo anquilosado, capitán… pero me siento bien.
—Pues ve a la cocina y prepara algo de café. Y si despiertas a Rutte dile que te he enviado yo, ¿de acuerdo? —Después de la desaparición de las latas de carne y la pieza ahumada, Rutte había decidido dormir en la cocina para pillar al ladrón con las manos en la masa. Por supuesto, Charlie no se había molestado en ir a decirle que su ladrón había huido a nado hasta la playa.
—A sus órdenes—dijo Hadoque, que desapareció por la puerta del camarote.
Charlie ni tan siquiera se había quitado las botas para dormir, así que se puso en pie y se dirigió al espejo. Se miró las ojeras, se lavó la cara en la palangana y se afeitó las mejillas someramente con la navaja, pues no encontró su jabón. Después se engrasó el pelo y se peinó el frondoso bigote de una sola pasada.
“¿Dónde se habrá metido Sigerson?”, se preguntó, y se dijo que habría subido a la cubierta para aliviarse. Charlie aprovechó para entrar en el cuartucho e hizo lo propio en un cubo, como era su costumbre. Después tiró los deshechos por el ojo de buey y a continuación escuchó una llamada a la puerta.
—Adelante, Hadoque dijo, pero quien entró fue Sigerson—. Vaya, ¿dónde se había metido usted? —Aunque en realidad lo que Charlie quería preguntar era: “¿Cómo se las ha arreglado para levantarse sin despertarme?”
—Venía a despertarlo a usted, capitán —dijo el falso noruego, cuyo rostro estaba también recién afeitado—. Espero que no le importe que haya cogido prestado su jabón —dijo, y le tendió la barrita a Charlie.
—No, no me importa respondió Marlow, y en un gesto involuntario se pasó la mano por el rostro, que le escocía un poco—. ¿Alguna novedad?
—Nada en la isla ni en el Matilda Briggs —dijo Sigerson—. He despertado a Aakster y Heeren y les he pedido que preparen una chalupa con provisiones para varios días.
—Bien. ¿Y Kabouter?
—El señor Kabouter también está ya levantado. Nos espera en cubierta para ayudarnos.
—¿Y por qué no lo ha enviado usted con los otros dos?
—Porque quiero tenerlo cerca, mi querido capitán.
En ese momento la puerta se entreabrió y apareció el joven belga con una bandeja entre las manos. La cafetera humeaba y había llevado varias tazas, unos mendrugos de pan y galletas saladas.
—Veo que se encuentra usted mucho mejor, Archibald dijo Sigerson, que le quitó la bandeja de las manos y la dejó sobre el escritorio del capitán—. ¿Le apetecería pisar tierra firme, muchacho?
—¿Perdón? —Hadoque miró a su capitán, que dijo:
—Decías que estabas recuperado, ¿no? Pues date unas bufadas de agua y vete a cubierta a ayudar a Aakster y a Heeren, que están preparando una chalupa…
—No, no, capitán —intervino Sigerson—; mejor tome usted una de estas tazas de café y vaya a buscar al señor Kabouter, que nos está esperando. Diríjanse los dos a la bodega y aguarden a que lleguemos, ¿de acuerdo?
Hadoque miró de nuevo al capitán, que sirvió él mismo las tres tazas y le dio una al belga.
—Capitán, si me permite una pregunta —dijo Hadoque—, ¿qué fue del mameluco al que debía atizar si se cruzaba en mi camino? Ese al que buscaban esta tarde…
—Vamos a por él a la isla —dijo Charlie.
—Estupendo. —Una sonrisa iluminó el barbudo rostro de Hadoque—. Por cierto, Rutte casi me rompe la crisma cuando me ha visto entrar en la cocina, el muy patagón —dijo, y se marchó del camarote.
Charlie y Sigerson se tomaron el café con celeridad y el capitán hubo de meterse un puñado de galletas en el bolsillo para comerlas por el camino, pues el falso noruego ya salía por la puerta en dirección a la bodega.
Encontraron a Kabouter y a Hadoque enzarzados en una discusión. Ambos se estaban gritando en neerlandés y Kabouter había agarrado un garfio con el que amenazaba al belga.
—¡Eh, qué es lo que pasa aquí, energúmenos! —gritó Charlie.
Kabouter soltó el garfio y miró a los recién llegados con sus diminutos ojillos negros.
—Usted quiere matarme, ¿verdad, capitán? —dijo Kabouter—. Piensa usted cortarme en pedacitos y echarme de comer a los diablos marinos, ¿no es así? Dígame que no y sabré que está mintiendo, capitán… ¡Vamos, atrévase!
—¿Pero de qué estás hablando, cromagnon diminuto? —dijo Charlie—. ¿Qué ha pasado aquí, Hadoque?
El belga, que también parecía furioso, se sacó su pipa recta de la boca y dijo:
—Yo sólo le he dicho a este… cromagnon diminuto, sí… que íbamos a desembarcar en la isla. ¡Y mire cómo se ha puesto…!
—Usted, capitán, sabe que estas aguas están malditas —dijo Kabouter—, y que en la isla nos esperan aún más horrores… y yo sólo quiero salvar a mis pobres compañeros de un final tan horrible como el que ha tenido el bueno de Vogt. ¡Este lugar está embrujado y usted quiere matarnos a todos!
—Tú, papú de mil madres, yo sí que te voy a dar a ti diablos, ¿cómo te atreves…? —comenzó a decir Charlie, y se disponía a abalanzarse sobre el grotesco hombrecillo, pero Sigerson lo agarró por el brazo y lo detuvo.
—Tranquilícese, capitán —dijo Sigerson—. Y usted, señor Kabouter, le ruego que sea razonable también…
—¡Usted tiene la culpa! gritó el enano—. ¡Usted nos ha traído aquí! Usted es brujo, ¿verdad? Claro que sí, usted quiere hundir el Friesland desde que puso el pie a bordo…
—¿Por qué a todos les ha dado por decir que soy brujo? —susurró Sigerson al oído de Charlie; y después le dijo a Kabouter—: Señor, le garantizo que está usted en un error y sus opiniones, que ya se ha encargado de difundir por todo el barco, sólo están logrando alterar a sus compañeros. Le pido por favor que confíe en mí; haga el favor de abrir la puerta de la bodega y acompáñenos, pues necesitamos su ayuda para transportar un objeto muy delicado.
—¿Muy delicado? —dijo Kabouter.
—Sí, señor mío—dijo Sigerson—. Ya sabe usted que durante el viaje he hablado con cada uno de los miembros de la tripulación y ahora los conozco por sus nombres y sus actos. Esta misma tarde le explicaba yo al capitán Marlow que de entre todos los marinos, usted tenía el temple y la firmeza necesarios para ayudarnos en la misión que hemos de llevar a cabo esta misma mañana. Pero si prefiere quedarse en el Friesland…
La expresión de Kabouter se transmutó. Ya no parecía furioso, ni tan siquiera enojado. Había picado el anzuelo.
—Si necesitan mi ayuda… —empezó a decir el enano.
—Por supuesto que sí, señor, y yo personalmente se lo agradeceré dijo Sigerson, que dio dos zancadas para acercarse a Kabouter y le estrechó efusivamente la mano—. Ahora, si es tan amable, venga con nosotros.
Sigerson abrió la puerta y dejó que entraran los tres hombres. Charlie le guiñó un ojo y Sigerson asintió. Hadoque no terminaba de entender qué había sucedido allí, así que se limitó a encogerse de hombros y a morder con fuerza su pipa.
Sigerson se adelantó a todos y les indicó que lo siguieran por entre el laberinto de cajones apilados que era la bodega del Friesland, algo más pequeña que la del Matilda Briggs. Una rata se cruzó en el camino de Charlie y a punto estuvo de pisarla; entonces pensó en la otra rata, la que había descrito Sigerson, y se imaginó a una rata que pudiera alzarse más de cinco pies de altura… y el café que acababa de tomarse trepó por su garganta y tuvo una arcada.
—¿Se encuentra bien, capitán? —dijo Hadoque, que se detuvo junto a Marlow.
—El desayuno… —acertó a decir Charlie, y soltó una bocanada oscura sobre el suelo.
Hadoque lo ayudó a incorporarse y en ese momento la ratita apareció por la esquina de un cajón de embalaje y miró a Charlie… o eso es lo que él pensó.
—Malditas ratas —dijo en voz alta.
—¡Señores, aquí! —gritó Sigerson desde un rincón de la bodega y señaló a un fardo envuelto en una tela amarillenta y sucia.
—¿Qué es? —preguntó el enano.
—Paciencia —dijo Sigerson, y procedió a retirar la tela cuidadosamente.
Los hombres pudieron ver al menos tres piezas y un cajón de madera. Kabouter observaba con enorme interés, pues sus ojitos de niño (o de serpiente) estaban abiertos como platos.
—¿Es un cañón? —preguntó Hadoque.
—No exactamente —respondió Sigerson—. Se llama ametralladora Maxim y si mis fuentes no me engañan, ésta en concreto perteneció al Cuerpo de Voluntarios de Singapur. Puede disparar hasta seiscientas balas por minuto y la puede manejar un solo hombre, aunque lo más apropiado es tener una pequeña ayuda… Una ayuda que en este caso me proporcionarán ustedes dos, señores Kabouter y Hadoque.
El enano y el belga se miraron. Y sonrieron.
—¿En serio? —dijo Hadoque.
—¿Qué tenemos que hacer? —dijo Kabouter.
—Por el momento, hagan el favor de traer una carretilla para que la subamos a cubierta —dijo Sigerson—. Tenemos que montarla e instalarla en la chalupa… Y traigan también unas vasijas, pues hay que mantener el mecanismo frío, si no puede explotar. ¡Vamos, caballeros, muévanse!
Charlie se echó a reír y los dos marineros corrieron por la bodega en busca de la carretilla.
—¡Ah, señores! —les dijo Sigerson, que se había agachado junto al cañón de la Maxim y lo estaba examinando—. Si se portan ustedes bien, les dejaré disparar con ella.
—¡Hurra! —gritaron los marinos al unísono.
Charlie también sintió la excitación del momento, aunque sabía que aquello era una maldita máquina de picar carne humana.
En ese momento, la ratita volvió a cruzar por el pasillo de cajones a toda velocidad. Pero no tanta como para que Charlie no la viera pasar.