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Alter ego

 

La casa de Raymundo Granizo, situada en uno de los Valles que rodean a la capital, era muy amplia y moderna y denotaba exceso de dinero de parte de su propietario, aunque no abundancia de buen gusto.

Raymundo era hijo único de Raymundo Granizo Toledo, un importante emprendedor de Ambato que, con el apoyo de su mujer, Cristina, ambos fallecidos, logró levantar un imperio hotelero en el país. Sumamente mimado por su padres, la irresponsabilidad se convirtió en su  marca de fábrica. Al heredar una gran fortuna, tuvo la inteligencia suficiente como para contratar a un ejecutivo que logró no sólo mantenerla sino acrecentarla, mientras él se dedicaba a las mujeres y a la farra.

Raymundo no pudo encontrar un alter ego mejor que su compañero de colegio y amigo de toda la vida: Bernardo Capdevilla, quien, al no disponer de los montos que manejaba su amigo, los aprovechaba.

Bernardo era más audaz y más atrevido que su amigo. Su personalidad era también más fuerte, razón por la cual se podría decir sin temor a equivocarse, que Bernardo era el líder de esta pareja de “buenos para nada”, o   ¿para mucho?

La partida de billar se había prolongado más allá de dos horas, habían consumido varios vasos de ron con Coca-Cola y no habían comido nada. Eran ya las diez de la noche y a Bernardo Capdevila le pareció oportuno sugerir al dueño de casa que el ingerir algún tipo de alimento –de calidad, se supone- sería muy apropiado y algo que sus estómagos agradecerían.

―Creo, mi querido Raymundo, que deberíamos pedir algo de comer, aunque sea una pizza. Te debo confesar que me desmayo  del hambre.

―De acuerdo. Yo también tengo hambre. Pero, ojo, de aquí no nos movemos hasta que consiga fulminarte. Voy a pedir que ordenen pizza al Montecarlo que, hoy por hoy, tiene la mejor de todo Quito. Y haré que abran un excelente vino tinto francés que tengo en la cava.

―Tenemos también que hablar en serio de lo que hemos hecho, viejo. Estoy sumamente intranquilo.

―Despreocúpate, mi hermano. Despreocúpate. ¿Para qué quieres que alcancemos el poder, aprovechando el éxito de mi hermano, sino es para sacar beneficios? ¡Y para gozarlos! Raymundo. Si no sabes gozar del poder, entonces estás jodido, “my brother”.

―Pero es que lo que hicimos es algo muy serio. ¡Ofrecer altos cargos en el eventual próximo gobierno de tu hermano! ¡Y, además, pedir plata por ello! ¿Qué tal  si nos descubren? Nos cortan la cabeza, hermano.

―¿Quién? ¿Alejandro? Yo soy su hermano de sangre, mi viejo, y su obligación es protegerme. Y si él se pone duro, para algo  está mi madre. Y, no te olvides de algo obvio, ¡si me protege a mí, te protege a ti! “So, don´t worry, brother”.

―Espero que así sea, Bernardo. De lo contrario, la situación se puede poner muy fea. Bueno, mientras llega la pizza, ¿qué tal otra partida?

―Con el perdón del dueño  de casa, esta vez de nuevo te voy a hacer pedazos. Oye, retomando lo anterior, lo mejor es que le presentemos a mi hermano una solución a los problemas que tiene para financiar la campaña. Con eso, quedamos ante él como príncipes.

―¿Cómo?

―Sacrificando parte de nuestras ganancias en estas gestiones y contribuyendo a la campaña.

―O sea, ¿le vas a decir que hay gente dispuesta a darnos dinero si les aseguramos puestos claves en la Administración, Aduanas, por ejemplo?

―Bueno, así de directo, no. Obviamente.

―Entonces, hermano, ¿cómo?

―Mira, hay que pensarlo bien. Ya sabes que yo no soy la niña de los ojos de Alejandro. Hay que presentarle el caso de una manera edulcorada, ¿entiendes? De una forma tal que mi hermano no pueda sentir otra cosa que un profundo agradecimiento; que sepa que Bernardo Capdevilla es alguien importante en su campaña y que deberá serlo en su próximo gobierno.

―Veamos si eso es posible.  Tú empiezas.

Festín de buitres
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