Mi primera comunión, todos reunidos Geyper

La primera vez, con uso de razón, que vi a toda mi familia junta fue en mi primera comunión. Aquello era como visitar el pasaje del terror, era la familia Adams o los Monsters, qué gente más fea. ¿De dónde sacan las señoras los sombreros y las pamelas que se ponen para ir de primera comunión? ¿Porque se pasa tanto calor esperando en la puerta de la iglesia?

Mi comunión fue baratita porque lo organizó todo mi tío Enrique, que tenía cocodrilos en los bolsillos y se gastaba menos que Phil Collins en horquillas. Por ejemplo, el muñequito de encima de la tarta, que suele ser un niño rubito con la cabeza muy gorda, había sido reemplazado por un Madelman viejo vestido de buzo que andaba rodando por casa y la tarta era la famosa tarta Alaska malota que lleva por lo alto almendra picaílla.

Aquel día mi familia lo pasó peor que Norman Bates el Día de la Madre, y yo peor que un flautista tocando con los Marilyn Manson.

Mi tío organizó el peor convite de primera comunión que se había celebrado hasta la fecha. Para empezar, mandó la invitación con el número de su cuenta corriente para que quien quisiera regalar dinero al niño le hicieran una «transfusión» bancaria. Evidentemente, tú no vas a ver ese dinero en la vida, porque tu tío te lo va a guardar por los siglos de los siglos. Mi tío Enrique no daba puntada sin hilo, él no podía perder dinero en el evento. Y es que mi tío es como la Monica Lewinsky, te saca hasta la última gota.

Como la familia ya conocía de sobra al tío Enrique, todo el mundo se puso de acuerdo en llevar regalo, pero de dinero nada de nada, para hacerle la puñeta a mi tío. Todavía recuerdo el reloj calculadora, el álbum de fotos blanco con angelitos tocando la trompeta y el piano joyero que me regalo algún despistado, con una bailarina que daba vueltas hasta que pedía una biodramina.

Otro regalito estrella fue el estuche del colegio: al abrirlo, tenía por una cara el Padrenuestro escrito en un cartón, y por la otra cara, la escuadra, el cartabón y la regla, que digo yo que serían para medir los versos del Padrenuestro.

Tuve regalos repetidos: dieciséis plumas estilográficas para un niño de nueve años son muchas plumas, y al poco tiempo las había perdido casi todas. Me llamaban Loco Mía porque siempre iba perdiendo pluma.

También me regalaron un libro de esos para que firmen todos los asistentes a la comunión, pero me lo regalaron al terminar el convite, cuando se había ido todo el mundo, así que solo conservo la dedicatoria de dos camareros y la de un señor que pasaba por allí vendiendo lotería.

Otro de los regalos más chulos que me hicieron fue esa bola del mundo que es una lámpara. Qué tardes más buenas pasamos buscando los países yo y un vecino mío que era muy cariñoso conmigo. ¡Ah!, y también el disco de los Europe: me pase varias semanas bailando delante del espejo y tocando la guitarra con una raqueta mientras sonaba «The Final Countdown», que todavía hoy me pone los pelitos de punta.

El menú del convite también tenía un peluseo, una botella de Mirinda y una de tinto malote por cada tres mesas, y muchos platitos de plástico con tortillas cortadas en cuadraditos y con un palillo de dientes pinchado encima, que cada vez que tirabas del palillo te llevabas solo la capa de arriba de la tortilla, porque la habían hecho con prisas y se les había quedado blandona por dentro. Y el plato estrella: los sándwiches de paté y de chóped con los filos levantados de haberles dado el aire toda la mañana.

De la orquesta ya ni os cuento, la Orquesta Talibán, los peores del mundo, o sea, federados como los peores. Un tío con bigote y camisa de lunares con dos cuarentonas con mallas de lycra y zapatos de tacón que habían dejado el Biomanán a principios de la gira, porque estaban que no cabían en el escenario. Sin olvidarme del teclista, al que mi padre, que ya iba un poquito croqueta, y yo le pelamos con una navajilla albaceteña el cable del enchufe del organillo.

Fue gracioso, en pleno estribillo de «La barbacoa», de Georgie Dann, cuando estaba todo el mundo allí bailando a lo loco, los señores con la corbata en la cabeza y las señoras con la faja por fuera, salió ardiendo el teclado. Casi se nos achicharra el pelo, parecía una barbacoa de verdad, y la gente se creía que eran efectos especiales que había contratado mi tío Enrique para darle más ambiente al evento. Y, lo peor de todo, los demás del grupo no se daban cuenta y seguían cantando y bailando, y el teclista pelúo como un auténtico churrasco: qué risa nos dimos mi padre yo, de los mejores recuerdos de mi primera comunión.

Cuando estaba a punto de terminar el día, mi tío se paseó por las mesas. Se creía que era una boda y me buscó corbata —yo no llevaba porque iba de marinerito— para «atracar» a los invitados. Al final, me puso una más grande que las de Luis Aguilé para recortarla y sacar más pasta: era un auténtico bandolero siglo XX, uno de los tíos más ladrones que he conocido, podía haber sido concejal sin ningún problema.

Estas fiestas son divertidas, porque mi tía la solterona, con la borrachera que lleva de meterle al tinto, siempre acaba liada con algún camarero y dan un show imposible, que me río yo de El último tango en París y de la tarrina de mantequilla. Y además siempre hay alguien que lo graba. Por cierto, creo que tengo alguna copia en Beta, ¿alguien la quiere?