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Desde el fondo del cuarto lo miraba doña Eladia. Era una de esas mujeres a quienes el pelo revuelto y la ropa en desorden no les quita belleza. Caminó hacia él y exclamó:

—Ay, pobrecito.

Morales pensó: «Qué bueno que una persona como doña Eladia me diga pobrecito». La señora insistió:

—Pobrecito. ¿No se habrá roto algo?

—¿Quién? ¿Yo?

—Avendaño, el pobre Avendaño.

—Si fuera por él, la mata.

—Es de mala bebida, pero me quiere con locura. ¿No se habrá roto algo?

—Señora, estamos en planta baja. Haga de cuenta que su marido tropezó y cayó.

—Voló por el aire.

—A poca altura.

—Tirale esto —dijo doña Eladia y le dio un saco de Avendaño—. No quiero que tome frío.

El Palurdo, que seguía en el suelo, debió de estar bastante asustado, porque levantó la mano, como para protegerse de un golpe. El saco le cayó encima.

Antes de volverse, Morales pensó: «Le estaba rompiendo el alma y ahora se pone de su lado. Hay que embromarse: el comedido siempre sale mal». Como si adivinara su pensamiento, doña Eladia le dijo:

—Soy una ingrata. Me salvaste de una paliza y ni te doy las gracias.

—Tuve miedo que la matara.

—Cuando bebe, lo desconozco. —Miró a Morales, recapacitó y dijo—: Te jugaste por mí.

—Cualquiera lo hubiera hecho.

—¿Con lo que pesa mi marido? No hay otro capaz de tirarlo por el aire. Ahora sé quién es el hombre más fuerte del mundo.

Estas palabras dieron a Morales una verdadera satisfacción.

—Tengo fuerza cuando me enojo —explicó, tratando de ser modesto y veraz—. Si no, me gana cualquiera. Anoche pulseamos con Leiva y me ganó.

—Hay generosidad en tu alma —observó la señora—. Sos bueno. Acércate. Estoy muy agradecida.

Lo estrechó entre los brazos, lo apretó contra su cuerpo. Después lo apartó un poco, para besarlo en la frente.

Al salir del cuarto, poco faltó para que Morales se llevara por delante a Belinda Carrillo y a Roberta Valdez, que estaban junto a la puerta. La Carrillo le preguntó:

—¿Se la diste?

—Intervine porque me pareció que la iba a matar.

—No hablo de Avendaño. Ya vi cómo lo tiraste por la ventana.

—¿Entonces?

—Entonces no te hagas el que no entendés. ¿Se la diste o no se la diste?

Después de un instante contestó:

—Cómo se le ocurre.

—Luis Ángel no es de los que sacan ventaja —dijo Roberta y se acomodó los anteojos.

—Yo que él me daba el gusto —reflexionó en voz alta Belinda—. Un condenado a muerte pide lo que quiera. Ese tipo, Avendaño, no perdona.