IV

Salió a las siete de la mañana. Al tomar Rivadavia no vio un colectivo que venía a toda velocidad; poco faltó para que sucediera una desgracia. «Si no quiero que me aplacen en el examen para renovar el registro», se dijo, «tengo que pasar por la óptica. Lo malo es que en el preciso momento en que a uno le acomodan los anteojos la vista se debilita. Todo el mundo lo sabe».

En Rivadavia y Puán levantó a una pareja. La mujer, una chica más bien, le pareció muy linda, muy pobre, muy asustada. «Tal vez me recuerda a Valentina, porque soñé con ella anoche. Qué bueno, si por chicas parecidas me voy acercando y un día la encuentro», pensó, mientras miraba a su pasajera, por el espejo. Los ojos grandes, oscuros, un poco hundidos y la tez tan pálida quizá contribuyeron a su aire de tristeza y lo que la hacía parecer tan pobre, tal vez fuera el cuellito del tapado, de piel negra, raída. La ropa del hombre era mejor. Un traje a grandes cuadros, ajustado, que sugería prosperidad y aplomo. Morales llegó a la conclusión: «Una mujer de la vida y su rufián. No una mujer, una pobre chiquilina». Estaba seguro de que el individuo la acusaba de algo. Tal vez de haragana, de no trabajar y ganar como corresponde y también de tener a un preferido, al que no cobraba. A esa altura Morales ya sentía enojo contra el hombre y compasión, mezclada con alguna ternura, por la chica. No alcanzaba a oír lo que ella decía. Le llegaba, apenas, un rumor de súplicas y explicaciones, que interrumpió el sujeto para anunciar:

—Mirá, pibita, que ya no me contengo.

Morales pensó: «Tiene ganas de empezar a los golpes». La pobre chica, tratando de justificarse, lo irritaba más. El sujeto continuó:

—Te pido por favor que reces para que lleguemos pronto. Caso contrario, no me hago responsable. Ya vas a ver lo que puede pasar en un coche. Te pido por favor que no te canses con explicaciones. En cuanto lleguemos te desnuco.

Hubiera querido que el tráfico demorara la llegada, para dar tiempo a que el hombre se aburriera de su enojo o a que un milagro salvara a la infeliz. Como las calles a esa hora estaban vacías el viaje duró pocos minutos. Paró frente a una casa de departamentos, en 25 de Mayo y Viamonte. La chica abrió la puerta, se tiró del coche, entró corriendo por el angosto zaguán. Morales la vio golpear insistentemente el botón de llamada del ascensor y mirar hacia arriba y hacia la calle. El hombre se apuró en pagar. Morales lo retuvo mientras buscaba el vuelto y, con disimulo, miraba la calle por si descubría algún vigilante o alguien a quien pedir auxilio. Por Viamonte se alejaba una mujer achacosa. La otra persona a la vista era el diarero de la esquina, más viejo que la mujer.

—¿Hasta cuándo voy a tener la vela? —preguntó el hombre.

Hizo un ademán de amenaza, o de furia, y entró corriendo en el zaguán. Morales le gritó:

—¡Su vuelto!

Bajó del coche y lo siguió con la mano izquierda estirada, para darle los billetes. El hombre ya había atrapado a la chica y le sacudía la cabeza contra la puerta corrediza del ascensor. Los listones metálicos del armazón crujían.

Morales recordó su entredicho con el Palurdo Avendaño y dijo:

—Está maltratando a una mujer.

—No me di cuenta.

—No siga.

El individuo se detuvo y, sin mirarlo, comentó:

—El que no va a seguir sos vos, pibe. Dame ese vuelto.

Morales se lo dio. Lo guardó el hombre en el bolsillo y de nuevo se puso a sacudir la cabeza de la pobre chica.

—Basta —dijo Morales.

Sin detenerse, el hombre contestó:

—Cuando quieras, te achuro.

Morales le dio un empujón y le dijo:

—Suéltela.

—De acuerdo.

La soltó, dio media vuelta, se paró frente a él.

A espaldas del hombre vino a quedar la escalera, que era de mármol blanco y empinadísima. Por ahí huyó la muchacha. El hombre se aflojó, como si fuera a disculparse o, tal vez, a echar las cosas a la risa. Un instante después embistió con una navaja. Por temor a que lo tajearan, Morales atinó a tirarle un puñetazo. Dio en la mandíbula y creyó ver al otro volando hacia atrás, como un muñeco. No había sido más fuerte la trompada de Luis Ángel Firpo, que sacó del ring a Dempsey. No tenía dudas, por lo menos, de que vio cómo el rufiancito cayó sentado en la escalera y bajó tiesamente, con sacudidas y pausas, escalón tras escalón. Al llegar al último no despertó.

—¿Está muerto? —preguntó la muchacha desde el primer rellano de la escalera.

Morales contestó:

—Respira.

Subió con la chica hasta el séptimo piso y entraron en el departamento. En la ventana abierta, con la persiana de enrollar mal cerrada, se alternaban franjas paralelas, de sombra y de luz. La chica dijo:

—Voy a servirle un café.

—Agradecido, pero tengo que irme.

—Voy a levantar la persiana.

—Por favor, no haga nada. Tengo que irme. Solamente quiero pedirle algo.

—Lo que quiera.

—Prometa que no va a seguir con ese hombre.

—Prometo.

—Prométame, también, que no va a trabajar para nadie. Haga lo que quiera, pero no para otros. Para usted.

—Prometo.

—Ahora me voy.

—¿Qué hago si él viene?

—No hay cuidado. Me lo llevo.

—¿Y si viene más tarde, o mañana?

—No le abre.

—Va a golpear la puerta como un loco.

—Hasta que se canse.

—No se cansa. A él ¿qué le importa armar un escándalo? A mí sí, porque de repente me echan.

—Esté tranquila. Aunque más no sea por instinto, el tipo se va a mantener lejos. No quiere que le den otra soba. Yo se lo garanto. Puede estar tranquila.

Morales admitió después que oyó, sin prestar atención, el giro de la llave en la cerradura. Lo cierto es que si la chica no lo empuja y lo hace a un lado, el que se iba a mantener lejos lo agujereaba con la navaja. Ahora lo tenía enfrente, finteando. Morales pensó: «Qué imbécil, no desarmarlo. No volverá a pasar».

—Déme esa navaja —dijo, en un tono deliberadamente calmo.

El hombre contestó:

—Tómela si se anima.

Entonces la chica empujó al hombre. Este la miró de reojo y murmuró con odio:

—A vos, porquería, te voy a tirar por la ventana.

Las palabras le requirieron un mínimo desvío de la atención, que Morales aprovechó para agarrarlo de los brazos, levantarlo en el aire, tomar envión con un balanceo y arrojarlo de cabeza contra la persiana. En seguida recogió la navaja, sin que el hombre opusiera resistencia. Comentó:

—Esta vez fue más el susto que otra cosa. De todos modos vas a perder las ganas de molestar…

Quiero que usted, señorita, sepa mi dirección, para lo que se ofrezca.

La muchacha le indicaba con ademanes que no la dijera delante del hombre. La dijo:

—Yerbal 1317. Entre Nicasio Oroño y José Juan Biedma —explicó—: Ni loco va a aparecer por casa. Ni por acá, esté segura. Sabe que si lo pesco, sale por la ventana haciendo palomita.

—Como quería tirarme.

—Como quería tirarla. Ahora me voy. A él me lo llevo de pasajero en el taxi. Me va a oír, le prometo.

Con alguna sorpresa oyó las palabras que la chica le susurró, mientras lo abrazaba:

—¿Por qué no es buenito y me deja que trabaje para usted? Apuesto que le hago ganar más que el taxímetro. Yo estaría lo que se llama tranquila.