DOCE

 

 

 

Desperté. Al lado del camión se veían luces. Estábamos en un lugar desconocido. Era el día 24 de enero, las 4.05 de la mañana. La sorpresa terminó de despertarme. Habíamos recorrido durante más de 10 horas territorio chileno. Seguramente el camión se detuvo en la noche a relevar chofer o debido a necesidades fisiológicas, de todas maneras eran muchas horas de viaje. Mi curiosidad quería saber dónde estábamos.  Jorge  y  el  resto de  los  pasajeros  dormían  a pierna suelta; alrededor absoluto silencio. Deseaba gritar a todos que habíamos avanzado mucho, mas si los despertaba seguro se molestarían conmigo; Jorge roncaba, había tenido algunos problemas provocados por la altura, así que lo dejé descansar.

En lo personal, la altura hasta ese momento me causaba una continua somnolencia, nada más. Al fin, presa de la ansiedad, salté a la calle, ¡qué frío hacía! Di una serie de saltos para despertar mis músculos, me di cuenta cuanto me dolía la cabeza. Incluso dolor en hombros y rodillas.

—Mejor súbete otra vez al camión —me asustó el chofer.

—Voy a orinar, regreso enseguida —contesté.

—Trata de que nadie te vea, por aquí hay mucha droga y ladrones a montones, no tardes.

Terminé mi tarea natural y regresé a la caja en pocos segundos. Me olvidé de mis dolores. Ya dentro de mi saco de dormir intenté conciliar el sueño, las ovejas no durmieron a nadie esta vez. Me dediqué a pensar un poco. La ciudad estaba desierta, el frío seguía implacable; sabía que estábamos muy adentro del desierto de Atacama: días de calor insoportable, noches de frío extremo. Tomé una aspirina para el dolor de cabeza robando agua al bello durmiente. Vi que la mochila de Jorge estaba a unos veinte centímetros de su cabeza, que descansaba directo sobre la madera. Al momento entendí los dolores de cabeza y huesos. No eran por otra razón más que los golpes que nos dábamos al trocar almohadas blandas por madera.

El cansancio nos evitaba despertar cuando nuestras cabezas marcaban el ritmo de los pozos de la ruta, golpeando la madera. Nuestros hoteles eran baratos, sin embargo nos torturaban al paso de los días. En cuanto al ahorro de dinero, era muy positivo, habíamos llegado hasta ahí gastando muy poco. Sin embargo, debíamos hacer algo con esa forma de viajar o padeceríamos amnesia al llegar a destino, con tanto golpe; un gallo cantaba, solo un coro áspero de perros le respondía. En todas las ciudades se despierta el día de manera similar, aun cuando cada amanecer se disfruta en un lugar diferente. Me dediqué a captar los sonidos  y  el  cambio  de  luces  en  el  alba. Después  de  unos movimientos para desentumirse, despertó el viejo. Lo saludé.

—Buenos días, amigo.

—¿Qué tal el frío, muchacho?

—Duro el desgraciado, acá si no te cocinan de día te congelan de noche. ¿Sabes dónde estamos?

—Seguro es Chañaral, estuve aquí hace cinco años, si así es.

Jorge y el amigo del trueque despertaron al oírnos.

—¿Qué pasa, muertos de hambre? —saludó mi compañero, haciendo reír a todos.

—Aquí nadie pasa hambre –contesté.

—Pues se me han juntado las paredes del estómago, no puedo pasar ni aire.

Despertaron todos por nuestras risas, los drogadictos comenzaron a liar sus trapos en silencio. Nosotros guardamos los sacos de dormir en las mochilas, toda nuestra ropa la traíamos sobre los cuerpos llenos de arena. Los muchachos que se habían drogado pasaron a nuestro lado, bajando del camión después de saludar. Partieron rumbo al norte, nuestra ruta. Eran las 6.10 de la mañana.

—¿Qué hacemos, che?

—Primero a bajarnos, hay que caminar aprovechando el fresco y está empezando a amanecer.

Nos despedimos calurosamente del chileno que nos mató el hambre y nos dejó sin mapas; también del hombre pobre  con  su  agua. Saltamos  al  piso, alrededor estaba quieto. Se abrió la puerta del camión, el chofer se bajó.

—¿Ya se van?

—Sí, mil gracias por traernos, también por dejarnos dormir aquí.

—En la calle, todos debemos ayudarnos, haberlos dejado dónde estaban era algo criminal, el frío los puede matar.

—Gracias, amigo —se despidió Jorge, saludándolo.

—¿Dónde estamos, me puede decir? —pregunté.

—Esto es Chañaral.

Ahí estábamos, con frío, con hambre, sin rumbo… ¡sin mapas! Caminamos media hora para entrar en calor, llegamos así a un Rutero, paradas de descanso para la gente que anda en las rutas, camioneros principalmente. Se pueden encontrar en todas partes, como oasis en el desierto; con puestos donde podíamos comprar ropa, comida, bencina, entre otras cosas. Los precios no eran muy económicos, aunque para alguien cansado eso no era de vital importancia. Amanecía. Una hora más tarde el Sol nos obligaba a devolver a la mochila casi toda la ropa. Sentados junto a una pared intentábamos que alguien nos ayudara a seguir al norte. Aspiré profundamente llenando de aire fresco mis pulmones, y algo más.

—¡Puto de mierda, cómo apestas! —exclamé riendo.

—Tú has de oler a rosas —replicó enseguida.

—No sé cómo pueda oler, hace apenas tres días que no me baño.

—Con arena hasta el culo, muertos de hambre, oliendo a chivo, seguro parecemos más un cerdo que una persona.

Miré entonces la palabra Baños, en el Rutero.

—¿Cuánto cobrarán por bañarnos?

—No sé, déjame investigar.

Dicho esto tomó su toalla, jabón, rastrillo de rasurar, y se perdió dentro del Rutero. Me quedé cuidando las mochilas esperando que regresara; a 50 metros vi una camioneta azul. Sobre ella los dos amigos del intercambio de la noche anterior  seguían viaje al norte. Los saludé con la mano. Mi compañero tardaba, así que seguramente había logrado su propósito de aseo total. Preparé mi equipo de baño e higiene personal, para el relevo. Al fin regresó, más blanco, más alegre…limpio.

—¿Cuánto cobran?

—Creo que 15 pesos, yo me metí, me bañé, salí sin mirar a nadie y no pagué.

—Déjame intentar tu estrategia —dije, mientras lo dejaba a cargo.

Abrí  la puerta, entré a  los baños viendo de reojo una muchacha que ni  levantó la vista a mi paso. Duchas: 15 pesos, rezaba un cartel a la entrada, Baños: 20 pesos. Hasta por cagar te cobran aquí, pensé entre risas. En lo personal prefería contaminar la naturaleza, que pagar… por eso.

Con mis pertenencias en un banco de madera, me metí bajo la ducha como vine al mundo. El agua estaba helada, sentí que se me encogía el alma, lo soporté porque me hacía sentir bien, andar  limpio es muy ventajoso a  la hora de pedir que nos lleven. El agua corría al piso, en un color amarillento, tenía demasiada arena fina encima de mi cuerpo. Me enjabonaba, me bañaba, hasta la tercera vuelta el agua salió completamente limpia; sin prisa alguna, me rasuré, me peiné y me sentí rejuvenecido, lleno de energía.

Me vestí tranquilo, era un placer sentirse limpio. Salí caminando como todo un señor, buen olor, peinado. La joven no atinó a decir nada cuando abandoné el lugar sin mirarla. Otra colaboración del camino obtenida de forma un poco inmoral.

—Ahora si pareces humano, hueles mejor.

—Esto era tan necesario como comer.

—Tengo hambre.

—Vamos allá, mira, por un pan y un café.

—Aún me queda un cacho de pan, con eso me las arreglo.

Así fue que mientras él comía su pan duro con un café, yo lo hice con el café y pan dulce. Después regresamos a la bencinería, para esperar un alma caritativa. El reloj marcaba las 10.15 minutos. Pasaban muy pocos camiones por el lugar. Tras esperar un buen rato, un camión blanco muy grande, con remolque, llegó a cargar combustible. Jorge lo abordó. Volvió enseguida sonriendo.

—Dice que si nos lleva, va a bajar primero lo que trae, como en dos o tres horas más, sigue al norte.

—¿Viene alguien con él?

—Sí, tenemos que ir atrás, en la caja cerrada.

—No importa, con tal de avanzar.

Dije esto pensando en que la caja y el remolque del camión eran completamente cerrados, pues transportaba alimentos. Todo se soportaría con tal de ir al norte. Mientras esperábamos, seguíamos intentando avanzar en otro vehículo, sin resultado. Como quién nada tiene que hacer, el mediodía nos sorprendió sentados en la estación. Convencidos de que el camión nos llevaría, hartos de negativas, esperábamos. El calor era insoportable, el efecto del baño se había disipado ya, estábamos sudados otra vez. La tierra que levantaban los autos y el viento, se encargaban de cubrirnos sin piedad, como milanesas. Jorge me sorprendió con su grito.

—¡Ahí viene nuestro camión!

—Al fin, pensé que ya no saldría, fíjate que es todo cerrado.

—¡No importa! Con tal de que nos saque de este lugar.

Tenía razón, a como fuera, debíamos continuar. Se detuvo la pesada unidad a recargar combustible.

—Muchachos, si se animan a  ir atrás encerrados bajo llave y a oscuras, los llevo —dijo el chofer de unos 45 años.

—Sí, vamos.

Acordado eso, nos dirigimos al camión. Nos abrió la puerta del remolque, subimos acomodándonos enseguida; cerró. Sonaron el cerrojo y la pregunta del chofer:

—¿No siente miedo?

—No, amigo, usted dele tranquilo.

Arrancó el viaje.

—Supongo que, al menos, aquí no nos llenaremos de tierra.

Tras la opinión de Jorge intenté acostumbrar mis ojos a la oscuridad, para ver dónde íbamos sentados. El piso estaba cubierto de telas, cartones y otras cosas, que supusimos, habían sido utilizadas para proteger la carga. La confianza nacía al acoplarnos a la oscuridad. Caminamos dentro del inmenso vehículo, viendo al fondo un mueble en el cual nos sentamos para intentar viajar más cómodos. Pronto lo cambiamos por algo más blando, cómo cartones y telas, porque los baches nos lastimaban demasiado.

Presa de gran aburrimiento, encontré una rendija en la pared por la cual podía ver al exterior.

—¿Qué ves?

—Arena, arena y… más arena.

—Todo esto es puro desierto,  ¿no?

—Sí, Jorge, aunque te falló aquello de que aquí no nos caería arena, es una nube de polvo acá adentro.

—La puta, che, se mete toda por el piso, mira.

Entre risas y chistes intentamos matar el aburrimiento. Nos sentíamos como vacas al matadero. Para esa hora el calor era nuestro peor enemigo. La lámina de aluminio que cubría el remolque hacía de nuestro hotel un verdadero horno. Un poco después de las 15.00 horas se detuvo el acoplado. Jorge bromeó.

—¿Ya se acabó el boleto?

—A esperar a que nos abran y sabremos.

El cerrojo sonó fuerte, la puerta se abrió dando lugar a una explosión de luz del Sol que molestó nuestros ojos, habituados a la oscuridad del interior. Al asomar la cabeza el chofer le pregunté.

—¿Se acabó el viaje, compañero?

—No, me detuve a ver cómo van. No se les vaya a ocurrir fumar aquí dentro, porque están rodeados de cartones y telas, cuando me dé cuenta ya serán cenizas.

Las palabras eran innecesarias, aunque sirvieron para percatarnos de que andábamos, a veces, caminando en la cuerda floja. Morir quemados no era una perspectiva agradable, sin embargo no dejaba de ser una realidad.

—¿Quieren bajar? Permaneceremos aquí otros 10 minutos.

—Sí, gracias, vamos a estirar las piernas.

Saltamos al piso. Estábamos en un verdadero oasis. Un grupo de árboles, comida, bebidas y… mujeres. Parecía una isla verde, rodeada de arena y piedra. El calor era asfixiante a esa hora de la tarde, irritaba las gargantas, el reflejo de la arena blanca molestaba la vista. Nos acordamos de Edgardo, si hubiera estado ahí, de seguro traería algún remedio para  todo. Hicimos nuestras primarias necesidades entre unos arbustos a la vera de la Panamericana. La cantimplora fue rellenada, a sabiendas de que era último recurso; aún no las teníamos todas con nosotros con el agua.

Apenas sí dimos un par de vueltas por el sitio cuando la voz del chofer nos sacó del paseo.

—Nos vamos, amigos, arriba.

Subimos reanimados por la parada, el descanso y los refrescos. El chasquido del cerrojo nos llamó a la realidad de la caja cerrada. Jorge se fastidiaba con  la monotonía del viaje.

—Ya que no puedo ver nada ni hacer nada, intentaré dormir.

—Es la idea más brillante que has tenido hasta ahora.

Me dediqué también a arreglar mi cama de cartones; ayudaría a acortar el viaje, además de engañar el hambre. Redujimos el viaje durmiendo un poco. Las violentas sacudidas del remolque nos hacían volar por el aire, desarmaban nuestras camas y nos estrellaban en el piso de madera. Decidimos al final hacer un montón de telas, sentándonos en ellas para cuidar las anatomías más frágiles. Qué tan aburridos no estábamos, que nos pusimos a cantar cuanto pedazo de canción recordábamos.

Poco a poco todo nos aburría, cada quién se cansó y comenzó a pensar, metido en su propia mente. No teníamos idea de cuánto habíamos avanzado. Ni siquiera si había sido en línea recta o curvas, o incluso si no iríamos de regreso al sur, no había forma de saberlo. Mi garganta estaba irritada, seca por la cantidad de tierra caliente que aspiraba de continuo. Los ojos ardían por la misma razón, el pelo parecía paja, duro y áspero. Cuando golpeábamos la ropa, una nube de tierra invadía los pulmones.

¿Por qué quejarse? Adelantábamos terreno, me gustaba el paisaje, ¿qué me molestaba? El hambre tal vez, la tierra, la tensión de viajar encerrado. Si me hubiera quedado en casa, no tendría problema alguno, estaría bañado, fresco, bien comido. Con mi familia. A pesar de los inconvenientes, nadie me quitaría lo bailado, estaba contento aun con la dosis de sufrimiento. Intenté consolarme.

Pensé en los muchachos de mi pueblo, sin posibilidades por la economía del país, además no tenían la fuerza de voluntad para cambiar esa situación. Tal vez no llegase a ser rico, pero si podría decir que lo había intentado, que no esperé a que nadie me diera nada, que lo busqué con valor, con determinación. Nada de qué arrepentirse. Ellos serán entonces, ¿más cobardes o más sensatos?

Hasta  ese momento  teníamos varias quejas, ninguna grave, más bien molestias como hambre, sed, tierra, mal dormir. Riesgos calculados. Conocíamos gente diferente a diario, veíamos paisajes espectaculares, eso equilibraba los malestares. Quien no arriesga no gana, dice el refrán. Vaya que se aplicaba aquí. Deseaba que el viaje terminara bien, sin desgracias que lamentar, porque lo demás, si nos iba bien o mal, era una meta ilusoria.

Malhumorado por el bamboleo continuó del camión, Jorge preguntó:

—¿Qué hora es?

—Van a ser las 19.00 horas.

—Vaya que adelantamos hoy también.

—Gracias a tu amigo Edgardo.

—¿Dónde estaríamos si ese idiota seguía cómo venía?

—Seguramente en Uruguay.

—Lástima no poder ver nada de lo que hay afuera.

—Dentro de todo, es una zona donde hay poco que ver.

—Sí, Ariel, no es tanto ver algo, sino matar el aburrimiento.

Nos callamos. A nuestros oídos llegaban sonidos conocidos. Motores, gente,  civilización. La velocidad disminuyó, el camión se inclinó como tomando una curva, supimos que llegaba a una ciudad. Nada podíamos ver, sudábamos como locos, las gotas corrían por la piel, arrastrando  tierra chilena pegada a ella. El  tráiler se detuvo, apagó el motor. Ansiosos, nos paramos detrás de la puerta, que se abrió de pronto. El chofer sonrió, así que supusimos que nos veíamos de una forma no muy presentable.

—Muchachos, hasta aquí colaboro yo con su viaje, abajo todos.

—Muchísimas gracias, viajamos sin problemas.

—Aunque hacía un poco de calor, ¿no?

—Calor no, casi nos asamos —reí.

—Crucen  a  ese Rutero,  tomen un par de  refrescos y como nuevos.

Sacudiéndonos  la ropa para descargar algo de  tierra, aceptamos la sugerencia y fuimos al sitio indicado. El lugar era otro puesto fronterizo, ya que terminaba ahí otra de las regiones chilenas. A unos 500 metros se veía una gran construcción que parecía una fábrica de cemento. Sentados en el Rutero, disfrutamos un par de refrescos bien helados.

Nos rejuveneció de inmediato, volvimos al optimismo. El líquido se llevaba la tierra de la garganta al estómago. Volvimos a estar felices, olvidando el duro viaje. Al preguntar precios de las comidas costaban el doble que en la ciudad. Pagamos los refrescos y volvimos al calor del día.

Caminamos a una estación de combustible, nos quitamos la ropa de la cintura hacia arriba y nos lavamos con el agua helada del lugar. Nos pusimos camisas limpias, muy arrugadas también y nos echamos perfume, para equilibrar tufos. El hambre era para entonces el tercer compañero, fiel en su puesto. A pesar de la sensación de vacío, lo soportábamos. La tarde cedía el paso a la incipiente noche. El calor también daba lugar al frío del relevo nocturno. Esa tarde nadie se apiadó de nosotros, pasaban pocos vehículos, el acercarnos a la frontera dificultaba aún más el transporte. Dos mochileros hambrientos, sucios, no muy animados, esperaban. Llegamos a la mitad de la noche, con un frío tremendo. Por primera vez debíamos pernoctar en el desierto, desamparados. El frío era el problema, no  había forma de detenerlo. Jorge hacía movimientos para calentarse.

—¡Estoy duro de frío!

—Es que aquí hace  frío de verdad, ¿a ver, quién nos obligó a venir?

Nos burlamos de que Edgardo extrañaba a su mamá, mas él ahora estará durmiendo calentito, con su estómago satisfecho.

—¡Qué pobres que somos, que par de mochileros tan tristes!

Tras reírse de sus propios males, empezó a saltar para calmar el frío. Sentados espalda contra espalda, aguantamos la frialdad viendo el cielo tapizado de estrellas. Dicen que este desierto es uno de los lugares donde mejor se aprecia el firmamento. Así  esperamos  el  siguiente día,  temblando  como  locos,  hambrientos  hasta  el  dolor  y  sin posibilidades de cambiar la situación.

Una inesperada visita nos sacó de la tortura. Como salida de la lámpara de Aladino una pareja apareció delante de nosotros. Un joven rubio con buen abrigo, portando en sus hombros una mochila roja de buena calidad; ella no tan rubia, aunque la tierra no dejaba apreciar muy bien el color de su cabello. Pantalones despintados, muy gastados, portaba un mochila notablemente más pequeña que la de su compañero. Pensé que un baño y maquillaje obrarían milagros en la muchacha. El hombre inició el diálogo.

—Hola, muchachos.

—¿Qué tal? —sonrió ella enseguida.

Jorge y yo terminamos de incorporarnos, saludando a la vez.

—Buenas noches.

El frío de la noche se coló sin piedad al movernos.

—¿Ustedes adónde van? —continuó ella.

—Bueno, la meta es México, esperemos llegar bien.

—¡Excelente! ¿Son chilenos?

—No, uruguayos, ¿y ustedes?

—Argentinos, salimos a conocer Chile nada más.

Curioso pregunté:

—¿Dónde duermen?

—Acá, en nuestros sacos de dormir.

Admiraba que un muchacho se atreviera a salir  al mundo con una mochila al hombro, que una muchacha tuviera el valor de seguirlo era algo que me tenía encantado. Seguro sus noches a la luz de la Luna eran mucho más románticas que las de Jorge conmigo. En ese momento en que la envidia me corroía, un camión repleto de fruta se detuvo frente a nosotros.

—¿Nos llevará? —inquirió Jorge.

—Pregunta. Yo pedí al último, este te toca.

Partió mi compañero a consultar al chofer. En la oscuridad vi a su ayudante subir a la caja y bajar algo. Jorge regresó al fin, sonriente.

—¿Qué te dieron que vienes tan feliz? —pregunté ante la posibilidad de alimentarme.

—El tipo me regaló cuatro duraznos hermosos.

—Ven para acá, muñeco.

Me lanzó uno que atrapé en el aire. Traía otro a medio comer y dos más en su otra mano. Miró a la pareja preguntando:

—¿Quieren duraznos?

—Sí.

La rápida respuesta de los muchachos dio a entender que ellos también traían al hambre de compañera esos días, el  atrevimiento  al  pedir  comida  es  prueba  segura.  Esa noche dos uruguayos y dos  argentinos  compartimos  la luna, el frío y… cuatro duraznos. En lo personal estaba feliz, claro que dos para cada uno no hubieran alcanzado, uno menos; sin embargo las sonrisas de los compañeros de viaje pagaban el momento sin lugar a dudas, la noche silenciosa y una leve brisa con olor a mar, completaban el cuadro. Estaba helado por fuera, más tibio por dentro.

—¿Qué hora es?

—Son… deja ver, las 11.00 de la noche.

La pregunta del muchacho y mi respuesta rompieron el encanto del silencio. Unas cuantas horas de sueño seguro no nos caerían mal. Jorge se puso de pie alejándose.

—Voy a preguntar a aquel muchacho a ver si no hay un lugar que nos preste para dormir.

Lo acompañé mientras la pareja ocupaba el lugar de nosotros. Saludamos al muchacho.

—Qué tal, amigo.

—Buenas noches, ¿necesitan algo?

—Buscamos un lugar no tan helado para pasar la noche.

Se dio vuelta señalando una construcción.

—Allá es el lavadero de autos, tiene techo, paredes no, si en algo les ayuda ahí se pueden quedar.

—Estaremos bien allí. Muchas gracias, amigo.

Caminamos los 20 metros que nos separaban del lugar. Un techo, dos paredes, piso de mosaico. No veía gran ventaja con el lugar anterior, más decidí callarme. Vimos a los ocasionales compañeros acomodados espalda con espalda; sacamos  toda  la  ropa  que  disponíamos,  la  pusimos en nuestros cuerpos y nos acostamos en el piso. Estábamos tan cansados y hambrientos que el sueño se apiadó de nosotros enseguida, dormimos sin pensar en el cruel frío. No desperté para nada esa noche.

Despertar fue una tortura, me dolía cada parte de mi cuerpo, brazos, piernas, cabeza. Hombros y espalda entumidos, no podía mover los dedos de los pies. La feliz velada terminó por despertarme en un sinfín de dolores. Eran las 6.10 de  la mañana; aún estaba oscuro, el silencio era total. No había gallos, ni gente que fuera a sus trabajos, solo el  maldito frío.

No sabía si levantarme o seguir en mi saco. Mejor me levanté, necesitaba entrar en calor de inmediato. Opté por levar anclas. Los pies me punzaban, al salir del saco sentí mis dedos arder, todo era por el frío. Le pregunté a un bien abrigado joven que traía el turno de la noche en el lugar.

—Buenos días, amigo, ¿no sabes cuantos grados hizo anoche? Pasamos mucho frío en el lavadero.

—Sí hizo frío, ha de haber bajado a uno o cero quizá.

Pensé que estábamos jugando en el límite, enfriamientos así podían ser peligrosos. Envuelto en mi vaho matinal, le di un par de patadas a Jorge para que despertara. Teníamos como meta llegar a Iquique ese día, había que empezar temprano.

—¿Qué pasa ahora? —exclamó sin sacar la cabeza del saco.

—¿Cómodo, eh? Trata de mover las piernas y me dices cómo te sientes.

—No molestes, la rubia de siempre está conmigo.

—Deja esa pobre rubia en paz, trata de levantarte que tenemos que salir a la ruta temprano.

—Mejor tráeme un café a la camita.

—Flor de café te voy a dar si no te levantas de una vez.

—Está bien, no sé para qué diablos me despiertas si no hay nada para comer.

—En eso tienes razón, con o sin hambre debemos seguir adelante, boludo.

Gritó entonces para que lo oyera todo el país:

—¡Qué pobres que somos!

Había hecho de esa frase su grito de guerra, disfrutaba mucho cada vez que la echaba al aire. Se levantó al fin.

—Ahora sí que hace frío, che.

—Te estoy diciendo, eres terco como una mula.

—Pensar que Edgardito está calentito, llenito de comidita… ¡qué pobres que somos!

Así empezamos, felices, bueno felices no, teníamos hambre para eso, optimistas si estábamos. Además teníamos frío de verdad, incluso la sed estaba disfrutando con nosotros. A pesar de nuestros 20 años, esos pequeños detalles impedían una felicidad plena.

—¿Qué hora es? —preguntó mientras arreglaba su mochila.

—Son las 8.30.

—Hay muy poco movimiento, me parece que pasaremos aquí la mañana.

—Alguien se detendrá a echar combustible, eso nos dará oportunidad de pedir pasaje.

—Ojalá porque hay poco que ver por aquí.

—Sol, ven a nosotros, te necesitamos –grité dando saltos.

—Para colmo, aquí sale hasta las 9.00.

—Así es, en poco rato llega a 40 grados y nos empieza a cocinar, ¡qué bello es el desierto!

Jorge  al menos  estaba  aprendiendo dónde no quería vivir. Caminamos hasta una parada de ómnibus. Dejamos nuestras mochilas en el piso y nos dedicamos infructuosamente a pedir que nos llevaran. A las 10.30 seguíamos en el mismo sitio. Sudando, porque había 36 grados a esa hora y nuestra hada buena parecía haberse tomado el día libre. Jorge se impacientaba, yo trataba de mantener la cordura. Por fuerte que fuese nuestra voluntad, el punto de quiebre rondaba cerca.

Todo lo calcinaba el Sol de mediodía, rocas, hierro, animales y seres humanos. Un viento suave levantaba nubes de arena fina que se metía en ojos, oídos, ropa y… otros lugares donde podía entrar. Para una idea completa de nuestra situación, la última comida, consistente en un durazno y un sorbo de agua, había sido 12 horas antes.

Regresamos a la estación de servicio. Había sombra al menos, además existía la posibilidad de que alguien que se detuviera nos llevara, o como mínimo nos diera algo de comer.

—Tal vez consigamos algo aquí, no como en ese podrido techo.

—Fíjate que el problema no es que no nos lleven, sino que casi todos van a Antofagasta.

—Pues vamos nosotros también ahí, esto es duro.

—Tienes razón de perder un día aquí o allá, seguro allá es más divertido, cambio de planes.

—Renegando  no  ayudamos  en  nada,  así  que  vamos para allá, esto es terriblemente aburrido, desgastante.

—Ni barajas trajimos para entretenernos.

—Sí,  fuimos idiotas

Tras el desahogo nos calmamos un rato. Las horas pasaban, el hambre desesperaba, la sed acechaba ya, de los camiones ni rastros. La cordura cedió al fin ante la sed. La regla principal era no tomar agua en lugares desconocidos, porque allí podía terminar nuestro viaje. Jorge se entregó.

—No aguanto más, tomaré agua de la cantimplora.

Se me quedó mirando, esperando una reacción.

—Dale, yo también tomaré.

Tomamos agua hasta hartarnos. Agua pura, los labios agrietados por el calor, resecos por la arena y el viento, parecieron expandirse ante el manantial de  frescura. ¡Qué bella caricia a las gargantas!

El agua arrastró  la arena por  la garganta, limpiando todo. Después de varios tragos, me doble en dos. Había tomado mucha y el dolor al encontrar vacíos los intestinos fue brutal. Tras ese golpe, todo se calmó. Jorge me imitó. Sonreíamos como niños pescados en travesura. El agua que corría por su pecho, dejaba una línea limpia de piel. Cuanta riqueza desean los hombres, y cuan poca lo hace feliz bajo ciertas circunstancias. Ese día nuestro mayor  tesoro era simple: una cantimplora llena de agua fresca.

Las consecuencias de ese arrebato estaban aún por verse. La sed se había calmado, el optimismo volvía a salir adelante; poco después de las 15.00 horas volvimos al techo de la parada de buses. Nada de ventaja tenía sobre el sitio dónde estábamos, pero cambiar de lugar era una válvula al aburrimiento. Pasamos al extremo de reírnos de la situación, tirando piedras en un bote, no había forma de romper el tedio de la tarde. El optimismo se retiraba, el calor y el aburrimiento no daban tregua. Los labios resecos sangraban. El reflejo del Sol hacía arder los ojos, la lengua se hinchaba en las bocas. Entre el cuello de la camisa y la piel se formaban  pequeñas  ampollas por  el  roce  con  la  arena. Hubo momentos donde nos abandonábamos, sin intentar siquiera que alguien nos llevara. Pronto acabó la tarde, el sol se escondió tras las murallas de roca. La noche caminaba a nuestro encuentro. Noche y frío, una pareja fiel en el desierto de Atacama.

—No aguanto otra maldita noche tirado en este lugar —se desahogaba Jorge.

—Creo que yo tampoco.

—¿Qué hacemos? Ya viene la noche, nadie nos levanta.

—Lo peor es el hambre, pasar otra noche de frío extremo con tanta hambre es una mala combinación.

—¿Crees que alguien nos dará de comer?

—O nos dan… o tendremos que robar.

—De acuerdo, algo tenemos que comer.

Volvimos entonces a la estación. Llegando vimos a un muchacho que intentaba que alguien lo llevase, al lado de un camión cargado de frutas. Parecían eventos distintos, pero vean.

—¿Nos podría llevar a Iquique, señor?

—No podemos muchacho, vamos repletos.

Continué desesperado.

—¿Nos regala al menos un melón? Desde ayer no comemos nada.

—Por supuesto, sube y agarra uno.

Sin saber de dónde saqué fuerzas, en instantes estaba sobre el camión, eligiendo fruta. No quise abusar, bajé con tres melones en mi haber. Que me envolvieron con perfume que olía a mujer bonita. Se los tiré a Jorge por la parte de atrás del camión para que no me viese el chofer, me bajé enseguida por dónde había subido.

—Amigo, un millón de gracias.

—Nada, en la ruta todos somos amigos.