CINCO
La lengua de asfalto, casi vacía al principio, ahora se encontraba atestada de autos, gente y vida. El ruido clásico, bocinas, gritos, chirridos de llantas, humo, sí, mucho humo, sin duda, el gran Buenos Aires. Gente corriendo por las calles, choferes insultándose unos a otros para aliviar el estrés, sobre las bocinas de los autos, un pequeño infierno diario. Solo dirigir la vista al cielo, pensar que detrás de esa contaminación hay naturaleza, obliga a soportar todo, para luego disfrutar plenamente lejos del mundanal ruido.
Los edificios somnolientos, sucios, apáticos, nos veían pasar reflejando en los ojos vidriosos una muda súplica para que alguien calmara sus revolucionados intestinos.
—¡Déjate de mirar para arriba o de aquí no nos vamos más!
¿Quién si no? Edgardo, siempre apurado, no había al parecer nada en este mundo que pudiera despertar su sentido de observación. “Lo siento, me tendrá que aguantar”. Jorge miraba lo que para él parecía tener un valor inestimable: caderas ondulantes de bellas porteñas. ¡Vaya que es una especie abundante!
Como dijo Edgardo, a seguir caminando. Di una vuelta en 360 grados y llegué a la conclusión… de no saber dónde estábamos.
—Muchachos, lo primero es lo primero, a buscar equipo.
—Mejor consultamos por un lugar barato —apuntó Jorge.
—De acuerdo, a preguntar.
Un señor merecedor de nuestra confianza, nos indicó, muy amablemente por cierto, de un lugar llamado La Chinche, económico y bien surtido. Tras las indicaciones, para allá partimos. Cientos de baldosas veían pasar nuestros pies, los dos ojos con los que he sido dotado por la naturaleza no me alcanzaban para todo cuanto me rodeaba, debido a la velocidad de la que hacían gala mis compañeros.
Pronto, mi corta experiencia en el arte del campamento comenzó a dar frutos. Mi caja, pequeña y maniobrable, no obstaculizaba para nada mi andar, mientras Jorge cambiaba de lado la suya constantemente. Edgardo se detenía cada vez más seguido para cambios de mano. Cada parada era una nueva frase de queja que llenaba el aire de la tarde; se iba a desmoralizar solo. Cuando me consultaron sobre el equipo fui claro, sacrifiquen equipo, agreguen dinero. No sé por qué me habían consultado si iban a hacer los que se les diera la gana.
Podría haber asegurado que el peso de sus cajas era muy superior a la que yo preparé. Dimos por fin con el local. Un descolorido letrero nos miró entrar por la sucia puerta. Un tipo con cara de pocos amigos hizo oídos sordos a nuestros amables saludos. Hicimos como si no existiese, sin pedir permiso revisamos todo el montón de mochilas y sacos que tenía a la vista, sin hallar lo que realmente buscábamos.
Además, los precios que estaban a la vista eran altos para la mercancía en exhibición; para colmo el tipo nos vio cara de no tener dinero, ya que su atención fue la indispensable y algo menos aún. Abandonamos la Chinche, eran las 18.30 horas. Cansados, sin probar bocado desde la mañana, aún con las cajas, salimos sin rumbo fijo. Así fue que como locos sin cabeza nos encontramos caminando por la avenida Santa Fe, sin saber dónde estábamos. Jorge y yo íbamos juntos, ¿Edgardo? Adelantado, sin rumbo.
Se adelantaba para reprocharnos luego lo lento que caminábamos y si se atrasaba, que no lo esperábamos. La mezcla de cansancio, hambre y miedo empezó a hacer estragos. A los locos hay que seguirlos a dónde corran, eso fue exactamente lo que nos limitamos a hacer con Jorge. Más que molestar, Edgardo divertía. Eso sí, colaboraba poco con la adhesión del grupo. Seguro que si se perdía en esa marea humana no lo volveríamos a ver. Se comportaba de manera inconsciente. Entre todo lo que iba observando alrededor, distinguí una vidriera bien surtida con equipo de camping. Alborozados, dejamos afuera las cajas de cartón al cuidado de Jorge y entramos a la tienda. Al golpe de vista encontré lo que necesitábamos, en el mismo momento en que mi compañero mostró su iniciativa de compra.
—¿Cuánto cuesta esta mochila? —preguntó a un amable muchacho.
—600 pesos.
—¿Y esta?
—Esa 750 pesos.
—¿Y este otro…?
—¡Ya, hombre! —interrumpí— así nos amanecemos acá preguntando precios. Ve por Jorge, traigan todo.
Reunidos los tres junto al dependiente, continué.
—Jorge, elige lo que te guste, una mochila y un saco de dormir; nosotros haremos lo mismo.
En pocos minutos, cada quien tenía el juego a sus pies. Mis compañeros eligieron mochilas grandes, con parrilla de hierro, cortas y anchas. Me parecieron incómodas. Elegí un modelo europeo delgado y alto con parrilla de aluminio, muy liviano e impermeable; un poco más caro. No sacrificaría mis riñones por unas pocas monedas, el camino diría al final quien había tomado la decisión correcta. Los sacos de dormir fueron elegidos iguales, sencillos y económicos a la vista. Junto todo, lo pusimos cerca del mostrador y pregunté al muchacho.
—¿Qué falta ahora?
—Una cantimplora.
—Bien Jorge, la cantimplora.
Escogimos una; agregué a todo un par de zapatos deportivos livianos, coloqué las cosas junto a las mochilas.
—¿Cuánto cuesta todo esto? —consultó Edgardo.
Tras aporrear inmisericorde una calculadora electrónica, el muchacho le contestó:
—Suman 2780 pesos.
Sin agregar palabra, el autor de la pregunta metió mano al bolsillo para sacar dinero. Me adelanté a él, haciéndole a un lado, para hablar con el joven.
—Mira, somos uruguayos, vamos con ganas de llegar hasta México a trabajar, sabes cómo está la cosa, vamos a necesitar más dinero del que llevamos. Solo la colaboración de la gente que encontremos en el camino nos ayudará a llegar. Fíjate además que es una buena compra, a ver si puedes hacer algo con esos precios.
Me observó pensativo; dio media vuelta, charló un instante con la cajera. Sonriendo nos anunció:
—Muchachos, si van tan lejos vamos a colaborar en algo, les hago un diez por ciento de descuento, más no puedo, ¿les ayuda?
—¡Claro que sirve! —sonreí contento.
Pagamos el importe del total, en partes proporcionales a lo que cada uno había comprado; pedimos luego un rincón en el negocio para pasar lo que traíamos dentro de las cajas a nuestras flamantes mochilas.
—Si no sabes pedir rebaja no preguntes precios; si hay algo que no nos sobra es dinero, precisamente —reproché a Edgardo.
Sin verme siquiera se abocó a la tarea de acomodar su equipo. Me di cuenta en ese momento de que mis cacerías me habían preparado mejor de lo que pensaba. Para ello solo necesité ver la forma en que mi resentido compañero empezó a ubicar sus cosas. Primero puso perfumes, frascos de medicinas y otros recipientes.
—Ten mucho cuidado al bajar tu mochila al piso, porque vas a quebrar los frascos en el fondo.
—Tienes razón, los pondré sobre lo demás así no se rompen.
—Tampoco es correcto, si alguno tira líquido echa a perder ropa, mejor usa los bolsillos laterales para ello.
—Está bien, ordena la tuya a ver cómo se hace —puntualizó de mal tono.
Eso seguí haciendo con calma. Coloqué frascos y artículos de higiene en los laterales, para tenerlos siempre a mano. En el fondo, pantalones y calzado que no usaría de inmediato; sobre todo eso, la ropa que usaría a diario. Jorge me imitaba. Edgardo continuaba con su trabajo de forma casi frenética. Viendo lo que guardaba en su mochila llegué a la conclusión de que si nos encontráramos en una guerra, no pasaríamos privación alguna. Mucho peso inútil. Con cuidado y paciencia, las tres casas ambulantes quedaron listas para su prueba de fuego. Era de vital importancia hacer los arreglos con cuidado, tratando a la vez de recordar el lugar exacto en que se había guardado cada cosa.
La dedicación al ordenar una mochila debe ser la misma que al ordenar un cuarto. Cada cosa tiene su lugar, al usarlo, ahí mismo debe de volver, para que se haga hábito y pueda uno encontrar lo que busca, aun a oscuras. La ropa sucia conviene tenga un lugar en el fondo, dentro de una bolsa plástica; de esa forma cuando haya oportunidad de lavar, se saca todo lo de arriba para que tome aire. La ropa más delicada debe estar en la parte alta de la mochila, bien doblada, cubierta con una toalla.
De todo lo que nos faltaba por aprender se encargaría la ruta. Tres cajas uruguayas descansaban ahora en un negocio argentino, olvidadas sin remedio después de cargar sueños por un corto tiempo. Agradecimos al amable muchacho que nos había ayudado; partimos del lugar con nuestro flamante equipo a cuestas. Fuera de ahí, nos detuvimos a hacer ajustes en las correas, para volverlas más cómodas y seguras.
Mi adquisición parecía fuerte, agradable. Los únicos que me parecieron poco resistentes fueron los broches de cobre en la armazón de aluminio. Con gran placer me puse la mochila, regulando correctamente la longitud de las correas, la amoldé a las curvas de mi espalda; no iría soportando en ningún momento sobre mis riñones si la mantenía en la posición adecuada. Mis compañeros hacían otro tanto; nos ayudábamos cuando era necesario. Íbamos en un ambiente placentero, como niños en día de Reyes. Cada uno admiraba su juguete estimándole virtudes o defectos; las mochilas de mis compañeros se me hicieron muy abultadas hacia atrás, lo que redundaría en dolor en la parte baja de la espalda luego de llevarlas varias horas. Para colmo, cada uno parecía haberse llevado su ropero completo. Los dos primeros intentos de colocarse la mochila le fallaron a Edgardo. Me acerqué para ayudarle comprobando una cosa: o dejaba parte de su equipo inútil a medio camino o ese morral de guerra terminaría aplastándole. Agregando a esto un físico poco privilegiado, le esperaban momentos desagradables. Difícil prever qué sucedería, tal vez alguno de nosotros se enfermaría y él tendría lo necesario para salir adelante. Que yo no compartiese sus ideas no daba por sentado que tuviera la razón. Momentos más tarde, estábamos listos para enfrentar el mundo.
—¿Ahora a dónde vamos? —consultó Jorge.
—Creo que en tren viajaremos seguros y barato —aseguré.
—Muy bien, a averiguar dónde está la estación —apuró Edgardo.
—Perfecto, pregunta entonces para dónde vamos.
—Yo no…
—Entonces cálmate, porque si sigues así de apurado, mañana amaneces nuevamente en tu casa. Tranquilo, hay que preguntar.
El hambre nos tenía irritables a todos. Tras algunas preguntas nos enteramos de que estábamos muy cerca de la estación, presas de gran alegría salimos a buen paso al próximo punto de partida hacia… ¿importaba hacia dónde?
Llegando al sitio, Jorge se dio cuenta de que faltaba alguien:
—¿Dónde diablos está Edgardo?
Tras pasear mi mirada alrededor tranquilamente, comenté:
—Muchas veces les he dicho que separarnos en una ciudad de este tamaño es muy peligroso, no creas que me voy a hacer mucha mala sangre por él.
—No podemos dejarlo tirado.
—Yo no lo tiré, me parece justo que si él hace sus nudos sea también quién los desate. ¿No te parece?
—¡Tienes razón, si se quiere perder que se pierda, yo te sigo!
Con esas tajantes, casi rabiosas, palabras de mi compañero se dio por establecido un trato de palabra: si te pierdes, te vuelves. Listo el pollo. Una decisión dura, difícil. Necesitar niñera a los 21 años es algo incongruente para alguien con dos dedos de frente. Seguimos caminando, procurando a la vez distinguir al perdido entre ese mar de personas. Cómo era de suponer, se había adelantado, lo encontramos sentado en una saliente de un edificio muy sonriente.
—¡Eres un tipo muy gracioso! —le saludé.
—¿Por qué…?
—¿Cómo que por qué? —grité enojado—, si en lugar de seguir decidimos regresar a buscarte, ¿qué pasaría?
Me miró fijamente, entonces me di cuenta de que para nada se le había ocurrido la idea de extraviarse; no se imaginó que, de haberse perdido en ese momento, al otro día iba a estar llamando desesperado a Palmira para ver si no habíamos hablado o algo así. Di por terminado el incidente.
Me tomé el papel de líder, como tal procuraba hacerle comprender sus errores, sin mortificar demasiado. Las discusiones solo lograrían distanciarnos, eso a ninguno convenía. Unos pocos pasos más topamos con estación Retiro; pitazos de trenes, gritos y… ¡mucha gente! Entramos lentamente, mientras leía los letreros que indicaban los horarios de salida y llegada de los trenes. Al fin di con el que buscaba: salida a Mendoza.
—Hay que preguntar la hora de salida, en ese nos vamos, muchachos.
Ya en la boletería, escuché una de las preguntas más estúpidas que me tocaría oír en toda la ruta; huelga aclarar quién la pronunció.
—Oiga, ¿cómo le hacemos para ir a Bolivia?
El cajero miró a su interlocutor; en un rápido ademán se saca los anteojos sin quitarle la vista de encima.
—Joven, soy despachante de boletos en Buenos Aires, no contesto preguntas tontas, disculpe usted.
—Parece que este no sabe.
Sus palabras rebasaron los límites de mi paciencia; sin disimular la rabia que sentía por su idiotez, le grité en pleno rostro:
—¿Dime, eres o te haces el tarado? Jamás te creí capaz de preguntar semejante estupidez.
Volteó a ver a Jorge en demanda de ayuda. Este sacudía la cabeza entre risas mientras le decía:
—¡Eres un idiota!
—A ver, ¿qué querían que preguntara entonces?
—Dime, cerebro, ¿alguien dijo que tenías algo qué preguntar?
—A ver tú —muy enojado me contestó—, dime qué debía preguntar entonces.
—¿Sabes siquiera a dónde vamos? —intenté calmarme.
—Pues… no, la verdad no. Creo que…
—Mejor no creas nada, si no sabes qué hacer, lo mejor que se te puede ocurrir es callarte la boca.
Murmuró algo en voz baja, alejándose. Me calmé y me acerqué a Jorge, que permanecía pensativo.
—No me pienso volver, mas creo que no llegamos juntos.
—No, ahora tiene hambre, es todo. Al estar en camino se calmará, dejará de hacer idioteces.
—¡Ojalá tengas razón!
—Verás que sí, yo también tengo hambre.
—¡De veras, no hemos comido desde las 8.00 de la mañana! Espera aquí, voy a ver el horario del tren a Mendoza, pienso seguir el plan que tracé antes de salir.
—Yo te sigo, aquel no sirve.
A partir de ese diálogo mi condición como líder único quedó confirmada. El tren partía a las 20.30 horas, eran en ese momento las 19.30. Nos reunimos con Edgardo, ya calmado. Cruzamos hasta un mercado de frutas que había enfrente. Elegimos algunas para el viaje, otras para calmar el hambre de forma inmediata. Compramos unos dos kilos de plátanos y naranjas. Comiendo ávidamente la fruta fresca salimos riéndonos del lugar.
—La mochila me está causando dolor de espalda —exclamó Jorge.
—No te apures, tras una semana cargándola pasará a formar parte de ti, ni cuenta te darás que está allí.
Ni yo creí lo que dije, era una mochila incómoda, con mucho sobrepeso. Ojalá me equivoque, pensé. Dieron las 20.00 horas. El mal humor de nuestro genio rebelde seguía flotando en el aire. Compramos los boletos y nos dedicamos a ver el movimiento de personas en el andén. La impaciencia llegó con la oscuridad de la noche; las mochilas descansaban a nuestros pies, había que vigilarlas bien porque en estos sitios atestados de gente es fácil que les crezcan patas.
—Coche número 0165, de nombre Aconcagua, sale en cinco minutos a la ciudad de Mendoza.
La nube de impaciencia fue barrida por el viento de la alegría de partir. El tren estaba tomando posición frente al andén; cientos de brazos se agitaban por las ventanas. Todo el sitio tembló ante la acometida de cientos de pies. Tomé mi mochila bajo el brazo, caminé en busca del vagón 502, nuestro vagón. Me apresuré a subir para aprovechar asientos cómodos, juntos. Era mucha la gente viajando en segunda, eso porque no había tercera. El viaje sería largo, a pesar de no sobrar comodidad debíamos descansar cada vez que fuera posible. Sentado junto a una ventanilla vi llegar a Edgardo, que colocó la mochila en un portaequipajes y se sentó delante de mí.
—Oye, ¿y Jorge? —pregunté.
—¡Por ahí viene!
—¡Par de boludos, no me esperen, total qué les importo!
—Tranquilo, qué pasó, por qué ese enojo.
—¿Qué puede pasar? Me perdí en el andén, nadie me esperó.
—¿Por qué no lo esperaste? —miré a Edgardo.
—Nada tengo que ver si se pierde —contestó.
—Sabes bien, porque lo charlamos antes de salir, el que va adelante abre camino, el de atrás cierra. La misión del que va al centro es cuidar que uno no se adelante demasiado, que el de atrás no se quede mucho. Pregunto, ¿tienes algún límite para hacer estupideces?
Bajó la cabeza en silencio. Jorge me miraba, alcé los hombros y le dije:
—Lo lamento, no supuse que algo así podía suceder.
—Yo sé que no es tu culpa, la próxima yo iré en medio, no confío en este.
Otro roce, tan inútil como inevitable, la tensión entre Edgardo y yo aumentaba. Sin temor a equivocarme, acepté que el grupo no duraría mucho más. Un escalofrío de satisfacción recorrió mi cuerpo al escuchar el pitazo de salida de la locomotora; tras la señal, cientos de toneladas de hierro comenzaron lentamente a recorrer la ruta de aceros paralelos, extendida en el horizonte. El reloj marcaba exacto 20.30 horas. Salía puntualmente.
El cuchillo de luz y sirena cortaba la ciudad en dos. Los miles de focos que iluminaban la noche nos observaron pasar con total desinterés. Tal vez si supieran que en un vagón de segunda clase va un trío de locos, el interés sería genuino. Conocimos la ciudad de Buenos Aires, adiós… o hasta pronto. Son bonitas las grandes urbes en la noche.
Luces que corren, otras que observan, se persiguen como locas alrededor de un gran anuncio. Nuestro caballo de hierro es devorado por la oscuridad.
Cantidades increíbles de estrellas cubrían el cielo despejado. Buen momento para dormir; antes, revisar el equipo. Observé a detalle mi bolsa de esperanzas. Como lo predije, los broches de las correas no resultaron lo fuertes que debían ser para la carga. Aproveché el tiempo para reforzarlas todas. De una caja tomé hilo y aguja, al fondo descubrí la medalla de San Cristóbal que me había dado mi madre antes de salir, diciéndome: “Es para que te cuide, es el protector de los viajeros”.
Recuerdo que la coloqué en la cajita sin darle más importancia al asunto. Pero la tomé otra vez, la dejé a mi lado, en el asiento y volví a olvidarme de ella, absorto en la tarea de arreglar las correas. Una vez terminada esa labor me dispuse a guardar el hilo y la aguja. Regresé a la medalla. La sostuve con mis dedos, la froté vigorosamente en mi pantalón sacándole algo de brillo. Siguiendo un impulso, comencé a coserla en la tapa superior con dedicación y cariño. Más de quince minutos y algunos picotazos de aguja, me llevó la tarea. Estaba feliz de haber tenido esa idea. Era un adorno bonito, pensaría en mi madre cada vez que abriera la mochila.
La observé un momento, al final guardé todo en su lugar. En silencio devoré unos plátanos y bebí agua de la cantimplora. Delante de mí, mis compañeros sostenían una animada charla. Me llené de fruta, me recosté en el asiento, amarrando antes la mochila a mi cinturón. Cerré los ojos, cansado, pensativo.