Capítulo 4

El Shantar seguía ardiendo cuando, media hora más tarde, Skar se arrastró a tierra en el extremo opuesto de la dársena. El barco se había hundido, pero el extraordinario calado del casco y la escasa profundidad del fondeadero impidieron que desapareciera del todo en las aguas, y las superestructuras y los palos ardían todavía. Desde una distancia de poco más de un kilómetro, el cuadro resultaba casi ingenuo: un barquito de juguete en llamas, flotando en un pequeño estanque.

En aquel lugar no había dique. La imponente y negra pared que surgía del agua era parte de la roca natural que protegía el puerto. Skar chocó con una serie de bajos y bloques de coral escondidos debajo de la superficie. Las fuerzas estuvieron a punto de abandonarlo cuando comenzó a subir a la orilla entre los resbaladizos escollos. Andred estaba aún sin conocimiento, y quizá ya hubiese muerto, pero Skar siguió tirando de él hasta echarlo con todo el cuidado posible sobre el duro suelo. Entonces, sin previo aviso, el satái se derrumbó. Todo se hizo negro a su alrededor. Cayó sobre las manos y las rodillas, permaneció unos segundos con los ojos cerrados y luchó contra las náuseas y la sensación de mareo. Tenía la cara y las manos cubiertas de ampollas y heridas, y la sal del agua le causaba un dolor tremendo.

Andred se movió entre gemidos. Aletearon sus párpados, pero tenía la mirada velada. Contrajo las manos, y sus uñas arañaron la húmeda piedra. Skar serpenteó como pudo hasta él, lo alzó por los sobacos y le dio la vuelta. Andred tuvo arcadas, luchó por conseguir respirar y vomitó seguidamente varias veces: agua de mar y amarga bilis.

Jadeó, quiso decir algo y levantó la vista, pero Skar meneó la cabeza y, con cuidado, lo obligó a tenderse de nuevo.

—No —murmuró—. Estamos a salvo. No temas.

—A salvo… —repitió el marino con amargura—. ¿Qué ha… sido del barco?

Tosió, tragó saliva con esfuerzo y se incorporó sobre los codos. Skar quiso echarlo otra vez hacia atrás, mas Andred lo apartó con asombrosa fuerza y contempló los llameantes restos del Shantar. El fuego arrojaba convulsivos reflejos sobre las movidas aguas del puerto. Las llamas parecían avanzar hacia ellos como pequeños y centelleantes animales.

—Están muertos, ¿no? —susurró Andred, sin casi mover los labios, y en sus ojos, desmesuradamente abiertos, había una expresión que hizo estremecer a Skar.

—Es de sospechar… —contestó—. Los hombres de Gondered se encargaron, sin duda, de que no escapara nadie más del barco. Aparte de nosotros dos…

—Aparte de nosotros…

La voz del navegante sonó monótona y ronca, apenas humana, como si el hombre se limitara a ser el eco de las palabras pronunciadas por el compañero, sin comprender su verdadero sentido.

—¿Y por qué lo hizo, Skar? —añadió de improviso.

La mirada del satái se ensombreció.

—Por culpa de mi presencia —murmuró éste—. Creo que ya me reconoció en alta mar, pero todavía no estaba totalmente seguro… —dijo Skar con una risa queda y triste, al mismo tiempo que se llevaba la mano a la cara y, con las puntas de los dedos, recorría la larga y quebrada cicatriz que le iba desde el ángulo del ojo hasta el mentón y la boca—. Una señal semejante no ayuda, si uno intenta esconder su identidad.

—Pero… ¿por qué…? —balbuceó el marino, y las comisuras de los labios le temblaron—. Destruyó el barco y a los hombres… ¿Por qué quemar vivos a cuarenta y seis hombres, Skar?

—Debió de querer asegurarse —respondió el satái con frialdad—. Si en alta mar no nos agredió, tal vez fuese porque necesitaba recibir nuevas instrucciones. También cabe la posibilidad de que tuviera miedo.

—¿Miedo, ese monstruo? ¿Del Shantar?

—Miedo de mí, quizá —repuso Skar tras una corta reflexión—. Ser fuerte no es siempre una ventaja, Andred —continuó en voz más baja, con evidente disgusto—. Si eres demasiado fuerte, los demás empiezan a temerte, y entonces puede ocurrir algo como esto.

—¡Pero cuarenta y seis vidas humanas…!

—Quería eliminarme de una vez, y debió de pensar que lo más sencillo era quemar el barco entero. Aunque también cabe la posibilidad de que, simplemente, disfrute asesinando.

«O que sea mi destino ocasionar la muerte a las personas que van conmigo», pensó.

Pero eso no lo dijo en voz alta.

En cambio se puso de pie, se desprendió de la empapada capa y señaló la ciudad.

—No podemos quedarnos aquí —dijo—. Pronto empezarán a rastrear el puerto en busca de cadáveres. ¿Te sientes con fuerzas para andar?

—Sí…

Andred se levantó, pero tuvo que sujetarse unos momentos en una roca, ya que le fallaban las piernas. No obstante, rechazó la ayuda del satái cuando éste alargó una mano hacia él.

—¿Conoces algún camino que nos permita entrar en Anchor sin ser vistos? —preguntó Skar.

Andred miró largamente hacia allá. Su rostro no tenía expresión; era una máscara que no reflejaba susto ni dolor. El velero incendiado arrojaba palpitantes dedos de luz a través del puerto, transformando a los hombres de Gondered en diminutas sombras que se movían con gran rapidez sobre el fondo de la ciudad, y llenó sus ojos de rojo resplandor.

—Podríamos tratar de… trepar por los acantilados y llegar a la población por el otro lado —dijo al fin—. La pared no es tan inexpugnable como parece.

Skar echó la cabeza hacia atrás y parpadeó en dirección al coronamiento de la pétrea barrera. A la débil luz de las estrellas era poco más que una perpendicular masa negra. El satái calculó su altura en unos cuarenta y cinco o, máximo, sesenta metros: un riesgo relativo para un hombre decidido. Pero enseguida rechazó la idea. Corrían demasiado peligro de ser vistos desde el puerto. Además no le habría extrañado nada que arriba, en lo alto, Gondered hubiese apostado a varios de sus hombres. Él lo habría hecho, en el lugar del thbarg.

—No —declaró—. Resulta muy expuesto. Si nos descubren, constituimos dos blancos perfectos. Intentaremos llegar a la ciudad de otro modo. ¿Qué hay de ese Herger del que me hablaste? ¿Crees que aún estará dispuesto a ayudarnos?

Andred hizo un gesto afirmativo, pero Skar dudó de que hubiese escuchado sus palabras. Se fijó entonces en que el navegante tenía heridas mucho más serias que él. El brazo izquierdo le pendía fláccido, y la mano comenzaba a teñirse de oscuro. Aparte de ello, del nacimiento del pelo le chorreaba incesante la sangre. Skar se acercó al compañero para inspeccionarle el corte y la probable fractura, pero Andred lo rechazó.

—Déjame… —musitó—. ¡Déjame…!

El satái bajó la vista, consciente de su culpabilidad. Era lógico que Andred lo hiciera responsable de toda su desgracia, y el hecho de no dar rienda suelta al dolor ni a los contenidos reproches hacía aún más dura la situación. Sin él, la tripulación seguiría viva, y el Shantar no sería ahora un incendiado montón de escombros… Él no era más que un mendigo, cuando se encontraron en Endor, mientras que Andred, aunque no precisamente rico, sí era el acomodado propietario y capitán de un velero, y un solo momento de magnanimidad se lo había arrebatado todo. Porque Andred no acababa de perder únicamente su barco, sino que, de un instante a otro, se veía convertido en un fugitivo como Skar, y el satái supo de repente, aunque sin fundamento, que Andred moriría, igual que antes había tenido la certeza de que el Shantar navegaba hacia su perdición.

Rechazó tal pensamiento, sin embargo, y dio una indecisa media vuelta. La franja de roca en la que se hallaban no tenía más de unos tres metros y medio de ancho, pero las grietas y desigualdades de las rocas les ofrecían suficiente protección aunque tuviesen que permanecer allí hasta el amanecer. Al fin y al cabo, Gondered no podía mantener bloqueado siempre el puerto. Pero Skar desechó también esta idea. No disponían de tanto tiempo. Si no querían morir helados, necesitaban ropas secas y también agua potable, y las heridas de Andred requerían atención.

—Temo que debamos intentarlo —murmuró—. Sígueme de cerca, y no pronuncies palabra.

Se aseguró de que Andred iba detrás de él, y empezó a buscar un camino entre las relucientes rocas. El suelo estaba resbaladizo y formaba un ligero declive hacia el agua, de modo que Skar tenía que pisar con suma cautela y tentar de piedra en piedra para no perder el equilibrio. Ahora que la tensión cedía lentamente en él, se daba cuenta del frío reinante. El invierno había superado ya el momento culminante cuando Skar esperaba un barco en Endor, pero las temperaturas seguían rozando los cero grados, y el frío parecía subir del agua cual niebla invisible y convertir las empapadas ropas del satái en una coraza de hielo.

El saliente de roca formaba un semicírculo al pie del acantilado, aquí más elevado o allá más abajo, de modo que a veces tenían que avanzar con el agua hasta los tobillos o, incluso, hasta las rodillas. Pero en conjunto conducía, sin interrupción, al lugar donde el muro natural era sustituido por el muelle creado por la mano del hombre. Cuando se aproximaban al puerto, Skar indicó a Andred que se quedara atrás. Un pesado y enorme carguero de Kohn se balanceaba delante de ellos, sobre las olas, y los protegía de ser descubiertos. El casco producía continuos crujidos al chocar contra el dique, y las velas, que pendían flojas, golpeaban los palos de cuando en cuando con un fuerte chasquido. Desde la cubierta del velero llegaba un leve olor a pescado pasado y jarcia enmohecida, y más cerca de la ciudad percibió Skar un confuso murmullo de voces.

Su vista recorrió atenta el muelle. Éste era tan plano y se hallaba tan descubierto como la parte donde había atracado el Shantar, pero el velero arrojaba una imponente sombra triangular sobre el adoquinado, y desde el borde hasta el primer tinglado había quizá diez pasos.

«Diez pasos de más», pensó Skar, sombrío.

Gondered no era tan tonto como para no tomar las más fundamentales medidas de seguridad y mandar vigilar cada palmo de suelo entre el muelle y la ciudad.

Skar retrocedió aprisa, se acurrucó junto a Andred a la sombra de una roca y se sopló las manos. El frío le había entumecido las puntas de los dedos y, poco a poco, subía por los músculos. No podían aguardar la salida del sol, cuando —probablemente— Gondered levantase el acorralamiento. El satái encontró casi ridícula y trivial la idea, pero… la verdad era que también una pulmonía podía resultar mortal. Los hombres muertos a causa de trivialidades formarían, sin duda, una cadena de ida y vuelta entre Anchor e Ikne.

—Escúchame —dijo—. De un modo u otro intentaré hallar un camino que nos conduzca a la ciudad. Tú espera aquí y no te muevas para nada, suceda lo que suceda. Si al cabo de una hora no he vuelto, o si ves que me han detenido o matado, trata de llegar a la ciudad por tus propios medios. Y, si algo nos separa, nos reuniremos en casa de tu amigo Herger, ¿entendido?

Andred hizo un gesto afirmativo, aunque su mirada parecía perderse en el vacío. Skar quiso decir algo más, pero renunció a ello y regresó al muro del puerto. Andred no era el primer hombre al que veía en semejante estado. El choque y las heridas habían sido demasiado para él. Tenía el espíritu en terrible confusión y, si bien no se hallaba del todo en trance, tampoco estaba verdaderamente despierto. Skar había observado otros casos como el del capitán, y le constaba que éste era asaz fuerte para reponerse, si durante suficiente tiempo recibía los cuidados necesarios. De esa manera, al menos no se pondría a sí mismo en peligro, ni tampoco lo expondría a él.

Skar se detuvo en el borde del muelle, se enderezó mientras aún lo cubrían las últimas rocas y miró hacia la ciudad con toda la concentración posible. Los barcos no eran más que impresionantes sombras, medio fundidas con la noche, quizás inofensivas, pero tal vez llenas de curiosos ojos que sólo aguardaban a que él apareciese. El Shantar ardía aún, pero las llamas habían devorado la mayor parte de su alimento y ya no alcanzaban ni la mitad de altura que minutos atrás. Los restos del velero empezaban a desintegrarse. Skar vio cómo el palo mayor se inclinaba hacia un lado, temblaba, se mantenía inmóvil y en una postura casi imposible por espacio de tres o cuatro segundos y luego seguía cayendo para partirse en dos contra el canto del muelle y esparcir chispas y fragmentos de madera todavía encendidos. Un par de individuos se apartaron de un salto, y hubo gritos que quedaron ahogados por el estruendo. Las llamas revivieron unos instantes con fuerte resplandor, como si el barco moribundo lanzara un último grito.

Skar echó a correr.

Unos cincuenta pasos lo separaban del carguero. Tres o, quizá, cuatro segundos de carrera, pero llego allí agotado. Cayó de rodillas, continuó a gatas y, jadeante, con el corazón latiéndole como loco, quedó encogido en medio de la gran área rectangular de absoluta negrura. Buscó en la lejanía con la vista que —fija en el medio centenar de diminutas figuras— se esforzaba en descubrir alguna reacción, gestos nerviosos o el centelleo de las armas.

Nada. «¡Claro que no puedes distinguir nada, imbécil!», se dijo, entonces. Había elegido el momento con todo cuidado y sabía que, quien hubiese recibido la orden de vigilar el puerto, forzosamente habría mirado hacia otra parte al caer el palo mayor. No obstante, su inquietud no cedía. Por el contrario, crecía. Antes, desde el lugar protegido por las rocas, la sombra del velero le había parecido totalmente oscura, sin luz alguna, pero con cada segundo que pasaba allí acurrucado, sus ojos se acostumbraban a las tinieblas y empezaba a vislumbrar más de lo que lo rodeaba: vagos detalles y mil matices de negro y gris, y una sorda y maliciosa voz escondida detrás de sus pensamientos le susurró que a sus enemigos les sucedería lo mismo que a él, que habían tenido tiempo suficiente para acostumbrarse a la lobreguez, y que forzosamente lo verían con tanta claridad como si se encontrara en el centro de un enorme blanco.

Eso, naturalmente, era una tontería. Estaba seguro, y la negra capa le proporcionaba una protección adicional. Pero la voz de su interior y el miedo no tenían en cuenta la lógica con que él quería combatirlos, y su nerviosismo fue en aumento.

Se levantó y avanzó despacio hasta el límite de la sombra. El carguero se movía poco, aunque sí lo suficiente para que la deshilachada línea negra que marcaba el confín del nebuloso gris de la noche retrocediera y adelantara poco a poco, y los chirridos con que el casco se frotaba contra el muro de piedra le sonaron, por unos instantes, como una angustiosa respiración.

Skar se paró y cerró los ojos, apretando los puños con tanta fuerza que le crujieron los nudillos. ¿Qué le sucedía? Tenía miedo, un tipo de miedo nunca antes conocido. Era un satái. Un luchador. Un hombre creado para pelear y sobrevivir, que había aprendido a conectar y desconectar sus sentimientos según le conviniera. Y ahora luchaba. Pero la serenidad, aquella clara forma de pensar del cazador, no mermada por ninguna emoción, que antes había constituido su mejor y más eficaz arma, había desaparecido. Estaba asustado, y su miedo no era aquél tan necesario para la supervivencia como un buen ojo y unas reacciones seguras, sino un miedo descarnado, el miedo del animal perseguido, el que producía ceguera e imprudencia e inducía a cometer errores.

«¿Qué diantre me ocurre?», se preguntó desconcertado. Empezaba a transformarse de manera rápida, dolorosa e incontenible. Recordó las palabras pronunciadas delante de Andred, y un gélido espanto surcó su pecho al comprender lo ciertas que eran, «Ya no soy un satái», había dicho. Y así era. Había adoptado de nuevo sus ropas, sus armas y sus recuerdos, pero algo había quedado atrás, en el barco en llamas, en Endor o incluso en la fortaleza en ruinas, allá en las estribaciones de la Cordillera de las Sombras. No se trataba de su fuerza, ni de sus reacciones o de los incontables trucos —limpios o sucios— aprendidos a lo largo de los años. Todo eso aún existía en él, dispuesto a servirle, y sabía que no le fallaría si lo necesitaba. Lo único que le faltaba era esa pequeña palabra, satái, que sonaba tan inocente, y de la que todo el que no perteneciese a la casta creía que simplemente significaba guerrero y que, sin embargo, incluía religión, conceptos de vida, filosofía y muchas cosas más. Esa palabra había desaparecido.

De manera súbita y terriblemente cruel. Un parpadeo, el tiempo que necesita una flecha para salir disparada de la cuerda y dar en el blanco… y Skar ya no era un satái, sino sólo lo que Gowenna había visto en él desde el principio: un asesino a sueldo, un hombre cuya profesión era matar, y que…

Skar jadeó. Sus pensamientos iniciaron una danza loca, se confundieron, se le escaparon. Luchó contra ello, trató de apartar la angustiosa sensación y hundió las uñas en las palmas de las manos, para que el dolor le sirviera de arma.

Pero nada mejoró. Quizá se aclararon un poco sus ideas, mas quedó el temor, un torturante y perforador espanto negro, sin forma, que en adelante lo seguiría sin descanso. Skar casi se alegró cuando el ruido de unos pasos se mezcló con el choque de las olas contra las rocas y, de repente, la noche vomitó dos figuras.

Eran thbarg. Dos de los guerreros de Gondered, altos y esbeltos, que se cubrían con unos largos mantos azules. Hablaban con voz queda en una lengua que Skar no entendía, se detuvieron un momento y continuaron acercándose lentamente con los indecisos movimientos de quienes no tenían un objetivo concreto. Skar retrocedió un paso, introdujo la mano debajo de su capa y extrajo del cinturón dos de los diminutos shuriken. El metal se notaba helado. Aún había en él algo del frío del agua del puerto, y sus cortantes filos dejaron delgadas y sangrientas líneas en los dedos de Skar. Este retrocedió un poco más, alzó los brazos poco a poco, para no delatar su presencia con un movimiento impensado o a causa del crujido de la tela, y puso las estrellas de cinco puntas en la posición debida: ligeramente inclinadas hacia adelante, y apoyadas en el pulgar, el dedo índice y la primera falange del dedo cordial. Y lo hizo con una conciencia sumamente clara. Iba a cometer un asesinato.

Skar se asustó. Ésos no eran sus pensamientos.

«Sin embargo, es así —prosiguió la voz—. No necesitas darles muerte. Avanzan hacia ti sin saber que los esperas. Si no has aprendido a atontar a un hombre antes de que pueda gritar, ¿qué sabes hacer?».

El satái quedó inmóvil un segundo, dejó caer luego un poco las manos y las volvió a levantar con gran rapidez, casi enfadado. Las puntas de sus shuriken pedían sangre.

«Si lo haces, no eres mejor que ellos», continuó la voz.

A Skar le temblaron las manos.

«¿Qué es esto?», se preguntó. ¿Era ése el Skar que había sido antes de conocer a Vela? ¿O había cambiado tanto que no lo reconocía? ¿Era la voz del satái la que susurraba en su interior? ¿O acaso —y tal idea no lo asaltó por primera vez— se estaba volviendo loco?

Los dos thbarg se aproximaron más, hicieron otra pausa y reanudaron el camino con las manos descuidadamente apoyadas en sus armas. Skar prolongó con la mente la imaginaria línea que los hombres seguían. No pisarían la parte sumida en la sombra, sino que seguirían junto a su límite hasta el final del muelle, probablemente para dar allí media vuelta y regresar. Si él permanecía donde estaba, sin moverse, ni siquiera se enterarían de lo cerca que habían estado de la muerte.

«Hazlo, pues —dijo la voz—. Dos vidas humanas son un precio demasiado alto para dos capas».

Su mirada se nubló. Por espacio de un momento creyó ver nieblas, unas inquietas nieblas negras, llenas de sangre y violencia, y detrás aparecieron unos ojos negros y burlones.

Cuando Skar se dio cuenta de a quién pertenecían esos ojos, arrojó las armas.

Los shuriken salieron disparados, produjeron cortes en sus manos y se transformaron en silenciosas y mortales ruedas de luz. Uno de los dos thbarg cayó al suelo sin chistar, y el otro emitió un sonido sordo, sólo perceptible a poca distancia, se agarró el cogote y dio media vuelta, tambaleante. Su rostro era una máscara de dolor y desconcertado espanto. Vaciló, bajó las manos y se miró los dedos con sorpresa. Estos relucían con su propia sangre, roja oscura. El hombre abrió la boca, aunque no profirió palabra alguna. Simplemente, sus ojos expresaron un susto todavía mayor.

Y por fin se derrumbó.

Cuando Skar se acercó a los dos cadáveres para quitarles las capas, creyó percibir una risa queda. No la voz de su hermano oscuro, ni la de su propia conciencia o el aullido del lobo, sino la risa de una mujer. La risa de Vela.

«¡Bienvenido, hermano!», le decía. Él, Skar, había dado el último paso. Ya no había nada que los diferenciara.

Ahora —por fin— eran iguales. No era la primera vez que le venía tal pensamiento, pero sí era la primera vez que se daba cuenta de que era verdad. Había odiado profundamente a Vela, y a partir de hoy se odiaría también a sí mismo.