Capítulo 1

La intensa lluvia de los últimos diez días había cesado, y el mar estaba tan sereno como sólo solía suceder antes de una tempestad. Pero el cielo aparecía vacío y, cuando salió el sol y empezó a ahuyentar los restos de la niebla matutina y del vapor con el calor de sus rayos, no se divisó ni una nubecilla. Aun así, el Shantar avanzaba bien. Las velas, que en las pasadas semanas habían pendido mojadas y mustias de las vergas en más de una ocasión, se desplegaron bajo la firme y constante brisa, y los veinte remos dobles de cada lado proporcionaban a la embarcación una velocidad adicional, con lo que la nave, aparentemente pesada, se deslizaba a lo largo de la costa con sorprendente rapidez. La hinchada madera de los mástiles, expuesta durante diez días a la lluvia y la niebla, con lo que la tremenda humedad había penetrado insistente en cada poro y en todas las grietas, por minúsculas que éstas fueran, jadeaba bajo el peso al tener que parar la fuerza del viento y transmitirla al casco del barco, y el monótono chasquido de los remos empezaba a adormecer a Skar. Le ardían los ojos, en parte a consecuencia del agua salada que en forma de fina lluvia salpicaba la cubierta, pero principalmente a causa del cansancio. No había dormido mucho durante las dos semanas y media a bordo del Shantar. El barco era grande, pero apenas tenía sitio para pasajeros, ya que las bodegas ocupaban todo el espacio desde la proa hasta la popa, y los mamparos de su camarote eran tan delgados que oía casi todas las palabras pronunciadas en el buque. A esto se añadía una cosa tan trivial como molesta: el mareo. Skar se había sentido mal desde el primer momento y, aunque su cuerpo se acostumbraba poco a poco al continuo balanceo, bastaba el menor movimiento impensado para que el estómago se le encogiera. Sin embargo, la situación encerraba una cierta ironía: lo que Vela no había logrado con todo su poder y su maldad, lo había conseguido el mar. Ahora, Skar ni siquiera habría sido capaz de luchar contra un niño.

—¿Qué tal, satái?

Skar alzó la vista cuando una figura alta, envuelta en un negro impermeable de cuero, se apoyó en la borda, a su lado. Era Andred, el capitán. A Skar le caía simpático. Era un hombre esbelto, de edad indefinida, que se escuchaba con gusto a sí mismo, pero sin decir nunca tan atroces disparates como otros de su calaña.

—Ha terminado tu guardia —agregó, señalando con la cabeza el horizonte, donde el sol, salido ya, era una roja bola de fuego—. Puedes volver a tu camarote. Te mandaré llamar cuando sea hora de comer.

El satái se frotó la dolorida y envarada espalda con la mano izquierda. Su fatiga era tan intensa que le costaba mantener abiertos los ojos, pero algo le decía que, de cualquier forma, no podría conciliar el sueño. Tal vez fuese la proximidad de Elay lo que lo mantenía despierto.

—Prefiero quedarme —dijo, sin apartar la vista del mar.

Como durante toda la última semana pasada, la costa se distinguía desde babor como una franja oscura e irregular. Según las normas náuticas, el Shantar navegaba cerca del litoral, si bien a suficiente distancia para no correr peligro de encallar en los bajos o arrecifes que convertían aquellas aguas en las más temidas del mundo, aunque sí lo adecuadamente cerca para ponerse a salvo con una rápida maniobra, si aparecían piratas o amenazaba tempestad. Un delfín se aproximó al barco, hizo que su triangular aleta dorsal cortara las olas en línea paralela al colosal casco negro y, finalmente, desapareció de manera tan súbita como había surgido.

—Como quieras —repuso Andred, al cabo de un rato.

Recostado en la borda contempló indiferente las olas y, sin dar ninguna explicación a Skar, meneó la cabeza un par de veces. Su pie marcaba en las tablas el compás de una melodía inaudible.

—Nuestra travesía tocará pronto a su fin, satái —anunció de repente—. Si el viento continúa tan favorable, alcanzaremos Anchor antes de la puesta del sol.

—Lo sé —respondió Skar.

—¿De veras piensas desembarcar allí? —inquirió Andred, después de esperar en vano, a que el satái prosiguiera la conversación.

—¿Y por qué no?

—Anchor es un extraño lugar para un hombre como tú —murmuró el capitán—. Una ciudad llena de viejas chifladas y fieros dragones. ¿Qué buscas ahí?

Skar sonrió. Si había algo que superaba la verborrea de Andred, era su curiosidad. Desde el primer día había estado intentando averiguar el verdadero motivo del viaje de Skar.

—Supón que debo ultimar un negocio —dijo el satái.

—¿Un negocio? —exclamó el capitán con asombro; luego se echó a reír, aunque con cierta inseguridad—. ¿Tú? ¿Desde cuándo se han vuelto mercachifles los satáis?

Skar tardó en contestar. Hubiese podido desairar a Andred, pero no quiso ofenderlo, ya que el marino le había proporcionado pasaje en el Shantar sin tener que pagar por él. Y era posible que pronto necesitara un amigo, o por lo menos alguien que no fuera su enemigo…

—Busco a una persona… —dijo, elusivo.

—¿En Anchor?

—En Elay —especificó Skar—. Si tú pudieras llevarme hasta allí…

La sonrisa del capitán se enfrió un poco.

—En Elay… —repitió—. Ya veo que no deseas entrar en detalles. Quizás hagas bien, si el asunto no me importa.

Andred dio una súbita media vuelta, dispuesto a alejarse, pero el satái lo retuvo.

—Perdona —añadió en tono conciliador—. No quería molestarte.

—No lo hiciste —respondió el capitán, si bien su acento revelaba lo contrario—. Realmente no me interesan tus problemas. Sólo soy un mercader navegante, y no debo meterme en los asuntos de un guerrero. Yo…

Se interrumpió, miró en dirección a la costa y estrechó los ojos.

También Skar se volvió. Delante de la oscura línea de la costa había aparecido una sombra esbelta, más oscura todavía. Un barco. Estaba demasiado lejos para distinguir su procedencia o su tipo, pero incluso para Skar, nada experto en cuestiones marineras, resultó evidente que el velero avanzaba hacia el Shantar.

—¿Qué clase de barco es ése? —inquirió.

Andred movió la cabeza, pensativo.

—Un buque corsario de Thbarg —dijo—. Pero… ¿aquí, en estas aguas?

Skar miró a Andred.

—¿Crees que puede resultarnos peligroso?

—¿Peligroso?

El marino le dirigió una breve mirada de sorpresa, como si tuviera que recordar lo que esa palabra significaba.

—No… Lo de buque corsario suena más peligroso de lo que en realidad es. No se trata de verdaderos piratas, si eso es lo que temes. Pero normalmente permanecen en el norte. Yo, por lo menos…

Dejó la frase a medio terminar y, formando un embudo con las manos, gritó un par de enérgicas órdenes a los marineros de las vergas. Skar vio, asombrado, cómo los hombres empezaban a arrizar las velas. Al mismo tiempo, los golpes de los remos se hicieron más lentos y, al cabo de unos momentos, cesaron por completo. Llevado por su propia inercia, el Shantar siguió su curso, aunque perdiendo velocidad.

—¿Qué te propones? —preguntó Skar, desconfiado.

Andred se encogió de hombros, volvió a colocarse a su lado y escudriñó el otro velero.

—Reduzco la marcha —respondió.

Skar se tragó el mordaz comentario que tenía en la punta de la lengua.

—De eso ya me he dado cuenta —dijo, cortante—. Pero… ¿por qué?

El marino señaló con un gesto el negro barco corsario.

—Ha puesto rumbo hacia nosotros —explicó con paciencia—. Esto significa que su capitán quiere hablar conmigo. Es el doble de rápido que nosotros, como mínimo, y de cualquier manera nos alcanzaría. ¿Por qué, pues, habríamos de meternos en una agotadora e inútil carrera con él? Además no estamos en plan de pelea, ni con él, ni con ningún otro thbarg.

Hizo una corta pausa, estudió a Skar con meditabunda mirada y prosiguió en un tono distinto:

—No entiendo tu nerviosismo, amigo. Los thbarg son corsarios temidos, pero no atacan a quien no cruza sus fronteras. Y mucho menos a un velero libre.

Skar calló. Sus dedos agarraron inconscientemente la gastada madera de la borda. Las palabras de Andred eran claras. Considerado el asunto desde uno u otro lado, él no tenía motivo para estar nervioso o asustado. Pero, aun así, algo había en aquel negro barco de cuatro palos que lo alarmaba.

Tal vez fuera consecuencia de su excitación. Las dos semanas de travesía lo habían cansado más de lo que quería reconocer, y la proximidad de Elay —y con ella, de Vela— contribuía a inquietarlo y exagerar su cautela. Desde que había abandonado a Gowenna y los seres de los pantanos para emprender solo el camino de la ciudad prohibida, situada en pleno corazón del País de los Dragones, casi no había cesado de pensar en la antigua errish y en lo que podía esperarle. Y si uno reflexionaba mucho sobre un peligro desconocido, en un momento u otro comenzaba a ver fantasmas.

Sin embargo, el velero thbarg no era un fantasma. ¡En absoluto!

Skar respiró de modo perceptible, se apartó un paso de la borda y miró indeciso la cubierta. Por su gusto se habría retirado al camarote hasta que se alejara el barco, pero eso parecería una huida. Por un momento se preguntó si debía quitarse la capa y mezclarse con la tripulación, pero enseguida rechazó tal idea. La marinería del Shantar se componía exclusivamente de menudos individuos de piel amarilla, y entre ellos hubiera destacado demasiado.

De repente notó que Andred lo observaba, y le sonrió.

—¿Es normal que un barco modifique el rumbo en alta mar, sólo porque los capitanes quieren charlar un poco? —preguntó, antes de que Andred tuviera ocasión de decir algo.

La actitud de Skar no podía haberle pasado inadvertida.

Pero, si le intrigaba, supo disimularlo bien. Por lo menos, de momento.

—En alta mar, sí. No cerca de la costa, como aquí… Tal vez necesiten agua o provisiones —comentó—. O un curandero. Pronto lo sabremos.

Skar se estremeció al comprobar que la nave thbarg había cubierto ya la mitad de la distancia y se acercaba a gran velocidad. Llevaba desplegadas las velas de los cuatro palos, y el afilado espolón de proa levantaba una blanca ola. Andred no había exagerado: el velero thbarg era, al menos, doblemente veloz que el Shantar.

—Si quieres bajar —dijo de improviso Andred—, aún estás a tiempo. Nadie de la tripulación delatará tu presencia a bordo. Nuestros barcos no suelen llevar pasajeros.

—¿Yo…? —replicó Skar, sin mirar directamente al capitán—. ¿Por qué piensas que querría esconderme?

Andred esbozó una risita, pero enseguida recobró su seriedad.

—Verás… No parece alegrarte el encuentro, precisamente.

Skar clavó en él unos ojos airados, pero se limitó a vigilar la nave thbarg. Esta se abría paso entre las olas como una inmensa ballena negra. Era mayor que el Shantar, pero más esbelta, de forma que la fuerza de la buena docena de velas que se hinchaban en los palos se aprovechaba al máximo y proporcionaba una asombrosa velocidad y capacidad de maniobra. Su costado presentaba una altura mucho mayor que el de la propia embarcación, y detrás de la agujereada borda asomaban las cabezas de dragón de numerosas catapultas.

—Es extraño… —murmuró Andred.

—¿Qué?

—El humo… ¿No lo ves?

El capitán indicó la popa del barco thbarg. De la estructura superior de aquella parte se elevaban varias finas y negruzcas columnas de humo. El viento las deshacía casi en el acto, pero aun así se distinguían. El aire parecía vibrar sobre toda la popa, como si algo lo calentara. Skar hizo un gesto afirmativo.

—Carbón —dijo Andred—. Para las catapultas. Están a punto para la lucha.

—¿No acabas de asegurar que te llevabas bien con los thbarg? —inquirió Skar, a quien ya costaba dominarse.

—No somos nosotros su objetivo —explicó el capitán—. De querer atacarnos, ya lo habrían hecho. Estamos a su alcance. Además, en tal caso no se mantendría al costado, sino que nos embestiría en ángulo recto.

Andred se pasó la lengua por el labio inferior, nervioso; sus palabras no habían sonado tan convincentes como él hubiese querido. Skar se dio perfecta cuenta de que el hombre estaba intranquilo.

En silencio observaron aproximarse a la nave thbarg, que no reducía su marcha y esperó al último segundo para cambiar de rumbo y navegar detrás del Shantar y, finalmente, a su lado. Las velas fueron recogidas, y Skar vio que el barco temblaba como un enorme y torpe animal, al ceder la presión del viento sobre sus cuadernas. Todavía era más veloz que el Shantar, pero rápidamente perdió marcha y, pocos minutos después, se detenía con sorprendente exactitud junto al velero menor. Andred siguió a maniobra con el entrecejo ligeramente fruncido, pero el propio Skar —que respecto de los barcos sólo sabía, casi, que eran grandes y flotaban— se dio cuenta de que estaba siendo testigo de una auténtica maestría marinera.

—¡Hola, Shantar! —bramó una voz desde la cubierta del thbarg—. ¡Subimos a bordo!

Detrás de la borda apareció un grupo de figuras que, contra el encendido cielo matutino, solo eran simples sombras. El gran barco tembló de nuevo, escoró un poco y se arrimó muy despacio al Shantar. Skar no pudo distinguir remos ni otros medios auxiliares que movieran el velero, que sin embargo reducía la distancia que aún separaba ambas naves.

—¿Cómo lo hace? —preguntó Skar.

Andred volvió a encogerse de hombros.

—Ni idea —contestó—. Pero tienes cierta razón, satái… La cosa no me gusta.

Sin querer había bajado la voz, que ahora era sólo un murmullo, y sus manos se sujetaban a la borda con tal fuerza que los nudillos asomaron blancos a través de la piel tostada por el sol. El capitán procuraba disimular su inquietud, pero sin conseguirlo.

La nave thbarg se detuvo del mismo modo misterioso en que se había puesto en marcha, cuando ya no la separaba del Shantar más que el largo de un brazo. Un débil olor a alquitrán caliente y carbón encendido les llegó arrastrado por el viento.

Los hombres situados detrás de la borda empezaron a moverse. Un tablón fue tendido hasta la cubierta del Shantar y sujetado mediante pequeñas garras de cobre. Seguidamente, tres de aquellos hombres descendieron hacia ellos con paso rápido y los brazos extendidos, para mantener el equilibrio en la inclinada pasarela.

Skar observó a los visitantes con abierta desconfianza. Todos eran altos y muy musculosos y vestían una especie de toga larga, de color azul oscuro, con bordados de plata. La única distinción consistía en el pesado casco guarnecido de oro que uno de ellos lucía. Después de la sencilla —ya casi pobre— vida a bordo del Shantar, a Skar le pareció propia de bárbaros aquella ostentación de los thbarg.

—Soy Gondered —se presentó el jefe.

Era el que llevaba el casco. Sus ojos analizaron a Skar con la seguridad de quien está acostumbrado al trato con la gente, se detuvieron brevemente en su rostro y, luego, miraron a Andred.

—¿Sois vos el capitán? —agregó.

No era una pregunta, en realidad, sino una constatación, y ya el tono dominante con que habían sido pronunciadas las palabras marcaba más las distancias que todas las catapultas a punto de disparar.

Andred hizo un gesto de afirmación. El movimiento fue brusco y violento, y Skar vio que la mano del mercader navegante buscaba involuntariamente el cinturón. La empuñadura de su corta espada destacaba de forma clara bajo el reluciente cuero de su impermeable.

—Mi nombre es Andred —dijo, con un esfuerzo por contenerse—. Soy propietario y capitán del Shantar. ¿A qué se debe vuestra visita? —añadió con voz áspera.

Nada quedaba ya de la amabilidad que Skar había hallado y estimado en él.

También Gondered se había dado cuenta del despectivo tono empleado por Andred, pero su reacción fue distinta de la esperada por Skar.

—Patrullamos por encargo de las Venerables Señoras de Elay, controlando todo barco que se aproxima a las costas del País de los Dragones.

—¿Controlando? —repitió Andred, enojado—. ¿Qué? Si buscáis mercancías de contrabando…

Gondered lo cortó con un gesto de la mano.

—¿Quién habla de contrabandistas? —dijo, sonriente—. Somos thbarg, capitán y no recaudadores de impuestos. ¡Tendríais que conocernos mejor! Vamos en busca de quorrl.

—¿Por aquí? —replicó Andred, poco convencido—. Perdonad, capitán, pero…

De nuevo lo interrumpió Gondered.

—Cumplo órdenes, y éstas son las de registrar cada barco a fondo. Claro que no creo —continuó, después de una breve interrupción y una sonrisa, sin duda para quitar dureza a sus palabras— encontrar quorrl ni cosas semejantes a bordo del Shantar, pero sin duda me permitiréis inspeccionar vuestras bodegas…

Skar miró alarmado a uno y otro. Notó que el ambiente bullía en el Shantar. La amabilidad de Gondered era descaradamente fingida, y la burla que se escondía detrás era ya evidente. El thbarg parecía divertirse con la indefensión del adversario.

—Mi barco está a vuestra disposición —contestó Andred, rígido—. Si queréis ver la documentación de la carga…

—No gracias. Del papeleo se encargan las autoridades portuarias. ¿Os dirigís a Anchor?

—Sí. Pensamos arribar hoy mismo.

—Y podréis hacerlo, sin duda —declaró Gondered—. Siempre que no encontremos nada a bordo.

La sonrisa de Andred se hizo aún más fría, pero el hombre supo callar. El thbarg dio media vuelta, hizo una señal a los que aguardaban en la cubierta de la otra nave y se apartó cuando varios de sus secuaces descendieron al Shantar por el tablón que hacía de pasarela. Su mirada volvió a clavarse en Skar.

—¿Y vos? ¿No sois mercader navegante? —preguntó.

El satái meneó la cabeza, aunque sin hablar. Se daba perfecta cuenta de que Gondered no era un simple capitán de corsarios. El propio thbarg no se esforzaba en hacerlo ver.

—¿Cómo es que un thbarg se pone al servicio de las errish? —quiso saber Skar—. Siempre creí que erais un pueblo orgulloso, que no se vendía.

Lamentó sus palabras apenas pronunciadas, pero Gondered era uno de aquellos hombres que con su sola presencia despertaba la agresividad en él.

Los labios del thbarg se contrajeron.

—Nosotros no nos vendemos —recalcó—. Pero, si las errish piden ayuda, acudimos. ¿Acaso no lo hacen incluso los satáis?

A Skar le costó no demostrar sobresalto. La cara de Gondered parecía relajada y tan despectivamente amable como antes, pero su pregunta no había sido formulada por casualidad. El desconfiado centelleo de sus ojos resultaba imposible de pasar por alto.

Skar se encogió de hombros, dio media vuelta y, aparentemente observó interesado cómo los secuaces de Gondered se extendían por la cubierta del Shantar para desaparecer por las escotillas de las bodegas y las superestructuras.

—Es posible —dijo—. Yo no suelo preocuparme de esas cosas.

—¿Por casualidad no habéis visto a un satái, últimamente? —prosiguió Gondered en tono de acecho.

Skar resistió su mirada durante un largo segundo y contestó al fin:

—El último del que oí hablar, peleaba en la arena de Ikne contra algún bárbaro, a cambio de dinero —respondió con tranquilidad.

Gondered pareció reflexionar sobre las palabras de Skar.

—¿Y quién sois vos? —añadió de pronto—. Eso, si me permitís la pregunta. Es raro encontrar un pasajero a bordo de un barco mercante.

Andred aspiró el aire, alarmado. Gondered tuvo que advertirlo, más no se le vio ninguna reacción.

—Mi nombre es Bert —mintió Skar—. Soy comerciante de Malab. El capitán Andred fue tan amable de ofrecerme un pasaje en su buque. El camino por tierra a Elay es largo y peligroso.

—Sobre todo, para un indefenso comerciante como vos, ¿no?

Skar esbozó una sonrisa.

—¿Quién afirma que los comerciantes somos tan indefensos? —replicó.

—Bert es un viejo conocido mío —intervino Andred—. Hacía mucho tiempo que estaba en deuda con él. Una vez me… me ayudó a realizar un buen negocio. Ahora, con la travesía, puedo devolverle el favor.

Gondered arrugó la frente, dirigió una breve mirada de duda a Andred y se interesó de nuevo por Skar.

—En Anchor no haréis buenos negocios —señaló—. La ciudad está en armas, y sus habitantes tienen otros quebraderos de cabeza.

—Aun así, supongo que necesitarán comer —contestó Skar con simulada indiferencia—. Y donde hay modo de ganar unas monedas de oro, pronto se olvida la guerra.

—¿Qué significa eso de que la ciudad está en armas? —inquirió Andred de manera precipitada.

Gondered le dedicó una mirada casi compasiva.

—Hacía tiempo que no veníais a esta región de Enwor, ¿verdad? —dijo—. Todo el País de los Dragones se ha alzado en armas, capitán. ¡Por el mismo motivo que se nos ha encomendado vigilar estas aguas!

—¿Los quorrl? —preguntó Skar.

—Exactamente. La Venerable Madre ha entrado en razón, por fin, y hace lo que tendrían que haber hecho varias décadas atrás. Una expedición militar de los quorrl ha cruzado las fronteras y arrasado una ciudad. Pero ahora los enviaremos al demonio.

Skar frunció el entrecejo.

—Habláis con muy poco respeto de vuestra señora —indicó Skar, sin alzar la voz.

—Elay está lejos —contestó Gondered con tono indiferente—, y, tal como vos habéis observado con tanto acierto, Bert —y acentuó expresamente el nombre, lo que produjo un estremecimiento a Andred—, los thbarg no nos vendemos. Sólo cumplimos con nuestro deber. Pero os doy mi palabra de que eso lo hacemos a fondo.

Skar se tragó el malicioso comentario que tenía en la punta de la lengua. Gondered sabía —o al menos sospechaba— que él no era precisamente un inofensivo comerciante, y quería provocarlo. El satái tuvo que reconocer que Gondered estaba a punto de conseguir su objetivo. Tal vez había sido demasiado larga la travesía a bordo del Shantar. Después de la ininterrumpida tensión a la que Skar se había visto sometido desde su primera partida de Ikne, las dos semanas de tranquilidad a bordo del Shantar no sólo le habían producido cansancio, sino también imprudencia.

—¿Desde cuándo se mueven los quorrl por el mar abierto? —preguntó Andred, antes de que Skar pudiera iniciar una discusión con el thbarg.

Gondered no pareció encontrar interesante esa cuestión, y se limitó a decir:

—Están en todas partes. Su ejército fue derrotado, pero los supervivientes formaron pequeños grupos que andan saqueando el país. Hace dos semanas se apoderaron de un velero de cabotaje e intentaron llegar con él al mar abierto.

—¿Y? —quiso saber Skar.

Gondered mostró una fea sonrisa.

—Nuestras catapultas son de largo alcance. Y muy exactas, Bert. Los quorrl no lo creían, pero nosotros se lo demostramos. Deberéis tener cuidado, Bert —añadió muy serio—, cuando hayáis abandonado Anchor para recorrer el país.

—Mientras existan hombres como vos, Gondered —replicó Skar con una tensa sonrisa—, no me asustan los quorrl.

El thbarg se llevó la mano a la empuñadura de la espada que llevaba debajo de la capa. La ropa se movió con un susurro, y Skar comprobó entonces que Gondered se protegía con una reluciente cota de mallas. Del rostro del hombre había desaparecido el último resto de amabilidad.

—Ni falta que os hace —gruñó Gondered, que se apartó unos pasos y les gritó a sus soldados que se dieran prisa.

Skar y Andred presenciaron en silencio cómo los thbarg registraban el barco. No fue precisamente una búsqueda fugaz, como había anunciado Gondered. Emplearon menos de media hora, pero bien sumarían un centenar los hombres que, uno tras otro, descendieron a la cubierta del Shantar para, desde allí, introducirse en la nave y revolver hasta el último rincón.

Skar se dio cuenta de que los tripulantes de su velero estaban cada vez más enojados. No era mucho lo que sabía acerca de esa gente marinera, ya que durante las dos semanas de travesía había procurado permanecer tan aislado como la estrechez a bordo lo permitía, y los hombres hacían lo mismo con respecto a él, pero en todo Enwor se conocía de sobra el orgullo de los mercaderes navegantes. No hacía falta mucha fantasía para imaginarse lo que ocurría detrás de sus rostros impasibles, y más de una mano buscó, con un movimiento inconsciente, el sable, un cabo o un arpón. Skar sintió callada admiración ante la disciplina demostrada por los colaboradores de Andred. La actitud de Gondered era más que una simple provocación. Constituía ya una ofensa imperdonable y, además, una arrogante e innecesaria demostración de fuerza. Skar estudió con detalle al thbarg y comprobó que su tranquilidad era sólo externa, y la aparente amabilidad únicamente una delgada y no demasiado cuidada capa de barniz, porque ni el más mínimo detalle escapaba a sus oscuros y punzantes ojos. Skar tenía la certeza de que Gondered adivinaba tanto como él la excitación reinante entre los hombres de Andred, y que ésta incluso le divertía. Probablemente, sólo esperaba el momento de poder demostrar su potencia y la eficacia de su barco.

Pasó, sin embargo, el momento de peligro, y los esbirros de Gondered se retiraron con tanta rapidez y discreción como habían llegado. También el thbarg y sus dos acompañantes hicieron gesto de marcharse, pero se pararon poco antes de poner el pie en la improvisada pasarela.

—Podéis proseguir el viaje, Andred —dijo el jefe con frialdad—. El viento es favorable, y si vuestros remeros se esfuerzan, alcanzaréis Anchor antes de la puesta del sol. También nosotros nos dirigimos a Anchor —agregó de repente, mirando a Skar con su sonrisa carente de humor—. Si queréis, podéis efectuar el resto del viaje con nosotros. Ganaríais medio día.

—No vale la pena —contestó el satái—. Habría que trasladar mi equipaje, y no deseo obstaculizar más de lo necesario vuestra persecución de los quorrl. ¡Gracias por el ofrecimiento, de todos modos!

Gondered se encogió de hombros.

—Como prefiráis. Supongo que volveremos a vernos en Anchor. ¡Buen viento, capitán!

—Lo mismo digo —respondió Andred en tono frío.

Con cara inexpresiva miró cómo Gondered y los suyos regresaban a su nave y retiraban el tablón. Un profundo y sordo matraqueo sacudió el casco del poderoso buque. La proa de cortante espolón se apartó un poco del Shantar, poniendo rumbo a la costa, se hincharon las velas, y el barco adquirió velocidad. Andred lo siguió con la vista durante más de un minuto; se volvió luego de manera brusca y clavó en Skar una mirada enigmática.

—Creo que me debéis una explicación, satái.

Skar asintió.

—Yo…

Andred lo cortó con un nervioso movimiento de la mano.

—No aquí —dijo—. En mi camarote. Ya podéis bajar. Yo aún tengo algo que hacer aquí, pero os seguiré muy pronto.

Sin más palabras al pasajero, se puso a impartir órdenes a la tripulación.

Skar permaneció unos momentos más junto a la borda, antes de encaminarse a la superestructura de popa. Había notado lo que le costaba a Andred tratarlo con un mínimo de cortesía. No era casualidad que, después de casi dos semanas de familiar tuteo, el navegante hubiese vuelto al reservado «vos», y fue entonces cuando el satái tuvo verdadera conciencia de que, al protegerlo, Andred no sólo arriesgaba su libertad, sino incluso su vida y su barco.

Alcanzó la puerta, se detuvo unos instantes y siguió con la vista al velero enemigo, que se reducía rápidamente en la distancia. Avanzaba a todo trapo hacia el norte, siguiendo la costa como hacía el Shantar, pero más cerca de ella. Sin duda, con la suficiente proximidad para observar desde cubierta lo que sucedía en lo alto de los acantilados y, al mismo tiempo, quedar protegidos de un descubrimiento desde alta mar gracias a las enormes sombras negras de las rocas de basalto. Skar no pudo dejar de experimentar una cierta admiración hacia Gondered. En su opinión, el thbarg no era más que una rata, aunque una rata inteligente y peligrosa. Eso, empero, no tenía por qué sorprenderlo. Gondered correspondía exactamente al tipo de hombre que Vela tomaría a su servicio.

Al fin decidió apartar de sí aquellos pensamientos y penetró en el camarote del capitán. Éste se hallaba en el extremo de un largo pasillo sin ventanas, en lo más hondo de la popa. Era la única pieza que merecía ser llamada camarote. También era pequeña y apenas medía cinco pasos por diez, pero al menos tenía el techo suficientemente alto para poder estar de pie en ella sin golpearse continuamente la cabeza, y las cuatro grandes ventanas de la parte posterior, de vidrio de colores, permitían la entrada de luz, con lo que el camarote perdía algo de su aspecto de calabozo.

Skar cerró la puerta tras de sí, se quitó la capa y la arrojó a un rincón. También allí habían metido la nariz los hombres de Gondered. Varios de los libros colocados en un estrecho estante, asegurado mediante una cadena plateada, habían sido volcados y vueltos a poner de cualquier manera, y la puerta del armario de pared estaba entreabierta. Skar se acercó preocupado al arca de Andred, baja y con herrajes metálicos, y se acuclilló delante. Por fortuna, aún estaba el cabello enganchado por el capitán en una de las charnelas.

El satái respiró con alivio. Estaba convencido de que los thbarg también habían registrado su camarote, quizás incluso con mayor detención que cualquier otra parte del velero, y se felicitó por la idea de haberle dado a guardar a Andred, desde un principio, su tchekal y la cinta con que todo satái se ceñía la frente.

Apenas se había levantado de nuevo, cuando se abrió la puerta y entró el capitán. Andred se detuvo durante una fracción de segundo, miró a Skar, comprobó que el arca estaba intacta y se dirigió a su mesa con pasos exageradamente acelerados.

—Sentaos, satái —dijo, después de instalarse detrás del impresionante escritorio con valiosos trabajos de talla.

Skar acercó uno de los pequeños taburetes de tres patas, se dejó caer sobre él y posó la vista en el navegante. Andred se había desprendido de su impermeable y todavía resultaba más delgado de lo que ya de por sí era. Sus dedos jugueteaban inquietos con una carta marina enrollada, pero sus ojos resistieron la mirada del pasajero.

Fue éste el que, poco a poco, empezó a sentirse nervioso. Hubiese preferido que el capitán le hiciera reproches o, por lo menos, dijese algo.

—Tú… esperas una explicación —comenzó finalmente.

Andred sonrió.

—No es imprescindible. Sólo si vos lo deseáis, satái —replicó burlón.

Skar se estremeció.

—Pusiste en peligro tu barco y la carga… —murmuró—, y…

—Arriesgué mi vida y la de mis hombres, si quieres saberlo exactamente —lo corrigió Andred con frialdad—. Ese thbarg nos habría demostrado con sumo gusto el efecto de sus catapultas, si yo hubiera llegado a darle ocasión. Pero, si me contuve, no fue por ti.

—¿Por qué fue? —preguntó Skar, pese a conocer de sobra la respuesta.

El capitán contrajo los labios, asqueado.

—Supón que aborrezco a los tipos como Gondered —dijo—. Supón, asimismo, que me molesta ser perseguido en alta mar y tratado como un vulgar contrabandista. Pero ésa no es una respuesta a mi pregunta, Skar. ¿Por qué te hiciste pasar por un comerciante malabés?

—De no haberlo hecho —contestó el satái después de una pausa perfectamente calculada—, a estas horas quizá ya estuviéramos todos muertos.

Andred alzó la ceja izquierda, pero calló.

—Es posible que me equivoque —continuó Skar momentos más tarde—, pero no creo que Gondered fuese a la caza de quorrl o de contrabandistas. Creo que me busca a mí.

—¿A ti?

—Sí. Eso temo, y sospecho que no se tragó lo del comerciante malabés. Será mejor que desembarque antes de que el Shantar toque el puerto de Anchor.

Andred se inclinó hacia adelante, visiblemente preocupado.

—¿Por qué supones que te buscan a ti?

—Es una larga historia —contestó Skar, evasivo.

Se movió inquieto en su taburete y miró hacia la ventana. Los emplomados vidrios de colores pulverizaban la luz del sol, convirtiéndola en relucientes franjas rojas, azules, anaranjadas y amarillas, y Skar creyó distinguir de pronto, entre las diversas bandas, una poderosa e hirsuta sombra que, desde luego, no estaba allí. Era su pasado, que lo había alcanzado de nuevo. Las dos semanas en el mar habían sido sólo un respiro. La pesadilla no terminaba. Quizá ni siquiera hubiese empezado de verdad.

—Cuéntamela —dijo Andred—. Disponemos de tiempo suficiente, y yo sé escuchar.

—¿Por qué piensas que quiero contarla? —replicó Skar en un tono del que enseguida se arrepintió—. Tal vez no te convenga estar enterado —se apresuró a agregar—. Tengo enemigos, Andred. Enemigos muy poderosos.

El capitán hizo un gesto de indiferencia y se arrellanó en el sillón.

—Si es verdad lo que dices, de una forma u otra tendré problemas. No lo hagas en consideración a mí. Acabo de confesarte lo que Gondered me inspira. De no ser por su maldito barco, lo hubiese mandado encadenar y carenar. Presentaré queja contra él a las autoridades portuarias de Anchor.

Skar soltó una risa dura.

—Si me lo preguntas, te diré que las autoridades portuarias… son él.

Andred lo miró casi alarmado por espacio de unos momentos, y luego rió también.

—A juzgar por su comportamiento, podrías estar en lo cierto. Pero ahora hablemos en serio, Skar —prosiguió, a la vez que apoyaba los codos en la mesa—. ¿Qué significa eso? ¿Y qué quieres decir con eso de que te busca?

—Exactamente lo que digo. ¿Oíste comentar alguna vez que las errish tomaran a su servicio barcos corsarios de los thbarg?

—No —admitió Andred—. Y…

—¿O tuviste noticia de que organizaran una campaña contra los quorrl? No es la primera vez que los quorrl u otros bandidos violan las fronteras del País de los Dragones.

Andred lo reconoció de mala gana.

—Desde luego —gruñó—, pero…

No terminó la frase y miró a Skar con inseguridad y creciente temor. Era evidente que sus reflexiones seguían la misma dirección que las del satái, pero resultaba claro, también, que se resistía con todas sus fuerzas a aceptar lo que de ello se derivaba. Skar comprendía de sobra al navegante. Pocos meses antes, él hubiese reaccionado de la misma forma. Las errish eran mucho más que un clan de intocables o una asociación de mujeres sabias y benefactoras. Si en un mundo como Enwor quedaba una palabra representativa de honor y vida recta, era el nombre de las Venerables Señoras.

—Puedo equivocarme —prosiguió al cabo de un rato—, pero la casualidad sería demasiado grande. Y todo concuerda, aunque yo había confiado en poder llegar a tiempo.

El desconcertado capitán frunció el entrecejo, juntó las manos sobre el tablero de la mesa y, de súbito, se levantó. Fue al lado de babor del camarote, abrió un armario escondido y sacó de él una jarra y dos vasos del más fino cristal tallado a mano. Colocó uno delante de Skar, lo llenó y volvió a sentarse antes de servirse él. El satái tomó un sorbo, se pasó por la boca el dorso de la mano y observó vacilante a Andred. Una voz interior parecía advertirle que no confiara en el hombre. Pero llevaba tanto tiempo solo, tanto, que hubiese hablado hasta con una silla o con el viento. Y quizá le sentara bien hablar sinceramente con una persona, con alguien que, si bien no era su amigo, al menos tenía paciencia para escuchar.

Bebió un poco más, hasta dejar el vaso medio vacío, y Andred se lo llenó de nuevo.

—Y ahora habla de una vez —dijo el capitán—. No te preocupes… Si tus temores resultan fundados, de cualquier modo estoy ya demasiado metido en el lío para salir bien librado del asunto.

—Eso es precisamente lo que me asusta —musitó Skar—. Estoy muy en deuda contigo, y no quisiera que…

—¡Tonterías! —lo interrumpió Andred—. No me vengas con frases. Todo lo más, me perjudicarás si, como hasta ahora, sigues escondiéndome la realidad y me haces caer a ciegas en las garras de Gondered. Además, creo que te hará bien sincerarte de una vez con alguien —añadió después de otro sorbo.

Skar dudaba todavía. El capitán no dijo nada más, pero sus ojos eran suficientemente expresivos. Acaso no intentara penetrar más en él, pero desde luego le sobraba razón. Estar enterado podía ser peligroso, pero aún sería peor la ignorancia, en su situación.

Así, pues, Skar inició su relato. Despacio y atascándose. Empezó por el regreso de la fracasada expedición al desierto de Nonakesh y las semanas pasadas en Ikne. Sin que él mismo se diese cuenta, hablaba con una fluidez cada vez mayor y, por fin, las palabras le brotaron solas de la boca. Andred tenía razón. Le sentaba bien desahogarse y, aunque el capitán no pudiera hacer más que escucharlo, notó que, poco a poco, cedía la presión de su alma. Era la primera vez que hacía confidente de todo ello a una persona, pero algo le decía que Andred era merecedor de esa franqueza. Habló durante más de una hora y, con pocas limitaciones, explicó toda la historia al nuevo amigo, sin que éste lo interrumpiera ni una sola vez.

Cuando hubo terminado, en el pequeño camarote reinó el silencio. Hasta el chapaleteo de los remos que empujaban el Shantar a una velocidad siempre igual hacia el norte parecía más quedo, y la coloreada luz de las escotillas emplomadas contribuía a dar una irrealidad todavía mayor al ambiente.

—Es algo casi increíble —dijo Andred al cabo de un rato.

—Lo sé.

Skar hizo girar el vaso ya vacío entre sus dedos, pensativo. El cristal tallado volvía a descomponer la luz en diversos tonos, que a su vez hacían relucir las mil facetas en todos los matices del arco iris.

—Por eso mismo estoy dispuesto a creerte —señaló Andred—. No encuentro motivo para que un hombre como tú invente unas aventuras tan escalofriantes. ¿Y de veras supones que esa…? ¿Cómo dices que se llama? ¿Vela?

—Sí.

—¿Supones que ya está en Elay? ¿Pudo llegar en menos de cuatro meses desde las fuentes del Besh?

Era imposible no percibir la duda que había en la voz de Andred, pero, al igual que su forzada risa de antes, parecía artificial y, probablemente, sólo tenía como objeto ahogar el miedo que el relato de Skar había despertado en él.

—¿Y es posible que, en tan breve espacio de tiempo, se haya hecho con el poder? —completó su pregunta.

—Tú no te imaginas de lo que es capaz esa mujer —murmuró Skar—. Juega con las personas como si fuesen muñecos. Hombres como Gondered no tienen nada que hacer frente a ella. Y la maldita piedra le permite conseguir todo lo que quiera, además. Yo embarqué en el Shantar por creer que, así, llegaría a tiempo a Elay —prosiguió el satái, después de suspirar y servirse más vino—, pero todo parece indicar que estaba en un error. Vela llegó a Elay antes que yo, y sabe que la perseguiré. Seguramente habrá mandado cerrar todos los pasos de montaña.

—Y los puertos —añadió Andred, ceñudo.

—Sí; los puertos también. Por eso propongo que me dejes bajar antes a tierra. Dame un bote o, simplemente, un trozo de madera al que pueda agarrarme hasta alcanzar la orilla a nado.

Andred lo interrumpió con expresión resignada.

—Sería imposible, Skar. Nos separan doce kilómetros de la costa, y aunque escaparas de los tiburones, un bote se estrellaría contra los acantilados. ¿Por qué crees que navegamos a tanta distancia de la costa? El puerto de Anchor es, en ciento cincuenta kilómetros, el único lugar donde puede atracar un barco. Tendrás que permanecer a bordo hasta que alcancemos el puerto. ¿Cómo lograste cruzar las montañas?

Skar tuvo que esforzarse para seguir el súbito cambio de tema. Había finalizado su relato con el hallazgo de los cadáveres de los hombres de Vela y del dragón.

—No pasé por ellas —contestó tras breve vacilación—. Gowenna tenía razón. Los puertos de montaña estaban obstruidos por la nieve, y por poco me costó la vida intentar superarlos. Retrocedí como pude, hasta alcanzar el río Besh y encontrar un barquero que me llevó a cambio de mis últimas monedas —comentó sonriendo—. Por eso tuve que implorarte que me admitieras a bordo de balde.

—Lo que, a no dudarlo, fue terrible para un satái —agregó Andred con una mezcla de seriedad y bonachona burla.

—No, Andred. Mi orgullo se heló en las llanuras de Tuan. Ni siquiera creo ser ya un verdadero satái.

El rostro del capitán reflejó asombro.

—Eso suena muy amargado, amigo. ¿Realmente consideras que vale la pena sacrificar la vida para vengarse?

Skar miró al navegante sin responder. Habría podido dar mil contestaciones, del mismo modo que Andred tendría mil nuevas preguntas. Durante el descenso por el Besh, y luego a bordo del Shantar, había pensado largamente en todo ello, y quizá se hubiese negado a profundizar en el asunto por miedo a reconocer que estaba equivocado.

—Tal vez no —admitió al cabo de un rato.

—Pero no deseas hablar de ello. Lo entiendo —murmuró Andred—. Posiblemente, tampoco sea asunto mío. Valdrá más que busquemos una solución.

—Hablas en plural.

—Sí, Skar. No puedes abandonar el barco —explicó con paciencia—. Date cuenta de una vez. Somos compañeros, ¿no? Tanto si te gusta, como si no. Y, si acierto en mi sospecha, Gondered nos aguardará en Anchor —concluyó, alzando su vaso para brindar con exagerado gesto.

—Tendrás disgustos —profetizó Skar, sombrío.

—¡Bah! Yo vivo de los disgustos, y creo que necesitas con urgencia un par de buenos amigos. No sólo aquí, a bordo.

Se concentró unos segundos, fijó la vista en un punto imaginario, situado entre su mesa y la pared, y apoyó la barbilla en las manos.

—Tengo conocidos en Anchor —prosiguió, casi hablando consigo mismo—. No estoy seguro, sin embargo, de poder confiar en ellos. Si esa errish se ha infiltrado de veras en todo el país…

—En todo el país, no —dijo Skar—. Ni siquiera ella puede hacer brujerías. Al menos, no hasta ese punto. En su lugar, yo habría hecho exactamente lo mismo: ocupar con mis hombres las posiciones claves, cerrar las fronteras y ofrecer al pueblo algo que lo entusiasmara.

—Te refieres a esa campaña contra los quorrl.

—También, Andred. Es la primera lección de cualquiera que ansíe llegar a dictador. ¡Échale a la gente un cebo y dale algo en qué entretenerse, para que no reflexione!

Andred aspiró el aire entre los dientes.

—Tendrás que ir a Elay, sí. ¡Un largo camino para un hombre solo! ¿No sería mejor que esperases a tus amigos de Cosh?

—¡De ningún modo! —exclamó—. Entonces sería demasiado tarde. ¡Temo que ya lo sea ahora! Vela está preparada, y un ataque armado directo sería lo menos acertado.

El marino lanzó un nuevo suspiro y se puso de pie.

—Este juego «que pasaría sí…» no nos sirve de nada —declaró con firmeza—. Lo primero que haremos, será bajarte a tierra. Después ya veremos. Descansa ahora un par de horas en tu camarote. Te mandaré despertar tan pronto como avistemos Anchor. Mientras tanto prepararé la documentación de la carga y el manifiesto de aduanas. Porque no queremos darle a Gondered nuevo motivo para registrar el Shantar, ¿verdad?