Tercera parte. Las causas políticas de nuestro subdesarrollo social
VIII. El contexto político del estado de bienestar
1. La supuesta derechización del país
A partir de los resultados electorales del 12 de marzo de 2000, en nuestro país se ha ido creando una percepción generalizada, ampliamente reproducida en los medios de información españoles, de que las elecciones significaron «el colapso de la izquierda», reflejando un cambio histórico en el comportamiento electoral del país, con un movimiento muy significativo del electorado hacia la derecha (llamada centro) que ha dado la mayoría absoluta en las Cortes Españolas al partido conservador. Es más, este movimiento del electorado hacia la derecha se considera representativo de un movimiento en el mismo sentido por parte de la mayoría de la ciudadanía española, puesto que incluso la abstención se interpreta como signo de satisfacción con la gestión del partido gobernante, el PP. En este sentido, la derrota del PSOE se interpreta como el resultado de que este partido está perdiendo las clases medias, satisfechas con la situación económica y política del país y asustadas por su supuesto giro a la izquierda (traducido por su pacto con IU). De ahí que sectores de la dirección del PSOE y varios candidatos a su Secretaría General pidieron, una vez más, el movimiento hacia el centro del partido.
En esta interpretación se ignoran varios hechos elementales que permiten una lectura distinta de lo acaecido el 12 de marzo. Veamos. En primer lugar, para medir el ascenso o descenso electoral de un partido político no es suficiente con comparar los porcentajes o el número absoluto de votantes que apoyan a tal opción en dos elecciones consecutivas. Lo que debe hacerse es comparar el porcentaje o el número absoluto de votantes sobre el censo electoral, es decir, sobre el número total de personas que votaron, más los que no votaron pudiendo hacerlo, corrigiendo ese censo por los cambios demográficos que han ocurrido durante las dos elecciones consecutivas. Pues bien, cuando se hacen estos cálculos, se ve que en realidad el crecimiento de votantes del partido conservador en el año 2000 fue sólo un 1% del censo electoral. Me parece un tanto exagerado construir toda una tesis que supone un cambio de cultura política y derechización del país basado en este crecimiento.
El segundo hecho ignorado en esta sabiduría convencional es que debido al dominio de la derecha en el proceso de la transición de la dictadura a la democracia, considerado erróneamente modélico, España tiene uno de los sistemas electorales más discriminatorios contra la izquierda de la UE. En muchas partes del país se requirieron incluso seis veces más votos para elegir a un candidato de izquierdas que a uno de derechas. Dicho sesgo electoral explica que un mero cambio de un 1% de aumento en el censo electoral de votantes del PP diera el 12 de marzo una gran mayoría de diputados de esa opción política en el Parlamento. Soy consciente del argumento de que el PSOE también consiguió mayorías absolutas y que la base discriminatoria —que se reconoce que existe— es más territorial que política. Pero en España lo territorial es en general político. Costó solo 15.000 votos elegir a un parlamentario del PP en Soria, un territorio tradicionalmente conservador, mientras que en Barcelona, un territorio tradicionalmente progresista, costó más de 100.000 votos conseguir un parlamentario de izquierdas. En realidad, las mayorías del PSOE son de improbable reproducción debido a la creciente dispersión de su voto, a no ser que la izquierda se presente en coalición o en alguna fórmula que permita complementar sus votos.
La explicación de la victoria del PP no puede limitarse, sin embargo, al aumento de un 1% del voto en el censo electoral al PP ni tampoco al sesgo discriminatorio del sistema electoral, sino que debe incluir también el análisis del descenso del voto de izquierdas (un 9% del censo electoral), que se debió primordialmente al aumento muy notable de la abstención, junto a un trasvase de votos del PSOE e IU al PP, más acusado en áreas de clase trabajadora no cualificada que en sectores de clases medias y adineradas, como quedó demostrado en el cinturón de Barcelona, donde las políticas lingüísticas del PP y sus políticas de inmigración, percibidas como hostiles a los inmigrantes extranjeros, motivaron en parte ese trasvase del voto entre un electorado en cuyas vidas la inseguridad es una constante. La abstención y el voto en blanco eran principalmente un voto de protesta a los partidos de izquierda, y un rechazo a los comportamientos de las direcciones de tales partidos que alienaron a un número creciente de sus votantes. Es un error creer que las elecciones se ganan o pierden durante la campaña electoral. En realidad, lo que ocurre ahora, está ya configurando la respuesta de la población en las próximas elecciones. Creerse que la abstención se debió a la satisfacción con la situación actual, reproducida con el mensaje de que España va bien, es asumir que las clases populares, y sobre todo la clase trabajadora no cualificada (que es la que experimentó mayor crecimiento en su abstención), estaban más satisfechas que las clases medias de renta alta, puesto que las primeras se abstuvieron mucho más que las segundas. De nuevo, el incremento de la abstención fue mucho mayor en los barrios trabajadores de Barcelona (como La Sagrera y Nou Barris) que en los barrios profesionales o de clase media alta (como Sarria o Gracia). Y hay muchas más Sagreras y Nou Barris en España que Sarriás y Grácias. El crecimiento de la abstención fue pues más una protesta y una frustración con los comportamientos de tales partidos de izquierdas que un indicador de mayor satisfacción con la gestión de gobierno del PP. Tal frustración, compartida por las bases de los partidos de izquierda, se debe a las constantes luchas internas fratricidas, dirigidas a sostener un continuismo en las direcciones, que, cuando salían de esas luchas internas, era para centrarse en temas de Estado, alejados de las preocupaciones no resueltas de la cotidianidad. Estos hechos han conducido al inevitable descrédito de esos instrumentos.
Por otra parte, la continua división de las izquierdas y |su sectarismo, que reproduce su división, han sido responsables del retraso del Estado del bienestar en España. Es en los países donde las izquierdas son fuertes y están unidas, y las derechas están divididas (como en los países nórdicos de Europa), donde encontramos los Estados del bienestar más desarrollados de Europa. En España, la posición es inversa; las derechas están unidas y las izquierdas sumamente divididas, y ello a pesar de que a nivel programático no hay diferencias sustanciales en lo que proponen los dos partidos mayoritarios de las izquierdas para resolver los problemas de la cotidianidad, tales como la enseñanza, la sanidad, la creación de empleo, las pensiones, los servicios de ayuda a la familia y otros temas que las encuestas muestran como los más importantes para la población.
Sería injusto, sin embargo, no señalar que también hubo contribuciones positivas de las izquierdas. Una explicación que se reproduce acríticamente en esta nueva sabiduría convencional es que las izquierdas perdieron porque no tenían propuestas nuevas atrayentes. En realidad, sí las tuvo, y muchas de ellas fueron copiadas por el PP. El problema no fue la ausencia de propuestas innovadoras, sino la falta de credibilidad de los instrumentos políticos de las izquierdas. Me explicaré. El entonces candidato Borrell me pidió que le ayudara a diseñar en el PSOE las propuestas de reforma y expansión del Estado del bienestar español, un Estado que reproduce una polarización social en el que las clases populares utilizan los servicios públicos (sean los servicios sanitarios o las escuelas) y las clases medias y altas recurren a los servicios privados. En España no ha cristalizado todavía la alianza de la clase trabajadora con las clases medias, alianza básica para el desarrollo de un Estado del bienestar de calidad, que establezca unos servicios en los que las clases medias se encuentren satisfechas y sean retenidas en el sector público. El reto en España, por lo tanto, es diseñar un Estado del bienestar en el que las clases medias, que tienen unas expectativas más elevadas, se encuentren cómodas. De ahí que propusiera al Partido Socialista que en su propuesta sanitaria se comprometiera a ofrecer en el Servicio Nacional de Salud una cama por habitación (con derecho a una cama extra para miembros de la familia). Tal propuesta fue aceptada por el PSOE, lo que creó una respuesta hostil inicial del PP, que acusó al PSOE de irresponsable, aduciendo que era irrealizable por razones económicas. Al ver la popularidad de tal propuesta, sin embargo, el PP la hizo suya (como pasó con muchos otros aspectos del programa social del PSOE). El gobierno conservador actual se ha comprometido por lo tanto a realizar tal medida, así como a llevar a cabo otras propuestas de las izquierdas como la generalización de los servicios de ayuda a las familias tales como escuelas de infancia y servicios domiciliarios para los ancianos y personas con discapacidades. Si el PP cumple sus promesas (y es de desear que lo haga), el país se beneficiaría de ello. Dudo, sin embargo, que se cumplan sus compromisos sociales. Éstos entran en clara contradicción con su objetivo de rebajar todavía más el gasto público, que ha ido descendiendo como porcentaje del PIB desde 1994, sobre todo a costa del gasto social que ha pasado de un 24% del PIB en 1994 a un 20% en el presupuesto del año 2001. Esta reducción del gasto está deteriorando la calidad de vida de la ciudadanía en sus aspectos cotidianos empeorando la calidad de los servicios públicos, como lo demuestran las protestas populares que vimos el año pasado motivadas por las largas listas de espera para intervenciones quirúrgicas de vida o muerte.
2. La evolución de la socialdemocracia en España
Cuando viví en Suecia, Gran Bretaña y Estados Unidos, nunca en estos ni en otros países en los que he impartido clases he visto a los medios de información referirse a las distintas corrientes políticas dentro de los partidos progresistas por el nombre de las personas que lideraban tales corrientes. Así, en Suecia, nunca leí u oí a nadie referirse, dentro del Partido Socialdemócrata, a palmeristas, andersonistas, pearsonistas, o en Inglaterra, dentro del Partido Laborista, a wilsonistas, callaghannistas o, ahora, a blairistas, brownistas o prescotistas, o en Estados Unidos, dentro del Partido Demócrata, a kennedistas, jacksonistas o clintonistas. En España, sin embargo, los medios de información constantemente clasifican las corrientes políticas del Partido Socialista en felipistas, guerristas, borrellistas, solchaguistas y un largo etcétera. Esta costumbre de personificar las corrientes políticas, además de ser ofensiva, es sumamente preocupante, puesto que reduce los debates políticos a luchas personales de poder, contribuyendo así al descrédito de la política en nuestro país. Un ejemplo de lo dicho ha sido la presentación por parte de los medios de información de los debates precongresuales del PSOE, que se han mostrado en su mayor parte como conflictos de proyectos personales. Sin negar que hay conflictos, por otra parte inevitables, de poder personal, es profundamente erróneo reducir el debate a este nivel, cuando los conflictos reflejan una diversidad de proyectos que se reproduce hoy en toda Europa y que no se discute en los medios de información en España. Veamos.
Las tradiciones socialdemócratas europeas han variado enormemente en los últimos veinte años. En el norte de Europa, desde la Segunda Guerra Mundial ha gobernado predominantemente la socialdemocracia, que se ha caracterizado por un compromiso en la consecución del pleno empleo, estimulando a la vez la participación de la mujer en el mercado de trabajo y alcanzando así las tasas de actividad laboral más altas en Europa, lo que les ha permitido desarrollar un Estado del bienestar muy amplio y altamente redistributivo que ha conseguido la mayor reducción de las desigualdades sociales y de la exclusión social hoy en el mundo capitalista desarrollado. En el centro de Europa, la socialdemocracia, sin embargo, no ha sido hegemónica, y cuando ha gobernado ha tenido que hacerlo frecuentemente con la Democracia Cristiana, lo cual explica que, aunque alcanzara el pleno empleo, la tasa de participación laboral de la población adulta fuera relativamente baja debido a la escasa incorporación de la mujer en el mercado de trabajo, integración que no ha sido prioritaria para la Democracia Cristiana.
En el sur de Europa, la socialdemocracia era la más radical durante aquel período (recordemos que Mitterrand prometió trascender el capitalismo, y en España, el primer programa del PSOE en la democracia, así como su discurso electoral, estaban más a la izquierda que el PCE), radicalismo que compartió con el Partido Laborista Británico, que en su famosa cláusula 4 pedía la nacionalización de todos los medios de producción y distribución. Ha sido en estos países, y muy en especial en Gran Bretaña y en España, donde la socialdemocracia ha cambiado más profundamente. En la primera, apareció la Tercera Vía, cuyo teórico más conocido, Anthony Giddens, la definió como la alternativa entre el Partido Laborista entonces existente (que erróneamente identificó con la socialdemocracia tradicional) y el neoliberalismo de Thatcher. El error de Giddens file extrapolar la situación británica al resto de la socialdemocracia en Europa. En realidad, muchas de las políticas que Giddens consideraba nuevas y características de la Tercera Vía, tales como el énfasis en las políticas activas para facilitar la integración del desempleado en el mercado de trabajo o el hincapié en intervenciones para prever la exclusión social, habían sido ya llevadas a cabo con éxito por lo que él llamaba despectivamente Socialdemocracia Tradicional. En varios artículos critiqué las tesis expuestas en su libro La Tercera Vía, mostrando con datos que lo que él presentaba como nuevo en Gran Bretaña no lo era en el continente. En su respuesta (Third Way and Its Critics), Giddens se refiere explícitamente a mis artículos aceptando mi crítica, redefiniendo entonces la Tercera Vía no como una alternativa entre la socialdemocracia y el neoliberalismo, sino como la respuesta de la socialdemocracia a la globalización económica y la revolución tecnológica, incluyendo como Tercera Vía desde las políticas desreguladoras del mercado de trabajo del gobierno neolaborista (de claro corte neoliberal), hasta la reducción de la semana laboral a 35 horas del gobierno socialista francés. De esta manera, la Tercera Vía pasa de Vía a Aparcamiento en el que pueden aposentarse todo tipo de vehículos políticos. Esta pérdida de especificidad da cabida a todo tipo de respuestas, lo que explica la gran variedad de portavoces de este proyecto.
Por otra parte, en España, la experiencia socialdemócrata 1982-1996 fue atípica dentro de la socialdemocracia europea, puesto que no tuvo como objetivo alcanzar el pleno empleo —como bien reconoce Carlos Solchaga en su libro El fin de la época dorada—, ni tampoco facilitar la integración de la mujer en el mercado de trabajo, con lo cual no hubo un aumento de la población activa durante los años de su gobierno. En realidad, algunas de sus políticas laborales fueron responsables del deterioro del mercado laboral, que explica el hecho, sin precedentes en Europa, de tener que enfrentarse a tres huelgas generales lideradas por los sindicatos. En otros aspectos importantes, sin embargo, las políticas públicas del gobierno del PSOE sí fueron tradicionalmente socialdemócratas. Es el caso de sus políticas redistributivas, conseguidas mediante el aumento muy notable del gasto social y la expansión de las transferencias y los servicios del Estado del bienestar. Ahora bien, la dirección del PSOE interpretó erróneamente sus derrotas electorales como resultado de su identificación con tales políticas redistributivas que se asume distanciaron del proyecto socialdemócrata a las clases medias. De ahí que, tal como ha hecho la Tercera Vía en Gran Bretaña (y a diferencia de lo que ha hecho el gobiernos socialista francés), la dirección del PSOE haya ido desenfatizando las políticas redistributivas, centrándose en su lugar en las propuestas de desarrollo de la igualdad de oportunidades. Pero la reducción de las políticas redistributivas reduce enormemente la deseada igualdad de oportunidades. Si se quiere que los hijos de las familias de trabajadores no cualificados que viven, por ejemplo, en Nou Barris, en Barcelona, tengan las mismas oportunidades en la vida que los hijos de las familias burguesas que viven en Pedralbes, no basta con incrementar sustancialmente las becas y otras ayudas financieras, incluyendo la formación profesional a los primeros —por muy necesarias que sean estas políticas—, sino que es necesario reducir considerablemente la distancia social, económica y cultural entre Pedralbes y Nou Barris. Centrarse en las políticas de igualdad de oportunidades, desincentivando a la vez las políticas redistributivas, es resolver muy parcialmente el problema de las consecuencias negativas de las desigualdades sociales. Como bien decía el diario London Times (4-VI-2000), «ninguna de las políticas de igualdad de oportunidades llevadas a cabo por el gobierno Blair variará sustancialmente el alumnado de las cinco universidades de élite más importantes del país». De ahí que el discurso de igualdad de oportunidades, en ausencia de políticas redistributivas, sea un discurso un tanto inflado que promete más de lo que ofrece.
Lo que la mayoría de la población desea es que sus impuestos y aportaciones al Estado mejoren su calidad de vida. De ahí que cuando a la ciudadanía se le pregunta si está a favor de pagar más impuestos, la gran mayoría responda afirmativamente si se le garantiza que tales fondos enriquecerán su sanidad y la de sus hijos, sus pensiones y las de sus padres, las escuelas de sus hijos o sus servicios de apoyo a las familias, como las escuelas de infancia y los servicios domiciliarios para los discapacitados. En la última encuesta del Eurostat, los porcentajes de respuestas afirmativas varían de un 68% a un 73% de la población, siendo la española la que muestra una respuesta más positiva a este incremento del gasto social a costa de un aumento de la carga impositiva. Esta situación no se presenta sólo en Europa. En Estados Unidos pudo verse cómo la popularidad del presidente Clinton frente a los republicanos se debió a que mientras éstos querían una reducción de los impuestos (que favorecería en su mayoría a las rentas superiores), Clinton quería utilizar el superávit del presupuesto federal en mejorar la Seguridad Social, la sanidad y la educación (que favorecen a la mayoría de la ciudadanía). En realidad, y en contra de lo que se dice con gran frecuencia en los medios de información, el grado de apoyo de la ciudadanía a pagar impuestos al Estado no depende de su cantidad sino de su repercusión en el ciudadano y de la percepción que se tiene de la justicia y transparencia del criterio recaudatorio. Independientemente de que las familias paguen al Estado —sea central, autonómico o local— o a empresas privadas, el hecho es que éstas necesitan servicios de sanidad, de educación y de apoyo a las familias. La popularidad de que tales pagos se realicen al sector privado o público depende de los beneficios que se obtengan en uno u otro sistema. En Estados Unidos, por ejemplo, la familia promedio gasta un porcentaje de su renta en sanidad y servicios de ayuda a la familia privados, por ejemplo, que es semejante al porcentaje de lo que paga una familia sueca media por tales servicios públicos, con la desventaja de que los servicios proporcionados en Estados Unidos son menos completos y la satisfacción del usuario es menor que en Suecia, lo que explica la oposición a la reducción de impuestos en este último país —tanto entre sus clases medias como entre la clase trabajadora—, si tal reducción repercute negativamente en estos servicios. En España, el porcentaje de la renta familiar destinado a estos servicios, sean públicos o privados, es mucho menor que en Estados Unidos o en Suecia. Es impensable que podamos modernizarnos como país, alcanzando el promedio de calidad de vida de la UE, sin una convergencia en beneficios y gastos sociales con otros países desarrollados. ¿Es la vía privada o la pública la que puede ofrecer mayor o mejor cobertura para la mayoría de la población? La experiencia internacional no apunta a favor de la vía de financiación privada. Los países de tradición socialdemócrata, como los países del norte de Europa, han conseguido, a partir de la financiación pública de los servicios y las transferencias del Estado del bienestar, mayor cobertura a mayor número de la población, con mayor satisfacción popular, que los países de tradición cristianodemócrata (que han cubierto sus insuficiencias a base de sobrecargar a las familias y muy en especial a las mujeres) y liberal (que han proporcionado tales servicios mediante la financiación privada, utilizando mano de obra muy barata que ha contribuido a la polarización social de la fuerza laboral en sus respectivos países). La Tercera Vía, aunque tiene componentes de la socialdemocracia tradicional (como el acento en políticas activas), se distancia de ella para acercarse a las tradiciones cristianodemócratas (como en su énfasis en sobrecargar a la familia, responsabilizándola de la provisión de servicios a los niños y a los ancianos, así como transformando tales servicios de universales en asistenciales) y liberales (como en su insistencia en la desregulación del mercado de trabajo), lo cual explica sus alianzas internacionales, reflejadas en un documento escrito conjuntamente con Aznar y Berlusconi y su constante referencia al altamente desregulado mercado laboral estadounidense como su inspiración. Es lógico, por lo tanto, que despierte recelos entre las bases sociales del proyecto socialdemócrata, sin necesariamente movilizar a las clases medias. Las derrotas electorales de Blair, Schröder y Prodi en las elecciones europeas, y después de D’Alema en Italia, reflejan su falta de apoyo popular. En todos estos casos hubo un incremento muy notable de la abstención, sobre todo de la clase trabajadora, que afectó también a las clases medias. En realidad, la Tercera Vía no es tanto el proyecto político de las clases medias como el de los grupos profesionales y técnicos, lo cual explica su popularidad en los medios de información y en los centros financieros (temerosos de las políticas redistributivas) que proveen las cajas de resonancia que promueven tal proyecto.
3. La democracia incompleta
A raíz del aniversario de la muerte del dictador General Franco y del nombramiento del rey Juan Carlos I por las Cortes franquistas en 1975, hubo una movilización mediática y política del país que considero preocupante en tina democracia. La causa de mi preocupación es la unanimidad de tal movilización, que presenta a la Monarquía como una institución de gran valor para la democracia española. En tal movilización no se ha podido leer u oír una sola voz crítica ni con la institución ni con el Monarca que la dirige, reproduciendo una cultura mediática que afirma que a la monarquía y a la persona que la representa no se las critica. Si España hubiera alcanzado el nivel de democracia existente en los otros países de la UE, tal aniversario habría visto una diversidad de opiniones que hubiera incluido voces aprobatorias junto a voces críticas con la institución monárquica y con la persona que la simboliza. Y puedo hablar con conocimiento de causa puesto que tras mi exilio viví en Suecia (país democrático cuyo jefe de Estado es un monarca), en Gran Bretaña (país democrático cuyo jefe de Estado es también un monarca) y en Estados Unidos (país democrático cuyo jefe de Estado es un presidente elegido y cuyo origen social ha sido en ocasiones de origen muy humilde, como es el caso del presidente Clinton —uno de los presidentes más populares en la historia de Estados Unidos—, con una madre auxiliar de enfermería de profesión y un padre alcohólico que abandonó a la familia). En ninguno de estos países (o en ningún otro país de la UE) el jefe del Estado estaba libre del escrutinio público y del debate crítico. Antes al contrario, tanto en Suecia como en Gran Bretaña, el monarca y su institución han sido sujetos a una gran crítica. Lo mismo en Estados Unidos, donde el jefe del Estado tampoco tiene ningún tipo de blindaje mediático o político que le asegure ausencia de crítica de la sociedad. En cambio, en España el jefe del Estado está por encima de cualquier crítica, y existe un consenso unánime en los medios de comunicación para aupar y no criticar al monarca o a la monarquía, consenso que se reproduce aun cuando se dan casos y situaciones que crearían polémica en cualquier otro país democrático. Ejemplos hay varios. Uno reciente es el regalo de un yate para uso personal del Rey por parte de un grupo de empresarios sin que ningún medio de comunicación ofreciera un editorial crítico sobre la aceptación de tal obsequio. En Suecia, es probable que los medios conservadores lo aprobaran, los de simpatía socialdemócrata expresaran sus reservas y los liberales lo desaprobaran contundéntemente. En Gran Bretaña es también probable que en una situación semejante el diario conservador The London Times lo aprobara, mientras que el diario próximo al Partido Laborista The Guardian, así como el semanario liberal The Economist (que ha sido uno de los fórums más antimonárquicos de ese país) lo criticarían. En Estados Unidos, es probable que tal regalo al presidente se hubiera presentado no como un regalo personal, sino como un préstamo de interés nulo y pago indefinido (definiéndolo como ayuda provisional), lo cual no habría sido suficiente para acallar un revuelo notable en todos los medios de información. Quisiera aclarar que con esta observación no estoy refiriéndome a la bondad (o a su ausencia) del hecho de que jefes de Estado reciban regalos de yates para uso personal por parte de grupos económicos o empresarios, sino a la bondad de un sistema democrático que no incluya el debate y la diversidad de opiniones sobre el suceso. Éste es el hecho preocupante.
Tal unanimidad acrítica apareció también en los festejos que se realizaron para celebrar la monarquía, institución que fue presentada erróneamente en varios artículos laudatorios como homologable a las monarquías escandinavas. Ningún monarca escandinavo (o de cualquier otro país de la UE) tiene el blindaje en contra del escrutinio democrático que tiene el monarca en España, donde incluso en el Código Penal se penaliza a quien utilice la imagen del Rey de forma que pueda dañar el prestigio de la Corona. Como contraste, en esos países de mayor madurez democrática se puede ver, por ejemplo, la imagen de los jefes de Estado en programas satíricos equivalentes a los muñecos de Guiñol de Canal + en España. No así en nuestro país. Las diferencias entre las monarquías del norte (o del centro de Europa) y la de España, sin embargo, son incluso mayores que las diferencias en posibilidad de escrutinio crítico por parte de los medios de información. La monarquía española, a diferencia de las monarquías existentes en los demás países europeos, es percibida por amplios sectores de la sociedad como, posible árbitro en situaciones políticas, como lo atestigua que varios presidentes de gobiernos autonómicos y varios medios de información hayan pedido al monarca que intervenga para arbitrar situaciones que rebasan claramente sus responsabilidades constitucionales. En este aspecto, es necesario subrayar que la Constitución Española no permite tal atribución de funciones al monarca ni tampoco exige este blindaje acrítico que se reproduce en el ámbito mediático del país.
Otro comportamiento mediático que considero de escasa sensibilidad democrática es la presentación del monarca español como la figura histórica que nos trajo la democracia, interpretación que apareció en el programa de máxima audiencia sobre la monarquía que presentó TV 1, según el cual el franquismo era la dictadura de una persona y la democracia era la creación de otra —del Rey—. Sin desmerecer el papel importante que el Rey y otras personalidades tuvieron en la transición, ésta fue, sobre todo, el resultado de la presión popular (en el período 1975-1977 España vio el mayor número de huelgas políticas de Europa) y de la presión internacional. De ahí que las opciones posibles en aquellos años no eran, como constantemente se escribe en España, Dictadura o Democracia, sino qué tipo de Democracia. La vuelta a la dictadura como forma duradera y estable de gobierno era una alternativa con muy escasa posibilidad de realización: ni el pueblo español ni la presión internacional la hubieran tolerado mucho tiempo. Por lo tanto, es razonable pensar que las alternativas más reales se configuraban dentro de la democracia. Pero debido al poder que las derechas tenían durante la dictadura y durante la transición y a la debilidad de las izquierdas, consecuencia de la gran represión a la que estuvieron sujetas durante todo el período de la dictadura (que continuó hasta el último año de aquel régimen), la transición se realizó en términos favorables a las derechas, con lo cual las instituciones y reglas democráticas en nuestro país están sesgadas hacia las derechas. Aunque débiles, sin embargo, fueron las izquierdas las que presionaron para ir democratizando aquel proyecto, cuyos primeros pasos, durante los primeros años de la monarquía, habían sido a todas luces insuficientes. Las derechas se resistieron tanto como pudieron —como consta que Aznar, entre otros, no apoyó la Constitución cuando se realizó el referéndum que la aprobó—, imponiendo condiciones y restricciones que limitaron el desarrollo democrático, como las prerrogativas del jefe del Estado español —únicas en la UE—, que incluyeron un blindaje mediático frente a la crítica y el escrutinio democráticos. Ahora bien, tales limitaciones, incluyendo las expresadas en el Código Penal, no derivan de la Constitución. Precisamente, una de las grandes victorias de la democracia y del documento constitucional es la de la libertad de expresión con pleno derecho a la crítica a la monarquía y al monarca, derecho que los medios de información, reproduciendo una actitud acrítica hacia la monarquía, no ejercen, con el consiguiente empobrecimiento de nuestra democracia. Es más, la propia Constitución permite su modificación a fin de alcanzar una mayor profundización democrática, realidad ignorada por las derechas de nuestro país, que, mientras que ayer se oponían a ella, ahora impiden su modificación, olvidando que la Constitución no es el punto de llegada, sino de partida, hacia una sociedad auténticamente democrática. Apoyar la transición y la Constitución no quiere decir presentar la primera como modélica y considerar la segunda inmejorable. Antes al contrario, la Constitución ofrece a la ciudadanía unos cauces democráticos para alcanzar un mayor desarrollo democrático que puede incluir, por ejemplo, el posibilitar que en un día futuro una hija de una auxiliar de enfermería del barrio obrero de Nou Barris, en Barcelona, pueda ser elegida jefa del Estado, representándonos a todos.
Quisiera añadir otra reflexión generada por la unanimidad en el aplauso a la monarquía, que es también un indicador de la falta de confianza por parte de los medios de información hacia la cultura democrática de la ciudadanía española, reproduciendo una actitud un tanto elitista que juzgo injusta e inmerecida por el pueblo español. Tal actitud se reflejaba, por ejemplo, en el artículo de John Carlin que concluía el número especial que el diario El País dedicó al Rey (22-12-2000), en el cual el autor, con un tono condescendiente para con el pueblo español, concluía que la ausencia de actitud crítica hacia el monarca y hacia la monarquía en los medios de información reflejaba una falta de preparación de la población española para gozar de plena democracia, definiendo «la autocensura (de los medios de información) como una demostración de responsabilidad cívica» destinada a proteger la democracia. Quisiera concluir este apartado expresando mi desacuerdo con esta postura, y señalando que, al contrario de lo que John Carlin escribe, la unanimidad acrítica existente es un síntoma de irresponsabilidad cívica y democrática de los medios de información que ofende la conciencia y la cultura democráticas que la ciudadanía española se merece. La monarquía no puede ser resultado de una imposición mediática ejercida sobre la ciudadanía española, sino que debe ser la consecuencia de su popularidad ganada a pulso, sin cajas de resonancia, contrastada con otras alternativas, como la forma republicana de gobierno, cuyos promotores deben gozar de la misma accesibilidad a los medios, algo que no ocurre en nuestra democracia incompleta. Esta escasa sensibilidad democrática mostrada por los medios de información en su unánime aplauso a la monarquía, con ausencia de crítica hacia la institución y al monarca, está dañando a la democracia española, al reproducir una cultura cortesana que enfatiza un orden jerárquico en el que el jefe del Estado y su corte están por encima de toda crítica, de forma que se enfatiza la aceptación pasiva por parte de la ciudadanía de un sistema jerárquico en el que el monarca está arriba, mientras que todos los demás estamos abajo, con una gradación de importancia que depende de la distancia existente entre cada ciudadano y el monarca. No hay que olvidar que una de las consecuencias más positivas de la transición fue precisamente la transformación de la figura del jefe de Estado, que pasó de serlo «por la Gracia de Dios» a serlo por la Gracia del Pueblo español, convirtiéndolo en su representante y servidor. Es de gran urgencia democrática que los medios de información modifiquen sus hábitos heredados del régimen anterior y sometan al jefe del Estado al mismo nivel de escrutinio y debate que se da en otros países democráticos, para así alcanzar el nivel de madurez democrática que nuestra ciudadanía merece.
4. Queda mucho por hacer: nuestro déficit democrático
En las mismas fechas en que el partido conservador español ganaba las elecciones legislativas en España, en otro país de la UE tenían lugar otras elecciones que apenas fueron comentadas en los medios de información y persuasión españoles. Es una lástima que no se informara mejor a nuestra ciudadanía, porque se hubiera mostrado lo mucho que todavía nos queda por hacer en nuestro país. Suponga el lector que en las últimas elecciones en España hubiéramos tenido cuatro candidatos, de los cuales tres hubieran sido mujeres; una de ellas, la ganadora, hubiera sido la candidata del Partido Socialista, madre soltera, lesbiana, con pareja, dos gatos y dos tortugas y residente en un barrio obrero de Madrid, usuaria, como la gran mayoría de políticos de ese partido, de los servicios públicos. Imagínese el lector que tal mujer, aunque muy popular, no hubiera dado protagonismo a su persona sino al partido, y sobre todo al programa, el cual se hubiera centrado en los temas de la cotidianidad, y muy en especial en los temas de apoyo a las familias, proponiendo una ampliación muy notable del Estado del bienestar.
Suponga también el lector que tal candidata no se presentara como feminista, y que sus propuestas tampoco se proclamaran feministas, sino simple y llanamente como progresistas. En realidad, el hecho de que la mayoría de candidatos fueran mujeres ni siquiera llamaría la atención, porque ya había habido mujeres ministras en esta España imaginaria desde los años ochenta, ministras, no sólo de temas sociales como Sanidad, Educación y Servicios Sociales, sino también de Economía e incluso de Defensa (en 1990).
Suponga también que, en contra de lo que ocurre hoy, en esta España imaginaria las mujeres votaran más progresista que los varones y que el 57% de las primeras y el 45% de los varones la votaran, siendo el compromiso de la propuesta progresista, la ampliación del Estado del bienestar la razón principal de este apoyo. Y permítame que sugiera al lector que continúe imaginando y que en las últimas elecciones en esta España imaginaria incluso las zonas rurales hubieran votado a la citada candidata mujer, a pesar de sentirse tales poblaciones rurales incómodas con ella debido a sus críticas a la Iglesia por su resistencia a ordenar a mujeres como sacerdotes. A pesar de estas resistencias, grandes sectores de la población rural y urbana la apoyarían, debido a la popularidad del programa pro familias de la candidata. Pues bien, el lector, agotado o agotada de tanto suponer e imaginar, puede ya tocar tierra y dejar de imaginar. Tales hechos ocurrieron en Finlandia, en el mismo período en que en España también tuvimos elecciones. La candidata ganadora se llama Tarja Halonen, la ministra de Defensa de 1990 se llamó Elisabeth Rehn, el barrio obrero de Helsinki se llama Thorta, la Iglesia es la luterana, y el Estado del bienestar es el finlandés, tres veces más extenso (medido por gasto social per cápita) que el español.
¿Cuánto tiempo ha de pasar en España para que lleguemos a esta situación? Muchos años. En España y en Cataluña se ha hecho mucho, pero nos queda aún muchísimo por hacer. En este aspecto, no es suficiente diversificar las estructuras representativas en cuanto a género, sino también y sobre todo dar énfasis a los temas que preocupan más a la población, para lo cual se necesita que las personas con responsabilidad política experimenten los problemas de la cotidianidad, de forma que la vivencia entre los gobernantes y los gobernados sea más cercana. Ahí nos queda también mucho por hacer en nuestro país. Cambiar la composición de género de las instituciones políticas es necesario para aumentar su representatividad. Pero tal cambio es insuficiente para mejorar la calidad de vida de la población. Lo que hace falta es cerrar el espacio —que a veces es abismo— entre los gobernantes y los gobernados, exigiendo que las experiencias de unos y otros sean más próximas y que los representantes vivan y experimenten los temas de la cotidianidad de la misma manera que la mayoría de la población lo hace. De ahí que las medidas para enriquecer la democracia haciéndola más representativa deban incluir el cambio de género (puesto que más de la mitad de españoles y catalanes son mujeres), pero debe también incluir la exigencia de que los gobernantes vivan las mismas experiencias que los gobernados. Una exigencia de la gran mayoría de partidos progresistas de la UE es, por ejemplo, que sus candidatos deben, en caso de ser elegidos, utilizar los servicios públicos, bien sean escuelas para sus hijos, bien sean servicios sanitarios públicos para sus familias. En Estados Unidos se están aprobando referéndums exigiendo que todos los candidatos a un cargo político (no sólo los de los partidos progresistas) se comprometan a utilizar los servicios públicos, como condición para que el Estado les permita ser candidatos. Incluso Blair, un punto de referencia del «centro» español y catalán, vetó a un candidato a la alcaldía de Londres por enviar a sus hijos a escuelas privadas. No veo a sus muchos seguidores en Cataluña o España haciendo propuestas semejantes. Y sin embargo, de la misma manera que es probable que una mujer con hijos sea más sensible a la necesidad de guarderías que un varón, es también probable que una familia que utilice la escuela pública, adonde la mayoría de familias de las clases populares envían a sus hijos e hijas, sea más sensible a los problemas que existen en tales escuelas que otras familias que envían a sus hijos a la escuela privada. De ahí que la representatividad democrática requiera un cambio de composición y también de experiencias para hacer que nuestras instituciones sean más sensibles a los problemas de la mayoría de la población.