Partieron del aeropuerto internacional Dulles en un vuelo de British Airways, que resultó ser un 747 cuyas superficies de control habían sido designadas por su propio padre hacía veintisiete años. Dominic pensó que en ese entonces él usaba pañales, y que el mundo había dado unas cuantas vueltas desde ese momento.
Ambos tenían flamantes pasaportes con sus nombres reales. Todos los demás documentos relevantes estaban en sus laptops, totalmente encriptados,junto a sus también encriptados módems y sistemas de softwareAl margen de esto, iban vestidos,como la mayor parte de los demás pasajeros de primera, de manera informal. La azafata revoloteaba eficientemente, dándoles a todos algunos bocadillos, así como vino blanco a los hermanos. Una vez que alcanzaron la altura de crucero, sirvió la comida, que era decente -el máximo al que puede aspirar una comida de avión- como también lo era la selección de películas: Brian escogió Dia de la Independencia, mientras que Dominic prefirió Matrix. A ambos les gustaba la ciencia ficción desde que eran niños. Ambos llevaban los bolígrafos dorados en los bolsillos de sus chaquetas. Los cartuchos de recarga iban en sus neceseres, dentro de sus maletas, en alguna parte de las entrañas del avión. Les tomaría unas seis horas llegar a Heathrow, y ambos esperaban dormir un poco en el trayecto.
“¿Dudas, Enzo?”, preguntó quedamente Brian.
“No”, replicó Dominic. “Siempre que todo salga bien”. No agregó que no hay agua corriente en las celdas de las cárceles inglesas y, por más humillante que ello fuera para un oficial de infantería de Marina, lo era aún más para un agente especial juramentado ante el FBI.
“Con eso basta. Buenas noches, hermano”.
“Entendido, soldadito”. y ambos jugaron con los complejos controles del asiento hasta dejarlo casi totalmente horizontal. y durante tres mil millas, el Atlántico pasó por debajo de ellos.
En su apartamento, Jack Jr. sabía que sus primos habían ido al otro lado del mar, y aunque nadie le había dicho exactamente qué habían ido a hacer, no hacía falta mucha imaginación para saber de qué se trataba. Sin duda Uda bm Sali no viviría más allá de la semana en curso. Se enteraría a través del tráfico de mensajes matutino de Thames House, y se preguntó qué dirían los ingleses, cuán excitados o apesadumbrados se mostrarían. Ciertamente, se enteraría de muchas cosas con respecto a cómo habría sido hecha la tarea. Eso excitaba su curiosidad. Había pasado en Londres el tiempo suficiente para saber que allí las armas de fuego no corren, a no ser que se trate de matar siguiendo las órdenes del gobierno. En un caso así -por ejemplo, si el Special Air Service despachara a alguien que gozara de la especial antipatía del 10 de la calle Downing la policía sabía que no debía investigar muy a fondo. Tal vez algunos interrogatorios como para salvar las apariencias, tanto como para establecer un legajo que luego sería deslizado al cajón de NO RESUELTO donde atraería mucho polvo y poco interés. No hacía falta ser un genio para saber que así sería.
Pero esto se trataría de un ataque estadounidense en territorio británico y eso sin duda que no agradaría al Gobierno de Su Majestad. Era un asunto de buenos modales. Por otra parte, no se trataría de una acción del gobierno de los Estados Unidos. Para la ley, se trataba de un homicidio premeditado, delito que el gobierno contemplaba con considerable severidad. De modo que, ocurriera lo que ocurriese, esperaba que se anduvieran con cuidado. Ni siquiera su padre podía interferir mucho en esto.
“ioh, Uda, eres una bestia!”, exclamó Rosalie Parker cuando finalmente él rodó a un costado. Miró la hora. El se había demorado y al día siguiente ella tenía una cita después del mediodía con un ejecutivo petrolero de Dubai. Era un viejo encantador, y daba buenas propinas, aunque un día, el muy depravado le dijo que ella le recordaba a una de sus hijas favoritas.
“Quédate a pasar la noche”, propuso Uda.
“No puedo, amor.Tengo que buscar a mamá para comer juntas y luego ir de compras a Harrods. Dios mío, me tengo que ir ya”, dijo con bien fingida excitación, incorporándose.
“No”. Uda la tomó del hombro y la atrajo hacia él.
“iEres un diablo!”, dijo con una risita y una cálida sonrisa.
“Ése se llama Shahatin y no es parte de mi familia”.
“Bueno, puedes agotar a una chica, Uda”. Lo cual no era malo, pero había cosas que hacer. De modo que se puso de pie y tomó sus ropas del piso, donde él solía arrojarlas.
“Rosalie, mi amor, eres la única”, gimió. Ella sabía que mentía. Al fin y al cabo, ella le había presentado a Mandy.
“¿Ah sí?”, le preguntó. “¿Y Mandy?”
“Oh, ésa. Es demasiado delgada. No come. No es como tú, princesa mía”.
“Eres tan amable”. Se inclinó, lo besó, se puso el corpiño. “Uda, eres el mejor, el mejor de todos”. Al ego masculino siempre le venían bien un poco de caricias, y el ego de Uda era mayor que lo normal.
“Sólo lo dices para complacerme”, acusó Salí.
“¿Crees que soy actriz? Uda, haces que se me salgan los ojos de las órbitas. Pero debo irme, amor:
“Como digas”. Bostezó. Le compraría unos zapatos al día siguiente, decidió Uda. Había una nueva zapatería Jimmy Chao cerca de su oficina a la que hacía tiempo que quería echarle una mirada y sus pies eran un tamaño 6 exacto. De hecho, a él le gustaban mucho sus pies.
Rosalie se metió rápidamente en el baño para verse al espejo. Su pelo era un desastre. Uda no hacía más que desordenarlo, como para marcar su propiedad. Unos pocos segundos de cepillo lo dejaron casi presentable.
“Debo partir, amor”. Se inclinó a besarlo otra vez. “No te levantes, sé dónde queda la puerta”. Un último beso, amoroso, invitante…, para la próxima. Uda era lo más regular que imaginarse pudiera. De modo que ella regresaría. Mandy era buena, y era su amiga, pero ella sabía cómo tratar a esos maracas y, mejor aún, no tenía que matarse de hambre para parecer una modelo prófuga. Mandy tenía demasiados clientes estadounidenses y europeos para comer con normalidad.
Fuera, detuvo un taxi.
“¿A dónde, querida?”, preguntó el taxista.
“New Scotland Yard, por favor”.
Siempre desorienta despertar en un avión, aun si los asientos son buenos. Las cortinas subieron y las luces de la cabina se encendieron y los auriculares transmitieron noticias que podían, o no, ser nuevas; cómo se referían a Inglaterra era difícil saberlo. Se sirvió el desayuno, lleno de grasa, además de un respetable café de Starbucks que merecía unos seis puntos en una escala de uno a diez. Tal vez hasta siete. Por las ventanas a su derecha, Brian veía los verdes campos de Inglaterra en vez del negro pizarra del mar tormentoso que había atravesado durmiendo, afortunadamente sin soñar. Ahora, ambos gemelos temían a los sueños, por lo que éstos contenían del pasado y por el futuro que temían, a pesar de estar comprometidos con él. Veinte minutos más tarde, el 747 aterrizó suavemente en Heathrow. Migraciones fue una amable formalidad -los ingleses lo hacían mucho mejor que los estadounidenses, pensó Brian. Su equipaje no tardó en aparecer en la cinta transportadora, Y salieron a tomar un taxi.
“¿A dónde, caballeros?”
“Hotel Mayfair, calle Stratton”.
El conductor asintió y partió hacia la ciudad, al este. El viaje tomó unos treinta minutos y coincidió con el comienzo del atasco matinal. Era la primera vez que Brian -no así Dominic- estaba en Inglaterra. Para este último, el panorama era placentero, para ambos, nuevo y emocionante. Se parecía a casa, pensó Brian, sólo que la gente conducía del lado equivocado de la calle. A primera vista, quienes conducían también parecían más corteses, pero era difícil saber si esto realmente era así. Había al menos un campo de golf con césped verde esmeralda, pero fuera de eso, la hora pico no era muy distinta de la de Seattle.
Media hora más tarde, contemplaban Green Park, que era, de hecho, maravillosamente verde, luego el taxi giró a la izquierda, hizo dos cuadras más y llegaron al hotel. Exactamente al otro lado de la calle, había una concesionaria que vendía automóviles Aston Martin, que parecían brillar tanto como los diamantes del escaparate de Tiffany’s en Nueva York. Evidentemente, era un vecindario caro. Aunque Dominic ya había estado en Londres, nunca se había alojado en ese lugar. Los hoteles europeos podían darle lecciones de servicio y hospitalidad a cualquier establecimiento de los Estados Unidos. La bañera era de suficiente tamaño como para que un tiburón se ejercitase, y las toallas colgaban de un perchero calentado a vapor. El minibar era generoso en su surtido, ya que no en sus precios. Los gemelos se tomaron el tiempo necesario para ducharse. Eran las nueve menos cuarto y, como Berkeley Square estaba a sólo a cien metros de allí, les pareció un momento adecuado para salir del hotel y dirigirse hacia la izquierda, al lugar donde cantan los ruiseñores.
Dominic le dio con el codo a su hermano y señaló a la izquierda. “Supuestamente, el MIS tenía un edificio por allá, calle Curzon arriba. Para llegar a la embajada, hay que llegar a la cima de la colina, girar a la izquierda, dos cuadras más, a la derecha y otra vez hacia la izquierda, hacia Grosvenor Square. Feo edificio, pero así es el gobierno. y nuestro amigo vive justamente -allí, al otro lado del parque, a media cuadra del Westminster Bank. El que tiene la enseña del caballo”.
“Parece una zona cara”.
“Ya lo creo”, confirmó Dominic. “Estas casas valen muchísimo dinero. Casi todas están divididas en tres apartamentos, pero la de nuestro amigo Uda no lo está, es un Disneyworld de sexo y disipación. Mmm…” observó al ver una camioneta cubierta de British Telecom estacionada a unos veinte metros de allí. “Apostaría a que ése es el equipo de vigilancia… un poco obvio”. No se veía a nadie en la cabina, pero eso era porque las ventanas estaban polarizadas para que no se viera hacia adentro. Era el único vehículo de bajo precio en toda la calle -en ese vecindario, todo era al menos un Jaguar. Pero el rey, en términos automotores, era un Vanquish negro al otro lado del parque.
“Al diablo, ése sí que es un auto”, observó Brian.Y de hecho, aun estacionado frente a una casa, parecía ir a ciento sesenta kilómetros por hora.
“El verdadero campeón es el McLaren Fi. Un millón de dólares, pero sólo tiene lugar para uno. Rápido como un avión caza. El que miras es un auto de un cuarto de millón, hermanito”.
“Carajo, reaccionó Brian. “¿Tanto?”
“Están hechos a mano, Aldo, por tipos que en sus horas libres trabajan en la Capilla Sixtina. Sí, es todo un auto. Ojalá pudiera permitírmelo Probablemente podrías ponerle el motor a un Spitflre y derribar algunos aviones alemanes, ¿sabes?”
“Debe de consumir mucho combustible”, observó Brian.
“Bueno… Todo tiene un precio… mierda. Allí va nuestro amigo”.
La puerta de la casa se abrió, y de ella salió un joven. Llevaba un traje de tres piezas, de un color gris semejante al de los uniformes confederados de la Guerra de Secesión. Se detuvo en el medio de la escalinata de cuatro peldaños y consultó su reloj. Como si hubiese dado una señal, un taxi londinense negro apareció y, bajando los escalones, lo tomó.
Un metro ochenta, setenta a setenta y dos kilos, pensó Dominic. Barba negra completa, como en una película de piratas. Debería llevar espada… pero no lo hace.
“Más joven que nosotros”, observó Brian, mientras continuaban andando. Luego, a iniciativa de Dominic, cruzaron el parque y regresaron por el otro lado, deteniéndose para mirar con codicia el Aston Martin antes de seguir su camino. Había una cafetería en el hotel, donde tomaron café y un desayuno ligero de medialunas y mermelada.
“No me gusta que nuestro objetivo esté vigilado”, dijo Brian.
“No podemos evitarlo. Los ingleses también deben de creer que está en algo raro. Pero recuerda que sólo tendrá un ataque cardíaco. No es
como si fuésemos a balearlo, ni siquiera con armas silenciadas. Sin marcas, sin ruido”.
“Bueno, de acuerdo, vamos a ver qué hace en el centro, pero si no parece conveniente, no hagamos nada y retirémonos para pensarlo bien, ¿de acuerdo?”
“De acuerdo”, asintió Dominic. Deberían ser astutos. Probablemente él debiera ir a la cabeza, pues su tarea sería identificar al policía que seguía a su objetivo. Pero tampoco tenía sentido esperar demasiado. Le echaron una mirada a Berkeley Square, más que nada para darse una idea del lugar y ver si distinguían a su blanco. No era un buen lugar para atacar, no con un equipo de vigilancia acampado a treinta metros de allí. “Lo bueno es que al parecer quien lo sigue es un novato. Si puedo identificarlo, prepárate para tropezar con él y yo, qué demonios, le preguntaré cómo llegar a algún lado. Sólo necesitarás un segundo para inyectarlo. Luego, seguimos nuestro camino como si nada ocurriera. Aun si alguien pide a gritos una ambulancia, sólo nos miraremos casualmente y seguiremos camino”,
Brian lo pensó durante un momento. “Antes debemos verificar el vecindario”.
“De acuerdo”. Terminaron su desayuno sin decir más.
Sam Granger ya estaba en su oficina. Eran las tres y cuarto de la mañana cuando entró y encendió su computadora. Los gemelos habían llegado a Londres a lo que para él era la una y algo le decía que no se demorarían en cumplir con su misión. Esa primera misión justificaría -o no – la idea del Campus de lo que es una oficina virtual. Si las cosas salieran según lo planeado, recibiría notificación de la marcha de la operación aún más rápido que el servicio de intervención a las agencias de inteligencia que manejaba Rick Bell. Había llegado el momento que siempre supo que odiaría: esperar que otros llevaran a cabo la misión que había delineado en su propia mente, aquí en su escritorio. El café ayudaba. Un cigarro habría venido bien, pero no tenía un cigarro. Se abrió la puerta.
Era Gerry Hendley.
“¿También tú?”, dijo Sam, sorprendido y divertido.
Hendley sonrió. “Bueno, es la primera vez, ¿no? En casa no podía dormir”.
“Te creo. ¿Tienes una baraja?”, se preguntó en voz alta.
“Ojalá”. De hecho, Hendley era bueno con las cartas. “¿Se sabe algo de los gemelos?”
“Ni una palabra. Llegaron puntualmente, probablemente estén en el hotel en este momento. Me imagino que se habrán refrescado un poco y habrán salido a echar un vistazo. El hotel queda a más o menos una cuadra de la casa de Uda. Demonios, por lo que sabemos, tal vez ya lo hayan matado. La hora corresponde. Ahora debe de estar yendo al trabajo, si es que los locales tienen bien estudiada su rutina, y creo que podemos contar con que es así.
“Sí, a no ser que recibamos una llamada inesperada, o que haya visto algo que le llamó la atención en el diario de la mañana o que su camisa favorita no estuviese bien planchada. La realidad es análoga, no digital, Sam, ¿recuerdas?”
“Ya lo creo”, asintió Granger.
El distrito financiero parecía exactamente lo que era, aunque tenía un aspecto ligeramente más acogedor que las torres, blancos de acero y vidrio de Nueva York. Claro que aquí también había algunas de ésas, pero no tan agobiantes. A media cuadra del lugar donde los dejó su taxi había un segmento de la muralla original romana que había rodeado la ciudad- cuartel de Londinium, nombre original de la capital británica, un emplazamiento escogido originalmente por sus buenas vertientes y gran río. La gente aquí iba bien vestida, notaron, y los negocios eran caros aun para una ciudad en la que nada era barato. Reinaba un gran ajetreo, y multitudes de personas se movían con velocidad y deliberación. Tampoco faltaban pubs, que en su mayor parte anunciaban sus comidas en pizarras escritas con tiza colocadas junto a sus puertas. Los gemelos escogieron uno desde donde se viera fácilmente el edificio del Lloyd’s; tenía agradables mesas en la acera, como si fuese un restaurante romano cercano a la escalinata de la Plaza España. El cielo despejado desmentía la reputación de Londres como ciudad lluviosa. Los gemelos estaban suficientemente bien vestidos, tanto como para no tener un aspecto de turistas estadounidenses demasiado obvio. Brian vio un cajero automático de donde sacó algo de dinero que partió con su hermano y luego pidieron café -eran demasiado estadounidenses como para tomar té- y esperaron.
En su oficina, Sali trabajaba en su computadora. Tenía la oportunidad de adquirir una casa en Beigravia -un vecindario aun más caro que el suyo- por ocho millones y medio de libras, lo cual, si bien no era una ganga, tampoco era demasiado. Sin duda, podría arrendarla por una buena suma, y se vendía la plena propiedad del inmueble, lo cual significaba que de adquirirlo, se adquiría también la tierra, en lugar de pagarle un alquiler por ella al duque de Westminster. Tampoco éste habría sido excesivo, pero si se sumaba, no era poco. Tomó nota de que debía ir a verla esta semana. Fuera de eso, el mercado de divisas se mantenía medianamente estable. Había especulado ocasionalmente con arbitraje de divisas a lo largo de los meses, pero realmente no le parecía que tuviera el entrenamiento como para meterse profundamente en ese mercado. Al menos no por ahora. Tal vez pudiera hablar con personas expertas en ese campo. Todo lo que se podía hacer, también se podía aprender y, con acceso a más de doscientos millones de libras, podía especular sin dañar demasiado el capital de su padre. De hecho, este año había ganado nueve millones de dólares, lo cual no estaba mal. Durante la siguiente hora, permaneció en su computadora, en busca de tendencias -las tendencias son un buen amigo-, tratando de encontrarles un sentido. Sabía que el verdadero truco consistía en identificarlas cuando recién comenzaban – lo suficientemente temprano como para comprar barato y vender caro- pero, aunque cada vez se acercaba más, aún no dominaba esa habilidad en particular. De haber sido así, sus especulaciones le habrían hecho ganar treinta y un millones, en vez de sólo nueve. La paciencia, pensó, era una virtud condenadamente difícil de adquirir. Cuánto mejor era ser joven y brillante.
Por supuesto que su oficina también tenía televisor, y sintonizó un canal financiero de los Estados Unidos que mencionaba una futura debilidad de la libra frente al dólar, aunque como las razones que aducía no eran del todo convincentes, renunció a especular con treinta millones de dólares. Su padre ya le había advertido sobre los riesgos de especular, y como se trataba del dinero de éste, lo había escuchado con atención y le había dado el gusto al viejo hijo de puta. A lo largo de los últimos diecinueve meses, sólo había perdido tres millones de libras, casi todas debido a errores que ya tenían un año de antigtiedad. Su cartera de bienes raíces iba muy bien. Más que nada, les compraba propiedades a ingleses de edad y se las vendía a sus compatriotas, quienes en general pagaban en efectivo o en el equivalente electrónico del mismo. En términos generales, se tenía por un especulador en bienes inmuebles de grandes y crecientes talentos. Y, por supuesto, un amante soberbio. Se acercaba el mediodía, y sus caderas ya añoraban a Rosalie. ¿Tal vez estuviese disponible esa tarde? Por mil libras, más le valía estarlo, pensó Uda. De modo que, antes del mediodía pulsó el 9 del discado rápido.
“Amada Rosalie, éste es Uda. Si vienes esta noche a eso de las siete y media, tendré algo bonito para ti. Conoces mi número, querida”. Y colgó el auricular. Esperaría hasta más o menos las cuatro y si no le telefoneaba, llamaría a Mandy. Era realmente muy infrecuente que ninguna de las dos estuviese disponible. Prefería pensar que cuando era así, estaban de compras o cenando con amigas. A fin de cuentas ¿quién les pagaba tan bien como él? Y quería ver qué cara ponía Rosalie cuando recibiera los nuevos zapatos. A las mujeres inglesas les gustaba ese Jimmy Chao. A él, sus diseños le parecían grotescamente incómodos, pero las mujeres eran mujeres, no hombres. Para realizar sus fantasías, él conducía su Aston Martin. Las mujeres preferían que les doliesen los pies. No había quién las entendiera.
Brian se aburrió en seguida de sólo quedarse sentado mirando el edificio del Lloyd’s. Además, le hacía daño a los ojos. Era más que mediocre, era positivamente grotesco, como una planta de Du Pont para la fabricación de gas nervioso u otro químico dañino, sólo que cubierta de vidrio. Además, probablemente fuera contra las reglas del oficio quedarse mirando lo que fuera durante mucho tiempo. Había negocios en la calle y, una vez más, ninguno de ellos era barato. Una sastrería de hombres y lugares para mujeres de aspecto igualmente agradable y lo que parecía ser una zapatería muy cara. Ese era el artículo de vestimenta en que menos se fijaba. Tenían unos buenos zapatos negros formales -los llevaba hoy-, un buen par de zapatillas que había adquirido cierto día que prefería no recordar y cuatro pares de botines de combate, dos negros y dos de! color pardo al que tendía el Cuerpo de Infantería de Marina, fuera de los desfiles y otros eventos oficiales, en los que los duros integrantes de la Fuerza de Reconocimiento rara vez participaban. Se suponía que todos los infantes de marina debían tener buen aspecto, pero los duros pertenecían a esa rama de la familia de la cual es mejor no hablar mucho. y aún estaba digiriendo el tiroteo de la semana pasada. Aun la gente a la que se había enfrentado en Mganistán no había hecho, que él supiera, ningún intento abierto de matar mujeres y niños. Claro que eran bárbaros, pero se suponía que hasta los bárbaros tenían límites. Todos los tenían, menos la banda con que jugaba este tipo. No era viril- ni siquiera su barba lo era. Las de los afganos sí, pero la de este tipo lo hacía parecer un alcahuete. En síntesis, no era digno del acero de los infantes de marina, no alguien a quien matar, sino una cucaracha a eliminar. Aun si su auto valía más que lo que un capitán de infantes de marina ganaba en diez años -sin descontar impuestos… Un oficial de infantes de marina podía ahorrar durante años para comprarse un Chevy Corvelle, pero este oficial de baja graduación tenia que manejar el nieto del auto de James Bond, además de las putas que alquilaba. Se lo podía llamar de muchas formas, pero “hombre” definitivamente no era una de ellas, pensó e! infante de marina, mentalizándose subconscientemente para la misión.
“Ahí va el zorro, Aldo”, dijo Dominic poniendo sobre la mesa e! dinero necesario. Ambos se pusieron de pie e inicialmente se dirigieron en sentido opuesto al de su objetivo. En la esquina, ambos se detuvieron y se volvieron como si buscaran algo. Allí estaba Sali…
y allí estaba su seguidor. Costosamente vestido de trabajador. Tambien salía de un pub, notó Dominic. Por supuesto que era novato. Sus ojos estaban fijos de manera obvia en el sujeto, aunque, eso sí, se mantenía a unos cincuenta metros por detrás de éste y claramente no lo preocupaba que pudieran descubrirlo. Probablemente Sali no fuera el más alerta de los sujetos, y no tenía entrenamiento en contraseguimiento. Indudablemente, creía estar perfectamente a salvo. Probablemente también se creería muy astuto. Todo hombre tiene sus ilusiones. Las de éste le costarían un poco más caras que al resto.
Los hermanos escudriñaron la calle. Había cientos de personas en su campo de visión. Muchos autos circulaban por la calle. La visibilidad era buena -un poco demasiado- pero Sali se les ofrecía casi como si lo hiciera deliberadamente, y la ocasión era demasiado buena para dejarla pasar…
“¿Plan A, Enzo?”, preguntó Brian rápidamente. Tenían pensados tres planes, así como una señal de cancelación.
“Entendido, Aldo. Hagámoslo”. Se dividieron, dirigiéndose en distintas direcciones con la esperanza de que Sali fuera hacia el pub donde habían soportado el mal café. Ambos llevaban anteojos de sol para que no se viese en qué dirección miraban. En el caso de Aldo, miraba al agente que seguía a Sali. Probablemente fuese mera rutina para él, algo que ya llevaba haciendo unas cuantas semanas y era imposible hacer algo durante tanto tiempo sin caer en la rutina, dar por sabido cuáles serían los movimientos del sujeto, centrarse en sus movimientos y no en la calle en general, como se suponía que debía ser. Pero actuaba en Londres, que posiblemente fuese su lugar natal, un lugar donde supondría que conocía todo lo que había por conocer y donde no tenía nada que temer. Más ilusiones peligrosas. Su única tarea era vigilar a un sujeto no muy intrigante por quien Thames House sentía un inexplicable interés. Los hábitos del sujeto eran regulares, y no representaba un peligro para nadie, al menos no en este territorio. Un niño rico malcriado, nada más que eso Ahora giraba a la izquierda, tras cruzar la calle. Al parecer, iría de compras. Zapatos para alguna de sus damas, dedujo el oficial del Servicio de Seguridad. Mejores regalos que los que él podía permitirse para su compañera, refunfuñó para sus adentros el agente, y eso que él estaba como prometido.
Había un bonito par de zapatos en la vidriera, según vio Sali, de cuero negro con detalles de dorados…Subió de un juvenil brinco a la acera luego giró a la izquierda para entrar en la zapatería, sonriendo al imaginar la expresión que pondría Rosalie al abrir la caja.
Dominic tomó su mapa Chichester del centro de Londres, un librito rojo que abrió al pasar junto al sujeto, sin echade ni una mirada, dejando actuar su visión periférica. Sus ojos estaban fijos en el agente de seguimiento. Parecía aún más joven que él y su hermano y probablemente estuviese desempeñando su primera tarea tras egresar de cualquiera que fuese la academia del Servicio de Seguridad, y justamente por esa razón, debía tratarse de una misión fácil. Probablemente estuviese un poco nervioso, de ahí los ojos fijos y las manos crispadas. Dominic mismo no había sido muy diferente hacía más o menos un año, en Newark;- joven y ansioso. Dominic se detuvo y se volvió rápidamente, calculando la distancia que separaba a Brian de Sali. Brian estaría haciendo exactamente lo mismo, y su tarea era sincronizar sus movimientos con los de su hermano, quien iba adelante. De acuerdo. Una vez más, su visión periférica se hizo cargo de la situación, hasta que dio los últimos pasos.
Luego, sus ojos se detuvieron en el agente de seguimiento. Los ojos del británico lo notaron y su mirada también se desvió. Se detuvo en forma casi automática y oyó al turista yanqui preguntar como un estúpido:
“Disculpe, señor, podría decirme dónde… Exhibía su guía para mostrar exactamente cuán perdido estaba.
Brian metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó el bolígrafo dorado. Giró el extremo, que quedó transformado en una punta de iridio cuando pulsó el botón de obsidiana. Sus ojos se fijaron en el sujeto. A una distancia de menos de un metro, dio medio paso a la izquierda como para evitar un obstáculo inexistente, y tropezó con Sali.
“¿La Torre de Londres?, bueno, no tiene más que ir por ahí”, dijo el hombre del MIS, volviéndose para señalar.
Perfecto.
“Disculpe”, dijo Brian, dando medio paso a la izquierda para dejar pasar al hombre, bajando al mismo tiempo el bolígrafo en un movimiento de cuchillada invertida que alcanzó al sujeto exactamente en medio de la nalga derecha. La punta hueca de la jeringa entró unos tres milímetros, inyectando sus siete miligramos de succinylcolina en el tejido del mayor músculo de la anatomía de Sali. y Brian Caruso siguió su camino.
“Oh, gracias, amigo”, dijo Dominic, metiendo la guía Chichester de vuelta en su bolsillo y dando un paso hacia donde le habían señalado. Cuando estuvo fuera del alcance de la vista del agente de seguimiento, se detuvo y se volvió -aunque sabía que no era lo que indican las reglas del oficio- a tiempo para ver a Brian guardándose el bolígrafo en el bolsillo de su abrigo. Su hermano se frotó la nariz, señal convenida de MISiON
que su mano derecha temblaba muy ligeramente. Se detuvo a mirarla, y estiró la izquierda…
que también temblaba. Por qué…
sus piernas cedieron debajo de él y su cuerpo cayó verticalmente sobre la acera de cemento. De hecho, sus rótulas rebotaron sobre la superficie, lo cual dolió y mucho. Trató de respirar hondo para ocultar el dolor y la vergüenza…
Pero no lo hizo. Para este momento, la succinylcolina inundaba su organismo, neutralizando cada interfase nervio-músculo de su cuerpo. La última en extinguirse fue la de los párpados, y Sali, cuyo rostro se acercaba rápidamente a la acera, no vio cuando la golpeó. En cambio, la negra oscuridad lo envolvió -en realidad, roja por la luz de baja frecuencia que atravesaba el delgado tejido de los párpados. Muy rápidamente. su cerebro quedó invadido de la confusión previa al pánico.
¿Qué es esto?, se preguntó a sí misma su mente. Podía sentir lo que ocurría. Su mente estaba contra la áspera superficie de cemento sin alisar. Oía las pisadas de la gente a uno y otro lado. Trató de girar la cabeza -no, primero tenía que abrir los ojos…
pero no se abrían. iii¿ Qué es esto?!!!…
no respiraba…
se ordenó a sí mismo respirar. Como si estuviese bajo el agua de una piscina de natación y, al subir a la superficie tras contener la respiración por un lapso incómodamente prolongado, le dijera a su boca que se abriera y a su diafragma que se expandiera…
ipero eso no ocurrió!…
¿Qué es esto?… Gritó su mente.
Su cuerpo operaba por cuenta propia. A medida que el dióxido de carbono se acumulaba en sus pulmones, órdenes automáticas iban desde allí a su diafragma, diciéndole que expandiera los pulmones para tomar aire para reemplazar el veneno que los inundaba. Pero nada ocurrió, y ante esa información, su cuerpo entró, por su cuenta, en pánico. Las glándulas adrenales inundaron su torrente sanguíneo – el corazón aún latía- de adrenalina y, ante esta estimulación natural, su conciencia se aguzó y su cerebro comenzó a funcionar a marchas forzadas…
¿Qué es esto?, se preguntó Sali urgentemente una vez más, porque ahora el pánico comenzaba a dominarlo. Su cuerpo lo traicionaba de forma que iba más allá de lo imaginable. Se ahogaba en la oscuridad en medio de una acera en pleno centro de Londres, en un día de sol. La sobrecarga de C02 en sus pulmones no le producía verdadero dolor, pero la forma en que su cuerpo se lo informaba a su mente, sí. Algo iba muy mal, y no tenía ningún sentido ser atropellado de esa manera por un camión en la calle -no, ser atropellado por un camión en su sala de estar. Todo ocurría a demasiada velocidad como para entenderlo. No tenía sentido, era tan sorprendente, asombroso, inaudito.
Pero innegable.
Continuó dándose órdenes de respirar. Debía hacerlo. Nunca había dejado de ocurrir, de modo que debía volver a hacerlo. Sintió cómo se vaciaba su vejiga, pero la breve vergüenza fue inmediatamente sobrepasada por el creciente pánico. Podía sentir todo. Podía oír todo. Pero no podía hacer nada, nada en absoluto. Era como si lo hubiesen sorprendido desnudo en la corte del rey en Riad, con un cerdo en brazos…
y luego comenzó el dolor. Su corazón latía frenético, a 160 pulsaciones por minuto, pero al hacerlo enviaba sangre sin oxigenar a su sistema cardiovascular y al hacerlo el corazón -el único órgano activo de su cuerpo- había consumido todo el oxígeno de su cuerpo, el de libre disposición y también el de reserva…
y sin ese oxígeno, las confiables células cardíacas, inmunes al relajante muscular que inundaba el cuerpo de su propietario, comenzaron a morir.
Era el mayor dolor que el cuerpo puede experimentar,y a medida que cada célula individual moría, comenzando por las del corazón, el peligro en que éste se encontraba era inmediatamente informado a la totalidad del cuerpo, y las células ahora morían de a miles, cada una de ellas conectada a un nervio que le gritaba al cerebro que la MUERTE estaba ocurriendo, en ese preciso instante…
No podía siquiera hacer muecas. Sentía como una daga llameante en el pecho, revolviéndose, penetrando cada vez más. Era el sentimiento de la Muerte, traído por la propia mano de Iblis, de Lucifer en persona…
Y en ese instante, Sali vio cómo llegaba la Muerte, cabalgando por un campo de fuego para llevar su alma a la Perdición. Urgentemente, inundado por el pánico, Uda bm Sali pensó tan intensamente como pudo las palabras de la Sahada. No hay más Dios que Alá y Mahoma es Su profeta… No hay más Dios que Alá y Mahoma es Su profeta…No hay más Dios que Alá y Mahoma es Su profeta…
nohaymásdiosquealáymahomaessuprofeta…
También sus células cerebrales quedaron sin oxígeno y también ellas comenzaron a morir y cuando esto ocurrió, los datos que contenían comenzaron a verterse a su agonizante conciencia. Vio a su padre, a su caballo favorito, a su madre ante una mesa cargada de alimentos -y Rosalie, Rosalie cabalgándolo, su rostro lleno de deleite, cada vez más lejano… desvaneciéndose…, desvaneciéndose…, desvaneciéndose…
hasta desaparecer.
Se había reunido gente en torno a él. Uno se inclinó y le dijo: “Diga, ¿se encuentra bien?” Una pregunta estúpida, pero es lo que la gente pregunta en esas circunstancias. Luego la persona -un vendedor de insumos para computadoras que se dirigía al pub cercano para beberse un vaso y comer una “comida de labrador” de pan y queso- lo sacudió del hombro. No resistió en lo más mínimo, era como tomar un trozo de carne en la carnicería…, y eso lo asustó más que si se hubiera tratado de una pistola cargada. De inmediato, volvió el cuerpo y le buscó el pulso. Tenía pulso. El corazón latía frenéticamente – pero el hombre no respiraba. Qué demonios…
A diez metros de allí, el agente de vigilancia discaba el 999 de emergencias en su teléfono celular. Había un cuartel de bomberos a pocas cuadras de allí y el Guy’s Hospital estaba al otro lado del Puente de Londres. Como muchos agentes, había comenzado a identificarse con su sujeto, aunque lo detestaba y verlo ahí caído en la acera lo conmovió profundamente. ¿Qué había ocurrido? ¿Ataque cardíaco? Pero era un hombre joven…
Brian y Dominic se encontraron en un pub, muy cerca de la Torre de Londres. Escogieron un reservado y no bien se sentaron, una camarera se acercó a preguntarles qué querían.
“Dos vasos de cerveza”, dijo Enzo.
“Tenemos Tetley’s Smooth y John Smith, cariño”.
“¿Cuál bebes tú?”, preguntó Brian.
“John Smith, por supuesto”.
“Dos de ésas”, ordenó Dominic. Tomó el menú.
“No estoy seguro de querer comer, pero la cerveza es buena idea”, dijo Brian, con sus manos ligeramente temblorosas.
“Y tal vez un cigarrillo”, bromeó Dominic. Como casi todo chico, habían hecho la prueba de fumar en la secundaria, pero ambos lo habían abandonado antes de quedar enganchados. De todas maneras, la máquina expendedora de cigarrillos era de madera y probablemente demasiado compleja como para ser operada por un extranjero.
“Sí, claro”, dijo Brian.
Cuando llegaban las cervezas, oyeron la disonante nota de una ambulancia a tres cuadras de allí.
“¿Cómo te sientes?”, le preguntó Enzo a su hermano.
“Un poco tembloroso”.
“Piensa en el viernes pasado”, le sugirió el agente del FB! al infante de marina.
“No dije que lo sintiera, idiota. Es que uno se agita un poco. ¿Distrajiste al que lo seguía?”
“Sí, me estaba mirando a los ojos en el momento en que diste el pinchazo. Tu sujeto caminó unos seis metros más antes de caer. No vi que reaccionara al pinchazo. ¿Tú?”
Brian meneó la cabeza. “Ni un iay! hermanito”. Bebió un sorbo. “Buena cerveza”.
“Sí, agitada, no mezclada, como los martinis de cero cero siete”. Brian no pudo evitar reír en voz alta. “iEres un idiota!”
“Bueno, ése es nuestro trabajo ahora, ¿no?”
Jack Junior fue el primero en enterarse. Mientras comenzaba su café con bollos, encendió la computadora, navegando primero al tráfico de mensajes entre CIA y NSA, donde, primero en la lista, había un alerta de prioridad-FLASH para que NSA prestara especial atención a “asociados conocidos” de Uda bm Salí, quien, decía la CIA que habían reportado los británicos, había caído muerto en el centro de Londres, evidentemente a consecuencia de un ataque al corazón. El tráfico FLASH del servicio de seguridad, incluido en el CIA-grama, afirmaba en tersa prosa inglesa que se había desplomado ante los ojos de su agente de vigilancia, había sido llevado urgentemente por una ambulancia al Guy’s Hospital, donde “había sido imposible revivido”. El MIS informaba que en esos momentos el cuerpo estaba siendo sometido a una autopsia.
En Londres, el detective de la División Especial Bert Willow llamó al apartamento de Rosalie Parker.
“Hola”. Tenía una voz encantadora, musical.
“Rosalie, habla el detective Willow. Tenemos que verte en el Yard lo antes posible”.
“Lo siento pero estoy ocupada. De un momento a otro llegará un cliente. Tomará unas dos horas. Puedo ir inmediatamente después de eso. ¿Está bien?”
Al otro lado de la línea, el detective respiró hondo, pero no, no era tan urgente. Si Salí había muerto a causa del empleo de drogas – la causa más probable que se les había ocurrido a él y a sus colegas- no las había obtenido de Rosalie, quien no era adicta ni proveedora. No era estúpida para tratarse de una muchacha que se había educado más que nada en colegios del Estado. Su trabajo era demasiado lucrativo como para que se tomara ese riesgo. Según su legajo, a veces hasta iba a la iglesia. “Muy bien”, le dijo Bert. Sentía curiosidad por ver cómo se tomaría la novedad, pero no esperaba que de ella surgiera ningún indicio importante. “Excelente. Adio-oós”, dijo ella antes de cortar.
En el Guy’s Hospital, el cadáver ya estaba en el laboratorio de análisis post mortem. Para cuando llegó el patólogo jefe de turno, el cuerpo ya había sido desvestido y yacía boca arriba sobre una mesa de acero inoxidable. El patólogo era Sir Percival Nutter, un distinguido médico académico de sesenta años de edad, director del Departamento de Patología del hospital. Sus técnicos ya habían extraído 0,1 litro de sangre para analizar. Era mucho, pero iban a hacer todos los análisis conocidos.
“Muy bien, tiene el cuerpo de un sujeto de sexo masculino de aproximadamente veinticinco años de edad -busca su identificación así ponemos las fechas exactas, María”, le dijo al micrófono que pendía del techo, que llevaba a un grabador de cinta. “¿Peso?”, la pregunta iba dirigida directamente a un residente novato.
“Setenta y seis punto seis kilogramos. Ciento ochenta y un centímetros de largo”, respondió el flamante médico.
“La inspección visual no revela marcas distintivas en el cuerpo, lo cual sugiere un incidente cardiovascular o neurológico. ¿Qué prisa tenemos con esto, Richard? El cuerpo aún está tibio”. Sin tatuajes, etcétera. Los labios estaban ligeramente azulados. Por supuesto que sus comentarios no oficiales serían eliminados de la cinta, pero es que un cuerpo aún tibio era algo muy fuera de lo común.
“A solicitud de la policía, señor. Al parecer cayó muerto en la calle mientras lo observaba un agente de policía”. No era exactamente cierto, pero sí lo suficiente.
“¿Vio marcas de agujas?”, preguntó Sir Percy.
“No, señor, ni rastros”.
“De modo que ¿qué opinas, muchacho?”
Richard Gregory, el nuevo médico, que cumplía su primer turno en tología, encogió los hombros dentro de su equipo quirúrgico color verde. “Por lo que dice la policía, por la forma en que cayó, suena como un posible ataque cardíaco masivo o alguna suerte de convulsión, a no ser
que sea inducido por drogas. Parece demasiado saludable para que sea así y no hay grupos de pinchazos que sugieran drogas”.
“Muy joven para un infarto fatal”, dijo el médico de más edad. Para él, el cuerpo podría haber sido un trozo de carne en el mercado o un ciervo recién cazado en Escocia, no lo que quedaba de un ser humano que estaba vivo hacía -¿cuánto?– dos o tres horas atrás. Qué mala suerte para el pobre tipo. Tenía un aspecto vagamente levantino. La piel de las manos, lisa y sin marcas, no sugería trabajo manual, aunque parecía en un estado físico razonablemente bueno. Los ojos eran de un castaño tan oscuro como para parecer negros a la distancia. Buenos dientes, no mucho trabajo de dentista. En términos generales, un joven que parecía cuidar bien de sí mismo. Curioso. ¿Tal vez un defecto cardíaco congénito? Para saberlo, deberían abrirle el pecho. A Nutter no le incomodaba hacerlo -sólo era un aspecto rutinario de su trabajo, y hacía tiempo había aprendido a olvidar la inmensa tristeza asociada con él- pero por tratarse de un cuerpo tan joven, le pareció una pérdida de tiempo, aunque tal vez la causa de la muerte fuese lo suficientemente misteriosa como para tener un interés intelectual, tal vez incluso para escribir un artículo para The Lancet, algo que había hecho muchas veces en el transcurso de los últimos treinta y seis años. Y de paso, la forma en que diseccionaba a los muertos había salvado a cientos o aun miles de personas vivientes, y de hecho era el motivo por el que había escogido patología. Además, no hacía falta hablar mucho con los pacientes.
Por el momento, esperaría que los resultados de los exámenes toxicológicos de sangre salieran del laboratorio de serología. Al menos, orientaría su operación.
Brian y Dominic regresaron a su hotel en taxi. Una vez allí, Brian encendió su laptop y se conectó. El breve mensaje de correo electrónico que envió fue codificado y despachado automáticamente en unos cuatro minutos. Supuso que el Campus reaccionaría aproximadamente en una hora, siempre que nadie se asustara, lo cual era poco probable. Granger parecía un tipo capaz de hacer esa misión él mismo. Su experiencia en el Cuerpo le había enseñado a reconocer por la mirada quiénes eran duros. John Wayne había jugado al fútbol en el equipo de la universidad del sur de California. Audie Murphy, rechazado por un agente de reclutamiento de la infantería de marina -para eterna verguenza del Cuerpo- había parecido un nulo perdido en la calle, pero había matado a más de trescientos hombres por mano propia. El también tenía ojos fríos cuando lo provocaban.
De pronto, los Caruso se sentían sorprendentemente solos.
Acababan de asesinar a un hombre a quien no conocían y con quien ninguno de los dos había hablado ni una palabra. Todo había parecido lógico y sensato en el Campus, pero ahora ése parecía un lugar muy distante, tanto física como espiritualmente. Pero el hombre a quien mataron había financiado a los seres que apretaron el gatillo en Charlottesville, matando mujeres y niños sin piedad y, al facilitar ese acto de barbarie, se había hecho culpable ante la ley y la moral. Así que no era como si hubieran matado al hermano menor de la Madre Teresa cuando iba camino a misa.
Era más duro para Brian que para Dominic, quien se dirigió al mini-bar y tomó una lata de cerveza. Se la arrojó a su hermano.
“¡Ya sé!", dijo Brian. “Se lo merecía. Es sólo que, bueno, no es como Mganistán, ¿sabes?”
“Sí, esta vez logramos hacerle a él lo que él quiso hacerte a ti. No es nuestra culpa si era un mal tipo. No es nuestra culpa si el tiroteo del centro comercial le pareció casi tan agradable como irse a la cama con una fulana. Sí que se lo merecía. Tal vez no le disparó a nadie, pero compró las armas, ¿sabes?”, preguntó Dominic en el tono más razonable que pudo.
“No voy a prender una vela en su memoria. Pero… maldita sea, no se supone que debamos actuar de esa forma en un mundo civilizado”.
“¿Qué mundo civilizado, hermanito? Liquidamos a un tipo que era importante mandar a hablar con Dios. Si El quiere perdonarlo, es asunto Suyo. Sabes, hay quien cree que todos los que usan uniforme son asesinos mercenarios. Asesinos de bebés, cosas de ésas”.
“Bueno, ésas son idioteces”, chasqueó impaciente Brian. “Lo que me da miedo es, ¿y si nos volvemos iguales a ellos?”
“Bueno, siempre podemos negamos a hacer un trabajo, ¿verdad? Y nos dijeron que en cada ocasión nos explicarían los motivos. No seremos como ellos, Aldo. A mí no me ocurrirá. A ti tampoco. Así que hagamos lo que tenemos que hacer, ¿de acuerdo?”
“Si tú lo dices”. Brian tomó un largo trago de su cerveza y extrajo el bolígrafo dorado de su bolsillo. Debía recargarlo. En menos de tres minutos, el dispositivo estaba listo otra vez para entrar en acción. Luego lo hizo girar para convertirlo otra vez en instrumento de escritura y lo volvió a guardar en el bolsillo de su abrigo. “Estaré bien, Enzo. No se supone que uno se sienta bien después de matar a un tipo en la calle. Y aún me pregunto si no sería lógico simplemente arrestarlo e interrogarlo”.
“Los ingleses tienen reglas de derechos civiles como las nuestras. Si pide un abogado -y sabes que lo habrán instruido para que lo haga- los policías, igual que en nuestro país, no le pueden preguntar ni la hora. No tiene más que sonreír y mantener la boca cerrada. Es uno de los problemas de la civilización. Tiene sentido cuando se trata con delincuentes, pero estos tipos no son delincuentes. Se trata,de una forma de guerra, no de delito callejero. El problema es ése, y mal puedes amenazar a un tipo que desea morir en cumplimiento del deber. Sólo puedes detenerlo y detener a una persona así significa que debes detener los latidos de su corazón”.
Otro largo trago de cerveza. “Sí, Enzo, estoy bien. Me pregunto quién será nuestro próximo objetivo”.
“Dales una hora para que lo digieran. ¿Salimos a dar un paseo?”
“Buena idea”. Brian se puso de pie y menos de un minuto más tarde estaban en la calle otra vez.
Era un poco demasiado obvio. La camioneta de British Telecom se estaba yendo, pero el Aston Martin seguía en su lugar habitual. Se preguntó si los británicos pondrían un equipo clandestino en la casa para registrarla a fondo en busca de cosas interesantes, pero el auto deportivo negro seguía allí, y siempre sexy.
“¿Te gustaría comprártelo cuando se rematen los bienes del difunto?”, preguntó Brian.
“No podría usarlo en casa. El volante está del otro lado”, señaló Dominic. Pero su hermano tenía razón. Era un crimen que semejante auto se desperdiciara. Berkeley Square no estaba mal, pero apenas si alcanzaba para que los niños gatearan por el césped y tomaran un poco de aire y sol. Probablemente la casa también fuese vendida, y se pagaría bien. Los abogados se ocuparían de esas cosas, tomando una porción para sí antes de devolverle lo que quedara a la familia, o lo más parecido a ésta que pudiera tener una víbora como Sali. “¿Tienes hambre?”
“Podría comer algo”, concedió Brian. De modo que anduvieron un poco más. Se dirigieron a Piccadilly, donde encontraron un sitio llamado Preí A Manger, que servía sándwiches y refrescos. Tras ausentarse del hotel durante cuarenta minutos, regresaron allí y Brian volvió a encender su computadora.
El mensaje del Campus decía: MISIÓN CUMPLIDA CONFIRMADO POR FUENTES LOCALES. MISION LIMPIA. proseguía: ASIENTOS CONFIRMADOS VUELO BA0943 PARTIDA HEATHROW MANANA 07:55 LLEGADA A MUNICH 10:45. BILLETES EN MOSTRADOR. Seguía una página de detalle que terminaba con un FIN.
“De acuerdo”, observó Brian. “Tenemos otro trabajo”.
“¿Tan pronto?”, a Dominic lo asombró la eficiencia del Campus.
A Brian no. “No nos pagan para que hagamos turismo, hermano’:
“Sabes, debemos sacar a los gemelos de allí cuanto antes”, observó Tony Davis.
“Si mantienen su fachada, no es necesario”, dijo Hendley.
“Si alguien los reconociera por un motivo u otro… sería mejor que no estuvieran allí. No se puede interrogar a un fantasma”, señaló Davis. “Si la policía no tiene nada que rastrear, tendrá menos aún en qué pensar. Puede estudiar la lista de pasajeros de un determinado vuelo, pero si los nombres que buscan -suponiendo que estén a la busca de nombres- desarrollan sus actividades normales, no tienen más que una pared en blanco, donde no cuelga nada que se parezca a una evidencia. Mejor aún, si el rostro que pueden o no haber visto se evapora, entonces no tienen absolutamente nada, y lo más probable es que lo clasifiquen como testimonio de un testigo que, de todas formas, no era de fiar”. Generalmente, no se sabe que los organismos policíacos consideran que los testimonios oculares son la menos confiable de todas las formas de evidencia criminal. Sus informes son demasiado volátiles y demasiado poco confiables como para ser útiles ante un tribunal.
“¿Y?”, preguntó Sir Percival.
“Marcado aumento de CPK-MB y troponina, y el laboratorio dice que su colesterol era de doscientos trece”, dijo el doctor Gregory. “Alto para una persona de esa edad. Ni rastros de droga alguna, ni siquiera aspirina. De modo que tenemos evidencia enzimática de un episodio coronario, y eso es todo por el momento’:
“Bien, tendremos que abrirle el pecho”, observó el doctor Nutter, “pero de todas formas había que hacerlo. Aun si el colesterol está alto, es joven para una obstrucción cardiovascular de gran escala, ¿no te parece?”
“Si tuviera que apostar señor, yo diría que se trató de intervalo QT prolongado o arritmia”. Ambos dejaban poca evidencia post mortem, y éstas en un sentido negativo, desgraciadamente, pues ambas eran uniformemente fatales.
“Correcto”. Gregory parecía un brillante joven graduado de la academia médica y, como todos ellos, excesivamente entusiasta. “Ahí vamos”, anunció Nutter, cogiendo el gran bisturí de cortar piel. Luego emplearían los cortacostillas. Pero estaba bastante seguro de lo que encontraría. El pobre desgraciado había muerto de falla cardíaca, causada por un súbito
–e inexplicado- ataque de arritmia cardíaca. Pero fuera cual hubiese sido
la causa, había sido tan letal como un tiro en el cerebro. “¿No hay más resultados del análisis toxicológico?”
“No señor, absolutamente nada”. Gregory le enseñó la hoja impresa por cqmputadora. Fuera de las marcas de referencia en el papel, estaba casi por completo en blanco. y ése fue el fin del asunto.
Era como escuchar un partido de la Copa Mundial por la radio, pero sin el locutor que rellenaba el relato con toques de color. Alguien del Servicio de Seguridad estaba ansioso por que la CIA se enterase de qué ocurría con ese sujeto por el cual Langley claramente sentía algún interés, de modo que todo fragmento de información que llegaba a sus manos era inmediatamente transmitido a la CIA, y de allí a Fort Meade, que barría las ondas del éter en busca de cualquier eco interesante que se produjera en la comunidad terrorista del mundo. Al parecer, el sistema de noticias de ésta no era tan eficaz como habían esperado sus enemigos.
“Hola detective Willow”, dijo Rosalie Parker con su acostumbrada sonrisa de quiero-que-me-cojas. Que se ganara la vida haciendo el amor, no significaba que no le gustara. Entró como una exhalación, luciendo su distintivo de visitante y se sentó al otro lado del escritorio. “Bien, ¿qué puedo hacer por ustedes?”
“Malas noticias, señorita Parker”. Bert Willow era formal y educado, aun con las putas. “Su amigo Uda bm Sali está muerto”.
“¿Qué?’ sus ojos se abrieron de par en par con la conmoción. “¿Qué ocurrió?”
“No estamos seguros. Cayó muerto en la calle, frente a esta oficina. Al parecer, tuvo un ataque cardíaco”.
“¿Realmente?” Rosalie se sorprendió. “Pero parecía muy saludable. Nunca dio indicios de tener ningún problema. Digo, anoche mismo…”
“Sí, lo vi en el legajo”, respondió Willow. “¿Sabe si usaba algún tipo de drogas?”
“No, nunca. Ocasionalmente bebía, pero nunca mucho”.
A Willow le pareció que ella estaba conmocionada y muy sorprendida, pero no había ni rastros de lágrimas en sus ojos. No, para ella Uda había sido un cliente, una fuente de ingresos y poco más. El pobre desgraciado seguramente no opinaba así. Doblemente infortunado para él. Pero eso no le concernía a Willow, ¿no,?
“¿Algo fuera de lo habitual en su último encuentro?”, preguntó el policía.
“No, en realidad, no. Estaba muy caliente, pero, sabe, hace unos años, se me murió un cliente en plena acción. Por así decido, vino y se fue. Fue horrible, no una cosa como para olvidada fácilmente, de modo que desde entonces estoy atenta a ese tipo de cosas. Quiero decir, nunca dejaría
que uno se me muriera. No soy una salvaje, sabe. Tengo corazón”, le aseguró al policía.
En cambio, tu amigo Salí ya no tiene corazón, pensó Willow, aunque no lo dijo. “Entiendo. ¿Así que anoche estaba totalmente normal?”
“Por completo. Ni un indicio de que pasara algo fuera de lo común”. Se detuvo un momento, para no aparecer tan tranquila. Sería mejor si pareciera que lo lamentaba, no fuera que el policía la creyera un robot sin sentimientos. “Es una noticia terrible. Era tan generoso, siempre educado. Es muy triste”.
“También para usted”, dijo compasivamente Willow. A fin de cuentas, acababa de perder una importante fuente de ingresos.
“Oh. Sí, oh sí, también para mí, querido”, dijo dándose cuenta finalmente del alcance de lo ocurrido. Pero ni siquiera intentó engañar al detective con lágrimas. Pérdida de tiempo. Se daría cuenta en seguida. Una pena lo de Salí. Extrañaría los regalos. Pero sin duda seguiría siendo recomendada por sus clientes. Su mundo no había terminado. Sólo el de él. Y eso era una pena para él -y un poco para ella, pero nada de lo que no se pudiera recuperar.
“Sefiorita Parker, ¿alguna vez se refirió él a sus actividades profesionales?”
“Más que nada hablaba de bienes inmuebles, sabe, comprar y vender casas elegantes. Una vez me llevó a una casa en el West End, dijo que quería mi opinión respecto de si hacía falta pintarla, pero creo que sólo trataba de mostrarme lo importante que era”.
“¿Conoció a alguno de sus amigos?”
“No a muchos, tres, quizá cuatro, creo. Todos árabes, todos de aproximadamente su edad, tal vez de hasta cinco años mayores que él, como máximo. Todos me miraron con atención, pero no hice negocios con ninguno. Me sorprendió. Los árabes suelen ser unos hijos de puta lujuriosos, pero pagan bien. ¿Cree que pueda haber estado metido en algo ilegal?”, preguntó con delicadeza.
“Es una posibilidad”, concedió Wills.
“Nunca vi ni un indicio de eso, cariño. Si jugaba con chicos malos, lo hacía donde yo no lo veía. Me encantaría ayudar, pero no tengo nada para decir”. Al detective le pareció sincera, pero se recordó que, en materia de engaños, una puta como ésa podía sobrepasar a una gran actriz como Judith Anderson.
“Bueno, gracias por venir. Si recuerda algo -lo que sea-, llámeme”.
“Así lo haré, querido”. Se puso de pie y sonrió todo el camino hasta la puerta. Agradable tipo, este detective Willow. Lástima que fuese demasiado cara para él.
Bert Willow ya estaba en su computadora, mecanografiando su informe de contacto. La señorita Parker realmente parecía una muchacha agradable, instruida y muy encantadora. Parte de eso sin duda correspondía a su máscara para hacer negocios, pero tal vez hubiera una parte genuina. De ser así, esperaba que diera con otro tipo de trabajo antes de resultar totalmente destruida. Willow era un romántico, y, eso, algún día, podía llegar a provocar su caída. Lo sabía pero no tenía intención, como ella, de cambiar su ser por su trabajo. Quince minutos más tarde, envió su informe por correo electrónico a Thames House y luego lo imprimió para el legajo de Sali, que, en el curso de los acontecimientos, iría dar a los casos cerrados de Legajos Centrales, de donde probablemente no volviera a salir.
“Te lo dije”, le dijo Jack a su compañero de oficina.
“Bueno, entonces puedes palmear tu propia espalda”, respondió Wills “Así que, ¿cuál es la historia? ¿o la leo en los documentos?”
“Uda bm Salí cayó muerto de un aparente ataque al corazón. Su agente de vigilancia del Servicio de Seguridad no vio nada raro, sólo cómo caía en la calle. ¡Zas!, ya no habrá más fondos de Uda para los chicos malos”.
“¿Cómo te hace sentir?”, preguntó Wills.
“Por mí, está perfectamente bien, Tony.Jugó con quien no debía, donde no debía. Fin de la historia”, dijo fríamente el joven Ryan. Me pregunto cómo lo hicieron, se dijo en un tono más quedo. “¿Crees que nuestra gente le habrá dado una mano?”
“No es nuestro departamento. Les suministramos información a los otros. Lo que hacen con ella cuando la tienen no es algo sobre lo que debamos especular”.
“A la orden, señor”. Después de semejante comienzo, lo que quedaba del día sería bastante aburrido.
Mohammed recibió la noticia mediante su computadora -mejor dicho, recibió un mensaje en código que le indicaba que debía comunicarse con un intermediario llamado Ayrnan Ghailiani, cuyo número de teléfono celular sabía de memoria. Para hacerlo, salió a dar un paseo. Había que cuidarse de los teléfonos de los hoteles. Una vez que estuvo en la calle, se sentó en un banco, con anotador y bolígrafo en la mano.
“Ayrnan, aquí Moharnmed. ¿Qué ocurre?”
“Uda murió”, replicó el intermediario, ligeramente agitado.
“¿Cómo?”, preguntó Mohammed.
“No estamos seguros. Se desplomó cerca de su oficina, lo llevaron al hospital más próximo. Allí murió”.
“¿No lo arrestaron, no lo mataron los judíos?”
“No, no hay informes de que haya sido así.
“De modo que fue una muerte natural”.
“Por el momento, así parece”.
Me pregunto si hizo la transferencia antes de dejar este mundo, pensó Mohammed.
“Entiendo”. Claro que no era así, pero debía llenar el silencio de alguna manera. “Hay alguna sospecha de que pueda tratarse de un crimen?”
“Por el momento, no. Pero cuando uno de los nuestros muere, uno siempre…”
“Lo sé, Ayma. Uno siempre sospecha. ¿Su padre sabe?”
“Por él me enteré”.
Su padre seguramente esté feliz de deshacerse de ese inútil, pensó Mohammed. “¿A quién tenemos para que verifique la causa de la muerte?”
“Ajmed Mohamed Hamed Alí vive en Londres. Tal vez mediante un abogado…”
“Buena idea. Encárgate de que así se haga”. Una pausa. “¿Alguien se lo ha dicho al Emir?”
“No, no creo”.
“Encárgate”. Era un tema menor, pero así y todo, se suponía que debía estar al tanto de todo.
“Lo haré”, prometió Ayman.
“Muy bien. Eso es todo, entonces”. Y Mohammed apagó su celular. Estaba de regreso en Viena. Le gustaba esa ciudad. Para empezar, en una ocasión allí se habían encargado de los judíos, cosa que a muchos vieneses no parecía afligirlos demasiado. Además, era un buen lugar en que tener dinero. Había buenos restaurantes atendidos por personas que conocen la importancia de servir bien a sus superiores. La antigua ciudad imperial tenía mucha historia cultural que apreciar cuando estaba con ánimo de turista, lo que ocurría más a menudo que lo que uno imaginaría. Mohammed había descubierto que a menudo pensaba mejor cuando contemplaba algo sin relación con su trabajo. Hoy, tal vez un museo de arte. Por el momento, dejaría que Ayman se encargara del tedioso trabajo de rutina. Un abogado de Londres hurgaría en busca de información vinculada a la muerte de Uda y, como buen mercenario que sería, los haría saber de cualquier anormalidad. Pero a veces las personas simplemente morían. Las acciones de Alá no siempre eran fáciles de entender y nunca podían ser previstas
Tal vez no tan aburrido. NSA envió unos mensajes más después de la hora de la comida. Jack hizo algunos cálculos mentales y decidió que al otro lado del charco atardecía. Los expertos en electrónica de los carabinieri -la policía federal italiana, que vestía uniformes muy coquetos- habían interceptado algunas comunicaciones, que enviaron a la embajada estadounidense en Roma y que de allí habían salido directamente por satélite a Fort Belvoir -principal enlace de comunicaciones de la costa este. Alguien llamado Mohammed había conversado con alguien llamado Ayman -sabían esto por la conversación grabada, que también había mencionado la muerte de Uda bm Sali, lo cual causó un “bingo” electrónico en varias computadoras, que llamó la atención de algún analista de inteligencia de señales e hizo que la embajada transmitiera la información de inmediato.
“¿Alguien se lo dijo a Emir? ¿Quién demonios es Emir?”, preguntó Jack.
“Es un título nobiliario, como duque o una cosa de ésas”, respondió Wills.
“¿Cuál es el contexto?”
“Aquí”, dijo Jack tendiéndole una hoja impresa.
“Parece interesante”. Wills se volvió y buscó EMIR en su computadora, obteniendo sólo una referencia. “Según esto, es un nombre que apareció hace aproximadamente un año en una escucha telefónica, contexto incierto, nada significativo desde entonces. La Agencia cree que puede tratarse de un código para designar a un operador de nivel intermedio de su organización”.
“En este contexto, me parece que es más que eso”, pensó Jack en voz alta.
“Tal vez”, concedió Tom. “Hay muchos de estos tipos a los que aún no conocemos. Langley probablemente lo atribuiría a alguien en una posición de supervisión”, concluyó sin mucha confianza.
“¿Hay alguien aquí que hable árabe?”
“Hay dos tipos que aprendieron el idioma en la Universidad de Monterrey, pero no tenemos expertos en la cultura”.
“Creo que vale la pena profundizar esto”.
“Escríbelo, y veamos qué piensan. Langley tiene una cantidad de analistas interpretativos, algunos muy buenos”.
“Hasta donde sabemos, Mohammed es el más importante de esa banda. Aquí está hablando de alguien que es superior a él. Debemos verificar quién es”, dijo el joven Ryan con la mayor autoridad que pudo.
En cuanto a Wills, sabía que su compañero tenía razón. También, acababa de identificar en forma implícita el mayor problema del negocio de la inteligencia. Demasiado datos, demasiado poco tiempo para analizarlos. La mejor jugada sería fingir una pregunta de la CIA a la NSA y de la NSA a la CIA, en busca de algunas opiniones sobre este asunto en particular. Pero tenían que tener cuidado con eso. Se hacían millones de pedidos de datos, varias veces al día, y, debido a ese volumen, a nadie se le ocurría verificar la autenticidad de cada uno, pues a fin de cuentas, el enlace de comunicaciones era seguro, ¿verdad? Pero requerir los servicios de los analistas bien podía resultar en una llamada telefónica, lo cual requería tanto un número como una persona que atendiese el teléfono. Eso podía conducir a una filtración y las filtraciones eran lo único que el Campus no se podía permitir. De modo que las preguntas de esta naturaleza iban al piso superior. Tal vez dos veces al año. El Campus era un parásito en el cuerpo de la comunidad de inteligencia. No se suponía que tales criaturas tuviesen una boca para hablar, sino sólo para chupar sangre.
“Escribe tus ideas para Rick Bell, y él las discutirá con el senador”, aconsejó Wills.
“Qué bien”, gruñó Jack. Aún no había aprendido a ser paciente. Más importante, aún no había aprendido lo que es una burocracia. Hasta el Campus la tenía. Lo curioso es que si él hubiese sido un analista de nivel intermedio en Lanlgey, no habría necesitado más que tomar el teléfono, discar un número y hablar con la persona adecuada para suministrarle una opinión autorizada o lo más parecido a eso que hubiera. Pero esto no era Langley. De hecho, la CIA era muy buena para obtener y procesar información. Lo que no lograban resolver era cómo hacer algo efectivo con ésta. Jack escribió su solicitud y sus razones para hacerla, preguntándose qué resultaría de ello.
El Emir se tomó la noticia con calma. Uda había sido un subalterno útil, pero no importante. Tenía muchas fuentes de dinero para su operación. Era alto para ser árabe, no particularmente buen mozo, con nariz semita y piel cetrina. Su familia era distinguida y muy rica, aunque sus hermanos -eran nueve- controlaban la mayor parte de la fortuna familiar. Su casa en Riad era amplia y confortable, pero no era un palacio. Esos eran para la familia real, cuyos abundantes principitos se pavoneaban como si cada uno de ellos fuese rey en su tierra y protector de los Santos Lugares. Despreciaba en silencio a la familia real, a cuyos integrantes conocía bien, pero sus emociones estaban bien sepultadas dentro de su alma.
En su juventud, había sido más demostrativo. Se había vuelto al Islam al comienzo de su adolescencia, inspirado por un imán muy conservador, cuyas enseñanzas con el tiempo le causaron problemas, pero que había inspirado a toda una camada de seguidores e hijos espirituales. El Emir era simplemente el más inteligente de todos éstos. El también había voceado sus opiniones, con el resultado de que fue enviado a Inglaterra para educarse -en realidad, para alejado del país- pero en Inglaterra, además de aprender cómo era el mundo, había conocido una cosa totalmente novedosa. La libertad de palabra y de expresión. En Londres, ésta se practicaba sobre todo en Hyde Park Comer, una tradición de libre expresión que tenía una antigüedad de siglos, una suerte de válvula de escape para la población británica, que, como toda válvula de seguridad, meramente ventila los pensamientos problemáticos, que se dispersan en el aire en vez de echar raíz. En América, el equivalente eran los medios de prensa radicalizados. Pero lo que lo impactó tanto como si hubiera visto una nave llegada de Marte era que la gente pudiera cuestionar al gobierno en los términos que quería. Se había criado en una de las última monarquías absolutas del mundo, donde hasta la tierra del país pertenecía al rey y la ley era lo que el monarca reinante decía que era -ligada, si no explícitamente, sí en esencia al Corán y a la Sharia, la tradición legal islámica, que se remontaba al mismísimo profeta. El Islam no tenía Papa ni una auténtica jerarquía filosófica según la entienden otras religiones, por lo tanto tampoco un cánon de aplicación generalmente aceptado. Los chiitas y los sunnitas peleaban a menudo -siempre- respecto de ese tema, y aun dentro del Islam sunnita, los wahabíes -principal secta del reino- adherían a una muy severa versión del credo. Pero para el Emir esta aparente debilidad del Islam era su atributo más útil. Sólo le hacía falta convertir algunos musulmanes individuales a su sistema de creencias particular, lo cual era notablemente fácil, ya que no había que salir en busca de esas personas. Se hacían notar hasta el punto en que andaban voceando sus identidades.
Y la mayor parte de ellos eran personas educadas en Europa o en los Estados Unidos, donde su origen extranjero los hacía segregarse para poder contar con un cómodo lugar donde tener una identidad propia, de modo que construían sobre un cimiento de discriminación que había llevado a muchos de ellos a una ética revolucionaria. Ello era particularmente útil, dado que, en el ínterin, habían adquirido un conocimiento de la cultura del enemigo que era vital para herir los puntos más vulnerables de éste. Las conversiones religiosas de estos individuos habían sido, por así decido, inevitables. Una vez hecho esto, sólo era cuestión de identificar sus objetos de odio -es decir, las personas a quienes hacían responsables de su descontento juvenil- y decidir cómo eliminar a sus enemigos autogenerados, de a uno o mediante grandes golpes efectistas, atractivos para su sentido de lo teatral, más que para su escasa comprensión de lo real.
Y cuando triunfasen, el Emir, como lo llamaban sus seguidores, sería el nuevo mahdí, el árbitro final del movimiento islámico mundial. Pensaba lidiar con las disputas intrarreligiosas (por ejemplo, sunnitas contra chiítas) mediante una fatwa o pronunciamiento religioso de amplios alcances que llamara a la tolerancia. Ello les parecería admirable incluso a sus enemigos. Al fin y al cabo ¿no había una centena o más de sectas cristianas que habían prácticamente terminado con sus disputas internas? Hasta podía reservarse la posibilidad de ser tolerante hacia los judíos, aunque debía ahorrarse esa jugada para sus últimos años, una vez que ya estuviese establecido en la sede de su poder, probablemente un palacio de adecuada humildad en las afueras de la ciudad de La Meca. La humildad era una virtud útil para la cabeza de un movimiento religioso, pues como había afirmado el pagano Tucídides, antes incluso del Profeta, entre todas las manifestaciones de poder, la que más impresiona a los hombres es la mesura.
Ése era su mayor desafío, lo que quería lograr. Requeriría tiempo y paciencia, y su éxito no estaba garantizado. Era una pena que tuviera que valerse de fanáticos, cada uno de los cuales tenía su propio cerebro y sus propias y decididas opiniones. Era concebible que tales personas se rebelaran y pretendieran reemplazado con conceptos religiosos propios. Tal vez hasta creyeran en sus propias ideas -tal vez eran verdaderos fanáticos, como lo fue el propio profeta Mahoma, pero Mahoma, la bendición y la paz sean con él, había sido el más honorable de los hombres, y había combatido buena y honorablemente contra los paganos idólatras, mientras que sus esfuerzos se dirigían en particular a la comunidad de los Creyentes. ¿Era él, entonces, un hombre honorable? Una pregunta difícil. ¿Pero no necesitaba el Islam ser incorporado al mundo moderno, salir de la prisión de lo antiguo? ¿Quería Alá que quienes creían en El permanecieran para siempre en el siglo VII? Ciertamente no. Alguna vez, el Islam fue el centro de la erudición humana, una religión evolucionada y estudiosa que, desgraciadamente, había perdido el rumbo de la mano del gran Jan, y luego había sido oprimida por los infieles de Occidente. El Emir creía en el Santo Corán y en las enseñanzas de los imanes, pero no era ciego al mundo que lo rodeaba. Tampoco lo era a los hechos de la existencia humana. Quienes tenían poder, lo guardaban celosamente, y eso poco tenía que ver con la religión, porque el poder era una droga en sí mismo. y la gente necesitaba algo -o mejór alguien- para seguir si es que quería evolucionar. La libertad, según la idea europea y estadounidense, era demasiado caótica -también había aprendido eso en Hyde Park Comer. Tenía que haber orden. y él era el adecuado para proveerlo.
De modo que Uda bm Sali había muerto, pensó tomando un sorbo de jugo. Gran desgracia para Uda, pero una irritación menor para la Organización. La Organización tenía acceso, si no a un mar de dinero, a una cantidad de confortables lagos, uno de los cuales era el que Uda administraba. Su vaso de jugo de naranja cayó al suelo, pero afortunadamente no manchó la alfombra. Eso no requería que él hiciese nada, ni siquiera que diera una orden.
“Ajmed, es una noticia triste, pero no es de gran importancia para nosotros. No haremos nada”.
“Se hará como usted diga”, respondió respetuosamente Ajmed Musa Matwali. Apagó su teléfono. Era un teléfono donado, comprado de un ladrón callejero con el exclusivo propósito de hacer esa llamada, y lo arrojó a las aguas del Tiber desde el puente Sant’Angelo. Era la medida de seguridad canónica para hablar con el gran comandante de la organización, cuya identidad sólo conocían unos pocos, todos ellos creyentes muy devotos. En los niveles superiores, la seguridad era estricta. Todos habían estudiado manuales para oficiales de inteligencia. El mejor había sido uno que le compraron a un ex oficial de la KGB, quien murió tras venderlo, porque así estaba escrito. Sus reglas eran simples y claras y ellos no se desviaban ni un ápice de ellas. Otros se habían descuidado y su imprudencia les costó cara. La ex Unión Soviética había sido un enemigo odiado, pero sus esbirros no eran tontos. Sólo infieles. Los Estados Unidos, el Gran Satán, le habían hecho un gran favor al mundo al destruir esa nación monstruosa. Claro que sólo lo habían hecho en propio beneficio, pero también eso estaba escrito por la Mano de Dios, pues había resultado favorable para los creyentes y ¿qué hombre podía hacer mejores planes que Alá?
El vuelo a Munich fue como una seda. La aduana alemana era formal pero eficiente y un taxi Mercedes Benz los llevó al hotel Bayerischer.
Su próximo sujeto era alguien llamado Anas Alí Atef, supuestamente de nacionalidad egipcia, con título de ingeniero civil, profesión que no ejercía. Aproximadamente un metro setenta y siete de altura, unos sesenta y cinco kilos de peso, rasurado. Cabello negro, ojos castaño oscuro, supuestamente hábil en combate sin armas y bueno con la pistola, si es que tenía una. Se suponía que se trataba de un correo enemigo, que también se dedicaba a reclutar nuevos talentos, uno de los cuales, por cierto, había resultado abatido en Des Moines, Iowa. Tenían una dirección y una foto en sus laptops. Andaba en un Audi TI color gris buque de guerra. Hasta tenían el número de matrícula. El problema era que vivía con una alemana llamada Trudl Heinzl, de quien supuestamente estaba enamorado. También había una foto de ella. No era exactamente una modelo de Victorias Secret, pero tampoco estaba nada mal- cabello castaño, ojos azules, uno setenta, unos cincuenta y cuatro kilos. Bonita sonrisa. Una pena, pensó Dominic, que su gusto en materia de hombres fuese cuestionable, pero ése no era su problema.
Anas concurría regularmente a una de las pocas mezquitas de Munich, convenientemente ubicada a pocas cuadras del edificio de apartamentos donde vivía. Tras registrarse en el hotel y cambiarse de ropa, Dominic y Brian tomaron un taxi hasta ese vecindario y dieron con una muy buena Gasthaus -café y parrilla- con mesas al aire libre desde donde se podía vigilar la zona.
“¿Todos los europeos se sientan a comer en la acera?“se preguntó Brian.
“Probablemente sea más fácil que ir al zoológico”, dijo Dominic.
El edificio de apartamentos tenía cuatro pisos y era un cubo de cemento, pintado de blanco, con techo plano pero que recordaba extrañamente al de un granero. Tenía un aspecto notablemente limpio, como si en Alemania lo normal fuera que todo estuviese tan limpio como un quirófano de la clínica Mayo, pero eso no tenía nada de objetable. Hasta los autos eran más limpios aquí que en los Estados Unidos.
“Was dar es sein?’; preguntó un camarero.
“Zwei Dunkelbieren, bitte”, replicó Dominic empleando aproximadamente un tercio del alemán que recordaba de la escuela secundaria. El resto de sus conocimientos tenían que ver con cómo llegar al Herrenzimmer, una palabra que es útil conocer en todos los idiomas.
“¿Norteamericano, no?”, dijo el camarero.
“¿Tan malo es mi acento?”, preguntó Dominic con una débil sonrisa.
“No habla con acento bávaro. Su ropa tiene un aspecto estadounidense”, respondió el camarero con la certeza de quien dice que el cielo es azul.
“Bien, entonces, tráiganos dos vasos de cerveza negra, por favor”.
“Dos Kulmbachers, sofort” respondió el hombre, y se apresuró a entrar.
“Creo que acabamos de aprender una pequeña lección, Enzo”, observó Brian.
“Adquirir vestimentas locales en cuanto podamos. Todo el mundo tiene ojos”, asintió Dominic. “¿Tienes hambre?”
“Podría comer algo”.
“Veamos si tienen un menú en inglés”.
“Ésa debe de ser la mezquita que usa nuestro amigo, allí, una cuadra calle abajo ¿ves?”, dijo Brian señalando discretamente.
“Así que te parece que pasará por aquí”.
“Creo que es de esperar, hermanito”.
“Y no tenemos un plazo para esto, ¿verdad?”
“Según nos dijeron, nunca nos dirán ‘cómo’ hay que hacerla si no ‘qué’ hay que hacer”, le recordó Brian a su hermano.
“Bien”, observó Enzo cuando llegó la cerveza. El camarero parecía tan eficiente como cualquiera podía haber deseado. “Danke sehr. ¿Tiene un menú en inglés?”
“Ciertamente, señor”, y extrajo uno como por arte de magia del bolsillo de su delantal.
“Muy bien, y gracias, caballero”.
“Debe de haber ido a la universidad de camareros”, dijo Brian mientras el hombre se alejaba. “Pero espera a ver Italia. Cuando estuve en Florencia, creí que los desgraciados me leían la mente. Probablemente tuviese un doctorado en cómo ser camarero”.
“No hay un estacionamiento interno en ese edificio. Posiblemente utilice en la parte trasera”, dijo Dominic volviendo al tema.
“¿El Audi TI es bueno, Enzo?”
“Es un auto alemán. Aquí hacen buenas máquinas, hombre. El Audi no será un Mercedes, pero tampoco es un Yugo. Creo que nunca vi uno fuera de las páginas de Motor Trend. Pero sé qué aspecto tiene, con curvas, elegante, se nota que va rápido. Tiene que ser así, con las autopistas que tienen aquí. Dicen que conducir en Alemania puede ser como correr el Indy 500. No imagino a un alemán al volante de un auto lento”.
“Te creo”. Brian escudriñó el menú. Claro que los nombres de los platos estaban en alemán, pero tenía subtítulos en inglés. Parecía traducido más bien para ingleses que para estadounidenses. Aún había bases de la OTAN aquí, tal vez para protegerlos de los franceses más bien que de los rusos, pensó Dominic con una risita. Aunque, históricamente, los alemanes no necesitaban mucha ayuda en ese sentido.
“Qué comerán, mein Herrn?’, dijo el camarero reapareciendo junto a ellos como por arte de magia.
“Antes que nada, ¿cómo se llama usted?”, preguntó Dominic.
“Emil. Ich he/sse Emil:’
“Gracias. Comeré sauerbraten con ensalada de papas”.
Le tocaba a Brian. “y yo comeré bratwurst. ¿Le puedo hacer una pregunta?”
“Claro”, respondió Emil.
“¿Eso es una mezquita?”, preguntó Brian, señalándola.
“Así es”.
“¿No es raro?”, continuó Brian.
“Tenemos muchos trabajadores inmigrantes turcos en Alemania, y son musulmanes. No comen sauerbraten ni beben cerveza. No se llevan bien con los alemanes, pero, ¿qué se puede hacer?”, el camarero se encogió de hombros con apenas una punta de desagrado.
“Gracias, Emil”, dijo Brian, y Emil se apresuró a regresar adentro.
“¿Qué significa eso?”, preguntó Dominic.
“No les gustan mucho, pero no saben qué hacer con ellos y, son, como nosotros, una democracia, así que tienen que ser educados con ellos. Al alemán promedio no le gustan muchos estos trabajadores invitados:
pero tampoco representan un verdadero problema, sólo alguna que otra gresca. Según me dicen, más que nada riñas de tabernas. Así que supongo que los turcos han aprendido a beber cerveza”.
“¿Cómo lo sabes?”, preguntó Dominic, sorprendido.
“Hay un contingente alemán en Mganistán. Nuestros campamentos eran vecinos y hablé con los oficiales”.
“¿Eran buenos?”
“Eran alemanes, hermanito, y esos tipos eran profesionales, no reclutas. Sí, son muy buenos”, le aseguró Aldo. “Era un equipo de reconocimiento. Su entrenamiento físico es tan duro como el nuestro, conocen bien la montaña y saben bien lo básico. Nuestros suboficiales y los suyos se llevaban estupendamente, intercambiaban gorras e insignias. Traían cerveza como parte de sus equipos y raciones, de modo que a mis hombres les caían bien. Sabes, su cerveza es muy buena”.
“Igual que en Inglaterra. La cerveza es como una religión en Europa, y todos van a la iglesia”.
Luego, Emil apareció con la comida -Mittagessen- que también les pareció muy buena. Pero no dejaban de mirar el edificio de apartamentos.
“Esta ensalada de papas es de lo mejor, Aldo”, observó Dominic entre un bocado y otro. “Nunca comí nada así. Tiene mucho vinagre y azúcar, se siente crujiente en el paladar”.
“La buena comida no sólo es italiana”.
“Cuando regresemos a casa, tenemos que encontrar un buen restaurante alemán”.
“De acuerdo. Enzo, mira, mira”.
No era su objetivo, sino la compañera de éste, Trudl Heinz. Salía del edificio, idéntica a la foto que tenían en sus computadoras. Lo suficientemente bonita como para que cualquier hombre se volviera brevemente a mirarla, aunque no era ninguna estrella de cine. Su cabello había sido rubio, cosa que al parecer había cambiado en mitad de la adolescencia. Buenas piernas, bonita figura. Lástima que se hubiese enganchado con un terrorista. Tal vez él se hubiera unido a ella como parte de su fachada, lo cual, para él, era un beneficio suplementario. A no ser que fuesen una pareja platónica, lo cual no parecía probable. Ambos estadounidenses se preguntaron cómo la trataría, aunque era difícil saber algo así sólo viéndola pasar. Cruzó la calle, pero no se detuvo en la mezquita. De modo que por el momento no se dirigía allí.
“Estaba pensando… si va a la iglesia, le podemos dar el pinchazo cuando salga. Habrá mucha gente anónima, ¿no?”, pensó Brian en voz alta.
“No es mala idea. Hoy veremos cuán creyente es él y cómo es la gente que va a la mezquita”.
“Sin duda, así lo haremos”, replicó Dominic. “Primero, terminemos aquí y vayamos a buscar una vestimenta más adecuada”.
“Entendido”, dijo Brian. Miró la hora: las dos de la tarde. Ocho de la mañana en casa. Sólo una hora de avión desde Londres, de modo que no podían hablar seriamente de jet lag.
Jack llegó más temprano que de costumbre, pues lo que suponía que se trataba de una operación en marcha en Europa había excitado su interés, y se preguntaba qué novedades habría aportado el tráfico de mensajes.
Resultó ser relativamente rutinario, y contenía algunos ítems adicionales sobre la muerte de Sali. El MIS le había reportado a Langley que la muerte había sido causada por un ataque cardíaco, probablemente originado por una arritmia fatal. Así decía en el informe oficial de la autopsia, y el cuerpo había sido entregado a una firma de abogados que representaban a la familia. Se estaban haciendo los arreglos necesarios para repatriarlo a Arabia Saudita. Su apartamento había sido registrado por un “equipo negro” de la inteligencia inglesa, que no había hallado nada de interés. Ni siquiera en su computadora personal, cuyo disco duro había sido copiado. Los datos allí contenidos estaban siendo examinados de a uno por los expertos en electrónica, quienes producirían un informe a su debido tiempo. Como Jack bien sabía, eso podía significar mucho tiempo. Técnicamente, era posible descubrir cosas escondidas en una computadora, pero, en teoría, uno también podía desmontar las pirámides de Gizeh piedra por piedra a ver si había algo oculto debajo de ellas. Si Sali había sido realmente astuto como para ocultar cosas en escondrijos que sólo él conocía o en un código cuya clave sólo tenía él… bueno, sería difícil. ¿Había sido así de astuto? Probablemente no, pensó Jack, pero la única forma de saberlo era investigándolo, y por eso era que la gente investigaba. Sin duda, llevaría al menos un mes. Un mes, si el pequeño hijo de puta era bueno con las claves y códigos. Pero el solo hecho de encontrar cosas ocultas revelaría que realmente era un jugador, no un aficionado, y sólo entonces se le asignaría un equipo del cuartel general. Pero nadie podría descubrir qué se había llevado en el interior de su cabeza al morir.
“Eh, Jack”, saludó Wills, entrando.
“Buenos días, Tony”.
“Veo que estás ocupado. ¿Qué hay sobre nuestro difunto amigo?”
“No mucho. Probablemente hoy repatrien sus restos, y el patólogo dijo que se trató de un ataque cardíaco. Así que nuestra gente quedó limpia”.
“El Islam requiere que se disponga rápido del cadáver, y en una tumba sin marcas. De modo que una vez que el cuerpo parta, se puede considerar que se fue para siempre. No habrá exhumación para detectar indicios de drogas ni nada así”.
“De modo que sí lo hicimos nosotros. ¿Qué empleamos?”, preguntó Ryan.
“Jack, no sé ni quiero saber qué podemos haber tenido que ver con esta muerte prematura. Tampoco quiero averiguarlo. Tampoco debieras querer saberlo tú, ¿de acuerdo?”
“Tony, ¿cómo demonios puedes dedicarte a este trabajo sin sentir curiosidad?“, preguntó Jack Jr.
“Aprendes qué no es bueno saber y aprendes a no especular sobre esas cosas”, explicó Wills.
“Mmm, Jack reaccionó con duda. Claro, pensó, pero yo soy demasiado joven para pensar así. Tony hacía bien su trabajo, pero estaba en una caja. Como Sali, pensó Tony, pero no era un buen lugar en que estar. Además, sí lo matamos nosotros, pensó. No sabía exactamente cómo. Le podía preguntar a su mamá qué drogas o sustancias químicas podían haber tenido ese resultado, pero no, en realidad no podía hacerlo. Sin ninguna duda se lo contaría a su padre y por supuesto que Jack padre querría saber por qué su hijo hacía esa pregunta y hasta adivinaría la respuesta. De modo que eso estaba fuera de la cuestión. Completamente.
Una vez estudiado el tráfico oficial del gobierno sobre la muerte de Sali, Jack comenzó a buscar otros materiales al respecto que la NSA y otras fuentes interesadas hubiesen interceptado.
Ya no había referencias al Emir en el tráfico diario. Eso había aparecido y desaparecido, y la única referencia previa era la que Tony había encontrado. En forma similar, su solicitud de una investigación más a fondo de los registros de señales de Fort Meade y Langley no había sido aprobada por el piso superior, lo cual era una decepción pero no una sorpresa. Hasta el Campus tenía sus límites. Entendía que la gente del piso superior no estuviera dispuesta a arriesgarse a que alguien se preguntara por qué a alguien se le ocurría hacer tal pedido y que, al no obtener respuesta, investigara más a fondo. Pero había miles de solicitudes como ésa circulando a diario y una más no podía despertar especial interés ¿o sí? Sin embargo, decidió no preguntar. No tenía sentido ser identificado como un causante de problemas en una etapa tan temprana de su carrera. Pero sí instruyó a su computadora para que escudriñara todo el tráfico nuevo en busca de la palabra “Emir” y, si ésta aparecía, tendría un buen sustento para formular su solicitud otra vez,si es que había otra vez. En cualquier caso, para él, la palabra se refería a una persona en particular, aunque la única referencia al respecto que tuviera la CIA era que “probablemente se tratara de una broma interna”. Esta opinión la formulaba un analista jefe en Langley, lo cual pesaba mucho en esa comunidad, y, por lo tanto, también en ésta. Se suponía que el Campus estaba consagrado a corregir los errores y/o fallas de la CIA, pero como no contaban con tanto personal como ésta, tenían que dar por buenas muchas de las ideas que se originaban en esa agencia supuestamente defectuosa. Nada de esto era muy lógico, pero a él nadie le había preguntado nada cuando Hendley instaló este lugar, así que tenía que dar por supuesto que sus jefes sabían lo que hacían. Pero como le había dicho Mike Brennan, refiriéndose al trabajo policial, dar cosas por sentadas era la madre de todos los errores. También era un adagio bien conocido en el FBI. Todos cometían errores, y el tamaño del error era directamente proporcional a la jerarquía del hombre que lo cometía. Pero a los jefes no les gustaba que les recordasen esa verdad universal. En realidad, a nadie le gustaba.
Adquirieron ropa de confección. En general, no eran distintas de lo que se podía haber comprado en América, pero las sutiles diferencias individuales se sumaban y daban como resultado un aspecto totalmente distinto. Compraron zapatos que hicieran juego con el resto de la indumentaria y, tras cambiarse en el hotel, salieron a la calle otra vez.
Consideraron que tenían aprobada esa materia cuando una alemana detuvo a Brian en la calle para preguntarle cómo llegar a la Hauptbanhoff, a lo que Brian debió responder en inglés que era nuevo -allí, lo que hizo que la señora se retirase con una sonrisa de embarazo y le repitiera la pregunta a otra persona.
“Quiere decir la estación central de ferrocarriles”, explicó Dominic.
“¿Y por qué no toma un taxi?”, preguntó Brian.
“Vivimos en un mundo imperfecto, Aldo, pero ahora debes parecer un buen alemán. Si alguien te pregunta algo, debes responder Ich bin fremd Significa ‘soy extranjero’, y te sacará del paso. y probablemente le repitan la pregunta en mejor inglés que el que puedas oír en Nueva York”:
“iEh, mira!” Brian señaló los Arcos Dorados de McDonald’s, una visión aún más consoladora que las barras y estrellas que llameaban en el consulado de los Estados Unidos, aunque ninguno de ellos sentía deseos de comer allí. La comida local era demasiado buena para eso. Al atardecer, estaban de regreso en el hotel Bayerischer, simplemente disfrutando de ésta.
“Bien, están en Munich, y ya ubicaron el domicilio y la mezquita del objetivo, pero no a él mismo”, le informó Granger a Hendley. “En cambio, sí vieron a su amiga”.
“¿Va todo bien, entonces?”, preguntó el senador.
“No hay quejas. A nuestro amigo no lo vigila la policía alemana. Su servicio
de contraespionaje sabe quién es, pero no tienen nada contra él. Han tenido problemas con algunos de sus musulmanes locales, pero este tipo aún no ha aparecido en su radar. y Langley no ha insistido para que así sea. En este momento, no mantienen muy buenas relaciones con Alemania”.
“Eso es bueno y es malo”.
“Así es”, asintió Granger. “No nos pueden dar mucha información, pero no debemos preocupamos por engañar a un agente de vigilancia. Los alemanes son raros. Si uno no hace nada malo y todo está in Ordnung, se está relativamente a salvo. Si te pasas de la raya, te pueden hacer pasar un muy mal rato. Históricamente, tienen buenos policías y malos espías. Tanto los soviéticos como la Stasi tenían totalmente penetradas sus agencias de espionaje, y todavía tienen que sobreponerse a eso”.
“¿Hacen operaciones clandestinas?”
“En realidad no. Su cultura es demasiado legalista para ello. Crían gente honesta que juega siguiendo las reglas y eso es inhibitorio para las operaciones especiales; las que intentan a menudo fracasan estrepitosamente. Sabes, apuesto a que el ciudadano alemán promedio paga todos sus impuestos y además puntualmente”.
“Sus banqueros saben jugar el juego internacional”, objetó Hendley.
“Bueno, tal vez eso se deba a que los banqueros internacionales realmente no reconozcan el concepto de tener un país al que se es leal”, respondió Granger, con ligera burla.
“Lenin dijo en una ocasión que el único país que un capitalista reconoce es el terreno sobre el que está parado cuando hace un negocio. Algunos son asi’, concedió Hendley. “Ah, sí, ¿viste esto?” Le alcanzó la solicitud del piso inferior de que hurgaran en busca de alguien llamado “el Emir”.
El director de operaciones escudriñó la hoja antes de devolverla. “No sustenta muy bien su pedido”.
Hendley asintió. “Lo sé. Por eso lo denegué. Pero… pero, sabes, hizo palpitar sus instintos y tuvo la suficiente cabeza como para formular una pregunta”.
“Y es un muchacho inteligente”.
“Lo es. Por eso hice que Rick le asignara a Wills como compañero de oficina y oficial de entrenamiento. Tony es brillante, pero no se sale demasiado del cauce. Así, Jack aprenderá el oficio y también cuáles son sus limitaciones. Veremos cuántas ganas le dan de sobrepasarlas. Si sigue con nosotros, puede llegar a hacer carrera”.
“¿Crees que tenga el potencial de su padre?”, se preguntó Granger. Jack padre había sido un maestro de espías antes de pasar a cosas mayores.
“Sí, creo que puede llegar a ser como él con el tiempo. Como sea, esto de ‘Emir’ me parece una idea fundamentalmente buena de su parte. No sabemos mucho con respecto a cómo opera el enemigo. Es un proceso darwiniano, Sam. Los malos aprenden de quienes los precedieron y mejoran a costa de nosotros. No van a asomarse para que les metamos una bomba inteligente por el culo. No tratarán de ser astros de la televisión. Eso tal vez sea bueno para el ego, pero es fatal. Una manada de gacelas no va hacia donde están los leones”.
“Así es”, asintió Granger, pensando cómo su propio antepasado se había enfrentado a obstinados indígenas en el Noveno Regimiento de Caballería de los Estados Unidos. Algunas cosas no cambiaban mucho. “Gerry, el problema es que sólo podemos especular sobre su modelo organizativo. y especular no es saber”.
“Bien, dime entonces qué es lo que crees”, ordenó Hendley.
“Al menos dos capas antes de la cabeza: ¿se trata de un hombre o de un comité? No lo sabemos y no podemos saberlo ahora. Y los que aprietan el gatillo. De ésos, podemos atrapar todos los que queramos, pero es como cortar el césped. Lo cortas, crece, lo vuelves a cortar, y así hasta el infinito. Si quieres matar una serpiente, lo mejor que puedes hacer es cortarle la cabeza. De acuerdo, eso ya lo sabemos. El asunto es encontrar la cabeza porque es una cabeza virtual. Quienquiera que sea, dondequiera que se encuentre, operando en forma muy parecida a la nuestra, Gerry. Por eso estamos haciendo esta selección por las malas, para ver qué obtenemos. Y tenemos todas nuestras tropas analíticas buscando eso, aquí, en Langley, y en Meade”.
Un suspiro fatigado. “Sí, Sam, lo sé. Y tal vez obtengamos algo. Pero es dificil vivir de paciencia. Lo más probable es que en este momento el enemigo esté tendido al sol, contento de habernos hecho daño al matar a todas esas mujeres y niños…”
“A nadie le gusta eso, Gerry, pero hasta Dios se tomó siete días para hacer el mundo ¿recuerdas?”
“¿Me estás sermoneando?”, preguntó Hendley, entornando los ojos.
“Bueno, lo de ojo por ojo me parece bastante bueno, compadre, pero encontrar el ojo lleva su tiempo. Debemos ser pacientes”.
“Sabes, cuando Jack padre y yo hablamos de que se necesitaba un sitio como éste, fui tan tonto como para pensar que podríamos resolver los problemas más rápido si contabamos con la autoridad como para hacerlo”.
“Seremos más rápidos que lo que nunca pueda ser el gobierno, pero no somos El agente de CIPOL. Mira, el aspecto operativo acaba de comenzar. Sólo hemos actuado una vez. Tenemos que hacerlo otras tres veces antes de poder esperar una verdadera respuesta del otro bando. Paciencia, Gerry”.
“Sí, claro”. No agregó que los husos horarios tampoco ayudaban mucho.
“Sabes, hay otra cosa”.
“¿Qué, Jack?”, preguntó Wills.
“Sería mejor si supiésemos qué operaciones se están desarrollando. Nos permitiría enfocar un poco más eficientemente nuestra pesquisa de datos”.
“Lo que hacemos se llama ‘compartimentalizar’
“No, se llama mierda”, replicó Jack. “Si estamos en el equipo, podemos ayudar. Elementos que pueden parecer aislados tienen otro aspecto cuando uno conoce el contexto. Tony, se supone que todo este edificio es un compartimiento, ¿verdad? Subdividirlo como lo hacen en Langley no ayuda a que se realice el trabajo, ¿o me equivoco?”
“Entiendo lo que quieres decir, pero el sistema no funciona así.
“De acuerdo, sabía que lo dirías, pero, ¿cómo demonios componemos lo que funciona mal en la CIA si no hacemos más que repetir exactamente lo que ellos hacen?”, preguntó Jack.
Y no había una respuesta inmediata para esa pregunta, ¿verdad? pensó Wills. Simplemente no la había, y este chico estaba entendiendo el juego demasiado rápido. ¿Qué demonios había aprendido en la Casa Blanca? Para empezar, hacía muchas preguntas. Y prestaba atención a todas las respuestas. Y hasta pensaba en ellas.
“Detesto decir esto, Jack, pero sólo soy tu oficial de entrenamiento, no el Gran Jefe de este equipo”.
“Sí, lo sé. Lo lamento. Supongo que es que estoy acostumbrado a como mi papá hacía que las cosas ocurrieran – o al menos así me parecía a mí. Sé que no a él, al menos no siempre”. Esto era doblemente así, dado que su madre era cirujana y estaba acostumbrada a hacer las cosas a su tiempo, que generalmente era en este mismo instante. Era difícil tomar decisiones sentado ante un terminal, lección que probablemente su padre había tenido que aprender en su momento, cuando los Estados Unidos vivían en la mira de un enemigo realmente serio. Los terroristas podían hacer doler, pero no le podían causar un verdadero daño estructural a los Estados Unidos, aunque una vez lo habían intentado en Denver. Estos tipos eran más parecidos a enjambres de insectos que a vampiros…
Pero los mosquitos podían transmitir la fiebre amarilla, ¿verdad?
Al sur de Munich, en la ciudad portuaria de Pireo, un contenedor fue alzado de un barco por una grúa y bajado hasta el acoplado de un camión. Una vez que el contenedor estuvo firmemente emplazado, el camión y su acoplado dejaron el puerto y, sin entrar en Atenas, se dirigieron a las montañas de Grecia, al norte. El remito de carga decía que iba a Viena, un largo camino sin altos por buenas rutas, a entregar una carga de café de Colombia. Al personal de seguridad del puerto no se le ocurrió registrarlo, pues la documentación de desembarque estaba en regla y pasó sin problemas los lectores de códigos de barras. Ya había hombres reuniéndose para ocuparse de esa parte de la carga que no estaba hecha para ser mezclada con agua caliente ni con crema. Hacía falta mucha mano de obra para fraccionar una tonelada de cocaína en paquetes de a dosis, pero contaban con un depósito de una planta recientemente adquirido donde hacerlo, desde donde partirían de a uno a distintos puntos de Europa, aprovechando la ausencia de fronteras internas que reinaba desde el establecimiento de la Unión Europea. Con esta carga, la palabra empeñada por un socio estaba siendo cumplida, y una ventaja psicológica era retribuida con una ganancia monetaria… El procedimiento continuó toda la noche, mientras los europeos -incluso aquellos que harían uso de parte de esa carga en cuanto dieran con un vendedor callejero que se la vendiera- dormían el sueño de los justos.
Vieron a su objetivo a las nueve y media de la mañana siguiente. Tomaban perezosamente el desayuno en una Gasthaus ubicada a media cuadra de la que empleaba a su amigo Emil, cuando vieron a Anas Aif Atef caminando con aire decidido por la calle pasar a menos de seis metros de donde ellos desayunaban con Strudel y café junto a unos veinte alemanes. Atef no notó que lo vigilaban: sus ojos miraban hacia adelante y no escudriñaban discretamente la zona, como lo habría hecho un agente entrenado. Era evidente que aquí se sentía a salvo. Eso era bueno.
“Ahí va nuestro amigo”, dijo Brian, quien fue el primero en verlo. Como en el caso de Sali, no tenía un letrero luminoso en la cabeza para señalado, pero era idéntico a la foto y había salido del edificio que correspondía. Su bigote hacía que fuera difícil cometer un error de identificación. Iba razonablemente bien vestido. A no ser por su piel y su mostacho, podría haber pasado por un alemán. En la esquina subió a un autobús que se dirigía hacia el este.
“¿Alguna especulación?”, le preguntó Dominic a su hermano.
“Se fue a tomar el desayuno con un amigo o a planificar la caída del Occidente infiel. Realmente, no tenemos forma de saberlo”.
“Sí, sería bueno contar con una verdadera cobertura, pero no estamos investigando, ¿verdad? Este sujeto reclutó al menos a uno de los asesinos. Tiene ganado su lugar en la lista de los que pierden, Aldo”.
“De acuerdo, hermanito”, asintió Brian. Su conversión era total. Para él, Aní Atef no era más que un rostro, y un trasero que pinchar con su bolígrafo mágico. Más allá de eso, era alguien con quien Dios tendría que hablar en su momento, jurisdicción que no les concernía a ninguno de los dos por el momento.
“Si fuese una operación del Buró, en este momento tendríamos un equipo en el apartamento, al menos para echarle una mirada a su computadora”.
Brian asintió. “Ahora qué?”
“Vemos si va a la iglesia, y de ser así, vemos qué posibilidades hay de pincharlo a la entrada o a la salida”.
“¿No te parece que esto va un poco demasiado rápido?”, se preguntó en voz alta Brian.
“Supongo que podríamos quedamos en el hotel aciéndonos la paja, pero es malo para la muñeca, ¿sabes?”
“Sí, tienes razón”.
Terminaron el desayuno y dejaron dinero en la mesa, pero no una propina excesiva. Eso los hubiera marcado como estadounidenses.
El autobús no era tan confortable como su auto, pero en última instancia era más conveniente, pues no había que encontrar dónde estacionar. Las ciudades europeas no habían sido diseñadas para el automóvil. Por supuesto que tampoco El Cairo y los atascos de tránsito que allí se producían eran increíbles -aun peores que los de aquí- pero al menos Alemania tenía un buen sistema de transporte público. Los trenes eran extraordinarios. La calidad de las líneas impresionaba a ese hombre que había estudiado ingeniería durante algunos años -sólo algunos? se preguntó, parecía toda una vida. Los alemanes eran un pueblo extraño. Distantes y formales, se creían muy superiores a los demás. Miraban con desprecio a los árabes -y de hecho, también a la mayoría de los demás europeos- y sólo habían abierto sus puertas a los extranjeros porque así lo dictaminaban sus leyes internas, impuestas hacía sesenta años, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, por los estadounidenses. Pero como los obligaron, lo hicieron, en general sin protestar demasiado, pues ese pueblo de locos respetaba las leyes como si éstas fuesen escritas por la mismísima mano de Dios. Eran el pueblo más dócil que conocía,pero bajo esa docilidad subyacía una capacidad para la violencia-la violencia organizada- casi sin parangón en el mundo. En el pasado reciente habían tomado la decisión de eliminar a los judíos. Incluso habían convertido sus campos de exterminio en museos, pero museos cuyas piezas y artefactos aún funcionaban, como si estuviesen listos para volver a actuar. Era una pena que no tuviesen la voluntad política de ponerlos en marcha otra vez.
Los judíos habían humillado a su país en cuatro ocasiones, y en una de ellas habían matado a su hermano mayor Ibrahim, cuando éste iba al volante de un tanque soviético T-62. No recordaba a Ibrahim. Era demasiado joven en ese entonces, y sólo tenía una fotografía para saber que aspecto tenía, pero su madre aún lloraba por él. Murió tratando de completar la tarea que comenzaron los alemanes, pero fracasó al morir a causa del disparo de un tanque de batalla estadounidense M6OAI en la hatalla de la Granja China. Los estadounidenses eran quienes protegían a los judíos. Los Estados Unidos eran gobernados por sus judíos. Por ello proveían de armas a sus enemigos, les suministraban información de inteligencia, y amaban matar árabes.
Pero que los alemanes hubieran fracasado en su misión no había doblegado su arrogancia. Sólo la había reorientado. Lo notaba en el autobús, en las breves miradas de soslayo, la forma en que las ancianas se alejaban de él unos pasos. Probablemente alguien limpiaría con desinfectante la barra de la que se tomaba, refunfuñó Anas para sí. Por el Profeta, eran gente desagradable.
El viaje tomó exactamente siete minutos hasta su destino en Dom Strasse. A partir de allí, sólo le quedaba una cuadra por andar. En ese trayecto, volvió a ver las miradas, los ojos llenos de hostilidad o, aun peor, los ojos que registraban su presencia y simplemente miraban hacia otro lado, como quien mira a un perro vagabundo. Habría sido agradable llevar a cabo alguna acción en Alemania -aquí, en Munich- pero tenía órdenes precisas.
Su destino era un café. Fa’ad Rahman Yasin ya estaba allí, vestido informalmente, como un trabajador. Había muchos parecidos a él en el café.
“Salaam aleikum”, saludó Atef. La paz sea contigo.
“Aleikum salaam”, respondió Fa’ad. “La pastelería es muy buena aquí”
“Si”, asintió Atef, hablando quedamente en árabe.”¿Qué hay de nuevo, amigo mío?”
“Nuestra gente está contenta con lo de la semana pasada. Hemos logrado conmover gravemente a los estadounidenses”, dijo Fa’ad.
“No lo suficiente como para que repudien a los israelíes. Aman más a los judíos que a sus propios hijos. Recuerda lo que te digo. y nos golpearán”.
“Cómo?”, preguntó Fa’ad. “Sí, golpearán a aquellos que sus agencias de espías ya conozcan, pero eso sólo irritará a los creyentes y traerá más gente a nuestra causa. No, no conocen nuestra organización. Ni siquiera saben cómo se llama”. Esto era así porque no tenía nombre. “Organización” no era más que una palabra descriptiva para su asociación de creyentes.
“Espero que tengas razón. ¿y hay más órdenes?”
“Te has desempeñado bien -tres de los hombres que escogiste eligieron el martirio en los Estados Unidos”.
“¿Tres?” Atif se sintió agradablemente sorprendido. “Confío en que habrán muerto bien”.
“Murieron en el Santo Nombre de Alá, y con eso debería alcanzar. Así que ¿tienes más reclutas para nosotros?”
Atef sorbió su café. “Aún no, pero hay dos que están casi listos. Ya sabes que no es fácil. Hasta los fieles más creyentes quieren gozar de los frutos de una buena vida”. Este era, claro, su caso.
“Te has desempeñado bien, Anas. Es mejor estar bien seguro a exigir demasiado. Tómate tu tiempo. Sé paciente”.
“¿Cuán paciente?”, quiso saber Atef.
“Tenemos más planes para los Estados Unidos, les haremos doler aún más. Esta vez, fueron cientos. La próxima, serán miles”, prometió Fa’ad, los ojos relucientes.
“Exactamente ¿cómo?”, preguntó Atef. Podría haber sido -debería haber sido- oficial de planificación. Su entrenamiento como ingeniero lo hacía ideal para tales cosas. ¿Acaso no lo sabían? Había gente en la organización que pensaba con los cojones, no con el cerebro.
“Eso no puedo decírtelo, amigo mío”. Dijo Fa’ad Rahman Yasin. Porque no lo sabía, pero no lo dijo. Sus superiores de la organización no confiaban en él, lo cual, de haberlo sabido, lo habría indignado.
Al mismo tiempo, Atef pensaba porque probablemente el hijo de puta no lo sepa.
“Se acerca la hora de la oración, amigo mío”, dijo Anas Aní Atef tras consultar su reloj. “Ven conmigo. Mi mezquita está a sólo diez minutos de aquí. Estaba por ser la hora del Salat. Era una prueba para ver si su colega era un verdadero creyente.
“Como digas”. Ambos se pusieron de pie y caminaron hasta la parada del autobús que, quince minutos más tarde, se detuvo a una cuadra de la mezquita.
“Atención, Aldo”, dijo Dominic. Había dado un paseo por el vecindario, sólo para darse una idea de cómo era, pero allí iba su amigo, caminando calle abajo con lo que debía ser un amigo de él.
“Me pregunto quien será el moraco número dos”, dijo Brian.
“Nadie que conozcamos, y además no podemos trabajar por cuenta propia”, respondió Dominic. Su objetivo estaba a unos treinta metros, caminando directamente hacia ellos, probablemente dirigiéndose a la mezquita, que habían dejado unos cincuenta metros atrás. “¿Qué te parece?
“Cancelemos, será mejor atraparlo a la salida”.
“De acuerdo”. y ambos se volvieron a la izquierda para mirar la vidriera de un sombrerero. Lo oyeron -casi sintieron- pasar junto a ellos “¿Cuánto crees que tardará?”
“No tengo ni idea. Hace un par de meses que no voy a la iglesia”.
“Qué bien”, gruñó Brian. “Mi propio hermano es un apóstata”.
Dominic sofocó una carcajada. “Siempre fuiste el monaguillo de la familia”.
Y en efecto, Atef y su amigo entraron. Era la hora de la oración diaria, el Salat, el segundo de los Cinco Pilares del Islam. Se inclinarían e hincarían en dirección a La Meca, musitando ciertas frases del Santo Corán y reafirmando así su fe. Al entrar, se quitaron el calzado, y vieron, para sorpresa de Yasin, que la mezquita tenía cierta influencia alemana. En la pared del atrio había cubículos individuales para el calzado, numerados para evitar confusiones… o robos. Esto habría sido muy raro en un país musulmán, pues las penas islámicas para el robo eran muy severas, y hacerla en la Propia Casa de Alá hubiese sido una deliberada ofensa a Dios Mismo. Luego, ingresaron en el recinto de la mezquita propiamente dicha, y allí se inclinaron ante Alá.
No les llevó mucho tiempo y reafirmar sus creencias religiosas produjo una suerte de refresco en el alma de Ated. Luego, finalizaron. Su amigo y él regresaron al atrio, recogieron sus zapatos y salieron a la calle.
No fueron los primeros en salir, y los dos estadounidenses ya los esperaban. Ahora, sería cuestión de ver hacia dónde irían. Dominic vigilaba la calle, atento a la presencia de algún agente de inteligencia o de la policía, pero no vio a ninguno. Contaba con que su objetivo se dirigiría
hacia su apartamento. Brian fue en dirección opuesta. Parecía que unas cuarenta personas se habían congregado para orar. Al salir, se dispersaron en todas direcciones, solos o en grupos. Dos se pusieron al volante de sendos taxis -que, presumiblemente, les pertenecían- y partieron en busca de pasajeros. Esta categoría no incluía a sus correligionarios, que probablemente fueran en su mayoría modestos trabajadores que caminaban o tomaban transporte público. Ello no los hacía antipáticos a los ojos de los gemelos, quienes se acercaban, ni muy rápida ni muy obviamente. Entonces, el objetivo y su compañero salieron.
Giraron a la izquierda, directamente hacia Dominic, que estaba a treinta metros de ellos.
Desde donde estaba, Brian veía todo. Dominic sacó el bolígrafo dorado del bolsillo interior de su chaqueta de corte alemán, girando furtivamente la punta para armarlo, luego teniéndolo en su mano como para acuchillar de arriba abajo. Fue al encuentro de su presa…
Fue un espectáculo de perversa belleza. A sólo seis pies de distancia, Dominic pareció tropezar con algo y cayó directamente sobre Atef. Brian ni siquiera vio el pinchazo. Atef y su hermano cayeron, y la caída seguramente enmascaró la sensación del pinchazo. El amigo de Atef ayudó a ambos a incorporarse. Dominic se disculpó y siguió su camino, mientras Brian continuó siguiendo al blanco. No había visto el fin de Sali, de modo que esto le provocaba una tétrica curiosidad. El sujeto caminó unos quince metros más y se paró en seco. Debe de haber dicho algo, pues su amigo se volvió como para hacerle una pregunta, justo a tiempo para ver cómo caía Atef. Estiró un brazo como para protegerse el rostro del impacto, pero luego todo su cuerpo quedó exangüe.
El otro estaba claramente atónito por lo que veía. Se inclinó a ver qué ocurría, primero desconcertado, luego preocupado, finalmente en pánico, dando vuelta el cuerpo y hablándole a gritos a su compañero. En ese momento, Brian pasó junto a ellos. El rostro de Atef era inmóvil e inexpresivo como el de un muñeco. Su cerebro funcionaba, pero no podía abrir los ojos. Brian se quedó allí aproximadamente un minuto, luego se alejó, pero haciéndole señas a un alemán que pasaba de que prestara asistencia, cosa que el otro hizo, extrayendo un teléfono celular del bolsillo y marcando un número. Probablemente estuviera llamando a una ambulancia. Brian caminó hasta la siguiente esquina y se volvió a observar, controlando su reloj. La ambulancia llegó en seis minutos y medio. Los alemanes estaban realmente bien organizados. El bombero enfermero verificó si había pulso y alzó la vista con sorpresa primero, alarma después. Su compañero sacó una caja del vehículo y, mientras Brian miraba, entubaron a Atef y le suministraron oxígeno. Evidentemente, los dos bomberos estaban bien entrenados y claramente estaban repitiendo un proceso que habían ensayado muchas veces y que probablemente habían empleado otras muchas en la calle. Ante la emergencia, no metieron a Atef en la ambulancia, sino que le dieron el mejor tratamiento posible allí donde estaba.
Brian vio en su reloj que llevaba diez minutos caído. Atef ya había muerto cerebralmente y nada podrían hacer por él. El oficial de infantes de marina giró a la izquierda y caminó hasta la siguiente esquina, donde tomó un taxi, chapurreando el nombre del hotel que, de todas formas, el conductor supo interpretar. Cuando llegó, Dominic estaba en el vestíbulo. Juntos, se dirigieron al bar.
Lo bueno de matar a un tipo que recién salía de la iglesia era que tenían la razonable certeza de no haberlo enviado al infierno. Al menos, eso aligeraría un poco sus conciencias. La cerveza también ayudaba.