Parte 2

CAPÍTULO 11

Cruzando el río

Llegó el alba, y con ella el sol. Mustafá despertó sobresaltado por la combinación de luz brillante y un bache en el camino. Sacudió la cabeza para despejarse y, volviéndose, vio a Abdulá, sonriendo al volante.

“¿Dónde estamos?”, preguntó el jefe a su principal subordinado.

“A media hora al este de Amarillo. Fue un agradable tramo de trescientas cincuenta millas, pero nos estamos quedando sin combustible”.

“¿Por qué no me despertaste hace unas cuantas horas?”

“¿Por qué? Dormías tranquilamente, y la ruta estuvo casi totalmente despejada toda la noche, con excepción de los malditos camiones. Los estadounidenses deben de dormir toda la noche. No creo haber visto más de treinta automóviles en las últimas horas”.

Mustafá miró el velocímetro. El coche había ido a sesenta y cinco. Así que Abdulá no se había pasado del límite. No los había detenido la policía. No había por qué incomodarse. Pero Abdulá no había seguido sus órdenes con la precisión que Mustafá prefería.

“Ahí”, dijo el conductor, señalando un letrero azul. “Podemos cargar combustible y comer algo. Pensaba despertarte aquí, Mustafá. Puedes estar tranquilo, amigo mío”. El indicador de combustible casi marcaba “vacío” -, vio Mustafá. Abdulá había cometido un error al dejado bajar tanto, pero ya no tenía sentido reprenderlo por eso.

Se detuvieron en un estacionamiento de considerable tamaño. Los surtidores de gasolina eran de Chevron, y automáticos. Mustafá sacó su billetera e insertó su tarjeta Visa en la ranura, llenando luego el Ford con más de setenta litros de gasolina especial.

Cuando terminó, los otros tres ya habían pasado por el baño y estudiaban las opciones de comida. Al parecer, tendrían que ser donuts otra vez. Diez minutos después de haber salido de la interestatal, la tomaban otra vez, hacia Oklahoma, al este. Veinte minutos después, entraban allí.

En el asiento trasero, Rafi y Zuhayr iban despiertos, conversando. Mustafá escuchaba sin participar.

El terreno era llano, de topografía similar a la de su tierra natal, aunque mucho más verde. El horizonte quedaba sorprendentemente lejos, tanto que estimar distancias parecía imposible a primera vista. El sol estaba por encima del horizonte, y lo incomodó hasta que recordó los anteojos de sol que llevaba en el bolsillo de la camisa. Ayudaron un poco.

Mustafá notó su propio estado de ánimo. Conducir le parecía agradable, el paisaje era placentero y, lo que había de trabajo, fácil. Más o menos cada noventa minutos veía un auto de la policía, que generalmente pasaba su Ford a buena velocidad, demasiado rápido para que los que iban dentro los miraran bien a él y sus amigos. Mantener la velocidad crucero justo dentro del límite había sido un buen consejo. Se desplazaban a buen ritmo, pero así y todo, otros vehículos los pasaban a menudo, aun camiones grandes. No romper la ley ni un poquito los hacía invisibles a los ojos de la policía, cuyo principal objetivo era penalizar a los que fuesen demasiado rápido. Confiaba en la solidez de la seguridad de su misión. De no haber sido así, los habrían seguido, o detenido en algún tramo de ruta particularmente desierto, una trampa con armas y muchos, muchos enemigos. Pero eso no había ocurrido. Otra ventaja de conducir cerca del límite de velocidad era que cualquiera que los siguiese se destacaría. Sólo era cuestión de mirar por el espejo. Nadie permanecía detrás de ellos por más de unos pocos minutos. Cualquier seguimiento policial lo haría un hombre -tenía que ser varón- de entre veintitantos y treinta y tantos años. Tal vez dos, uno para conducir, otro para mirar. Tendrían aspecto de estar en buen estado atlético, cortes de cabello conservadores. Los seguirían por unos minutos antes de romper contacto y que otros los relevaran. Por supuesto que serían astutos, pero la naturaleza de su misión haría que sus procedimientos fuesen predecibles. Habría vehículos reconocibles que desaparecerían y reaparecerían. Pero Mustafá estaba completamente alerta y no había visto autos que apareciesen más de una vez. Claro que los podían seguir desde el aire, pero los helicópteros eran fáciles de detectar. El único peligro hubiese sido un avión pequeño, pero no podían preocuparse por todo. Lo que estaba escrito, estaba escrito, y no había forma de defenderse de eso. Por ahora, la ruta estaba despejada y el café era excelente. Sería un bonito día. CIUDAD DE OKLAHOMA, 36 MILLAS, proclamó el cartel indicador verde.

La NPR anunció que era el cumpleaños de Barbra Streisand, una información esencial para comenzar el día, pensó John Patrick Ryan Jr. mientras salía de la cama y se dirigía al baño. A los pocos minutos, vio cómo su cafetera automática había funcionado según lo previsto, sirviendo el equivalente a dos tazas en el jarro de plástico blanco. Había pensado irse a McDonald’s esa mañana y comerse un Egg McMuffin y papas fritas al estilo sureño, camino al trabajo. No era exactamente un desayuno saludable, pero sí satisfactorio y, a los veintitrés años no se preocupaba demasiado por la grasa y el colesterol, como sí le ocurría a su padre, gracias a su madre. Mamá ya estaría vestida y lista para irse al Hopkins (hasta donde la llevaba su principal agente del Servicio Secreto) para su trabajo matinal, sin café si le tocaba operar ese día, pues la preocupaba la posibilidad de que la cafeína le produjese un ligero temblor en las manos que la hiciera ensartar su bisturí en el cerebro de algún pobre desgraciado después de atravesarle el cerebro como si fuese la aceituna de un martini (broma de su padre que generalmente provocaba una juguetona palmadita de mamá). Papá se pondría a trabajar en sus memorias, asistido por un escritor profesional (lo cual detestaba, pero que su editor le había impuesto). Sally estaba pasando por la etapa de escuela médica en que le gustaba jugar a la doctora; no sabía qué estaría haciendo en ese momento. Katie y Kyle se estarían vistiendo para la escuela. Pero el pequeño Jack debía ir a trabajar. Ultimamente, había dado en pensar que la universidad había sido su última vacación. Sí, claro, todos los niños y niñas quieren crecer y hacerse cargo de su propia vida, pero cuando llegan allí ya no pueden volverse atrás. Eso de trabajar todos los días era un clavo. Sí, claro, a uno le pagaban por hacerlo, pero él ya era rico y heredero de una familia distinguida. En su caso, ya había hecho dinero y no era la clase de persona que lo derrocharía, arruinando su propia vida. Dejó su taza vacía en el lavaplatos y fue a afeitarse al baño.

Ésa era otra cosa que no le causaba gracia. Maldita sea, cuando uno llegaba a adolescente, era tan agradable ver cómo esa primera suave pubescencia de melocotón se volvía oscura y erizada. Luego, había que afeitarla una o dos veces a la semana, por lo general antes de una cita. Pero cada mañana, iqué clavo! Recordó haber visto cómo lo hacía su padre, observando cómo suelen hacerlo los niños y pensando qué bueno que era ser adulto. Sí, claro. Crecer no valía la pena. Era mejor tener un papá y una mamá que se ocuparan de toda la mierda de rutina. Sin embargo…

Sin embargo, ahora estaba haciendo cosas importantes, y eso era, hasta cierto punto, satisfactorio. Una vez que uno pasaba toda la parte doméstica que acarreaba. Bueno. Camisa limpia. Elegir corbata y traba de corbata. Ponerse la chaqueta. Salir. Al menos, el auto que tenía era genial. Podía comprarse otro. Un descapotable, tal vez. Llegaba el verano y sería agradable sentir el viento en el cabello. Hasta que algún degenerado que llevase un cuchillo le rajase el techo, y entonces había que llamar a la compañía de seguros y el auto desaparecería en el taller durante tres días. Crecer, si uno lo analizaba, se parecía mucho a ir a un centro de compras a adquirir ropa interior. Todos la necesitaban, pero no servía de mucho más que para quitársela.

El camino al trabajo era más o menos tan rutinario como ir a estudiar, con la diferencia de que ahora no se debía preocupar por los exámenes. Y si con la diferencia de que si se equivocaba, perdía el trabajo, y esa falta estaría con él durante mucho más tiempo que una nota baja en sociología. De modo que no debía equivocarse. El problema con su trabajo era que cada día se pasaba en aprender, no en aplicar conocimientos. La gran mentira acerca de la universidad era que te decían que te enseñaba todo lo que necesitabas saber en la vida. Sí, claro. Probablemente no había ocurrido así con su padre -y mamá, bueno, nunca había dejado de leer sus periódicos médicos a ver qué había de nuevo. No sólo periódicos estadounidenses, sino también ingleses y franceses, porque hablaba buen francés y decía que en Francia había buenos médicos. Mejor que sus políticos, pero, todo hay que decirlo, cualquiera que juzgase a los Estados Unidos por su dirigencia política, probablemente pensara que eran una nación de chapuceros. Al menos desde que su papi dejó la Casa Blanca.

Una vez mas, oía NPR, era su emisora de noticias favoritas, y era mucho mejor que oír la música popular de moda. Se había criado oyendo a su mamá tocando el piano, interpretando sobre todo a Bach y sus pares

–tal vez un poco de John Williams como concesión a los tiempos modernos, aunque éste escribía más para bronces que para teclas.

Otra bomba suicida en Israel. Maldición, su papá había intentando apaciguar eso por todos los medios, pero a pesar de muchos esfuerzos bien intencionados, aun de parte de los israelíes, nada dio resultado. Parecía que judíos y musulmanes no podían entenderse. Su padre y el príncipe Alí bm Sultán hablaban del tema cada vez que se encontraban, y daba pena ver lo frustrados que se sentían. Al príncipe no le había tocado ser candidato al trono de su país -lo cual, posiblemente, era bueno, pensó Jack, pues ser rey era aún peor que ser presidente- pero así y todo era una figura importante, cuyas palabras eran oídas por el rey… lo que le recordaba a…

Udi bm Sali. Habría más noticias sobre él esa mañana. La producción del SIS británico, cortesía de esos infelices de la CIA en Langley. ¿Infelices de la CIA?, se preguntó Jack. Su propio padre había trabajado allí, sirviendo con distinción antes de progresar en el mundo y les había dicho muchas veces a sus hijos que no creyeran nada de lo que el cine decía sobre el mundo de la inteligencia. Jack Jr. había hecho preguntas, por lo general sin obtener más que respuestas insatisfactorias, y ahora estaba aprendiendo cómo era realmente el negocio. En general, aburrido. Demasiada contabilidad, como cazar ratones en el Parque Jurásico, aunque al menos uno tenía la ventaja de ser invisible para los dinosaurios depredadores. Nadie sabía de la existencia del Campus y mientras fuese así, todos estarían a salvo. Esto era tranquilizador, pero, otra vez, aburrido. Junior aún era lo suficientemente joven para creer que excitación equivalía a diversión.

Dejó la Ruta nacional 29 en el desvío a la izquierda que conducía al Campus. El estacionamiento habitual. Una sonrisa y un saludo con la mano al guardia de seguridad antes de subir a su oficina. En ese momento Junior se dio cuenta de que había pasado por McDonald’s sin detenerse, de modo que tomó dos galletas de la bandeja de alimentos y una de café para llevársela a su escritorio.

“Buenos días, Uda”, le dijo Jack Jr. a su monitor. “¿Qué has estado haciendo?” El reloj de su computadora marcaba las 8:25 de la mañana. Eso significaba que era la primera hora de la tarde en el distrito financiero de Londres. Bm Sali tenía una oficina en el edificio de seguros Lloyd, que según recordaba Junior, parecía una refinería llena de ventanas. Vecindario caro, vecinos muy ricos. El informe no decía qué piso, pero de todas formas, Jack nunca había entrado en el edificio. Seguros. Debía de ser el trabajo más aburrido del mundo, esperar a que se incendiase un edificio. Así que ayer, Uda había telefoneado a… jajá! “He visto ese nombre en algún lado”, le dijo Jack a la pantalla. Era el nombre de un árabe muy rico, de quien se sabía que había jugado donde no debía en alguna ocasión y que también era vigilado por el Servicio Secreto británico. ¿y qué habían hablado?

Hasta había una transcripción. La conversación había sido en árabe y la traducción… igual podría haberse tratado de instrucciones de la esposa para que comprara un litro de leche al volver del trabajo. Así de excitante y revelador. Pero Uda había respondido a una aseveración totalmente inocua con un “¿estás seguro?” No era la clase de cosa que uno le dice a la esposa cuando ella encarga un litro de leche descremada.

“El tono de su voz sugiere un significado oculto”, había opinado plácidamente al pie de página el analista británico.

Más tarde, Uda había salido temprano de la oficina y había ido a otro pub, donde se encontró con el tipo de la conversación telefónica. Así que la conversación no sabía sido tan inocua, ¿no? Pero, aunque no habían logrado oír lo hablado en el reservado del pub, en la llamada de teléfono no habían especificado un punto de encuentro… y Uda no pasaba mucho tiempo en ese pub en particular.

“Buenos días, Jack”, saludó Wills, quitándose la chaqueta y colgándola del perchero. “¿Alguna novedad?”

“Nuestro amigo Uda se está meneando de lo lindo”. Jack pulsó el comando IMPRIMIR y le alcanzó el informe impreso a su compañero antes de que éste alcanzara a sentarse.

“¿Parece sugerir la posibilidad, verdad?”

“Tony, este tipo está en el juego”, dijo Jack con bastante convicción.

“¿Qué hizo después de la conversación telefónica? ¿Alguna transacción fuera de lo habitual?”

“Aún no lo verifiqué, pero, de ser así, lo hizo porque su amigo se lo ordenó y luego se encontraron a tomar una pinta de cerveza amarga y confirmar la operación”.

“Eso dejando que tu imaginación dé cosas por sentadas. Aquí, procuramos no hacer eso”, advirtió Wills.

“Lo sé”, gruñó Junior. Era hora de verificar los movimientos de dinero del día anterior.

“Por cierto, hoy conocerás a alguien nuevo”.

“¿Quién es?”

“Dave Cunningham. Contador forense, trabajaba para Justicia, temas relacionados con el delito organizado. Es muy bueno para descubrir irregularidades financieras”.

“¿Cree que encontré algo interesante?”, preguntó Jack, esperanzado.

“Veremos cuando venga, después de comer. Probablemente esté repasando tu material en este momento”.

“De acuerdo”, respondió Jack. Tal vez había dado con el rastro de algo interesante. Tal vez su trabajo tuviera un elemento de excitación. Tal vez le dieran una condecoración a su calculadora. Sí, claro.

Los días se convirtieron en rutina. Carrera y entrenamiento físico por la mañana, a continuación, desayuno y charla. Esencialmente, lo mismo que el período de Dominic en la academia del FBI o el de Brian en el aprendizaje básico. Era esta similitud la que preocupaba vagamente al infante de marina. El entrenamiento del Cuerpo de infantería de marina se orientaba a matar gente y romper cosas. Este también.

Dorninic era un poco mejor en seguimiento, porque la academia del FBI lo enseñaba a partir de un manual que los infantes de marina no usaban. Enzo también era bueno con la pistola, aunque Aldo prefería su Smith Wesson a la Beretta de su hermano. Su hermano había eliminado a un malo con su Smith, mientras que Brian había hecho su tarea con un fusil M16A2 a una distancia más bien larga, cincuenta metros, suficientemente cerca como para ver qué cara ponían cuando los alcanzaba la bala, y lo suficientemente lejos como para que un disparo de respuesta no fuese motivo de preocupación. Su sargento lo había regañado por no cubrirse lo suficiente cuando los AK le apuntaban, pero Brian había aprendido una importante lección la única vez que había estado en combate. Había descubierto que, en esos momentos, su mente y su razonamiento se volvían hiperlúcidos, el mundo parecía funcionar con más lentitud y su pensamiento se volvía extraordinariamente claro. Al recordarlo, le sorprendió que, dada la velocidad con que iba su mente, no hubiera visto el trayecto de las balas; bueno, los cinco últimos disparos del peine del Ak-47 solían ser trazadoras y las había visto en el aire, aunque no dirigidas directamente a él. Su mente solía regresar a esos intensos cinco o seis minutos, y lo criticaba por lo que podía haber hecho mejor y se prometía no repetir esos errores de pensamiento y de mando, aunque el sargento Sullivan se había demostrado respetuoso para con su capitán cuando éste hizo su informe poscombate en la base.

“¿Qué tal la carrera de hoy, muchachos?”, preguntó Pete Alexander.

“Deliciosa”, respondió Dominic. “Tal vez deberíamos probar hacerlo con mochilas de veinte kilos”.

“Podemos arreglar para que sea así, respondió Alexander.

“Eh, Pete, eso era lo que hacíamos en la Fuerza de Reconocimiento. No es divertido”, objetó en seguida Brian. “Afloja con el humor”, le dijo a su hermano.

“Bueno, es bueno ver que sigues en buenas condiciones”, observó Pete afablemente. A fin de cuentas, no era él quien debía hacer las carreras matutinas. “¿Qué se cuenta?”

“Aún me gustaría saber más acerca de cuál es el propósito de todo esto”, dijo Brian, alzando la vista de su taza de café.

“No eres muy paciente que digamos, ¿no?”, respondió su oficial de entrenamiento.

“Mire, en el Cuerpo de Infantería de Marina entrenábamos a diario, pero aun cuando no estaba claro para qué entrenábamos, sabíamos que éramos infantes de marina y que no íbamos a vender bizcochos frente a un Wal Mart a beneficio de las Niñas Exploradoras”.

“¿Para qué crees que te estás preparando ahora?”

“Para matar gente sin advertencia, sin reglas de enfrentamiento reconocibles. Se parece mucho a asesinar”. Bien, pensó Brian, lo había dicho en voz alta. ¿Qué ocurriría ahora? Probablemente, dar vuelta en su auto a Camp Lejeune y retomar su carrera en la Máquina Verde. Bueno, podría ser peor.

“De acuerdo, creo que ya va siendo hora”, concedió Alexander. “¿Qué harías si se te ordenara matar a alguien?”

“Si las órdenes son legítimas, las obedezco, pero la ley -el sistema- me permite evaluar cuán legítimas son”.

“Bien, una hipótesis: digamos que se te ordena terminar con la vida de un terrorista conocido. ¿Cómo reaccionas?”, preguntó Pete.

“Fácil. Lo matas”, respondió Brian de inmediato.

“¿Por qué?”

“Los terroristas son criminales, pero no siempre puedes arrestarlos. Le hacen la guerra a mi país, y si a mí me dicen que responda guerreando, lo hago. Para eso me enrolé, Pete”.

“El sistema no nos permite hacer eso”, observó Dominic.

“Pero el sistema te permite eliminar a los delincuentes si los sorprendes in flagrante delicta, por así decirlo. Tú lo hiciste y no te arrepientes, hermano”.

“Tampoco tú te arrepentirás. Tu situación es la misma. Si el Presidente te dice que mates a alguien y tú vistes uniforme, él es el Comandante en Jefe, Aldo. Tienes el derecho legal -demonios, no, el deber- de matar a quien él te ordene”.

“¿No hubo ciertos alemanes que usaron ese argumento en 1946?”, preguntó Brian.

“No me preocuparía mucho por eso. Tendríamos que perder la guerra para que eso nos preocupara. No creo que eso vaya a ocurrir por ahora”.

“Enzo, si lo que tú dices es así, si los alemanes hubieran ganado la Segunda Guerra Mundial, nadie debería preocuparse por los seis millones de judíos que asesinaron. ¿Eso es lo que dices?”

“Muchachos”, interrumpió Alexander, “ésta no es una clase de teoría legal”.

“El abogado aquí es Enzo”, señaló Brian.

Dominic respondió a la provocación: “Si el Presidente viola la ley, entonces el Congreso le hace juicio político, y se queda sin trabajo y entonces será él quien es pasible de sanciones penales”.

“De acuerdo. ¿Pero qué ocurre con los tipos que siguieron sus órdenes?”, respondió Brian.

“Eso depende”, les dijo Pete a ambos. “Si el presidente saliente les dio indultos, ¿qué responsabilidad tienen?”

Dominic quedó impactado con la respuesta. “Supongo que ninguna. Según la Constitución, el presidente tiene el soberano poder de indultar, como lo tenían los reyes en el pasado. En teoría, el presidente puede incluso indultarse a sí mismo, pero desde el punto legal, eso sería una verdadera caja de Pandora. La Constitución es la ley suprema. En la práctica, la constitución es Dios, y ante eso, no hay reclamo. Sabes, fuera de la ocasión en que Ford perdonó a Nixon, es un aspecto que realmente no se ha investigado. Pero la Constitución está diseñada para ser aplicada en forma razonable por personas razonables. Tal vez ésa sea su única debilidad. Los abogados son abogados y eso significa que no siempre son razonables”.

“De modo que, en teoría, si el presidente te indulta por matar a alguien, no eres culpable de ese delito ¿de acuerdo?”

“Correcto”. El rostro de Dominic se contrajo ligeramente. “¿Qué me estás diciendo?”

“Sólo una hipótesis”, respondió Alexander, retrocediendo ligeramente. En cualquier caso, así terminó la clase de teoría legal, y Alexander se congratuló por haberles dicho muchísimo y nada al mismo tiempo.

Los nombres de las ciudades le resultaban tan extraños, pensó Mustafá. Shawnee. Dkemah. Welletka. Pharaoh. Esta era la más rara. ¿Faraón? No estaban en Egipto. Esa era una nación musulmana, aunque se encontrara confundida y su política no reconociera la importancia de la Fe. Pero tarde o temprano eso cambiaría. Mustafá se reclinó en su asiento y tomó un cigarrillo, Aún les quedaba medio tanque de gasolina. Claro que si este Ford tenía un tanque grande para consumir petróleo musulmán, los estadounidenses eran hijos de puta ingratos. Los países musulmanes les vendían petróleo y Estados Unidos ¿qué les devolvía? Poco más que armas para que los israelíes mataran árabes. Pornografía, alcohol y otras basuras para corromper a los Fieles. ¿Pero qué era peor, corromper o ser corrompido, víctima de infieles? Algún día, cuando la Ley de Alá gobernara el mundo, todo iría bien. Ese día llegaría de alguna forma y él y sus camaradas guerreros estaban ahora mismo en la cresta de la ola de la Voluntad de Alá. Morirían muertes de mártires y eso era algo de lo que estar orgullosos. A su debido tiempo, sus familias sabrían de lo ocurrido con ellos -podían contar con los estadounidenses para eso- y llorarían su muerte, pero celebrarían su fe. A las agencias de investigación estadounidenses les gustaba exhibir su eficiencia aun después de haber perdido la batalla. Sonrió.

Daxe Cunningham representaba la edad que tenía. Estaba bien cerca de los sesenta, pensó Jack. Escaso cabello gris. Mala piel. Había dejado el cigarrillo, pero no a tiempo. Pero sus ojos grises brillaban como los de un hurón de las Dakotas en busca de roedores para comérselos.

“¿eres Jack Junior?”, preguntó apenas entró.

“Culpable”, admitió Jack. “¿Qué te parecieron mis cifras?”

“No están mal para un aficionado”, admitió Cunningham. “Al parecer, el sujeto está almacenando y lavando dinero, para él y para alguien más”.

“¿Para quién más?”, preguntó Wills.

“No estoy seguro, pero es del Medio Oriente, es rico y está atento a su dinero. Curioso. Todos creen que malgastan el dinero como marineros borrachos. Algunos lo hacen”, observó el contador. “Pero otros son avaros. Cuando sueltan la moneda de veinticinco centavos, el bisonte chilla”. Eso demostraba su edad. Las monedas de veinticinco con un bisonte eran tan viejas que Jack ni siquiera entendió la broma. Luego, Cunningham puso unos papeles sobre el escritorio entre Ryan y Wills. Las transacciones estaban destacadas en rojo.

“Es un poco desprolijo. Todas las transferencias dudosas están hechas de a paquetes de diez mil libras. Hace que sean fáciles de detectar. Las disfraza de gastos personales. Van a esa cuenta, probablemente para que sus padres no lo descubran. Los contadores sauditas tienden a ser desprolijos. Supongo que para que se inquieten hace falta un millón. Posiblemente les parezca que no tiene nada de raro que un joven separe diez mil para una noche particularmente agradable con las damas, o para el casino. A los jóvenes ricos les encanta jugar, aunque no lo hacen muy bien. Si vivieran más cerca de Las Vegas o de Atlantic City, harían maravillas por nuestra balanza de pagos”.

“¿Tal vez les gusten más las putas europeas que las nuestras?”, se preguntó Jack en voz alta.

“Hijo, en Las Vegas puedes pedir un burro camboyano rubio y de ojos azules y a la media hora lo tendrás en la puerta”. A lo largo de los años, Cunningham había aprendido que también los jerarcas de la mafia tienen sus actividades favoritas. Al comienzo, ese abuelo metodista se había sentido ofendido, pero al darse cuenta de que era una forma más de rastrear criminales, había recibido con beneplácito tales gastos. Las personas corruptas hacían cosas corruptas. Cunningham también había participado en la operación SERPIENTES ELEGANTES, que había enviado a seis miembros del Congreso a la cárcel federal estilo club de campo ubicada en la Base Eglin de la Fuerza Aérea en Florida, empleando esos mismos métodos para rastrear a su presa. Suponía que ahora se estarían desempeñando como caddies de alto rango para los jóvenes pilotos de caza que partían desde allí,lo cual les vendría bien para ejercitarse a los representantes del pueblo.

“Dave ¿nuestro amigo Uda está en el juego?”

Cunningham alzó la vista de sus papeles. “No te quepa duda de que se mueve como si lo estuviera, hijo”.

En Arkansas, el paisaje se hizo ligeramente ondulado. Mustafá sentía que, después de conducir durante cuatrocientas millas, sus reacciones eran un poco lentas, de modo que se detuvo en una estación de servicio y. tras llenar el tanque, dejó que Abdulá se hiciese cargo del volante.

Estirarse era agradable. Luego, otra vez a la ruta. Abdulá conducía con prudencia. Sólo pasaban a gente de edad, y se mantenían en el carril derecho para evitar ser aplastados por los camiones. Además de que no querían llamar la atención de la policía, en realidad no tenían prisa. Tenían dos días para identificar su objetivo y cumplir con su misión. Era mucho. Se preguntó qué estarían haciendo los otros tres equipos. Todos ellos tenían que recorrer distancias más cortas. Probablemente uno de ellos ya hubiera llegado a la ciudad que tenía como objetivo. Tenían órdenes de seleccionar un hotel decente pero no lujoso a menos de una hora de auto del objetivo, reconocer el objetivo, confirmar vía correo electrónico que estaba todo a punto y esperar hasta que Mustafá les ordenara llevar a cabo la misión. Por supuesto que cuanto más simples eran las órdenes, menos posibilidad de confusiones y errores había. Los hombres eran buenos y sabían qué tenían que hacer. Los conocía a todos. Saíd y Mejdi eran, como él, de origen saudita, como él, hijos de familias ricas que despreciaban a sus padres porque éstos lamían las botas de los estadounidenses y otros como ellos. Sabawi era de origen iraquí. No había nacido rico, pero era un verdadero creyente. Era sunnita como los demás, pero quería ser recordado incluso por la mayoría chiita de su país como fiel seguidor del Profeta. Los chiitas de Irak, sólo liberados recientemente -ipor infieles!– del dominio sunnita, se pavoneaban por todo el país como si ellos fueran los únicos Creyentes. Sabawi quería demostrar que tal falsa creencia era errónea. Mustafá apenas si se molestaba con tales banalidades. Para él, el Islam era una gran casa donde cabían casi todos…

“Mi culo está cansado”, dijo Rafi desde el asiento trasero.

“No puedo hacer nada al respecto, hermano mío”, replicó Abdulá desde el asiento del conductor. Como conductor, consideraba que estaba transitoriamente al mando.

“Lo sé, pero de todas formas mi culo está cansado”, observó Rafi.

“Podríamos haber hecho el viaje a caballo, pero habría sido lento y también ellos hacen doler el culo, amigo mío”, observó Mustafá. Esa observación fue recibida con risas, y Rafi regresó su atención a su ejemplar de Playboy.

El mapa mostraba un camino fácil hasta que llegaron a la ciudad de Small Stone. Allí tendrían que estar bien atentos. Pero por ahora, el camino serpenteaba entre placenteras colinas cubiertas de verdes árboles, Era considerablemente distinto del norte de México, que tanto se había parecido a las arenosas colinas de su tierra natal… a las que nunca regresarían…

Para Abdulá, conducir era un placer. El automóvil no era tan bueno como el Mercedes de su padre, pero por ahora bastaba, y sentía bien el volante bajo sus manos, mientras conducía reclinado, fumando su Winston con una sonrisa de satisfacción en los labios. Había personas en los Estados Unidos que corrían con autos como éstos en grandes pistas ovaladas y iqué placer debían de sentir! Conducir tan rápido como uno pudiera, competir con otros iy ganar! Eso debía de ser mejor que poseer a una mujer… bueno, casi… sólo diferente, se corrigió. Pero poseer a una mujer después de ganar una carrera, eso sí que sería un placer. Se preguntó si habría autos en el paraíso. Autos buenos, veloces, como los de Fórmula 1 que corrían en Europa, pegados a la curva, con toda su potencia en las rectas, conduciendo a la plena potencia del auto. Podía intentarlo ahora. Este auto probablemente alcanzara los doscientos kilómetros por hora, pero no, la misión era más importante.

Arrojó su cigarrillo por la ventana. En ese momento, lo pasó un auto de policía con franjas azules a los lados. Policía del Estado de Arkansas. Ese parecía un auto veloz, y el hombre que iba dentro tenía un espléndido sombrero de vaquero, pensó Abdulá. Como todos los habitantes del planeta, había visto una buena cantidad de películas estadounidenses, incluidas las de vaqueros, hombres a caballo trabajando con ganado o simplemente disparando sus pistolas en los saloons, arreglando cuestiones de honor. Esa imaginería lo atraía -pero para eso existía, se recordó. Otro intento de los infieles por seducir a los Creyentes. Para ser justo, había que reconocer que las películas estadounidenses estaban hechas para el público estadounidense. ¿Cuántas películas árabes mostraban a Salah ad-Din -que era nada menos que curdo- aplastando a los cruzados cristianos invasores? Se habían hecho para enseñar historia y para estimular la hombría de los hombres árabes para que aplastasen mejor a los israelíes, cosa que, lamentablemente, no ocurría. Posiblemente las películas de vaqueros estadounidenses tuviesen la misma función. Su concepto de la hombría no era tan distinto del de los árabes, con la diferencia de que usaban revólveres, en lugar de la más varonil espada. Claro que la pistola tenía más alcance, de modo que los estadounidenses eran prácticos, además de muy astutos, para pelear. Por supuesto que no más valientes que los árabes, sí más astutos.

Tendría que cuidarse de los estadounidenses y sus armas de mano, se dijo Abdulá. Si alguno de ellos disparase como en las películas de vaqueros, su misión llegaría a un prematuro fin, y eso no debía ocurrir.

Se preguntó qué llevaría en su cinturón el policía del auto blanco ¿dispararía bien? Claro que podían averiguado, pero sólo había una forma de hacerlo y sería arruinar la misión. Abdulá contempló cómo se perdía en la distancia el auto de la policía, y se conformó con mirar pasar acoplados de tractor mientras seguía camino al este a una velocidad pareja de algo más de cien kilómetros por hora, a razón de tres cigarrillos por hora y un estómago que gruñía. SMALL STONE, 30 MILLAS,

“En Langley se están excitando otra vez”, le dijo Davis a Hendley,

“¿Qué oíste?”, preguntó Gerry.

“Un agente de campo oyó algo extraño de un agente-fuente en Arabia Saudita, Algo acerca de que gente que se sospecha que está en el

juego abandonó el país, no se sabe con qué destino, cree que hemisferio occidental, son unos diez”,

“¿Cuán firme es esto?”, preguntó Hendley,

“Un ‘tres’ en materia de confiabilidad, aunque es una fuente considerada generalmente buena, algún infeliz de alto rango decidió bajarle la clasificación por razones desconocidas”, ese era uno de los problemas que enfrentaba el Campus, dependían de otros para la mayor parte de sus análisis, aunque tenían gente especialmente buena en sus propias oficinas de análisis, el verdadero trabajo se hacía al otro lado del río Potomac y la CIA había tenido sus errores durante los últimos años – mejor dicho, décadas, se recordó Gerry. Nadie acertaba siempre en este mundo y muchos de los burócratas de la CIA estaban demasiado bien pagos, aun tratándose de magros sueldos del gobierno, pero en tanto llevaran adelante bien sus tareas de rutina administrativa, a nadie le importaba o siquiera lo notaba. Lo significativo era que los sauditas deportaban a la gente que les podia traer problemas, permitiéndoles ir a delinquir a otros lugares y, si resultaban atrapados, el gobierno saudita se mostraba ampliamente dispuesto a colaborar, con lo cual cubría todas sus bases con gran facilidad.

“¿Que crees?”, le preguntó a Tom Davis.

“Demonios, Gerry, no soy una gitana que lee las manos. No tengo ni bola de cristal ni oráculo délfico”, Davis lanzó un suspiro de frustración. “Se le ha notificado a Seguridad Territorial, lo cual implica que también participan el FBI y el resto del equipo analítico pero, sabes, ésta es inteligencia ‘blanda’. Nada tangible, tres nombres, sin fotos, y cualquIera puede conseguirse identificación falsa”, hasta en las novelas populares explica cómo hacerlo, ni siquiera necesitas ser muy paciente, porque ni un solo estado de la Unión cruza datos de los certificados de nacimiento, de muerte, lo cual sería fácil hasta para los burócratas del gobierno.

“¿Qué ocurre, entonces?

Davis se encogió de hombros. “Lo habitual. A la gente de seguridad de los aeropuertos se le dirá una vez más que se mantenga alerta, y molestarán a más personas inocentes para asegurarse de que nadie trate de secuestrar un vuelo. La policía estará atenta a autos sospechosos, pero ello se refiere a que la gente que conduzca mal será detenida. Ha habido demasiadas falsas alarmas. Incluso a la policía le cuesta tomarse esto en serio y, Gerry, ¿quién puede reprochárselo?”

“De modo que nosotros mismos neutralizamos nuestras defensas”.

“A los fines prácticos, sí. Hasta que la CIA cuente con muchos más recursos de campo para identificarlos antes de que lleguen aquí, actuamos de modo reactivo, no proactivo. Qué demonios -sonrió- mi actividad bursátil ha andado bien estas últimas dos semanas”. Tom Davis había descubierto que le gustaba mucho el negocio de las finanzas, o al menos, que tenía facilidad para éste. Tal vez haber ingresado en la CIA apenas se graduó en la Universidad de Nebraska había sido un error, se decía cada tanto.

“¿Algún desarrollo del informe de la CIA?”

“Bueno, alguien sugirió retomar contacto con la fuente, pero aún no hay autorización del Séptimo Piso”.

“iPor Dios!”, exclamó Hendley.

“Eh, Gerry, ¿qué te sorprende? Nunca trabajaste allí, como yo, pero en el Congreso debes de haber visto cosas de este tipo”.

“¿Por qué mierda no dejó Kealy a Foley como jefe de la CIA?”

“Tiene un amigo abogado que le cae mejor, ¿recuerdas? y Foley era un agente profesional, y por lo tanto, no confiable. Mira, reconozcámoslo, Ed Foley ayudó un poco, pero arreglar las cosas de veras tomará una década. Ese es uno de los motivos por los que estamos aquí, ¿no?”, añadió Davis con una sonrisa. “¿Cómo va el entrenamiento de nuestros aspirantes a asesinos en Charlottesville?”

“El infante de marina todavía sufre de un ataque de conciencia”.

“Chesty Puller se debe de estar revolviendo en su tumba”, opinó Davis.

“Bueno, no podemos contratar perros rabiosos. Mejor que haga preguntas ahora y no cuando está realizando una misión de campo”.

“Supongo que sí. ¿y los juguetes?”

“La semana próxima”.

“Ya ha llevado bastante tiempo. ¿Pruebas?”

“En Iowa. Cerdos. Tienen, nos dice nuestro amigo, un sistema cardiovascular semejante al humano”.

Qué apropiado, pensó Davis.

Small Stone resultó no ser un problema y, tras virar al suroeste en la 1-40, ahora se dirigían al nordeste. Mustafá estaba otra vez al volante y los dos del asiento trasero dormitaban tras llenarse de sándwiches de rosbif y Coca-Cola.

Más que nada, ahora se aburrían. Nada es cautivante durante más de veinte horas seguidas y ni siquiera soñar con la misión que tendría lugar dentro de un día y medio bastaba para mantenerles los ojos abiertos, de modo que Rafy y Zuhayr dormían como niños exhaustos. Se dirigió al nordeste, con el sol tras su hombro izquierdo, y comenzó a ver

indicadores que señalaban la distancia a Memphis, Tennessee. Pensó durante un momento -era difícil pensar con claridad después de pasar tanto tiempo en un auto- y se dio cuenta de que sólo les faltaba atravesar dos estados. Avanzaban lenta pero seguramente. Habría sido mejor tomar un avión, pero pasar sus ametralladoras por los aeropuertos habría sido difícil,. pensó con una sonrisa. Como comandante general de la misión, debía preocuparse por todos los equipos. Por eso había seleccionado para el suyo el objetivo más difícil y distante, para darles ejemplo a los otros. Pero a veces ser el jefe era un dolor de cabeza, se dijo Mustafá mientras se acomodaba en el asiento.

La siguiente media hora pasó fácilmente. Luego atravesaron un puente de considerable tamaño y elevación y un signo que anunciaba al río Mississippi, seguido de un cartel que decía BIENVENIDOS A TENNESSEE, EL ESTADO VOLUNTARIO. La mente de Mustafá estaba confundida con tantas horas al volante, y estuvo a punto de preguntarse qué significaría eso sin llegar a hacerlo. Fuese lo que fuese, para llegar a Virginia debía cruzar Tennessee. Hasta dentro de quince horas no podría descansar. Conduciría hasta llegar a unos cien kilómetros al este de Memphis, luego le pasaría el volante a Abdulá.

Acababa de cruzar un gran río. En todo su país no había ni un solo río permanente, sólo wadis que se desbordaban fugazmente por una rara lluvia pasajera y luego volvían a secarse. América era un país tan rico. Probablemente ésa fuese la fuente de su arrogancia, pero su misión, y la de sus colegas, era hacer descender algunos grados esa arrogancia. Y eso haría, Insh’Alá, en menos de dos días.

Faltan dos días para llegar al paraíso, repetía en su mente.

CAPÍTULO 12

Llegada

Tennessee pasó rápido para quienes dormían en el asiento trasero, pues como Mustafá y Abdulá compartieron el volante durante los trescientos cincuenta kilómetros que separan Memphis de Nashville, Rafi y Zuhaid no hicieron más que dormir. Un kilómetro y tres cuartos por minuto, calculó. Lo que equivalía a… Unas veinticuatro horas más. Pensó aunentar la velocidad, acelerar el viaje, pero no, eso era una estupidez. Correr riesgos innecesarios siempre era una estupidez. ¿No habían aprendido eso de los israelíes? El enemigo siempre esperaba, como un tigre dormido. Despertarlo innecesariamente era una tontería muy grande. Sólo despertabas al tigre cuando tu fusil estaba bien apuntado, de modo que viera que le habías ganado de mano y no podía hacer nada. Que se despertara apenas el tiempo suficiente como para darse cuenta de lo estúpido que había sido, para que sintiera miedo. Estados Unidos conocería el miedo. A pesar de todas sus armas y su astucia, todas estas personas arrogantes temblarían.

Se encontró con que sonreía en la oscuridad. El sol se había puesto otra vez y los faros del auto perforaban conos blancos en la oscuridad, iluminando las líneas blancas de la autopista, que pasaban como flechas por sus ojos mientras avanzaba hacia el este a una velocidad pareja de ciento cuatro kilómetros por hora.

Ahora, los gemelos se despertaban a las seis de la mañana para salir a hacer su cotidiana docena de ejercicios sin supervisión de Pete Alexander la cual, habían decidido, en realidad no necesitaban. La carrera les estaba resultando más fácil a ambos y los demás ejercicios ya eran cosa de rutina. A las siete y cuarto, habían terminado con todo e iban a desayunar y a la primera sesión de entrenamiento mental con su oficial.

“Esas zapatillas no dan más, hermano”, observó Dominic.

“sí, asintió Brian echando una triste mirada a sus viejas Nike. “Me han servido bien por unos cuantos años, pero creo que deben irse al cielo de las zapatillas”.

“Foot Locker en el centro comercial”. Se refería al centro de compras Fashion Square, al pie de la colina de Charlottesville.

“Mmm, tal vez un bistec con queso para la comida de mañana”.

“Por mí, genial, hermano”, asintió Dominic. “No hay nada como la grasa, la gordura y el colesterol para la hora de la comida, especialmente acompañadas de papas fritas con queso. Siempre que tus zapatillas vivan un día más”.

“Eh, Enzo, me gusta el olor. Estas zapatillas me acompañan desde hace tiempo”.

“Igual que esas mugrosas camisetas. Demonios, Aldo, ¿no puedes vestirte bien alguna vez?”

“Déjame seguir usando mi ropa de fajina, amigo. Me gusta ser infante de marina. Siempre sabes dónde estás”.

“Sí, entre la mierda”, observó Dominic.

“Tal vez sea así, pero allí trabajas con gente de categoría”. Y no agregó que estaban todos de tu lado y todos llevaban armas automáticas. Les daba una sensación de seguridad que es raro encontrar en la vida civil.

“¿Salen a comer, eh?”, preguntó Alexander.

“Tal vez mañana”, respondió Dominic. “Luego, necesitamos organizar un funeral decente para las zapatillas de correr de Aldo. ¿Tienes una lata de Lysol por aquí, Pete?”

Alexander lanzó una carcajada. “Creí que nunca me lo preguntarías”-

“Sabes, Dominic”, dijo Brian alzando la vista de sus huevos, “si no fueras mi hermano no te lo permitiría”.

“¿De veras?”, el Caruso FBI le arrojó un muffin. “Juro que ustedes los infantes de marina son pura cháchara. Siempre ganaba yo cuando éramos niños”, le comunicó a Pete.

Los ojos de Brian casi saltaron de sus órbitas.”iMientes!”

Comenzaba otro día de entrenamiento.

Una hora más tarde, Jack estaba otra vez en su puesto de trabajo. Uda bm Sali había disfrutado otra noche atlética, otra vez con Rosalie Parker. Se ve que ella le gustaba mucho. Se preguntó cómo reaccionaría el saudita si se enterara de que tras cada sesión ella le transmitía un informe pormenorizado al Servicio de Seguridad Británico. Pero para ella, los negocios son negocios, lo cual, de haberse sabido, habría desinflado unos cuantos egos masculinos en la capital británica. Sali sin duda debía de tener un considerable ego, pensó Jack. A las nueve menos cuarto entró Wills con una bolsa de Dunkin’Donuts.

“Eh, Anthony, ¿qué se cuenta?”

“Tú dirás”, replicó Wills. “¿Quieres?”

“Gracias, compañero. Bueno, Uda volvió a hacer ejercicio anoche”.

“La juventud es maravillosa, pero los jóvenes no saben aprovecharla”.

“George Bernard Shaw, ¿no?”

“Sabía que eras culto. Sali descubrió un juguete nuevo hace unos años, y seguirá jugando con él hasta que se le rompa o se le caiga. Debe de ser duro para el equipo de seguimiento saber que mientras ellos están parados bajo la lluvia fría él está engrasando el hurón en su casa”. Era una línea de Los Soprano de HBD, que Wills admiraba.

¿Crees que son los mismos a quienes ella entrega su informe?”

“No, ésa es tarea de los muchachos de Thames House. Después de un tiempo debe de perder encanto. Así y todo, es una pena que no nos envíen las transcripciones”, agregó con una risita. “Tal vez fuera bueno para hacernos circular la sangre por la mañana”.

“Gracias, siempre puedo comprarme una revista Hustier si me siento lujurioso por la noche”.

“El nuestro no es un negocio limpio, Jack. La gente que investigamos no es de la que invitarías a cenar a tu casa”.

“Eh, me recuerda a la Casa Blanca. La mitad de los invitados a la Cena de Estado, papá apenas si podía estrecharles la mano. Pero el secretario Adler le dijo que había que hacerlo, de modo que papá fue amable con los hijos de puta. La política también atrae gente de la hez”.

“Amén. ¿Alguna novedad con respecto a Sali?”

“Todavía no repasé los movimientos de dinero de ayer. Eh, si Cunningham da con algo importante, ¿qué ocurre?”

“Eso lo deciden Gerry y el personal jerárquico”. No dijo tu categoría es demasiado baja para que te andes preocupando por eso, pero de todos modos Junior entendió el mensaje.

“¿Y, Dave?”, preguntaba Gerry Hendley en ese momento.

“Lava dinero y se lo envía a personas desconocidas. Banco de Liechtenstein. Si debiera adivinar, te diría que es para cubrir cuentas de tarjetas de crédito. Ese Banco suministra Visa o MasterCard, de modo que bien podría ser para cubrir tarjetas de crédito para personas desconocidas. Puede tratarse de una amante o un amigo íntimo o alguien en quien tengamos un interés directo”.

“¿Hay forma de averiguarlo?”, preguntó Tom Davis.

“Usan los mismos programas de contabilidad que cualquier otro Banco”, respondió Cunningham, lo cual significaba que, con un poco de paciencia, el Campus podía meterse y averiguar más. Claro que había dispositivos contra la intrusión. Era una tarea que era mejor dejarle a la NSA, que la destinaría a uno de sus magos de la computación. Ello implicarfa falsificar una solicitud de la CIA para que se hiciese el trabajo y eso, le parecía al contador, era un poco más difícil que sólo tipear una nota en la terminal de una computadora. También sospechaba que el Campus tenía personas dentro de ambas agencias de inteligencia que podían realizar la falsificación sin dejar registro documental alguno.

“¿Es estrictamente necesario?”

“Tal vez en aproximadamente una semana más pueda encontrar más datos. Este Sali puede ser sólo un chico rico que está jugando a la pelota en medio de la calle, pero… mi olfato me dice que es un participante de alguna clase”, admitió Cunningham. Había desarrollado buen instinto con el correr de los años, que había contribuido a que dos jerarcas de la mafia se alojaran ahora en dos solitarias celdas en Marion, Illinois. Pero sus anteriores y actuales jefes confiaban en sus instintos más que él mismo. Aunque era contador de carrera y tenía la nariz de un sabueso, era modesto al referirse a sus propias habilidades.

“¿Te parece que una semana?”

Dave asintió con la cabeza. “Aproximadamente”.

“¿Qué tal el joven Ryan?”

“Buenos instintos. Dio con algo que la mayoría de la gente no habría notado. Tal vez sea porque es joven. Objetivo joven, sabueso joven. Generalmente, eso no funciona. Esta vez…, pareciera que tal vez sí. Sabes, cuando su padre designó a Pat Martin como Fiscal General, oí algunas cosas con respecto a Jack padre. A Pat realmente le caía bien y trabajé lo suficiente con el señor Martin como para respetarlo mucho. Este muchacho puede llegar a tener una buena carrera. Claro que tomará unos diez años saber si realmente es así.

“No se supone que nosotros creamos en la selección genética, Dave”.

“Los números son números, señor Davis. Algunos tienen olfato, otros no. No se puede decir que ya lo tenga, pero va en esa dirección”. Cunningham había participado en la creación de la Unidad Especial de Contabilidad del Departamento de Justicia, que se especializaba en rastrear dinero de los terroristas. Todos necesitan dinero para operar y el dinero siempre deja un rastro en algún lugar, pero era más fácil dar con ese rastro después de cometido el hecho que antes. Era bueno para investigar, pero no tan bueno como defensa activa.

“Gracias, Dave”, se despidió Hendley. “Manténnos informados, por favor”.

“Sí, señor”. Cunningham recogió sus papeles y se marchó.

“Sabes, sería un poco más efectivo si tuviera personalidad”, dijo Davis quince segundos después de que se cerrara la puerta”.

“Nadie es perfecto, Tom. Es el mejor que hubo en Justicia para este tipo de cosas. Apuesto a que cuando pesca, al irse no deja nada en el lago”.

“No lo discuto, Gerry”

“De modo que este caballero, Sali, ¿puede ser un banquero de los malos?”

“Parece una posibilidad. Langley y Fort Meade aún tienen dudas sobre qué está pasando”, prosiguió Hendley.

“Vi la documentación. Mucho papel y pocos datos duros”. En el negocio del análisis de inteligencia, se llegaba muy rápido a la fase especulativa, al momento en que analistas expertos comenzaban a aplicar el miedo a los datos con que contaban, siguiéndolos hasta Dios sabe dónde, tratando de leer las mentes de personas que no hablaban mucho, ni siquiera entre sí. ¿Podía haber personas ahí fuera que llevaran ántrax o viruela en un frasquito en su neceser? ¿Cómo demonios podían saberlo? Una vez, les habían hecho eso a los Estados Unidos, pero cuando uno se ponía a pensar en todas las cosas que les habían hecho a los Estados Unidos, cosas que le habían dado al país y a su gente la confianza para enfrentar prácticamente cualquier cosa, pero que también les habían hecho darse cuenta de que podían pasar malas cosas aquí mismo y que no siempre sería posible identificar a quienes las hacían. El nuevo Presidente no ofrecía ninguna seguridad de que se podría detener o castigar a esa gente. Eso, en sí y de por sí, era un grave problema.

“Sabes, somos víctimas de nuestro propio éxito”, dijo quedamente el ex senador. “Nos las hemos compuesto para lidiar con todo estado-nación que se nos haya cruzado en el camino, pero estos bastardos invisibles que trabajan para su visión de Dios son más difíciles de identificar y rastrear. Dios es omnipresente. También lo son sus agentes pervertidos”.

“Gerry, amigo, si fuese fácil, no estaríamos aquí’.

“Tom, gracias a Dios que puedo contar contigo para que me des sostén moral.

“Vivimos en un mundo imperfecto, sabes. No siempre llueve lo suficiente como para que crezca el grano y cuando llueve, a veces se desborda el río. Me lo enseñó mi padre”.

“Siempre te lo quise preguntar, ¿cómo demonios fue a dar tu familia a Nebraska?”

“Mi bisabuelo era soldado montado, Noveno de Caballería, regimiento negro. No tuvo ganas de regresar a Georgia cuando cumplió con su tiempo de enganche. Pasó algún tiempo en Fort Crook, cerca de amaha, y no le gustó mucho el invierno. De modo que se compró un trozo de tierra cerca de Seneca y se dedicó a cultivar maíz. Así comenzó la historia para nosotros los Davis”.

“¿No había Ku Klux Klan en Nebraska?”

“No, se quedaban en Indiana. De todas formas, las granjas de allí eran más pequeñas. Cuando mi bisabuelo comenzaba, cazó algunos bisontes. Sobre el hogar de casa cuelga una cabeza enorme. Aún hoy huele. Ahora, papá y mi hermano cazan más que nada antílope de cuernos largos, allí lo llaman ‘chivo veloz’. Nunca me gustó el sabor”.

“¿Qué te dice tu olfato sobre esta nueva información, Tom?”, preguntó Hendley.

“No tengo intención de ir a Nueva York por ahora, compadre”.

Al este de Knoxville, la ruta se dividía. La 1-40 iba hacia el este. La 1-81 iba hacia el norte, y ésta es la que tomó el Ford alquilado, atravesando las montañas que exploró Daniel Boone cuando la frontera occidental de los Estados Unidos apenas si perdía de vista el océano Atlántico. Una señal indicaba un desvío que conducía a la casa de alguien llamado Davy Crockett. Quién sabe quién sería, pensó Abdulá mientras conducía montaña abajo por un bonito desfiladero. Finalmente, al llegar a una ciudad llamada Bristol, llegaron a Virginia, última frontera territorial importante. Calculó que faltarían unas seis horas. Aquí, bajo la luz del sol, la tierra era de un lozano verdor, y había potreros y granjas lecheras a uno y otro lado del camino. Hasta había iglesias, por lo general edificios de madera pintados de blanco con torres coronadas de cruces. Cristianos. Estaba claro que dominaban el país.

Infieles.

Enemigos.

Objetivos.

Debían ocuparse de las armas que llevaban en el maletero. Primero, al norte por la 1-81 hasta la 1-64. Hacía tiempo que conocía el trayecto de memoria. Sin duda, los otros tres equipos ya estarían en sus puestos. Des Moines, Colorado Springs, Sacramento. Cada una era lo suficientemente grande como para tener al menos un buen centro de compras. Dos eran capitales de provincia. Ninguna de ellas, sin embargo, era una ciudad importante. Eran parte de la llamada “América Media”, donde vivía la “buena” gente, donde los estadounidenses “comunes” y “laboriosos” establecían sus hogares, donde se sentían a salvo, lejos de los grandes centros de poder -y corrupción. Pocos judíos, tal vez ni uno, vivían en esas ciudades. Bueno sí, tal vez algunos. Los judíos solían tener joyerías. Tal vez incluso en los centros comerciales. Sería un premio adicional, pero sólo para ser recogido si se ofrecía por casualidad. Su verdadero objetivo era matar estadounidenses del común, los que se sentían a salvo en el vientre más común de los Estados Unidos. Pronto aprenderían que la seguridad en este mundo es ilusoria. Aprenderían que el rayo de Alá los alcanza a todos.

“¿Así que aquí está?”, preguntó Tom Davis.

“Sí, aquí lo tiene”, replicó el doctor Pasternak. “Tenga cuidado. Está cargado. ¿Ve el indicador rojo? El que tiene indicador azul está vacío”.

“Qué contiene?”

“Succinylcolina, un relajante muscular, esencialmente una forma sintética y más poderosa del curare. Bloquea todos los músculos, incluido el diafragma. No te permite respirar, hablar ni moverte. Estás totalmente consciente. Sería una muerte horrible”, agregó el médico en tono frío y distante.

“¿Por qué?”, preguntó Hendley.

“No puedes respirar. El corazón entra rápidamente en anoxia, esencialmente se trata de un ataque al corazón generalizado inducido. No debe ser agradable”.

“¿Luego qué?”

“Bueno, los síntomas tardarán unos quince segundos en aparecer. En treinta segundos más, se presentan los efectos totales de la droga. La víctima se desplomará a los, digamos, noventa segundos de la inyección. El corazón quedará sin oxígeno. Tratará de latir, pero no estará enviando oxígeno a ninguna parte del cuerpo, ni a sí mismo. El tejido cardíaco tardará en morir unos dos o tres minutos -que serán muy dolorosos. En aproximadamente tres minutos sobrevendrá la inconsciencia, a no ser que la víctima se haya estado ejercitando inmediatamente antes, en cuyo

caso el cerebro estará lleno de oxígeno. Por lo común, el cerebro cuenta con unos tres minutos de oxigenación para seguir funcionando sin ingreso adicional de oxígeno, pero más o menos a los tres minutos -a partir de la aparición de los síntomas, es decir unos cuatro minutos y medio después de la aplicación- la víctima perderá la conciencia. La muerte cerebral completa tendrá lugar unos tres minutos más tarde. Después, la succinylcolina se metabolizará en el cuerpo, aún después de la muerte. No del todo, pero sí tanto como para que sólo un patólogo muy alerta la detecte en un examen toxicológico, y eso sólo si espera encontrarla. El único truco es lograr inyectar al objetivo en las nalgas”.

“¿Por qué ahí?”, preguntó Davis.

“La droga funciona en forma óptima mediante inyección intramuscular. Cuando llegan cadáveres para exámenes forenses, están boca arriba, de modo de poder ver y extraer los órganos. Es raro que den vuelta un cuerpo. Ahora bien, esto de la inyección deja una marca, pero es difícil distinguirla, aun bajo circunstancias ideales y entonces, sólo si uno sabe dónde buscarla. Ni siquiera los adictos a las drogas -ésa sería una de las cosas que verificarían- se inyectan en el trasero. Parecerá un ataque al corazón inexplicado. Ocurren a diario. Infrecuentes, pero de ningún modo desconocidos. Puede desencadenarlos, por ejemplo, una taquicardia. El bolígrafo inyector es similar a la jeringa que usan los diabéticos de Tipo 1. Sus mecánicos la disimularon muy bien. Hasta sirve para escribir, pero cuando se rota el cañón, cambia de bolígrafo a jeringa. Una carga de gas contenida en la parte superior inyecta el agente de transferencia. Es probable que la víctima lo note, como un aguijonazo, pero menos doloroso, pero un minuto y medio más tarde ya no se lo comentará a nadie. Lo más probable es que -a lo sumo- diga ‘iAy!’ sin mucho vigor y se frote el punto. Como si te picara un mosquito en el cuello. Tal vez le darías una palmada, pero no llamarías a la policía”.

Davis tomó el bolígrafo seguro “azul”. Era un poco grande, como el que podría usar un niño de seis años que llega a su primer bolígrafo después de un par de años de lápices gruesos y lápices de cera. Así que uno se acercaba al sujeto, la sacaba del bolsillo de la chaqueta, la movía como acuchillando de revés y seguía su camino. Tu apoyo vería cómo el sujeto caía en la acera, hasta tal vez se detuviera a prestar asistencia, vería cómo el hijo de puta moría, se incorporaría y seguiría su camino -o tal vez llamaría una ambulancia para poder enviar el cuerpo al hospital para que lo desarmaran bajo adecuada supervisión médica.

“¿Tom?“

“Me gusta, Gerry”, replicó Davis. “Doc, ¿cuánto confía en que esta sustancia se disipa una vez que el sujeto cae?”

“Confío”, respondió el doctor Pastemak, y sus interlocutores recordaron que era profesor de anestesiología de la Facultad de Médicos y Cirujanos de la Universidad de Columbia. Probablemente, supiera lo que hacía. Además, habían confiado en él lo suficiente como para iniciarlo en los secretos del Campus. Ahora era un poco tarde para dejar de confiar. “Es simplemente bioquímica básica. La succinylcolina está compuesta de dos moléculas de acetilcolina. Las esterasas del cuerpo descomponen esa sustancia en acetilcolina bastante rápido, de modo que es muy probable que sea indetectable, aun por parte de un integrante del Columbia Presbyterian. Lo único difícil: hacerlo sin que nadie lo note. Por ejemplo, si alguien lo llevara al consultorio de un médico, bastará con inyectarle clorhidrato de potasio. Eso haría fibrilar el corazón. Cuando las células mueren, de todas maneras producen potasio, de modo que no se detectaría el incremento relativo, pero sería difícil ocultar una marca de inyección intravenosa. Hay muchas formas de hacer esto. Sólo tuve que buscar una que pueda ser aplicada en forma conveniente por alguien que no tenga un entrenamiento especial. En lo práctico, ni un patólogo realmente bueno podría dictaminar con exactitud la causa de la muerte -y se daría cuenta de que es así, y eso lo inquietaría- pero eso sólo ocurriría si quien examina el cadáver es muy talentoso. No hay muchos así. Digo, el mejor que tienen en Columbia es Rich Richards. Realmente detesta no saber algo. Es un verdadero intelectual, le gusta resolver problemas y es un bioquímico genial además de excelente médico. Le pregunté acerca de esto y me dijo que sería muy difícil aun si tiene algún indicio de qué dirección seguir. Por lo común, hay elementos externos en juego, la química específica del cuerpo de la víctima, qué comió o bebió, la temperatura ambiente sería un factor importante. En un día frío de invierno, al aire libre, tal vez las esteras no puedan descomponer la succinylcolina debido a la disminución de los procedimientos químicos”.

“¿Así que no hay que usarla en enero en Moscú?”, preguntó Hendley. Toda esa ciencia le costaba un poco, pero Pastemak.conocía su oficio.

El profesor sonrió. Cruelmente. “Correcto. Ni en Minneápolis”.

“¿Muerte horrible?”, preguntó Davis.

“Decididamente desagradable”.

“¿Reversible?”

Pastemak meneó la cabeza. “Una vez que la succinylcolina está en el torrente sanguíneo, no se puede hacer nada… bueno, en teoría podrías poner al tipo en un respirador artificial y hacerlo respirar así hasta que metabolice la droga -he visto eso con el Pavulon en el quirófano- pero sería un caso extremo. Es teóricamente posible que sobreviva pero muy, muy poco probable. Hay gente que sobrevivió a un tiro en el entrecejo, señores, pero no ocurre muy a menudo que digamos”.

“¿Cuán fuerte deberías pinchar a tu objetivo?”, preguntó Davis.

“No mucho, sólo un buen pinchazo. Lo suficiente como para atravesarle la ropa. Un abrigo grueso representaría un problema, debido al largo de la aguja. Pero un traje de calle normal no representa un problema’

“¿Puede haber alguien inmune a esa droga?”, preguntó Hendley, “No a ésta. Sería un caso entre mil millones”.

“¿No hay posibilidades de que emita algún sonido?”

“Como expliqué, sería, como máximo, una picadura de abeja -más que la de un mosquito, pero no lo suficiente como para gritar de dolor. A lo sumo, puede esperarse que la víctima se muestre desconcertada, que se dé vuelta para ver qué le pasó, pero el agente seguirá andando normalmente, no corriendo. En esas condiciones, sin tener a quién gritarle, y como la incomodidad inicial es transitoria, la reacción más probable sería frotarse el lugar del pinchazo y seguir andando… unos, digamos, diez metros más”

“De modo que de acción rápida, letal e indetectable, ¿verdad?”

“Las tres cosas”, asintió el doctor Pastemak.

“¿Cómo se recarga?”, preguntó Davis. Maldita sea, ¿cómo la CIA nunca inventó algo así de bueno? Por cierto, tampoco la KGB.

“Desatornillas el cañón, así -mostró- “y lo desarmas. Con una jeringa normal, inyectas otra dosis de droga, y cambias la carga de gas. Estas capsulitas de gas son lo único difícil de manufacturar. Arrojas la usada al tacho de la basura o a la alcantarilla -sólo tienen cuatro milímetros de largo y dos de ancho- y pones una nueva. Cuando atornillas el reemplazo, una pequeña púa al fondo del cañón lo perfora y recarga el sistema. Las cápsulas de gas están cubiertas de una sustancia pegajosa que hace difícil que se caigan de la mano”. y en un instante, la azul quedó lista para actuar, claro que sin succinylcolina. “Por supuesto que hay que tener cuidado con la jeringa, pero habría que ser muy estúpido para pincharse. Si en el dossier de tu hombre incluyes que sea diabético, tendrás una explicación para que emplee jeringas. Hay una tarjeta identificatoria que te permite obtener nuevas dosis de insulina en cualquier lugar del mundo, y la diabetes no tiene síntomas externos”.

“Dígame, doctor”, observó Tom Davis, “¿Se puede administrar otra sustancia de esta forma?”

“La toxina del botulismo es igualmente letal. Es una neurotoxina; bloquea las transmisiones nerviosas y provoca la muerte por asfixia, también bastante rápido, pero es fácilmente detectable en la autopsia y su presencia sería un poco difícil de explicar. Se consigue con bastante facilidad, pero en dosis de microgramos, porque se usa en cirugía cosmética”.

“¿Los doctores les inyectan eso en la cara a las mujeres, verdad?”

“Sólo los estúpidos. Saca las arrugas, pero como mata los nervios de la cara, tampoco puedes sonreír mucho que digamos. No es exactamente mi campo. Hay muchas sustancias tóxicas y letales. Lo que hizo que esto fuera un problema era que debía combinar acción rápida con detección difícil. Otra forma rápida de matar a alguien es clavar un cuchillo pequeño en la base de la columna vertebral, donde la médula espinal entra en el cerebro. El asunto es que tienes que ponerte detrás de la víctima con un cuchillo y lograr que no se te atasque entre las vértebras -a esa distancia, ¿por qué no usar una pistola.22 con silenciador? Es rápido pero deja huellas. Este método puede pasar fácilmente por un ataque cardíaco. Es casi perfecto”, concluyó el médico, con voz tan fría que casi hacía caer nieve sobre la alfombra.

“Richard”, dijo Hendley, “te mereces tus honorarios”.

El profesor de anestesiología se puso de pie y miró su reloj. “No hay honorarios, senador. Hago esto por mi hermano menor. Hágame saber si me necesita para algo más, tengo que tomar el tren de regreso a Nueva York”-

“iPor Dios!”, dijo Tom Davis cuando el médico partió, “Siempre supe que los médicos pensaban maldades”.

Hendley tomó el paquete de su escritorio, Contenía diez “bolígrafos”, con instrucciones impresas por computadora para su empleo, una bolsa de plástico llena de cápsulas de gas y un lote de jeringas descartables. “Su hermano y él debían de ser muy amigos”-

“¿Lo conocías?”, preguntó Davis.

“Sí. Buen tipo, esposa y tres hijos. Se llamaba Bemard, graduado de la Harvard Bussiness School, inteligente, muy buen agente de Bolsa. Trabajaba en el piso noventa y siete de la Torre Uno. Dejó mucho dinero, al menos, su familia quedó bien provista, Algo es algo”,

“Es bueno tener a Rich de nuestro lado”, pensó Davis en voz alta, conteniendo el escalofrío que le produjo su opinión. “Ya lo creo”, asintió Gerry.

Debía haber sido un trayecto agradable. El tiempo era bueno y claro, la ruta estaba despejada y se dirigía al noroeste casi siempre en línea recta. Pero no era agradable. Mustafá no paraba de oír “¿Cuánto falta?” y “¿Ya llegamos?” desde el asiento trasero donde viajaban Rafi y Zuhayr, al punto de que en varias ocasiones pensó en detener el auto y estrangularlos. Tal vez ir en el asiento trasero fuera difícil pero él era quien debía ¡conducir el maldito auto!!! Tensión, la sentía, y probablemente también ellos, de modo que respiró hondo y se ordenó mantener la calma. Estaban a apenas cuatro horas de su destino, y ¿qué era eso en comparación a su viaje transcontinental? Ciertamente era más que lo que el Santo Profeta nunca hubiese andado ni cabalgado de Medina a La Meca y viceversa, pero detuvo ese pensamiento de inmediato. No tenía la estatura como para compararse con Mahoma, ¿verdad? No, claro que no. De una cosa estaba seguro, Cuando llegara a destino, iba a bañarse y a dormir cuanto pudiera. Cuatro horas hasta que pueda descansar se repetía a sí mismo, mientras Abdulá dormía en el asiento del acompañante.

El campus tenía su propia cafetería, cuya comida provenía de distintos proveedores, Hoy, venía de un deli de Baltimore llamado Atman’s. cuya carne era buena, aunque no de categoría neoyorquina – decirlo podía llevarlo a tomarse a puñetazos, pensó mientras se servía una porción. ¿Qué beber? Ya que se trataba de una comida neoyorquina, bebería ice cream soda y también las papas fritas marca Utz, que eran locales y que comían en la Casa Blanca, porque su padre insistía en que así lo hicieran. Seguramente ahora comieran algo de Boston allí. No era exactamente una ciudad famosa por sus restaurantes, pero toda ciudad, hasta Washington DC, tiene un comedero decente.

Tony Wills, su habitual compañero de la hora de comer no estaba por ningún lado. De modo que miró alrededor y vio a Dave Cunningham comiendo solo, lo cual no era sorprendente. Jack se dirigió a él.

“Dave, ¿te molesta si me siento aquí?”

“Toma asiento”, dijo Cunningham en tono bastante cordial.

“¿Cómo van esos números?”

“Excitantes”, fue la increíble respuesta. Se explayó. “Sabes, es asombroso el acceso que tenemos a esos Bancos europeos. Si el Departamento de Justicia tuviese un acceso así, realmente limpiaría todo… el problema es que se trata de información que no puede presentarse en un tribunal”.

“Sí, Dave, a veces la Constitución es un problema. Y esas malditas leyes de derechos civiles”.

Cunningham estuvo a punto de ahogarse con su ensalada de huevo en pan blanco. “No empieces con eso. El FBI lleva adelante varias operaciones que son un poco dudosas -por lo general, porque algún informante nos da algo o por qué alguien preguntó, o no, y logran realizarlas- pero dentro de los límites de la justicia criminal. En general, es como parte de una negociación de apelación. No hay suficientes abogados deshonestos como para satisfacerlos a todos. Me refiero a los tipos de la mafia”.

“Conozco a Pat Martin. Papá lo estima mucho”.

“Es honesto y muy, muy inteligente. En realidad, debería ser juez. Esa es la tarea adecuada para los abogados honestos”.

“No les pagan muy bien”. El salario oficial de Jack en el Campus estaba bien por encima del de cualquier empleado del gobierno. Nada mal para ser el trabajo de más bajo nivel.

“Ése es un problema, pero…”

“Pero no hay nada de admirable en ser pobre, dice mi papá. Consideró la idea de reducir a cero los salarios de los funcionarios electos, para que aprendan qué es trabajar de verdad, pero finalmente decidió que los haría más vulnerables a la corrupción”.

El contador tomó la posta: “Sabes, Jack, es increíble con qué poco puedes sobornar a un integrante del Congreso. Hace que sea difícil identificar los sobornos”, refunfuñó. “Es como quien se mete entre la hierba para eludir un avión”.

“¿Y nuestros amigos los terroristas?”

“A algunos les gusta vivir cómodos. Muchos vienen de familias adineradas y les gusta el lujo”.

“Como Salí. Tiene gustos caros. Su auto cuesta mucho dinero. Muy poco práctico. El kilometraje que le suma debe de ser atroz, especialmente en una ciudad como Londres. Allí el combustible es muy caro”.

“Pero se mueve sobre todo en taxis”.

“Se lo puede permitir. Probablemente sea lo razonable. Estacionar en el distrito financiero también debe de ser caro y los taxis de Londres son buenos”. Alzó la mirada. “Lo sabes. Has estado mucho en Londres”.

“Un poco”, asintió Jack. “Bonita ciudad, buena gente”. No necesitó agregar que la protección del Servicio Secreto y de la policía local ayudaban. “¿Alguna otra idea sobre nuestro amigo Salí?”

“Debo estudiar más los datos pero, como dije, actúa como si estuviera en el juego. Si fuera un sospechoso de la mafia de Nueva York, diría que es un aprendiz de consíguere”.

Jack estuvo a punto de atragantarse con su refresco: “¿Tan arriba?”

“La Regla Áurea, Jack. El que tiene el oro, hace las reglas. Salí tiene acceso a muchísimo dinero. Su familia es más rica de lo que puedas concebir. Está hablando de cuatro o cinco mil millones de dólares”.

“¿Tanto?“, se sorprendió Ryan.

“Échale otro vistazo a las cuentas que está aprendiendo a administrar. No ha especulado siquiera con el quince por ciento del total. Probablemente su padre limite lo que puede hacer. Recuerda que su especialidad es la conservación de capital. El dueño del dinero, su padre, no le va a dar el total para que juegue, por más títulos universitarios que tenga. En el negocio de las finanzas, lo que cuenta es lo que aprendes después que has colgado tu diploma en la pared. El muchacho promete, pero aún sigue su bragueta a todos lados. Eso no es raro en un joven rico, pero cuando uno tiene todos esos millones en el bolsillo, conviene controlar de cerca a quien los maneja, aunque sea tu propio hijo. Por otra parte, lo que parece estar financiando no es algo que realmente necesite mucho capital. Tú detectaste algunas especulaciones sobre los márgenes. Eso es astuto. ¿Notaste que para ir a Arabia Saudita alquila un jet privado?”

“Eh, no”, admitió Jack. “No investigué ese aspecto. Simplemente di por sentado que va siempre en primera clase”.

“Y así es, como lo hacían tu padre y tú. Verdadera primera clase. Jack,

nada es tan pequeño que no merezca ser investigado”.

“¿Qué opinas de su uso de tarjetas de crédito?”

“Totalmente rutinario. Pero eso en sí es digno de nota. Podría acreditar cualquier cosa que quisiera, pero parece pagar en efectivo muchos gastos, y gasta menos que la que distrae para usos propios. Como lo que gasta en esas putas. A los sauditas eso no les importa, de modo que paga en efectivo porque quiere, no porque debe hacerlo. Trata de mantener ocultos algunos aspectos de su vida por razones que a primera vista no están claras. Tal vez sea sólo por práctica. No me sorprendería enterarme de que tiene más tarjetas que las que conocemos -cuentas sin uso. Hoy por la tarde voy a dedicarme a sus cuentas de Banco. Aún no sabe cómo ocultarlas. Demasiado joven, demasiado inexperto, sin entrenamiento formal. Sí, creo que está en el juego y que espera pasar pronto a primera división. Los jóvenes ricos no se caracterizan por ser pacientes”, concluyó Cunningham.

Me tendría que haber dado cuenta antes, se dijo Junior. Tengo que pensar más a fondo en esto. Otra lección importante. Nada es demasiado pequeño como para no ser investigado. ¿Con qué clase de persona estamos tratando? ¿Cómo ve el mundo? ¿Cómo quiere cambiar el mundo? Su padre siempre le decía que es importante ver el mundo a través de los ojos del adversario, meterse en su cerebro y sólo entonces mirar hacia afuera.

En lo que respecta a mujeres, Salí es un hombre guiado por sus pasiones ¿pero había algo más en eso? ¿Les pagaba a sus putas porque le gustaba joderlas o porque creía que así jodía al enemigo? Para el mundo islámico, los Estados Unidos y Gran Bretaña eran esencialmente el mismo enemigo. Mismo idioma. misma arrogancia, prácticamente las mismas fuerzas armadas, dado que británicos y estadounidenses cooperaban tan estrechamente en tantas cosas. Eso era digno de ser tomado en cuenta. No des nada por sentado si no miraste antes con sus ojos. No era un mala lección para una comida.

Roanoke pasó por la derecha y quedó atrás. A ambos lados de la 1-81 se veían ondulantes colinas verdes, más que nada granjas, muchas de ellas lecheras, a juzgar por las vacas. Carteles indicadores verdes conducían a lugares que, para sus propósitos, ni siquiera existían, y más de esas iglesias con aspecto de caja pintada. Pasaron autobuses escolares, pero no autos de policía. Había oído decir que en algunos estados de la Unión la policía caminera andaba en autos sin identificación, parecidos al suyo, pero, probablemente, provistos de antenas de radio.

Se preguntó si quienes los conducían aquí también llevarían sombreros de vaquero. Eso desentonaría visiblemente, a pesar de las muchas vacas que había en la región. “La Vaca”, Segunda Sura del Corán, pensó. Si Alá te dice que sacrifiques una vaca, hazlo sin preguntar demasiado. Ni una vaca vieja, ni una vaca nueva, sólo una vaca que le agrade al Señor. ¿No complacían a Alá todos los sacrificios, en tanto no fueran hechos para jactarse? Sin duda que sí, si los Creyentes los ofrecían con humildad, pues Alá recibía con beneplácito y se complacía en las ofrendas de los verdaderos Creyentes.

Si.

Y él y sus amigos harán más sacrificios cuando matarán a los infieles.

Si.

Luego vio el indicador que anunciaba la CARRETERA INTERESTATAL 64. pero ésta era la oeste, no la que él debía tomar. Mustafá cerró los ojos y recordó el mapa que había mirado tantas veces. Al norte durante más o menos una hora, luego al este. Si.

“Brian, esas zapatillas se desintegrarán de aquí a pocos días”.

“Mira, Dom, con ellas corrí por primera vez una milla en cuatro minutos y medio”. Momentos como ése eran dignos de ser recordados y atesorados.

“Tal vez sea así, pero la próxima vez que lo intentes, se harán pedazos y te vas a joder el tobillo”.

“¿Lo crees? Te apuesto un dólar a que te equivocas”.

“Hecho”, dijo Dominic de inmediato. Se estrecharon las manos para sellar formalmente la apuesta.

“A mí también me parecen bastante deshechas”, observó Alexander

“¿También me vas a comprar nuevas camisetas, mami?”

“Un mes más y se autodestruirán”, pensó Dominic en voz alta.

“Sí, claro. Bueno, tiré bastante mejor que tú con mi Beretta esta mañana”

“A veces se tiene suerte”, dijo Enzo. “Ve si logras repetirlo”.

“Te apuesto cinco dólares a que sí.

“Hecho”. Otro apretón de manos. “Me podría hacer rico así, dijo Dominic. Luego, llegó la hora de pensar en la cena. Esa noche tocaba ternera piccata. Le gustaba la buena carne de ternera y las carnicerías locales eran buenas. Pobres animales, pero no era él quien les cortaba el cuello.

Ahora sí: 1-64 en la próxima salida. Mustafá estaba lo suficientemente cansado como para cederle el volante a Abdulá, pero quería terminar él, y le parecía que podía aguantar una hora más. Se dirigían a un paso en la siguiente cadena montañosa. El tránsito era intenso, pero iba en dirección opuesta. Tomaron la carretera hacia… sí, ahí había un paso de montaña bajo, con un hotel del lado sur y luego un panorama a un muy agradable valle al sur. Un cartel proclamaba su nombre, pero las letras le parecieron demasiado confusas para que su cabeza las organizara en forma de palabra coherente. Sí observó el paisaje que se extendía a su derecha. Ni el paraíso podría haber sido más bonito -hasta había un lugar donde detenerse, bajar del auto y disfrutar del paisaje. Pero claro que no tenían tiempo para eso. Era adecuado que el camino que quedaba fuese una suave pendiente, que cambió por completo su estado de ánimo. Faltaba menos de una hora. Un cigarrillo más para festejar la sincronización. Atrás, Rafi y Zuhayr estaban despiertos otra vez, disfrutando del paisaje. Era la última vez que podrían hacerlo… Un día para descansar y reconocer -tiempo para coordinar vía correo electrónico con los otros tres equipos- y la misión quedaría cumplida. Luego vendría el Abrazo de Alá en Persona. Un pensamiento muy feliz.

CAPÍTULO 13

Punto de encuentro

Tras conducir durante más de tres mil doscientos kilómetros, la llegada fue decepcionante. A menos de un kilómetro de la Interestatal 64 había un Holiday Inn Express que parecía satisfactorio, especialmente porque había un Roy Rogers alado y un Dunkin’Donuts a menos de cien metros colina arriba. Mustafá entró y tomó dos habitaciones contiguas, que pagó con su tarjeta Visa del Banco de Liechtenstein. Mañana explorarían, pero hoy necesitaban dormir. Ni siquiera comer era importante en ese momento. Llevó el auto hasta la puerta de las habitaciones del primer piso que había tomado y apagó el motor. Rafi y Zuhayr abrieron las puertas, luego el maletero. Entraron sus pocas maletas y, debajo de éstas, las cuatro pistolas ametralladoras aún envueltas en gruesas mantas baratas.

“Aquí estamos, camaradas”, anunció Mustafá entrando en la habitación. Era un motel totalmente normal, no como los hoteles más lujosos a los que se habían habituado. Tenían un baño y un pequeño televisor para cada uno. La puerta que conectaba las habitaciones estaba abierta. Mustafá se permitió caer de espaldas en su cama, doble, toda para él. Pero quedaban cosas por hacer.

“Camaradas, las armas siempre deben estar escondidas y las cortinas corridas a toda hora. Hemos llegado demasiado lejos para arriesgamos de manera estúpida”, les advirtió. “Esta ciudad tiene una fuerza policial, no creáis que son tontos. Nos vamos al paraíso en el momento que escojamos, no en el momento que determine un error. Recordadlo”. Luego se sentó y se quitó los zapatos. Pensó darse una ducha, pero estaba demasiado cansado para hacerlo, y mañana no tardaría en llegar.

“¿En qué dirección está La Meca?”, preguntó Rafi.

Mustafá debió pensar durante un segundo antes de adivinar cuál era la línea directa hacia La Meca y hacia el elemento central de la ciudad, la

piedra Kaaba, el centro mismo del universo islámico, a la cual le dirigieron el Salat, versos del Santo Corán que se recitan de rodillas, cinco veces al día.

“Para allá”, dijo señalando al sudeste, hacia una línea que atravesaba el norte de Africa antes de llegar al Más Santo de los Lugares.

Rafi desenrolló su alfombra de oraciones y se puso de rodillas. Era tarde para las oraciones, pero no había olvidado sus deberes religiosos.

Por su parte, Mustafá musitó para sus adentros “a no ser que uno lo olvide”, en la esperanza de que en su actual estado de fatiga Alá lo perdonara. ¿No era Alá infinitamente clemente? Además, éste no era un pecado muy grande. Mustafá se quitó las medias y se echó en la cama, donde el sueño llegó en menos de un minuto.

En la habitación contigua, Abdulá finalizó su Salat y luego enchufó su computadora al costado del teléfono. Discó un número que comenzaba en 800 y oyó el gorjeante chirrido que indicaba que su computadora estaba conectada a la web. Unos pocos segundos más, y vio que tenía correo electrónico. Tres mensajes, además de la habitual basura. Descargó y archivó los e-mails, luego se desconectó, tras un total de quince segundos de conexión, otra de las medidas de seguridad que había aprendido.

Lo que Abdulá ignoraba era que una de las cuatro cuentas había sido interceptada y parcialmente descifrada por la Agencia Nacional de Seguridad. Cuando su cuenta -identificada sólo por un fragmento de palabra y algunos números- se conectó con la de Sard, también fue identificada, pero como receptora, no emisora.

El equipo de Sard había sido el primero en llegar a destino en Colorado Springs, Colorado -la ciudad sólo estaba identiñcada mediante un nombre en código- y acampaba confortablemente en un motel a diez kilómetros de su objetivo. Sabawi, el iraquí, estaba en Des Moines, Iowa, y Mejdi en Provo, Utah. Ambos equipos estaban ubicados y listos para comenzar a operar. Faltaban menos de treinta y seis horas para ejecutar la misión.

Dejó que Mustafá respondiera. De hecho, la respuesta ya estaba programada: “190,2”, lo cual designaba el verso 190 de la segunda Sura. No era exactamente un grito de guerra, sino una afirmación de la Fe que los había llevado allí. Significaba: adelante con la misión.

Brian y Dominic miraban el History Channel en sus sistemas de televisión por cable, algo acerca de Hitler y el Holocausto. Había sido tan estudiado que uno pensaría que no había nada nuevo para agregar, pero así y todo los historiadores se las componían para verlo cada tanto. Esto probablemente se debía en parte a los voluminosos registros que los nazis dejaron en las cuevas de la montaña de Harz, que probablemente seguirían siendo motivo de investigación académica durante los siglos venideros, en que las personas seguirían tratando de imaginar los mecanismos mentales de los monstruos humanos que primero habían proyectado y luego ejecutado semejantes crímenes.

“Brian”, preguntó Dominic “¿qué opinas de esto?”

“Supongo que se podría haberlo evitado todo con sólo un disparo. El problema es que nadie puede predecir el futuro hasta ese punto, ni las gitanas que te dicen la buenaventura. Demonios, Hitler también mató a muchas de ésas. ¿Por qué demonios no se fueron a tiempo de allí?”

“Sabes, Hitler vivió la mayor parte de su vida con sólo un guardaespaldas. En Berlín, vivía en un apartamento de segundo piso, con entrada a la calle, ¿verdad? Tenía sólo un hombre de las SS, probablemente ni siquiera con rango de sargento, a la puerta. Lo matas, abres la puerta, subes las escaleras y eliminas al hijo de puta. Habría salvado muchas vidas, hermano”, concluyó Dominic, estirándose para tomar su vino blanco.

“Caramba. ¿Estás seguro?”

“Es lo que enseña el Servicio Secreto. Envían a uno de sus instructores a Quantico para darle una conferencia sobre temas de seguridad a cada clase. A nosotros también nos sorprendió. Todos hicieron muchas preguntas. El tipo dijo que era muy fácil pasar esa guardia de SS, ejemplo, digamos, cuando uno iba a hacer las compras. Un golpe fácil, hombre. Facilísimo. Al parecer, lo que ocurre es que Adolf se creía inmortal, que no había una bala que llevara su nombre. Eh, si a uno de nuestros presidentes lo mataron en el andén mientras esperaba el tren. Creo que fue Chester Arthur. A McKinley lo mató un tipo que se le acercó con una mano vendada. Supongo que por ese entonces la gente no se cuidaba mucho”.

“Bueno. Facilitaría mucho nuestro trabajo, pero sigo prefieriendo un fusil y una distancia de unos quinientos metros”.

“¿No tienes sentido de la aventura, Aldo?”

“Nadie me paga para hacerme el camikaze, Enzo. Es un oficio sin futuro, ¿sabes?”

“¿Y los suicidas que ponen bombas en Medio Oriente?”

“Es otra cultura, hombre. ¿No recuerdas haberlo estudiado en segundo año? No puedes suicidarte, porque es pecado mortal y luego no te puedes ir a confesar. Me pareció que la hermana Frances Mary lo dejó bien claro”.

Dominic rió. “Bueno, hacía mucho que no pensaba en ella, pero siempre fuiste su favorito”

“Eso es porque en clase no desobedecía como tú”.

“¿Y en la infantería de marina?”

“¿Desobedecer? Los sargentos se ocupaban de eso antes que yo siquiera lo notara. Nadie jodía con el sargento Sullivan, ni siquiera el coronel Winston”. Miró el televisor por uno o dos minutos más. “Sabes, Enzo, hay ocasiones en las cuales una bala puede ahorrar mucho dolor. A este Hitler le hubiera venido bien que le hiciesen un agujero. Pero ni siquiera oficiales militares entrenados pudieron logrado”.

“El tipo que puso la bomba dio por sentado que todos los que estaban en el edificio morirían y no volvió a entrar para cerciorarse de que hubiera sido asi. Lo dicen a diario en la academia del FBI, hermano, dar las cosas por sentadas es la madre de todos los errores”.

“Hay que asegurarse, sí. Cualquier cosa a la que valga la pena pegarle un tiro, merece dos”.

“Amén”, asintió Dominic.

Las cosas habían llegado a un punto en que Jack Ryan Jr. oia las noticias matinales de la NPR esperando enterarse de algo terrible. Suponía que eso le ocurría por ver tanta información de inteligencia sin tener la capacidad de darse cuenta de si era urgente o no.

Pero aunque no sabía mucho, lo que sabía era bastante preocupante. Estaba obsesionado con Uda bm Sali -posiblemente porque Sali era el único “jugador” sobre quien tenía información. Y eso era asi porque Sali era su propio caso de estudio. Tenía que descifrar a ese personaje porque si no lo hacía… le dirían que se buscase otro trabajo…? No había considerado esa posibilidad hasta ahora, lo cual, en si, ya auguraba mal futuro para él en el negocio del espionaje. Claro que su padre había tardado en encontrar en qué era bueno -de hecho, nueve años después de graduarse en el Boston College- y no había pasado un año desde que él mismo obtuviera su diploma en Georgetown. ¿Lograría diplomarse en el Campus? Era más o menos la persona más joven entre las que trabajaban allí. Hasta las secretarias eran mayores que él. Maldición, ésa era otra cosa en que no había pensado.

Sali era una prueba para él, probablemente una prueba muy importante. ¿Significaba eso que Tony Wills ya sabía quién era Sali y que él andaba detrás de datos que ya habían sido totalmente analizados? ¿O significaba que él debía establecer un caso por su cuenta y hacer que lo aceptaran una vez que extrajera sus propias conclusiones? Eran pensamientos muy grandes para tenerlos frente al espejo, afeitadora Norelco en mano. Ya no estaba en la escuela. Reprobar una materia aquí podía significar perder… ¿la vida? No, nada tan grave, pero tampoco nada bueno. Era como para reflexionarlo con una taza de café y la CNN en la cocina.

Para el desayuno, Zuhayr se dirigió colina arriba y adquirió dos docenas de donuts y cuatro cafés grandes. América era un país de locos. Tantas riquezas naturales -árboles, ríos, magníficas carreteras, increíble prosperidad- al servicio de idólatras. Y aquí estaba, bebiendo su café y comiendo sus donuts. El mundo estaba verdaderamente loco y si podía decirse que marchaba según un plan, ése era el Plan de Alá, no algo que siquiera los Creyentes pudieran entender. Sólo debían obedecer lo que está escrito. Al regresar al motel, vio que los dos televisores sintonizaban las noticias -CNN, la red de noticias global- o sea, la que orientaban los judíos. Era una pena que los estadounidenses no miraran Al-Jazeera, que al menos trataba de hablarles a los árabes, aunque, para él, ya se había contagiado la enfermedad estadounidense.

“Comida”, anunció Zuhayr. “Y bebida”. Una caja de donuts fue a su habitación, otra a la de Mustafá, quien aún se frotaba los ojos tras once horas de dormir roncando.

“¿Cómo dormiste, hermano mío?”, le preguntó Abdulá al jefe del equipo.

“Fue maravilloso, pero aún tengo las piernas entumecidas”. Su mano se lanzó a la gran taza de café y arrebató un donut cubierto de azúcar de arce, comiéndose la mitad de un solo bocado monstruoso. Se frotó los ojos y miró la televisión para ver qué estaba ocurriendo en el mundo. La policía israelí había matado a tiros a otro santo mártir antes de que éste alcanzara a detonar su chaleco de Semtex.

“Qué estúpido”, observó Brian. “Cúan difícil es tirar de un cordón?”

“Me pregunto cómo habrán dado con él los israelíes. La conclusión es que tienen informantes pagos dentro de Hamas. Para la policía, éste debió de ser un Caso Principal con su código de identificación, recursos asignados y ayuda de sus organizaciones de inteligencia”.

“También torturan, ¿no?”

Dominic asintió después de pensarlo por un segundo. “Sí, supuestamente en forma controlada por su sistema legal y todo eso, pero interrogan con un poco más de energía que nosotros”.

“¿Funciona?”

“Un día tratamos en el tema en la Academia. Si le acercas un cuchillo a la pija a alguien, lo más probable es que entienda que cantar será lo más conveniente, pero no es algo en lo que nadie quiera pensar demasiado. Digo, en abstracto puede ser hasta cómico, pero, sabes, hacerlo no debe de ser muy agradable. La otra pregunta es ¿cuánta buena información genera realmente? Lo más posible es que el tipo diga cualquier cosa con tal de que el cuchillo se aleje de su compañerito, o de que cese el dolor o lo que sea. Los delincuentes suelen mentir muy bien, a no ser que sepas más que ellos. Como sea, no podemos hacerlo. Sabes, la Constitución y todo eso. Puedes amenazarlos con largas penas de cárcel y gritarles, pero aun en ese aspecto hay límites”.

“¿Igual cantan?”

“En su mayoría, sí. Interrogar es un arte. Algunos saben hacerlo muy bien. Yo nunca tuve mucha ocasión de aprender, pero he visto gente que lo hace. El verdadero truco es desarrollar una relación con el interrogado, decir cosas, como, sí, esa mala niñita se lo buscó, ¿verdad? Después de hacerlo te dan ganas de vomitar, pero el juego es que el hijo de puta confiese. Una vez que esté encerrado, sus compañeros lo van a acosar mucho más que tú. Si hay algo que no conviene ser en la cárcel es abusador de niños”.

“Lo creo, Enzo. Tal vez le hiciste un favor a tu amigo de Alabama”.

“Depende de si crees o no en el infierno”, respondió Dominic. Tenía sus propias opiniones al respecto.

Wills llegó temprano esa mañana. Cuando Jack entró, lo vio sentado al monitor. “Por una vez me ganaste”.

“El auto de mi esposa regresó del taller. Ahora le toca a ella llevar a los niños a la escuela”, explicó. “Mira las novedades de Meade”, indicó.

Jack encendió su computadora, esperó que terminaran los procedimientos de inicio y tipeó su código personal para acceder al archivo de bajada de tráfico interagencias de la sala de computadoras del piso de abajo.

Encima de la pila electrónica había un despacho de prioridad FLASH de NSA Fort Meade a CIA y a FBI, y a Defensa Territorial, alguno de los cuales indudablemente ya había informado al Presidente en el transcurso de la mañana. Curiosamente, el mensaje era casi inexistente, sólo una serie de números.

“¿Y esto?”, preguntó Junior.

“Puede tratarse de un pasaje del Corán. El Corán tiene ciento catorce Suras -capítulos- con un número variable de versos. Si es una referencia de esa índole, se trata de un verso que no tiene nada particularmente dramático. Mira”.

Jack hizo clic con su ratón. “¿Eso es todo?”

Wills asintió. “Eso es todo, pero lo que creen en Meade es que un mensaje así de anodino tiene que denotar alguna otra cosa -algo importante. Los espías tienden a hablar al revés cuando quieren decir algo importante”.

“Ajá. ¿Me dices que porque parece no tener importancia puede ser importante? iDemonios, Tony, eso puede decirse sobre cualquier cosa! ¿Qué más saben? ¿La red desde donde se conectó el tipo, esa clase de cosas?”

“Es una red privada europea, con ochocientos números en todo el mundo, y sabemos que hay mala gente que la ha usado. No hay forma saber desde dónde se conectan los miembros”.

“De acuerdo, de modo que, en primer lugar, no sabemos si el mensaje tiene importancia. Segundo, no sabemos dónde se originó. Tercero, no tenemos forma de saber quién lo leyó ni desde dónde. En síntesis, no sabemos ni mierda, pero todos estamos inquietos. ¿Qué más? El originador, ¿qué sabemos de él?”

“Se estima que él -o ella, por lo que sabemos- posiblemente está en el juego”.

“¿En qué equipo?”

“Adivina. Los especialistas en deducir perfiles de la NSA dicen que la sintaxis del tipo parece indicar que su idioma materno es el árabe. Los psicólogos de la CIA están de acuerdo. No es la primera vez que interceptan mensajes de este individuo. En ocasiones, le ha dicho cosas feas a gente fea, con correspondencia temporal con otras cosas muy feas”.

“¿Es posible que sea una señal que tenga algo que ver con el suicida con bomba que la policía israelí liquidó hoy?”

“Es posible, pero no muy probable. Por lo que sabemos, el originador no tiene nada que ver con Hamas”.

“Pero en realidad no sabemos, ¿no?”

“Con esta gente, nunca estamos seguros de nada”.

“De modo que estamos donde comenzamos. Estamos dándole vueltas a algo sobre lo cual en realidad no sabemos ni mierda”.

“Ése es el problema. En estas burocracias es mejor gritar ‘¡Hobo!’ y equivocarse que mantener la boca cerrada cuando la gran bestia gris escapa con una oveja en la boca”.

Ryan se reclinó en su silla. “Tony ¿cuántos años estuviste en Langley?”

“Unos cuantos”, respondió Wills.

“¿Cómo demonios lo soportabas?”

El analista jefe se encogió de hombros. “A veces me lo pregunto”.

Jack regresó a su computadora para examinar lo que quedaba del tráfico de mensajes matutino. Decidió verificar si Sali había hecho algo inusual en el transcurso de los últimos días, sólo para cubrirse las espaldas y, al pensarlo, John Patrick Ryan Jr. comenzó, sin darse cuenta, a pensar como un burócrata.

“Mañana será un poco distinto”, les dijo Pete a los gemelos. “Michelle será su objetivo, pero esta vez irá disfrazada. Su misión será identificarla y seguirla hasta su destino. No sé si les dije que es buena con los disfraces”.

“¿Va a tomar la píldora de la invisibilidad, no?”, preguntó Brian.

“Ésa es su misión”, aclaró Alexander.

“¿Nos vas a dar anteojos mágicos para que veamos a través del maquillaje?”

“No lo haría si los tuviera, y no los tengo”.

“Vaya amigo”, observó fríamente Dominic.

A las once de la mañana llegó la hora de revisar el objetivo. Convenientemente ubicado a un cuarto de milla al norte de la Ruta Nacional 29, el Fashion Square de Charlottesville era un centro de compras mediano que vivía mayormente de una clientela de altos ingresos compuesta de los habitantes locales más adinerados y los estudiantes de la cercana universidad de Virginia. En un extremo estaba la tienda JC- Penney, al otro Sears y entre los dos las tiendas Belk para damas y caballeros. Inesperadamente, no había un patio de comidas; el que hizo el reconocimiento no fue cuidadoso. Una decepción que no los sorprendió. Los equipos de avanzada de la organización solían estar compuestos de meros voluntarios que no se tomaban sus misiones muy en serio. Pero, observó Mustafá mientras seguía su camino, ello no sería un problema.

Desde un patio central irradiaban los cuatro corredores principales de la construcción. Incluso había un puesto informativo donde se entregaban diagramas del centro comercial que mostraban dónde quedaba cada negocio. Mustafá le echó una mirada a uno. Sus ojos vieron una estrella de David que se destacaba en las páginas. ¿Una sinagoga aquí” ¿Era posible? Siguió su camino esperando a medias que lo fuera.

Pero no era así. Se trataba de la oficina de seguridad del centro comercial, donde había un empleado uniformado con camisa azul claro y pantalones azul oscuro. El hombre no llevaba pistola al cinto. Eso era bueno. Sí tenía un teléfono, con el cual indudablemente llamaría a la policía local. Así que este hombre negro tendría que ser el primero. Una vez que decidió eso, Mustafá volvió sobre sus pasos, pasó por los baños y por la máquina expendedora de Coca-Cola y giró a la derecha, alejándose de los locales para hombres.

Se dio cuenta de que era un excelente objetivo. Sólo tres entradas campo de fuego despejado desde el patio central. Los locales individuales eran casi todos rectangulares y tenían accesos abiertos a los corredores. Al día siguiente, más o menos a esa hora, estarían mucho más atestados. Estimó que tenía ante sí unas doscientas personas, y aunque durante todo el camino había pensado que querría matar a unos mil cualquier número que sobrepasara los doscientos sería una considerable victoria. Había todo tipo de negocios y, a diferencia de los centros de compras sauditas, hombres y mujeres hacían sus compras en el mismo lugar. Muchos niños también. Cuatro de los locales figuraban como especializados en niños, ¡hasta había uno de Disney! No había contado con ello, y poder atacar uno de los iconos más amados por los estadounidenses sería muy dulce.

Rafi apareció a su lado. “¿Y?”

“Podría ser un objetivo mayor, pero es casi perfecto para nosotros. Todo en un solo nivel”, dijo Mustafá.

“Como siempre, Alá es generoso”, dijo Rafi sin poder ocultar su entusiasmo.

La gente circulaba. Muchas mujeres jóvenes llevaban a sus pequeños en carritos; vio que se los podía arrendar en un puesto ubicado junto a la peluquería.

Tenía que comprar algo. Lo obtuvo en un Radio Shack que estaba junto a una Joyería Zales. Cuatro radios portátiles y baterías, que pagó en efectivo, a cambio del cual recibió una breve conferencia acerca del funcionamiento de las radios. En síntesis, podría haber sido mejor desde el punto de vista teórico, pero no se suponía que actuaran en una atareada calle de ciudad. Además en la calle habría policías con armas que no los dejarían llevar a cabo su tarea. De modo que, como siempre ocurre en la vida, había que comparar lo amargo con lo dulce, y allí tenían mucho dulce para saborear. Los cuatro compraron pretzels en Aunt Anne y regresaron al auto, pasando frente a JCPenney. La planificación formal se llevarfa adelante en sus habitaciones del motel, con más café y donuts.

La tarea oficial de Jerry Rounds era encabezar la planificación estratégica del lado blanco del Campus. Desempeñaba bastante bien esa tarea,podrfa haber sido un verdadero lobo en Wall Street, de no haber elegido seguir la carrera de oficial de inteligencia de la Fuerza Aérea cuando terminó sus estudios en la Universidad de Pennsylvania. El servicio incluso había pagado su título de Master en la Wharton School of Bussiness antes de hacerlo coronel. Ello le había suministrado un inesperado título de master que colgar en la pared, lo que a su vez le daba una soberbia excusa para estar en el negocio bursátil. Incluso, éste era motivo de diversión para ese ex jefe de análisis de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, que se había desempeñado en el edificio del cuartel general de la Agencia de Inteligencia de Defensa, en la Base de la Fuerza Aérea Bolling en Washington. Allí había terminado por darse cuenta de que ser un especialista sin rango -nunca había llevado las alas plateadas de piloto de la USAF- no compensaba su estatus de ciudadano de segunda en un servicio totalmente dominado por quienes volaban, aun cuando él era más inteligente que veinte de ellos juntos. Incorporarse al Campus había ensanchado sus horizontes en muchos aspectos.

“¿Qué hay, Jerry?”, preguntó Hendley.

“La gente de Meade y del otro lado del río está muy interesada en algo”, replicó Rounds alcanzándole unos papeles.

El ex senador leyó la transcripción del tráfico durante aproximadamente un minuto y luego la devolvió. En un instante, supo que ya había visto casi todo antes. “¿Y?”

“Que esta vez puede que no se equivoquen, jefe. He estado atento al trasfondo de esto. La cosa es que tenemos una combinación de disminución de los mensajes de jugadores conocidos combinadas con esto. Me pasé mi vida en la CIA buscando coincidencias. Esta lo es”.

“Bien, ¿qué están haciendo con eso?”

“A partir de hoy, aumentará un poco la seguridad en los aeropuertos. El FBI pondrá gente en las puertas de partida”.

“¿Aún no salió nada en la TV?”

“Bueno, tal vez los muchachos de Seguridad Territorial se hayan vuelto más inteligentes en lo que hace a la difusión. Es contraproducente. La forma de agarrar una rata no es gritándole. Es mostrándole lo que quiere ver y después rompiéndole el maldito cuello”.

O haciendo que un gato le salte encima cuando menos se lo espere. pensó Hendley, aunque no lo dijo. Pero eso era más difícil de llevar a cabo

En cambio preguntó: “¿Alguna idea de qué podemos hacer?”

“Por ahora no. Es como cuando avanza un frente de tormenta. Puede que contenga lluvias y granizo, pero no existe una forma práctica de detenerlo”.

“¿Jerry ¿cuán buenos son nuestros datos con respecto a la gente de planificación, los que dan las órdenes?”

“Algunos son muy buenos. Pero son sobre la gente que transmite las órdenes, no sobre quienes las originan”.

“¿Y si les ocurriera algo?”

Rounds asintió de inmediato. “Así se habla, jefe. En ese caso, los peces realmente gordos tal vez se asomaran. Especialmente si no saben que se acerca una tormenta”.

“Por ahora ¿cuál es la mayor amenaza?”

“El FBI piensa en autos-bomba, o tal vez en alguien con un abrigo de C-4, como en Israel. Es posible, pero desde el punto de vista operativo, no estoy seguro”, Rounds se sentó en la silla que se le ofrecía, “una cosa es darle a un tipo de éstos un paquete de explosivos y ponerlo dentro de un autobús para que llegue a destino pero eso, aplicado a nuestras circunstancias, se complica un poco, Hay que traer al tipo aquí, equiparlo -lo cual implica disponer de explosivos, lo cual es otra complicación-, luego hacer que se familiarice con el objetivo, luego llevarlo allí. y luego, se espera que el que va a poner la bomba mantenga su motivación muy lejos de su red de apoyo, muchas cosas pueden salir mal y es por eso que las operaciones negras se hacen de la forma más simple que se pueda, ¿Para qué hacer cosas complicadas que pueden acarrear problemas?”

“Jerry, ¿cuántos objetivos duros tenemos?”, preguntó Hendley,

“¿En total? Unos seis, De ésos, cuatro son objetivos reales, indudables”,

“¿Me puedes suministrar ubicaciones y perfiles?”

“Cuando quieras”.

“El lunes”, No tenía sentido pensarlo durante el fin de semana, Tenía planeados dos días de cabalgatas, tenía derecho a un par de días libres cada tanto,

“Entendido, jefe”, Rounds se puso de pie y se dirigió a la puerta, Allí se detuvo y se volvió, “Oh, hay un tipo en Morgan and Steel, departamento de bonos, es un delincuente, juega fuerte con dinero de los clientes, unos ciento cincuenta”, esto significaba cíento cincuenta millones de dinero ajeno,

“¿Alguien se dio cuenta?”

“No, yo soy el único que lo identificó, lo conocí hace un par de meses en Nueva York y algo en él me pareció raro, de modo que intervine su computadora personal. ¿Quieres ver sus notas?”

“No es nuestro trabajo, Jerry”

“Lo sé, interrumpí nuestros negocios con él para estar seguro de que no jodería con nuestros fondos, pero creo que ya sabe que es hora de partir, tal vez un viaje al otro lado del charco, pasaje de ida, alguien debería echarle una mirada, ¿Tal vez Gus Wemer?”

“Lo pensaré, gracias por la puesta al día”,

“Entendido”, Y Rounds siguió su camino.

“De modo que intentamos acercamos a ella sin que se dé cuenta, ¿no?”,preguntó Brian.

“Ésa es la misión”, asintió Peter.

“¿Cuán cerca?”

“Lo más que puedas”.

“¿Tanto como para meterle un tiro en la nuca?”, preguntó el infante de Marina.

“Tanto como para ver sus aros”, Alexander decidió que ésa era la forma más educada de decirlo. Además, era precisa, dado que la señora Peters llevaba el cabello bastante largo.

“Así que, ¿no pegarle un tiro en la cabeza sino cortarle el cuello?“, continuó Brian.

“Mira, Brian, dilo como quieras. Lo suficientemente cerca como para tocarla, ¿de acuerdo?”

“De acuerdo, sólo para asegurarme de que lo entiendo”, dijo Brian. “¿Llevamos nuestra riñonera?”

“Sí”, respondió Alexander, aunque no era necesario. Brian estaba siendo un problema otra vez. ¿Quién ha oído hablar de infantes de marina con problemas de conciencia?

“Nos hará más conspicuos”, objetó Dominic.

“Disimúlenlo de alguna manera. Sean creativos”, sugirió el oficial de entrenamiento con tono ligeramente irritado.

“¿Cuándo sabremos exactamente para qué es todo esto?”, preguntó Brian.

“Pronto”.

“Siempre dices lo mismo, tio”.

“Mira, puedes regresar a Carolina del Norte cuando quiera”.

“Lo he pensado”, le dijo Brian.

“Mañana es viernes. Píénsalo durante el fin de semana, ¿de acuerdo?”

“De acuerdo”. Brian retrocedió. El tono del diálogo se había vuelto un poco más áspero de lo que quería. Era hora de retroceder. No le disgustaba nada Pete. Era el no saber, y lo poco que le gustaba lo que parecía ser. Lastimar mujeres no entraba en su credo. Tampoco niños, que había sido precisamente lo que había hecho que su hermano estallara -no es que eso le pareciera mal a Brian. Se preguntó por un momento si él hubiera hecho lo mismo y se dijo a sí mismo que por una niña, sí claro, pero no estaba muy seguro. Cuando terminó la cena, los gemelos se encargaron de lavar los platos y luego se instalaron frente al televisor a beber unos tragos y ver el History Channel.

Un poco más al norte la situación de Jack Ryan Jr. era parecida. Bebía ron con coca y pasaba una y otra vez del History al History International, con alguna pasada por Biografía, donde daban un programa de dos horas sobre Josef Stalin. Ese individuo, pensó Junior, era un hijo de puta bien frío. Forzar a uno de sus allegados a firmar la orden de prisión para su propia esposa. Mierda. ¿Pero cómo era que esa persona de aspecto poco impresionante ejercía tal poder sobre sus propios pares? ¿Qué era ese poder que ejercía sobre los demás? ¿De dónde provenía? ¿Cómo lo mantuvo? El padre de Jack era un hombre de considerable poder, pero nunca había dominado a la gente de forma siquiera parecida a ésa. Probablemente, nunca se le había ocurrido hacerlo, ni tampoco

matar gente por, en última instancia, pura diversión ¿Qué personas eran así? ¿Aún existían?

Bueno, debían de existir. Si algo no cambiaba nunca en el mundo, era la naturaleza humana. Aún existía gente cruel y brutal. “Tal vez la sociedad ya no los incitaba a serlo, como, digamos, en el Imperio Romano. Los juegos con gladiadores habían condicionado a la gente para que aceptara y aun disfrutara del espectáculo de la muerte violenta, y la oscura verdad del asunto era que si a Jack le hubieran dado acceso a una máquina del tiempo, podría haber -habría- ido al Anfiteatro Flavio a verlos, sólo por una vez. Pero eso era curiosidad humana, no sed de sangre. Sólo una ocasión de ganar conocimiento histórico, de ver y leer una cultura vinculada a la suya, pero diferente. Tal vez incluso vomitara ante el espectáculo…, o tal vez no. Tal vez su curiosidad fuera lo suficientemente fuerte. Pero lo que era seguro era que si fuera allí, iría con un amigo. Por ejemplo, la Beretta.45 que Mike Brenna le enseñó a disparar. Se preguntó cuántos otros estarían dispuestos a hacer el viaje. Probablemente unos cuantos. Hombres. No muteres. Las mujeres necesitarían de mucho condicionamiento social para mirar eso. ¿y los hombres? Los hombres se criaban viendo películas como Silverado y Salvando al Soldado Ryan. Los hombres querían saber cómo se desempeñarían en situaciones así. De modo que no, la naturaleza humana no cambiaba. La sociedad tendía a aplastar a los crueles, y como el hombre era una criatura dotada de raciocinio, la mayor parte de las personas evitaba el comportamiento que la podía llevar a la cárcel o al cadalso. De modo que el hombre podía aprender con el tiempo, pero los impulsos básicos no, de modo que uno alimentaba a esas feas bestezuelas con fantasías, libros y películas y sueños, pensamientos que atravesaban la conciencia cuando uno se iba a dormir. Tal vez los policías lo pasaran mejor. Ellos podían dar rienda suelta a su bestezuela cuando lidiaban con quienes se pasaban de la raya. Probablemente fuera satisfactorio, pues se alimentaba a la bestia y se protegía a la sociedad al mismo tiempo.

Pero si la bestia aún vivía en los corazones de los hombres, en alguna parte debía de haber hombres que usarían sus talentos -no tanto para controlada como para ponerla a su servicio, para usarla como herramienta en su busca personal del poder. Esos hombres eran Los Malos. Los que no lograban su cometido se llamaban sociópatas. Los que lo lograban se llamaban… presidentes.

¿A dónde conducía todo esto?, se preguntó Jack Jr. A fin de cuentas, sólo era un muchacho, aunque lo negara, y aunque para la ley fuera un hombre hecho y derecho. ¿Un hombre hecho ya no crecía? ¿Dejaba de hacerse preguntas? ¿Dejaba de buscar información o -según él consideraba- la verdad?

Pero una vez que tenías la verdad, ¿qué demonios hacías con ella? Aún no lo sabía. Tal vez sólo fuese una cosa más para aprender. Sin duda, tenía la misma necesidad de aprendizaje de su padre, si no, ¿por qué estaba viendo ese programa en lugar de alguna estúpida comedia de situaciones? Tal vez debiera comprarse algún libro que tratase de Stalin y Hitler. Los historiadores se lo pasaban revisando viejos archivos. El problema era que aplicaban sus ideas personales a lo que encontraban.

Probablemente necesitara un psicólogo para que lo ayudara a ver las cosas en perspectiva. Ellos también tenían prejuicios ideológicos, pero al menos su forma de pensar tenía una pátina de profesionalismo. A Junior le incomodaba irse a dormir cada noche con pensamientos sin resolver y verdades sin encontrar. Pero suponía que de eso se trataba lo que llamamos la vida.

Todos oraban. Quedamente. Abdulá musitaba lo que leía en su Corán. Mustafá recorrfa ese mismo libro en la intimidad de su mente; no todo, por supuesto, sólo las partes vinculadas a su misión del día siguiente. Ser valientes, recordar su Santa Misión, llevarla adelante sin piedad. La piedad era cosa de Alá.

¿Y si sobrevivimos?, se preguntó, y el pensamiento lo sorprendió. Claro que tenían un plan para esa eventualidad. Iban otra vez hacia al oeste, intentaban regresar a México de alguna manera, y de allí volaban de regreso a casa, donde sus camaradas los recibirían alborozados. En realidad, no creía que ello ocurriera, pero la esperanza es algo que nadie deja por completo de lado y por más atractivo que fuese el paraíso, la vida en la tierra era lo único que realmente conocía.

También ese pensamiento lo sobresaltó. ¿Acababa de dudar de su Fe? No exactamente. Sólo un pensamiento pasajero. No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su profeta, recitó en su mente, expresando la Shahada, que era el cimiento mismo del Islam. No, no podía negar su Fe ahora. Su Fe lo había hecho atravesar el mundo hasta llegar al lugar donde tendría lugar su martirio. Su Fe había criado y nutrido su vida, desde la infancia, desde la ira de su padre hasta la tierra misma de los infieles que escupían sobre el Islam y nutrían a los israelíes, para allí ofrecer su vida en testimonio de su Fe. Y morir, probablemente. Casi con certeza, a no ser que Alá quisiera otra cosa. Porque todo está escrito por la Mano Misma de Alá…

El despertador sonó justo antes de las seis. Brian llamó a la puerta de su hermano.

“Arriba, agente federal. Que el día se va”.

“¿Estás seguro?”, observó Dominic desde el extremo del pasillo. “iTe gané, Aldo!” Era la primera vez que eso ocurría.

“Entonces pongámonos en movimiento, Enzo”, respondió Brian, y salieron juntos. Una hora y cuarto después: estaban juntos ante la mesa del desayuno.

“Es un buen día para estar vivo”, observó Brian con su primer sorbo de café.

“El cuerpo de infantes de marina te debe de haber lavado el cerebro, hermano”, observó Dominic, mientras sorbía su café.

“No, es que las endocrinas hacen su trabajo. Así se miente a sí mismo el cuerpo humano”.

“Con la edad, se pasa”, les dijo Alexander. “¿Están listos para su pequeño ejercicio de campo?”

“Sí, sargento mayor”, repuso Brian con una sonrisa. “Listos para eliminar a Michelle para la hora del almuerzo”.

“Sólo si la pueden rastrear sin que ella lo note”.

“Sería más fácil en el bosque, sabes. Estoy entrenado para esa actividad en particular”.

“Brian, ¿qué crees que hemos estado haciendo todo este tiempo?”, inquirió suavemente Pete.

“Ah, ¿de eso se trataba?”

“Primero consíguete zapatillas nuevas”, aconsejó Dominic.

“Sí, lo sé. Éstas están prácticamente muertas”. La lona de la parte superior se estaba separando de la suela de goma y las suelas mismas estaban prácticamente deshechas. Odiaba desprenderse de ellas. Había corrido muchas millas con esas zapatillas y uno puede sentirse sentimental con cosas así, lo cual suele ser motivo de enfado para una esposa.

“Iremos temprano al centro de compras. Hay un Foot Locker al lado de donde alquilan cochecitos de bebé”, le recordó Dom a su hermano.

“Sí, lo sé. Bien, Pete, ¿algún consejo con respecto a Michelle?”, preguntó Brian. “Sabes, antes de partir a una misión se estila dar instrucciones previas”-

“Está bien que lo pregunte, capitán. Sugiero que la busquen en Victoria’s Secret, justo frente a The Gap. Si se acercan lo suficiente sin que los vea, ganan. Si ella pronuncia su nombre cuando están a más de tres metros de distancia, perdieron”.

“Eso no es estrictamente justo”, seilaló Dominic. “Ella sabe qué aspecto tenemos, en particular altura y peso. Un verdadero malo no contaría con esa información. Se puede fingir ser más, pero no menos alto”.

“Y además, mis tobillos no soportan los tacones altos”, agregó Brian.

“De todas formas, con tus piernas no te quedarían bien, Aldo”, se burló Alexander. “Alguien dijo que sería un trabajo fácil?”

Lo único que no nos dijeron es de qué se trata el maldito trabajo, pensó Brian. En cambio, dijo: “Está bien, improvisamos, nos adaptamos, vencemos”.

“¿Quién eres ahora, Harry el Sucio?”, preguntó Dominic mientras terminaba su McMuffin.

“En el Cuerpo, es el civil que más nos gusta, hermano. Probablemente habría sido un buen sargento artillero”.

“Especialmente con su Smith.44”

“Un poco ruidosa para arma de mano. Dura para la mano, también. Tal vez la excepción sea la Auto-Mag. ¿Alguna vez disparaste con una de ésas?”

“No, pero empuñé una en el gabinete de armas en Quantico. Debería incluir un acoplado para transportarla, pero apostaría a que hace buenos agujeros”.

“Sí, pero si quieres ocultada, más te vale ser Hulk Hogan”.

“Ya lo creo, Aldo”. En el aspecto práctico, sus riñoneras no ocultaban mucho sus armas, sólo hacía que fueran más fáciles de llevar. Cualquier policía se daría cuenta de lo que eran al primer vistazo, aunque pocos civiles las reconocerían. Ambos hermanos llevaban una pistola cargada y un cargador adicional en las riñoneras, cuando las usaban. Pete quería que lo hicieran así de modo que les fuese más dificil rastrear a Michelle Peters sin que lo notara. Bueno, algo así era de esperar en un oficial de entrenamiento, ¿verdad?

A cinco millas de allí, comenzaba el mismo día en el Holiday Inn Express. Ese día, a diferencia de los anteriores, todos desenrollaron sus alfombras de oración y, al unísono, dijeron su Salat matutino por lo que creían sería la última vez. Sólo les llevó unos minutos y luego todos hicieron sus abluciones, para purificarse para la tarea que llevarían a cabo. Zuhayr incluso se tomó el tiempo para retocarse la barba, hasta dejada exactamente como querría llevada por toda la eternidad. Satisfecho, se vistió.

Sólo cuando estuvieron completamente preparados se dieron cuenta de que faltaban horas para que llegase el momento. Abdulá fue al Dunkin’Donuts a buscar el desayuno y el café, y esta vez regresó incluso con un diario, que circuló por ambas habitaciones mientras los hombres bebían su café y fumaban sus cigarrillos.

Para sus enemigos, eran fanáticos, pero seguían siendo humanos y la tensión del momento era desagradable y no hacía más que aumentar. El café no hacía más que inundar sus mentes de cafeína, haciendo que las manos les temblaran y sus ojos se fijaran en las noticias de la televisión. Cada pocos segundos miraban sus relojes, deseando en vano que las manecillas dieran la vuelta al dial más rápido, y bebían más café.

“Ahora nos estamos entusiasmando ¿verdad?”, le preguntó Jack a Tony en el Campus. Hizo un gesto hacia su computadora. “Qué ves allí que yo no vea, compadre?”

Wills se hamacó en su silla. “Una combinación de cosas. Quizá sea real. Quizá sea sólo una coincidencia. Quizá sea una deducción de las mentes de analistas profesionales. ¿Sabes cómo se hace para saber qué es en realidad?”

“¿Esperar una semana, volver a mirar y constatar si realmente ocurrió algo?”

Esto hizo reír a Tony Wills. “Junior, estás aprendiendo a ser espía. Dios, he visto más predicciones equivocadas en el negocio de la inteligencia que las que se hacen en las carreras de caballos en Pimlico. Sabes, a no ser que sepas, no sabes, pero a la gente del medio no le gusta pensar así.

“Recuerdo que, cuando era niño, papá a veces tenía un humor de perros…”

“Estuvo en la CIA durante la guerra fría. Los jefes siempre pedían predicciones que nadie estaba en condiciones de hacer, al menos no si la idea era que significaran algo. Habitualmente, tu padre era el que decía, ‘esperen y verán’, y eso realmente los enfurecía, pero, sabes, solía tener razón y nunca hubo desastres mientras él estaba de guardia”.

“¿Llegaré a ser así de bueno?”

“Eso es esperar mucho, chico, pero nunca se sabe. Tienes la suerte de estar aquí. Al menos, el Senador sabe qué significa ‘no sé’-’ Significa que su gente le dice la verdad y que sabemos que no somos Dios”.

“Sí, recuerdo eso de la Casa Blanca. Siempre me impresionó cuánta gente en Washington creía serlo”.

Dominic conducía. Eran unas agradables tres o cuatro millas colina abajo hasta la ciudad.

“Victoria’s Secret? ¿y si la sorprendemos comprándose un camisón?“, se preguntó Brian.

“Sólo podemos soñar”, dijo Dominic, girando a la izquierda en la calle Rio. “Llegamos temprano. ¿Compramos tus zapatillas antes?”

“Buena idea. Estaciona junto a la sección de hombres de tiendas Belk”.

“Entendido, capitán”.

“¿Ya es hora?”, preguntó Rafi. Era la tercera vez que lo hacía en el transcurso de la última media hora.

Mustafá miró su reloj: 11:48. Faltaba poco. Asintió.

“Amigos míos, preparen sus cosas”.

No cargaron las armas, sino que las metieron en bolsas de compras. Armadas, eran demasiado abultadas y obvias. Cada hombre tenía doce cargadores con treinta tiros cada uno, encintados de a pares. Cada arma tenía un gran silenciador listo para atornillar al cañón. El propósito de éstos no era tanto silenciar como controlar. Recordó lo que Juan le dijo en Nuevo México. Estas armas tendían a saltar y errarle al blanco hacia la derecha y arriba. Pero él y sus amigos ya habían repasado el tema de las armas y todos sabían cómo disparar, ya las habían disparado cuando se las entregaron, de modo que sabían qué esperar. Además, se dirigían a lo que los soldados estadounidenses llamaban “un medio rico en objetivos”.

Zuhayr y Abdulá llevaron su equipo de viaje y lo guardaron en el maletero de su Ford alquilado. Tras pensarlo, Mustafá decidió poner allí también las armas, de modo que los cuatro, cada uno con su bolsa de compras, salieron del auto y pusieron sus bolsas en el suelo junto al maletero. Una vez hecho esto, Mustafá subió al auto, llevándose, sin pensarlo, la llave de su habitación en el bolsillo. El trayecto no era largo. El objetivo estaba a la vista.

El estacionamiento tenía los puntos de entrada habituales. Escogió la entrada noroeste, cerca de la sección para hombres de Belk’s, cerca de la cual podían estacionar. Allí, apagó el motor y rezó su última plegaria de la mañana. Los otros tres hicieron lo mismo, salieron y caminaron hacia la parte trasera del vehículo. Mustafá abrió el maletero. Estaban a menos de cincuenta metros de la puerta. Estrictamente hablando, no tenía mucho sentido ocultarse, pero Mustafá recordó el puesto de seguridad. La forma de demorar la respuesta policial era comenzando por allí. De modo que les indicó que mantuvieran las armas en sus bolsas de compras, y con éstas pendiendo de sus manos izquierdas, entraron.

Era viernes, un día de compras menos activo que el sábado, pero lo suficientemente atestado para que les sirviera. Entraron, pasando LensCrafter, donde había mucha gente, la mayoría posiblemente escapara ilesa, lo cual era una pena, pero aún tenían por delante el área principal de compras.

Brian y Dominic estaban en Foot Locker, pero Brian no encontró allí nada que le gustara, El Stride Rite que quedaba alIado sólo era para niños, de modo que los gemelos siguieron camino y giraron a la derecha, Sin duda, American Eagle Dutfitters tendría algo, tal vez de cuero y caña alta, para proteger los tobillos,

Doblando a la izquierda, Mustafá pasó una juguetería y varias tiendas de ropa de camino al Patio Central. Sus ojos barrían rápidamente el área. Había tal vez unas cien personas en su campo de visión inmediata y a juzgar por los KB Toys, los negocios estarían bien llenos. Pasó el Sunglass Hut y dobló a la izquierda, en busca de la oficina de seguridad. Estaba convenientemente ubicada, tan sólo a pasos de los baños. Los cuatro entraron juntos en los baños para hombres.

Unas pocas personas los habían notado -cuatro hombres de apariencia igualmente exótica eran un espectáculo inusual- pero un centro comercial estadounidense es lo más parecido que existe a un zoológico para humanos, y hacía falta mucho para que las personas notaran algo fuera de lo común, por no hablar de peligroso.

En los baños, sacaron las armas de las bolsas y las armaron.Corrieron los cerrojos. Insertaron los cargadores en las culatas. Cada uno de ellos deslizó los cinco pares de cargadores suplementarios en los bolsillos de sus pantalones. Dos atornillaron los largos silenciadores a los caños. Mustafá y Rafi no, pues, tras breve reflexión, decidieron que preferían oír el ruido,

“¿Estamos listos?”,les preguntó su jefe. Afirmaron con una inclinación de cabeza. “Entonces, comeremos cordero juntos en el paraíso. A sus puestos.

Cuando yo dispare, disparen”.

Brian se estaba probando unos botines de cuero de caña baja. No eran iguales a los que usaba en el Cuerpo de Infantes de Marina, pero se los veía y sentía cómodos, y le iban como si fuesen de medida.

“Nada mal”-

“ESe los pongo en una caja?”, preguntó la joven empleada.

Aldo pensó por un momento y decidió: “No, empezaré a ablandados ahora”, Le entregó sus poco recomendables Nike, que ella metió en la caja de los botines y fue hasta la caja para pagarle su compra.

Mustafá miraba su reloj. Calculaba que en dos minutos sus amigos estarían en sus puestos.

Ahora, Rafi, Zuhayr y Abdulá entraban en el ambiente central, manteniendo las armas bajas y, asombrosamente, sin ser casi notados por quienes hacían compras e iban atentos a sus propios asuntos. Cuando el segundero llegó a las doce, Mustafá respiró hondo, salió de los baños y giró a la izquierda.

El guardia de seguridad estaba sentado tras un mostrador que le llegaba al pecho, leyendo una revista, cuando vio una sombra que se proyectaba sobre el mostrador. Alzó los ojos y vio a un hombre de cutis trigueño.

“Puedo ayudado, señor?”, preguntó amablemente. No tuvo tiempo de reaccionar.

La respuesta fue un grito de Alahu Akbar! Luego, se alzó la Ingram. Mustafá sólo apretó el gatillo durante un segundo, pero en ese segundo, un total de nueve balas entró en el pecho del negro. El impacto de las nueve balas lo empujó medio paso hacia atrás y cayó muerto al suelo embaldosado.

“¿Qué demonios fue eso?”, le preguntó instantáneamente Brian a su hermano -la única persona que tenía cerca- cuando todas las cabezas se volvieron hacia la izquierda.

Rafi estaba a sólo siete metros y medio adelante y a la derecha cuando oyó los disparos y supo que debía comenzar. Se dejó caer en una posición semiacuclillada y alzó su Ingriun. Se volvió hacia la tienda de Victoria’s Secret, a la derecha. Sólo mirar semejantes ropas de puta garantizaba que las mujeres que estaban allí eran inmorales. Tal vez, pensó, alguna lo serviría en el paraíso. Simplemente apuntó y apretó el gatillo.

El sonido fue ensordecedor, como una colosal serie de explosiones. Tres mujeres fueron impactadas al instante y cayeron. Otras se quedaron inmóviles por un segundo, sin hacer nada, sus ojos abiertos de par en par por la conmoción y la incredulidad.

En cuanto a Rafi, quedó desagradablemente sorprendido por el hecho de que la mitad de sus disparos no le había dado a nada. El arma, mal balanceada, había saltado en su mano, rociando el techo. El cerrojo se cerró sobre la cámara vacía. Miró sorprendido, luego eyectó el primer cargador y lo invirtió, insertándolo en su lugar de una palmada mientras buscaba nuevos blancos. Ahora, todos corrían, de modo que se llevó la Ingram al hombro.

“iMierda!”, dijo Brian. Su mente gritó: ¿qué demonios ocurre?

“Totalmente de acuerdo, Aldo”. Dominic hizo girar su riñonera hasta tenerla en el frente y tiró del cordón que abría el doble cierre. Un segundo después, su Smith Wesson estaba en sus manos. “iCúbreme!”, le ordenó a su hermano. El que disparaba con la pistola ametralladora estaba apenas a seis metros de allí, al otro lado de un kiosco de joyería, de espaldas a él, pero no estaban en Dodge City y aquí no había ninguna regla con respecto a dispararles de frente a los delincuentes.

Dominic se hincó sobre una rodilla y, levantando la automática con las dos manos, disparó dos punta hueca de diez milímetros al centro de la espalda del hombre y un tercero al centro de la parte posterior de la cabeza. Su objetivo se desplomó de inmediato y, a juzgar por la explosión roja que produjo el tercer disparo, no iba a hacer mucho más. El agente del FBI saltó hacia el cuerpo exánime y alejó la ametralladora de un puntapié. Notó inmediatamente qué era y vio que el cuerpo tenía cargadores suplementarios en el bolsillo. Lo primero que pensó fue ¡Oh, mierda! Entonces, oyó el crepitante rugido de otros disparos a su derecha.

“iHay más, Enzo!”, dijo Brian, quien estaba al lado de su hermano, con su Beretta en la derecha. “Este está listo. ¿Alguna idea?”

“iSígueme y cúbreme!”

Mustafá quedó frente a una joyería barata. Había seis mujeres a la vista, a ambos lados del mostrador. Bajó su arma hasta la altura de su cadera y disparó, vaciando en ellas su primer cargador y sintiendo la momentánea satisfacción de verlas caer. Cuando el arma dejó de disparar, eyectó el cargador vacío y lo invirtió para cargarlo, corriendo al mismo tiempo el cerrojo.

Ambos gemelos se incorporaron y comenzaron a desplazarse hacia el oeste, no rápida, pero tampoco lentamente, con Dominic abriendo camino y Brian dos pasos más atrás, ambos mirando sobre todo al lugar de donde provenían los ruidos. El entrenamiento de Brian regresó a su conciencia, inundándola. Cuando sea posible, manténganse a cubierto o escondidos. Ubiquen al enemigo y enfréntenlo.

En ese momento, una figura salió de frente a Kay Jewelers y cruzó de izquierda a derecha, empuñando una metralleta, con la que roció de balas otra joyería, a su derecha. El centro comercial era ahora una cacofonía de gritos y disparos y la gente corría ciegamente hacia las salidas, en vez de mirar de dónde provenía el peligro. Muchos de ésos cayeron, mujeres sobre todo. Y algunos niños.

De algún modo, los hermanos no percibían esto. De hecho, apenas si veían a las víctimas. Simplemente no había tiempo para eso y estaban totalmente imbuidos de lo que les había enseñado su entrenamiento. Su primer objetivo fue el que estaba de pie rociando la joyería.

“Voy por la derecha”, dijo Brian, lanzándose en esa dirección con la cabeza baja pero sin dejar de mirar en dirección a su objetivo.

Brian estuvo a punto de morir. Zuhayr estaba de pie frente a Claire’s Boutique, sobre la que acababa de vaciar un cargador completo. De pronto, no sabía hacia dónde seguir su camino. Giró a la izquierda y vio a un hombre con una pistola en la mano. Cuidadosamente, se llevó su arma al hombro y apretó el gatillo…

partieron dos disparos inútiles, después nada. Su primer cargador se había agotado, y tardó dos o tres segundos en darse cuenta de lo ocurrido. Luego, lo eyectó y lo invirtió, encajándolo en el vientre de su pistola ametralladora y volviendo a alzar la vista…

pero el hombre ya no estaba allí. ¿Dónde había ido? Ya sin blancos a los que disparar, volvió sobre sus pasos y entró pausadamente en la sección mujeres de Belk’s.

Brian estaba acuclillado tras el puesto de Sungiass Hut, atisbando hacia la derecha.

Ahí moviéndose hacia la izquierda. Empuñó su Beretta con la derecha y disparó un tiro…

que le erró a la cabeza por un pelo cuando el hombre se agachó.

“iMierda!” Brian se puso de pie y tomó la pistola con las dos manos. Apuntó durante una fracción de segundo y disparó cuatro veces. Los cuatro tiros dieron en el tórax, bajo los hombros.

Mustafá oyó el ruido pero no sintió los impactos. Estaba lleno de adrenalina y en esos casos el cuerpo simplemente no siente el dolor. Un segundo después, tosió sangre, cosa que lo sorprendió completamente. Pero no tanto como lo que ocurrió cuando quiso girar a la izquierda y su cuerpo no le obedeció. Su asombro sólo duró uno o dos segundos hasta que…

Dominic quedó frente al otro, que estaba con su arma alzada, apuntando. Disparó otra vez, apuntando, como le enseñaron, al centro del bulto, con su Smith, que, en posición de disparo individual, ladró dos veces. Apuntó tan bien que su primera bala impactó en el arma de su objetivo…

La Ingram saltó en las manos de Mustafá. Apenas si consiguió retenerla, pero luego vio quién lo había atacado, le apuntó cuidadosamente y apretó el gatillo -pero nada ocurrió. Miró y vio un agujero de bala en el costado de acero de la Ingram, donde debía haber estado el cerrojo. Tardó uno o dos segundos más en darse cuenta de que ahora estaba desarmado. Pero su enemigo aún estaba ahí y corrió hacia él con la esperanza de, al menos, emplear su arma como maza.

Dominic estaba atónito. Había visto que al menos uno de sus disparos alcanzaba al sujeto en el pecho y que el otro le rompía el arma. Por algún motivo, no volvió a disparar, en lugar de eso, le pegó en la cara al bastardo con su Smith y avanzó hacia el lugar desde donde se oían mas disparos.

Mustafá sintió que se le aflojaban las piernas. El golpe en la cara dolía, pero los cinco balazos no. Trató de volverse otra vez, pero su pierna izquierda no sostenía su peso y cayó, girando para caer de espaldas, sintiendo que respirar era muy difícil. Trató de sentarse o de rodar, pero, como sus piernas, el costado izquierdo de su cuerpo no le respondió.

“Van dos caídos”, dijo Brian. “¿Y ahora qué?”

Había menos gritos, aunque no mucho. Pero los disparos continuaban, aunque sonaban de otra manera…

Abdulá bendijo al destino por haberle hecho poner el silenciador en su arma. Sus disparos eran mucho más precisos de lo esperado.

Estaba en el negocio musical Sam Goody, que estaba colmado de estudiantes. Además, no tenía salida posterior, pues estaba muy cerca de la entrada principal del oeste. Abdulá entró en la tienda luciendo una amplia sonrisa mientras disparaba sin dejar de andar. Los rostros que vio lucían expresiones de incredulidad -y por un momento, pensó, divertido, que justamente los estaba matando porque eran infieles que no creían. Vació rápidamente su primer cargador y el hecho es que el silenciador le permitió que la mitad de sus disparos diesen en el blanco. Hombres y mujeres – niños y niñas – gritaron y quedaron inmóviles, mirando, durante unos preciosos, letales segundos, hasta que comenzaron a huir. Pero a menos de diez metros, darles en la espalda era igualmente fácil y, de todas formas, no tenían a dónde huir. Simplemente se quedó donde estaba, barriendo el ambiente con sus disparos, dejando que los blancos se pusieran por su propia cuenta en la línea de fuego. Algunos corrieron al otro lado de las estanterías de CDs, tratando de escapar por la puerta principal. A éstos les disparó cuando pasaban a apenas dos metros de él. En segundos ya había vaciado su primer par de cargadores. Lo descartó, sacó otro del bolsillo de sus pantalones, lo encajó en su lugar y corrió el cerrojo. Pero al fondo del local había un espejo y allí vio…

“iDios, otro!”, dijo Dominic.

“De acuerdo”. Brian corrió como una flecha hasta el otro lado de la entrada y tomó posición contra la pared, alzando su Beretta. De esa forma, quedaba en el mismo pasillo que el terrorista, pero esto no beneficiaba a alguien acostumbrado a tirar con la derecha, por más bueno que fuera. Debía elegir entre disparar con la izquierda -algo que no practicaba tanto como debiera- o exponer su cuerpo al fuego de respuesta. Pero algo en su mente de infante de marina dijo ¡a la mierda! y dio un paso a la izquierda, sosteniendo su pistola con las dos manos.

Abdulá lo vio y sonrió, llevándose su arma al hombro -o intentando hacerla.

Aldo disparó dos tiros bien apuntados al pecho del sujeto, no vio ningún efecto, y entonces vació el cargador. Más de doce balas entraron en el cuerpo del hombre…

Abdulá las sintió todas y su cuerpo se sacudió con cada impacto. Trató de disparar su arma, pero todos sus disparos fallaron y luego ya no pudo controlar su cuerpo.

Brian eyectó el cargador vacío y sacó el otro de su riñonera, encajándolo en su lugar y bajando el seguro lateral de su arma. Ahora, estaba en piloto automático. iEl hijo de puta aún se movía! Había que ocuparse de eso. Se acercó al cuerpo yacente, alejó la metralleta de un puntapié y le tiró uno en la parte posterior de la cabeza. El cráneo estalló, esparciendo sangre y sesos por el suelo.

“iPor Dios, Aldo!”, dijo Dominic acercándose a su hermano.

“iA la mierda con eso! Hay al menos otro de ellos por ahí. Me queda sólo un cargador, Enzo”.

“A mí también, hermano”.

Asombrosamente, la mayor parte de las personas que yacían en el, suelo, incluso los que habían sido alcanzados, estaban vivos. Había tanta sangre en el suelo que parecía como si hubiese llovido del cielo. Pero ambos hermanos estaban demasiado electrizados por la acción para que lo que veían les repugnara. Regresaron al centro comercial y se dirigieron hacia el este.

Allí, la masacre era igualmente terrible. Había charcos de sangre por todos lados. Se oían gritos y gemidos. Brian pasó junto a una niñita de unos tres años, parada junto al cuerpo de su madre, agitando los brazos como un pajarito. No había tiempo, no había maldito tiempo para ocuparse de ella. Deseó tener junto a él a Pete Randall. Era un buen infante de marina. Pero incluso el segundo oficial Randall hubiera quedado abrumado por el horror.

Se seguía oyendo el tableteo de una metralleta silenciada. Provenía de la sección de mujeres de Belk’s, a la izquierda. No muy lejos, a juzgar por el sonido. El sonido del fuego de automática es característico. Ninguna otra cosa suena de esa forma. Se dividieron y cada uno de ellos fue por un lado del breve pasillo que, pasando frente a Coffee Beanery y Bostonian Shoes, llevaba a la siguiente área de combate.

Lo primero que contenía el primer piso de Belk’s era la sección perfumes y maquillaje. Había seis mujeres caídas en perfumes, otras tres en maquillaje. Estaba claro que algunas estaban muertas. Otras estaban obviamente vivas. Algunas pidieron auxilio, pero no había tiempo para eso. Los gemelos se volvieron a separar. El ruido se había detenido. Había sonado desde delante de ellos y a la izquierda, pero ya no estaba allí. ¿El terrorista había huido? ¿Se había quedado sin municiones?

Había vainas servidas por todo el piso; ambos notaron que eran de bronce, 9 milfmetros. Dominic vio que el tipo se había divertido aquí. Casi todos los espejos que revestían los pilares internos del edificio en esta sección estaban hechos añicos por los disparos. Su ojo entrenado estimó que el terrorista había entrado por la puerta principal, acribillado a las primeras personas con que se topó -todas mujeres- y luego había vuelto sobre sus pasos y girado a la izquierda, probablemente dirigiéndose a donde vio más posibles blancos. Posiblemente fuese uno solo, le dijo su mente a Brian.

Bien ¿a qué nos enfrentamos?, se preguntó Dominic. ¿Cómo va a reaccionar? ¿Cómo piensa?

Para Brian era más simple: ¿Dónde estás, hijo de puta? Para el infante de marina, sólo se trataba de un enemigo armado. No una persona, no un ser humano, ni siquiera un cerebro pensante, sólo un blanco que tenía un arma.

Zuhayr experimentó una abrupta disminución de su excitación. Nunca se había sentido tan excitado en su vida. Sólo había tenido unas pocas mujeres en su vida, y sin duda había matado a más aquí que las que se había cogido… pero para él, aquí y ahora, la sensación era la misma.

Y eso le pareció muy satisfactorio. No había oído los disparos anteriores, ni uno solo. Apenas si había oído sus propios tiros, tan concentrado estaba en hacer su trabajo. Y había hecho un buen trabajo. Sus expresiones cuando lo vieron a él y su ametralladora… y su expresión cuando los alcanzaron las balas… ése había sido un agradable espectáculo. Pero ahora sólo le quedaban dos pares de cargadores. Uno estaba en el arma, el otro, en su bolsillo.

Curioso, pensó, que ahora pudiera oír el relativo silencio. No había mujeres con vida cerca de él. Bueno… al menos ninguna ilesa. Algunas de las que habían sido alcanzadas aún emitían sonidos. Algunas hasta intentaban alejarse, arrastrándose…

Zuhayr sabía que no debía permitirlo. Se dirigió hacia una de ellas. una mujer de cabello oscuro que llevaba unos provocativos pantalones rojos.

Brian le silbó a su hermano y sefialó.Allí estaba, más o menos un metro setenta y cinco de altura, pantalones color caqui, chaqueta de cazador de tono similar, a cincuenta metros de ellos. Un disparo fácil para un fusil, como para hacerlo en un tenderete en un parque de diversiones, pero no tan fácil para su Beretta, por buen tirador que fuera.

Dominic asintió y comenzó a dirigirse en esa dirección, sin dejar de mirar hacia uno y otro lado.

“Lo lamento, mujer”, dijo Zuhayr en inglés. “Pero no temas, te envío a ver a Alá. Me servirás en el paraíso”. Y trató de meterle un tiro en la espalda. Pero eso no es fácil con una Ingram. En cambio, le disparó tres tiros desde una distancia de un metro.

Brian vio lo ocurrido y algo se desencajó en él. El infante de marina se puso de pie y apuntó con las dos manos. “iHijo de puta!”, gritó, disparando lo más rápido que podía sin perder puntería, desde un distancia unos treinta metros. Disparó un total de catorce tiros, casi vaciando el arma, y lo notable es que algunos dieron en el blanco. De hecho, tres, uno de los cuales alcanzó al sujeto en el vientre y en el medio del pecho.

El primero dolió. Zuhayr sintió el impacto como hubiera podido sentir un puntapié en los testículos. Sus brazos cayeron, como para cubrirse y protegerse de más heridas. Aún tenía su arma en la mano y combatió el dolor para volver a alzarla mientras veía cómo el hombre se aproximaba a él.

Brian no olvidó todo. De hecho, muchas cosas regresaron a su conciencia. Tenía que recordar las lecciones aprendidas en Quantico -y en Mganistán- si quería dormir en su cama esa noche. De modo que avanzó por un camino indirecto, protegiéndose con las mesas exhibidoras rectangulares, manteniendo sus ojos sobre su objetivo y confiando en que Enzo miraría alrededor. El también miraba. Su blanco ya no controlaba su arma. Miraba directo hacia él, su cara extrañamente temerosa pero… ¿sonriente? ¿Qué demonios?

Ahora caminó directo hacia el hijo de puta.

Zuhayr, por su parte, dejó de luchar contra el inmenso peso de su arma y se irguió tanto como pudo, mirando a los ojos de quien lo estaba por matar. “Alahu Akbar”, dijo.

“Sí, claro”, le respondió Brian antes de meterle un tiro en la frente. – Espero que el infierno te guste”. Luego se agachó a recoger la Ingram y se la colgó al hombro.

“Descárgala y déjala, Aldo”, ordenó Dominic. Brian lo obedeció.

“Dios mío, espero que alguien llame al 911”, observó.

“Bien, sígueme al piso de arriba”, dijo Dominic.

“¿Qué? ¿Por qué?”

“¿Y si hay cuatro más?” La pregunta con que respondió Dominic sacudió a Brian como un puñetazo en la boca.

“De acuerdo, hermano”.

A ambos les pareció increíble que la escalera mecánica siguiese funcionando, pero igual subieron por allí, acuclillados y sin dejar de mirar en todas direcciones. Había mujeres por todas partes, todas lejos de la escalera.

“iFBI!” se identificó Dominic. “¿Están todos bien?”

“Sí, fue la respuesta múltiple, independiente y equívoca que llegó desde distintos puntos.

La identidad profesional de Enzo tomó las riendas de la situación. “Bien, la situación está bajo control. La policía no tardará en llegar. Hasta entonces quédense donde están”.

Los gemelos fueron desde la parte superior de la escalera mecánica de ascenso hasta la parte superior de la que llevaba al piso de abajo. De inmediato se notaba que los pistoleros no habían llegado allí.

El descenso fue más horrible que lo que las palabras puedan expresar.Aquí también había charcos de sangre en una línea recta que iba desde el perfume hasta los bolsos, y las afortunadas que sólo habían resultado heridas gritaban pidiendo ayuda. Pero, una vez más, los gemelos tenían cosas más importantes que hacer. Dominic condujo a su hermano hacia el vestíbulo central. Giró a la izquierda para verificar al primero de los que habían abatido.

No había duda de que éste estaba muerto. Su última bala de diez milfmetros había estallado en su ojo derecho.

Eso significaba que sólo quedaba uno, si es que aún estaba vivo.

Lo estaba, a pesar de todos los impactos recibidos. Mustafá intentaba moverse, pero sus músculos no tenían sangre ni oxígeno y no obedecían las órdenes que les transmitfa el sistema nervioso central. Se encontró mirando hacia arriba, como en un sueño, según le pareció.

“¿Tiene nombre?”, preguntó uno de ellos.

Dominic sólo esperaba a medias que le respondiera. Estaba claro que el hombre estaba muriéndose, y rápido. Se volvió, en busca de su hermano. “iEh, Aldo!”, llamó, pero nadie le respondió.

Brian estaba en Legends, un negocio de articulos de deportes, echando una rápida mirada. Encontró lo que buscaba y lo llevó de vuelta al vestíbulo del centro de compras.

Allí, Dominic seguía hablándole al caído, pero sin obtener mucha respuesta.”Eh, moraco”,dijo Brian. Se hincó en la sangre junto al terrorista moribundo.

Mustafá miró, desconcertado. Sabía que se acercaba la muerte, y, si bien no podía decirse que eso lo alegrara, al menos su mente tenía la satisfacción de haber cumplido con su deber para con la Fe y la Ley de Alá.

Brian tomó las manos del terrorista y se las cruzó sobre el pecho. “Quiero que te lleves esto contigo al infierno. Es cuero de cerdo, imbécil, hecha con el cuero de un verdadero puerco de Iowa”. Y Brian mantuvo sus manos sobre la pelota de fútbol mientras miraba a los ojos al hijo de puta.

Los ojos se abrieron al darse cuenta de lo que ocurría, horrorizados ante la transgresión. Quiso que sus brazos se movieran, pero las manos del infiel se lo impidieron.

“Sí, así es. Soy Iblis en persona y vienes a mi casa”. Brian sonrió hasta que la vida abandonó los ojos del otro.

“¿Y eso?”

“Después te explico”, respondió Brian. “Vamos”.

Regresaron a donde todo comenzó. Había muchas mujeres en el suelo, la mayor parte de ellas moviéndose un poco. Todas sangraban, algunas mucho. “Encuentra una farmacia. Necesito vendas, y asegúrate de que alguien haya llamado al 911”.

“Bien”. Dominic corrió en busca de lo pedido, mientras Brian se hincaba junto a una mujer de unos treinta años herida en el pecho. Como casi todo infante de marina y como todo oficial de infantería de marina, sabía los rudimentos de los primeros auxilios. Primero verificó las vías respiratorias. Bien, respiraba. Sangraba por dos orificios de bala en la parte superior izquierda del pecho. Había un poco de espuma rosada en sus labios. Herida en el pulmón, pero no grave. “¿Puede oírme?”

Asintió con la cabeza y habló con voz ronca: “si’.

“Bien, va a estar bien. Sé que duele, pero va a estar bien”.

“¿Quién es usted?”

“Brian Caruso, señora. Infantería de Marina de los Estados Unidos. Estará bien. Ahora debo ir a ayudar a los demás”.

“No, no… yo. Lo tomó del brazo.

“Señora, hay personas con heridas más graves que la suya. Va a estar bien”. Y se liberó.

El siguiente era un caso grave. Un niño de unos cinco años con tres tiros en la espalda, sangrando a mares. Brian lo dio vuelta. Los ojos estaban abiertos.

“¿Cómo te llamas, hijo?”

“David”, respondió con sorprendente claridad.

“Bueno, David, te vamos a curar. ¿Dónde está tu mamá?”

“No lo sé”. Como niño que era, estaba preocupado por su madre, más por ella que por él mismo.

“Bien, yo me ocuparé de ella, pero antes déjame que te cure a ti, ¿de acuerdo?” Alzó los ojos y vio a Dominic que regresaba.

“No hay farmacia, hermano”, casi gritó Dominic.

“iTrae lo que sea, camisetas, cualquier cosa!”, le ordenó Brian. y Dominic fue corriendo a la tienda donde Brian se había comprado las botas. Salió un segundo después, con los brazos cargados de camisetas estampadas con distintos motivos.

Y en ese momento, llegó el primer policía, con su automática reglamentaria empuñada con las dos manos.

“iPolicía!”, gritó.

“iVenga aquí, maldita sea!”, rugió Brian en respuesta. El oficial llegó en unos diez segundos. “Enfunde esa pistola, oficial. No quedan malos”, le dijo Brian en tono más medido. “Necesitamos todas las ambulancias de la ciudad y que le adviertan al hospital que un importante número de heridos va para allí. ¿Tiene un botiquín de primeros auxilios en su auto?“ Quién es usted?”, preguntó el policía sin enfundar su arma.

“FBI”, respondió Dominic desde detrás del policía, exhibiendo su credencial en la mano izquierda. “Se terminó el tiroteo, pero hay muchos heridos. Llame a todos. Llame a la oficina local del FBI ya todos los demás. iPonga a funcionar esa radio, oficial, y hágalo ya!”

Como casi todos los policías de los Estados Unidos, el oficial Steve Barlow tenía un radiotransmisor portátil Motorola, con un micrófono abrochado a la hombrera de su camisa de uniforme, y con ésta emitió una frenética llamada de pedido de refuerzos y asistencia médica.

Brian regresó su atención al niñito que tenía en brazos. En esos momentos, David Prentiss era lo único que existía en el mundo para el capitán Brian Caruso. Pero todo el daño era interno. El chico tenía varias heridas aspirantes en el pecho, y eso no era bueno.

“Bueno, David, tomémonoslo con mucha calma. ¿Cuánto duele?”

“Mucho”, respondió el niñito tras media respiración. Su rostro se estaba poniendo pálido.

Brian lo alzó y lo puso sobre el mostrador de la Piercing Pagoda, y luego se dio cuenta de que allí podía haber algo que sirviera -pero sólo encontró bolas de algodón. Metió dos de éstas en cada uno de los tres agujeros de la espalda del niño, luego lo puso boca arriba. Pero el niño sangraba internamente. Sangraba tanto por dentro que sus pulmones no tardarían en dejar de funcionar y se desmayaría y moriría de asfixia si antes nadie le aspiraba el pecho desde fuera mecánicamente, y Brian no podía hacerlo.

“iDios mío!” Quien habló era nada menos que Michelle Peters, tomando la mano de una niña de diez años, cuyo rostro estaba todo lo demudado que puede estar el rostro de un niño.

“Michelle, si sabes algo de primeros auxilios, escoge a alguien y ponte a trabajar”, ordenó Brian.

Pero ella no sabía de eso. Tomó un puñado de bolas de algodón del puesto de perforar orejas y siguió camino, confundida.

“Eh, David ¿sabes quién soy?”, preguntó Brian.

“No”, contestó el niño, con un poco de curiosidad abriéndose paso a través del dolor de su pecho.

“Soy un infante de marina. ¿Sabes qué es eso?”

“¿Una especie de soldado?”

Brian se dio cuenta de que el niño estaba muriendo en sus brazos. Por favor Dios, que no muera, que este niñito no muera.

“No, somos mejores que los soldados. Ser infante de marina es lo mejor que puede hacer un hombre. Tal vez cuando seas grande, puedas ser un infante de marina como yo. ¿Qué te parece?”

“¿Y matar a los malos?”, preguntó David Prentiss.

“Ya lo creo que sí, Dave”. “Genial”, pensó David, y cerró los ojos.

“¿David? No te vayas, David. Dave, vuelve a abrir los ojos. Tenemos que hablar un poco más: Suavemente, volvió a depositar el cuerpecito sobre el mostrador y buscó el pulso en la carótida.

Pero ya no habla pulso.

“Mierda, oh, mierda” musitó Brian. La adrenalina se evaporó de su torrente sanguíneo. Su cuerpo se sintió vacío, sus músculos laxos.

Llegaron los primeros bomberos, que usaban sus chaquetas antillama color caqui y llevaban cajas de algo que deblan ser insumos médicos. Uno de ellos tomó el mando, dirigiendo a sus hombres a distintos puntos. Dos se dirigieron a donde estaba Brian. El primero tomó el cuerpo de sus brazos. y lo miró por un instante, luego lo depositó en el suelo y siguió su camino sin decir palabra, dejando allí a Brian, con la sangre de un niño en su camisa.

Enzo estaba allí cerca, sólo parado y mirando, ahora que los profesionales – sobre todo bomberos voluntarios, en realidad, pero así y todo, eficientes- tomaban control del área. Juntos, caminaron hasta la salida mas próxima y salieron al claro aire del mediodía. Todo el episodio había durado menos de diez minutos.

Como en el combate real, pensó Brian. Una vida -no, muchas vidas, habían llegado a su prematuro fin en lo que, en términos relativos, era apenas un parpadeo del tiempo. Su pistola estaba otra vez en su riñonera. El cargador vacío posiblemente había quedado en Sam Goody. Lo que acababa de experimentar era lo más parecido a ser Dorothy, arrebatada por un tornado en Kansas. Pero no había emergido en la Tierra de Oz. Aún estaba en Virginia central, y había muchos muertos y heridos detrás de él.

“¿Quienes son ustedes?”, era un capitán de la policía.

Dominic alzó su identificación del FBI y, por el momento, eso bastó.

“¿Qué ocurrió?”

“Al parecer, terroristas. Cuatro. Entraron y se pusieron a disparar, están todos muertos. Les dimos a los cuatro”, le dijo Dominic.

“¿Está herido?”, le preguntó el capitán a Brian señalando su camisa ensangrentada.

Aldo meneó la cabeza. “Ni un rasguño. Capitán, hay muchos civiles heridos ahí dentro”.

“¿Que hacían allí?”, preguntó el capitán.

“Comprábamos zapatillas”, dijo Brian con amargura.

“A la mierda, observó el capitán de policía, mirando a la entrada del centro de compras, quedándose inmóvil sólo porque tenía miedo de ver lo que había adentro. “¿Alguna idea?”

“Disponga un perímetro”, dijo Dominic. “Verifique todas las patentes de los autos. Verifique si los malos llevan algún tipo de identificación. Conoce la rutina, ¿no? ¿Quién es el agente especial a cargo local?”

“Aquí sólo tenemos un agente residente. La oficina importante cercana es la de Richmond. Ya los llamé. El AFC es un tipo llamado Milis”.

“¿Jimmy Milis? Lo conozco. Bien, el Buró deberá enviar a unos cuantos hombres. Lo mejor que puede hacer es preservar la escena del crimen, esperar, sacar a los heridos. Ahí dentro hay un jodido desastre, capitán”.

“Lo creo. Bien, ya regreso”.

Dominic esperó a que el capitán de policía entrase, luego le dio con el codo a su hermano y juntos se dirigieron a su Mercedes. El auto de policía ubicado en la entrada del estacionamiento -dos uniformados, uno armado con escopeta- vio la identificación del FBI y les permitió pasar. Diez minutos mas tarde, estaban de vuelta en la casa.

“¿Qué ocurre?”, preguntó Alexander desde la cocina. “La radio dijo…”

“Pete, sabes, esas dudas que yo tenía, dijo Brian.

“Sí, pero…”

“Puedes olvidarlas, Pete. Para siempre y en toda circunstancia”, anunció Brian.