VI
—¡Antonio, al suelo!
Los proyectiles de hielo que volaban por la habitación eran afilados como cuchillas. Después de pasar rozando a los jóvenes que rodaban como enredados por el suelo, acabaron clavándose profundamente en la pared.
—¡Pero bueno! ¿Es que no sabéis estaros quietos? —dijo burlona, la bella mujer que hasta hace unos momentos antes se había hecho pasar por la condesa de Anhalt.
Helga levantaba su varita sobre la cabeza como una batuta, haciendo que el aire se congelara.
—Nadie ha sobrevivido nunca a mi varita de Maxwell… Es mejor que abandonéis.
Un brillo funesto apareció en la punta de la varita y el vapor de agua del aire se congeló en forma de láminas afiladas. Haciéndolas girar sobre su cabeza, las lanzó contra los jóvenes, que se protegían tras el sofá.
—¿¡Refrigeración por láser!? ¿De dónde habrá sacado ese chisme? —refunfuñó Abel, mientras apretaba el gatillo.
Al mismo tiempo que daba un salto hacia la mesa de caoba sin dejar de cubrir a Antonio, desvió a balazos los proyectiles de hielo.
De aquella manera tenían todas las de perder, tarde o temprano se le acabarían las balas y no podían malgastar un segundo más, considerando la amenaza del Nuevo Vaticano. Tenían que hacer algo, pero… ¿qué?
—¡Esto se pone feo, Abel! ¡D’Este huye!
Abel levantó la mirada ante la voz nerviosa del obispo y se dio cuenta de que el viejo desaparecía por un gran agujero en la pared. Sin preocuparse de las apariencias, intentaba escapar de la habitación llevándose con él a Cherubim.
—No puede ser… ¡Antonio, os cubriré! —gritó Abel, mirando la abertura que se había tragado a Alfonso—. Yo me encargaré de ella. ¡Perseguidla vos!
Sin esperar respuesta, el sacerdote dio un salto mientras descargaba el revólver abatiendo los filos congelados que lanzaba la Bruja de Hielo. Si lograba acercarse lo suficiente a ella…
—¿Crees que si te acercas va a servirte de algo? —rió de forma venenosa la mujer.
Abel dio un salto instintivo al notar que el suelo se movía a sus pies. No, no había sido el suelo. Sin que se diera cuenta, uno de los charcos del suelo se había movido como una ameba hacia las piernas del sacerdote.
—¿¡Qu…, qué!?
Así nunca podría dispararle a la Bruja de Hielo. Abel retrocedió mientras descargaba atolondradamente su arma sobre los tentáculos. Sin embargo, su blanco, que no sea sólido ni líquido, simplemente volvió a formarse después de que las balas lo atravesaran. ¿¡Qué demonios era aquello!?
—Es un künstlicher Geist al que llamo Winterfrau, Dama de Invierno. Es agua viva, una micromáquina inductora de moléculas mezclada con agua superenfriada tratada con una proteína inhibidora de la congelación.
La Bruja de Hielo extendió los brazos como una gata que jugara con su presa.
—¿A que es bonita? Nada que ver con los monstruos que se inventa Panzer Magier…
El charco gélido avanzó lentamente por el suelo, como reproduciendo los movimientos de su ama, y lo heló todo a su paso. Si lo atrapaba, no podría escapar a la muerte por congelación.
—¡Mierda…! ¡No hay más remedio!
A Abel se le encendió una luz funesta en los ojos y unos afilados colmillos le asomaron entre los labios.
—Nanomáquina Krusnik 02 iniciando operación a límite de cuarenta por cient…
Los ojos azules se habían teñido de rojo. Cuando resonaron aquellas palabras malditas, los cabellos plateados se elevaron como si tuvieran vida propia y…
—¡Se os ha acabado la suerte, herejes! —rugió una voz profunda, acompañada del estruendo de una serie de disparos.
El ascensor se había vuelto a poner en funcionamiento y de él había salido a trompicones un grupo de soldados.
—No, no… ¡Salid de aquí!
El color azul le había vuelto a los ojos cuando Abel intentó avisar del peligro a los intrusos. Observando a la Bruja de Hielo con el rabillo del ojo, gritó desesperadamente:
—¡Escapad, si no queréis que…!
Pero fue demasiado tarde. Entre una cacofonía de gritos de dolor, los miembros amputados por los proyectiles de hielo bailaron por los aires.
—¿¡Qu…, qué es eso!? —gritó el hermano Friedrich. El soldado biónico intentó blandir sus espadas, pero fue en vano. Su cuerpo desgarrado cayó al suelo, chorreando sangre.
—¡Basta, Krista! ¡Ellos no tienen ning…! ¿¡Eh!?
El sacerdote no había renunciado aún a detener la carnicería, pero sus gritos se convirtieron en un gemido. Cuando pudo darse cuenta, la Winterfrau se le había enredado en las piernas. El rostro se le retorció de dolor.
—Más que preocuparte de los otros, será mejor que mires un poco por ti, padre —dijo Helga, con voz más aburrida que triunfal—. ¿Así que Krusnik, el enemigo del mundo, no es más que esto? Me esperaba más…
Mientras resonaba la risa de la Bruja de Hielo, Abel desaparecía devorado por el hielo palpitante.