I
La lámpara del techo estaba cubierta con una tela negra.
Bajo la ocupación del Nuevo Vaticano, en Tallin la iluminación estaba estrictamente controlada y el único hotel de la ciudad no era ninguna excepción. Las sombras dominaban, acechantes, las esquinas de la buhardilla.
—Vaya, esto no me lo esperaba —dijo Abel, como admirado, observando el brillo ligeramente dorado de la lámpara.
Considerando que en la gran mayoría de ciudades del mundo todavía se usaba gas, era notable que un lugar tan apartado como aquél tuvieran electricidad. Aquello demostraba que disponían de servicios energéticos y demás infraestructuras.
—No pensaba que hubiera electricidad en un pueblo como éste. Y es todo mucho más lujoso de lo que imaginaba… Se ve que aquí había dinero, ¿eh?
—Todo es gracias a su excelencia.
Al oír cómo se referían a su ciudad como «pueblo», una leve tensión recorrió los rostros de la decena de ciudadanos que estaban sentados frente a los visitantes llegados desde Roma. El hombre que parecía el portavoz, sentado al lado de Julius, hinchó el pecho con orgullo al explicar:
—Hace dos años, cuando su excelencia heredó el condado, inició un programa de obras públicas. La central energética, las escuelas, los hospitales…, todo ha sido gracias a él. Sin la aportación de su excelencia, Tallin seguiría siendo un lugar pobre y remoto.
—No exageres, Sergei. Ha sido todo cuestión de suerte. Yo no he hecho nada especial.
Julius negó con la cabeza, ruborizado por las alabanzas. Sacando algo del bolsillo, lo mostró y sonrió con aire avergonzado.
—Si quieres darle las gracias a alguien, dáselas a esto… Todo se lo debemos a haber descubierto cómo utilizarlo.
—¿Eh? ¿Qué es eso?
Abel se quedó mirando el pequeño objeto que había sacado Julius. En la delicada mano del aristócrata había una diminuta piedra negra y rugosa.
—¿Carbón? Pero es muy pequeño…
—Esto se llama «arenas de alquitrán». Es un mineral que se encuentra en grandes cantidades en las montañas de por aquí —explicó con seriedad Julius, jugueteando con la piedra. Más que un Jefe de Estado, parecía un científico hablando apasionadamente de sus investigaciones—. En estas piedras hay gran cantidad de petróleo. Da la casualidad de que cuando yo estudiaba en Albión, descubrí la manera de refinarlas.
—¿Eh? ¿De aquí se puede sacar petróleo?
A Abel se le pusieron los ojos como platos.
Después del Armagedón, el petróleo era una fuente energía valiosísima, pero sólo lo producían unos pocos Estados, como Hispania o Albión. Si un pequeño Estado como Estonia desarrollaba una forma de producir petróleo, aquello les traería una riqueza enorme. Podrían construir escuelas y hospitales a mansalva.
—Gracias a esto, la situación económica de Tallin ha mejorado mucho. Ahora la producción aún es a pequeña escala y no explotamos más que una parte de las reservas…, pero estamos pensando en una ampliación progresiva.
—Ya veo… ¡Ah!, ahora que lo decís, de camino hemos visto unas tuberías en las montañas. ¿Es eso?
—En efecto. Esas tuberías conectan los depósitos que hay en las montañas, a unos cuarenta kilómetros de aquí, con las refinerías de la ciudad.
Por la ventana se veía a lo lejos el perfil de las cordilleras escarpadas que formaban como una especie de muralla natural alrededor de Tallin.
—Traemos la materia prima con unas cintas transportadoras de gran velocidad que llegan hasta la misma fábrica desde las montañas… Nuestra mayor preocupación era que el Nuevo Vaticano no destruyera esas instalaciones. Precisamente me han descubierto cuando volvía de inspeccionar los daños en las refinerías…
—Claro. Por cierto, decís que el Nuevo Vaticano tomó el control de la ciudad hace cosa de una semana, ¿no es así? —preguntó Abel a los ciudadanos medio escondidos por la oscuridad—. ¿Qué fue del ejército del país? ¿No pudieron defenderse desde el castillo?
—Por supuesto, todos lucharon con valentía…, pero no pudieron vencer.
El rostro de Julius se ensombreció de repente. Mordiéndose con fuerza los labios, continuó con voz temblorosa:
—Nos superaban ampliamente, tanto en número como en armamento. Yo luché contra ellos al frente de la caballería, pero no hubo forma de someterlos. Si los caballeros no se hubieran sacrificado para que yo pudiera escapar, no sé qué habría sido de mí.
Fuera por el dolor de haber visto caer a sus caballeros o por la amargura de haber perdido su castillo, el conde de Estonia se quedó callado, incapaz de continuar, temblando ligeramente y con los hombros caídos. Observándolo, los ciudadanos suspiraron, apesadumbrados. Incluso después de haber sido derrotado en Brno, el ejército del Nuevo Vaticano todavía disponía de muchos soldados biónicos y vehículos pesados de combate. No eran un ejército al que pudieran enfrentarse tropas convencionales.
—Vaya, pues cómo están las cosas… O sea, que no nos podéis ayudar.
Aún no se había apagado el eco de las amargas palabras del conde cuando aquella voz impertinente resonó por la habitación. Por supuesto, no era la voz de Abel, quien permanecía en silencio, mirando compasivamente a los ciudadanos. El joven que había estado hasta entonces arreglándose el peinado con aire aburrido se giró hacia su compañero y dijo con desgana:
—Abel, parece que llevamos las de perder. Con este plan, no conseguiremos capturar nunca a Cherubim. En el peor de los casos, esos brutos, incluso pueden pillarnos y ponernos a la parrilla… Claro está que si volvemos a Roma, ahí también nos quieren chamuscar en la hoguera…
Antonio hablaba con voz frívola, pero su expresión mostraba que estaba pensando seriamente en sus posibilidades de acción.
—Hay que continuar las operaciones de búsqueda de Cherubim —replicó una voz monótona.
El pequeño sacerdote que miraba por la ventana tras levantar la cortina sacudió la cabeza de forma inexpresiva pero sin vacilación.
—La localización de Cherubim es nuestra misión principal. No es posible abandonarla y regresar a Roma.
—Si yo no digo que no, padre Tres. Pero ¿qué podemos hacer?, pensemos de forma realista. Esos salvajes son más de trescientos. ¡Y encima tienen soldados biónicos y mecanizados! —replicó Antonio, con voz cada vez más desesperada—. Nosotros somos cuatro. Quitándome a mí y a la condesa de Anhalt…, ¿qué sale? ¿Ciento cincuenta por cabeza? Venga, ¿por qué no lo dejamos y nos volvemos a Roma? Si volvemos en seguida, quizá aún nos perdonen…
—…
Tres miró de manera impasible al joven que, después de haberse ajustado todos y cada uno de los cabellos, había empezado a admirarse las uñas. Mirando temeroso los ojos inorgánicos, Julius preguntó con voz dubitativa:
—Es decir que… ¿no pueden pedir apoyo de Roma, padre?
Aquella voz nerviosa no parecía en absoluto la de alguien capaz de liderar valerosamente a la caballería en la batalla. Sin embargo, como si no quisiera dejar escapar aquella oportunidad, añadió con tono excitado:
—Nuestros enemigos pretenden quedarse aquí todo el invierno. Cuando llegue la primavera probablemente seguirán hacia el norte para evitar que los capturen, pero hasta entonces matarán de hambre a toda la ciudad… ¿No podrían pedir refuerzos para echarlos cuanto antes, padres?
—Desgraciadamente, eso es imposible, excelencia —dijo, apesadumbrado, Abel, que sacudió al cabeza—. Como os hemos explicado antes, ahora se nos busca por traidores. Aunque consigamos que envíen refuerzos, si se trata de luchar contra los herejes, las tropas del Vaticano no se andarán con miramientos. Puede ser que logren expulsar al Nuevo Vaticano, pero la ciudad quedará arrasada de todos modos.
—Entonces…
Julius bajó el rostro sin fuerzas y se lo cubrió con las manos, ante la mirada ansiosa de los ciudadanos. En la habitación se extendió un silencio gélido…
—Si me lo permiten…, oyéndoles conversar se me ha ocurrido una idea…
Una voz rompió el silencio, pidiendo intervenir. Era Krista, condesa de Anhalt y esposa de uno de los seguidores del Nuevo Vaticano, que había abierto la boca por primera vez desde que había llegado al lugar.
—Los fieles del Nuevo Vaticano a quien siguen es al falso papa Alfonso d’Este, ¿no? ¿Y si lo tomamos como rehén? Entonces, es seguro que tendrán que escuchar nuestras peticiones.
—Ja, ja, ja… ¡Qué buena idea, señora! Pero, perdone que le diga, eso es imposible —replicó Antonio, diciendo en voz alta lo que todos pensaban—. ¿Cómo espera que secuestremos a un hombre escondido en lo más profundo del castillo y protegido por trescientos caballeros? ¡Si nos pillan infiltrándonos, nos matarán!
—¡Ah!, pero yo no he dicho nada de infiltrarse —repuso Krista con indiferencia, hablando en un tono inesperadamente afilado—. Estos buenos ciudadanos entregarán al conde a los invasores… ¿No creéis que así nos abrirán las puertas del castillo de par en par?
—Pero ¿qué…?
¿Lo habían oído bien?
Sonriendo con elegancia a las miradas asombradas que se habían concentrado sobre ella, explicó con palabras fáciles su imposible plan:
—Cuando le lleven frente al falso papa, su excelencia el conde reducirá al viejo. Después abrirá las puertas y el pueblo entrará en el castillo. Los herejes… ¡Hmmm…! Los engañaremos diciendo que vamos a devolverles al rehén, los meteremos en el polvorín o algo así y les prenderemos fuego. Una vez vi cómo mis sirvientes hacían algo parecido para matar a unos bichos.
—¡Ah…! A ver…, ¿cómo os lo digo…?
Viendo que Antonio se había quedado con la boca abierta sin saber qué decir y que los ciudadanos se mostraban alarmados ante la temeridad del plan, Abel decidió interrumpir a la condesa antes de que la situación empeorara más.
—Desgraciadamente, no es posible poner en práctica vuestra idea, excelencia. Es un plan demasiado arriesgado para el conde. Lo que estáis proponiendo es que el conde solo capture a Alfonso d’Este. Incluso aunque logre entrar con alguna arma camuflada, el riesgo es demasiado grande.
—Vaya, pero ¿su excelencia no es un guerrero formidable? Si acaba de decir que luchó valientemente al frente de la caballería —replicó Krista con aire inocente, poniéndose el dedo en la barbilla—. Capturar al falso papa, ¿no es una tarea mucho más sencilla?
—¡Qu…, qué insolencia!
Los ciudadanos, furiosos al ver que la condesa llamaba «fanfarrón» a su señor, soltaron un grito de ira. Sergei, el dueño del hotel, bramó enfurecido:
—¡La casa condal de Estonia es famosa por sus proezas en combate! ¡Su excelencia es un caballero heroico como ninguno! Ese falso papa no es rival para él… ¿verdad, excelencia?
—¿Eh? ¡Ah!, claro que no, Sergei.
Julius estaba distraído, como si no se diera cuenta de que alguien estaba insinuando que era un mentiroso, pero cuando su vasallo se giró hacia él, volvió rápidamente en sí. Al sentirse el centro de todas las miradas, se golpeó con fuerza el pecho y asintió confiado:
—El…, el plan de la condesa de Anhalt es muy interesante. Padre Nightroad, gracias por vuestra consideración, pero aunque no lo parezca yo domino todas las artes marciales. No os preocupéis por mí.
—Bueno, pues entonces está decidido —dijo, riendo alegremente, la condesa, y aplaudió con gesto inocente—. Así, todos conseguiremos lo que queremos. El conde su castillo, los padres a Cherubim y yo a mi marido…, Rudolf.
Parecía que la condesa ya se veía reunida con su esposo. Juntando las manos ante el pecho, suspiró con aire melancólico:
—¡No sabes cómo te echo de menos, Rudolf!… ¿Qué estarás haciendo ahora?
Por su parte, los ciudadanos habían rodeado al conde y se dirigían a él con voz excitada. Julius les respondía con una sonrisa, pero en su expresión había algo vacío. Observando al joven, Abel comentó para sí mismo:
—A ver… si es todo tan fácil.
Efectivamente, la derrota del Nuevo Vaticano dependía de capturar a Alfonso. Si cayera en sus manos, no había duda de que toda la estructura rebelde se resquebrajaría.
Pero ¿sería Julius realmente capaz de apresar al falso papa? Si se quedaban atrapados en el castillo, ¿podrían evitar que los mataran a todos?
—¿Qué os parece, padre Tres?
—El riesgo es demasiado alto —respondió inmediatamente Tres, sacudiendo la cabeza—. Pero si no disponemos de otra opción con mayor probabilidad de éxito, no hay más remedio que intentarlo. Las ejecuciones a manos de la Inquisición se practican inmediatamente después de la sentencia. No hay tiempo para dudas.
—Eso también es verdad… —suspiró Abel, pensando en la dama que habían dejado en Roma.
La mujer que seguía luchando sola en un calabozo no se distinguía precisamente por tener una salud de hierro. ¿Se encontraría bien? No había que hacerla sufrir más de lo estrictamente necesario…
Abel se dio cuenta de que sólo tenían una opción.
—¡Protesto, su señoría!
Mordiendo con decisión su pipa, el Profesor levantó la voz serenamente, pero con una mirada que no admitía réplica.
—La fiabilidad de las pruebas presentadas por la fiscalía es en extremo dudosa. Solicito al presidente del tribunal que haya una investigación sobre su veracidad.
—Protesta denegada.
El joven juez sacudió la cabeza con aire indiferente. Monseñor Carione era conocido como uno de los más fieles seguidores de Francesco entre los cardenales jóvenes. Que fuera precisamente él quien ocupara la presidencia del tribunal era una desventaja decisiva para la causa de Caterina.
—La fiscalía y la Inquisición han demostrado con creces la autenticidad de las pruebas aducidas, ya es hora de que la defensa presente las suyas.
—Tengo una pregunta para la inquisidora, en ese caso. La prueba A…, la presunta lista de miembros del Nuevo Vaticano. ¿Qué demuestra que se trate de una lista auténtica?
El Profesor no miraba al tribunal ni a la fiscalía, sino a los miembros del jurado, que estaban sentados a un lado de la sala. Observando fijamente a los veinte cardenales vestidos con hábitos escarlatas, movió teatralmente los brazos para despertar su simpatía por la acusada.
—Yo también he visto el informe pericial del análisis por radioinmunoensayo. Sin embargo, al fin y al cabo, el resultado no es más que una cuestión de probabilidades. Decidir a partir de ello que la acusada es culpable de colaboración con el enemigo atenta gravemente contra el principio judicial de la presunción de inocencia. Eminencias, no olviden esto, por favor.
—Su señoría…
La apasionada y erudita defensa del abogado no obtuvo la respuesta de la compasión del jurado. Una voz femenina, profunda como un bosque nocturno, interrumpió con un puñetazo las palabras del defensor.
—La fiscalía quiere añadir cuatro nuevas pruebas. Rogamos vuestro permiso.
—Concedido. ¿Las tenéis aquí, hermana Paula?
—Así es.
La mujer sacó varios delgados dossiers y seguidamente los posó sobre las mesas del tribunal y el jurado. A continuación, acudió al lado del Profesor y le entregó también uno.
—Con vuestro permiso, doctor Wordsworth —dijo con una voz tan amable que resultaba molesta.
Mientras el Profesor examinaba los documentos, Paula volvió a la mesa de la fiscalía y empezó a hablar de nuevo.
—Estos documentos han sido enviados a la Inquisición por un miembro de la Secretaría de Estado que ha expresado su deseo de permanecer en el anonimato. Son informes internos de la Secretaría de Estado y contienen instrucciones secretas de la acusada escritas de su puño y letra. Son… las instrucciones enviadas por la acusada al hereje Václav Havel antes y después de los disturbios de Brno.
—¿¡!?
Una oleada de rumores sacudió los asientos del jurado. Los dossiers contenían varias cartas dirigidas al hereje Václav Havel. No se trataba más que de fragmentos, pero se podía entender que en ellas daba indicaciones a Havel para que facilitara al Nuevo Vaticano hacerse con un nuevo tipo de arma del ejército de la Iglesia. Aunque no estaban firmadas, todos los miembros del jurado conocían aquella letra.
—Duquesa de Milán, ¿sois vos la autora de estas cartas?
Cuando hubo calculado que la conmoción se había extendido lo suficiente por la sala, la inquisidora se volvió hacia la hermosa dama que se encontraba sentada en el banquillo de los acusados.
—¿Utilizasteis a vuestro agente Havel para dar apoyo al Nuevo Vaticano en su rebeldía? ¿También participasteis en el secuestro de Su Santidad en Praga?
—Eso es imposible.
La voz severa que interrumpió la sarta de acusaciones no fue la de Caterina. La hermosa mujer permanecía en silencio en su asiento. Era la del Profesor, que se había levantado bruscamente de la silla para intentar defender a su superiora.
—Hermana Paula, ¿qué pretendéis esparciendo estas falsedades en un juicio? Si lo que buscáis es impresionar al jurado, estáis cometiendo un grave delito contra los principios de la justicia. Protesto enérgicamente.
—Lamento comunicarle que no es usted quien debe decidir si lo que digo son falsedades, doctor Wordsworth.
El Profesor tenía toda la razón al protestar, pero la Dama de la Muerte no descompuso ni un milímetro su expresión. Con una mirada tan fría como la misma muerte, replicó:
—Quienes deben juzgar la veracidad de las pruebas son el jurado y el tribunal. ¿Me equivoco, doctor?
—…
La cara de póquer de los aristócratas de Albión ante las situaciones extremas era conocida de todos. Su rostro alargado no mostró el menor rastro de emoción, pero nada expresaba mejor la impotencia de su derrota —mejor dicho, la derrota de su superiora— que aquel silencio impasible.
—Perdonadme, eminencia…
El Profesor se sentó de nuevo con el rostro endurecido. Olvidándose de que aún llevaba la pipa entre los dientes, masculló en voz baja:
—De cualquier modo, nos tienen atrapados.
—No sólo a nosotros, Profesor…
Caterina había palidecido mucho, pero sus ojos conservaban aún el brillo de inteligencia y miraban fijamente al vacío, como si observaran a alguien que no estaba presente allí.
—Tienen atrapado al Vaticano entero, incluida la Inquisición… De todos modos, la culpa es nuestra por no haber pensado que intentarían atacarnos así. Pensaba que ya había visto los límites de su malicia, pero veo que todavía les minusvaloraba…
—¡Silencio! ¡Silencio todos!
En la sala aún reinaba el rumor provocado por las nuevas pruebas presentadas, pero los gritos del presidente del tribunal, acompañados del sonido de su maza, lo pararon en seco.
—¿Tiene la defensa algo que alegar ante las nuevas pruebas presentadas?
—No, señoría.
Por muy erudito que fuera, no había manera humana de ganar en aquella situación. Era admirable lo oportunos que habían sido presentado aquellas pruebas decisivas. Estaba claro que la hermana Paula lo había planeado todo, pero lo más increíble era la capacidad de sus verdaderos enemigos para prever la reacción que tendría la Inquisición ante la trampa.
—Me había hecho a la idea de que sería difícil, eminencia, pero esto será peor de lo que pensábamos. Me pregunto cuándo volverán de Tallin…
—…
Caterina siguió mirando por la ventana, sin responder al susurro del Profesor.
La nieve caía con más fuerza en ese momento. Aún no había llegado el día de Navidad, pero el frío era terrible. ¿Estarían a salvo sus hombres…?
—En ese caso, después de haber oído las intervenciones de la fiscalía y la defensa, doy por terminada la sesión de hoy…
La voz aguda de monseñor Carione resonó por la sala, seguida del golpe seco de su maza en la mesa.
—El veredicto de Caterina Sforza se hará público dentro de una semana a esta misma hora… ¡Se levanta la sesión!
—Vaya, qué raro por aquí…
Limpiándose una oreja con el dedo, el prisionero miró a través del cristal antibalas con aire burlón. Sus gruesos labios formaron una sonrisa atrevida cuando preguntó:
—¿Cuántos años hace?
—No lo sé —respondió el visitante, con desgana.
El cuello del hábito dejaba ver un rostro tan tenso que parecía capaz de cortar a quien lo tocara.
—No es la duquesa de Milán quien me ha encargado esta misión. He recibido las órdenes del Profesor. Él no tiene autoridad para reducirte la pena…, pero si no aceptas la misión… Bueno, incluso si la aceptas pero no la cumples con éxito, muy probablemente no vuelvas a salir de aquí con vida.
—Cómo están las cosas… O sea que no tengo elección, ¿verdad?
El prisionero se encogió de hombros ante las severas palabras de su interlocutor. Inspeccionándose la cera de los oídos como si fuera un científico, respondió con una voz poco seria:
—Sea como sea, me tengo que largar de aquí. Me está esperando una moza…, una muy buena moza…
—¿Ah, sí?
Un estremecimiento recorrió brevemente el rostro del visitante, pero sus ojos verdes en seguida volvieron a tomar una luz estoica. Sacudiendo la cabellera rubia al asentir, se levantó apoyándose en la barra de hierro que llevaba.
—Pues si estás listo, vamos a empezar.
—Me da lo mismo… Lo que sea.
El prisionero, el agente León García de Asturias, seguía hablando en tono burlón. Acariciándose las esposas, se quedó mirando fijamente el rostro blanco de su interlocutor.
—Soy más bien yo quien tiene que preguntarte si estás recuperado de tus heridas. He oído que te pasaste medio año en cama sin que pudieras moverte…
—¡Ah!, eso…
La mano que agarraba la barra de hierro pareció temblar ligeramente ante las palabras de León. Acto seguido, el cristal antibalas que separaba a los dos hombres descendió con lentitud a través de una abertura en el suelo.
—Ya ves que estoy recuperado —respondió el agente Hugue de Watteau, Sword Dancer, con los ojos brillantes como cuchillas.