IV
En realidad, esa noche Spartaco ya no regresó. Aguardé sin dormirme su señal hasta que Venus ascendió por el cielo disfrazada de estrella y una tenue luz empezó a irradiarse sobre los edificios.
A esas alturas, cansado y aterido, apoyé la cabeza en la chimenea y me sumí en un profundo sueño desprovisto de sueños. Pero precisamente mientras dormía, sin embargo, ocurrió lo que ya no esperaba que ocurriese, es decir, que desde algún sitio de los alrededores se elevó, claro y nítido, el gorjeo de un canario.
Levantándome entonces de un brinco, mecánicamente me puse a correr hacia la dirección desde la que había llegado ese canto, corrí sin recordar que estaba en lo más alto de un tejado hasta que, de pronto, ya no percibí apoyo alguno bajo mis pies y todo mi cuerpo se desequilibró hacia adelante.
Traté de ponerme a salvo echando el peso hacia atrás, agitando las manos en busca de algún asidero, pero de nada me sirvió porque en menos que canta un gallo las tejas empezaron a ceder bajo mi peso, a deslizarse hacia el vacío, y yo, pronto, me deslicé con ellas. Atravesé el aire como lo atraviesan todas las cosas, con una trayectoria rígida e implacable y sin emitir ni un solo grito; así lo atravesé, pero por poco tiempo, poquísimo, porque apenas dos metros más abajo topé con un balcón y, primero con los dientes y después con las costillas, choqué con la barandilla y quedé luego tendido en el suelo.
Creo que me desmayé por un instante o algo así. Efectivamente, cuando sentí correr sobre mi rostro agua fresca y una voz masculina decir: «¡Vaya! ¡El cielo está despejado y, sin embargo, llueven chavales!», no tenía la menor idea de dónde estaba ni de lo que ocurría a mi alrededor.
Sólo cuando el hombre, tras haberme levantado cogiéndome por las axilas, se presentó diciendo: «Mucho gusto, soy el barón Aurelio, heredero», me acordé íntegramente de todo lo anterior y, a fin de eludir preguntas embarazosas, mirándolo altivamente a los ojos, le dije que me llamaba Ruben y que yo también, en cierto sentido, pertenecía a su misma categoría.
Hechas las presentaciones entró en la casa y me invitó a hacer otro tanto. Pero no bien estuve dentro, aturdido por la diferente luminosidad, me quedé quieto ante la puerta y permanecí allí hasta que, con el lento acomodarse de las pupilas a la penumbra, logré percibir una silla en medio de la habitación y, aproximándome, me dejé caer sobre ella como un peso muerto.
Mientras tanto el barón, que en ese ambiente casi a oscuras se movía con la agilidad de un gato, se había acercado al frigorífico, lo había abierto y, metiendo la cabeza entre los compartimentos, me preguntaba si deseaba comer algo, por ejemplo anchoas en aceite, o si me apetecía beber vodka.
Ante su pregunta, irguiéndome en la silla había respondido que no, gracias, que realmente no tenía hambre porque en esos tres o cuatro minutos el apetito que sentía desde la noche anterior se había disipado por completo. Efectivamente, al ir observando el apartamento en que me encontraba, me había dado cuenta de que estaba hasta tal extremo desordenado y sucio que, más que parecer la mansión de un caballero, parecía la guarida de un vagabundo, razón por la cual una vaga inquietud me había invadido y pensé que lo más sensato sería largarme de allí lo antes posible y regresar al almacén de neumáticos.
Por tanto, dicho y hecho, dado que el barón todavía estaba hurgando en el frigorífico y no podía verme, lentamente y con movimientos casi imperceptibles empecé a ponerme de pie y, extendiendo los brazos hacia adelante, me moví en la dirección que me pareció podía corresponder a la de la puerta de entrada.
Y casi la había alcanzado, sólo me faltaban unos pocos centímetros, cuando percibí que había algo extraño bajo mi zapato, algo mullido y duro al mismo tiempo, y de la oscuridad a mis pies se elevó un aullido y, rechinando los dientes, un perro se interpuso entre la puerta y yo.
Ante aquella batahola el barón sacó bruscamente la cabeza del frigorífico gritando: «¡Mephisto! ¿Qué diantres está ocurriendo?», y con los ojos de una fiera echó un vistazo alrededor. Apenas me vio en las proximidades de la salida saltó sobre mí y, cogiéndome por el cuello con ambas manos, volvió a arrojarme sobre la silla destartalada. Después, más sereno, bebiendo vodka a grandes tragos en un cuenco de porcelana, se inclinó sobre mí y con voz forzadamente meliflua dijo: «Venga, no querrás marcharte justamente ahora que están por llegar mis amigas, ¿no?»
Así habló, y yo, fastidiado y un poco atemorizado, me dispuse a contestarle a tono que sus amigas no me interesaban lo que se dice nada y que tenía asuntos mucho más graves y urgentes que resolver. Estaba por decir eso pero no dije nada porque, antes de que expusiese mis intenciones, alguien empezó a manipular el picaporte detrás de la puerta, ésta se abrió y en el umbral apareció una mujer flaca y huesuda con una larga melena color ala de cuervo ondeando sobre los hombros, que llevaba a su lado un gozquillo blanco y fláccido con el rabo retorcido como un tirabuzón.
Ambos se detuvieron al verme: nerviosamente, la mujer se pasó una mano por el pelo, mientras el gozque aullaba en falsete. Entonces el barón, inclinándose ceremoniosamente, ora hacia ellos, ora hacia mí, se encargó de las presentaciones. Dijo: «Domitilla...», y señaló a la mujer, «Angélica...», e indicó al perro; después me señaló a mí y dijo: «Sebastiano...»
Al oír ese nombre di un respingo dispuesto a declarar que ése no era mi nombre ni mucho menos. Pero la mujer, anticipándose, sin sonreír, con una mano me palpó los labios y el rostro mientras con la otra hacía lo mismo en los muslos y el vientre, al tiempo que preguntaba al barón: «¿El nuevo garçon de chambre?»
Quién era esa mujer enigmática y altiva de la que repentinamente y sin proponérmelo me había convertido en garçon de chambre lo supe bien entrada la mañana de aquel día. Efectivamente, poco antes de la hora del almuerzo salió junto con los dos perros y yo me quedé en la casa a solas con su compañero. Tras haber sacado de un cajón una colchoneta de playa, roja de un lado y azul del otro, y una bomba, y tras comunicarme que en adelante ésa sería mi cama, el barón se sirvió un cuenco de vodka y, sosteniendo el cuenco con una mano y un frasco de anchoas en aceite en la otra, se sentó en la silla destartalada que estaba en el centro de la habitación. Desde allí, mientras yo inflaba la colchoneta, empezó a interrogarme haciéndome las preguntas que se hacen a un muchacho del que nada se sabe.
Naturalmente, fui muy cauteloso en mis respuestas: sí, le dije cuántos años tenía y cómo me llamaba, pero no le conté en absoluto que me había criado en una gran villa de la que me había fugado tras haber cometido un crimen, y menos aún le conté que estaba aprestándome a reunirme con un riquísimo tío mío en América. Había en aquel hombre un no sé qué que no me inspiraba ninguna confianza. De todas maneras algo tuvo que captar igualmente, porque, mientras hacía crujir entre sus dientes las espinas de las anchoas, dijo que era inútil que intentase mostrarme misterioso, ya que era más que evidente, por el uniforme que vestía, que yo era un muchacho fugado de algún reformatorio, un ladronzuelo en busca de fortuna o acaso algo todavía peor.
De todas maneras, agregó luego con una sonrisa que me pareció falsa, en esa casa no tenía de qué preocuparme: ni él ni Domitilla eran de la clase de personas que meten las narices en los asuntos ajenos. Si me comportaba como un garçon de chambre servicial y discreto, en esa casa no solamente estaría a cubierto de cualquier desgracia, sino que, muy probablemente, podría asistir a la subida al trono de mi ama. En verdad Domitilla, aunque pareciese una mujer como tantas otras, era una reina auténtica. Al oír esas palabras no pude contener mi asombro y, acurrucándome sobre la colchoneta, pregunté: «¿Una reina? ¿De qué?»
Entonces él, vaciando en su gaznate de un solo trago y ruidosamente el cuenco, me contó por qué razones Domitilla era de sangre real. Se habían conocido años atrás en una modesta pensión en Casablanca. Él se encontraba allí desde hacía un par de semanas para despachar unos asuntos privados y ella se había alojado, al llegar, en la habitación contigua. En el registro de la pensión había hecho constar el nombre de Ida, pero apenas estrecharon amistad hablando de un balcón al otro, ella le había pedido que la llamase Domitilla.
Con ese nombre, efectivamente, la había llamado unos meses atrás una gitana al verla pesar por la calle. Todo había ocurrido una fría noche de invierno. Ida, mejor dicho, Domitilla, acababa de cerrar su consulta de callista en los arrabales de la ciudad y se dirigía hacia la parada del autobús cuando, repentinamente, una gitana que transitaba por la acera opuesta se había acercado corriendo y, arrojándose a sus pies, había gritado: «¡Domitilla, reina mía, por fin has regresado a esta tierra!»
Así había hablado, y, antes de que Ida pudiese recobrarse de la sorpresa, la gitana, besándole repetidas veces el borde inferior del abrigo de lapin, le había revelado que desde esa mañana, gracias a la consulta del tarot, había sabido que se encontraría con la reencarnación de la famosa reina de la noche, y que, justamente cuando ya pensaba que había interpretado mal las cartas y regresaba a su campamento, la había visto avanzar por la otra acera con paso soberbio y toda duda había desaparecido de su mente.
En ese momento, dado que las demás revelaciones que estaba a punto de confiarle eran extremadamente graves e importantes, la gitana le había pedido a manera de prenda el monedero con toda la recaudación del día y sólo tras haberlo hecho desaparecer entre sus faldas había proseguido la narración. Esa parte del episodio, continuó el barón poniéndose de pie para acercarse al frigorífico, naturalmente no podía revelármela: lo importante era únicamente que supiese que, en un lapso presumiblemente breve, se producirían en el mundo perturbaciones profundas como no se habían visto desde los tiempos del diluvio universal, y que de ese desorden, por otra parte momentáneo, nacería un nuevo orden en el que sólo reinarían quienes, como Domitilla, ya habían abierto el tercer ojo. Al decir esto el barón se trasladó a la colchoneta e hizo una pausa.
Deseoso entonces de mostrarme partícipe en esa historia, le pregunté dónde y de qué manera se podía abrir esa tercera pupila cuya existencia, hasta ese momento, no había siquiera sospechado. Mi pregunta no obtuvo respuesta alguna, sin embargo, porque mientras tanto el barón, siguiendo el hilo de sus propios pensamientos, de manera cada vez más confusa había proseguido su narración contándome cómo Domitilla, una vez enterada de su verdadera identidad, había vendido su consulta de callista y con el dinero así obtenido había empezado a vagar por el mundo en busca de informaciones acerca de su tercera pupila.
Y, de hecho, cuando él la había conocido en Casablanca ella ya se había enterado de casi todo: sabía caminar horas y horas con los ojos cerrados, sabía prever el granizo y la lluvia, sabía percibir sin volverse lo que ocurría a sus espaldas y leer el futuro en los posos de las tazas.
Y justamente gracias a los posos de un café, mientras estaban sentados en un bar de Casablanca, se había enterado de que era ya el momento de regresar a su ciudad natal y allí aguardar que se cumplieran los acontecimientos. Durante ese período, empero, no tenía que volver a emprender su ocupación habitual de callista, sino hacerse mantener por el hombre que estaba a su lado y vivir ya como una reina, es decir, sin ocuparse de nada de la mañana a la noche, salvo de mantener intacta su esplendorosa beldad.
Dicho esto, y apoyándome una mano sobre la pierna, el barón masculló además algo sobre lluvias de fuego que caerían del cielo, sobre un cordero que hablaba con voz sobrehumana y un águila que, bajando desde las nubes, vomitaba excrementos, sobre una altísima montaña a la que nadie, salvo los elegidos, lograría trepar, y así prosiguió, con una mezcolanza de frases incomprensibles, hasta que se durmió roncando, tendido a mi lado.
A partir de aquel día empecé a vivir en aquella casa con el barón, Domitilla y los dos perros; me quedé, en parte por un vago temor a la profecía, y, en parte, porque siendo algo así como un camarero, estaba casi seguro de que al finalizar el mes recibiría un sueldo, y, siempre que en el ínterin no ocurriese algo, ese dinero me vendría muy bien para huir a América.
De tal suerte, casi sin haber tenido tiempo de darme cuenta, en un par de horas abandoné las arriesgadas acrobacias de los stuntman a cambio de la cómoda rutina del garçon de chambre.
Por las mañanas generalmente ambos dormían hasta tarde, y yo, relegado entre la cocina y la entrada, holgazaneaba sin preocupación alguna. A decir verdad, durante la primera semana yo también había intentado dormir hasta tarde, pero no lo había logrado porque mi colchoneta estaba situada cerca del jergón de Angélica y Mephisto, y desde el amanecer ambas bestias empezaban a lamerme el rostro con sus cálidas lenguas y a juguetear gimoteando alrededor mío. Lo hacían, me parece, convencidas de que yo también era un perro como ellos, y entonces, para no decepcionarles, había empezado a simular que lo era, a ladrar, a rascarme y a correr dando vueltas por la habitación.
Esos juegos desatados duraban hasta que Domitilla, envuelta en una bata de colores vivos y con el pelo suelto y desordenado, aparecía por la puerta y batiendo las palmas gritaba con fuerza: «¡Sebastian, le petit déjeuner!» Al oír esas palabras, como si hubiese recibido un latigazo, brincaba del suelo, me acomodaba la chaqueta y, tras haberme colgado del cuello un mandil, me dirigía hacia los hornillos. Allí, mientras con una mano desenroscaba la cafetera, con la otra preparaba un platillo de anchoas; al mismo tiempo, con un pie abría la puerta del frigorífico y metía dentro la cabeza para sacarla en un abrir y cerrar de ojos sosteniendo el envase de cartón de la leche entre los dientes, y en cada ocasión, en el preciso instante en que el envase caía sobre la bandeja, oía desde el fondo de la habitación la voz de Domitilla que exclamaba con fuerza: «¿Entonces, Sebastian, está o no está listo el petit déjeuner?»
Y yo, más velozmente aún, cogía del escurridero cuatro tazas, dos para el café y dos para el vodka; también las cogía con los dientes, porque mientras tanto había subido el café y yo lo estaba apagando, mejor dicho, ya lo estaba sirviendo, lo servía escaldándome, maldiciendo en silencio y, cuando por fin todo estaba preparado, levantaba con las dos manos la bandeja y con aire triunfante me dirigía hacia la alcoba.
Ante el umbral, sin embargo, a causa de la oscuridad cerrada, me detenía indeciso, reanudando la marcha solamente cuando alcanzaba a atisbar en medio del caos circundante el cuerpo macizo y desnudo del barón.
Al llegar junto a la cama me detenía, y, tras hacer una reverencia primero a la reina y después a su compañero, depositaba el petit déjeuner sobre las piernas de los amantes. Pero en aquel momento siempre ocurría un asunto extraño: apenas retiraba la mano de debajo de la bandeja, el barón, sin siquiera abrir los ojos, con su mano tibia y velluda atrapaba mi brazo y murmuraba: «¿Por qué no te recuestas un rato aquí al lado?», al tiempo que con los dedos recorría desde la muñeca hasta el codo, como si en vez de tratarse de mi brazo se tratase del vientre de una yegua preñada.
Mientras de tal suerte me palpaba, yo pensaba que no existía razón alguna para que me tendiese entre esos dos cuerpos semidesnudos y cálidos: ya estaba vestido y listo para la acción, despierto desde horas antes, y si realmente tuviera ganas de echar un sueñecito lo haría por mi cuenta, en mi colchón neumático. Entonces, para liberarme de esa embarazosa situación, retrocedía un paso y apresuradamente decía que era tarde y que los dos perros sufrían tanto por la contención de sus necesidades que si no salían cuanto antes les estallaría la vejiga.
El barón escuchaba silenciosamente mi observación, escrutándome oblicuamente a través de las tupidas pestañas; después, de mala gana, sacaba de debajo de la almohada las dos traíllas y, para cerciorarse de que no intentaría fugarme, con dos candados me las ajustaba a las muñecas.
El paseo de los perros, de todas maneras, no duraba más que el tiempo necesario para que desahogasen sus necesidades corporales; al regreso Domitilla, envuelta en una vaporosa bata de andar por casa, nos aguardaba ante la puerta con impaciencia. En realidad no aguardaba a los perros sino a mí, porque ésa era la hora de la mascarilla de yogur y pepino sobre su rostro, y precisamente yo, en mi calidad de garçon de chambre, era el encargado de tales menesteres. Por sugerencia de ella le aplicaba los emplastos con una brocha de pintor: ella, altanera y callada, se sentaba en la butaca y yo le pasaba por la cara la brocha empapada de yogur, extendía éste con dos o tres toques secos y después aplicaba las rodajas de pepino al tiempo que preguntaba: «¿Así está bien? ¿Más aquí? ¿Más allá?»
Entonces ella, siempre sin decir esta boca es mía, cogía mi mano con la suya y me señalaba el sitio exacto donde colocarlas. Hacía todo eso, me parece, temiendo que sobre su rostro, como sobre la superficie de una pintura al fresco, bajo los neutros e impasibles golpes del tiempo se abriesen hendiduras irreparables antes de que se cumpliera el acontecimiento. Concluida la operación de las cucurbitáceas, de todas maneras todavía no podía apartarme y retirarme a mi cuchitril porque ella, con solemnidad real, apoyaba su pie sobre mis piernas, me lo apoyaba allí como un pez agonizante en una playa, e inmediatamente yo, con cepillos y limas, tenía que empezar a desescamarlo.
La primera vez, uniformado e inclinado sobre esas delicadas extremidades, había imaginado ser un asistente ocupado en dar brillo a las botas de su capitán. Pero se trató de una fantasía de breve duración, porque desde el tercer día, mientras, con gestos delicados y cautelosos, libraba a las uñas de las capas más córneas, Domitilla, todavía cegada por los pepinos, tendiendo las manos por el aire ante sí entrelazó los dedos detrás de mi cuello y, en vez de mantenerlos sólidamente en un sitio, empezó a deslizados adelante y atrás como si estuviese comprobando la finura de un brocado.
Naturalmente, al principio pensé solamente que debía de tratarse de un gesto involuntario, de una manera de no desequilibrarse en el asiento o algo por el estilo, y sólo cuando, inclinando la cabeza hacia uno y otro lado, me di cuenta de que no aflojaba la presa ni un solo instante, vi con toda claridad que no era lo que se dice un asistente. De pronto empecé a no ver ni sentir nada más: sólo veía, durante esos minutos, la cándida forma oblonga apoyada entre mis palmas, entre mis manos que ya no eran mis manos sino el cuerpo entero, porque todos mis sentidos se habían transferido allí, al punto de contacto entre nuestras dos epidermis.
Nos quedábamos así, inmóviles y callados, hasta el momento en que sonaba un despertador que previamente ella había preparado para advertirnos de que el tiempo del tratamiento de belleza había terminado. Al oírlo me incorporaba ágilmente y una tras otra, con delicadeza, le quitaba las rodajas de pepino del rostro y de los ojos; y ella, como las doncellas de los cuentos de hadas, agitando poco a poco sus largas pestañas negras, simulaba despertar de aquella especie de letargo.
Lamentablemente, empero, el príncipe artífice de esa magia no debía de ser yo, porque, en vez de murmurar empalagosas frases de amor, la reina, con ojos como brasas y voz tonante, me gritaba en plena cara: «¡La comida, Sebastian!» Yo salía disparado hacia la cocina y me instalaba entre los hornillos y el frigorífico: allí cortaba la cebolla sobre la mesa, la echaba sobre el aceite, el aceite estaba en una cazuela, la cazuela sobre el fuego, y removiéndola con una cuchara de madera la iba dorando, y mientras la cebolla se doraba progresivamente, en esa cazuela yo no veía otra cosa que una dorada, un lenguado, en otras palabras, su real piececillo casi de marfil.
Continuaba durante casi una hora entre vapores y salpicaduras hasta que todo estaba por fin preparado, y entonces, pertrechado de un blanco delantal, servía la comida. La mesa, a decir verdad, era una mesita tan pequeña que en ella sólo había sitio para dos personas, y yo, por lo tanto, con mi escudilla en la mano, tenía que comer sentado en la colchoneta inflable.
Contrariamente a lo que se podría creer, incluso si Angélica y Mephisto me sustraían del plato la mitad de la pitanza, comer de esa manera me sentaba de maravilla porque desde allí, con calma, podía observar todo el magnífico panorama de los pies y las piernas. Concluida la comida, el barón, llevándose consigo las anchoas y el vodka, se dirigía a la alcoba para descabezar una siestecilla en tanto que Domitilla, apenas yo despejaba la mesa de vajilla y cubiertos, se quedaba inmóvil y callada durante horas consultando su baraja de coloridos naipes.
Entretanto yo, en vez de holgazanear, pasando discretamente a su lado, me dedicaba a la limpieza general: ponía orden en la cocina y el cuarto de baño, lavaba los tragaluces, barría el recibidor y, tras ello, acomodaba mi cama, vale decir, desinflaba y volvía a inflar la colchoneta. Al terminar mis labores ya casi se había hecho de noche, las vejigas de Angélica y Mephisto estaban nuevamente llenas y me correspondía volver a sacarlos fuera para que dieran un breve paseo.
La cena, obviamente, la servía en la misma mesa en que había servido el almuerzo, y, como a la hora del almuerzo, comía en el suelo junto con los dos perros, dejando correr mi mirada desde el amado pulgar hasta la adorada pantorrilla. Precisamente durante una de esas cenas, cuando habían pasado más o menos dos semanas desde mi llegada, ocurrió un extraño suceso, es decir, tuve la sensación de que mientras mis ojos se posaban discretamente sobre los pies de la mujer, los del hombre, apuntados hacia mí, con movimientos secretos me quitaban de encima las ropas.
Esas trayectorias de miradas silenciosas y sin estallar concluían en el momento mismo en que ellos dos, ahítos, apartaban de sí el plato y yo me levantaba de la colchoneta para despejar la mesa. Después, cuando, ya en la cocina, hacía desaparecer la vajilla en el agua jabonosa, en la mesa despejada ellos empezaban a jugar al ajedrez. Así lo hacían todas las noches para ayudar a que el quilo se convirtiese en quimo: sentados el uno frente al otro, sin sonreír ni mirarse a los ojos, movían caballos y damas, alfiles y torres. Movían las piezas y decían, durante o después del gesto: «¡Gambito! ¡Jaque doble! ¡Triple jaque!», y así proseguían hasta que el barón exclamaba: «¡Jaque mate!»
Entonces Domitilla, tras haber dicho en voz alta algo tremendo en una lengua incomprensible, asestaba un puñetazo sobre la mesa como para pulverizar una cucaracha o un tábano y, a causa del sacudón, los peones rodaban por el suelo. En ese instante yo salía de un brinco de la cocina para recogerlos, y, arrodillado en el suelo, contemplaba por última vez aquella magnífica visión de tarsos y metatarsos.
Cuando ya había metido todas las piezas en la caja, ellos se ponían de pie y, hostiles el uno hacia el otro, regresaban a su alcoba dejándome allí, solo, con el tablero en la mano.
Sólo cuando desde detrás de la puerta ya no se percibía sonido alguno yo también me retiraba a mi colchoneta. Desde allí, antes de dormirme, escrutaba largamente el recuadro más claro de la claraboya porque, en el fondo, todavía no me había convencido totalmente de que Spartaco hubiera podido largarse para siempre con mi dinero.
Pero en vez de su silueta o de la lluvia de fuego vaticinada por el barón, durante todas esas noches, en el retazo de cielo que se me había concedido, tan sólo vi pasar velozmente las siluetas luminosas de los aviones. Pasaban con luces que parpadeaban como festones, como las luces de los árboles de Navidad; pasaban sin caerse jamás, con una trayectoria de lado a lado, plana.
Pasé sesenta días en aquella casa y después otros treinta, cumpliendo con mis obligaciones de garçon de chambre y sin percibir jamás ni un indicio que confirmase el inminente tumulto del orden universal. El barón ya no habló más del gran evento durante todo aquel tiempo, ni tampoco Domitilla, la futura reina siempre absorta entre la adivinación y los tratamientos de belleza, abrió boca nunca sobre aquel asunto.
De todas maneras no fue por ese hecho que, al cumplirse el tercer mes, empecé a sentirme vagamente inquieto, sino porque, desde que había asumido el servicio, no había habido por parte de ellos la menor alusión a un hipotético salario. Pero hablar primero yo era cosa que ni siquiera se me cruzaba por la cabeza. Efectivamente, estaba casi seguro de que ambos, entendiendo mi pedido como un gesto de arrogancia, en un abrir y cerrar de ojos me habrían puesto de patitas en la calle, con las manos vacías y al son de puñetazos y puntapiés.
Ante tal perspectiva decidí que, por lo menos para aprovechar aquel episodio, lo mejor sería actuar con los movimientos furtivos y cautelosos de un zorro, y también decidí que, para actuar, aguardaría a que llegase el centésimo día. Efectivamente, la perfección de esa cifra me pareció el mejor auspicio para que los acontecimientos se desarrollasen sin obstáculo alguno.
De todas maneras, el plan ya lo tenía preparado en mi cabeza desde que había descubierto que Aurelio y Domitilla guardaban sus ahorros en la alcoba, dentro de una lata de sardinas, en el tercer cajón de la cómoda. El primer movimiento, por lo tanto, sería el de deslizarme silenciosamente allí dentro durante su siestecilla posmeridiana. Una vez allí, con unos trapos de franela envolviendo mis zapatos, me acercaría a la cómoda y tirando suavemente del tirador abriría el cajón, extraería la caja de sardinas y de ésta el dinero, metiendo inmediatamente, en su sitio, unas hojitas de papeles de colores.
A decir verdad habría sido más expeditivo y menos arriesgado coger directamente la caja y huir con ella escondida en el bolsillo, pero si por azar uno de los dos abriera el cajón antes de que yo estuviese para siempre fuera del apartamento, y se percatara de la desaparición, muy probablemente yo terminaría mucho peor que volando de cabeza por el hueco de la escalera.
En cambio, así, gracias a esa refinada astucia, después de la siesta posmeridiana, como de costumbre, llevaría de paseo a Angélica y Mephisto, ocultando en mis bolsillos, además del dinero, un par de tijeras; después, apenas llegásemos a algún rincón sombrío, detrás de un arco o en el vano de un portal, con un seco tijeretazo cortaría las dos traíllas atadas a mis muñecas y en un abrir y cerrar de ojos, yo por un lado y los perros por otro, nos largaríamos como alma que lleva el diablo.
No sé qué harían Angélica y Mephisto después de la fuga, pero sí sé que yo me metería de un salto en el primer taxi que viese y, ocultando el rostro con una mano, gritaría con todas mis fuerzas: «¡Al aeropuerto!» Cómo conseguiría, una vez allí, burlar los controles de la policía, si con un nombre falso o metiéndome de matute en el equipaje de alguien, era un problema que había decidido resolver en segunda instancia.
Todas estas cosas haría el centésimo día, y no éstas solamente. Antes de marcharme, efectivamente, había decidido quitarme de la cabeza el pie de la mujer, y que la manera de quitármelo era poseerlo. Mientras Domitilla yacía en su tumbona cegada por las cucurbitáceas, yo recorrería con los labios muy lentamente todo el trayecto desde el pulgar hasta el calcáneo, lamería la planta y el dorso, y después, tal vez, arrebatado por una repentina inspiración, subiría hasta la rodilla. Ella, estoy seguro, simularía confundir mi lengua y mis labios con un nuevo tipo de piedra pómez o de cepillo, ella simularía y yo también: la lamería así, con un ojo puesto en el tobillo, el otro en el reloj que había encima de la repisa, deteniéndome apenas un segundo antes de que sonase la alarma. Al sonar ésta, después, impasible como durante los noventa y nueve días anteriores, le quitaría de los ojos y del rostro la mascarilla; y ella, igualmente impasible, posaría sobre mi rostro sus ojos de princesa del letargo.
Todo esto haría el centésimo día, ese día sería un león. Realmente lo habría sido si antes del centésimo día no hubiese llegado el nonagésimo noveno.
Efectivamente, el nonagésimo noveno día Domitilla, contrariamente a lo habitual, salió temprano de casa para dirigirse al mercado en busca de nuevas telas para sus vestidos y, apenas hubo salido, habiendo quedado eximido, por lo menos durante esa mañana, de los menesteres de podólogo y del yogur, ya vestido y dispuesto volví a tenderme en la colchoneta inflable. Allí, en vez de dormir, boca abajo y apoyando la barbilla en las manos, me concentré en los problemas que todavía me quedaban por resolver a fin de que mi fuga hacia América se llevase a cabo como sobre ruedas.
No sé cuánto tiempo estuve en esa posición persiguiendo todas las hipótesis posibles, no sé cuánto tiempo me quedé tendido, pero sí sé que, justamente mientras estaba absorbido por la búsqueda de algún ocasional disfraz para pasar indemne todos los controles policiales, de repente vi abrirse la puerta de la alcoba del barón, y, un minuto después o acaso menos, percibí entre mi persona, la colchoneta y la pared, recortarse su maciza figura. Cuando, por la respiración anhelosa y pesada estuve seguro de que realmente estaba encima de mí, en vez de abrir los ojos me quedé inmóvil con la cabeza apoyada sobre las manos, simulando estar profundamente dormido. De nada sirvió, porque en seguida sentí cómo su mirada de francotirador tuerto me perforaba de lado a lado con tal intensidad que, por un instante, tuve la sensación de que realmente estaba a punto de disparar, de que estaba apuntando y ajustando el gatillo y el percutor; y, efectivamente, disparó de veras, pero en vez de alcanzarme una rociada de perdigones me alcanzaron sus manos, que con los diez dedos abiertos se apoyaron sobre la exacta mitad de mi cuerpo.
Habiendo aterrizado allí, se mantuvieron inmóviles unos segundos y pensé que tal vez el barón quería solamente controlar si estaba yo despierto, o acaso, peor aún, si llevaba oculto algún objeto que hubiese sustraído de sus cajones. Y de hecho, al poco tiempo empezó a palparme todo el cuerpo, de un lado a otro, deteniéndose de vez en cuando, y yo, bajo ese lento-veloz deslizarse desde los tobillos hasta el cuello, repentinamente ya no logré quedarme quieto. Al principio, aunque no tenía frío ni mucho menos, se me puso la piel de gallina; después empecé a estremecerme, poco a poco, con vibraciones que pasaron progresivamente de moderadas a más intensas y frecuentes; tan largas, intensas y frecuentes que, en menos de diez minutos, todo mi cuerpo empezó a vibrar como un diapasón aporreado. En ese momento el barón, cogiéndome por los pelos de la nuca, gritó: «¡Despierta, embustero!» Eso gritó y me torció la cabeza, y mientras me la torcía, abrí los ojos y en seguida vi encima de mí a Aurelio, con el torso desnudo, fláccido y pesado, y una selva de pelos blanquecinos alrededor de los pezones.
Ante esa ridícula imagen estuve a punto de echarme a reír, casi me eché a reír en ese momento y me reí de veras cuando, recorriéndolo con la mirada, noté que enrollada en la cintura tenía una faldilla hecha con tiras de cuero y tachuelas, y que llevaba en los pies unas sandalias con cintas de piel que se le enroscaban desde los tobillos hasta las rodillas. De ese neocuriacio me reí como una hiena que expande su ladrido por un bosquecillo de acacias: me reí sólo yo, y lo hice poco tiempo, porque, en seguida, me sacó de la colchoneta inflable y en cuanto estuve de pie ante él, sin mirarme a los ojos, exclamó: «¡No pensarás holgazanear justamente esta mañana, que tenemos que hacer los tableaux vivants!»
Al escuchar esa frase me quedé rígido, perplejo. De hecho, no tenía ni la más mínima idea de a qué se estaba refiriendo. No tenía la menor idea y tampoco conseguí forjármela, porque, mientras me devanaba los sesos en busca de una explicación, él ya me había soltado los botones de la chaqueta y hasta me la había quitado de encima, al tiempo que decía: «Hoy haremos el tableaux de Sebastiano y los centuriones.»
Dicho lo cual, me explicó someramente cómo se iba a desarrollar la historia que habíamos de interpretar: en otras palabras, me indicó que yo tendría que huir y que él me perseguiría con el auxilio de dos leones, que los leones eran los dos perros y que yo no tenía que pensar en otra cosa que en esconderme en las habitaciones, en tanto que de todo lo demás se ocuparía él, que era el centurión pagano.
Después, flexionando un brazo, se cubrió los ojos y murmuró, moviendo la boca y los bigotes: «Ahora voy a contar hasta diez y tú desapareces...» Ya antes de que llegase a cinco había desaparecido de veras, me había acurrucado en su alcoba dentro del enorme armario guardarropa de Domitilla. Allí, escondido entre las guêpières y las batas pesadas, por un momento pensé que ese juego, aunque de alguna manera se parecía al escondite, era un juego extraño, lo que se dice extraño.
De todas maneras, la puerta se abrió en menos de un minuto, no era difícil encontrar mi refugio en esos pocos metros; se abrió y, apenas la hubo abierto, el barón me cogió por el pescuezo y me arrastró fuera diciendo: «¿Cedes?»
Y, dado que no cedí inmediatamente, me quitó la camisa porque eso también formaba parte de lo pactado, cada vez que me capturase yo iría perdiendo una tras otra mis prendas.
Entre armarios y trasteros proseguimos la cacería durante la mañana entera, hasta que, agotados los escondrijos, con las venas latiéndome en el cuello y en las sienes, me encontré desnudo y sudado en medio de la habitación. A esas alturas, el barón, al verme palpitando y reluciente como un batracio, observó que lo mejor sería que tomase un baño, y, sin añadir palabra, se retiró a su alcoba. Cuando me quedé a solas me dirigí hacia el cuarto de baño y allí, tras haber llenado la bañera hasta el borde, me deslicé dentro de ella.
En breve quedé sumido en ese estado intermedio entre el sueño y la vigilia, y casi seguramente me habría dormido si poco después no hubiese aparecido nuevamente el barón en el vano de la puerta. Apareció y, sin decir palabra, se acercó al borde de la bañera: tenía entre sus manos docenas y docenas de alhelíes, y los tuvo hasta encontrarse a mi lado, sobre mí. Entonces, y sólo entonces, abrió los dedos y los dejó caer; cayeron uno a uno o en pequeños grupos dispersos, y, mientras él los miraba caer, yo los veía posarse sobre mi torso, sobre mis piernas, sobre la ingle, en las cavidades de los codos y del vientre, sobre mis muñecas.
Cuando todos hubieron planeado hasta mi piel y la superficie del agua, el barón, cogiéndome por las axilas, me sacó de la bañera y, dejando en el suelo un largo reguero de alhelíes empapados, me transportó hasta su dormitorio. Cuando estuvimos ante el espejo del armario me dejó de pie en el suelo y se arrodilló a mis pies. Mientras yo estaba así, inmaculado, desnudo, cubierto de flores, él, empezando por mis pies, con la lengua empezó a recoger los alhelíes: los recogió uno a uno a lo largo del recorrido que va desde los tobillos hasta las ingles, y desde las ingles prosiguió hasta el pecho descarnado y hundido.
Naturalmente, a lo largo de toda la operación yo no pregunté nada, porque no había nada que preguntar ya que era evidente que aquello no era otra cosa que el final de la historia de Sebastian y el centurión. Desnudo ante el espejo, eso era lo que pensaba. El barón, también desnudo, yo no sabía qué podía estar pensando: no lo sabía, pero, de todos modos, debía de tratarse de algo intenso porque cuando se abrió la puerta del ático no oyó nada, no se dio cuenta, ni mucho menos, de que alguien había entrado, y ni siquiera se dio cuenta de los pasos veloces que se acercaban a la alcoba. Sólo se dio cuenta cuando Domitilla abrió la puerta y apareció en el vano estrujando entre las manos algunos alhelíes empapados, cuando apareció y dijo: «¡Ah!»