II
Lo demás es cosa sabida: yo, encerrado en una letrina, pensando en todas las cosas que en tan breve tiempo habían devastado mi tranquila existencia, incrédulo, me miro y me vuelvo a mirar en el espejo.
Además, cuanto más lo pensaba, más increíblemente extraño me parecía todo. Efectivamente: si aquellas desdichas tenían que interponerse en el camino de alguien, ¿por qué habían ido a hacerlo justamente en el mío, en mi sendero de campo recto e iluminado por un sol resplandeciente y alto? ¿Por qué habían caído sobre mí, poderosas y veloces como rocas desprendidas de la bóveda celeste, sin que yo pudiera, al menos un segundo antes, percibir su silbido y esquivarlas? ¿Y por qué yo, que siempre había llevado una existencia reservada y tranquila, de pronto me había visto obligado a convertirme, de heredero de un imperio de edredones y colchones, en un asesino perseguido por doquier por la mirada de la policía?
Y ahora que mi sendero de campo se había deshecho en un desolado enredo de cráteres y zarzas, ¿cuál había de ser mi destino?
Detrás de todo aquello, ¿había un designio o tan sólo un retumbante vacío?
Con las manos en los bolsillos y la mirada clavada en mis propios ojos pensé todo esto, hasta que alguien, primero cortésmente y después con impaciencia, moviendo reiteradas veces el picaporte, intentó abrir la puerta de mi escondrijo.
Entonces, convencido de que lo mejor sería no evidenciar comportamientos sospechosos, me lavé las manos y sin perder más tiempo salí inmediatamente del lavabo. Alejándome de allí, busqué un asiento donde acomodarme; quería que fuese solitario o casi, y, tras seis o siete compartimentos, logré encontrar uno cuyo único pasajero era un muchacho de pelo blanco que vestía un uniforme gris y burdeos y que dormía a pierna suelta. Apenas estuve en el interior, a fin de no dirigir el rostro hacia el pasillo, donde era muy probable que algún policía pasase y me reconociese, me puse a mirar hacia fuera por la ventanilla. Miré los campos de trigo maduro y las extensiones de girasoles, miré volar sobre ellos cuervos y urracas, y el trabajo de las trilladoras y los tractores: me concentré, en fin, sobre cualquier objeto, hasta que, a través del reflejo en el cristal, me di cuenta de que mi compañero, ya despierto, me miraba con insistencia. Y, efectivamente, tras un minuto o poco menos, sin presentarse siquiera, como si tuviera una prisa terrible, el muchacho me cogió por un brazo y me preguntó si por azar, vestido con tan sólo unos pantaloncitos y una camiseta, no tenía frío. Así me apostrofó, y yo, para no dar lugar a posibles preguntas, asentí inmediatamente y dije que era verdad, que, a pesar del calor que hacía, poco faltaba para que me castañeteasen los dientes.
En ese momento, con una voz exageradamente entusiasta, exclamó que se trataba de una magnífica coincidencia porque él, en cambio, con aquel uniforme de lana se estaba muriendo de calor, y que nada sería más sencillo y más sabio, si yo estaba de acuerdo, que intercambiar nuestras respectivas vestimentas. Agradeciendo la ingenuidad de aquel muchacho, que, inesperadamente, me brindaba la oportunidad de cambiar de aspecto, repuse que a mí también me parecía una idea excelente y, sin titubear más, tras haber bajado la cortina que daba al pasillo, nos desvestimos y volvimos a vestir a toda prisa.
Después, mientras yo todavía me estaba abotonando los dorados botones de la casaca, él, ya vestido, con tono brusco dijo que, habiendo casi llegado a su destino, tenía que dejarme; desde la puerta volvió a mirarme fijamente con sus ojos color rubí, y añadió: «Nunca olvides que, aunque parezca un conejo, mi nombre de batalla es Spartaco.» Dicho esto, veloz y sin el menor ruido, desapareció por el pasillo.
Al quedarme solo pensé que ante todo debería enterarme de adónde me estaba llevando aquel tren. Efectivamente, mientras tanto había decidido que, a fin de que mi fuga no se redujese a una serie de movimientos vanos y desatinados, tendría que proponerme una meta precisa y dicha meta no podía ser sino el imperio del tío Isaac, allá en el país donde todo podía ocurrir, esto es, en América. Pero, al ser arriesgado pedir información a algún pasajero o, peor aún, al interventor del tren, para resolver el problema decidí apearme en la primera parada, leer la indicación que hubiera en el andén o en los vagones y decidir luego si valía o no la pena volver a coger ese tren.
No tuve que aguardar mucho para llevar a cabo mi plan. Después de más o menos media hora, con gran estruendo de resoplidos y chirridos, el tren empezó a aminorar su velocidad y siguió desacelerando hasta detenerse, como un cachalote cansado, bajo la marquesina de una estación.
Mientras bajaban los pasajeros, me asomé por la ventanilla para cerciorarme de que la policía no estuviese patrullando el andén y, sólo cuando hube comprobado que, aparte de los viajeros y un par de mozos de cuerda, no había nadie más, me decidí a dejar el compartimento.
Tuve la suerte de encontrar un cartel en el siguiente vagón, y al leerlo me enteré de que el destino era la capital. Por lo tanto, me venía bien, mejor dicho, muy bien, porque desde allí seguramente dispondría de mil y una posibilidades de embarcarme en algún avión y llegar a América.
Repentinamente aliviado gracias a ese pensamiento, con las manos en los bolsillos y silbando bajito volví a dirigirme hacia la puerta de mi vagón; cuando casi la había alcanzado me di cuenta de que en equilibrio sobre el estribo había dos mujeres, una flaca y la otra gorda, y que la flaca empujaba a la gorda, gritando: «¡Arriba!», y la gorda, repitiendo la exhortación como un eco, agitaba en el aire un bastón blanco.
Pero a cada grito, sin embargo, en vez de avanzar ambas reculaban, parecía que a cada esfuerzo estuviesen a punto de ir a parar al suelo, y, efectivamente, se cayeron, se precipitaron la una sobre la otra en el momento mismo en que llegué a sus espaldas.
Temiendo que alguien me considerase responsable de aquel suceso, amable y solícito las socorrí de inmediato, levanté a una primero y después a la otra; al ponerlas de pie me di cuenta de que la gorda no veía, esto es, que era ciega, y después ya no vi nada más porque, en ese mismo instante, desde el final del andén, se oyó el silbido de partida y yo, al tiempo que gritaba «¡Hasta la vista!», de un brinco salté al estribo. Brinqué, pero inmediatamente, aferrado por el borde del pantalón como una camisa en el tendedero, volví a caer en tierra entre las dos mujeres. En ese momento oí que la flaca exclamaba «¡Gracias, Dios mío, el Ejército de Salvación!», y, siempre la misma, con la velocidad del rayo me metió un brazo bajo el brazo de la gorda, en la otra mano la maleta, y al tiempo que decía «Venga, daos prisa que el tren vuelve a partir», con aquel pesado fardo me empujó nuevamente hacia el vagón.
No pudiendo hacer otra cosa en ese momento, tirando como una mula transporté hasta la plataforma a la gorda y su equipaje. Tuve el tiempo justo porque, precisamente mientras, medio aplastado entre ella y el marco de la puerta, estaba pensando en la manera de librarme sin llamar la atención, esto es, si lo mejor sería abandonarla como por descuido en algún compartimento o tirarla del tren en marcha, en el andén resonó el eco de un segundo silbido y a nuestros pies la flaca empezó a besar sus propias palmas extendidas y, dirigiéndolas hacia nosotros, sopló sobre ellas a fin de que sus chasqueantes besos llegasen más rápidamente hacia nuestros rostros.
Cuando el convoy empezó a moverse ella también lo hizo: durante un rato corrió a nuestro lado tambaleándose sobre sus zapatos blancos relucientes y saludándonos como se suele saludar a los niños, agitando sus manos en el aire; después el tren aumentó su velocidad y ella desapareció junto con la gris arquitectura de las marquesinas.
Varias horas más tarde llegamos a destino: pese a todos mis buenos propósitos, la gorda y yo estábamos todavía sentados lado a lado en el mismo compartimento.
Efectivamente, desde el instante mismo de la partida, ella, atenazando con brazo férreo mi brazo, había tomado las riendas en la mano, mejor dicho, en el brazo, y sin siquiera preguntarme por mis preferencias me había llevado en busca de un sitio de su elección. Una vez lo hubo encontrado, después, de grado o por fuerza tuve que permanecer sentado junto a ella durante todo el viaje y tuve que padecer su cháchara ininterrumpida.
Como es natural, no presté atención a aquel torrente de palabras: no señor, no escuché ni una de las peripecias de su vida, que me fue relatando durante esas dos o tres horas de trayecto, porque en mi mente sólo estaba clavado el pensamiento de cómo podría librarme de aquella situación lo antes posible y sin llamar la atención.
A fuerza de razonar llegué a la conclusión de que la mejor solución sería fingir que dormía, simular un sueño convincente hasta el punto de inducirla a hacer otro tanto, por simpatía. De tal suerte, apenas ella aflojase esa madeja de tendones y músculos, yo, aprovechando la milimétrica luz que se estableciera entre los dos miembros, lograría liberarme de las tenazas y con los pasos silenciosos de un hurón me alejaría de aquel compartimento. Cinco o seis veces intenté simular ese sueño repentino y profundo, pero sin conseguir mi objetivo porque en cada ocasión, apenas cerraba los párpados, ella, volviéndose hacia mí con el movimiento brusco de los pájaros y los reptiles, con su mano libre me sacudía por el hombro al tiempo que gritaba: «Pero, ¡venga! ¿Qué hace? ¿Cierra los ojos? ¿Qué es lo que hace? ¿Duerme? ¿Se ha vuelto loco? ¡No querrá perderse este magnífico paisaje!»
Por lo tanto, muy pronto, desalentado por la reiteración de sus gritos alarmados y estridentes, y por esas uñas que a cada grito me clavaba en el brazo, decidí fingir, por lo menos hasta la terminación del viaje, que era un miembro del Ejército de Salvación y postergar la fuga hasta que se presentase un momento más propicio. El tren entró en la estación de la capital cuando ya era noche cerrada. La ciega y yo nos apeamos entre pequeños grupos, parejas e individuos solitarios, y caminamos en silencio bajo las lívidas luces de los gastados tubos de neón, encaminándonos hacia la parada de los taxis.
Ilaria, que tal era el nombre de la ciega, vivía en la última planta de un edificio situado en la periferia extrema, entre el aeropuerto y la ronda de circunvalación. Allí vivía, pero, contrariamente a lo que se podría creer, su vivienda no era un ático, sino un minúsculo cubo de planchas y bloques de toba instalado en medio de un bosque de antenas y hormigón, es decir, en el tejado.
La noche en que, tras haber cruzado la ciudad de extremo a extremo, subimos por primera vez allí, a su casa, Ilaria, desplazando un perrito de peluche y una muñeca bailarina de flamenco, me hizo sitio en un pequeño diván de rombos anaranjados y verdes. Allí dormí aquella noche y todas las noches siguientes durante casi un mes entero.
Durante el día, siempre con la mente puesta en el posible momento de la fuga, pasaba mi tiempo acompañándola al supermercado, dando largos paseos entre los patios y aparcamientos de los alrededores, envuelto en el ininterrumpido torrente de su cháchara, precedido y seguido por un cortejo de perros esqueléticos que nos hacían fiestas. Así caminábamos todos los días, y ni un solo día ella, siempre extraviada en su peripatética logorrea, dejó de destrozar mi brazo ni por un solo segundo. Más aún: desde que despertábamos lo estrechaba con tanta fuerza que ya antes de las diez de la mañana se había vuelto morado, y después, sucesivamente, como un carnal cuadrante solar, a las diez con manchas purpúreas, a mediodía exangüe y descolorido, y, durante la tarde, gangrenado o casi, dejaba de existir, dejaba de pertenecerme como parte de mi cuerpo.
Tan sólo por la noche, forzada por la diversidad de los lechos, tras haber cerrado con dos vueltas de llave la puerta de entrada y haber deslizado las llaves entre su pecho y el sostén, Ilaria aflojaba sus tenazas y, mientras yo, aturdido por la repentina libertad, caminaba rebotando contra los salientes de las paredes y los de los muebles, ella, ya tendida entre sus mantas, inmóvil y amarilla como una estatua de cera, desde el fondo de su alcoba gritaba con fuerza: «Buenas noches, Ángel, buenas noches Angelito mío...»
Todas las noches me llamaba con aquel celeste apodo porque, al no tener la posibilidad de verme, había olvidado lo que yo le había dicho desde el primer momento: que mi nombre era el mismo que el del color de mi pelo; que me llamaba Ruben, en fin...
Además, una vez por semana, los jueves si el tiempo lo permitía, nuestros paseos recorrían un itinerario diferente. Para realizarlo recurríamos directamente al autobús; del autobús nos apeábamos en una explanada amplia y polvorienta, donde sólo había un quiosco de granizados y palomitas de maíz, una pista de petanca para los viejos y, al fondo, entre dos murallas, la enorme puerta de entrada de los estudios cinematográficos.
Y justamente hacia esa entrada nos dirigíamos.
El portero, habitualmente, nos recibía ante la puerta de la garita de cristal, de pie, sin sonreír, sosteniendo un grueso volumen bajo el brazo. En cuanto llegábamos, tras un lacónico saludo, acomodaba dos pequeñas butacas de plástico apenas fuera de la puerta y en seguida Ilaria y él, con las piernas extendidas y la cabeza echada hacia atrás, se sentaban, como si en vez de la polvorienta explanada tuvieran delante una pantalla gigante. Después, así acomodados, empezaban a conversar; charlaban horas y horas, sin descanso, mientras yo, sin poder huir a causa de la presencia del portero, me quedaba detrás de ellos, inmóvil y rígido como un candelabro.
Ni que decir tiene que siempre era Ilaria quien iniciaba la conversación, era ella la que hablaba primero preguntando: «¿Y? ¿En qué fue a parar lo del cinco?»; o también: «¿Alguna novedad en el veintidós? ¿Ha vuelto o no ha vuelto el asesino de manos de terciopelo?»
Los números, naturalmente, se referían a los estudios cinematográficos y lo que ella quería saber con tan tozuda insistencia era cómo había acabado la historia de la semana anterior, si había empezado alguna otra, o si se había empezado a rodar la segunda parte de alguna película que le había gustado mucho.
Entonces el portero, hojeando el grueso libro que tenía consigo, en el que llevaba el registro, sala por sala, de todos los objetos de cada escena, los efectos especiales, el número de actores y stuntman presentes, controlaba las necesidades del estudio cinco y por último, con prolongadas pausas entre una palabra y otra, decía: «A la morenita del cinco le han llevado una pistola... también hay efecto sangre...», y aunque en cada ocasión, al ofrecer semejantes noticias, se mostraba extremadamente cauteloso, siempre Ilaria se sobresaltaba en su asiento y exclamaba: «¡Oh, cielo santo, ella! ¿Precisamente ella? No, no es posible... oh, Dios, Dios... pero, en fin, ¿por lo menos es ella la que mata o muere asesinada?»
Una vez más, la respuesta venía del gran libro: efectivamente, si para el día siguiente no se convocaba a la actriz que interpretaba el papel de la morenita, quería decir que evidentemente moría asesinada, y que además de muerta ya estaba enterrada.
Así continuaban durante la tarde entera: el portero, leyendo el registro de trabajo, daba algunos indicios, pistas, e Ilaria, interponiendo silencios entre una y otra frase, silencios durante los cuales probablemente se zambullía en el archivo de la memoria para recuperar algún detalle anterior, reconstruía por entero la trama de la película que se estaba rodando en el interior del establecimiento.
Si por casualidad un jueves se desarrollaba la última escena, la conclusión de una larga y tormentosa historia, y el final era el mismo que Ilaria, como Casandra, había previsto desde el comienzo, de pronto ella, como una niña, se ponía eufórica y, presa de un arrebato de generosidad, me enviaba al quiosco de enfrente para comprar tres granizados de menta. Y, mientras el portero y yo diluíamos entre el paladar y la lengua esa nieve translúcida con sabor a dentífrico, ella, con la boca llena, seguía hablando y relataba de cabo a rabo la trama entera una vez más, explicándonos a través de qué indicios había comprendido, desde el segundo día, que la historia tenía que terminar así.
A veces, sin embargo, el guión establecía que la última escena se filmase en exteriores, al amanecer en una cabina de autopista o bien en el crepúsculo de alguna playa abandonada y sucia. En tales ocasiones Ilaria, al enterarse de que no habría un final, es decir, una confirmación de sus hipótesis, sintiéndose burlada por el destino, se ofendía y quedaba tan muda y triste que durante algunos minutos hasta dejaba de hablar.
Después, roto el hechizo de esa taciturna apatía, agitando una mano en el aire buscaba mi brazo y apenas se había vuelto a aferrar a él, cruzando lentamente y en silencio la explanada amplia y polvorienta, nos dirigíamos hacia la parada del autobús.
Cada jueves, de todas maneras, después de cenar (comíamos en la oscuridad, yo tenía tan sólo el subsidio de una vela), cualquiera que hubiese sido el modo en que se había desarrollado aquella jornada, ella, como si nada y sin decir siquiera una palabra, dejaba un billete de banco en la mesa. Obviamente, la primera vez sospeché que se trataba solamente de un experimento para comprobar si podía o no confiar en mí; pero más adelante, viendo ese papelito colorido permanecer día tras día sobre la mesa, no resistí más y, cogiéndolo delicadamente con la punta de los dedos, lo hice desaparecer en la oquedad que había entre los muslos de la bailarina de flamenco.
A partir de esa noche, el vientre de la muñeca se convirtió en la hucha donde yo guardaba todos mis ahorros, dado que estaba claro que, apenas tuviese el dinero suficiente para marcharme, me largaría de aquella casa sin más dilación. Me largaría, y ya sabía de qué manera: cuando llegase la mañana escogida, al bajar detendría el ascensor en un piso no previsto, el tercero o el quinto, allí lo detendría y, antes de que Ilaria pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, mediante un tirón o un golpe bajo me libraría de su tenaza y me precipitaría luego por las escaleras como alma que lleva el diablo.
Pero, mientras tanto, hasta que madurase el momento oportuno y el vientre de la bailarina de flamenco estuviese bien lleno, me convenía permanecer allí, llamarme Ángel, llevar de paseo a la ciega entre las brumas de los tubos de escape y los bloques de hormigón, y oír todas sus chácharas sin escucharlas.
Justamente durante mi cuarto jueves con la ciega, de todas maneras, un jueves en que las nubes, impulsadas por un viento de siroco, corrían veloces por encima de los tejados de las edificaciones, al cruzar la explanada de los estudios cinematográficos me di cuenta, a causa de un aire de extraño abandono, de que algo debía de haber ocurrido. Efectivamente, en cuanto nos hallamos ante la entrada, en vez de encontrar al portero aguardándonos vimos que la garita estaba vacía y cerrada a cal y canto, con un cartel colgado sobre la puerta con la siguiente inscripción: «Cerrado por huelga.»
A esas alturas Ilaria, alarmada por no haber oído aún los pasos del portero, ya me había preguntado seis o siete veces: «Pero, ¿a qué se debe todo este silencio?» Eso me había preguntado, y yo, antes de que llegase a la octava pregunta, le dije que verdaderamente no había nadie, que todos debían de estar fuera o algo por el estilo.
Así hablé, pero ella, naturalmente, no me creyó y, aferrando la verja con su brazo libre, empezó a sacudirla gritando a pleno pulmón: «¡Abran, abran inmediatamente!» Gritó de aquel modo violento durante más de cinco minutos, y sólo cuando se dio cuenta de que la única respuesta era el tintineo de los barrotes y el silbido del viento entre las copas de los pinos, resignada, agitando en el aire su bastón blanco, murmuró: «Entonces regresemos a casa.» Caminando entre nubes de polvo y bolsitas de plástico, nos dirigimos hacia la parada del autobús, y durante ese trayecto noté que por primera vez Ilaria estaba verdaderamente triste. En efecto, contrariamente a lo habitual, callaba sombría, con las pupilas inmóviles en el centro del iris, y, además de callar, había aflojado el apretón de mi brazo; es más, me estrechaba tan poco que huir, en ese momento, hubiera sido un juego de niños.
Sin embargo no me escapé. Pensé, en cambio, que apenas llegásemos a casa, Ilaria, deprimida, se acurrucaría sobre la tumbona del terrado, y que allí, contando uno tras otro el estruendo de los aviones que sobrevolaban el edificio, en un abrir y cerrar de ojos se adormecería, olvidándose de mí, de su Angelito, y de mi propina. Convencido de que, a menos que encontrase cuanto antes algún remedio contra aquella torva melancolía, esa noche no tendría nada que meter entre los muslos de la bailarina de flamenco.
Cuando nos encontrábamos aproximadamente en el centro de la explanada me detuve bruscamente y, levantando el brazo libre, exclamé:
—¡Ah! ¡He aquí dónde estaban!
A estas palabras mías Ilaria se libró de la modorra y, tan espabilada y locuaz como siempre, gritó:
—¿Quiénes? ¿Qué? ¿Quiénes, dónde? —e inmediatamente, inclinando la cabeza y dilatando las narices, intentó comprender, antes de que yo se lo dijese, qué era lo que estaba ocurriendo.
—Son los obreros de los estudios —repliqué rápidamente en ese momento—, están aquí todos, se desplazan de un lado a otro por la explanada arrastrando enormes estructuras de hierro, peñascos de cartón piedra...
—¿Ah sí? ¿De veras? ¿De veras? —me interrumpió Ilaria—. Pero... es realmente extraño, yo no oigo nada, ni siquiera un rumor, un roce, un desplazamiento del aire...
Para despejar sus últimas dudas, entonces, le expliqué que al encontrarnos a barlovento era más que normal que no se oyese nada y, sin darle tiempo a dudar de mis palabras, con la velocidad de un telecronista empecé a describirle los movimientos de los operarios y técnicos en la explanada. Estaban montando un castillo y lo hacían con tal habilidad que diez minutos más tarde estaba en condiciones de decirle que se trataba de un castillo medieval, del castillo de una película de capa y espada.
Obviamente, de todo el castillo sólo había, apuntaladas por vigas oblicuas, la fachada y una pared lateral, pero detrás se erguían pináculos de toda forma y dimensión, oblongos, de remates piramidales o en forma de cebolla, y en cada pináculo se erguía algún emblema. Unos eran veletas metálicas, rígidas, pequeños gallos sidéreos o rosas de los vientos; otros, en cambio, eran auténticos estandartes de seda roja y azul turquí y, mientras contra el cielo flameaban conjuntamente veletas y estandartes, debajo los obreros ya habían pasado a realizar otro trabajo: con picos y excavadoras estaban cavando alrededor de la fachada del castillo un profundo foso. Lo ejecutaron en cinco minutos o poco menos; después, mediante bombas y mangueras lo llenaron de un agua turbia y amarillenta, y en cuanto estuvo lleno, poniendo en acción unas poleas, izaron también el puente levadizo. Lo izaron porque a esas alturas era evidente que toda la historia no era otra cosa que la historia de un asedio.
Efectivamente, inmediatamente después, desde el lado opuesto de la explanada empezaron a avanzar unos árboles; cada uno tenía un hombre dentro y de tal suerte avanzaban a breves pasos, pasitos, saltitos. Eran olmos, encinas, tilos dispersos, y todos estaban hechos de cartón piedra con frondas de plástico reluciente. Muy pronto, sin embargo, se dispersaron con movimientos ordenados y rodearon el castillo: cada cual ocupó su sitio, que estaba marcado en el suelo con tiza, una cruz para los tilos, un triángulo para las encinas, un cuadrado para los olmos. Estaban todos inmóviles, aunque se trataba de un bosque animado, porque tal vez, en breve, entre aquellos troncos y hojas tendría lugar la primera celada y allí un mensajero del emperador sería fulminado por una flecha dirigida al corazón. La flecha, eso estaba claro, la tenía oculta desde la primera escena en el jubón de cuero y un tubito delgado unía la flecha a un saquito con un líquido rojo, pintura o ketchup.
Así, aunque el arquero no soltase la saeta, el mensajero moriría igualmente, se daría muerte él mismo rozando un disparador situado en el cinturón. Así, la flecha saldría del justillo y con chorros de ketchup lo heriría en el lado izquierdo del pecho.
Entretanto, girando silenciosamente sobre sus goznes gracias a una célula fotoeléctrica, se habían abierto las verjas de los estudios cinematográficos y por el umbral había aparecido una hilera de caballeros, docenas y docenas de caballeros en fila con brillantes armaduras, con hondas, ballestas y alabardas, con cotas de malla y terroríficas celadas, celadas en forma de boca de gorrión, a la manera borgoñona, provistas de visera de fuelle o engarce, celadas como cabezas de estegosaurio, de tiranosaurus rex.
Se habían quedado allí, apenas fuera de las verjas, quietos pero no inmóviles, porque los corceles, intranquilos, rascaban el suelo con los cascos, agitaban las cabezas a uno y otro lado, mientras los jinetes, con guanteletes de acero y dedos largos y huesudos como los de un esqueleto, sujetaban las riendas sobre la cruz.
Pues bien, ya preparados para la acción, estaban todos a la espera. A la espera estaba el bosque animado, como el grupo de armaduras y caballos; en las zonas de sombra aguardaban los obreros y los técnicos; todos aguardaban porque, en cualquier momento, a bordo de un gran automóvil de cristales ahumados, llegaría aquel que con un mero gesto daría vía libre al asalto del castillo.
Pero, en vez del director, de pronto, llegó en reiteradas ráfagas la arena polvorienta de la explanada: primero se movió lentamente, después, incitada por ventarrones más potentes, empezó a hincharse en nubes veloces y opacas que, arremolinándose sin orden ni concierto, cubrieron las copas de olmos y tilos, los ollares de los caballos, las celadas de los dinosaurios.
Resumiendo: en breve, sobre aquel cielo antes terso sólo se destacaron los estandartes y veletas, y cuando el polvo, como un velo nupcial, nos envolvió también a Ilaria y a mí, en seguida dije haber visto al director al fondo de la escena levantar un brazo, y que ese gesto sólo significaba una cosa: que, a causa de la escasa visibilidad, por lo menos ese día interrumpían las tareas. Ante estas palabras Ilaria, que hasta ese momento se había mantenido callada y quieta, se sobresaltó como si despertara de un sueño y con una voz tenue preguntó: «Vaya... pero... ¿por qué se interrumpe? ¿Se ha terminado para siempre o qué?»
Le expliqué entonces, lacónicamente, que sólo se trataba de una interrupción motivada por la repentina aparición del viento y el polvo, y que casi seguramente se reanudaría el trabajo la mañana siguiente. Dicho lo cual, con un tirón la arrastré hacia la parada del autobús.
Una vez en casa, Ilaria, tras haber picado algo del frigorífico, dejó sobre la mesa un billete del tamaño de una mariposa tropical y se retiró a su alcoba llevándose el teléfono. Apenas cerró la puerta como de costumbre, cogí el dinero, lo enrollé a manera de canuto y con un leve crujido lo metí dentro del cuerpo de la bailarina de flamenco. En ese momento, gracias a la entidad de aquella cifra, por primera vez tuve realmente la certeza de que en mucho menos de un mes lograría viajar a América.
En cambio, ese billete colorido y crujiente no solamente fue el más grande que gané durante mi estadía con Ilaria, sino el último.
Efectivamente, en la mañana siguiente a la escena del castillo, la ciega me despertó cuando todavía era noche cerrada y en seguida, golpeando con el bastón el marco de la puerta, me dio a entender que ya estaba preparada y que tenía gran prisa por salir. Entonces, preguntándome para mis adentros cuál podía ser el motivo de semejante madrugón, me puse apresuradamente la americana y sin siquiera lavarme la cara me reuní con ella en la puerta. Nos metimos en el ascensor, mudos como peces. Yo todavía estaba dormido o casi, y cuando llegamos al patio del edificio ella, tirando de mí, me llevó hacia la parada del autobús. Comprendí entonces que la razón de habernos levantado precozmente no era otra que su impaciencia por enterarse de cómo había de terminar el asedio.
Así, mientras sentados lado a lado en los asientos delanteros del autobús viajábamos hacia la explanada amplia y polvorienta, empecé a pensar en todas las posibles variantes de la historia, porque ya tenía claro que la manera de cosechar la mayor cantidad de dinero posible no era otra que inventar, a lo largo de una semana o poco menos, cada día una historia más cautivadora. El único posible obstáculo a dicho plan podía ser que el viento se aplacase repentinamente; en tal caso Hilaria, que tenía un oído tan fino como el de un murciélago, al no oír rumor alguno no tardaría en dudar de mis palabras.
Turbado por esa idea asomé inmediatamente la cabeza por la ventanilla y sólo cuando una ráfaga tibia y untuosa me rozó la cara volví a sentarme, por fin tranquilizado. Me senté en el mismo momento en que el autobús se metía en la calle desolada y vacía que desembocaba al final en la explanada, y también en el mismo momento en que Ilaria se incorporaba diciendo: «Démonos prisa, que nos están esperando todos.» Y yo, tranquilo, sin descomponerme, objeté: «Las troupes nunca llegan antes de que el sol esté al...», y la última palabra se me ahogó en la garganta porque la explanada estaba realmente llena de gente, parecía una playa en pleno agosto, había docenas y docenas de personas, un centenar de ciegos con sus acompañantes. Algunos sólo tenían a su lado un labrador o un pastor alemán, otros habían traído una sillita de camping, un parasol para las horas más cálidas y un bolso con el termo. Estaban todos allí, aturdidos, inmóviles, de brazos cruzados y vueltos hacia el centro de la explanada. Incluso antes de que Ilaria dijese: «Son mis amigos, han venido para escuchar el espectáculo», comprendí que estaba acabado, que en menos de media hora todos se darían cuenta de mi estafa.
Los primeros en darse cuenta serían los acompañantes, que, al no ver nada, se lo comunicarían a los ciegos, dirían que no pasaba nada y que ante ellos sólo se extendía una plaza sucia y desierta y que, por lo tanto, se habían levantado al amanecer para nada, lo que se dice para nada.
En tal circunstancia un estremecimiento de desdén recorrería la muchedumbre, que me perseguiría vociferando, agitando en el aire los bastones, arrojando parasoles y sillitas, azuzando contra mí a sus perros; yo no podría huir por ninguna parte, el único refugio era el quiosco de granizados, que a esa hora estaba cerrado, y que, de todos modos, aunque hubiese estado abierto no habría servido para nada porque igualmente lo habrían arrancado para despedazarme con las tablas y los clavos.
Por tanto, apenas se abrieron las puertas del autobús e Ilaria, de pie sobre el primer peldaño, al levantar un brazo en señal de saludo aflojó un poco su apretón, yo, fulmíneo como una culebra solté mi brazo del suyo y con un salto descendí del vehículo. Al tocar tierra oí que gritaba con fuerza a mis espaldas: «¡Socorro, socorro!», e inmediatamente eché a correr con cuantas fuerzas tenía.
Corría balanceando alternativamente los brazos hacia adelante y atrás, llevando las rodillas a la altura del mentón, corría como una gacela esquivando con saltos y quiebros los perros amodorrados entre el polvo, corría fatigosamente, con el viento en contra, y al correr me parecía que esa carrera no se acababa nunca. Ya sentía en la nuca el aliento tibio de los labradores y de los lobos, en los oídos los gritos bestiales de los acompañantes, ya me veía tendido en el suelo con un torbellino de bastones sobre mí, cuando, inesperadamente, vi que desde el lado opuesto de la explanada avanzaba hacia mí una furgoneta. Entonces, casi seguro de que estaba a punto de atropellarme, aceleré más aún la carrera, corrí con puños y dientes apretados hasta que estuvo casi junto a mí; en ese instante, con un envión despegué el salto y, planeando sobre la parte trasera de la furgoneta, me encontré a salvo.