Habíamos acordado, mis compañeros y yo, terminar este libro para otoño de 2001. Nos parecía esencial dar a conocer sus propuestas, que considerábamos constructivas, a las mujeres y hombres que ambicionaban el poder de Francia en 2003, plazo crucial.
Los diez diálogos que componen el centro de esta obra facilitarían a los nuevos responsables surgidos de las elecciones los temas y los métodos de una política de cooperación ambiciosa y eficaz.
Estaba en ello, cuando cuatro Boeing, tomando como dianas las Torres Gemelas del World Trade Center y el Pentágono, hacían del 11 de septiembre una fecha de transición en la historia y daban al verano de este primer año de siglo una coloración espectacular. Esta vez, no cabía ninguna duda posible: el siglo XXI imponía a todo el mundo un desafío que sólo podía afrontarse en nombre de valores comunes a todos.
Por una coincidencia biográfica singular —una más en esta vida que perdura—, me encontraba, el 11 de septiembre a las nueve de la mañana, en el despacho del presidente de la República de Eslovenia, Milan Kuçan. Habíamos sido enviados allí, Sacha Goldmann y yo, por el equipo que, en torno a Michel Rocard y Jacques Robin, preparaba la disposición de este Comité de Expertos que debía definir los desafíos nuevos de un mundo desconcertado y formular las recomendaciones para afrontarlos. Nuestra misión era animar al presidente esloveno en su intención de mantener una reunión de alto nivel, los días 1, 2, y 3 de octubre, etapa decisiva en la aplicación de esta instancia conjunta, ética y política, cuya urgente necesidad presentíamos frente a los callejones sin salida de la modernidad.
Llegamos la víspera y visitamos la localidad, el pueblo de Bled, a 25 kilómetros del aeropuerto y a 50 kilómetros de Ljubljana, la capital, donde debía mantenerse la reunión.
Era un bonito hotel en un paisaje alpino. El tiempo era magnífico. Dominado por un castillo del siglo XII, el lago al pie del hotel brillaba. Era fácil imaginar el placer de las truchas que ahí retozaban. Sacha no había dejado, desde nuestro primer encuentro (el 1 de abril), de mantenerme al corriente de sus idas y venidas entre París y Ljubljana, de las respuestas a menudo entusiastas, a veces más dudosas, de los hombres de Estado y de los pensadores con quienes él había pedido reunirse, en nombre de Milan Kuçan, a principios de octubre. ¿Serían lo bastante numerosas en esta fecha para asentar sólidamente nuestro proyecto?
Eran exactamente las nueve de la mañana del día 11 de septiembre cuando Milan Kuçan entró en la oficina de la presidencia donde Sacha y yo le esperábamos. Todo en él denotaba autoridad: su silueta, su paso, su mirada, sus primeras palabras de recibimiento. Había decidido dirigirle algunas frases en inglés, antes de aprovechar la presencia de un excelente intérprete para proseguir el diálogo en esloveno y en francés.
Apenas había podido expresarle nuestra gratitud, nuestra convicción de que su proyecto llegaba en el momento oportuno, y pedirle que nos hiciera partícipes de sus expectativas, cuando se pronunció, con toda la firmeza que podíamos desear, a favor de un encuentro al que había decidido asistir de principio a fin. Sin ninguna reticencia, con el pleno conocimiento de que se trataría de un paso decisivo, desde luego, pero de un primer paso que debía preparar otros. El llamamiento debía prepararse minuciosamente y obtener, antes de hacerse público, el consentimiento de un número suficiente de sus hombres de Estado y de nuestros correspondientes pensadores. En cuanto a la instancia político-ética, cuya aplicación era deseable, y a sus necesarias relaciones con el secretario general de las Naciones Unidas y la agencia Gallup International, se debatirían en un nuevo encuentro, tras las consultas pertinentes, antes de finales de año.
Encantados por el compromiso de nuestro interlocutor, de su visión y de su lucidez, dejamos al presidente, Sacha y yo, convencidos de haber cumplido nuestra misión. Nuestro avión para París estaba previsto para las seis de la tarde, de modo que nos daba tiempo de comer con los consejeros del presidente en el restaurante del Pen Club de Ljubljana: lugar un tanto confidencial donde se encontraban, antes de la independencia de Eslovenia, intelectuales y políticos.
Y efectivamente, en una mesa vecina, Sacha nos mostró a un ex ministro de Estado de Asuntos Exteriores y al director de la Agencia Eslovena de Información, que ocupó al cabo de unos días su puesto de embajador en Washington.
A la una del mediodía, hubo un movimiento insólito en la sala, una tensión todavía incierta. Me recordó —después— a la que viví, treinta y cuatro años antes, en el restaurante de las Naciones Unidas, con el anuncio, primero incierto y luego confirmado, minuto a minuto, de los disparos efectuados sobre el presidente Kennedy en Dallas.
Esta vez también, las noticias nos dejaban estupefactos: Nueva York, el World Trade Center ardía. Un cuarto de hora más tarde, atentos a la pantalla de la habitación de nuestro hotel, seguíamos la emisión de la CNN. La importancia del desastre se iba revelando progresivamente, hasta encontrar su apogeo con el desmoronamiento de la torre sur.
De vuelta a París, al día siguiente, llamé a mi amigo Van den Heuvel de Nueva York, que ya estaba inmerso en su trabajo. Había acordado venir a Bled, pero ¿había que renunciar al encuentro? No, al contrario.
Una vuelta a los valores fundamentales de la democracia se imponía más que nunca.
Y la urgencia no se había hecho menor en lo referente a definir una política de cooperación eficaz para Francia.
Una vez más, me parecía que se ofrecía a este país, Francia, país que es el mío, una nueva oportunidad de mostrar el camino a una orientación radicalmente nueva de la cooperación entre los pueblos.
Este país que es el mío. ¿Qué vínculos, a la vez singulares y múltiples, se han enunciado en esta afirmación? No soy francés de nacimiento. Lo soy pues por elección. Elección sin ambigüedad del joven berlinés que siguió a su madre a París a la edad de siete años, que cursó toda su escolaridad, desde la clase de sexto de primaria hasta la clase de filosofía, en la Escuela Alsaciana: escuela prestigiosa, a la vez cosmopolita y patriota, cuyos maestros y condiscípulos me sumergieron en un idioma, una cultura, una forma de curiosidad muy particulares. Desde entonces, nada me ha disociado de ello, independientemente del lugar donde he ejercido mis funciones.
Ya que de todos los países donde viví, de todos los idiomas que aprendí, de todas las culturas que me permitió conocer mi curiosidad, ésta sola, éstas solas me inspiran confianza para elaborar, formular, proponer a los demás las vías de acceso a un mundo más justo, más armonioso, más humano.
No he dejado de creer que, por su situación en la historia, Francia podía y debía practicar una política ejemplar con respecto a los pueblos con los que estaba en contacto; que, si no lo hacía, convenía llamarla al orden; que su experiencia como luz de la Europa del siglo que había hecho nacer la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, luego como metrópoli de un imperio que se extendía por los tres continentes, después como líder de la construcción de una Europa unida y de la adhesión de sus colonias a la independencia, le confería inmensas responsabilidades.
¡Para que vean hasta dónde llegaba mi patriotismo de inmigrante! Sin embargo, no confundía esta Franca virtual con la Francia real, a la que, en mi calidad de servidor del Estado, aportaba mi modesta contribución, y sus debilidades, timideces, desviaciones y, a veces, ignominias no se me escapaban.
Desde que terminó la guerra, había sufrido la lentitud de nuestra descolonización, que me resultaba ineluctable y que permanecía rezagada con respecto a la de Gran Bretaña. Diez años más tarde, había militado por la independencia que se negoció con Argel con tanta dificultad y torpeza. Tras el Tratado de Roma, profesaba mi admiración por los arquitectos de una política audaz de Europa con respecto a los territorios autónomos, luego a los Estados de África, el Caribe y el Pacífico, entre los que se encontraban Edgard Pisani y Claude Cheysson. Pero el Estado francés seguía liado en sus relaciones con África y no llegaba a integrar las indispensables relaciones franco-africanas en una política de desarrollo conforme a los principios de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, válidos en todas las latitudes.
Lamentaba, sobre todo, en los años de la aplicación de las instituciones de la V República, la conservación, dentro del aparato gubernamental, de un Ministerio de Cooperación cerrado en la África subsahariana francófona, como si no consiguiésemos quitar las trampas en las que la historia encierra a las naciones que se resisten a su movimiento. Albergábamos la ilusión auto-creada de un «coto cerrado» donde seguiríamos siendo dueños de los destinos de pueblos independientes en los que no confiábamos.
Cuando, en 1974, un nuevo presidente de la República, Valéry Giscard d’Estaing, confió este ministerio a un político al que yo estimaba y con el que tenía amistad, Pierre Abelin, hice lo que nunca había hecho: presenté mi candidatura a un puesto en su gabinete.
El equipo que le rodeaba compartía mi convicción de que había que dar vuelta a la página, que los interlocutores ya no eran los mismos, que había que preguntarles sobre lo que esperaban de Francia, además de la Comunidad Europea, de las instituciones mundiales y también los unos de los otros. Doce misiones de diálogo debían permitirnos saber a qué atenernos, y se redactó un informe, el primero en el que pude expresar mis visiones.
En 1975, la conferencia Norte-Sur convocada por Giscard fracasó. Pierre Abelin dejó su cargo y nuestro informe quedó enterrado.
Aunque mayor fue mi decepción siete años más tarde. En 1981, una nueva luz iluminó el horizonte de la historia: la victoria de François Mitterrand y la llegada al poder de la izquierda, la que desde hace tiempo era mi casa. De este modo, Claude Cheysson se hacía ministro de Relaciones Exteriores; Michel Rocard, ministro de Planificación; Jacques Delors, ministro de Economía y Finanzas. En cuanto al Ministerio de Cooperación, estaba en vías de integración en el Ministerio de Asuntos Exteriores y se confió a Jean-Pierre Cot. Fue un año desbordante de entusiasmo. Sólo me acuerdo de otro igual de apasionante: el año 1936, con la victoria del Frente Popular. La suerte quiso que el primer ministro, Pierre Mauroy, me pidiese, en conexión con Claude Cheysson y Jean-Pierre Cot, que animara un equipo interministerial encargado de proponer reformas en el funcionamiento de la política francesa de ayuda al desarrollo. Gracias a Cot y a su gabinete, gracias al ardor de los miembros de este equipo, el año 1982 se quedó grabado en el recuerdo de todos los participantes de la obra en la que estábamos trabajando. Las fuerzas conservadoras, financieras y petroleras, contra las que defendíamos la democracia y la equidad, se llevaron el gato al agua. Jean-Pierre Cot tuvo que dimitir. Perdí mi puesto. Mi equipo se dispersó. Fue Jean-Christophe Mitterrand y, con él, los vestigios del «coto cerrado» quienes se impusieron de nuevo. Tras perder mis ilusiones con respecto a la derecha, ¿había que perder la esperanza en la izquierda?
No. Seis años más tarde Michel Rocard me ofreció una nueva ocasión de atravesar los muros del neocolonialismo francés. Se constituyó un nuevo equipo, cuyos miembros figuran todavía hoy entre las mujeres y los hombres a los que tengo mayor estima. Y nuestro informe fue sometido al primer ministro, el 1 de febrero de 1990. Pero no tuvo la suerte de agradar al presidente de la República y sus propuestas no tuvieron eco.
Por supuesto, este relato, demasiado personal, está muy lejos de rendir cuentas de la evolución del problema. Mientras que cavilábamos, redactábamos, formulábamos, las relaciones entre Francia y los países en vías de desarrollo cambiaban de forma. El lugar de África en la economía francesa disminuía, al igual que retrocedía el porcentaje de nuestro producto interior bruto dedicado a la ayuda al desarrollo. Con el desmoronamiento de la Unión Soviética, una nueva categoría de países socios salía a la superficie: ¿países emergentes?, ¿países en transición? Se buscaban los epítetos que mejor les fueran.
En cuanto al plan de comercio, los Acuerdos de Marrakech estaban concluidos. El Banco Mundial, el FMI y la OMC ocupaban, cada vez más, la delantera de la escena. La Unión Europea empezaba su ampliación.
¿Qué se puede esperar de una Francia cuyo Gobierno se ajustaba a este «consenso de Washington» que sometía, grosso modo, los Estados a las obligaciones de la economía liberal?
Ocurrió lo inesperado, lo imprevisible, lo inverosímil. Las elecciones de 1997 llevaron a la izquierda al Gobierno. El hombre que, veinte años antes, había publicado a favor del Partido Socialista un libro titulado La France et le Tiers-monde [Francia y el Tercer Mundo], libro cuya lectura me entusiasmó, Lionel Jospin, estaba en Matignon, la sede del Gobierno.
Se rodeó de mujeres y hombres de Estado de una calidad innegable. Y se emprendieron algunas reformas en ese ámbito por el que siento un gran interés, con gran esfuerzo, a veces insuficientemente mediatizadas, pero prometedoras.
Y he aquí un nuevo siglo que comienza y una nueva convicción que me hace retomar la pluma.
Cuento esto, retomando algunos capítulos de mi primer libro, para justificarme por haberme atrevido a pedir a diez mujeres y hombres, implicados cada uno en tareas importantes, a beneficiar a mis lectores con su experiencia y su sabiduría, respondiendo a mis preguntas. Estos textos son los pasos que damos juntos al alba de este nuevo siglo.
He aprendido mucho leyéndoles y deseo que mis lectores también hayan sacado el mismo provecho. Hay constataciones cuya gravedad es imposible negar, análisis a menudo (pero no siempre) convergentes, lo que, a mis ojos, refuerza su pertinencia. Ellos, también, han podido seguir el singular recorrido de la vida y de la reflexión de amigos muy queridos para mí.
No tengo la intención, en estas páginas de conclusión, de hacer la suma de ello. Más bien, me propongo responder brevemente, por mi parte, a la pregunta que nos es común:
¿Cuál debería ser la política de Francia mañana si quiere participar en la construcción de las nuevas solidaridades que requiere el siglo?
Para responder a ello, partiré de unas pocas constataciones y recordaré ciertos valores.
La primera de estas constataciones es que las fuerzas dominantes que están en juego en la economía mundial y a las que los Estados, incluida Francia, no han impuesto hasta aquí una orientación nueva no han resuelto, sino más bien agravado, los problemas de la desigualdad de las situaciones materiales y morales de los habitantes del planeta, la falta de respeto por los derechos económicos y sociales, y la degradación del medio ambiente. La globalización, cuyas fuerzas son las instigadoras y beneficiarias, no es pues lo que los pueblos necesitan para encontrar su camino y desarrollar su creatividad. Sin embargo, constituye un sistema de obligaciones y de ambiciones que beneficia a una fracción poderosa de cada una de las sociedades actuales.
Es importante no subestimar la coherencia y la potencia de este sistema. Se defenderá también enérgicamente contra los que quieren sustituirlo por un modelo de desarrollo más humano, como los aristócratas se defendieron, en otro tiempo, contra la toma de poder del tercer Estado. Pero los valores sobre los que se basa son tan frágiles como lo eran los que suponían para algunos el encanto del Antiguo Régimen. Toma por bandera la palabra «libertad» y pretende presentar de forma totalmente negativa lo que le impone obligaciones. Cuando se le objeta la fórmula de la libertad del zorro en el gallinero, replica: «la libertad de emprender, de hacer circular las mercancías y los capitales siempre ha contribuido a elevar el nivel de vida de todos, aunque algunos obstáculos a la redistribución de las plusvalías merezcan ser tenidos en cuenta».
Esta presentación del crecimiento feliz no es simplemente más sostenible. Incluso las sociedades que se han beneficiado durante un siglo de una legislación social obtenida gracias a la presión democrática, ya no están en condiciones de protegerse eficazmente contra el crecimiento de las desigualdades inherentes al «sistema». Las fuerzas a las que los líderes de las causas sociales intentan resistirse les llevan, cada vez que pueden, a invocar el equilibrio económico global que protege y garantiza la ley del beneficio.
Por tanto, hay que movilizar contra el sistema y sus actores a todos los que piensan que otros valores pueden y deben servir de base a las sociedades en construcción. Esta movilización está pendiente, y Francia puede y debe ocupar su verdadero sitio: no solamente un número creciente de asociaciones ya no se contenta con denunciar en términos polémicos los perjuicios de la economía liberal insuficientemente regulada y propone medidas concretas para ponerle remedio, sino que el Gobierno de Lionel Jospin se pronunció a favor de un enfoque que vigile más los paraísos fiscales, los blanqueamientos de capitales y las múltiples formas de criminalidad financiera.
Aún así, hay que ir más lejos. Un nuevo combate, en el que el Gobierno de Francia sería muy sagaz si concentrara tanto a sus socios europeos como a los actores de su sociedad civil, está por librarse. Deberá partir, no de las mejoras deseables que los beneficiarios actuales del sistema en vigor estarían dispuestos a aportar a su funcionamiento —a condición de preservar los principios fundadores—, sino de los valores en nombre de los cuales puede salir a la luz un sistema radicalmente diferente.
El logro principal del trabajo efectuado desde hace cincuenta años por los organismos de las Naciones Unidas, a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, es que estos valores ya no pueden concernir únicamente a las mujeres y los hombres de un país o de una parte del mundo, sino que estos valores basan su credibilidad en su carácter universal.
Por muy débil que haya sido hasta el día de hoy la fuerza apremiante de los textos adoptados por esta organización, incluso los que tienen la forma jurídica de un tratado que compromete a los Estados que lo han ratificado, como a los pactos y las convenciones sobre el genocidio, la tortura o el derecho infantil, su fuerza moral ya no se discute, y los que pretenden denunciar esos ataques demasiado numerosos de los que estos textos son objeto, pueden valerse de un «consenso» mucho más indiscutible que el famoso «consenso de Washington», sobre el que descansa el sistema mundial en vigor.
El derecho al desarrollo, que no es nada más que la suma de los derechos civiles y políticos, de los derechos económicos, sociales y culturales, y del derecho a un medio ambiente sostenible, fue declarado inalienable por la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de Viena en 1993.
Desde este punto de vista, los desarrollos sumamente dinámicos que han conocido las ciencias, sus aplicaciones técnicas, la producción de mercancías y de servicios, no constituirán avances, en el sentido de desarrollo humano, si no contribuyen a la satisfacción de las necesidades de todos los que todavía están privados de sus derechos. ¡Y son muchos!
Tomemos, por ejemplo, el más elemental de estos derechos: el derecho a la vida. De los 189 Estados miembros de las Naciones Unidas, 19 son el escenario de conflictos mortales, lo que incluye masacres, ejecuciones arbitrarias y diversas formas de «limpieza étnica». La instancia instituida por la Carta para poner punto final a estas situaciones, el Consejo de Seguridad, no dispone, por el momento, de los medios operativos necesarios para hacerlo.
Pero si abordamos los derechos civiles y políticos cuya puesta en práctica exige la instauración de regímenes de tipo democrático o, por lo menos, de Estados de Derecho, se impone el cálculo inverso: apenas son más de 40 (es decir, menos de un cuarto) los países a los que corresponde este calificativo.
En cuanto a los derechos económicos, sociales y culturales, ¿cuáles son los Estados cuyos ciudadanos —y, para no quedarse corto, cuyos residentes— se benefician de ello? A día de hoy, podemos responder que ninguno, aunque las diferencias, en este campo, sean más escandalosas aún que las imperfecciones.
Con 800 millones de personas en el mundo que sufren de hambre y 36 millones de enfermos de sida, los defensores del derecho a la alimentación y a la salud tienen mucho que hacer para todos.
Y, sin embargo, los recursos no faltan; pero su utilización obedece a la ley de la comercialización, que solamente acepta las necesidades solventes. Por tanto, éste es el principio que hay que cambiar.
¿Hay actualmente fuerzas capaces de reconocer el fracaso de la globalización económica, científica, técnica y financiera pendiente, y de movilizarse para sustituirla por una estrategia basada en la puesta en práctica de los derechos humanos? Y si fuera así, ¿qué papel puede desempeñar el Gobierno francés para aportar su contribución?
Se ha dado un paso considerable al sustituir la noción de ayuda al desarrollo por la respuesta común a la insuficiencia de bienes públicos que necesitan las sociedades y a las que todas tienen derecho. Independientemente de si se trata de alimentación, educación, sanidad, vivienda, empleo, así como de participación en la gestión democrática de sus negocios, cada uno de estos campos, considerado como bien público, puede dar lugar a la puesta en práctica de un programa mundial.
La razón principal de creer en este cuestionamiento del «sistema» es la existencia de una juventud que ha sido consciente, desde una edad muy temprana, del escándalo que éste representa y de las degradaciones irreversibles que provoca. Esta generación muy informada puede elegir entre el cinismo y el compromiso. Su formación escolar, el peso del medio en el que creció pueden orientar las agujas hacia un lado o hacia el otro. Al estar menos encerrada en una sola sociedad que las generaciones anteriores, el principio de solidaridad está hecho para ella.
En las sociedades en las que las circunstancias demográficas hacen de la juventud la fracción mayoritaria de la población, como es el caso de algunos países más marcados por la miseria y la exclusión, dicha juventud busca estar en contacto con la de los países más favorecidos, a poco que se sienta acogida con comprensión y respeto.
De este modo, se crea el molde de una ciudadanía mundial que puede ser el germen de las transformaciones deseables porque las reconoce como indispensables. Las redes en formación, por medio del movimiento asociativo en su diversidad y su complejidad, serán portadoras de valores simples y de rechazos claros: privilegiar la justicia, la equidad, la participación, la inclusión demográfica, rechazar la opresión física y moral, el desprecio por lo ajeno, los privilegios desmedidos y los despilfarros.
En el equilibrio de las fuerzas del mundo, es posible que una nueva «hidráulica» salga así a la luz: una mayor presión ciudadana obligará a las autoridades nacionales a resistirse a la presión mercantil, hoy en día, dominante, y los desafíos mundiales sobre los que las organizaciones intergubernamentales hayan deliberado dejarán de ser sólo sueños un poco irrisorios y se volverán temas movilizadores a los que las fuerzas económicas tendrán, con o sin rechazo, que adherirse.
¿Acaso la «hidráulica» no es, lisa y llanamente, el juego de presiones de equilibrio que, a lo largo de los dos últimos siglos, ha hecho surgir las democracias occidentales en una quincena de Estados? Para darle vigor y fuerza al plan mundial, el único aceptable en adelante, esos Estados tienen vocación de dirigir este nuevo combate. Y entre ellos, con el vigor que puede obtenerse de su sitio en el mundo, una Francia decidida a hacer de ello una prioridad en sus elecciones políticas.
En este combate, cuyos desafíos, desde ahora, son sensibles a una proporción cada vez mayor de habitantes del planeta, se hace urgente pasar de la fase conceptual a la fase operacional.
Sin lugar a dudas, no es aconsejable paralizar demasiado rápido el movimiento de protesta que fomenta una multiplicidad de redes, tanto en el Norte como en el Sur, en el Oeste como en el Este, en formas institucionales. Su homogeneidad artificial limitaría peligrosamente la rica diversidad cultural que le caracteriza. Pero la energía que este movimiento ya aporta y que toma más importancia año tras año puede emplearse para franquear ciertos obstáculos que, muy a menudo, se siguen juzgando insalvables.
¿Es imposible poner punto y final a las violencias alimentadas por el odio entre los pueblos enemigos? ¿Es imposible poner límites a la libertad de especular con fuerzas financieras? ¿Es imposible restringir la explotación de los recursos naturales animada por la búsqueda de beneficio? ¿Es imposible llegar a los excluidos, a los que se han dejado atrás, a las víctimas de una economía fuertemente desigual?
No. Hay respuestas para cada una de estas preguntas. Y habida cuenta de los progresos del conocimiento de cada uno de estos problemas, estas respuestas están al alcance de los responsables del nuevo siglo, a poco que la «hidráulica» nueva les sea impuesta.
Es posible emprender una reforma del Consejo de Seguridad que le devuelva su legitimidad. Ésta se perdió debido al derecho de veto reservado sólo a los vencedores de la última guerra mundial y a su composición demasiado limitada. El Consejo la encontraría haciendo sitio a grandes naciones como África, Asia y América Latina. Entonces, se podría dotar de una verdadera fuerza de mantenimiento o de reestablecimiento de la paz, compuesta por algunos miles de profesionales del «mantenimiento del orden» que dispusieran de los medios modernos de intervención. Reformada así, se beneficiaría del apoyo de una opinión pública mundial cansada de la violencia.
Es posible y aconsejable confiar a un Consejo de Seguridad Económico y Social la tarea de dirigir el juego de las finanzas mundiales, de definir las misiones de una organización mundial del comercio, de las cuales la más importante será adaptar los movimientos de las mercancías a los imperativos específicos de cada una de las sociedades que los producen, importan o exportan.
Es necesario —ya está siendo estudiado— confiar a una organización mundial para el medio ambiente la responsabilidad de salvaguardar lo que todavía queda del equilibrio mundial.
Es urgente llegar, con la colaboración de todas las asociaciones a las que ya se les ha conferido una competencia solidaria, a nuestros hermanos que viven al margen de la modernidad, a menudo portadores de valores humanos exógenos, que podemos proteger de la miseria, si no de la pobreza, y a los que debemos dar cabida en nuestro espacio cultural.
La visión que anima a cada una de estas medidas, tan lúcidamente descrita por Jürgen Habermas y Edgar Morin, es la de un «proceso de civilización» de las sociedades humanas bajo la acción paciente, nunca acabada, siempre dispuesta a retomarse, de las nuevas solidaridades entre los que dan el mismo sentido a esta noción.
Son numerosas, en todas las latitudes y en el interior de todos los componentes sociales, regionales, nacionales, que se tocan. Creen en la posibilidad de superar el egoísmo, la violencia, el miedo, la agresividad, de compartir los conocimientos, las experiencias y los recursos, de poner el desarrollo económico al servicio de las necesidades de todos y de los derechos de cada uno.
Su alianza ya no es una quimera. Se ha convertido en una necesidad vital. La única gran potencia que hubiera podido hacerse ilusiones al respecto, dado que estaría en condiciones, por sí sola, de determinar el destino de los demás, Estados Unidos, ha aprendido, en la brusca evidencia de su fragilidad, que también deberá ser socia de esta alianza. Al ocupar su sitio en ella, recuperará el formidable dinamismo del que, en otros momentos de la historia, todos hemos sido los beneficiarios.
TROUVILLE A 23 de septiembre de 2001