Democracia: ¡todo un programa!

ACABAR CON LA OLIGARQUÍA

Desde lo alto de mis 94 años puedo deciros que mi larga vida me ha demostrado que nuestros esfuerzos pueden tener éxito. Hemos visto derrumbarse el fascismo, el estalinismo, el apartheid, la colonización de muchísimos pueblos. Hemos visto triunfar la democracia.

¿En qué consiste exactamente la democracia? Digamos primero como Churchill: es el peor de los regímenes con excepción de todos los demás. Luego volvamos a Aristóteles. Los demás regímenes son: la tiranía, el poder de uno solo, respaldado por la «servidumbre voluntaria»; la oligarquía, el poder de unos pocos, quizá los mejores, pero que enseguida se convierten en los privilegiados; o la democracia, el poder por el pueblo y para el pueblo.

Así que nos damos cuenta de lo nebulosas que son estas palabras: ¿qué es el pueblo?, ¿qué es el poder?, ¿qué hace de un dirigente el mentor de su pueblo y no su amo?

Este tipo de dirigente existe, no lo dudemos. Los cristianos dicen: Dios existe, yo lo conozco. Yo no conozco a Dios, pero he conocido a Mendés France, a Mikhaíl Gorbachov, a Nelson Mandela. Y también al dalái lama y a Aung San Suu Kyi.

Sobre todo he tenido la suerte de trabajar con Franklin Delano Roosevelt. La Carta de Naciones Unidas, en la cual él puso todo su corazón, apoyándose en las cuatro libertades de la Carta del Atlántico, ese texto fundacional de la institución más ambiciosa de los últimos siglos, contiene la exposición de los valores fundamentales de la democracia. Empieza con estas palabras: «Nosotros los pueblos» y por primera vez en la edad contemporánea se centra en los derechos de la persona humana. Queda claro que el respeto y la promoción de esos derechos pueden y deben servir de programa a todos los Estados miembros de la nueva organización, que hoy son ciento noventa y tres, para convertirlos, en el pleno sentido de ese término ambicioso, en verdaderas democracias.

Pero ¿en qué «democracia»?

Identificar democracia y liberalismo político y económico es la trampa en la cual han caído los occidentales, poniendo todo el acento en su rechazo a las «democracias populares» que se desarrollaron en el Este. Las libertades, sí, naturalmente, hay que protegerlas, proclamarlas y preservarlas. Sobre todo esas famosas cuatro libertades del Atlántico sobre las cuales Roosevelt y Churchill se pusieron de acuerdo en pleno océano y en plena confrontación ideológica. Freedom of expression, freedom of confession, freedom from fear, freedom from want[24]

Es esta última sobre todo la que hace incompatible la verdadera democracia con la libertad económica sin regulación. Señalemos que esas cuatro libertades fueron recordadas en su preámbulo por los redactores de la Carta aprobada en San Francisco en junio de 1945, que empieza por «Nosotros los pueblos» y que definirá la democracia como el régimen que se impone.

Son los herederos de esos grandes principios los que hoy necesitan un nuevo «Momento San Francisco», pues han comprendido la orientación que hay que dar a la lucha nunca victoriosa, que siempre hay que emprender de nuevo, a fin de hacer que los más pobres salgan de la miseria y llevarlos allí donde se convierten en un demos tan consciente de sus deberes como de sus derechos. En otras palabras: el verdadero demócrata liberal debería concentrar sus esfuerzos en reducir la pobreza.

En el fondo la diferencia entre oligarquía y democracia no es simplemente entre «unos pocos» y «todos», sino entre «los pocos privilegiados» y «todos los desfavorecidos». Actuar para que los desfavorecidos se conviertan en un pueblo de bienestar: he aquí el esfuerzo que debería ser el de la democracia y que ya no lo es. Desde este punto de vista todas las críticas a las democracias populares son perfectamente válidas. Por eso hay que presentar el concepto de «democracia» como un programa.

Jamás los textos, cuando son válidos, son constataciones, sino que siempre son programas. La Declaración Universal de los Derechos Humanos es un programa. El demócrata convencido tiene un solo programa: dar a todos acceso a aquello a lo que todos deberían tener derecho en nombre de su igualdad en materia de libertad y derechos. En otras palabras: hacer un esfuerzo directamente encaminado a sacar a los desfavorecidos de su condición de desfavorecidos. Eso nos remite en cierta forma a Walter Benjamín, pues lo que Benjamin describe como el verdadero contenido de la historia es la historia de los marginados, los esclavos, y es la historia de la constancia de sus reivindicaciones.

La pregunta sobre la democracia y la naturaleza del régimen democrático hacia el cual queremos dirigirnos es primordial. Hay que preguntarse: «Pero, entonces, ¿qué es exactamente la democracia?». Los verdaderos demócratas son los dirigentes que ponen ante todo el acento en la necesidad de hacer que la mayoría acceda al más alto nivel de conocimientos, de escolarización, de salud, de vivienda. Ésos son los demócratas.

En una entrevista Peter Sloterdijk decía que el problema de la democracia es que las personas no desean ser iguales, desean ser preferidas. «La igualdad en la insignificancia no interesa a nadie. La democracia perfecta sería la que inventara el arte de preferir a todo el mundo». Es una definición divertida, y paradójica sólo en apariencia. Se trata de no conceder esa necesidad de privilegio a una minoría, sino de verla como una puerta abierta a todos.

Y la oligarquía ¿qué es exactamente? Es que los privilegios son naturales para algunos, los que ejercen el poder y tienen responsabilidades. Que, por tanto, también tengan privilegios está muy bien. Incluso es preciso que los tengan —pero no demasiados— para que el gobierno sea estable. Pero desde Aristóteles el programa de la democracia se realiza cuando el conjunto de una población accede por su formación a cierto grado de poder y progresivamente asume responsabilidades.

DEMOCRACIA Y ECOLOGÍA

Volvamos a la noción de programa. La democracia no es un estado de hecho. Jamás. Es una utopía concreta que hay que realizar. Ha habido gente que se ha dedicado, con la misma ambición, a darlo todo a todo el mundo y que luego se ha vuelto totalitaria. Necesitamos constantemente a Hannah Arendt para analizar cómo ocurre eso y cómo caemos en la trampa.

La otra trampa es hoy muy difícil de evitar: es la trampa del neoliberalismo conservador, del «consenso de Washington» inspirado en economistas como Milton Friedman. Dejemos actuar al mercado, y nada más que al mercado, y que el Estado no intervenga en el desarrollo de la economía. Si a los mejores, a los más audaces, a los más capaces de realizar beneficios, de acumular los recursos se les dejan las manos libres —«enriqueceos», como decía François Guizot—, todo irá bien. Pues no, todo irá mal y las crisis recientes lo demuestran de forma palpable.

En la actualidad merece la pena comprometerse con otro programa. Se trata de dar al poder político una misión, un mandato que le permita imponer al mercado unas reglas que lo obliguen a ponerse al servicio del pueblo; su interés se sitúa a la misma distancia de la ideología comunista, que se volvió totalitaria, que de la ideología liberal, que se ha convertido en un monstruo insaciable. Se sitúa en ese hueco precioso y frágil que sufre los ataques de las dos libidos: la dominandi y la possidendi, la dictadura y la codicia.

Ese hueco se ha vuelto más importante aún por el descubrimiento de los graves daños que las sociedades industrializadas están causando a los equilibrios naturales de los que depende la continuidad de nuestra presencia sobre el planeta.

Es preciso, pues, comprometerse al mismo tiempo por la justicia social y por la preservación del medio ambiente. En el consenso marxista-liberal la diferencia no se establece en lo que atañe a la creación de la riqueza, sino en lo tocante a su redistribución. Pero hoy es evidente que un sistema de producción ilimitado es insostenible en el sentido estricto del término. Basta leer a Edgar Morin para convencerse de que no se puede resolver lo uno sin lo otro. Pero precisamente cuando el programa democrático abarca a la vez las desigualdades sociales y la lucha contra la degradación medioambiental es cuando resulta más fácil obtener la adhesión activa de los jóvenes por la defensa del planeta y la reducción de la pobreza. Me gustaría simplemente que la gente entendiera bien, tanto los ecologistas como los socialistas, la absoluta interdependencia de esas dos problemáticas para la realización de la democracia real.

LOS SOLDADOS DEL DERECHO SON SOLDADOS DEL IDEAL

Hay quien se ha sorprendido de mi fe en la acción del derecho internacional y en el papel de Naciones Unidas dentro de nuestro mundo contemporáneo, cada vez más fragmentado, nacionalitario, balcanizado y, por tanto, reacio a ese tipo de embrión de gobernanza mundial. Pero esa fe se fundamenta en mi experiencia histórica. Me parece que alguien que ha conocido la Segunda Guerra Mundial, y que la ha conocido justamente a veces en sus formas más dolorosas, no puede dejar de congratularse por la inmensa esperanza que representa ese texto revolucionario, extraordinario, que es la Carta de Naciones Unidas.

La reflexión de su arquitecto, el presidente Roosevelt, se basaba en esa misma experiencia histórica: era inexcusable que los valores en nombre de los cuales habíamos vencido al nacional-socialismo y al fascismo se encarnaran en un marco de referencia universal para uso de las sociedades humanas. Un marco innovador: la primera novedad era abrir esa organización a todos los pueblos y no sólo a todos los Estados. La segunda era convertirla en una organización destinada a evitar la guerra, pero más aún a convertir los derechos de la persona humana en el valor fundamental sobre el cual se edificaría el nuevo mundo.

¿Utópico, ingenuo? Yo creo, por el contrario, que ahí radica la sustancia de una evolución de las sociedades humanas, ciertamente lenta y difícil, pero impulsada, ilustrada y encarnada por esos textos y esa institución, para dar vida, década tras década, a más democracia en el mundo, a más utilización del derecho internacional por parte de unos y otros.

En cuanto a mis numerosos amigos que se declaran escépticos a fuer de realistas, me dan ganas de invitarlos a ser realistas de verdad y a constatar los hechos: ¿no se han conseguido ya grandes cosas, no se han dado pasos significativos? Gracias a esas instituciones muy imperfectas hemos hecho ya cosas mucho más importantes de lo que cabía esperar: organizaciones para la aviación civil internacional, las telecomunicaciones, la salud, el trabajo, la educación, la ciencia y la cultura. Hemos sentado las bases de una sociedad mundial y de una regulación global.

Régis Debray desarrolló una vez un paralelismo divertido y muy pertinente con la tópica freudiana, que tiene que ver con el concepto de autolimitación del que hablaba más arriba. Propone considerar a la ONU como una especie de Superyo. En cada comunidad nacional dominaría el Eso, el inconsciente, es decir la libido dominandi y las pulsiones de agresividad. El Yo estaría encarnado por las razones de Estado y las normas del Estado nación. El Superyo global sería entonces una especie de instancia de censura moral por así decir, que serviría para rectificar eventualmente tal o cual pulsión del magma del mundo. La metáfora es graciosa y convierte los derechos humanos en el ideal regulador, y a la ONU en una forma de mala conciencia del inconsciente colectivo.

Me gusta mucho esta forma de plantear el problema: la ONU como órgano de la represión civilizadora de nuestro viejo fondo de salvajes sin domesticar. Esa imagen del Superyo es muy acertada. Y yo añadiría que entre el inconsciente y el Superyo está el inmenso campo de lo que se hace en realidad. Y es muy difícil que la acción no se deje influir por ese Superyo global, por esa mala conciencia colectiva encarnada por la ONU. Hasta ese bandido de George W. Bush intentó hasta el último minuto, antes de lanzarse sobre Bagdad, granjearse la legitimidad del Consejo de Seguridad.

Incluso cuando no son respetados, los textos tienen una influencia sobre nuestros actos por el mero hecho de existir. Al contrario de lo que siempre quieren pensar los «realistas», no sólo la soberanía nacional y los intereses económicos dictan las conductas.

Lo real está sometido a la influencia del Superyo. Es la suerte de haber vivido tantos años lo que me da esa perspectiva. En noventa y cuatro años he tenido tiempo de ver cambiar al mundo. No sólo de cara, sino también de espíritu. Las guerras evidentemente han modificado las relaciones de fuerza, pero la Carta de Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos también han esculpido nuestros contornos mentales.

Estoy convencido de que ciertas respuestas contemporáneas a problemas muy antiguos como la regulación internacional habrían parecido quimeras cuando yo nací, e incluso veinte o cuarenta años más tarde. Pero hoy se aplican: por ejemplo, los derechos humanos ya no son un puñado de grandes principios y unos cuantos pactos solemnes, sino también el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que puede perseguir a los Estados europeos y pedirles cuentas o el embrión del Tribunal Penal Internacional, que puede acusar a los Pinochet, los Milosevic y los Charles Taylor del mundo. Me parece que ese Superyo ha penetrado bastante más de lo que muchos creen en la región del Yo, es decir, en la a menudo triste realidad de las relaciones internacionales.

No me tachen de ingenuo: sé perfectamente que hay grandes potencias que no lo han suscrito o ratificado. Los americanos no admiten que sus ciudadanos sean juzgados por extranjeros. Israel o China incluso conservan la misma definición celosa de sus prerrogativas soberanas. Régis Debray lo subraya: el riesgo es que al final se haga esa lectura nietzscheana del derecho en la que los débiles reclaman una regulación que los más fuertes rechazan, porque estiman que no tienen que dar cuentas a nadie. Esto es lo que explica el éxito del ensayista neoconservador Robert Kagan a propósito de Europa en el momento de la guerra de Irak[25]: dejemos que los europeos se agiten en su mundo ideal kantiano, ellos ya están fuera de la historia.

Freud, Nietzsche, ya no falta en la lista más que el tercer compadre de la filosofía de la sospecha. Y efectivamente todavía hay otra crítica a la filosofía de los derechos humanos, que Régis Debray, entre otros, me ha recordado. En su artículo «La cuestión judía» (1844), Marx explica que los derechos humanos son los derechos del individuo separado del hombre. En otras palabras: es el derecho al egoísmo del hombre burgués, que se mueve según sus intereses individuales, del hombre separado de su comunidad, de su pasado, de su clase, de su país. Según Marx, los derechos humanos reflejan la ideología del aburguesamiento del mundo, el triunfo del individuo y de sus intereses a corto plazo sobre su entorno natural y social.

La duda es fuerte y la crítica, pertinente: ¿acaso los derechos humanos no pueden en un momento dado convertirse también en una especie de arma para la expansión del individualismo en el mundo? ¿No son sencillamente un arma ideológica al servicio de los más fuertes, de los que tienen el control del mercado y, por tanto, de las ideas dominantes? Me produce cierto malestar ver invocados los derechos humanos en determinados contextos. En nombre de las civilizaciones superiores ayer, en nombre de una cierta idea de la igualdad de sexos o de la defensa de las minorías hoy… A menudo es fácil considerar los lugares donde no se respetan esos derechos como sociedades fuera de la historia, o atrasadas, y pensar que es legítimo imponerles por la fuerza, por la colonización armada, el respeto a esos valores universales.

Esta paradoja, esta contradicción aparente, esta doble vara de medir, como dicen los anglosajones, es clásica… y terrible. Pero hay que hacer la distinción. La crítica de Marx sólo es parcialmente acertada: se refiere a la experiencia histórica de la dominación burguesa y su discurso imperialista; no invalida el concepto y su capacidad de adoptar otras formas históricas. En su esencia, los derechos de la persona humana sólo tienen sentido si el hombre es considerado en toda su dimensión social, dentro de una comunidad que se rija democráticamente. Democracia: de nuevo volvemos a esa palabra difícil, cada vez más difícil porque se la usa de forma indiscriminada.

Volvamos, pues, a los textos: en la Declaración Universal ya se indica, desde el mismo preámbulo, que los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales deben ser protegidos por un régimen democrático; de lo contrario, el hombre se verá una vez más abocado a rebelarse contra las tiranías y la opresión. Eso demuestra que los textos no se escribieron «fuera de la historia», que en aquel entonces no ignorábamos los avances aportados por la noción de soberanía nacional en lo tocante a las relaciones entre Estados, ni los peligros de la voluntad de poder y del deseo de dominación, denunciados por Marx en el ciudadano burgués y en las falsas apariencias del régimen democrático liberal.

Soy perfectamente consciente de que la Declaración Universal de los Derechos Humanos y todo lo que ésta implica están relacionados con un amplio programa que aún está muy lejos de haberse realizado. ¿Se realizará algún día?