Amar el amor, admirar
la admiración
Las grandes emociones que hacen que nuestra vida sea lo que es, lo que nuestra vida es para nosotros y lo que nosotros somos para los demás no son tan fáciles de poner en palabras cuando uno no es escritor. ¿Cómo adquirimos la facultad de amar? ¿Está inscrita en nuestros genes? ¿Es algo que hay que aprender?
En este sentido yo he sido un privilegiado. Pero primero me gustaría referirme a la facultad de admirar. Para mí aún ha sido más necesaria y más estimulante para vivir feliz, y recomiendo su aprendizaje precoz a todos los educadores. Mi iniciadora en este campo fue la que ejercía para mi hermano y para mí el papel de gobernanta: Emmy Toepffer. Me enseñó a sustituir el furor por las ansias de gustar. ¿Me inició con ello en un camino peligroso? A los 3 años era un niño colérico. A los 94 años ¿acaso no lo soy también? Es demasiado tarde para cambiar. Pero del placer que produce admirar ella me dio el ejemplo. A mi hermano y a mí nos dio la imagen de nuestros padres como dos seres admirables, como dos seres excepcionalmente dignos de admiración. Esa imagen jamás fue puesta en duda.
Dio el tono a la acogida de los hombres y de las mujeres que a través de nuestros padres conocimos. Era la época en que el arte conquistaba nuevos campos de exploración. Marcel Duchamp fue, para el niño que yo era entonces, la quintaesencia del rompedor de tabúes de una cortesía exquisita. Alexander Calder aliaba la gracia con la ligereza juguetona. La sonrisa de Man Ray daba un sentido más lúdico a la fotografía, André Breton era el maestro severo pero justo. Y más allá de esos admirables personajes, seres como Walter Bejamin, Gisèle Freund, Charlotte Wolff, Jeanne Moulaert y su cuñado Aldous Huxley encarnaban para mí la idea de lo sutil, lo sublime y lo verdadero, y así elevaban lo que llevaban en sí a lo más alto. A través de ellos adivinaba la presencia predominante de Eros bajo sus dos caras.
SE PUEDE SER MUY SERIO A LOS 17 AÑOS[12]
Un día Laure Adler me preguntó en un momento de ingenuidad cómo había descubierto el amor. Y yo, igualmente ingenuo, le conté mis correrías amorosas. Primero ese recuerdo un poco amargo, ejemplo de lo que le puede ocurrir a un niño un poco más pequeño que sus compañeros de clase. Ve que éstos tienen unas novias con las cuales quizá ya… en fin, no sé muy bien. Yo, en cambio, todavía no me entero de nada. Sin embargo, está B, esa niña tan bonita que vive en Gentilly… y todas las mañanas tomo el metro para acompañarla desde allí hasta la Escuela Alsaciana. Un día le paso una notita en clase; la notita circula, cae en manos de un compañero y me pongo en ridículo. Es un descubrimiento… Descubro que el amor lo vuelve a uno ridículo.
Al cabo de unos años me ocurrió lo más extraordinario que puede ocurrirle a un chico al principio de su vida de adulto. Mi madre, que se ocupa mucho del menor de sus hijos, hace que me fije en una jovencita que van a llevar a un internado religioso para que tenga una buena formación; es algo más joven que yo y es mi prometida. Yo no estoy en contra, pero a mí la que me interesa es su madre. Es una mujer culta y guapa. En esa época tenía diecisiete años más que yo. ¡Qué aventura maravillosa para un chico de 17 años tener una amante de 34 que trabaja en el Jardin des modes!
Me enseñó el sexo prodigándome el amor. Iba a buscarla a Condé Nast y ella me inició en el conocimiento de todos los secretos del cuerpo femenino con los que un muchacho de 17 años todavía virgen puede soñar. Una vez, habiendo recorrido Francia a pie de París hasta Cahors y habiéndola acompañado hasta el tren, volví a buscar un libro que me había dejado y la encontré llorando. Atribuyendo con orgullo aquellas lágrimas a su pena por nuestra separación, viví un clímax de exaltación romántica que no he olvidado jamás.
Aprendí así que amar es un arte. Pero ¡con qué dulzura y qué sentimiento de respeto por aquel muchacho! Porque quizá a los 17 años uno ya no sea realmente un niño, pero sin duda no es todavía un hombre. Uno empieza a vivir, uno es tímido, uno es… balbuciente. Pero, sobre todo, uno no sabe cómo actuar con una mujer. Uno cree que el amor es en esencia un sentimiento, olvida todo lo que puede comportar, por ejemplo, la posesión física.
Esa revelación me conmovió. Me di cuenta de pronto de la increíble profundidad del amor, de todas las facetas diversas, y en aquella época sorprendentes para mí, que se ocultan en los pliegues y repliegues del sentimiento amoroso. Tal vez haya tantas relaciones amorosas como combinaciones posibles entre los seres, pues el amor no es solamente una alquimia delicada entre dos almas que se desean, se buscan y se encuentran; es una relación más compleja, a tres bandas: «Estás tú, está el amor, y yo…»[13]. En aquellas lágrimas amorosas de una mujer madura que me doblaba la edad, tal vez sorprendida de pronto del apego que sentía por su joven amante, afloraba para mí todo un mundo misterioso hecho de potencia de las emociones, ambivalencia de los sentimientos, despreocupación amorosa y gravedad romántica.
Al año siguiente, a los 18 años, conquisté, de forma laboriosa por cierto, a una joven a la que abordé entre las hypokhagneuses[14] del Lycée Louis-le-Grand, a las cuales los khagneux, desde la superioridad del año que les llevaban, hacían una corte alegre y exigente. Poco después de verla, de escucharla y de admirar sus palabras y el estilo con que las decía supe que debía convencerla para que fuera mía. Fue un encuentro en el que participaron todos los sentidos y los sentimientos. Ese amor no conoce límites, porque cada uno piensa en el otro como en una tarea infinita que debe realizar. Y nosotros creo que la realizamos bastante bien trayendo al mundo a una chica y dos chicos a lo largo de los dieciséis primeros años de un matrimonio que duró cuarenta y siete, sólo interrumpidos por las numerosas ausencias a causa de la guerra. He contado varias veces esos años de mi vida: nuestras vacaciones acampados junto al templo de Hera en Olimpia, nuestra boda en Saint-Maixent-l’École, nuestro reencuentro en Marsella y luego en Lisboa, y dieciocho años más tarde en Londres, nuestros años de Nueva York, nuestro año vietnamita, nuestros cinco años en Argel, nuestros cuatro años en Ginebra.
UNA EDUCACIÓN SENTIMENTAL
Yo tengo tendencia a pensar que lo esencial se halla en el contacto entre dos seres. Dos existencias que se encuentran y que tienen algo que compartir, algo que construir juntas. Y éste ha sido totalmente el caso con C., hemos tenido unos años de gran felicidad juntos. Quizá a esa felicidad le faltaba algo de lo que me ocurrió más tarde con C., es decir, que de pronto, simplemente de pronto, fue eso. Una revelación. Era inexorable, inevitable.
No supe guardarme ese flechazo para mí. Mi mujer lo supo porque hice lo que no se debería hacer nunca: la abandoné literalmente un día, dejándole una carta que decía: «Ahora estoy totalmente colado por otra persona y, por tanto, me voy», y dejé la carta encima de una baldosa. Lamento ese gesto, me lo reprocho, naturalmente, y siempre me lo he reprochado. Pero había subestimado su fuerza extraordinaria, porque volví al cabo de tres días, bastante avergonzado, confesando mi error y mi deseo de reanudar nuestra vida en común. Ella aceptó con la condición de que no volviera a ver a la otra.
Una condición que yo no conseguí o no quise respetar. No fue fácil ni para la una ni para la otra, ni para mí. Pero C. resistió. Tuvo su propia vida, su profesión, que le importaba mucho, un hombre que le hizo un hijo. Entre nosotros nunca hubo una ruptura total. Hubo largos periodos en que no nos veíamos, pero cuando esos periodos se acababan nos volvíamos a encontrar. Puede parecer una historia trivial de adulterio, pero es mucho más sutil que eso, ya que un amor que sobrevive a la separación, a las vidas divergentes, durante tantos años, es una historia de vida.
Vi a C. por primera vez en 1950 en un pasillo del Ministerio de Asuntos Exteriores. Una mujer joven, al verla mi cuerpo conoció por primera vez esa reacción que August von Platen describe en este verso: «Quien con sus ojos haya contemplado la belleza ya está entregado a la muerte». Gustave Flaubert, cuya estatua adorna el puerto de Trouville, donde escribo estas páginas, ha descrito de forma magistral un momento como éste en La educación sentimental. El párrafo al que me refiero es de una manufactura psicológica soberbia: «Jamás había visto aquel esplendor de su piel morena, la seducción de su talle, ni aquella finura de los dedos atravesados por la luz. Miraba embobado su cesta de labor, como algo extraordinario. ¿Cuáles eran su nombre, su casa, su vida, su pasado? Deseaba conocer los muebles de su habitación, todos los vestidos que había llevado, la gente que frecuentaba; y hasta el deseo de la posesión física desaparecía debajo de un deseo más profundo, de una curiosidad dolorosa que no tenía límites».
¿Era excepcionalmente guapa? No estoy seguro. De lo que sí estoy seguro es de que emanaba de ella hacia mí una señal que ha persistido siempre.
Una vez tuvimos la tentación romántica de morir juntos. Cuando abandoné a mi mujer para irme con mi amante y ésta cayó enferma, debíamos irnos juntos a Samos. Habíamos decidido que queríamos morir jóvenes, estábamos en esa fase de un amor intenso y poderoso. Sabíamos que era una locura. Y algo moralmente condenable. Era preciso, pues, acabar deprisa y de forma contundente: el amor y la muerte.
Pulsión de muerte, de absoluto, sorpresa ante un amor totalmente incontrolable, que nos empujaba hacia aquella isla griega para acabar allí nuestros días… En aquella época creíamos que estábamos hechos para morir. Ahora ella tiene 84 años y yo, 94. Y la vida nos ha ofrecido el regalo magnífico de reunimos después de quedar viudos los dos. Cuando mi mujer me fue arrebatada por la enfermedad, ese lazo que nunca se había marchitado dio lugar a un segundo matrimonio, a un alto grado de felicidad conyugal en la cual veo la marca de ese destino, de esa dicha que me ha deparado mi ángel guardián y que nadie puede merecer.
¡Qué inmensa felicidad reencontrarnos así continuamente! Ahora las cosas son sencillas: si voy a Sarajevo, ella viene conmigo; y si vuelvo, lo primero que hacemos es decirnos: «Ahora, a la camita, para estar tranquilos…». Se ha constituido un equilibrio, un equilibrio maravilloso.
A esas arquitecturas amorosas añado otra, más secreta, más efímera y poderosa tratándose del Eros. Sexo. Una amiga de C. que vino a vernos a Argel me dijo al despedirse: «Te necesito como amante», una frase para la cual no estaba preparado. Su necesidad era a todas luces lo bastante fuerte como para que nuestro encuentro se produjera efectivamente y me hiciera descubrir, por primera vez, cómo una mujer bonita entra en éxtasis, cómo entonces el pudor se desvanece y es sustituido por la exultación. Pero el riesgo que hay que correr da pavor.
He aquí el tipo de animal que somos. He aquí lo que también me ha enseñado acerca de nosotros la esperanza del amor. Ese Eros, que es hijo directo de Caos y que por tanto pertenece a la primerísima generación divina, la de Urano y Gaia, pero que a la vez también es el hijo secreto de Ares y Afrodita, me las ha hecho ver de todos los colores. Su efecto sobre cada uno de nosotros es la mejor demostración de la complejidad de nuestra naturaleza, que no sólo está hecha de conciencia y razón, sino de cuerpo y corazón, de imaginación y angustia.
¿Qué entendemos por amor? Hacer el amor no nos hace necesariamente amar. El papel del sexo en nuestra vida es rico de placeres intensos y de crueles asechanzas. La ambición que tiene el macho de hacer gozar a su pareja es uno de esos ejercicios cuya legitimidad nos explica Peter Sloterdijk. Pero amar es para algunos más importante que ser amado. Y es ahí donde la pasión puede desbocarse. Uno no ama nunca lo bastante, ni sobre todo lo bastante bien. Y, sin embargo, las etapas de mi vida llevan la marca indeleble de haber amado, más que de haber sido amado.
EROS Y TÁNATOS
La mitología griega nos da las informaciones más preciadas sobre el amor en todos sus aspectos, tanto los que ofrece a la experiencia existencial como los que ofrece a la imaginación poética. Lo aprendí durante el año que pasé siendo adolescente en Londres. Allí viví en casa de un primo de mi madre en un suburbio de nombre bien sonoro: West Wickham. Había dos chicos un poco más jóvenes que yo, John y Basil, que me iniciaron en el cricket y me introdujeron en la cultura británica. Estaba matriculado como estudiante en la London School of Economics, cuyos edificios no distaban mucho de la Guildhall Library.
Más a menudo que en las clases de la LSE me sentaba en esa biblioteca pública y devoraba los escritos de Diodoro de Sicilia y Apolodoro de Atenas. En ellos seguía la genealogía de los dioses y los héroes, el relato de sus combates y sus amores.
Me remonté primero desde los más recientes, los héroes de la Ilíada y la Odisea, hasta los más antiguos, generadores de una sucesión impresionante. Los dioses del Olimpo estaban muy cerca de los héroes de Homero; sus padres, los Titanes y las Titánides, formaban unas parejas reducidas al silencio, pero revestidas de un prestigio simbólico considerable. Entre ellos, Cronos, el dueño del tiempo, no del que hace, sino del que fluye de forma inexorable. Entre ellos, Jápeto, cuyo hijo Prometeo desafiaría a su primo Zeus y daría a los humanos lo que iba a permitirles crecer en fuerza y en ingenio gracias al fuego robado a los Inmortales. Y entre ellos también, y entre ellas —pues cada Titán tenía como hermana una Titánide—, Mnemosine, poderoso símbolo de la Memoria. De ella descienden las Musas. Sí, la Memoria es la fuente de todo el imaginario artístico, empezando por la poesía, Calíope, la mayor, madre de Lino y de Orfeo.
Hay que remontarse más arriba aún, hasta los padres de los Titanes, hasta la Tierra y el Cielo, Gaia y Urano, que hicieron salir el Orden del Caos, y que hicieron ese trabajo necesario con la ayuda de dos figuras fraternas, Eros y Tánatos, el amor y la muerte. Ambos están activos en todos los momentos de nuestra historia y nos liberan de estar encerrados; el primero nos hace salir de nuestra joven timidez, nos proyecta a la conquista del otro, y el segundo nos espera con paciencia, seguro de acogernos algún día.
Pero Helena, en todo eso, Helena, para mí, Helen, mi madre, ¿cuál fue su papel? Para saberlo hay que volver a su madre, Leda, deseada como tantas otras por Zeus. Para gozar de ella el rey de los dioses adopta la forma de un cisne y a ese episodio dos de mis poetas favoritos, el inglés Yeats y el alemán Rilke, le han dedicado un poema.
El primero hace presentir admirablemente cuál será el fruto de ese apareamiento, que acabará provocando la muerte del rey de los reyes, Agamenón. El segundo se limita a evocar el goce del dios que nosotros, lectores, compartimos.
Eros está allí de cuerpo entero y nosotros sabemos que Tánatos tarde o temprano se apoderará de su víctima, pues del abrazo apasionado de Zeus y Leda nacerán cuatro hijos: dos chicos, uno de ellos inmortal, Cástor, y el otro obligado a compartir con él la mortalidad, Pólux, que figurarán ambos en el firmamento, los Dioscuros; y dos chicas, Clitemnestra y Helena.
Ver a Helena es comprometerse irrevocablemente, como hacen los héroes griegos de la Ilíada cuando su esposo, Menelao, se ve privado de ella por el troyano Paris. Y para devolvérsela, como se han comprometido todos a hacerlo, emprenden una larga guerra de más de diez años.
¿De quién es la culpa? De Afrodita, por supuesto. Ella, escogida por Paris como la más bella, es la que recibe la manzana lanzada por Eros en medio de la boda de Tetis y Peleo y la que le promete a Paris los favores de la heroína más bella, que no podía ser otra que Helena.
Cuento todo esto para ilustrar las relaciones, en esa admirable mitología griega —como en la mitología de Irlanda, en la cual me inició Robert Graves, y en la de Asur y su leyenda de Gilgamesh—, entre el amor y la muerte, entre la vida ardiente y la inmortalidad casi inalcanzable. El verdadero héroe, como en los cuentos del rey Arturo, sería aquel que, tras el combate, no habría de conocer sino el amor y luego la muerte.
DE LOS CELOS
Pero la existencia aún es más compleja. Lo que se introduce en ella y trastoca ese bello ordenamiento es los celos. El yo se repliega sobre sí mismo, quiere al otro para sí y no para él. Siempre que los he encontrado en mi propia vida amorosa, sea en mí o en mi pareja, he hecho todo lo posible por vencerlos.
Había comprendido su ardor y sus horrores en el relato que pone fin a los doce trabajos de Heracles. Heracles se enamora de Iole, pero quiere proteger a su mujer contra el centauro Neso. Éste es derrotado, pero le da tiempo a entregar a Deyanira la túnica que hará renacer el amor en el corazón de quien se la ponga. Trampa infame. Neso ha querido vengarse. Es natural. Pero sólo los celos podían hacer que Deyanira cayera en la trampa. Que vuelva a mí, pensaba, y deje a Iole. No es la primera vez que Heracles cambia de pareja. Es un amante fecundo, y hay innumerables Heráclides en muchos mitos. Pero Deyanira no quiere soportarlo más. Le pide que se ponga la túnica funesta y él se la pone. Y he aquí que aquel a quien ningún león, ninguna hidra, ningún gigante ha sido capaz de abatir, está tan corroído por los celos que no le queda más remedio que reunirse en el Olimpo con quien le ha dado el nombre, Hera, la cual, celosa a su vez de la mujer de Anfitrión a la que Zeus convirtió en la madre de Heracles tras las noches de amor más largas de todas las que nos han contado, ha impuesto a ese vástago milagroso de Alcmena los doce trabajos a los que otros celos ponen fin.
Entonces ¿se puede aprender a amar sin ser celoso? Sí. Y me gustaría dar un ejemplo. ¿De quién habría podido yo, de quién habría debido estar celoso? De mi hermano mayor, mimado a causa de una enfermedad gloriosa: la epilepsia, que le daba un gran prestigio. Se la llama el mal sagrado. En comparación, yo era un ser totalmente profano. Pues no, lo vivía al contrario como un hermano más frágil, al que podía proteger igual que él mismo siempre me ha protegido.
De Henri-Pierre/Roché, de quien mi madre habría querido desesperadamente un hijo y que, de haberlo tenido, no habría dudado en dejarnos a mi hermano y a mí para vivir ese otro amor con plenitud. Pues no, enseguida me puse sin dudarlo del lado de su gran amor, sabiendo en el fondo de mí mismo que así ella me querría todavía más y no me abandonaría, pero que yo le tendría afecto a su amante aunque el proyecto de ambos fracasara.
¿De mi compañero Robert Decomis, hypokhagneux como yo, enamorado como yo de la turbadora V., de quien logró ser el primer amante? Pues no. Mi amistad por él salió reforzada. Me abrió, a lo que parece, una vía que yo pude continuar.
De mi mujer V., que abandonó Lisboa, donde me reuní con ella en marzo de 1941, para ir a Nueva York, donde la esperaban sus padres. Yo viajé a Londres y allí supe que ella había conocido a alguien importante del núcleo de ese grupo de creadores salvados por mi amigo Varian Fry: André Breton, Marcel Duchamp, Claude Lévi-Strauss. Entre ellos estaba Patrick Waldberg, a cuyos encantos V. no supo resistirse. Yo por supuesto lo ignoraba, hasta el día en que, aun estando conmigo en Londres en noviembre de 1942, la siguió ocho días más tarde su amante. La relación no tuvo continuidad y entre nosotros nació una amistad muy constructiva, por lo muy parecidos que eran nuestros gustos.
Creo que siempre he acogido con simpatía a los hombres cuyos halagos decidían aceptar mis parejas.
Por desgracia la inversa no siempre ha sido el caso. Todavía llevo el peso de mis infidelidades. No han sido muchas, pero cada una ha dejado su marca, que todavía me persigue en sueños: no lograba confesar y mentía para despistar. A veces la mentira no colaba. En este sentido mi segundo matrimonio fue la entrada en la era de la libertad. Ambos teníamos más de 60 años. Nos conocíamos desde hacía más de treinta y cinco. Está bamos decididos, esta vez sí, a llegar juntos hasta el final, juntos hasta la muerte. Pero Eros siempre está presente para mí cuando me reúno con Christiane. Tánatos aún tendrá que esperar un poco.
¿HAY OTRAS FORMAS DE ENTENDER EL AMOR?
Mi madre, tan exclusiva en su amor por sus dos hijos y al mismo tiempo dispuesta, como he dicho, a sacrificarlos por una pasión más exclusiva aún, pensó que su Stéphane debería conocer una aventura homosexual. Era lectora de André Gide y me había recomendado, a los 12 años, la lectura de Corydon. En la biblioteca de Henri-Pierre Roché, donde yo pasaba muchas tardes absolutamente deslumbrado, estaban Cocteau, Artaud, Klossowski y Leiris.
La ocasión sólo se presentó una vez cuando, a los 22 años, habiendo vivido ya dos amores con dos mujeres, caí en brazos de un joven americano. Fue en Marsella. Francia había perdido la guerra. Vichy colaboraba con Hitler y los creadores antifascistas refugiados en el sur de Francia temían por su vida y por su libertad. Mi padre y mi hermano habían sido internados durante varios meses en el campo de Les Milles, cerca de Aix-en-Provence.
Un día me hablaron de la presencia, en el hotel Splendid, de un joven americano encargado de ayudar a salir de Francia a aquellos cuyo prestigio artístico e intelectual pudiera interesar a Estados Unidos, que aún no había entrado en la guerra.
Roosevelt mantenía en Vichy a un embajador ante Pétain, el almirante Leahy. Pero su mujer Eleanor, que presidía el International Rescue Committee, había elegido a Varian Fry para cumplir esa otra misión. Y él realizó un trabajo admirable, insuficientemente ayudado por el consulado americano de Marsella, que habría querido restringir su misión a las grandes figuras, como Breton y su mujer Jacqueline, Marx Ernst, Victor Serge, Jacques Lipschitz, mientras que Fry comprendió enseguida que los más amenazados eran los judíos, sobre todo los judíos extranjeros, de los cuales consiguió sacar a más de mil y así se convirtió en el único americano «justo entre las naciones».
Nuestro encuentro tuvo lugar en agosto y gracias a su ayuda pudimos abandonar Marsella en febrero de 1941 mi mujer, mis suegros y yo. Ellos partieron para España y yo para Argelia. Entre nosotros se estableció una verdadera camaradería. En cuanto podía robarle algún momento a su tarea fundamental, para la cual había reunido a un equipo valiente en el que yo tenía varios amigos, me llevaba con él a visitar esa Provenza que conocía mal y que le apasionaba. Durante nuestras noches de hotel comprendí muy pronto que su inclinación por mí comportaba un deseo sexual al que yo, desde el fondo de la gran simpatía que me inspiraba, intentaba no ser insensible. Aquellos momentos forman tal revoltijo en mi memoria que soy incapaz actualmente de decir hasta dónde llegamos en nuestros escarceos. Sólo sé que no me aficioné, aunque tengo en lo más alto de mi querida mitología griega los amores de Aquiles y Patroclo.