Las semanas transcurrían apaciblemente. Hasan repartía su
tiempo entre la casa de las ciencias, las innumerables bibliotecas
y algunas cortas excursiones por el valle del
Nilo.
El clima, en aquel otoño del 1078, se había vuelto mucho más
benigno, aunque muy húmedo. El hijo de Sabbah no acababa de
descubrir, en la gigantesca metrópoli, las mil y una facetas de El
Cairo debidas al encuentro de tres civilizaciones: la oriental, que
había impregnado toda su juventud; la occidental, que, a través de
las numerosas obras que leía, le apasionaba y la africana, que no
conocía y le deparaba grandes sorpresas.
De vez en cuando se cruzaba con Bedr al-Yemali, pero sus
saludos eran breves y cautos: ninguno de los dos apreciaba al otro
y la arrogancia del armenio terminaba irritando al persa. Sus poco
frecuentes conversaciones se limitaban a unas cuantas palabras de
cortesía, a consejos de prudencia y a la inminente eventualidad de
una audiencia ante el califa.
Tahar le había informado que Mostansir estaba en cama desde
hacía un mes y que médicos griegos, de paso por la ciudad, le
habían encontrado profundos trastornos, excesivos cambios de humor,
momentos de intenso abatimiento y estados de anormal exaltación,
todo lo cual requería descanso y tratamiento adecuados. Todo era
posible a partir de aquella situación visto lo extremadamente
caprichoso de la salud del soberano, y sus dos hijos permanecían a
su cabecera la mayor parte del tiempo.
Hasan tenía la impresión de que se le ocultaba la verdad,
pues incluso el hijo del ministro de gastos y consumo se
manifestaba con frecuencia muy reservado en sus respuestas acerca
del estado general de Mostansir y su eventual sucesión. Aunque
Tahar era amigo suyo y los dos jóvenes tenían muchos puntos en
común y grandes afinidades, el egipcio dudaba en responder a las
preguntas de Hasan. Tahar pensaba que valía más situarse del lado
del comandante en jefe de los ejércitos y aceptar sus miras sobre
el futuro que ponerle obstáculos.
Al no ser el ex bibliotecario de Malek Shah más que un
extranjero, le parecía evidentemente vergonzoso para un cairota
tener que confirmar que su soberano estaba loco. Por la misma
razón, Hasan tocaba el tema muy raras veces. Éste sabía que sus más
mínimos desplazamientos eran espiados y objeto de informe en altas
instancias. Por prudencia, ponía al corriente a los que le
brindaban hospitalidad de lo que se proponía hacer y de sus
visitas, y se esforzaba en respetar escrupulosamente sus
itinerarios, que podían ser ya a una mezquita, ya a una biblioteca,
ya a una escuela de teología o quien dice a unos vestigios
antiguos. Sus dos pasiones seguían siendo la gran biblioteca,
fundada cien años atrás por el califa Aziz, o la un poco más
reciente debida a su hijo Hakim, el abuelo de Mostansir, que
encerraban obras de excepcional valor. Situada una al lado de otra
en el Viejo Cairo, la primera atraía cada día a centenares de
investigadores, filósofos, sabios, traductores y extranjeros de
paso por la ciudad. El establecimiento albergaba un millón
seiscientos mil volúmenes, de los cuales más de veinte mil trataban
de viajes y geografía y seis mil quinientos de ciencias
matemáticas. La gran biblioteca era sobre todo famosa por su
inmenso mapamundi pintado sobre seda blanca y en donde estaban
representados continentes, países, mares, ríos y grandes rutas
junto con montañas, ciudades santas y otras con sus nombres
caligrafiados en caracteres de oro.
Hasan pasaba horas enteras delante de aquella colosal obra de
arte aprendiéndose de memoria los lugares e impregnándose día a día
de la cartografía del mundo entre Atenas y la India. Tratados e
instrumentos de astronomía, globos celestes, antiguos pergaminos
egipcios, poemas redactados en persa de Tabaki, Rudaki y Ferdowsi,
dibujos, tratados de arquitectura, llenaban todas las salas de
aquel imponente edificio custodiado día y noche por soldados
armados.
También estudió Hasan los Coranes de Abol-Abbas Mohamed ben
Yazid al-Mobarrid y de Yarir ben-Attiya Jatafa, muertos cuatro
siglos antes, y tradujo al persa el ‘Libro de las hierbas’ de Gyas
al-Din Razavi, que le fascinó. Criticó las “reglas de la vida” de
Ahmed al-Mohamad ben Yacub ben Miskawayh, que consideró poco
acordes con la ética de un buen musulmán.
El hijo de Sabbah supo por su amigo Tahar que el califa Aziz
había comprado a precios muy altos todas las obras publicadas
durante los veinte años de su reinado. Del islam entero, agentes y
emisarios le hacían llegar todo lo que había sido redactado por la
mano del hombre, no sólo libros y pergaminos, sino también cartas,
autógrafos y dibujos firmados.
La segunda biblioteca, más pequeña, contenía alrededor de
seiscientos mil documentos. El califa Hakim había querido
constituir lo que él llamaba al “Palacio del saber” y, excepto dos
globos, uno de plata y de un precio incalculable, ideado por el
Barmecida Halid, y otro de cobre que había pertenecido a un
príncipe kurdo, todas las obras trataban únicamente de ciencia,
religión y filosofía. El establecimiento estaba cerrado cuando
llegó Hasan a El Cairo, pero éste recibió autorización para ir y
venir a su antojo a condición de que lo hiciera acompañado
solamente por sus dos ayudantes. Altercados que se transformaron
rápidamente en peleas y éstas en refriegas habían obligado al
gobierno egipcio a prohibir su entrada durante años. En efecto,
determinados tratados eran considerados blasfematorios por los
doctores de la religión, otros eróticos y atentatorios a la
dignidad del Profeta y otros, en fin, demasiado tolerantes y
proselitistas para ciertas religiones extranjeras.
Hasan constató además que se habían arrancado páginas, dañado
seriamente otras, rasgado dibujos y tachado frases con pintura para
que no se pudieran leer.
Tahar le explicó:
–Mi padre me ha dicho que algunos poemas francos o latinos
incitaban al desenfreno, insultaban a nuestro Profeta y lo
representaban como un diablo o un ángel negro, lo que es
intolerable para un musulmán. Las autoridades religiosas de la
época habían rogado al califa que quemase aquellos volúmenes, pero
Hakim se negó pretextando que no se destruye lo que ha creado la
mano del hombre. Así que fue necesario cerrar todas las
salas.
Desde su llegada a Egipto, Hasan había cambiado mucho. Las
arrugas le surcaban la frente y numerosos pliegues enmarcaban su
mirada hipnótica.
¡Cuánto camino recorrido desde su fuga de Ispahán, ante las
mismas barbas del sultán! Había sufrido infinitamente, pero también
había aprendido mucho y su corazón había hallado la paz gracias a
la llegada de Maryam y sus dos jovencísimos hijos, Mohamed y
Hosein. Sentía que había madurado a través de sus largas
meditaciones cotidianas y de las horas interminables que pasaba
estudiando en la casa de las ciencias. Allí, rodeado por los
doctores de la Ley, que pronto le apreciaron en su justo valor,
dejaba correr su inteligencia y el magnetismo que emanaba de toda
su persona.
Estaba consciente de los celos que despertaba en no pocos por
su forma de hablar, pero se sabía apoyado por el gran maestre de la
orden y por el propio califa. Era estimado, admirado, respetado, y
jamás abusaba de sus privilegios y de aquella gloria que
consideraba pasajera.
Por la noche, después de cenar, le gustaba dar unos pasos por
el jardín colindante con la propiedad del ministro Ibn al-Thami.
Dondequiera que fuese tenía la sensación de no estar nunca solo.
¿Se trataba de criados encargados de su protección? ¿Se trataba de
agentes de Bedr al-Yemali?
Esa sensación de ser espiado la tenía incluso cuando estaba
con su compañera y sus hijos y, aunque esta situación le era poco
agradable, acabó por acomodarse a ella.
Cuando el frescor hacía elevarse los perfumes terrestres, su
espíritu hallaba el reposo. Aquellos aromas los había conocido
durante su infancia, cuando en el crepúsculo se mezclaban la
esencia del jazmín, de la lila o del naranjo. En aquellos instantes
se sentía feliz y alababa al Todopoderoso por sus
favores.
Una noche se acercó a un pabellón levantado a la sombra de
unos grandes cedros azules, en donde le habían dicho que su huésped
almacenaba sus obras más preciadas. Reinaba una gran calma y un
ligero escalofrío recorrió su ser.
Hasan trató de discernir, a través de las sombras de cristal
pintado que adornaban las ventanas, algún elemento de la decoración
del recinto, permanentemente cerrado.
Cuál no sería su sorpresa al descubrir en el interior unas
formas humanas aparentemente repantingadas sobre amplios cojines y
cuya inmovilidad le hizo pensar en un principio que carecían de
vida. Dio un respingo al escuchar el ruido de una risa burlona
emitida por uno de los hombres. En aquel mismo instante se abrió la
puerta dando paso a Tahar, al que le costó trabajo
reconocer.
Con una cara como la cera y la mirada extraviada, parecía
presa de la demencia. Hasan optó por deshacer lo andado, pero Tahar
lo había visto:
–¿A dónde vas, amigo mío, hijo de Sabbah? Ven para acá. ¡No
temas!
Déjate llevar hasta la compañía de los fieles que en este
lugar disfrutan de algunos placeres.
Con paso vacilante se adelantó al encuentro del joven jerife,
que lo invitó a franquear el umbral, donde estaba colocado un largo
sable de hierro damaceno.
Instintivamente pasó por encima del arma y fue acogido con
gritos de ánimo. ¿Qué estaban haciendo en aquel sitio? ¿Por qué
aquellos hombres tenían la cara tan sonriente y expresión tan
beatífica? ¿Por qué uno de ellos cruzaba la estancia con los brazos
en cruz como si volase? ¿Por qué aquel otro hablaba a los dioses
con la mirada fija en algún ser invisible mientras su cuerpo se
agitaba presa de fuertes temblores?
Hasan no tardó en hallar la respuesta: Tahar le ofrecía en
aquel momento una copa en que descansaba un líquido
incoloro.
–¡Bebe, Hasan, bebe, maestro venerado, y únete a nosotros en
unos mundos en que todos los poderes te son concedidos! ¡Mágico
licor gracias al cual puedes volverte árbol o pájaro, caballo o
serpiente!
Tahar blandía la copa cual un cáliz divino y reía
estrepitosamente como si hubiese perdido la razón:
–¡Bebe, Hasan -vociferaba-, bebe, hijo de Sabbah y alcanza,
sin perder el alma, los paraísos de Alá!
¡El hachís!
Aquella mixtura de hierbas misteriosas, de la que Hasan sabía
que le había costado la vida al califa Hakim a fuerza de abusar de
ella. Aquella decocción hecha a base de cáñamo indio capaz de poner
al soberano en tal estado de furor que medio siglo después de su
muerte seguía estando prohibida.
El hachís… hierbas misteriosas…
Aquellas frases del maestre de la Montaña… “más poderosas que
todas las cimitarras de Oriente juntas…”.
Hasan comprendió que aquel veneno sutil debía servir a sus
designios, pero ¿de qué forma? Todavía tenía que
enterarse.
Observó a la singular compañía y tomó bruscamente la copa de
manos de Tahar, que giró sobre sí mismo sin dejar de
reír.
El hijo de Sabbah contempló el líquido y en el momento en que
iba a llevarse el recipiente a los labios oyó claramente una voz
que le decía al oído:
–No bebas, Hasan… ¿No has conseguido ya la sabiduría
interior?
Miró en torno suyo, pero no distinguió ningún interlocutor
susceptible de haberle susurrado tales palabras.
De nuevo dirigió la copa hacia sus labios, pero la voz se
hizo oír una vez más:
–No, Hasan, es inútil que pruebes esta bebida. Tú tienes la
posibilidad de acceder a esos paraísos sin artificio. Es preferible
que trates de conocer la fórmula mágica que compone este néctar.
¡Míralos! ¡Mira todos estos jóvenes en el umbral de la vida y que
no son ya dueños de sí mismos!
Finalmente, Hasan le tendió con un gesto seco el cáliz al
jerife, que se apresuró a tragar su contenido.
Aquella voz se iba haciendo insoportable y el hijo de Sabbah
se tapaba con fuerza los oídos para no seguir oyéndola. Pero volvió
todavía más nítida:
–¡Acuérdate de tu misión! ¡Estas hierbas desempeñarán un gran
papel en tu victoria! Gracias a ellas serás el amo venerado de los
soldados, que dejarán de pertenecerse.
Estaba claro que el efecto de la droga convertía a aquellos
hombres en marionetas y que le hubiera resultado fácil convencer a
Tahar de que cumpliese cualquier orden.
Hasan se sentía más fascinado que asustado por el extraño
descubrimiento y notó que en el fondo de su ser, y a pesar suyo,
brotaba la terrible determinación de trabajar en la elaboración de
una sustancia capaz de transformar a simples soldados en seres
dóciles entregados a él en cuerpo y alma hasta morir. ¿No era el
problema mayor de todos los ejércitos el gran número de deserciones
debido a la falta de fe de los soldados en su soberano? Y ¿acaso no
estaba él llamado a levantar un ejército
invencible?
Sus propios pensamientos le asustaban y se despidió de
aquellos jóvenes que en su mayoría habían terminado por dormirse,
prometiéndose volver cuanto antes al pabellón del
hachís.
Al día siguiente, Hasan vio a Tahar sentado en un cenador. El
muchacho estaba leyendo un tratado de astronomía; Hasan se le
acercó sin hacer ruido:
–Ven a mi lado, oh, Hasan, hermano. Hace ya por lo menos tres
días que no te he visto. ¿Has estado enfermo?
Pasado el primer momento de sorpresa, el persa
respondió:
–No, amigo mío, no he estado enfermo, pero sí he trabajado
mucho en la casa de las ciencias, a veces hasta altas horas de la
noche. ¡Perdóname por haberte desatendido! En cualquier caso, no
dudes de que no me olvido de ti ni de tu padre, y de que los dos
ocupáis constantemente el centro de mis pensamientos y de mis
plegarias.
–Lo sé y ruego igualmente por ti y los tuyos. ¡Que Alá te
colme de bienes!
Todavía intercambiaron algunas palabras antes de que un
criado se presentase para anunciarle al jerife que su padre lo
esperaba.
–Hasta luego. ¡Que pases un buen día!
Luego desapareció detrás de una cortina.
Así pues, Tahar no se acordaba de nada, no conservaba el
recuerdo de haber consumido hachís la noche anterior ni de haberle
propuesto a su invitado que lo hiciera. El hijo del ministro
parecía, como todas las mañanas, descansado y ligero, afable y
sonriente.
Hasan sabía que su amigo no fingía amnesia. Otra vez pisaba
terreno sólido, el ceremonial de la noche anterior, los rezos, las
fórmulas mágicas, las danzas rituales, el sable sobre el suelo, los
gemidos de unos, la euforia de otros estaban totalmente
olvidados.
Los sueños se habían desvanecido, lo artificial había
cumplido su plazo, el efecto de la droga se había
esfumado…
Durante varios días, Hasan compulsó todos los manuscritos de
la logia de El Cairo impaciente por encontrar aquellos textos
relativos a la hierba mágica que un día llegaría a darle tanto
poder. El califa Hakim había abusado de ella hasta morir por su
causa, pero ningún documento daba explícitamente las verdaderas
causas de la muerte del soberano ni la composición de aquel líquido
que el hijo de Sabbah tenía tanta prisa en
descubrir.
No podía confiarse a nadie si no quería despertar sospechas o
la curiosidad de al-Yaiush. La pócima estaba severamente proscrita
desde la muerte de Hakim, y, si al hilo de los años la vigilancia
se había relajado un tanto, no era menos cierto que las autoridades
contaban con sus espías y que todo abuso era severamente castigado,
estándoles reservada la horca a los
contraventores.
Esto, evidentemente, no rezaba con los grandes del reino ni
con los familiares de Palacio, pero se exigía, no obstante, de los
adeptos que no cometiesen ningún exceso y no utilizasen aquella
bebida mágica y bienhechora más que como pasatiempo
afrodisíaco.
Aquella planta misteriosa era desconocida en Persia y si
determinados relatos de viajeros o cronistas se hacían lenguas de
las propiedades de una hierba que daba fuerza y poder, las
autoridades locales manifestaban sus mayores reservas acerca de
aquellas fantasmagorías nacidas en la cabeza de unos cuantos
borrachos y en el cerebro de oscuros poetas.
–Donde esté una buena espada que se quite todo lo demás
-solía decir Malek Shah, a lo que Nezam-ol-Molk asentía con una
profunda inclinación.
Sin embargo, Omar Jayyam no había ocultado a Hasan las
delicias que experimentaba fumando su narguileh al tiempo que bebía
algunos vasos de vino tinto de Shiraz.
–Es en esos momentos cuando encuentro la inspiración, se me
aparecen las mujeres más hermosas y siento que otras fuerzas
desconocidas invaden mi cuerpo.
Sabbah siempre había rehusado beber y fumar, pero comprendía
que en aquellos instantes de embriaguez pudiese uno sentirse
diferente. No faltaban borrachos en las callejuelas sombrías de
Ispahán y en los burdeles clandestinos se servía toda clase de
elixires y mixturas afrodisíacas extraídas de esencias de rosas,
lilas y girasol.
Mezcladas con vino o aguardiente, hacían que la cabeza diese
vueltas y que los consumidores más fuertes no resistiesen. Uno tras
otro iban desplomándose, se les vaciaban los bolsillos y se les
echaba a la calle. Pero lo que se dice hachís,
nada.
Por tres veces Hasan y sus adeptos emprendieron viaje al sur,
Nilo arriba, en grandes y confortables embarcaciones con objeto de
visitar el Valle de los Reyes y contemplar las maravillas
construidas siglos atrás por la mano del hombre. Nunca los acompañó
Tahar. Karnak y Luxor fascinaban al hijo de Sabbah, pero sentía una
especial preferencia por Tebas, que consideraba más mística y
religiosa. Recordaba cómo los asirios y sobre todo los persas de
Cambises la habían invadido y saqueado, y lo lamentaba, como
lamentaba el incendio de Persépolis por los ejércitos de
Alejandro.
Hasan detestaba a los militares en general y a la soldadesca
en particular, que so pretexto de conquistar saqueaban, violaban y
devastaban todo aquello de que se habían
apoderado.
En su época había discutido de esto con Nezam-ol-Molk, que
tenía vara alta sobre las tropas del sultán, y no le habían hecho
mucha gracia los razonamientos del muchacho. También se acordaba de
la farsa que había sido la ejecución en la plaza pública de Ghom y
de la atroz muerte de unos pobres diablos por orden de un oficial
imbuido de su poder.
Tebas se había librado de las destrucciones. La visión que
Hasan obtuvo de ello, le estimuló. Gustaba de recorrer en silencio
las arterias petrificadas en el tiempo y el polvo, vacías de todo
habitante y repletas de misterios. A través de los textos que había
leído en Ispahán y en El Cairo se había enterado de todo lo
relativo a aquella urbe que había sido centro del mundo, lugar de
encuentro de todos los saberes y de no pocas creencias y que
encarnaba tan bien aquel Oriente del Sur donde se mezclaban
historia, religión y fantasía.
Los más grandes filósofos habían enseñado allí, los
conquistadores la habían asediado, glorificado los
artistas.
Cuando descendía el curso del río, el hijo de Sabbah se
instalaba en la parte delantera de la nave y pasaba largas horas
meditando. Rememoraba las palabras oídas en la montaña de los
Leones y sabía que era allí, en aquella tierra lejana, donde se
jugaba su destino. Era allí donde, a su vez, tendría que levantar
un ejército, afrontar rivales poderosos, convertir a los más
escépticos y hacer triunfar sus ideas. La empresa sería inmensa,
los obstáculos infinitos, los enemigos innumerables. Nada le
asustaba, pero, a veces, llegaba a dudar ante tamaña tarea, pues no
podía por menos de confesar que al cabo de todos aquellos meses
pasados en Egipto todavía no había encontrado hombres susceptibles
de componer su futuro ejército, lo mismo que los elementos que
constituirían la base de su organización y menos todavía los
compañeros encargados, junto con él, de predicar, convertir y
reunir prosélitos. Aparte de los dais de la casa de las ciencias,
aparte de ciertos viejos apegados a sus tradiciones y a su tierra,
ningún joven por el momento estaba dispuesto a seguirle fuera del
país para acabar con los herejes y los selyúcidas. Se había dado
cuenta de ello desde las primeras semanas de su estancia: ¿cómo un
egipcio, por muy ismaelita que fuera, iba a aceptar dejarlo todo
para enfrentarse con un enemigo en un país que no era el suyo?
¿Cómo un árabe, por muy subyugado que estuviera por las prédicas y
los sermones de Hasan, iba a ofrecer su tiempo y su vida por ir a
Persia y expulsar a los turcos? Verdad era que los ejércitos de
al-Yaiush guerreaban contra éstos, pero en Palestina, no más allá:
Hasan sabía que los persas no eran especialmente queridos por los
árabes, aunque fuesen de la misma confesión.
Ni la lengua, ni la cultura, ni las tradiciones eran las
mismas. Entonces ¿por qué lo habían enviado tan lejos de los suyos?
¿Únicamente por aquella planta mágica, por aquella hierba que
volvía loco? A veces, tenía sus dudas.
Había visto sus efectos en Tahar y sus compañeros, pero
aquellos pocos instantes de desvarío, de somnolencia, no lo habían
convencido nada por el momento. Reconocía que el brebaje tenía
consecuencias diferentes según qué persona lo ingiriera y producía
reacciones a veces inesperadas. Pero más allá de aquellos éxtasis,
de aquellos gestos incoherentes efectuados por adictos sin duda más
frágiles que otros, de aquellas palabras insensatas que algunos
pronunciaban, había sin duda otra cosa, algo que los demás no
habían descubierto aún y que era la clave de todo el
misterio.
La decisión estaba tomada: tan pronto como volvió a El Cairo,
aceptó la invitación de Tahar de ir al fumadero con la intención de
comprender lo que los otros experimentaban.
Por supuesto que Hasan se mantuvo muy prudente y no hizo
ningún exceso.
Aquella fuerza interior que los demás buscaban, ya la poseía
él desde hacía mucho tiempo sin tener que recurrir a ningún
subterfugio, a ningún artificio para sentirse más sólido que el
resto.
Pero debía conocer, sin ningún género de dudas, los efectos
de aquella planta para, a continuación, sacar todas las ventajas
que pensaba exigir a los demás, de modo que, en contra de sus
principios, aceptó probarla. Tahar, ya bajo los efectos del placer
que le proporcionaban las hierbas, le dijo:
–Por fin, hermano, eres de los nuestros desde ahora… No te
resistas… Consúmelas a tu manera, sé feliz, vuela hacia otros
mundos… Olvídate de todo…
Hasan no tenía el menor deseo de olvidarse de nada. Optó por
absorber su hachís en forma líquida, en cantidad muy pequeña,
contentándose con mojarse los labios de vez en
cuando.
Hubo de confesarse que el sabor no era malo, si bien un poco
ácido. Había otros que tragaban tabletas que cortaban en minúsculas
porciones y tomaban con zumo de fruta. Había, por último, quienes
inhalaban el hachís en unos recipientes tapándose la cabeza con un
paño y profiriendo gritos de satisfacción al aspirar la cálida
poción.
Hasan no dejaba de observar a los que le rodeaban al tiempo
que iba sorbiendo en muy pequeñas dosis el contenido de su copa.
Nadie se ocupaba de él, entregado como estaba cada uno a su mundo
irreal, gritando éstos su placer, ronroneando de voluptuosidad
aquéllos, y, en fin, retorciéndose sobre sus esterillas y
reclamando la presencia tan pronto de una mujer, tan pronto de un
muchacho, los de más allá.
En cuanto a Tahar, parecía ausente. Hasan lo miraba, pero su
amigo no lo veía. El jerife permanecía inmóvil, aparentemente
sereno. Así continuó, en aquella postura, de codos sobre los
cojines, con las piernas encogidas debajo del cuerpo, perdido en
sus sueños, sin oír nada, ajeno a todo. Hasan estaba fascinado por
aquella especie de parálisis que se había apoderado de su amigo. Le
hizo una señal con la mano, pero Tahar lo miró sin reconocerlo,
interrogándole con unos ojos desmesuradamente
abiertos.
–¡Ven aquí conmigo, Tahar, levántate y ven!
El otro hizo un esfuerzo y volvió a caer sobre los cojines.
Intentó moverse de nuevo y Hasan lo ayudó a
levantarse.
–¡Sígueme, estiremos un poco las piernas!
Semejante a un autómata, el joven egipcio siguió a su amigo
persa.
Anduvieron a pasito hasta el fondo de la sala, sin objeto
preciso, rodeando las columnas, las estatuas y un pequeño estanque
interior y evitando a los consumidores tirados por el
suelo.
después salieron al frescor de la noche. Hasan tuvo frío de
repente, pero Tahar no experimentó sensación alguna. A pesar de lo
ligero de su ropa, su cuerpo no temblaba al contacto con el aire
fresco.
–¡Párate, Tahar!
Su acompañante se quedó inmóvil sin preguntar
nada.
–Separa los brazos… lentamente… Quédate con los brazos
separados… ¡No te muevas!
El otro, sin decir, palabra, permaneció un buen rato con los
brazos en cruz.
–¡Anda así, con los brazos separados!
En medio de la noche, Tahar avanzó en línea recta y en
aquella postura.
–Ahora ¡párate y vuelve aquí!
El hijo del ministro dio media vuelta y se dirigió hacia su
amigo.
–¡Baja los brazos, despacio!
¡Ponte de rodillas… con los brazos en cruz!
Durante unos diez minutos, Hasan ordenó a Tahar que hiciese
los gestos más banales, los movimientos más corrientes, y este
último, siempre con el semblante impasible y los ojos abiertos de
par en par, sin desviar la mirada a derecha ni a izquierda, actuaba
como se le había mandado. Oía, obedecía y no decía
palabra.
Hasan tenía ante sí una criatura dócil que se movía a una
orden suya, giraba, se levantaba, se arrodillaba y se volvía a
levantar. Hubiera podido pedirle cualquier cosa, incluso las más
extravagantes e insensatas y Tahar le habría obedecido sin duda.
Bajo la influencia de la droga, el muchacho estaba en otro mundo:
oía claramente lo que se le decía, pero carecía de toda voluntad y
era incapaz de reaccionar.
–¡Da vueltas sobre ti mismo…
más… más!
El egipcio, semejante a una peonza, giraba y giraba sobre sus
talones con los brazos separados, los ojos cerrados y sin perder
nunca el equilibrio.
Aquello duró dos minutos, tres minutos, en una zarabanda
infernal y cuando Hasan le dio orden de parar Tahar se quedó
inmóvil, bajó lentamente los brazos y abrió los ojos. No parecía
cansado ni la menor gota de sudor perlaba en su
frente.
El persa se acercó a él, lo cogió por los hombros y lo
sacudió suavemente.
–Tahar, amigo mío, ¿me oyes?
Tres veces le hizo la pregunta hasta que el otro acabó por
mover la cabeza de arriba a abajo.
–Ven, volvamos. Tus amigos deben de estar
esperándonos.
Y regresaron al edificio donde los demás adeptos proseguían
sus sahumerios y libaciones, cantando unos, inertes otros sobre sus
pufs, como anestesiados por sus excesos.
Hasan instaló a su compañero confortablemente sobre una
alfombra, le puso un cojín debajo de la cabeza y se marchó. El olor
de la sala y la gritería que allí reinaba le
molestaban.
Le picaba la garganta y tenía irritados los ojos. El aire
fresco de la noche le sentó bien. Volvió a su casa caminando a pie,
muy impresionado por lo que acababa de ver. Una vez más recordó las
palabras del maestre de la Montaña:
–Esa hierba mágica que allí encontrarás será más poderosa que
todas las cimitarras de Oriente…
Ahora necesitaba saber, por encima de todo, el misterio de
aquella planta, dónde se cultivaba, cómo se recolectaba y
preparaba. Algunos adictos la mascaban, otros la tragaban en forma
de pastillas o de líquido; otros, finalmente, aspiraban sus
vapores.
¿Le indicaría Tahar la fórmula mágica? ¿Recordaría su amigo
lo que acababa de pasar y aceptaría confiarle el secreto de la
fabricación? Hasan sólo estaba seguro de una cosa: cuando
abandonase Egipto, se llevaría semillas de aquella planta y estaría
en el secreto de su preparación. Sin duda alguna, aquella hierba
tenía una potencia mágica que le daría a él un poder ilimitado si
conseguía producir la cantidad suficiente para volver dóciles a
quienes le rodeasen y para aniquilar a sus adversarios. Se
imaginaba ya al frente de un ejército totalmente entregado a su
causa, echando abajo murallas, destruyendo fortificaciones,
exterminando a las tropas enemigas.
Aquella noche no pudo conciliar el sueño y dio vueltas y más
vueltas en su cama. Se veía dando órdenes, obteniendo victorias,
humillando a Malek Shah y a Nezam-ol-Molk, liberando a su país del
yugo selyúcida. Miles y miles de campesinos y tenderos, pero
también soldados, hombres de religión y gobernadores se
prosternaban ante él y entonaban cantos de alabanza. Se gritaba su
nombre, se le aclamaba, la gente quería tocar sus ropas, se le
llevaba en triunfo.
–Hasan, hermano, ¿cómo te encuentras? Vengo a saber de ti,
pues no te he visto esta mañana.
Allí estaba Tahar, delante de él, fresco y listo para todo,
perfumado como de costumbre, y vestido con un bonito traje de gala
que no había más que ver.
Una vez más, el hijo de Sabbah debía de haberse quedado
dormido de madrugada y había tardado en despertarse. Se
incorporó:
–Pero ¿adónde vas tan temprano y vestido de semejante manera?
¿Es a alguna ceremonia?
Tahar sonrió:
–Sí, amigo mío, ha llegado el gran día. Nuestro califa
bienamado, que Dios guarde, se ha dignado recibirte hoy y he venido
a avisarte. No disponemos de mucho tiempo.
Hasan había saltado de la cama:
–Pero ¿ahora… así de repente?
Pero ¿cómo es posible?
–El califa ha hablado de ti esta mañana. Ha preguntado si
estabas en El Cairo. Mi padre le ha dicho que seguías en nuestra
casa. Entonces, ha expresado su deseo de verte. Date prisa, el
tiempo corre.
No fue necesario esperar demasiado a que Hasan estuviese
listo: una rápida ablución, una breve oración; luego, ponerse el
traje blanco, anudarse el rojo fajín en torno a la cintura,
colocarse en la cabeza un turbante inmaculado y seguir al amigo.
Sólo unos cientos de metros separaba la casa del ministro Ibn
al-Thami de la residencia real, pero después de un año de estancia
en Egipto nunca hasta entonces había pisado aquella avenida
bordeada de álamos, buganvillas, macizos de rosas y lilas y
parterres florales de los más vivos colores.
A medida que se acercaba, aumentaba el número de soldados
armados, de celosos funcionarios que corrían en todas direcciones y
de atareados criados. Un oficial salió al encuentro de Hasan y se
inclinó respetuosamente ante él.
–Bienvenido al palacio de nuestro augusto soberano.
¡Sígueme!
Las lanzas que interceptaban el paso se separaron y el persa
entró en un primer vestíbulo en donde charlaba una multitud de
cortesanos que se callaron, doblando el espinazo según cruzaba la
estancia. En una segunda sala, otros personajes que discutían lo
saludaron igualmente. Hasan lanzó una rápida ojeada a las paredes y
el techo: todo era de oro y maderas preciosas. Finalmente entró en
el gran salón de audiencias en donde se encontraban una veintena de
personas. Al fondo, en un trono sobrealzado estaba sentado un
hombrecillo que hablaba con un adolescente instalado a su derecha
en un segundo trono. Otro joven personaje, sentado a la izquierda
del califa, lo miró sin decir palabra.
Hasan reconoció, un poco desviado, al emir al-Yaiush, luego
al ministro de gastos y consumo, al gran maestre de la logia de El
Cairo, al encargado de las reales caballerizas, al de las
diversiones, al del saber y a otros personajes cuyas caras le eran
menos familiares.
Mostansir separó ambos brazos e hizo una señal al joven para
que se acercase. Hasan se detuvo a tres pasos del soberano
inclinándose ante él y llevándose la diestra al corazón,
impresionado por el boato.
En esta postura poco cómoda aguardó a que el señor de
aquellos lugares le rogase que se volviese a
incorporar.
Con gran sorpresa constató que el rey bajaba de su estrado y
salía a su encuentro. ¿Iría a abrazarlo?
El califa pasó por delante de él y dio unas cuantas zancadas
por la sala, yendo y viniendo sin motivo aparente, subiendo de
nuevo al estrado, volviendo a bajar y parándose delante de cada
invitado.
Hasan se había incorporado un poco y trataba de ver con el
rabillo del ojo lo que sucedía. Todos los cortesanos presentes
seguían el deambular de Mostansín sin decir palabra. El ministro de
la guerra e Ibn al-Thami permanecían inmóviles y a la
espera.
Las idas y venidas duraron cinco minutos y parecieron no
sorprender a nadie. Los dos jóvenes sentados a ambos lados del
trono miraban las evoluciones del califa. Uno estaba sonriente, el
otro serio.
Por fin, el rey se sentó. Parecía haberse tranquilizado.
Hasan había vuelto a inclinarse y contemplaba las pantuflas de su
huésped. Brillaban con la pedrería más bella que imaginarse pueda.
En sus extremos, dos enormes esmeraldas como ojos de serpiente
lanzaban sus destellos.
–¡Bienvenido, hijo de Sabbah!
¡Bienvenido a mi palacio!
Hasan se había erguido pero mantenía la mano sobre el
corazón. Miró al potentado a los ojos y un sentimiento de sorpresa
que dominó rápidamente recorrió su cuerpo: el hombre bizqueaba y
era muy feo. Rondaba la sesentena y era de mediana estatura, medio
calvo, de nariz ganchuda, ojos hundidos, mirada febril, larga y mal
peinada barba, labios pequeños y dientes grises y picados que
asomaban detrás de una sonrisa extraña. Llevaba, echado hacia
atrás, un turbante de seda negra y sus vestiduras, azul oscuro y
gris, se ajustaban a la cintura por un fajín de terciopelo violeta
que habría hecho palidecer de envidia al mismísimo Malek Shah: todo
lo que el universo contenía de piedras preciosas estaba prendido en
él y brillaba con mil destellos sobre el vientre del
califa.
Un penacho en el gorro, una enorme presea en el pecho, media
docena de collares alrededor del cuello, brazaletes y sobre todo
sortijas en cada uno de los dedos completaban el cuadro que Hasan
pudo contemplar. Así pues, el monarca, tras un prolongado luto,
había aceptado engalanarse para la ocasión.
Mostansir le indicó que se acercase hasta los pies del
estrado. Había colocado ambas manos sobre los brazos del trono, y
el persa, no estando autorizado a mirar al rey a los ojos en tanto
que éste no le dirigiese la palabra, pudo admirar a gusto los
reales dedos: el índice de la mano derecha ostentaba una gran
piedra de luna, muy eficaz contra los envenenamientos, el de la
mano izquierda, un ámbar no menor, cuyos efectos contra la
depresión son conocidos. Los dos dedos medios aparecían adornados
con sendas esmeraldas ahuyentadoras de los sueños ingratos, y los
anulares con turquesas, eficaces contra la cólera. En cuanto a los
meñiques, lucían éstos dos pequeños escarabajos de lapislázuli,
que, al decir de los astrólogos, permitían combatir los influjos
nefastos, calmaban los insomnios y curaban las crisis de
epilepsia.
Hasan estaba fascinado por aquellas manos de larguísimos
dedos que prolongaban unas uñas pintadas e interminables y que se
agitaban frenéticamente y que el rey se frotaba tan pronto como al
ponerlas en el trono eran presa de convulsiones apenas
perceptibles.
La diestra sostenía un cilindro de rezos en oro terminado por
una pequeña cola trenzada de hilos del mismo
metal.
El persa había observado asimismo que el califa se rascaba
constantemente, ya de pie, ya sentado. Cuando andaba, eran los
brazos, el pecho e incluso los costados, y cuando se sentaba, los
muslos y la nuca. Más tarde supo que padecía de eczemas. Hacía años
que los médicos lo cuidaban sin éxito, teniendo a veces que acudir
de noche cuando las crisis eran demasiado agudas y un líquido le
supuraba de las finas pústulas que él se abría con las
uñas.
–Hijo de Sabbah, ¿te gusta mi país?
Hasan se inclinó:
–Ciertamente, Divina Majestad, ciertamente. Me gusta este
país y la gente que lo puebla.
¿Qué más añadir? El califa se había puesto a hablar con un
cortesano y parecía no prestar ningún interés a la contestación del
visitante.
Mostansir se había levantado de nuevo y tamborileaba con sus
dedos en la mejilla de uno de los dos eunucos que sostenían el
dosel detrás del trono. Ambos servidores, de elevada estatura y
negros como el ébano, tenían el torso desnudo y llevaban sendos
trapos cubriéndoles las caderas. El monarca se dirigió al fondo de
la sala y Hasan lo siguió con la vista, lo que le permitió
contemplar la magnificencia del lugar. Miles de espejos cubrían el
techo y las paredes de la estancia. No sólo el trono, también los
muebles que la adornaban lucían incrustaciones de piedras raras.
Las alfombras venían de Persia y los perfumes que embalsamaban el
ambiente despedían un aroma desconocido del hijo de Sabbah. Las
colgaduras y cortinajes que bajaban del techo eran más ricos que
los del palacio de Ispahán y los bordes de las estanterías que
contenían libros y de las ventanas parecían haber sido pintados con
delicadas capas de oro.
Hasan advirtió entonces que el soberano deambulaba por la
sala con un espejito en la mano que le permitía no sólo mirarse de
tiempo en tiempo, sino, sobre todo, ver lo que pasaba a sus
espaldas. No cabía duda de que el rey estaba loco o, al menos, muy
tocado por la enfermedad.
Desde el fondo de la estancia, Mostansir lo apostrofó con voz
profunda y algo estropajosa:
–Hijo de Sabbah, ¿conoces a los míos?
Sorprendido por la pregunta, Hasan respondió con cierta
vacilación:
–No, Grandeza. No, no conozco a vuestros ilustres
hijos.
Una risa hiposa lo interrumpió.
–Los dos están ahí, delante de ti.
A la derecha tienes a mi primogénito, Mostawili. Es un buen
muchacho, que honra a su padre y a su madre, reza regularmente y
siente una gran pasión por las matemáticas y la
botánica.
Hasan miró al príncipe, que le hizo una leve señal de cabeza,
mientras su rostro permanecía impasible. Los rasgos del joven eran
poco enérgicos, la mirada anodina y el porte
altanero.
Guardaba un extraño parecido con su padre y se diría que
carecía totalmente de voluntad. Vestido de rosa y rojo del turbante
a los pies se daba golpecitos en las rodillas con las
manos.
–Mi otro hijo se llama Nizar.
También es un buen muchacho, apenas pasa de los veinte años y
está casado.
Sus aficiones son la poesía, la geografía y observar las
estrellas.
Enseguida Hasan se sintió atraído por aquel joven príncipe de
franco semblante, tez clara y grandes ojos que unas cejas
perfectamente dibujadas subrayaban. Este último le hizo un gesto
imperceptible con la mano que sólo Hasan advirtió.
–Tengo otros hijos, todos muy guapos y más jóvenes que ya
conocerás.
Ahora están con su madre.
El persa notó al califa a sus espaldas, a menos de un paso.
Se volvió lentamente e hizo una nueva reverencia ante
él.
–Estás lejos de tu país, pero quiero que te sientas aquí como
en tu casa. Se te aprecia entre nosotros y no he oído acerca de ti
más que alabanzas. Eres un ejemplo para los creyentes, a los cuales
aportas tu inmensa riqueza espiritual.
Hasan mantuvo la cabeza agachada, agradeció a Mostansir sus
amables palabras y le confirmó su voluntad de trabajar en
Egipto.
El monarca se volvió a su trono e hizo llamar a al-Yaiush
para decirle unas palabras al oído. El armenio, impecable en su
espléndido uniforme de jefe de los ejércitos, se inclinó, volvió a
erguirse, miró a Hasan intensamente y dijo:
–Hijo de Sabbah, nuestro gran Califa, que Dios guarde, está
algo cansado. Desea que te retires. ¡Ve en paz!
Esto último fue dicho con sarcasmo.
El persa hizo una profunda reverencia y retrocedió a pequeños
pasos sin jamás darle la espalda al déspota.
Cuando estimó conveniente la distancia, se irguió y
desapareció por la puerta del fondo.
De aquella entrevista sólo conservó una imagen que le
persiguió toda la noche: la del joven príncipe
Nizar.
Le parecía puro, honrado, pero muy solo. Se propuso volverlo
a ver…
Aquella mañana, Hasan procuró entrevistarse con Tahar. Se lo
encontró sentado a la sombra de un árbol con otros tres hombres de
su edad que el persa no conocía.
El hijo del visir levantó la vista y con un gesto de la mano
le invitó a acercarse.
–Amigo, ¿quieres unirte a nosotros para una partida de
chaquete?
El hijo de Sabbah, que prefería el ajedrez o los juegos de
paciencia, le confesó que aquel entretenimiento no le atraía
demasiado y que deseaba hablar con él. Tahar se levantó y rogó a
sus amigos que siguiesen el juego sin él. Hasan se llevó aparte a
su huésped y lo invitó a sentarse en un banco.
–Tengo que hacerte una petición especial que tal vez te
sorprenda. Me gustaría tener una conversación contigo a propósito
de la velada que pasamos en el pabellón… hace un
mes.
Tahar se mostró sorprendido:
–Vaya, vaya. Parece que el hijo de Sabbah le ha tomado gusto
al misterioso brebaje.
–La sensación estuvo lejos de resultarme
desagradable.
Hasan agachó la cabeza confuso.
Tahar lo miraba sonriente.
–Me hubiera gustado saber de qué manera me sería dable
conseguir tu elixir mágico.
Tras un corto silencio, el egipcio le puso la mano en el
hombro a su amigo:
–¡Basta con que lo pidas, hermano mío!… Vente con nosotros
cuando caiga la tarde.
–Es muy amable de tu parte, pero preferiría disfrutar de él
en mi domicilio…
Tahar se echó a reír abiertamente.
–¡Ja! ¡Ja! ¿Te vuelves reservón conmigo? ¿Con qué extraño
personaje te propones compartir esta delicia?
–Reservón siempre lo he sido contigo, ¿no? – respondió Hasan
con ironía-. ¿Es que no conoces mi gusto por la
soledad?
Los dos jóvenes se encaminaron a casa del visir. Una vez
allí, Tahar batió palmas con todas sus fuerzas hasta que su criado
se presentó andando con pasos cortos y rápidos. No se le podía
echar edad a aquel hombre.
Iba descalzo y vestía ropa de lino gris claro; un cordón
alrededor del talle y un turbante blanco sobre su pelo negro
completaban su aspecto.
Con mirada obsequiosa y doblándose en dos por la cintura, se
quedó inmóvil ante su amo.
–Dime, Yúsef, tu primo es el que sigue suministrándonos el
hachís, ¿verdad?
El criado dio muestras de sorpresa y respondió
tartamudeando.
–Sí…, mi señor… ¿Vuestra Gracia está, quizás, poco
satisfecho?
¿Le preocupa alguna cosa… alguna
contrariedad?
Yúsef transpiraba y miraba con inquietud a Tahar y a Hasan
alternativamente.
–No temas. ¡Es ex-ce-len-te!
Incluso diría que he advertido una mejoría en su
calidad.
El sirviente se encorvó todavía más, encantado y aliviado al
parecer por la respuesta de su amo.
–A mi amigo aquí presente, el maestro dai, a quien conoces y
también sirves, le gustaría también tener. De modo que cuento
contigo para esto lo antes posible.
Yúsef se volvió hacia Hasan a la vez sorprendido e intrigado
de que uno de los huéspedes del visir y de su hijo no se sumase a
los del pabellón.
–Oh, venerado maestro, ten la seguridad de que a partir de
mañana al amanecer tendrás lo que deseas. Esta noche tengo que ir a
ver a mi primo y haré de manera que su selección sea la mejor
posible.
–Tú eres el primer interesado, Yúsef, el primer interesado
-prosiguió Tahar, en un tono entre la amenaza y la
broma.
–Dime -añadió Hasan-, ¿cuándo te propones ir a casa de tu
primo?
–En cuanto mi amo aquí presente me dé permiso -dijo el criado
titubeando e inclinándose ante Tahar.
–Por mi amigo no tengo inconveniente en dártelo en cuanto
anochezca.
Y ahora, ¡anda, desaparece!
Tahar lo despidió dándole un cachete con el dorso de la mano.
El sirviente se alejó tan rápidamente como había llegado, y tan
pronto como Hasan se hubo retirado, el dueño de la casa fue a
reunirse con sus compañeros de juego.
Hasan se contemplaba en el psique de su cuarto, satisfecho de
su metamorfosis. La vestimenta que le había cogido a uno de los
esclavos sin que éste lo advirtiera no dejaba nada que desear.
Podría salir de la casa y confundirse con aquella muchedumbre de
criados de la residencia sin hacerse notar.
Se había sentado encorvado para no llamar la atención de los
demás sirvientes a unos pasos del portalón por donde vería salir a
Yúsef.
De repente lo vio cruzar una pequeña puerta lateral con la
misma ropa de lino gris claro, pero calzando babuchas esta vez.
Dejó que le tomase cierta delantera, mezclarse con la multitud, y
lo siguió a distancia cuando ya el declive del sol agrandaba las
sombras.
Andaba Yúsef a grandes zancadas, volviéndose de vez en cuando
como si notase que le seguían. En momentos tales, Hasan se escondía
detrás de un árbol, de un viandante o de un borrico pesadamente
cargado. Así cruzaron los barrios ricos de la ciudad hasta irse
adentrando progresivamente por las callejuelas más miserables y
populosas de El Cairo.
El persa se había pateado en más de una ocasión determinadas
arterias de la urbe sin aventurarse jamás por aquella zona poco
recomendable y en la que eran corrientes los crímenes y cotidianos
la violencia y los robos. Ni siquiera los rincones más sospechosos
de Ispahán llegaban a aquel grado de miseria y desgracia donde
tullidos y desheredados de la fortuna compartían a ras del suelo,
en medio de barrizales de fango y polvo, inmundos jergones. Así,
pudo ver a un niño disputándole a un perro vagabundo un mendrugo de
pan. Un poco más lejos, un muchacho, al que le faltaba una mano,
desvalijaba a un viejo que exhalaba su último suspiro con la cara
hundida en un charco de agua estancada. Una vieja de marchito y
pintarrajeado rostro invitaba con la enronquecida voz de boca
desdentada a que comprasen sus favores los hombres que pasaban por
allí acompañándose de gestos particularmente
obscenos.
No por ello perdía de vista Hasan al criado de Tahar, que, de
repente, se paró en seco delante de una casa de paredes de ladrillo
oscuro. Vio que llamaba a una pesada puerta de madera, tan
repulsiva como las paredes, con cinco golpes dados rítmicamente.
¿Sería allí donde vivía su primo? Abrieron y Yúsef desapareció en
el interior de la casa.
El hijo de Sabbah decidió entrar en aquel antro al precio que
fuese.
Debía actuar muy de prisa, y echó un rápido vistazo a derecha
e izquierda.
Era evidente que pocos se aventuraban por aquel degolladero
en aquellas horas finales del día cuando las sombras invadían el
lugar.
Hasan atravesó un jardincillo lleno de basura y desperdicios
dando un rodeo al edificio. El andar pisando excrementos lo puso
furioso. Además tropezó con un cuerpo tirado en el suelo entre dos
pacas de algodón podrido y resbaló en un charco de agua salobre
antes de llegar, finalmente, a la parte de atrás de la casa en que
Yúsef acababa de entrar.
No había puerta ni ventana que permitiesen el acceso. En el
suelo encontró algunas piedras y unos cuantos ladrillos y tablones
que amontonó con infinitas precauciones a fin de constituir un
pequeño andamio al cual trepar y desde el que acceder fácilmente al
tejado.
Una vez en la techumbre, se tendió boca abajo sobre las
grandes ramas, las hojas de palmera y las cañas que formaban la
cubierta. Un ruido de voces subía desde el interior del tugurio.
Apartó con cautela la vegetación para ver qué pasaba debajo de
él.
Yúsef discutía con un hombre extremadamente barrigudo y
paticorto, el cual daba órdenes a unos niños pequeños que no
paraban de trabajar. La atmósfera era irrespirable y los efluvios
que llegaban a la pituitaria de Hasan, acres y picantes. En el
centro de la única habitación del local había cuatro grandes
calderos donde hervían a borbotones unos líquidos
parduscos.
En aquel reducido espacio se apilaban unos cuantos sacos con
flores de adormidera, cáñamo indio y otras plantas que no conocía.
Una gran mesa ocupaba la otra parte del recinto donde unos niños
enclenques y sudorosos estaban atareados cortando, separando y
atando las hierbas cuyo secreto trataba Hasan de descubrir. Todas
aquellas mezcolanzas que fermentaban, aquel vapor que se
desprendía, el calor insoportable del sitio y el nauseabundo olor
que emanaba no parecían incomodar a Yúsef ni a su primo, que
seguían hablando en medio de exagerados gestos.
Se produjo una caída: uno de los infantes que revolvía uno de
los calderos con un pedazo de madera plano se había mareado y
perdido el conocimiento. Se le volvió en sí a base de grandes
patadas en los costados y latigazos en la espalda. Los otros
jovencitos interrumpieron por unos instantes la tarea para mirar a
su camarada, pero ante las voces del patrón en seguida la
reanudaron. El niño se levantó penosamente y recogió del suelo la
pala para proseguir su trabajo.
Todos parecían aterrorizados, famélicos y al borde del
agotamiento.
Hasan permaneció alrededor de una hora en aquella posición
incómoda, con los pies colgando prácticamente en el vacío, agarrado
a unas ramas para no caer al callejón y desnucarse. Durante ese
tiempo observó minuciosamente la fabricación de las pócimas, los
polvos, las píldoras y otras mezclas.
Según progresaba la preparación de aquella planta milagro,
grababa en su memoria las diferentes etapas de la elaboración, las
dosis y sus composiciones.
Cuando hubo aprendido lo suficiente, intentó bajar de su
improvisada percha. De repente sintió unos calambres seguidos de un
dolor insoportable en la pierna derecha. Se agarró como pudo a una
rama seca y dejó escapar un pequeño grito de dolor que rompió el
silencio de la noche. El corazón empezó a latirle con fuerza pues
sabía que al otro lado de la pared todos lo habían
oído.
El hombre gordo dio la alarma y salió fuera del edificio.
Yúsef y unos cuantos niños le siguieron. Todos miraban hacia el
tejado y luego por los alrededores.
Hasan logró sobreponerse al dolor y se deslizó por la parte
trasera del edificio. Ágil y rápido, había tenido el tiempo justo
de desaparecer en la oscuridad en el momento preciso en que las
enormes hojas de dos puñales hacían irrupción detrás de la
casa.
El hombre gordo estaba fuera de sí:
–Fíjate, Yúsef, alguien ha estado aquí. Mira el rastro que ha
dejado…
y esos ladrillos… y esos tablones.
El primo, dubitativo, replicó:
–No te preocupes, habrá sido algún perro suelto o a lo mejor
un vagabundo. ¡Anda, vamos!
–Estoy seguro de que alguien te ha seguido.
–Puedes creerme. En todo el tiempo que vengo a tu casa, no me
ha seguido nadie hasta ahora.
Y la puerta volvió a cerrarse tras ellos.
Mientras tanto, Hasan proseguía su carrera por el laberinto
de callejuelas sucias y oscuras, corriendo al azar. No sabía muy
bien en qué dirección iba, pero sólo le animaba un deseo: salir de
aquel sitio lo más rápidamente posible y anotar en sus tablillas
las fórmulas que retenía en la cabeza.
Hacía horas que había caído la noche cuando penetró con
infinitas precauciones en la propiedad de al-Thami y luego en su
casa. Maryam se incorporó en la cama cuando él se desnudó, pero
como de costumbre no dijo nada.
Hasan se tendió en el suelo en el otro extremo de la
habitación y, a la luz de un candil, se dedicó hasta muy tarde a
escribir las fórmulas, ordenar las palabras y esbozar incluso
algunos dibujos en unos pergaminos que enrolló con un paño y
escondió detrás de unos libros.
Pronto haría dos años que el persa vivía en la corte del
califa y, con el paso de los meses, el prestigio de la fama del
joven maestro no había hecho más que crecer, extendiéndose más allá
de los muros de Palacio. No obstante, algunos dignatarios que
rodeaban a Mostansir no ocultaban su envidia hacia
él.
Al-Yaiush, sin dejar de mostrarse cortés, no había
manifestado nunca ni simpatía ni interés hacia Hasan y éste acabó
por temer sus entrevistas con el emir.
Aquella mañana, el hijo de Sabbah salió de la casa de las
ciencias acompañado por cinco de sus discípulos.
El sol estaba ya alto y los ismaelitas, vestidos de blanco y
ceñidos de rojo, intercambiaban algunas palabras en las avenidas
reales.
Alrededor de ellos todo era griterío, agitación, parloteo; se
veían soldados armados corriendo en una dirección, criados
afanosos, poetas que declamaban sus versos a quienes estaban
dispuestos a oírles. Aquel estruendo contrastaba con la calma que
emanaba del pequeño grupo de hombres que rodeaban a
Hasan.
De pronto se dejaron oír unas voces procedentes de la entrada
principal, restallaron órdenes, y algunos hombres corrieron a abrir
los dos batientes de la puerta central. Luego se hizo silencio, la
multitud se inclinó y Bedr al-Yemali hizo su aparición, más marcial
que nunca, a caballo sobre su negro corcel y seguido de una escolta
igualmente impresionante.
La coraza y el casco de metal daban al armenio un poderoso
aspecto de verdadero jefe militar, altivo y
temible.
Al divisar a lo lejos al grupo de ismaelitas picó espuelas y
galopó hacia ellos. Tiró de las riendas en el último instante y el
caballo se encabritó relinchando en medio de una nube de polvo. Los
seis hombres vestidos de blanco no se movieron.
El rostro del emir, más radiante que nunca, estaba vuelto
hacia Hasan, a quien el fogoso y sudoroso animal empujó
ligeramente. Los discípulos, sorprendidos en un primer instante por
la aparatosa escena, trataron de proteger con sus cuerpos al hijo
de Sabbah, quien no desvió su vista de la mirada del guerrero. Una
vez que se hubo tranquilizado el caballo, Hasan apartó a sus amigos
con el brazo y, siempre en silencio, aguardó las palabras del
jinete. Éste soltó una gran carcajada y, señalando a los dais
puestos en aquella embarazosa situación, le
interrogó:
–¿Temes, acaso, el ímpetu de mi cabalgadura, maestro
venerado?
El jefe del ejército mostró la extremada blancura de sus
dientes y en tono burlón añadió:
–¡Y yo que pensaba que el cerebro de los animales no tenía
para ti mayores secretos que el alma de los
hombres!
–Si es cierto que no siempre capto el espíritu de un caballo,
no lo es menos que empiezo a conocer a fondo el del hombre y sus
oscuros entresijos.
Si en algún momento te gustase hablar acerca de ello, estoy a
tu entera disposición y tengo la certeza de que te interesará. Hay
casos en que el animal tiene más inteligencia que el hombre y me
atrevería a decir que a veces esto me reconforta.
El semblante del armenio se ensombreció; había dejado de
sonreír y aunque abrió la boca, ninguna palabra salió de
ella.
Era evidente que la contestación del persa lo había dejado
cortado.
Sólo fue capaz de gritar una orden; luego, gesticulando de
nuevo desde su corcel, que se alzó soberbiamente sobre sus patas
traseras y, fustigando al animal con violencia, desapareció a lo
lejos, seguido por sus hombres igualmente impetuosos y
ruidosos.
Todos los encuentros entre al-Yaiush y Hasan habían sido
breves y agitados. El jefe guerrero aparecía con esplendor y
estrépito y siempre se marchaba acompañado del mismo estruendo y
ardor. Le gustaba hacerse temer en sus desfiles militares y en sus
impresionantes alardes de ostentación; sabía que sin estas cosas le
habría sido más difícil imponer una autoridad que quería
inquebrantable. Disfrutaba viendo a la gente retroceder ante sus
excesos, inclinarse ante su poderío y evitar su mirada penetrante.
Sólo Hasan se negaba a seguir su juego.
A menudo Tahar fue testigo silencioso de aquellos cara a cara
en los límites de la cortesía entre el armenio y el persa y más de
una vez intentó moderar los impulsos de su amigo.
Temblaba a la sola idea de sus encuentros. Calibraba hasta
qué punto irritaban al emir las provocaciones de Hasan, y,
conocedor de cómo al-Yaiush podía hacer eliminar a cualquiera con
toda facilidad, con razón o sin ella, suplicaba a su amigo que no
traspasase ciertos límites.
Hasan, en su calidad de jefe ismaelita, responsable religioso
e invitado del califa no podía consentir que se le ofendiese. En
sus respuestas procuraba ser prudente, reflexionar antes de hablar,
evitar cualquier añagaza, pero sabía que su actitud provocaba la
irritación del emir.
Tahar tenía que reconocer que el hijo de al-Sabbah siempre
había salido airoso, evitando el enfrentamiento, rechazando
determinadas incitaciones y pasando la mayor parte del tiempo con
los dais y los seguidores de su fe.
Desde hacía poco el ambiente en la corte se había
deteriorado. Se palpaba la atmósfera febril que precede a los
acontecimientos de importancia.
Corría el rumor, propagado por ministros e íntimos de
Palacio, de que el soberano pensaba retirarse ante un poder cuyo
ejercicio se le hacía cada vez más pesado y una salud más y más
precaria.
Mostansir aparecía rara vez a los ojos de sus allegados y se
negaba a cualquier salida fuera de las lindes del parque real. Su
pueblo no lo había vuelto a ver y las grandes ceremonias, las
fiestas tradicionales, se desarrollaban con la sola presencia de
Bedr al-Yemali y de algunos dignatarios. Se rumoreaba que el
potentado se pasaba todo el tiempo hablando en voz alta con su
abuelo, el califa Hakim, que a los criados les tiraba a la cabeza
los platos que no quería comer porque pensaba que estaban
envenenados. Torturado por picores, evitaba lavarse, y no paraba de
gritar noches enteras, perseguido, según él, por espíritus
maléficos que le impedían oír todo lo que su antepasado le
decía.
Se hacía urgente tomar medidas y sólo el jefe de los
ejércitos estaba capacitado para ello. Él disponía de la fuerza
necesaria y también del don que le permitía usar su encanto
personal para ganarse el favor de los más eminentes consejeros del
reino, adulando a unos, amenazando a otros y prometiendo a los de
más allá lo que les quitaba a otros. Pocos eran los que resistían
aquella seducción y ninguno quería atraerse sus rayos y
centellas.
Las preferencias del emir por el hijo mayor del califa, el
príncipe Mostawili, un ser anodino, sin personalidad y muy
sugestionable, no ofrecían dudas. A imagen de su padre, no tomaba
nunca decisión alguna y aceptaba todo lo que se le
proponía.
Esta inclinación del comandante supremo por el primogénito
jamás la había exhibido en público ni se la había confesado a
ningún confidente. Se limitaba a escuchar las opiniones de unos,
las sugerencias de otros, y de este modo lograba hacerse una idea
de las preferencias de los visires y de los
cortesanos.
Legalmente, la sucesión del soberano debía recaer por derecho
en el hijo mayor, pero su carácter, su lado superficial y soñador,
planteaban no pocos interrogantes. ¡Excelente oportunidad para
al-Yaiush, quien podría manejarlo a su antojo y hacer de él un
objeto dócil y obediente!
Nizar, el más joven, sin ser brillante, tenía personalidad,
daba su parecer y contestaba sin dificultad a toda clase de
cuestiones. Tenía él sus partidarios, una minoría, sin duda, pero
los personajes más destacados de la corte deseaban que, después de
tres califas extravagantes, hubiese, por fin, a su cabeza un hombre
sensato y responsable.
Hasan había hecho ya su elección y, en respuesta a una
pregunta insidiosamente planteada por el armenio, no ocultó su
opinión: sus preferencias se inclinaban por el segundón, el único
que, con la ayuda, bien entendido, del visir, sería capaz de
devolverle al país todo su esplendor y todo su
poderío.
Bedr al-Yamali había sonreído maliciosamente y, tras
inclinarse ante el persa, se había retirado. Se había enterado de
lo que quería: Hasan obstaculizaba sus planes y debía eliminarlo, a
él y a sus eventuales cómplices. Al contar el muchacho con el apoyo
de los ismaelitas, una comunidad poderosa y rica, debía mostrarse
sutil, evitar hacerlo desaparecer brutalmente y, sobre todo, no
dejar aún transparentar nada. El tiempo era su aliado. Con objeto
de estar seguro de la inclinación de Hasan por el hijo menor del
califa, el emir favoreció algunas entrevistas entre los dos jóvenes
a fin de que se conociesen y apreciasen mejor. De este modo, Bedr
podría, con toda tranquilidad, trazar un plan con sus
agentes.
Nizar acababa de cumplir veintiún años. Tenía la tez muy
pálida, la nariz fina y larga, ojos enormes y negra barba, poco
crecida y bien recortada.
Sus manos eran delgadas y no ostentaban sortijas. Vestía con
sencillez, de seda, ciertamente, pero sin ningún atributo que
denotase su realeza.
Cuanto más extravagante era su hermano mayor, Mostawili, con
sus ropajes de colores llamativos, tanto más deseaba pasar
desapercibido el discreto segundogénito.
El príncipe interrogó largamente a Hasan acerca de Persia, la
corte de Malek Shah, los invasores turcos, su manera de vivir.
Hablaron de astrología, poesía, arquitectura,
botánica.
Hasan le recitó poemas de Omar Jayyam, algunos de los cuales
habían llegado ya a la corte de Egipto, le dijo que tenía dos
hijos, lo que no era el caso de Nizar. Sonrieron cuando estuvieron
de acuerdo en que ninguno de los dos tenía verdaderas aptitudes
para las carreras de caballos, jugar al polo, disparar con arco o
luchar.
El hijo de Sabbah, recordando sus esfuerzos en el Zayendeh
Rud para huir de los soldados del sultán, le confesó que apenas
sabía nadar. El príncipe, confuso, le confesó, a su vez, que él no
sabía en absoluto y que aborrecía el agua.
Agazapados en la sombra, sin perder de vista el menor gesto y
procurando captar alguna palabra o frase, los hombres del jefe
militar recogían información para al-Yaiush. Confeccionaban su
informe diario, indicando, asimismo, los visitantes de Nizar, los
regalos que le llevaban y la duración de las conversaciones. El
general tuvo ocasión de comprobar que los partidarios del segundón
eran más numerosos de lo que él suponía y que tendría que actuar de
prisa.
Hasan estaba encantado con sus conversaciones con el hijo del
califa.
Le asombraban sus conocimientos en materia religiosa y su
erudición en el campo de las ciencias, de la literatura, de la
agricultura del valle del Nilo, de la pesca en el mar Rojo, de los
meteoros celestes y hasta de la fabricación de instrumentos de
música a base de cañas. Nizar tenía igualmente un gusto pronunciado
por el dibujo, la escultura y la arquitectura.
Ya metido en confidencias, le habló a su amigo persa de la
enorme fatiga del califa, de sus propias preocupaciones, de las
fuerzas maléficas que sentía en su torno. Le comentó los grandes
cambios que se iban a producir en Palacio en los meses venideros y
le pidió consejo.
Hasan, por el momento, no podía contestarle nada. ¿Tenía el
príncipe conocimiento de algo? ¿Había oído algunas cosas que
debiera ignorar? ¿Habían amenazado a los que le
rodeaban?
Él le garantizó su apoyo e invocó la clarividencia de Dios
todopoderoso, que sabría proteger, aconsejar y guiar a Nizar por
aquel camino lleno de obstáculos y en el que numerosas serpientes
tratarían de morder y escupir su veneno.
Hasan sabía que los hombres de Bedr al-Yemali le seguían a
todas partes, hiciera lo que hiciera. Incluso en la casa de las
ciencias había observado que extraños adeptos asistían a los
oficios y a los debates, sentados un poco a distancia y vestidos
con ropas no conformes con la tradición. Pero como el templo estaba
abierto a todos resultaba difícil prohibirles la entrada. Estaba
persuadido de que entre los criados de su casa había algunos que
informaban a los hombres del emir y de que se ejercía sobre ellos
toda clase de presiones.
Maryam, su mujer, le había indicado que dondequiera que
fuese, dos mujeres totalmente cubiertas por el velo y las caras
ocultas con máscaras seguían sus pasos a cualquier hora del
día.
Cierta mañana en que el hijo de Sabbah se dirigía a Palacio
para encontrarse con el príncipe Nizar, se le hizo saber que el
hijo menor del califa se había sentido indispuesto repentinamente y
no deseaba recibir a nadie. A Hasan no le inquietó la noticia,
pidió que le transmitieran al enfermo sus mejores deseos de un
pronto restablecimiento y le comunicó a su criado de confianza que
rogaría por la salud de su amo y que volvería al día siguiente para
saber de él.
Día tras día volvió a Palacio sin que jamás consiguiera ver a
su amigo.
Las respuestas siempre eran las mismas: todavía no estaba
restablecido…
Los médicos estaban con él… su padre estaba preocupado… tenía
necesidad de reposo… con la ayuda de Dios pronto se
levantaría…
Hasan no se creía las noticias que le daban. Estaba seguro de
que tenían secuestrado al príncipe y que no podía gozar de libertad
de movimientos. Pero, ¿cómo saberlo, y con quién
hablar?
En la casa de las ciencias le rogaron que fuera muy prudente.
El gran maestro de la logia se lo llevó aparte y le confió bajo
secreto que tenía la impresión de que el príncipe Nizar no estaba
ya en este mundo, que había tenido noches atrás una especie de
visión y que habían sentido como una llamada en medio de su sueño,
el grito de un desesperado.
Hasan también estaba convencido de que algo grave había
sucedido al otro lado de los altos muros de Palacio, algo a lo que
no era ajeno el jefe de los ejércitos. Había dejado de ver a
al-Yaiush desfilar a la cabeza de sus hombres, de oír las voces de
mando cuando el general pasaba con su guardia, y aquel eclipse
repentino de un hombre a quien tanto le gustaba exhibirse y hacerse
admirar no auguraba nada bueno. Se había propagado el rumor de que
había partido de caza por varios días con eminentes viajeros
extranjeros, pero Hasan nunca había oído hablar de que el emir
acogiese y honrase a sus huéspedes con excursiones a caballo por el
desierto.
–Sé muy prudente -le dijo el maestro de la logia-. Tengo la
sensación de que se nos espía y de que molestamos a determinadas
personas. No emprendas nada que pueda irritar a Bedr. Es un hombre
muy violento y brutal cuando alguien se interpone en su
camino.
El verano de 1080 tocaba a su fin y Hasan comenzaba su tercer
año en Egipto. Para el pueblo todo iba bien y cada cual se dedicaba
a lo suyo.
Para los íntimos de la corte, una profunda sensación de
malestar pesaba sobre ellos aunque el silencio era de rigor. Nizar
se había volatilizado de la noche a la mañana, cosa que al califa
no pareció afectarle. Tal vez no entendía nada de la situación.
Mostawili, su primogénito, no había modificado sus hábitos en lo
más mínimo.
Seguía alzándole la ropa a las criadas y vistiéndose de
colorines. Los confidentes cuchicheaban entre sí y los consejeros
áulicos guardaban silencio. Ni el ministro de gastos y consumo ni
su hijo Tahar hicieron el menor comentario a Hasan. Este último no
dejó de advertir que ya no lo saludaban tan cordialmente como antes
y que buscaban menos su compañía.
Ciertamente, los dos tenían un miedo considerable al armenio
y nunca habían ocultado sus preferencias por el hijo mayor del
califa. El persa comprendió en seguida el motivo que les ponía
violentos: los al-Thami brindaban hospitalidad a un extranjero que
apreciaba a Nizar y esto podía irritar a Bedr al-Yamali y, llegado
el caso, contrariar ciertos planes suyos.
Saltando del chisme al comentario, de la suposición al rumor,
resultaba evidente a los ojos de todos que Nizar había
desaparecido. En ningún momento había salido él de Palacio y ni de
día ni de noche se había confiado a nadie, ni redactó ningún
documento, ni había dejado el menor rastro: sencillamente había
sido escamoteado, y aquel misterio, que se esparció por los
pasillos de Palacio y luego se propagó por fuera, intrigó primero y
más tarde asustó a la población: ¡el príncipe había sido “ocultado”
como el duodécimo imam, que había de volver al final de los
tiempos!
Hasan sabía que Nizar temía algo y que el peligro rondaba
permanentemente. La mirada que el príncipe le había lanzado con
ocasión de su última entrevista hablaba por sí sola del desasosiego
de aquel guapo mozo que no ocultaba su inquietud por su esposa y el
hijo que llevaba en sus entrañas.
Bedr al-Yemali ordenó una investigación. Se registraron todas
las dependencias de los diferentes palacios, se revolvió una y otra
vez la tierra, se dragó el río, se detuvo a varios vagabundos. Todo
en vano. Nizar no aparecía por ningún lado. Cierto que consejeros y
confidentes con ideas propias sospechaban no poco del papel del
general en todo aquel misterio, pero ¿quién podía acusar a
al-Yaiush o a alguno de sus agentes? ¿Quién era lo bastante
atrevido como para ponerse el dogal al cuello lanzando sus
sospechas sobre el hombre más poderoso de Egipto? ¿Quién iba a
llevar tanto luto por un príncipe a quien su propio padre no
lloraba y cuyo hermano lo había ya olvidado? Tal vez Hasan, pero lo
hizo subrepticiamente para no ofender al jefe del ejército aunque
dando a entender al mismo tiempo que no había tragado el
engaño.
Dos meses después de la desaparición de Nizar, la casualidad
quiso que el persa y el armenio se topasen, prácticamente solos, en
un patio que unía las dos alas del palacio. Se saludaron, y, tras
las habituales fórmulas de cortesía, el astuto militar lo
apostrofó:
–Tu frente muestra signos de preocupación, noble hermano,
¿tienes alguna inquietud que yo pueda curar?
Hasan se llevó la diestra al corazón, se inclinó levemente y
dio las gracias al emir por su interés.
–Amigo mío, ¿no es cierto que todos tenemos nuestras
preocupaciones…? ¿No te parece que la vida es un largo camino en
que, a menudo las penas, a veces las alegrías, estorban nuestra
marcha?
Al-Yaiush, que no se conformaba con semejante respuesta,
insistió:
–Te noto preocupado. Mis amigos me han hablado también de lo
disgustado que estás. Estoy seguro de que yo podría aliviar tu
pesar.
Ante estas palabras, el hijo de Sabbah manifestó, sin
morderse la lengua, lo que hacía semanas le pesaba en el corazón y
con frecuencia le había impedido dormir y a veces
rezar:
–Pienso en el príncipe Nizar, y cuanto más tiempo pasa, más
me voy haciendo a la idea de que ciertas fuerzas maléficas lo han
eliminado.
Al decir esto no dejaba de mirar intensamente a su
interlocutor, tratando de detectar la más ínfima turbación. Pero en
el rostro del general ni un solo músculo se movió ni se reflejó el
menor signo de contrariedad o nerviosismo. Impertérrito, con voz
monocorde, baja y ponderada, al-Yaiush replicó:
–Dios nos lo dio… Dios nos lo quitó… ¡Alabado sea el
Señor!
Hasan intervino:
–Dios todopoderoso puede recuperar un alma cuando quiere,
pero no así un cuerpo. La envoltura carnal queda entre nosotros y
sólo el tiempo la destruye.
–Dios ha recuperado todo, de esto no cabe la menor
duda.
–La gente sencilla, a la que se hace creer muchas cosas, es
lo bastante crédula como para aceptar esta conclusión, pero los
sabios, los letrados, tú, yo, no podemos contentarnos con ella.
Será muy necesario que los médicos y los astrólogos contesten a
esta cuestión -insistió el muchacho.
El jefe del ejército levantó la mano y lo
interrumpió:
–Los médicos y los astrólogos se han reunido en varias
ocasiones para estudiar todas las posibilidades y están convencidos
de que el príncipe ha sido objeto de un acontecimiento sobrenatural
que nadie es capaz de explicar.
–Yo y mis amigos tenemos otra idea que creo que tú también
conoces.
Hasan se pasó lentamente la mano por la barba, miró a
al-Yaiush, cuyos ojos habían cambiado súbitamente de color. Parecía
esforzarse por dominar la cólera que le iba en
aumento.
–Pensamos que el Todopoderoso no ha llamado a su lado al
príncipe Nizar en el gran jardín que acoge a los difuntos por
propia voluntad. Pensamos que manos poco caritativas lo han ayudado
a llegar a ese jardín, siendo así que hubiera debido seguir todavía
al lado de una esposa a la que amaba y de un padre querido.
Pensamos que, una vez ejecutada la fechoría, esas mismas manos poco
caritativas han hecho desaparecer el cuerpo del joven
príncipe…
Hasan no pudo terminar su frase.
Bedr al-Yamali levantó la voz. Volvía a ser el de siempre,
violento e irritable:
–¡Basta! Ya he oído lo suficiente. Tú sabes que por lo menos
he enviado a más de un bribón al verdugo.
¿Es eso lo que buscas?
En seguida se calmó, se ajustó el turbante, que había estado
a punto de caérsele, y recuperó la compostura.
–¿Por qué te pones tan nervioso?
Te estoy diciendo lo que oigo y lo que creo. Tú tienes un
montón de cosas que llevar a cabo, no puedes dedicarte a que
funcione la máquina del Estado y proceder a una investigación. Te
apoyas en hombres que no siempre son muy honrados y que a menudo te
ocultan la verdad. Ellos sí saben lo que ha pasado. Acabarán por
hablar el día en que hayan bebido más de la cuenta o alguien los
compre, quizá lo hayan hecho ya, ¿quién sabe?
El armenio no quiso oír más. A grandes zancadas desapareció
tras un macizo de árboles, dando órdenes a gritos y hendiendo
nervioso el aire con su sable.
Hasan supo que había dado en el blanco.
Al tercer mes de la desaparición del príncipe Nizar,
al-Yaiush dio una gran fiesta en su palacio. Ningún egipcio
recordaba haber visto tal lujo fuera de la corte del califa. Un
centenar de invitados habían respondido con su presencia al gran
honor que les hacía el jefe militar. Algunos ministros, dais y un
puñado de cortesanos que habían puesto algún pretexto para no ir,
fueron llevados a la fuerza por soldados cumpliendo órdenes. Todos
los dignatarios y notables con que contaba El Cairo, con excepción
de la familia real, habían sido instalados en cómodos cojines de
seda y raso para beber los mejores elixires, fumar las hierbas más
finas y saborear los platos más delicados. Las bailarinas
exhibieron su arte y su belleza, los músicos tocaron dulces y
armoniosas melodías y unos cuantos animales amaestrados asombraron
a todos los presentes. Hubo discursos, se leyeron poesías, se cantó
y glorificó al califa Mostansir, a su hijo Mostawili y a todos los
miembros de la familia real:
–Que Dios los guarde y a toda su descendencia -gritó el
armenio.
Y toda la concurrencia repitió al unísono:
–¡Que Dios guarde a nuestro califa y a toda su
descendencia!
Hasan detestaba aquel género de manifestaciones. Se acordaba
de algunos festines en Ispahán, organizados para adular al sultán.
Aquellas borracheras, aquellas orgías, aquellas mujeres
retorciéndose medio desnudas le repugnaban y sólo la presencia de
Omar Jayyam le incitaba a ir.
En este caso, no cabía la menor duda de que Bedr al-Yemali se
traía algo entre manos. Con toda evidencia, su finalidad no era ni
destacar todavía más ni recibir nuevos presentes.
El hombre poseía todo lo que un ser humano pueda desear:
poder, gloria y riqueza. El pobretón llegado de Damasco quince años
antes se había convertido en una especie de potentado sin corona,
pero con un poder y una autoridad ilimitados.
Hasan estaba sentado entre los dais y a la derecha del gran
maestro de la logia de El Cairo, quien, al parecer, no apreciaba
mucho más que él aquella fiesta en la que el estupro y la lujuria
eran de rigor.
Cuando todos estuvieron ahítos, y las bailarinas se hubieron
retirado y eclipsado los músicos, el dueño de la casa subió a un
estrado y reclamó silencio. La concurrencia, blandamente hundida en
los cojines o en los pufs de cuero, se incorporó.
–Amigos míos, os doy las gracias por haber aceptado esta
recepción en mi modesta mansión.
Se cruzaron rápidos comentarios y los invitados se miraron
sorprendidos.
Por lo que hacía a la modesta mansión, Hasan se había sentido
inmediatamente deslumbrado por la magnificencia del lugar. Ni el
Palacio de Ispahán, ni menos aún la residencia de Nezam-ol-Molk,
que, sin embargo, se contaban entre las más suntuosas, encerraban
tantas maravillas, tanta belleza como el palacio del emir. Las
maderas más raras, los jarrones griegos y romanos más preciosos,
las ánforas gigantes, los espejos con incrustaciones, los cuadros
colgados de las paredes, los cortinajes bordados, los muebles
decorados, las alfombras de seda y lana, todo era una maravilla y
una delicia para los ojos. ¿Cómo un hombre tan brutal había podido
reunir en su casa tal cantidad de muebles y objetos tan
extraordinarios?
–… No ignoráis que desde hace meses, nuestra corte vive un
drama que yo llamaría un milagro: la desaparición de nuestro
bienamado príncipe Nizar…
–¡Dios tenga su alma! ¡Que en paz descanse! – prorrumpió la
concurrencia.
–El príncipe nos ha abandonado de repente, tal ha sido la
voluntad de Dios, y esta ausencia nos ha dejado en un total
desconcierto. Estamos tristes, pues amábamos al príncipe Nizar, que
era un joven justo y honrado. Felizmente, en su infinita
misericordia, el Todopoderoso nos ha dejado a su hermano mayor, el
príncipe Mostawili.
–¡Larga vida a Mostawili! ¡Dios guarde a él y a los suyos! –
murmuraron los dignatarios.
–Muchos de vosotros amabais al príncipe Nizar… Muchos de
vosotros queríais que sucediese a nuestro califa
bienamado.
Se detuvo un instante y miró a los invitados. Nadie se movía
ni aun respiraba. La concurrencia estaba
petrificada.
El emir habló más alto, haciendo acompañar las palabras con
gesto:
–Hay traidores entre vosotros.
Todos sois unos traidores. Habéis traicionado la confianza de
nuestro soberano y la de su primogénito. ¡El castigo de Dios será
terrible! ¡Terrible!
Dio tres palmadas y las dos puertas de doble batiente que
enmarcaban la gran sala se abrieron: varias decenas de soldados,
vestidos de negro, sable en mano, se precipitaron sobre los
invitados. La carnicería fue espantosa; las paredes, las
colgaduras, los muebles, las sedas preciosas y las alfombras se
inundaron de una sangre que lo salpicó todo.
Hasan y los dais se habían acurrucado en un rincón,
inmóviles, incapaces de moverse ni de hablar. De repente, dos
hombres de negro se acercaron al hijo de Sabbah y éste recibió un
violentísimo golpe en la cabeza.
Perdió el conocimiento.
Otoño, 1090. Las primeras nieves habían aparecido en las
cumbres de la cadena del Alborz. Los días se acortaban rápidamente
y un afilado frío llenaba el aire mucho antes de que el sol se
pusiese. Era el momento preferido por Hasan. La naturaleza se
tornaba silenciosa y todos los olores de la tierra ascendían hacia
el cielo.
El astro anaranjado se ocultaba tras las crestas de las
montañas y los animales salvajes corrían a refugiarse en sus nidos
y madrigueras. Sabbah subía entonces a la torre más alta del
castillo, abría de par en par su única ventana y salía al balcón,
que dominaba un precipicio de unos doscientos metros. En su fondo
corría un torrente que se transformaba en cascada para acabar
inundando la fértil llanura que se extendía hacia el sur hasta
perderse de vista.
Las sombras cubrían toda la inmensidad del paraje, sólo las
cimas seguían aún iluminadas y brillantes en el anochecer. Era el
momento preciso en que una enorme águila negra remontaba el vuelo
para una última caza de liebres o gamos antes de volverse a su
aguilera colgada del acantilado en un flanco de la
roca.
Alamut…
Hacía poco tiempo que él y sus compañeros habían llegado allí
tras diez años de vida errante entre las orillas del Mediterráneo,
los desiertos orientales y las montañas de Persia.
Todos los atardeceres, el hijo de Sabbah, revestido con sus
atributos de gran maestre del ismaelismo reformado, se entregaba a
sus devociones y se dirigía a Dios con fervor para darle las
gracias por haberle guiado hasta aquel santuario que llevaba un
nombre predestinado: Alamut, lo que significa “el nido del
águila”.
Había cumplido treinta y cuatro años y era el guía de una
nueva religión que, de acuerdo con sus propios deseos, sólo podía
nacer y prosperar en su tierra de origen.
Terminadas sus devociones, se sentaba en el suelo del pequeño
recinto de la torre, carente del más mínimo confort, y leía el
Corán que le regalara el príncipe Nizar. Un candil, dos cojines, un
aguamanil lleno de agua de manantial y un anteojo astronómico
componían todo el mobiliario.
A menudo pasaba allí la noche en contemplación. El frío era
intenso en aquel lugar, pero no le afectaba para nada. Maryam y los
cuatro hijos que le había dado vivían en un piso inferior del
edificio con sus íntimos y los discípulos más fieles. El águila
giraba enfrente, a lo largo del abrupto escarpe. Aún sostenía,
debatiéndose entre sus garras, una liebre. El ave de rapiña parecía
totalmente serena y describía amplios círculos en la inmensidad
violácea en que morían los últimos rayos de un sol
agonizante.
De vez en cuando lanzaba un grito estridente al que
respondían unos pequeños buches hambrientos y
expectantes.
Cada día era el mismo rito: cualquiera que fuera la presa, el
ave rapaz dibujaba, en el frescor del atardecer, inmensos arabescos
que duraban una decena de minutos. Luego, con su último graznido,
más largo que los otros, se lanzaba en picado hacia su nido en un
descenso vertiginoso y perfectamente controlado para frenar su
caída a pocos metros de su meta.
Hasan se imaginaba a los tres o cuatro picos abiertos y a la
hembra haciendo sitio para que el augusto señor de los aires
pudiera posarse cómodamente y presentar la cena. Un estremecimiento
de frío recorrió el cuerpo del maestre de Alamut, quien antes de
recogerse en la pequeña habitación de la torre, dio por última vez
gracias a Dios por los beneficios recibidos en aquel día que
terminaba.
Aquella mañana, Maryam le había comunicado que esperaba un
quinto hijo.
–Un niño, Señor, un niño más…
¡Cuán largo había sido el camino en aquellos diez años, qué
incontables y dolorosas las asechanzas, cuánta sangre y lágrimas
vertidas desde aquella comida en la casa de Bedr al-Yamali, en que
todos los íntimos y confidentes de Nizar habían sido masacrados por
los sicarios del armenio!
Cuando recobró el conocimiento, se encontró en un navío al
que azotaba la tempestad. Tenía una herida en la cabeza y los
brazos y las piernas atados con cuerdas. Impresionantes olas se
estrellaban contra el puente y más de un cuerpo se precipitaba por
encima de la borda y desaparecía en el mar.
El agua fría, que le golpeaba a intervalos regulares, le sacó
de su entumecimiento y le hizo olvidarse del dolor. Era
absolutamente preciso que se soltase de sus ligaduras si no quería
que las olas lo arrastrasen a aquellos remolinos. Sirviéndose de un
gancho que sujetaba una vela, limó con energía la cuerda alrededor
de las muñecas. Tras prolongados esfuerzos consiguió que los hilos
fueran cediendo uno tras otro hasta romperse y dejar totalmente
libres las manos. Le costó no poco trabajo deshacer los nudos de
los pies, pues el esparto estaba mojado. Finalmente, pudo ponerse
de pie agarrándose al mástil, la batayola y las cajas amarradas en
el puente.
Cayéndose, levantándose y volviéndose a caer, y arrastrándose
luego por el suelo liso, oyó gritos que provenían de la cala.
Accionó un pestillo, descorrió el cerrojo y entreabrió la
trampilla. En aquel mismo instante una ola le golpeó por la espalda
y le hizo caer. Su cabeza chocó violentamente contra el bastidor
del vano, lo que le hizo perder el sentido por unos
instantes.
Los alaridos que había oído redoblaron. Se arrodilló y en
esta postura bajó por el orificio que había abierto. Andando a
tientas por la oscuridad, tropezó con un cuerpo y después con otro
hasta que sus ojos se fueron habituando y pudo distinguir unas
formas agarradas entre sí. Se trataba de mujeres.
–¡Salvadnos! – gritó una de ellas.
–¡Tened piedad de nosotras! – dijo otra.
Media docena de mujeres envueltas en unos velos mojados que
se pegaban a sus carnes, con los rostros desencajados por el terror
y formando apretado grupo, miraban aterrorizadas a aquel hombre
semidesnudo que avanzaba hacia ellas como un ser de otro mundo,
tambaleándose, chorreando, sangrando e hirsuto.
–¡No temáis! ¡No tengáis miedo!
Soy Hasan Sabbah y no quiero haceros ningún
daño.
Por un momento los gemidos se interrumpieron, para, al cabo
de un instante, reanudarse los gritos:
–¡Por lo que más queráis, ayudadnos!
Al volver de la bodega, Hasan oyó una llamada más débil que
las demás, algo así como un quejido, lo que le hizo aguzar el
oído:
–Tenemos que salvar a la princesa.
Tenemos que ayudar a la princesa y al hijo que lleva…
Piedad…
El muchacho se dirigió al azar hacia el fondo del habitáculo
con los brazos extendidos y tropezando con los bultos, cajas y
cordajes. De repente tocó una cabeza, luego unos hombros y se
agachó.
–¿Quién sois? Yo soy Hasan Sabbah. Hablad en
confianza.
La mujer de voz juvenil vaciló un momento y
dijo:
–Soy la criada de la princesa.
Está aquí ella… Apoyada en mí… aquí…
En efecto, Hasan tocó un cuerpo estirado, inmóvil y caído en
un charco de agua.
–Gracias a Dios, está viva aunque enferma y tengo miedo de
que pierda al hijo que lleva en las entrañas…
–¿Puedo preguntarte quién es? Acabas de pronunciar la palabra
princesa.
La voz dudó nuevamente:
–Mi ama es la esposa del príncipe Nizar, el hijo del
califa.
¡Hasan no daba crédito a sus oídos!
La viuda de su amigo estaba allí, a sus pies, apenas vestida
y tiritando de frío. A su memoria vino la última conversación que
había tenido con el hijo de Mostansir: “Lleva un hijo mío… pero
¿llegaré a conocerlo?”.
De repente, todo resultó claro en el espíritu del persa: el
asesinato de Nizar, la brutal eliminación de sus partidarios, y no
sólo de ellos, sino de los íntimos de Mostawili, el embarque de los
dais ismaelitas y de determinados extranjeros, en una palabra: el
campo libre para Bedr al-Yemali y su camarilla.
El jefe del ejército, al ignorar el estado en que se hallaba
la mujer de Nizar, la había dejado con vida y el califa tal vez iba
a ser abuelo. Era de todo punto necesario salvar a la mujer y al
hijo del príncipe, pero ¿cómo proceder en medio de aquel mar
embravecido habida cuenta de que él no entendía nada de navegación
y de que ni siquiera sabía nadar? Todo lo que pudo hacer durante
tres días con sus noches fue reconfortar a unos y otros, recorrer
de arriba abajo el navío y llegar a la conclusión de que, aparte de
dos hombres heridos que había conocido en la casa de las ciencias y
de las mujeres, no quedaba allí alma viviente. Como pudieron,
manejaron las velas, gobernaron el timón y remaron con tal de
mantener el rumbo. Y se hizo el milagro. Agotados, hambrientos, con
la ropa hecha jirones y transidos de frío, una mañana, antes de la
salida del sol, sintieron una gran sacudida bajo la quilla de la
embarcación. Hubo gritos, y el pánico se apoderó de todos y la roda
se abrió por la mitad. El agua inundó rápidamente la
bodega.
Hasan constató que la nave había chocado con un obstáculo
considerable.
En un instante corrió hacia las mujeres y los dos
hombres:
–¡Agarraos unos a otros! ¡No os separéis! ¡Seguidme! ¡No
desfallezcáis! Dios nos ayudará.
Fuera, despuntaba el día y el alba mezclaba sus sombras con
los reflejos plateados de un mar finalmente en calma y en el que
todavía espejeaban algunos rayos de luna. Allí estaba, próxima, una
costa sembrada de rocas.
Hasan hizo varios viajes, cargando con unos, arrastrando a
otros, y depositó a los dos hombres sobre la arena, se dejó caer y
rezó al Señor.
Una vez más acababa de escapar a la muerte; después de Malek
Shah, el califa Mostansir… Después de Nezam-ol-Molk, el emir
Bedr…
Las seis mujeres y los tres hombres salvados del naufragio
llevaban varias horas tendidos en la arena de la playa y recobraban
fuerzas progresivamente.
El día se presentaba caluroso y las ropas se habían secado al
calor de las piedras. La situación era crítica, ya que el grupo no
disponía de nada: ni víveres ni efectos personales. La zona donde
habían atracado parecía desértica y, después de trepar al
promontorio más alto, Hasan comprobó que no había ni rastro de
pueblo, ni una caravana, ni un alma viviente a la redonda. Las
mujeres tenían sed, la princesa parecía agotada y estaba
jadeante.
El persa tomó rápidamente una decisión: acondicionó una
pequeña zona de sombra en la que instaló a las mujeres. Luego se
dirigió a los hombres:
–Tú, sube la costa hacia el norte y no te detengas hasta que
empiece a caer la noche. Tú, dirígete al sur y haz otro tanto. Yo
iré hacia el interior y los tres tratamos de encontrar ayuda y
comida. Id… ¡y que Dios os acompañe!
Dicho esto, se inclinó ante la esposa de Nizar y le dijo a su
criada:
–Quedaos todas a la sombra y no os expongáis al sol. Podría
ser peligroso. Cada media hora y con precaución mojad en el mar un
pañuelo y refrescaos el cuerpo, pero no bebáis
nada.
Humedeceos los labios, la frente, el cuello. Estaremos muy
pronto de vuelta. ¡Que el Todopoderoso os proteja!
A continuación se dirigió tierra adentro a través de las
dunas y las piedras, en tanto que los dos dais seguían la costa,
recitando plegarias e implorando al Señor que les ayudase en su
cometido.
Todo estaba oscuro y en silencio cuando Hasan regresó a la
playa con un camellero. Horas antes había convencido al jefe de una
caravana de que le prestase a uno de sus hombres con quien acudir
en ayuda de unas mujeres víctimas de salteadores.
–Seréis ampliamente recompensados, me comprometo a
ello.
El jefe envió a su hijo con comida y algo de ropa. Cuando los
dos hombres llegaron al hueco de la roca, las seis mujeres estaban
tiradas en el suelo semiinconscientes y sus caras presentaban
hinchazones y manchas rojizas. Con infinitas precauciones, Hasan y
su joven acompañante les dieron un poco de leche, unos dátiles y
algunas galletas troceadas. Luego hicieron fuego, extendieron unas
mantas y se dispusieron a pasar la noche.
Los dos dais seguían sin volver y cuando, a la mañana
siguiente, se hizo necesario abandonar el lugar con objeto de
unirse a la caravana, que aguardaba en un punto de agua, Hasan y
las mujeres tuvieron que rendirse a la evidencia: aquellos hombres
no volverían. Por si acaso, se les dejó comida, bebida en un
cántaro y una manta.
Hasan dibujó con piedras una flecha indicando la dirección
tomada por las supervivientes y él mismo. Sabía que era en vano y
que el Eterno lo tenía decidido de otra manera.
Al día siguiente, el hijo de Sabbah supo que había encallado
en las costas de Palestina y que otra vez se encontraba en un
territorio administrado por los selyúcidas. La caravana se dirigía
hacia Alepo, adonde llegarían al cabo de una semana. Allí podría
reponer fuerzas y reconfortarse en compañía de los ismaelitas
locales que conocía y había encontrado durante su huida hacia
Egipto. Comoquiera que fuese, debía guardar silencio en relación
con la presencia de la esposa de Nizar, pues, sin duda, Bedr
al-Yemali contaba con agentes suyos en la región. El futuro niño
podía convertirse en un obstáculo para el emir si éste había
decidido desembarazarse al mismo tiempo del califa y de toda su
descendencia.
¡Cuál no sería la sorpresa de Hasan al ver que los habitantes
de Alepo lo recibían triunfalmente! El jefe de la caravana había
enviado la víspera a uno de sus compañeros de ruta para informar a
las autoridades de la ciudad de la llegada del joven maestro y la
noticia había circulado rápidamente.
A ambos lados de la puerta abierta que daba al desierto
centenares de hombres, mujeres y niños portando ramos gritaban
mensajes de bienvenida.
Un hombre entrado en años, encorvado sobre su bastón, se le
acercó para besarle la mano:
–Tú honras nuestra ciudad, maestro venerado. ¡Seas muy
bienvenido!
Hasan puso su mano sobre la cabeza del
viejo:
–Dios me ha guiado hasta vosotros.
¡Alabado sea!
–¡Alabado sea el Señor! – repitió la
multitud.
Había mujeres que llevaron copas con fruta, niños con vasos
llenos de bebidas, y el sonido de una flauta se elevó por los
aires. La puerta de la ciudad volvió a cerrarse y toda la población
siguió a la caravana hasta la entrada de la casa de un rico
ismaelita, que recibió al persa con respeto y
deferencia.
–Me llamo Kamaleddín, maestro bienamado. Esta es tu humilde
casa, que está a tu disposición y a la de las personas que te
acompañan.
El hombre, encorvado, esperaba a que Hasan le pidiese que se
incorporase.
–Te doy las gracias por tu hospitalidad. Eres un hombre bueno
y Dios te lo pagará.
Dos días con sus noches estuvo el hijo de al-Sabbah sin
aparecer ante nadie. Únicamente un criado acudía de tiempo en
tiempo a llevarle comida y bebida. Se había instalado a las mujeres
en el lado opuesto de la vivienda, la cual se encontraba en el
centro de la ciudad.
En el jardín hubo incontables idas y venidas. Los dignatarios
ismaelitas de Alepo querían ver al joven maestro; militares y
funcionarios municipales deseaban hablar con él y algunos persas
establecidos en Siria desde hacía generaciones expresarle su
bienvenida.
Finalmente, Hasan salió de su habitación. Vestido de blanco,
como era su costumbre, ceñido el talle por un ancho fajín, parecía
descansado. Con paso menudo se dirigió a la escalinata y en cuanto
apareció, flanqueado por su huésped, medio centenar de personas
presentes entre los árboles y bosquecillos lo saludaron con
devoción.
–¡Vive muchos años, maestro! ¡Que el Todopoderoso te proteja!
Quédate mucho tiempo con nosotros.
Hasan se sentó en uno de los escalones y pidió a sus fieles
que hicieran otro tanto en el jardín. Tenía frente a él a una
multitud abigarrada que no conocía y esperaba en silencio sus
palabras:
–¿Sois todos ismaelitas?
Todos afirmaron que lo eran.
–Y los militares que veo allí, ¿pertenecen igualmente a
nuestra fe?
Todo el mundo se volvió hacia cuatro soldados armados que
permanecían de pie.
–Acercaos, amigos míos, y hablad.
–Hemos abrazado tu fe desde tu llegada. Los cuatro estábamos
en las puertas de la ciudad cuando entraste.
Tus palabras, los gestos que hiciste entonces nos
convencieron de tu sinceridad. Pasamos toda la noche discutiendo
sobre lo que habíamos visto y oído y a la mañana siguiente fuimos a
hablar con un dai.
Hasan se levantó y los abrazó uno por uno.
–Bienvenidos con los nuestros.
Durante una hora estuvo hablando a aquella multitud que lo
escuchaba atenta.
–Recorred la ciudad y los campos.
Decid, allá donde vayáis, que habéis visto y oído a Hasan
Sabbah, gran maestre del ismaelismo, y repetid lo que acabo de
deciros. Traed a vuestros amigos, y a los amigos de vuestros
amigos, y a todo el que sea.
Cuantos más seamos, más fuertes seremos y aún mejor podremos
servir a nuestro Dios.
Había un hombre que no se había movido del
suelo.
–Y tú, ¿por qué te quedas sentado mientras los demás se
van?
La muchedumbre se había parado y escuchaba. Hasan lo
interpeló de nuevo:
–¿No hablas nuestra lengua? ¿Eres mudo?
–Venerado maestro, no me puedo mover solo. Soy cojo y sin la
ayuda de alguien no me puedo levantar.
–Si quieres seguirme algún día, debes levantarte tú solo.
¡Vamos, haz lo que te digo!
La gente había vuelto sobre sus pasos; entre ella, curiosos
que no conocían a Sabbah.
–No puedo, maestro… No puedo…
Dame tu mano, señor.
–Tú solo te levantarás. Entre los hombres que quieran
seguirme, no necesito cojos ni paralíticos. Te lo ordeno,
¡levántate!
El hombre se puso a gemir, a suplicar, a arrastrarse a los
pies de Hasan para que lo ayudase a levantarse, pero éste dio un
paso atrás.
–Tiende tu mano al Todopoderoso, sólo él puede
ayudarte.
El gran maestre se abrió paso entre la multitud y se dirigió
al exterior.
Había decidido darse una vuelta por la ciudad e ir a rezar al
templo. Una vez fuera, y para gran sorpresa suya, vio ante él un
hombre que se le dirigía a grandes voces y en medio de una gran
excitación:
–Maestro, puedo andar. Mira, puedo andar sin
bastón.
Unos cristianos que se hallaban allí cayeron de rodillas ante
Hasan:
–¡Milagro!… ¡El Señor ha resucitado!
–¡Jesús está de nuevo entre nosotros!
–¡Señor, perdónanos!
Hasan, desconcertado por un momento, abrió los brazos y
respondió:
–No soy Jesús… ¡Jesús está muerto!
–¡No, maestro, tú estás aquí, entre nosotros! – chilló una
mujer.
–Os digo que… soy Hasan Sabbah, gran maestre de los
ismaelitas, no soy cristiano.
Una semana más había de durar la estancia del joven persa en
casa de Kamaleddín, lo suficiente para verse con toda la comunidad
de Alepo, entrevistarse con los dais y dar instrucciones. Varias
decenas de hombres y algunas mujeres decidieron seguirle en su
larga peregrinación de vuelta a Irán. Antes, esperó a que la
princesa estuviese recuperada de las fatigas del naufragio para
pedirle audiencia.
La viuda de Nizar estaba sentada en un cenador rodeada de
tres mujeres.
Al llegar Hasan las mandó retirarse con un gesto de la mano y
rogó a éste que se sentara a su lado. Primero hubo un prolongado
silencio, al que le siguieron las palabras del joven, quien había
permanecido con la mano en el pecho ligeramente
inclinado:
–Princesa, ya veo que el reposo te ha sentado muy bien y que
te encuentras mejor.
–Sí, estoy mejor -dijo ella con una voz suave e insegura-. A
ti te lo debo, Hasan. Me salvaste la vida, a mí y a mis
compañeras.
El persa se atrevió a interesarse por el hijo que ella
llevaba en sus entrañas.
–El Todopoderoso, alabado sea, lo ha preservado y vive en
mí.
–He sabido que eras la esposa de mi amigo Nizar y su ausencia
me apena.
–Sé quién eres, Hasan Sabbah.
Mi marido me habló con frecuencia de ti. Sabía que no lo
abandonarías en los momentos difíciles. Pero no estará a mi lado
cuando nazca su hijo.
–Lo estará, princesa, te lo aseguro, como lo está ahora entre
nosotros mientras te hablo.
Asustada, la joven miró a derecha e
izquierda:
–Hasan, nada veo…
–Tampoco yo, pero siento su presencia. Yo, que soy el gran
maestre de los ismaelitas, lo considero como nuestro nuevo imam
oculto, el que ha de venir al final de los tiempos a abrirnos de
par en par las puertas de un mundo mejor. Nizar ha desaparecido,
ahora está al lado de Dios y nos será devuelto más
tarde.
La princesa lloraba a lágrima viva; la embargaba la emoción y
su rostro era de una palidez infinita.
–Dentro de dos días salgo para mi tierra natal. Antes volveré
a saber de ti. Creo que estarás muy bien en casa de Kamaleddín. Es
un hombre honrado que te mimará como a una hija.
–He decidido seguirte, Hasan Sabbah. Mi criada también lo
hará.
Nuestra vida está con los tuyos, en tierras de Persia. Quiero
que mi hijo nazca allí y sea educado con los tuyos, tal como Nizar
lo habría deseado.
Hasan, emocionado por aquellas palabras, no dejó traslucir
nada.
Fue en Mosul donde, meses más tarde, nació el hijo de Nizar,
al que Hasan dio el nombre de su padre. A los dais locales, el gran
maestre les dijo:
–He salvado a Nizar y a su hijo de una muerte segura, y sólo
yo sé dónde se encuentran. De vez en cuando nos vemos y recibo
instrucciones de él. El emir Bedr al-Yemali ha enviado a sus
hombres en su busca, pero nunca los hallarán. Dios los
protege.
El califa Mostansir lo ha permitido.
Es tan criminal como el visir del ejército. Nuestra religión
ha sido mancillada por unas manos manchadas de
sangre.
Los dignatarios ismaelitas escucharon el relato que les hizo
Hasan de las conjuras que había habido en Egipto y de la matanza de
los leales de Nizar. Entonces, el más anciano de los dais pidió la
palabra:
–Gran maestre, creemos todo lo que acabas de contarnos y nos
entristecen las actuaciones del califa, que es víctima de la
locura. No es digno de seguir ostentando en su país la fuente de
nuestra fe y el culto de nuestra religión. Nosotros consideramos
que, gracias a ti, ha nacido el nuevo ismaelismo. Su sede se
establecerá donde termines tu viaje. Por el momento, allí donde tú
estés, allí estará ella.
¡Tal es nuestra voluntad y que así sea!
–¡Alabado seas, Hasan Sabbah! A ti te reconocemos en lo
sucesivo como nuestro guía y nuestra fuente de inspiración
-repitieron a coro los dais.
En aquel final del año 1080, el hijo de Sabbah, al frente de
doscientos hombres y mujeres decididos y enfervorizados, reanudó su
marcha hacia Oriente, en una nueva etapa errante.
Al entrar en Bagdad todos eran conscientes de que otra vez se
hallaban bajo la administración del sultán de Ispahán y de su gran
visir Nezam-ol-Molk. Hasan no ignoraba que, aunque muerto
oficialmente en la plaza pública de Ghom, sería buscado de nuevo
por los hombres de Malek Shah y del primero de sus
visires.
Pero su misión le obligaba a volver a
Persia.
Con excepción de la criada, nadie, en la larga caravana de
émulos que los seguían a través de la nieve y el frío por los
montes del Kurdistán, sabía que la frágil muchacha que llevaba
consigo un recién nacido era la viuda del príncipe Nizar. Todos
desconocían que aquel niño de pecho envuelto en cálidos pañales y
que respondía al nombre de Nizar era realmente el hijo de un mártir
al que todos veneraban y del que Hasan se había declarado defensor.
Nadie debía saberlo.
El viaje se realizó en condiciones muy penosas y varios
compañeros de edad provecta murieron. Pero según avanzaban, Hasan
tuvo que rendirse a la evidencia: el grupo crecía y eran muchos los
fieles que preferían dejar la soledad de una aldea perdida o de un
aprisco por un viaje lleno de promesas y
esperanza.
Pasados los montes nevados, el hijo de Sabbah redobló las
precauciones.
Allí, de nuevo se hablaba persa y las guarniciones militares
estaban enteramente a las órdenes del sultán y sus
oficiales.
Hasan evitó en lo que pudo incorporarse a caravanas de
mercaderes, mucho más vigiladas por las autoridades que los grupos
de peregrinos, generalmente pobres y piojosos, imposibles de
esquilmar.
También se abstenía de hacer alto en poblaciones y centros
importantes; prefería los pueblos aislados o los linderos de un
bosque, lejos de rutas muy frecuentadas.
Y así fue cómo, tras más de cien días de marcha, el gran
maestre entró de nuevo en la ciudad de Ispahán, de la que huyera
cuatro años antes con los ejércitos de Malek Shah y el gran visir
pisándole los talones. Por supuesto que hizo una entrada discreta,
sin discursos ni provocaciones.
La primera noche la pasó en el centro ismaelita en compañía
de la viuda de Nizar y su hijo. Toda la comunidad acabó por creer
que eran marido y mujer, y el hijo de Sabbah no los sacó de su
error en ningún momento. Los viajeros fueron alojados en las casas
de seguidores entusiastas y Hasan supo, para su gran sorpresa, que
la ciudad contaba con más de cinco mil discípulos.
El rumor del regreso de Hasan a la capital real se extendió
muy rápidamente y saltando de calle en calle y de tienda en tienda,
llegó a Palacio, donde Nezam-ol-Molk seguía gozando de considerable
influencia. El visir no se atrevió a informar al sultán, pues temía
su reacción. Se decidió por hablar con Omar Jayyam, la persona que,
sin duda, más había conocido al antiguo bibliotecario
regio.
–Estaba seguro de que volvería un día, no podía ser de otro
modo -dijo el poeta. Cuando supe que os habíais equivocado de
individuo y habíais hecho ejecutar a otro en su lugar, supe que
Hasan regresaría. Confieso que creía que lo haría más tarde, al
cabo de una decena de años, cuando todo estuviera olvidado, pero
está muy en su carácter. Es un temerario…
–Es un loco, un exaltado. Un ser nefasto y
peligroso.
Jayyam, conocido más bien por su pusilanimidad y carácter
obsequioso, siempre dispuesto a adular y a no irritar a sus
interlocutores, replicó:
–¿Cómo habrías reaccionado tú si hubieras sido, como él,
víctima de un complot, si te hubieran robado tu trabajo y si te
hubieran ridiculizado?
¿Te habrías quedado tan tranquilo?
–Pero… ¿qué quieres decir… qué complot?
El poeta sonrió y le dio una chupada a su
narguile:
–No seamos hipócritas. Sabes muy bien a lo que me refiero.
Él, Hasan, no ha olvidado ni olvidará jamás. Sólo que para él la
hora de la venganza no ha sonado todavía.
El ministro se rascó la barbilla:
–Ya que tú lo conoces tan bien, ¿qué me aconsejas que haga?
¡No tengo ganas de convertirme en el hazmerreír de la
ciudad!
–De momento, de hacer, nada. Si te provoca, replicas.
Suficientes agentes tienes que lo vigilen. Escucha, estate atento,
aguza el oído.
Quizá se limita a pasar y se dirige a otra parte. Quizá trama
algo. No sé.
Tómate un tiempo antes de actuar. Ya has hecho el ridículo
una vez, ¡dos sería lamentable!
Nezam-ol-Molk estaba furioso, pues no le gustaba nada que le
hablasen en semejante tono, pero como sabía que Omar tenía razón,
se marchó sin replicar nada.
Durante un mes, a pesar de las decenas de espías, confidentes
y esbirros infiltrados por todos los rincones de Ispahán, el gran
visir no consiguió ninguna información especial acerca de su
antiguo condiscípulo.
Hasan vivía en medio de su comunidad y se pasaba el tiempo
rezando y enseñando las escrituras. Los ismaelitas le habían
dispensado una calurosa pero discreta acogida, sin excesos ni nada
que amenazase el orden público.
Aquella calma aparente irritaba al primero de los ministros.
Pese a todas las trampas y celadas tendidas, ni Hasan ni sus
compañeros se hacían notar. Nezam-ol-Molk acabó, al fin, por
encontrar el pretexto que buscaba:
Informes confidenciales remitidos por los gobernadores de
Damasco y Bagdad le comunicaron que el joven había huido de Egipto
tras haberse afiliado a la secta de los bathinianos, que había
conspirado contra el califa y atentado contra su vida, y que, desde
hacía meses, a la manera de un mago o profeta, iba de ciudad en
ciudad predicando la buena doctrina, convirtiendo por millares a
los árabes a la fe ismaelita, una vez que se hubo autoproclamado
gran maestre con el propósito de continuar su obra en
Persia.
Demasiado. Tras informar a Malek Shah, hizo que se propagara
por las plazas y el bazar de la ciudad que se había puesto precio a
la cabeza de Hasan. Emisarios enviados por el visir recorrían
Ispahán el día entero, yendo de casa en casa, entrando en las
tiendas y deambulando por los mercados con objeto de anunciar la
suma prometida a todo el que suministrase alguna información acerca
del gran maestre de los ismaelitas y amenazando con el castigo a
los que se sorprendiera dándole cobijo o alimento.
Inmediatamente se rodearon e invadieron todos los centros
religiosos o científicos de la comunidad así como la biblioteca y
las casas de los principales discípulos del joven guía. Se
encarceló a hombres, que fueron apaleados y puestos luego en
libertad.
Hasan, que había previsto la reacción de Nezam-ol-Molk, le
tomó la delantera escondiéndose durante una semana en unos baños
públicos con tres de sus hombres de mayor confianza. El lugar era
propiedad de un comerciante a quien el hijo de Sabbah le había
hecho algún favor en otra época. A cambio de unas cuantas monedas
de oro cobijó al fugitivo y sus acompañantes.
Después, una noche, disfrazados de mendigos, los cuatro
ismaelitas abandonaron el hamman y se dirigieron a la casa de
Abolfazl.
Llamaron a la puerta trasera.
Abolfazl, que padecía una congestión, no reconoció en un
primer momento bajo los rasgos de aquel vagabundo sucio e hirsuto
al viejo amigo que había huido de Ispahán. Pronto, con gesto torpe,
abrió lentamente los brazos y lo estrechó contra su pecho. Por sus
arrugadas mejillas corrieron las lágrimas.
El hijo mayor de Abolfazl puso a Hasan al corriente de las
detenciones, torturas y encarcelamientos sufridos por su padre
después de su partida.
–Apenas si habla; alguna que otra vez pronuncia tu nombre. Le
hemos contado tu nombramiento como gran maestre de la orden y tu
llegada a la ciudad. No ha podido ir a verte, pero esperaba tu
venida. Estos últimos días los soldados del sultán han estado aquí
varias veces… Lo han revuelto todo, atropellado a mi familia,
destrozado lámparas y jarros, amenazado a gritos. A otros amigos
nuestros también los han maltratado y humillado. Como no
encontraron nada se fueron furiosos y excitadísimos. Su jefe nos
amenazó antes de marcharse: “Volveremos. Nos consta que ese
criminal procurará verte, así que mis hombres estarán delante de tu
puerta para cogerlo como la fruta podrida que es”.
–Me impresiona ver el estado de tu padre. No temas, nadie nos
ha visto y no nos quedaremos…
–Pero esta es tu casa, maestro.
Mi padre se sentiría humillado si te marchases
ya.
–Mi presencia y la de mis compañeros son un peligro para tu
familia.
En cualquier momento pueden hacer irrupción los agentes del
gran visir y una gran desgracia caería sobre
vosotros.
–Quédate al menos esta noche. Mañana decidiremos. A mi padre
lo hará muy feliz. Quizá sea ésta la última vez que os veis. Sin
duda tendréis que contaros muchas cosas después de tanto
tiempo.
Hasan y Abolfazl se pasaron toda la noche charlando. Por la
mañana, cuando el hijo entró en la habitación del padre, encontró a
los dos hombres dormidos sobre los cojines, agotados por la larga
vela, y los dejó descansar.
Hasta la tarde no aparecieron los dos amigos en el jardín.
Hasan llevó en brazos a Abolfazl hasta dejarlo instalado bajo un
árbol. En la calle vigilaban unos cuantos hombres para avisar al
menor peligro y permitir que se eclipsaran el gran maestre y sus
tres discípulos.
Al llegar la noche, Hasan desapareció. Antes, abrazó con
particular energía a su viejo amigo y éste trató torpemente de
besarle las manos.
El hijo del paralítico intervino:
–Vais a ir los cuatro a casa de nuestro amigo Abú Táher, el
carpintero. Uno de mis hombres os guiará y os facilitará la salida
de la ciudad.
¡Que Dios mire por vosotros! ¡Id en paz!
Hasan no volvió a ver a Abolfazl, que murió semanas más
tarde. Los ismaelitas abandonaron Ispahán con la mayor cautela y
prosiguieron su largo viaje hacia el este. Bordearon la montaña de
los Leones, descansaron algún tiempo en su comunidad de Yazd y a
continuación se trasladaron a Kermán, donde llegaron a los seis
meses de haber salido de la capital real.
Durante un año el gran maestre y sus compañeros recorrieron
la región hasta los confines del golfo Pérsico y hasta más allá de
Zahedán, no lejos de la frontera india. Hasan continuó predicando y
convirtiendo sin descanso, al mismo tiempo que sólo conservaba en
su torno a los más robustos y más convencidos de sus fieles. Las
mujeres y los niños estaban extenuados por aquellas marchas
agotadoras, aquellos constantes cambios de ciudad y de provincia;
muchos ancianos y enfermos insistían para que Hasan y sus
discípulos pasasen el invierno a cubierto y en calma. Y así se
hizo.
La esposa de Nizar y su niño lo habían seguido dócilmente,
mezclados con los otros miembros de la hermandad. Ella compartía
tienda con su criada y Hasan rara vez la veía. Éste se preguntaba
dónde podrían encontrarse Maryam y sus hijos. ¿Habrían podido salir
de El Cairo? Bedr al-Yamali ¿la habría dejado marchar? En tal caso,
estaba seguro de volver a reunirse algún día con ella en Rey, en
compañía de su madre, si ésta seguía con vida, o de sus hermanos.
El gran maestre no sentía ninguna necesidad de relación física con
mujer ni había compartido el lecho con ninguna desde su huida de
Egipto. Sus energías las gastaba con los suyos, construyendo
pequeños alojamientos en materiales sólidos para sus compañeros,
excavando canalizaciones para irrigar los campos, plantando su
hierba milagrosa, algunas de cuyas semillas había llevado
consigo.
La comunidad ismaelita de Kermán, Zahedán, Zabol y puertos
del golfo Pérsico era rica y poderosa.
Las bibliotecas, los centros culturales y los lugares de
oración, si bien no tenían la categoría de los de El Cairo, Bagdad
o Ispahán, eran numerosos en estos sitios, y los adeptos, sinceros
y entusiastas. El año que Hasan pasó en la región estuvo
esencialmente dedicado a formar sus primeros grupos de soldados,
listos para el combate y para el sacrificio supremo. Reunidos en
secciones de seis a ocho elementos, escogió hombres jóvenes y
vigorosos, que ponía bajo la autoridad de sus mejores ayudantes a
fin de que aprendiesen el manejo de las armas, la lucha cuerpo a
cuerpo, la natación, el trepar por una cuerda, el saltar de una
roca a otra, el sobrevivir eventualmente en el desierto sin
alimentos sólidos ni líquidos durante una semana. Sólo los más
resistentes tuvieron el privilegio de formar parte del centenar de
individuos que se convertirían en la punta de lanza de los primeros
comandos instituidos por Hasan. Fueron muchos los candidatos y
pocos los elegidos, pues el gran maestre estaba absolutamente
decidido a que los hombres de que dispusiese no solamente fueran
los más disciplinados y fieles, sino también los más decididos a la
hora de ir hasta el final de sus futuras misiones, con frecuencia
arriesgando la vida.
Entre sus mejores elementos y primeros tenientes, contaba con
tres personajes entregados a él en cuerpo y alma: Abú Alí,
originario de Baluchistán, antiguo esclavo; Hossein Kaini, hijo de
un rico comerciante de Kermán, y Hamdán, tendero de
Tus.
Hubieron de abandonar bienes y familia con objeto de unirse
al gran maestre con el único fin de servir a la causa y propagar la
fe por el procedimiento que fuese.
En un año, una legión de hombres entusiastas, a ratos monjes,
a ratos soldados, cuyas jornadas comenzaban por rezos y terminaban
con el recitado entre dientes de fórmulas mágicas alrededor del
fuego, estuvo lista para reemprender la marcha a la primera
indicación del jefe. Hasan había recolectado sus primeras plantas
de hachís y, al abrigo de miradas indiscretas, hecho sus primeros
preparados, tal y como había visto en la casa del Viejo Cairo. A
Abú Alí le pidió una tarde que se tomase una tibia infusión, a
Hossein Kaini le suministró unas píldoras y a Hamdán le exigió que
inhalase unas vaporizaciones. Los efectos fueron inmediatos a pesar
de que las dosis, bajo una u otra forma, habían sido pequeñas. Los
tres hombres tardaron dos horas en recuperarse de su experiencia y
de ella no recordaron mas que un instante de bienestar acompañado
de una gran paz interior y de unas imágenes furtivas que los habían
colmado de felicidad. No hicieron ninguna pregunta a su jefe y éste
consideró llegado el momento de reanudar la marcha. Había sabido,
gracias a informaciones de los viajeros, que Nezam-ol-Molk,
asediado por infinitas preocupaciones relacionadas con la gestión y
administración del Estado, había acabado por olvidarlo y había
levantado las sanciones que pesaban sobre él. Incluso llegó a
enviarle un hombre con la misión de informarle de su deseo de verlo
si sus pasos lo conducían hasta Ispahán. Hasan desconfiaba de este
género de invitaciones que venían de su antiguo condiscípulo, al
que consideraba retorcido, perverso y capaz de cualquier
villanía.
A finales del invierno de 1083 una larga travesía desde el
este del país hasta el oeste había llevado al hijo de Sabbah y sus
adeptos a los barrios exteriores de la capital. El viaje se había
efectuado sin obstáculos y, una vez más, evitaron unirse a ninguna
caravana. Disfrazados de pobres peregrinos, no interesaban a nadie.
Iban, sin embargo, armados y transportaban oro y plata recolectados
entre los fieles del sureste de Persia.
El gran maestre repartió a los suyos en tres grupos con
objeto de que no despertaran la atención de los soldados que
vigilaban las entradas de la ciudad y les pidió que lo esperasen
tres días y tres noches. A continuación volvió a casa de Abú Táher,
adonde convocó, uno tras otro, a los dais más importantes de la
ciudad.
Quería conocer hasta en el menor detalle la distribución de
los ismaelitas sobre el conjunto del territorio persa, los nombres
de los más influyentes, las fuentes de sus ingresos, su situación
familiar. Y por encima de todo, obtener la lista de todos los
recaudadores de fondos de la secta, sus lugares de encuentro, la
implantación del ejército del Sultán en las zonas de fuerte
densidad ismaelita.
En la tarde del tercer día, reunió a sus adeptos y
conferenció con sus tres lugartenientes. No cabía duda de que la
más alta concentración de fieles se encontraba en las montañas del
norte del país, pero que también los había en el Juzestán, al sur,
en el Farsistán, en torno a Shiraz y en los confines del puerto de
Buchir. Él se sentía en la obligación de trasladarse allí y ordenó
a Hossein Kaini que lo acompañase. Los otros dos grupos, mandados
por Abú Alí y Hamdán, debían dirigirse hacia el norte, uno pasando
al oeste de Ghom, y el otro al este, antes de instalarse en
Damghán, en la ruta que unía Rey con Nichapur y en donde se hallaba
la mayor concentración de ismaelitas de todo el
país.
–En todos los poblados por donde paséis, en todas las
ciudades en que os detengáis a descansar, hablad en mi nombre y
pedid a los más jóvenes, a los más vigorosos y a los más fervientes
que se unan a nosotros. Decidles que estaré con ellos dentro de un
año, o tal vez más, para lo que será nuestra marcha
triunfal.
Y Hasan se dirigió hacia el sur, habló, predicó, rezó,
reclutó y cuando su misión estuvo terminada, subió hacia el norte,
donde las multitudes lo recibieron entre ovaciones y muchos le
siguieron. Su periplo duró treinta meses, pero siguió en contacto
con Abú Alí y Hamdán, al que envió regularmente
emisarios.
Fue finalmente en vísperas del invierno de 1085 cuando pudo
reunirse con sus fieles. Éstos habían levantado una pequeña ciudad
en las inmediaciones de Damghán, donde tuvo la sorpresa de
encontrar a Maryam y a sus hijos. Mohamad y Hossein habían crecido
y cuando vieron a su padre, del cual se habían separado cinco años
atrás, le dijeron:
–Padre, nosotros también queremos ser
soldados.
Hasan les sonrió, no les contestó nada y pasó horas
interminables hablando con los dais de la ciudad, los comerciantes
más ricos, los depositarios del oro y la plata de la ciudad y con
determinados jefes militares que acababan de convertirse a la fe
ismaelita.
–Nos quedaremos aquí cierto tiempo. No es posible pasar el
invierno en otra parte. Los caminos están bloqueados por la nieve y
más al norte el frío es intenso.
Al llegar la primavera había trazado un plano detallado de
todos los castillos y plazas fuertes de los montes Alborz, cadena
que se extendía a lo largo de más de trescientos kilómetros, pues
se sentía atraído por unas montañas que pasaban por infranqueables
e inaccesibles incluso para los ejércitos más
experimentados.
Varias veces discutió con el jeque Abdel Malik Attach,
superior de las misiones ismaelitas en Irak, que lo había nombrado
su suplente tras su primera huida de Ispahán, y enviado a
Egipto.
–No cabe la menor duda de que debemos instalarnos
definitivamente entre Ghazvín, Rudbar, Damavand y
Gorgán.
El jeque propuso que se quedaran en Damghán. El castillo
estaba bien situado, sobre una elevación, y, resguardado por la
montaña, permitía ver el desierto en toda su extensión en caso de
peligro.
–Si yo he podido llegar tan fácilmente a este castillo,
otros, más numerosos y mejor armados, también podrán hacerlo. Lo
que yo quiero es una fortaleza en lo más alto de la montaña,
inexpugnable e inviolable. Quiero que los míos vivan en
paz.
Attach, que jamás había oído hablar de semejante sitio,
pensaba que su construcción exigiría años.
–Ese lugar sublime existe. Lo he visto en sueños. Incluso más
de una vez. Desde hace mucho tiempo, un hombre viejísimo vive en él
y su muerte está próxima. Está por allí, más allá de las
montañas.
Y Hasan señaló hacia poniente, en tanto que el sol
desaparecía detrás de las cimas nevadas.
El jeque se retiró, pues sabía que no había que contrariar al
gran maestre. Pero en su fuero interno pensó que el hijo de Sabbah
había perdido el juicio.
El águila negra lanzó un último graznido en la noche
violácea. Luego, se hizo el silencio y la naturaleza se sumió en un
sueño. Hasan Sabbah dio gracias al Todopoderoso por sus obras y
cerró su Corán.
Hasan y sus seguidores acababan de pasar un año en la región
de Damghán.
Había recorrido sin descanso la inmensa cadena del Alborz, de
este a oeste, en busca del castillo de sus sueños. Unas veces con
Abú Alí, otras con Hossein Kaini, escalaba las áridas cimas o se
aventuraba por los senderos que frecuentaban la cabra montés y el
musmón con riesgo de su vida a cada paso, hasta tal punto eran su
determinación y su voluntad por hallar aquella fortaleza que le
perseguía en sueños.
Sus lugartenientes llegaron a pensar que desvariaba. El gran
maestre estaba fascinado por aquellos altos muros que parecían
esperarlo en alguna parte, pero que no encontraba.
A veces, durante noches enteras, marchaba hasta las mismas
puertas del desierto y, de rodillas, rezaba horas y horas,
implorando ayuda al Todopoderoso.
Una mañana de mayo de 1087 le dijo a Hossein
Kaini:
–Te voy a encomendar una misión y no vuelvas hasta que la
hayas terminado. Ve con una decena de hombres hacia poniente,
recorre todas las montañas que hay en los alrededores de Ghazvín,
Rudbar y Damavand. Visita los castillos, habla con la gente, haz
preguntas y escucha las contestaciones. A tu regreso te quiero aquí
con un informe detallado.
A Abú Alí le dijo igualmente:
–De Sari a Gorgán, inspecciona el más mínimo paraje, sube a
las cimas, infórmate. A ti también te quiero aquí antes del
invierno. Ve en paz.
Y los dos hombres se pusieron en camino. Durante seis meses
el hijo de Sabbah predicó, convirtió, enseñó.
Maryam le había dado una hija, pero no le prestó la más
mínima atención.
Damghán se había convertido en una bonita ciudad llena de
casas edificadas con materiales sólidos, rodeada de campos hasta
perderse de vista, con agua en abundancia y un derroche de rebaños.
La población era mayoritariamente ismaelita, pero no existía ningún
conflicto de creencias o de cultos con los seguidores de Zoroastro,
los armenios, los judíos y los musulmanes, en su mayor parte
tenderos, mercaderes ambulantes o agricultores. De tiempo en
tiempo, una columna militar cruzaba la ciudad y montaba su
campamento extramuros. Una vez avituallada, volvía a emprender la
marcha.
Un día un oficial preguntó por Hasan Sabbah.
–¿Lo conocéis? ¿Lo habéis visto?
Corrieron a informar al gran maestro. Éste, confundido entre
la multitud, le preguntó:
–¿Querías algo de él? Yo lo conozco mucho. Se ha ido de caza
a la montaña y no volverá en mucho tiempo.
¿Puedo darle algún recado?
El oficial vaciló un momento:
–Vengo del este, de Tus, en los confines del imperio. Allí he
visto al gran Omar Jayyam, que reside y estudia en esa ciudad desde
hace un año y que me ha encargado, si al azar de mis
desplazamientos por el norte del país me encontraba con su amigo
Hasan Sabbah, saludarlo en su nombre y transmitirle un mensaje de
paz.
Hasan se quedó un momento desconcertado:
–Yo creía que el gran Omar vivía en la corte del sultán de
Ispahán, ¿no es así?
–Hace tres años que vivía allí, pero realizó un gran viaje
hacia el norte. A lo que sé, estuvo en Eshgh-Abad, Bujara y
Samarcanda, dedicado a la enseñanza y llevando a cabo magníficas
obras de arquitectura.
Particularmente en Tus hizo construir una preciosa mezquita
azul según planos propios.
–¿Y tiene intención de volver a la capital?
–No estoy en los secretos del poeta, pero me consta que se
propone ir la próxima primavera a Nichapur, donde estudió en su
juventud.
El gran maestre se quedó pensativo.
¿Qué creer? ¿Se trataba de una trampa para hacerlo salir de
su escondite o era, simplemente, la verdad?
–Muchas gracias, oficial. Ya se lo diré a Sabbah en cuanto
regrese.
Se pondrá sin duda muy contento con las noticias de su amigo.
¡Que la paz sea contigo!
Durante mucho tiempo le inquietó a Hasan saber que su antiguo
condiscípulo estaba tan cerca. ¿Debía hacerle llegar un mensaje,
decirle dónde se hallaba, tratar de verlo, convencerlo de que se
uniese a él?
La vuelta de sus dos lugartenientes lo devolvió a la
realidad. Hossein Kaini hubo de confesar que no había encontrado
castillo alguno digno de su jefe que estuviese situado en una
altura y dominando todo el horizonte.
Por el contrario, Abú Alí estaba convencido de haber
descubierto el lugar que el hijo de Sabbah
buscaba.
–Oh, Hasan, Dios me ha puesto en el buen camino y, en su
infinita misericordia, me ha permitido hallar la fortaleza que
asalta tus sueños desde hace tantos años. Estoy en disposición de
llevarte a ella inmediatamente si tú me lo
ordenas.
En un primer momento Hasan se sintió tentado de trasladarse a
aquel sitio sin más dilación. Comoquiera que fuese, tuvo que
rendirse a la evidencia de que ya las primeras nieves habían hecho
acto de presencia y de que sería largo el camino hasta Yenaché, en
el extremo oriental de la cordillera de Alborz, en la ruta que
conducía a las grandes estepas del Asia Central.
–De todas las fortalezas que me ha sido dado ver, ésta es sin
duda la más bella, la más sólida y la más digna de ti. La habitan
pocos ismaelitas, pero aquellos con los que he podido hablar y me
han dado hospitalidad se sentirían orgullosos acogiéndote y
alojándote en su ciudad. Un dai extremadamente anciano vive en ella
y querría verte antes de morir.
Hasan consideró más prudente esperar el buen tiempo y, en el
transcurso de los meses de invierno, no dejó de preguntar a Abú Alí
acerca de la arquitectura de la fortaleza, la disposición de las
torres, la altura de los muros, las vías de acceso. A medida que su
lugarteniente le iba dando explicaciones, menos adecuado le parecía
el lugar que buscaba desde su salida de Egipto.
En los primeros días de abril de 1088, Hasan, al frente de
una treintena de sus fieles, emprendió el camino del norte. Por
primera vez desde que había empezado a predicar hubo de enfrentarse
con poblaciones hostiles que le cerraban las puertas y le arrojaban
piedras. Llegó incluso a ser herido junto con tres de sus
hombres.
Le tendieron emboscadas, le escupieron en la cara, pero nada
consiguió impedir que el hijo de Sabbah entrase en Yenaché un mes
más tarde. La ciudad le desagradó inmediatamente y el castillo no
se parecía en nada al que se había forjado en su
imaginación.
La casi totalidad de la población era de origen turco y se
diría que estaba atemorizada. La gente con la que se cruzaba era
desconfiada y no deseaba que se instalase allí. En el castillo lo
recibieron cortésmente pero pronto comprendió que el edificio no le
iba a convenir. La fortaleza estaba rodeada de elevadas cumbres y
no resistiría un cerco en regla. Comoquiera que fuese, Hasan se
sintió intrigado por la vivacidad y la belleza de un muchacho de
dieciocho años que respondía al nombre de Kia Buzurg Humid y que
deseaba seguirle. El adolescente era alto, delgado, de ojos claros
y tez pálida.
Saltaba a la vista que se aburría en el castillo y que
parecían atraerle las aventuras y el ancho mundo. Hasan lo llevó
consigo a Damghán.
–Te estoy muy agradecido, maestro, por haberme tomado a tu
servicio y no te daré motivos de queja. El esfuerzo no me da
miedo.
Hasan sonrió, lo que hacía rara vez.
–Efectivamente, espero mucho de ti. Por eso te he traído
conmigo.
Aquí todo el mundo trabaja, tanto los pequeños como los
mayores. Tú me pareces de una salud excelente y Dios te ha dotado
de un cuerpo robusto y armonioso.
El joven parecía fascinado por Hasan. Había dejado a los
suyos sin manifestaciones de pena y había tirado al primer barranco
su ropa para vestirse con los hábitos de la orden sin hacer la más
mínima pregunta una vez que el gran maestre lo hubo convertido a la
fe.
Sabbah estaba totalmente decidido a salir de Damghán lo antes
posible con la intención de atravesar el Alborz de este a oeste. Lo
que sus dos lugartenientes no habían conseguido hacer, él lo haría:
hallar el emplazamiento inexpugnable e inviolable en donde
instalarse con sus seguidores, desde el cual predicar y poder
educar a su manera al hijo de Nizar, el imam oculto. De momento, el
niño crecía al lado de sus propios hijos. Maryam, tan poco
habladora como de costumbre y que agachaba la cabeza en presencia
de su esposo, consideraba una hermana a la viuda del príncipe, no
se separaba nunca de ella y le evitaba las tareas más penosas. ¿Tal
vez pensaba que la egipcia era una concubina de Hasan y el pequeño
príncipe su tercer hijo?
Nadie lo supo jamás.
El hijo de Sabbah había emprendido una larga marcha hacia
poniente asistido por Abú Alí y Buzurg Humid tras dejar a la
comunidad al mando de Hamdán, Hossein Kaini y Mozaffar Mostawafi,
el gobernador de Damghán convertido al ismaelismo y que tenía un
ejército a su disposición en caso de necesidad.
A marchas forzadas, durmiendo poco, el gran maestre y su
treintena de seguidores bordearon el mar Caspio y se adentraron por
la montaña a la altura de Rudbar. Los campesinos del lugar les
informaron de que habían oído hablar de un castillo inexpugnable
llamado el Nido del Águila y en donde vivía un anciano, duro y
desconfiado, a quien nadie había visto jamás. Pero en caso de
existir la tal fortaleza, no había quien fuera capaz de decir con
precisión dónde se hallaba.
Dos torrentes bajaban desde las altas montañas hacia el mar y
Hasan remontó su curso hasta el nacimiento de los mismos,
registrando cada cima, inspeccionando cada cresta rocosa y enviando
emisarios detrás de cada pico o punto culminante que se recortaba
en el cielo. Habían caído las primeras nieves y los hombres
avanzaban mucho más despacio. Buzurg Humid se mostró lleno de ánimo
y decisión; a Hasan le impresionaron sus cualidades físicas y
morales. No retrocedía ante ninguna empresa, jamás hacía preguntas
y cumplía todo lo que se esperaba de él.
Una tarde en que el hijo de Sabbah se entregaba a sus
oraciones aislado del grupo, el murmullo de un riachuelo vino a
interrumpirle en sus meditaciones. Se acercó al lugar de donde
procedía aquel ruido y aunque la luz iba declinando, pudo ver que
el agua brotaba con fuerza de un enorme peñasco.
Alzó la cabeza y no vio otra cosa que una piedra gris y lisa
que parecía bajar del cielo. Comoquiera que fuese, aquel manantial
le intrigó: la intensidad con que el agua salía significaba que
tenía que haber, bien en la roca, bien en su cúspide, algo así como
un lago o al menos un embalse capaz de hacer brotar el agua con
semejante presión.
Sus ojos no pudieron distinguir nada pero se propuso
dilucidar aquel misterio a la mañana siguiente. Cuando se despertó,
horas más tarde, un soberbio espectáculo se ofreció a su mirada: el
cielo era de una pureza excepcional, la hierba del suelo aparecía
cubierta por una delgada capa de nieve, y el manantial, que había
murmurado durante toda la noche, guardaba silencio. Una placa
blanca lo tapaba a modo de cristalino caparazón que quisiese
protegerlo del frío reinante.
Hasan alzó la vista. La tarde anterior no se había dado
cuenta del esplendor del paraje. Rodeándole completamente,
interminables paredes, rocosas e inaccesibles, lo cercaban,
separadas entre sí por pequeños pasadizos que un caballo
atravesaría con dificultad.
Buzurg se le había acercado sigilosamente:
–Qué hermosura, maestro… En mi vida había visto un sitio
parecido.
–¡Alabado sea el Señor! Es infinitamente bello y fascinante.
Me hace sentir algo de muy especial y que ya experimenté hace
muchos años en el sur del país, entre Naín y Yazd.
–Yazd, ¿dónde es, maestro? Cuéntame.
Hasan puso delicadamente su mano en el hombro del
joven.
–Un día te lo diré, en el momento oportuno. No seas
impaciente.
–¿Es aquí, maestro, el castillo que andas
buscando?
–Puede ser… no sé… Es posible.
Hasan seguía mirando hacia arriba.
De repente, un grito rasgó el silencio de aquella inmensidad
glacial y un águila se abalanzó sobre ellos. Apenas si les dio
tiempo de ponerse a salvo. El ave rapaz apresó con sus garras un
gamo que ninguno de los dos había visto. El enorme pájaro negro se
elevó majestuosamente para ir a desaparecer detrás de los picos
rocosos.
–¡Es aquí! Siento que es aquí.
¿Pero dónde?
Todos los ismaelitas se lanzaron a la búsqueda. Cada peña,
cada piedra, cada orificio de la muralla fue inspeccionado
minuciosamente. Las horas transcurrían y a la euforia le iba
sucediendo poco a poco el desánimo.
Hasan no cesaba de exhortarlos a que
perseverasen.
–No hay la menor duda, es en alguna parte de aquí. Veo el
manantial en mis sueños. Y también he visto el águila así como la
disposición de las murallas. Tenemos que dar con ello antes de que
caiga la noche.
Al final, una grieta en la roca intrigó al joven turco. Se
necesitaba tener una vista muy avezada para distinguir que ciertas
fisuras en el granito no eran naturales y sí demasiado rectilíneas
como para no haber sido trazadas por un arquitecto
genial.
–¡Maestro! ¡Ven a ver! Creo que he descubierto
algo.
Hasan se acercó al joven y deslizó el índice derecho a lo
largo de la hendidura. Ésta dibujaba algo así como un rectángulo de
dos metros de alto por uno y medio de ancho. Ninguna herramienta
creada por Dios sería capaz de levantar aquella mole
inmensa.
Durante tres días con sus noches, interrumpidos por breves
intervalos de descanso y oración, la treintena de ismaelitas atacó
la roca. Hasan estaba convencido de que aquella puerta dibujada en
la muralla por la mano del hombre estaba bloqueada por dentro y de
que, una vez desplazada, daría paso a un túnel que debía de
atravesar la montaña.
Al término del tercer día, agotados por un esfuerzo incesante
y la falta de sueño, los ismaelitas se durmieron sin ni siquiera
haber comido. Estaban rendidos y sin aliento. Acurrucados unos
contra otros, luchando contra el frío, se habían instalado bajo un
ramaje, al abrigo de las miradas indiscretas y del ataque eventual
de las fieras.
La luna brillaba intensamente cuando Hasan oyó ruido de
voces. Sus fieles no se habían movido ni nadie había abandonado su
yacija. Se incorporó con precaución y vio a medio centenar de pasos
a tres hombres que hablaban en voz baja. Uno de los personajes
encendió una fogata y los tres se calentaron a su lumbre. Se habían
sentado a la árabe delante de la pared de piedra que parecían mirar
con insistencia.
Despuntaba el día cuando se produjo el milagro: la pesada
puerta gris y lisa giró sobre sí misma y dejó ver a dos individuos
más, guardianes sin género de dudas, que llevaban sendos venablos
en la mano y vestían túnicas al parecer verdes. Sin hacer ruido,
Hasan despertó a Buzurg Humid y le explicó la situación en pocas
palabras.
–Toma contigo a dos hombres, adelántate hasta esas personas e
inventa cualquier pretexto para penetrar en la montaña. Di que sois
peregrinos, mercaderes que habéis sido asaltados, lo que se te
ocurra, pero adéntrate con ellos en la montaña. Yo me quedaré aquí
con los demás y esperaré a que salgas todo el tiempo que haga
falta.
–Lo haré lo mejor que sepa, maestro. ¡Que Dios te
guarde!
Buzurg escogió a dos hombres, y los tres juntos avanzaron
hasta los guardias, que charlaban con los visitantes. Hubo un
momento de sorpresa seguido de un apuntar de las lanzas hacia los
tres ismaelitas. Hasan estaba ansioso. Finalmente bajaron las
armas. Todavía se produjo una discusión acompañada de animada
gesticulación hasta que todos desaparecieron detrás de la pared y
la puerta de piedra se volvió a cerrar lentamente.
Tras dejar algunos centinelas, el gran maestre y sus hombres
recorrieron los alrededores en todos los sentidos, tomando nota del
menor curso de agua, de los caminos, de la disposición de las
montañas y del emplazamiento de las aldeas. En todas partes se les
reservó un buen recibimiento y muchos campesinos se convirtieron a
la fe de Sabbah. Al término del segundo día y mientras esperaban el
regreso de los tres hombres que se habían internado en la montaña,
tenían trazada una cartografía detallada de la región, la cual
contaba como centro económico con el burgo de Rudbar, cuyas
autoridades parecían leales a Malek Shah y al gran
visir.
Una vez más los ismaelitas se ocultaron detrás de un montón
de ramas y piedras que habían apilado. Las horas pasaban, había
caído la noche y Buzurg Humid y sus dos compañeros seguían sin
volver. ¿Tal vez se les retenía como rehenes? ¿Tal vez se les
torturaba? ¿Tal vez había surgido un imprevisto? Entumecidos por el
frío, terminaron por dormirse.
Un amanecer blanquecino no acababa de decidirse a despuntar y
el cielo era aún de color violeta, cuando Hasan sintió una mano
sobre su hombro.
–Maestro, maestro… Soy yo…
Buzurg Humid… Maestro… He vuelto.
De un salto, el gran maestre se incorporó y se ajustó el
turbante.
–¡Loado sea el Cielo; estás aquí!
¿Qué ha pasado?
–Mis compañeros se han quedado arriba. Por lo menos los
tienen retenidos. Sólo yo he podido volver.
Buzurg titubeó:
–Ahí no son muy partidarios de nuestra religión y nuestros
amigos se han ido un poco de la lengua. Hemos encontrado
simpatizantes, pero Mehdi Jan, el alida y jefe de esta fortaleza,
los ha mandado detener. A mí me han dejado marchar a causa de mi
juventud y porque no he predicado.
A lo largo del día, mientras la reducida compañía se
trasladaba de nuevo a la costa para regresar a Damghán en medio de
una nevada, el joven turco describió con pelos y señales todo lo
que había visto. A Hasan le asombraron la capacidad de
concentración y las dotes de observación de su
segundo.
La gran losa de piedra que obstruía la entrada de la montaña
se ponía en funcionamiento desde el interior por medio de un
sistema hidráulico muy ingenioso que engranaba unas pesas a la vez
que accionaba unas poleas. A continuación se trepaba más de dos mil
peldaños tallados en la roca viva e iluminados con antorchas. Cada
doscientos cincuenta peldaños había una especie de rellano donde un
hombre armado de arco y flechas montaba la guardia. Por último, se
desembocaba en la sala principal de una primera fortaleza, que daba
acceso a una terraza desde la que se dominaba una aldea habitada
por un centenar de personas. Quince o veinte hombres uniformados
venían a constituir una especie de guardia; todos eran muy jóvenes
y bastante inexpertos. Desde esta terraza no era posible ver el
sitio en que Hasan y sus seguidores se ocultaban. Era demasiado
escarpado y demasiado abrupto. A partir de allí se tomaba otra
escalera igualmente esculpida en la montaña, escalera que, tras
subir mil quinientos peldaños, daba acceso, a su vez, a una segunda
fortaleza desde la que podían verse más abajo las cimas y, en días
claros, hasta el mar. Tanto la primera como la segunda fortaleza
estaban rodeadas de espacios verdes, campos de cultivo y huertos
donde pacían animales y corría un riachuelo. Cierto es que los
prados estaban limitados, pero con todo permitían a aquellas
criaturas sentirse a sus anchas. Una cascada caía desde la
fortaleza alta a la fortaleza baja y casas sólidas con callejuelas
y tenderetes constituían los bajos de aquel poblado dispuesto
escalonadamente. Cohabitaban en él dos poblaciones, pero había poco
intercambio entre ambos planos.
La fortaleza superior, menos extendida que la precedente,
estaba dominada por un castillo central de difícil acceso a causa
de lo alto de sus muros y de una guardia muy atenta a los menores
gestos de sus habitantes. Jardines colgantes la rodeaban y la
decena de casas que la componían pertenecían a allegados y
familiares del señor del lugar. El castillo sólo era accesible para
los parientes de Mehdi Jan y para los pobladores que solicitasen
audiencia.
–He visto al viejo. Es una persona desabrida que se desplaza
poco a causa de una parálisis que parece inmovilizarle las piernas.
No siente el menor aprecio por nuestra religión y no acata otro
poder que el de Malek Shah y Nezam-ol-Molk.
Una vez en Damghán, Hasan sabía a qué atenerse: esperaría la
fusión de las nieves y marcharía con todos sus fieles hacia
Occidente. Ya conocía hasta en sus mínimos detalles el plano que le
iba a permitir entrar e instalarse en la ciudadela sin violencia ni
efusión de sangre. Para ello debía actuar con prudencia, tomarse
todo el tiempo necesario y, sobre todo, no despertar
sospechas.
Una vez más, un enemigo se interponía en su camino decidido a
acabar con él definitivamente: el gran visir, informado por sus
espías de las maniobras de los ismaelitas en el norte del país,
había ordenado al gobernador de Damghán que se apoderase del gran
maestre y sus acólitos y los encarcelase. Le prometía una gran
recompensa, pero a condición de que Hasan Sabbah fuera capturado
vivo. Lo que Nezam-ol-Molk ignoraba era que Mozaffar Mostawafi
había abrazado la religión ismaelita y se había convertido en uno
de sus más fervientes defensores. El rey selyúcida, que pocas
semanas antes acababa de adueñarse de Bujara, Samarcanda, Merv y
Eshgh-Abad, convirtiendo a sangre y fuego a las poblaciones
locales, lo que menos se imaginaba era que uno de sus gobernadores
pudiese alzarse en rebeldía contra él. Y sin embargo fue de manera
muy oficial como Mozaffar ofreció su ayuda y su apoyo al hijo de
Sabbah.
–Oh, maestro, vas a necesitar todas tus fuerzas para
enfrentarte con el castellano de Alamut, a quien socorrerá el
gobernador de Rudbar. Te suplico que aceptes que un centenar de mis
mejores hombres te acompañen y protejan. Harán el sacrificio de sus
vidas para preservar la tuya y la de los miembros de tu
familia.
Durante semanas, Mozaffar intentó por todos los medios
convencer a Hasan de que aceptase los hombres que le proponía. Pero
el gran maestre se negaba siempre con la mayor
energía:
–Yo predico en nombre de Dios.
Mi postulación es pacífica y sólo me siguen hombres sin armas
y cuyo pecho es su único escudo.
–Entonces, permíteme atacar a las tropas del sultán con el
fin de despejarte el camino y que lo recorras sin peligro. Me han
informado de que en Tus y Nichapur se está concentrando un poderoso
ejército y que otro llega por el norte. Aún estamos a tiempo de
aniquilarlos cogiéndolos por sorpresa.
–Te agradezco mucho tu entrega y tu amor por nuestra causa.
Eres un hombre bueno, Mozaffar, pero tendrás que emplear tus
fuerzas para hacer frente al enemigo que se acerca. No te preocupes
por mí. Tengo armas y ya verás cómo me sirvo de
ellas.
Hasan no dijo palabra acerca del hachís que Maryam y algunos
fieles cultivaban secretamente en su jardín y cuyas semillas
florecían regularmente al llegar el buen tiempo. Pronto se
cumplirían diez años desde que erraba con sus adeptos por los
caminos de Persia y en todo ese tiempo jamás se había separado de
las cajas misteriosas en que transportaba las
plantas.
Tan pronto llegaba a una ciudad en la que pensase permanecer
varios meses, plantaba las semillas, las regaba personalmente
durante una decena de días y luego mandaba a las mujeres de su
entorno que controlasen escrupulosamente su crecimiento; siempre
desconfiado, conservaba no obstante algunos granos en una bolsita
atada a la cintura en previsión de cualquier eventualidad. El
invierno precedente, como consecuencia de unas temperaturas
extremadamente bajas, varios arbustos se helaron y fue un milagro
que se pudieran salvar algunas plantas.
La travesía de este a oeste se llevó a cabo con una
extraordinaria prudencia. Hasan envió a sus ayudantes a vigilar las
rutas y a inspeccionar pueblos y aldeas. Alrededor de quinientos
hombres y mujeres de todas las edades se dirigieron hacia poniente
por tres vías distintas: un primer grupo estaba dirigido por Abú
Alí y caminó durante tres meses por senderos que discurrían por el
sur del macizo del Alborz. Un segundo grupo, al mando de Hossein
Kaini, costeó el mar Caspio y atravesó las montañas bordeando los
montes Rudbar. El último grupo, guiado por Hasan en persona y
Buzurg Humid, se componía en su mayor parte de ancianos, mujeres y
niños.
–Nos reuniremos hacia finales de verano en Ghazvín. Absteneos
de hablar demasiado. Evitad las grandes ciudades y juntad todos los
ismaelitas que quieran seguiros. En cuanto a mí, hace unos meses
que no me habéis visto, ando recorriendo el país de norte a sur y
pensáis que actualmente puedo tal vez encontrarme en el golfo
Pérsico.
Tres cosas contaban en este momento para el hijo de Sabbah:
no hacerse ver y pasar desapercibido entre sus fieles con objeto de
escapar a las tropas del sultán; proteger la vida del hijo de
Nizar, que era el símbolo de la hermandad y sus adeptos, y
preservar las preciosas semillas de hachís que guardaba en su bolsa
y de las que iba a servirse en los meses
siguientes.
Poco antes de los primeros fríos, y después de haberse dejado
por el camino a los más viejos y a los enfermos, los ismaelitas
entraron con la mayor discreción en Ghazvín y montaron su
campamento extramuros. El gobernador, que obedecía escrupulosamente
las órdenes procedentes de Ispahán, no los quería en su ciudad y
había colocado soldados en las cercanías de la muralla para
prohibirles la entrada.
Hasan, siempre juicioso, se abstuvo de predicar y encomendó
la tarea a sus discípulos más cercanos. Sabía que los alrededores
abundaban en espías y bandidos a sueldo de
Nezam-ol-Molk.
Hubo provocaciones, vejaciones infligidas por los
funcionarios de la ciudad, mujeres violadas, hombres apaleados y
víctimas mortales, como fue el caso de Hamdán. Pero los ismaelitas
callaban; no habían visto a Hasan Sabbah, no sabían dónde se
encontraba e ignoraban la fecha de su regreso.
Pudo verse incluso a un oficial más brutal que el resto
encararse con el gran maestre, que hacía sus abluciones y
decirle:
–¿Tampoco tú has visto a ese criminal de
Sabbah?
Hasan se incorporó y, tras inclinarse respetuosamente ante el
militar, respondió:
–Lo vi hace varios meses, a finales de invierno. Nos dijo que
quería encontrarse con su amigo Omar Jayyam en Tus o Nichapur.
Desde entonces nadie lo ha vuelto a ver.
Apenas había terminado la frase, cuando un violento golpe en
la cara lo hizo caer de espaldas. Una mujer quiso ayudarle a
levantarse, pero él la rechazó:
–Deja, mujer, deja… No tiene importancia.
Un hilillo de sangre le corría desde el labio superior al
ponerse de pie:
–Estás enfadado, oficial. Que el Todopoderoso te perdone como
yo te perdono. Si estás irritado, golpéame otra vez, pero no la
emprendas con las personas que me rodean. No están mejor informados
que yo y…
Un segundo golpe, esta vez en la barbilla, lo derribó de
nuevo. El oficial se acercó y le pateó el pecho.
Luego le escupió y se fue.
Todos se precipitaron en ayuda del gran maestre, que no tuvo
necesidad de nadie para alzarse del suelo.
Buzurg Humid era uno de los que habían acudido y le dijo en
voz baja al oído.
–Maestro, maestro… Mándamelo y lo mato ahora mismo. Maestro,
sería un orgullo para mí vengarte.
Hasan le clavó una mirada:
–Si lo tocas, toda nuestra comunidad será masacrada. Esa cara
de odio no se me olvidará nunca. Dispongo de tiempo y lo
encontraré. Averigua su nombre, es todo lo que necesito
saber.
Una anciana se acercó al hijo de Sabbah y le ofreció una
alfombrilla de gruesa lana:
–Maestro, acepta este humilde presente. En lo sucesivo reza
sobre ella, pues este es tu reino.
Dicho esto, se alejó.
Durante todo el resto del día nadie volvió a ver a Hasan. Se
había encerrado en su tienda de campaña y no volvió a salir hasta
la mañana siguiente.
Hasan, Hossein Kaini, Abú Alí, Buzurg Humid, pero igualmente
otros íntimos como Abú Táher y Seyyed Hosseini llevaban horas
discutiendo arrimados a un árbol. Otros, apostados en los
alrededores, vigilaban con la misión de avisar al primer
peligro.
Hacía tiempo que las nieves se habían fundido al pie del
Alborz y los caminos volvían a estar transitables. Hasan sabía ya a
qué atenerse. El gran maestre tomó la palabra por última
vez:
–Hossein, tú serás, pues, el primero en ponerse en camino con
veinte hombres de tu elección. Al cabo de tres semanas le tocará
hacerlo a Abú Alí, después a Táher y así sucesivamente. Todos
vosotros sabéis cómo se llega a Alamut y cómo se entra
allí.
Sois peregrinos que volvéis de los Santos Lugares y que
queréis presentar vuestros respetos a Mehdi, el señor del castillo.
Dentro de cien días, un centenar de los nuestros se encontrarán en
el interior de la montaña. Mujeres, ancianos y niños se quedarán
aquí. Yo llegaré con Buzurg Humid en el transcurso del mes de
agosto. Nos instalaremos en las proximidades. Pero hay algo
esencial: el 4 de septiembre, con toda exactitud, la montaña se
abrirá y entraré en Alamut.
Hasan se interrumpió y miró a sus cinco
compañeros:
–El 4 de septiembre estaré delante de la puerta de piedra y
ella se abrirá. Así lo quiere el Todopoderoso y así me lo ha
pedido. Nuestra comunidad le concede a esta fecha la mayor
importancia, de ella depende nuestra
supervivencia.
Tal como deseaba el gran maestre, de tres en tres semanas, un
grupo de veinte ismaelitas abandonaba por la noche el campamento
para internarse por las montañas del norte. Los militares de
guardia ante la puerta de acceso a la ciudad no advirtieron
nada.
Y tal como Hasan deseaba, cien días después, cien hombres
estaban ya dentro del recinto interior de la
plaza.
Cuando le llegó su turno, sólo se hizo acompañar de Buzurg
Humid y cuatro muchachos más, dejando el resto de los fieles al
cargo de los más viejos. Sumados los nuevos adeptos que habían
convergido hacia Ghazvín, la comunidad seguía contando con un grupo
de quinientas personas, y el gobernador de la ciudad no observó
nada anormal en sus rondas y en sus inspecciones al
campamento.
Caía la tarde y el cielo estaba tachonado de estrellas, lo
que confería al paraje un aspecto mágico. La luna no había salido
todavía, pero los más mínimos detalles de las cumbres aparecían en
toda su majestad. Los seis hombres avanzaban a un ritmo constante,
dando un rodeo en los poblados, evitando los grupos de personas y
las caravanas y durmiendo lejos de los caminos.
Por primera vez desde hacía meses el gran maestre se revistió
de su largo ropaje de inmaculado algodón ceñido a la cintura por un
fajín rojo. Estaba decidido a entrar vestido de este modo en la
fortaleza, a la vista de todos y a pesar de la hostilidad del señor
del lugar.
–Maestro -se atrevió a decir Buzurg-, ¿no es
peligroso?
–Ya no es el momento de esconderse. Debo penetrar en la
montaña con las mismas vestiduras que mis maestros de Shirkuh.
Imposible de otra forma.
Dios lo quiere.
Era absolutamente necesario que la pesada puerta de piedra se
abriese antes de la medianoche, pues tal era el mensaje recibido en
sueños. En una fecha tan exacta como el sexto día del mes de rayab
del año 469, Hasan ingresaba puntualmente en la segunda parte de su
existencia.
Poco antes de la hora fatídica, la montaña empezó a moverse,
la pared rocosa osciló ligeramente y los flancos se abrieron.
Cuatro guardianes hicieron su aparición llevando antorchas y, tras
ellos, Hossein y Abú Alí junto con dos dais que Hasan no
conocía.
Todos se inclinaron respetuosamente ante el gran maestre y,
luego de unas palabras de bienvenida, se formó una fila de honor
para recibir al hijo de Sabbah, a Buzurg Humid y a sus cuatro
acompañantes.
El golpear repetido del gong y el sonido del cuerno
retumbaron llenando el ambiente, y a medida que el pequeño grupo
ascendía los dos mil peldaños de la primera ciudadela redoblaron
los tamboriles, repitiendo sus ecos las paredes del
monte.
Después, la puerta se volvió a cerrar lentamente y el lugar
recuperó su secular silencio.
Hasan Sabbah tenía treinta y cuatro años.
Jamás volvería a salir de la fortaleza…
Durante un mes, Hasan predicó en la ciudadela inferior y pudo
comprobar que buena parte de sus habitantes sentían simpatía por su
religión y abrazaban su fe. Asistido por dos dais, a quienes el
señor del lugar sometía a las más viles humillaciones, habló de
Dios y de sus obras día y noche. Jamás abordó el terreno político y
ni una sola vez pronunció el nombre del sultán ni de Nezam-ol-Molk.
Sabía que en aquellas concentraciones se encontraban espías del
gobernador de Ghazvín a sueldo del gran visir y no quería desvelar
su juego antes de haberse reunido con el alida Mehdi, en la
fortaleza de arriba. Hizo devanar la lana de la alfombra de rezos
que le había regalado la anciana de aquella ciudad y con el hilo
midió pacientemente el contorno de la ciudadela de abajo. El hilo
coincidió exactamente con el perímetro del lugar. No cabía duda:
estaba, por fin, en su casa.
Abú Alí, Hossein y Buzurg, que ya disponían de un
conocimiento perfecto del sitio, cada tarde le presentaban a Hasan
un detallado informe de las complicidades con las que se podría
contar.
Algunos emisarios del señor del castillo acudían de cuando en
cuando a escuchar sus enseñanzas y a formular preguntas. Él tenía
para cada uno de ellos una contestación que sabía acompañar de un
mensaje de paz y una sonrisa. Incluso cuando trataban de
provocarle, replicaba con paciencia.
Había guardias que iban a consultarle, e igualmente jeques.
Cuando tuvo la certeza de que la gran mayoría de la población de la
fortaleza le era adicta, le hizo saber a Buzurg que deseaba
presentar sus respetos al viejo señor del dominio en su
castillo.
El joven turco, que conocía a uno de los jefes de la guardia
de Mehdi Jan, de origen bizantino como él, hizo llegar el mensaje,
y dos días después se recibía la contestación:
–Di a Hasan que mi amo se reunirá con él dentro de tres días
con el primer canto del gallo. Sólo tú podrás
acompañarlo.
Durante dos días y dos noches, el hijo de Sabbah rezó y
guardó ayuno.
Retirado en una pequeña casa, no dejó entrar a nadie sin que
antes no hubiese manifestado su deseo. Cuando reapareció al
atardecer del segundo día, sus ayudantes se quedaron estupefactos
al advertir que su larga cabellera oscura, lo mismo que su barba,
aparecían sembradas de hebras de plata que conferían a su rostro un
mayor esplendor aún.
Hasan compartió la cena con Abú Alí, Hossein, Kaini, Abú
Táher, Seyyed Hosseini, Buzurg Humid y los dais de la
montaña.
–Esta noche es sagrada. Una vida nueva se abre ante nosotros.
Después de tantos años de andar predicando por todos los lugares de
nuestro país, vamos, por fin, a alcanzar la meta. El Todopoderoso
ha querido ponernos a prueba y muchos de los nuestros han sufrido.
Ha corrido la sangre y ha habido vidas segadas. Vendrán más
sacrificios, más lágrimas, pero hemos llegado al término de nuestro
camino.
Los hombres charlaron largo rato todavía y cuando por levante
despuntaron las primeras luces de un pálido amanecer, Hasan se
levantó y salió solo. Se dirigió a la casa donde residían Maryam,
la viuda de Nizar, el pequeño príncipe y sus propios
hijos.
A todos los miró en silencio antes de dejarlos. Buzurg lo
esperaba al pie de un árbol. Los dos hombres se adelantaron hasta
el puesto de guardia.
De camino se cruzaron con Abú Alí y Hosseini, que discutían
en voz baja:
–Mandaré por vosotros. Dios me guía allá arriba. Nunca más
volveré a bajar aquí.
Diciendo esto, les puso la mano en el hombro y prosiguió el
camino, seguido por su fiel ayudante.
Dos guardias y un jefe los precedieron y todos desaparecieron
detrás de una puerta de madera cincelada en
hierro.
Al llegar el grupo al último de los mil quinientos peldaños y
desembocar en la fortaleza alta, cantó el gallo.
La luminosidad del horizonte se había hecho muy intensa y el
aire era frío.
Hasan echó un rápido vistazo en torno suyo. El lugar era tal
como sus hombres se lo habían descrito. Todo era paz y
tranquilidad.
El jefe de la guardia golpeó dos veces con su lanza en una
puerta cerrada y el batiente se abrió poco a poco. Hasan y Buzurg
entraron entonces en el castillo de Alamut. Un austero edificio se
ofreció a sus ojos. Parecía habitarlo pocas personas y un silencio
absoluto reinaba en él. Los muros eran de sillería y adobe y había
sido edificado en tres niveles separados entre sí por cien
escalones. Algunos hombres iban y venían por el recinto y las
escasas mujeres circulaban como sombras pegadas a los
muros.
Hasan y su segundo fueron introducidos en una sala, la más
alta, al parecer, del edificio. Los guardias se retiraron y dejaron
a los dos hombres esperando un rato. Tres alfombras en el suelo,
unos cuantos cojines, dos pipas y una jaula con un loro multicolor
constituían todo su mobiliario.
En un rincón, un pequeño felino gruñía atado a una cadena, la
cual, a su vez, estaba fijada a la pared por una gruesa anilla de
hierro forjado.
El gran maestre se acercó a la única ventana de la
habitación. La vista se perdía hacia las cimas septentrionales. En
días claros debía de divisarse el mar Caspio. El punto de mira
resultaba impresionante. Nunca hasta entonces había gozado Hasan de
parecida situación. Tenía la sensación de dominar el mundo y todas
las cumbres vecinas. Sintió de repente una inmensa felicidad. Era
consciente de haber llegado al final de su viaje.
Unas voces que se aproximaban lo sacaron de sus reflexiones.
Se volvió y pudo ver a dos mocetones que transportaban a un anciano
de blancas y descuidadas barbas. El hombre fue depositado con
precaución sobre el suelo y estabilizado con ayuda de un pequeño
mueble bajo para que no se cayese de lado. En una mano sostenía un
cilindro de rezos y sus dedos estaban cubiertos de sortijas de un
gran valor.
Vestía sobriamente de negro y un diamante pendiente de una
gruesa cadena dorada colgaba de su cuello. No llevaba turbante ni
babuchas. Una vez instalado, dirigió su vista a los dos visitantes,
que permanecían inclinados.
–No eres bienvenido a mi casa, hijo de Sabbah, ni tú tampoco,
joven, comoquiera que te llames.
Su voz era gangosa y apenas audible. Pasado un primer momento
de sorpresa, los dos respondieron al gesto que les invitaba a
sentarse enfrente de su huésped. Cuatro guardias esperaban cruzados
de brazos a que se les ordenase salir, pero el viejo no dijo
nada.
–He oído hablar mucho de ti, hijo de Sabbah, y no me gusta lo
que haces. Predicas una mala religión y tus palabras no están
escritas en nuestras santas escrituras.
El alida Mehdi monologaba sin que Hasan lo
interrumpiera.
–¿Cuál es tu respuesta, impío?
El gran maestre se acarició lentamente la barba y clavó una
mirada en su interlocutor que obligó al anciano a bajar la
suya.
–He venido en son de paz a tu casa y veo que tu corazón
vomita odio. Tú y yo rezamos al mismo Dios y somos poca cosa frente
a la inmensidad de su creación. Durante mi corta vida, llena de
experiencias enriquecedoras y de sorprendentes encuentros, nadie
hasta ahora me había insultado de tal modo, ni a mí ni a mis
compañeros. Hasta nuestro Profeta bienamado abría la puerta a sus
enemigos. ¡Muy amargado debes de estar por la vida para proferir
tales palabras!
El castellano se había erguido un poco e intentaba
interrumpir a Hasan, que proseguía su soliloquio, pero renunció
pues el esfuerzo era demasiado grande.
–A nadie temo, anciano, ni al sultán que ha usurpado el trono
de Ispahán, ni al califa de El Cairo, y menos aún a sus visires y a
sus generales. Sólo temo al Todopoderoso y a su
cólera.
Hasan siguió hablando hasta que el sol lució en lo alto del
cielo. Mehdi Jan escuchaba sin reaccionar por lo que
oía.
–Yo soy el nuevo señor de Alamut y si tú no quieres amoldarte
a mis creencias, te puedes marchar. No se te hará daño alguno. Tú y
los tuyos sois libres de quedaros o de iros.
El castellano mostró su enfado:
–Soy un fiel aliado del sultán y estoy en mi casa. Cumplo sus
órdenes y las del gran visir. Por lo demás, tengo orden de
detenerte.
E hizo una señal a los guardias, que seguían impasibles
delante de la puerta y que no se movieron.
–¡Apoderaos de este hombre! ¡Es una orden! ¡Han ofendido
gravemente a nuestro Señor y a vuestro amo. Cogedlos y encerradlos
en jaulas junto con los otros renegados!
Mehdi se desgañitaba, pero los criados continuaban inmóviles.
Hasan lo interrumpió:
–Anciano, estos hombres no obedecerán tus órdenes a partir de
ahora.
Soy el nuevo amo de esta ciudadela.
Ni el sultán ni el gran visir mandan ya aquí. Aquí reina en
lo sucesivo nuestro imam, a quien todos debemos obediencia. Sírvele
y podrás quedarte. Insúltalo y serás expulsado con los tuyos. Sé
que tú desciendes de la familia de nuestro profeta Alí y el respeto
que le tengo te salva la vida.
No tomo tu castillo en mi nombre, sino en el de nuestro imam.
Él te ofrece tres mil dinares de oro. Obedece o marcha en
paz.
Hasan hizo un gesto con la mano y los guardias se llevaron a
un Mehdi que se debatía entre chillidos:
–¡Quiero cinco mil dinares de oro.
Los quiero inmediatamente!
Hasan detuvo unos breves instantes la ridícula comitiva y le
dijo al castellano:
–Como te he dicho, tendrás tres mil dinares de oro, ni uno
más. Éste es un pagaré dirigido al gobernador de Damghán, Mozaffar
Mostawafi. La suma está a tu disposición cuando quieras. Y ahora,
ve en paz.
Y en tanto que el viejo se alejaba gimoteando, el gran
maestre le dijo a gritos:
–De ahora en adelante dirás dondequiera que vayas que hay un
solo señor en Alamut y que se llama Hasan, hijo de Sabbah. Dirás al
sultán y al gran visir, a los gobernadores y a los militares que
yo, Hasan Sabbah, acabo de instituir una orden nueva y purificadora
de los soldados de la fe, al servicio del Todopoderoso, de
Zaratustra y de Mahoma…
Septiembre, 1091. En un año el lugar del Nido del Águila se
había transformado considerablemente. Una vez eliminado el antiguo
propietario, Hasan mandó traer a los restantes ismaelitas que
habían permanecido en las cercanías de Ghazvín con objeto de
instalarlos en el recinto amurallado.
Hubo que buscar sitio para todos pues fueron pocos los que se
marcharon con Mehdi y desde el sur habían llegado quinientos
hombres y mujeres. Los más viejos fueron incapaces de subir los dos
mil quinientos escalones de la primera fortaleza y hubo que
llevarlos a cuestas. Se enterró a los que habían expirado en las
entrañas de la montaña. La operación duró varias semanas y cuando
todo el mundo estuvo instalado, la comunidad ismaelita de Alamut
contó con más de ochocientas personas incluidos los convertidos de
la ciudadela.
A los que no pudieron acceder al lugar se les distribuyó por
el valle y alrededores, por Rudbar y por decenas de aldeas en el
camino del Caspio.
Al hilo de los meses millares de adeptos afluyeron a la
región reivindicando su pertenencia a la fe predicada por el gran
maestre y sus discípulos. Los dais se vieron obligados a llevar los
correspondientes registros, se tuvo que elaborar un nuevo catastro
y se adquirieron las tierras de los habitantes que no querían
convertirse.
Ingenieros y arquitectos construyeron nuevos poblados, otros
modernizaron el Nido del Águila a fin de hacerlo totalmente
inexpugnable y capaz de soportar largos años de
asedio.
Se perforaron canales, se desvió el curso de determinados
ríos, se levantaron diques y presas y se instalaron cisternas para
recoger el agua de la lluvia y de la nieve al fundirse. Un
ingenioso mecanismo dispuesto a partir de la fortaleza alta
permitía que se llenasen los pozos tan pronto se vaciaban por medio
de un sistema de trampillas y esclusas. De esta manera, a los
habitantes del lugar que residiesen en el propio Alamut o en los
alrededores nunca les faltaba agua ni tenían que temer
inundaciones. Enormes silos permitían almacenar azúcar, sal, trigo
sarraceno, pistacho, almendra y semilla de girasol en cantidades
impresionantes. Miel, confituras, elixires y frutos secos se
conservaban en gigantescas tinajas.
Guardas especializados en alimentación vigilaban el estado de
conservación de las provisiones y las distribuían regularmente
entre los habitantes para reemplazarlas por otras más
recientes.
Todos los gremios estaban representados: los carniceros
mataban las reses, los lecheros recuperaban la leche y la
convertían en mantequilla, quesos o yogures; había panaderos y
pasteleros que amasaban la harina y la pasta, también jardineros;
en una palabra, toda una vida sedentaria perfectamente estructurada
a las órdenes de contramaestres que debían, una vez por semana,
rendir cuentas del estado de la población a los lugartenientes de
Hasan. Cantidades y cifras eran trasladadas a hojas por contables
que inmediatamente las presentaban al gran
maestre.
Durante aquel primer año, se encargó a albañiles que
sobrealzasen las murallas del recinto y reforzasen los torreones;
los maestros armeros fabricaron considerables cantidades de arcos,
flechas, lanzas y venablos e incluso inventaron un tipo de
catapulta que permitía disparar pesadas piedras y verter sobre
ocasionales asaltantes aceite y pez hirviendo.
Pero la tarea esencial de Hasan fue la creación de una elite
entre los guerreros que él había formado personalmente. En un
primer momento mandó a Hossein y a Abú Alí que reclutasen a los
adeptos más jóvenes y más fuertes físicamente. Un centenar de
muchachos decididos fueron separados del resto de sus compañeros e
instalados en la fortaleza alta. Cada mañana se levantaban al rayar
el alba y después del rezo en común y en voz alta desayunaban
frugalmente.
Con la salida del sol, ya estaban en uniforme de combate: con
el torso desnudo, el pecho untado de aceite y las caderas cubiertas
por un calzón de cuero, combatían de dos en dos, ya con los puños,
ya con el puñal, esquivando golpes y evitando heridas. Luchaban,
levantaban pesos considerables, se liberaban de las cadenas o
cuerdas que los ataban, nadaban y hacían pruebas de resistencia
bajo el agua. En invierno competían desnudos en la nieve; en pleno
verano, bajo un sol de justicia, transportaban piedras gigantescas
para endurecer los músculos y a veces pasaban una semana sin comer
con objeto de desarrollar sus capacidades para
sobrevivir.
Hasan había instaurado asimismo la prueba del fuego
consistente en que los adeptos debían atravesar las llamas o andar
sobre brasas, mantener sobre el fuego las manos el mayor tiempo
posible, avanzar sobre cristales molidos o zarzas, pasar de un baño
glacial a otro hirviendo, resistir la mayor cantidad posible de
latigazos, o el suplicio de la rueda o incluso prácticas de
estrangulamiento.
Sólo entonces se destacaba una elite, los puros entre los
puros, como los llamaba el gran maestre, los cuales tenían derecho
a ciertos privilegios, tales como el dormir por la noche delante de
su puerta, inspeccionar la ciudadela a su lado o rezar en su
compañía.
Ningún ismaelita tenía acceso a la residencia privada que
Hasan se había mandado hacer en el último piso de su castillo. A lo
largo de meses, arquitectos, albañiles y jardineros se habían
esforzado duramente. Sólo los más íntimos del nuevo señor eran
invitados, y esto en muy raras ocasiones.
La ciudadela alta había sido acondicionada para hacer de ella
un inmenso lugar de descanso y placer. Allí, engalanadas con los
más bellos ropajes y los más delicados velos, vivían las vírgenes
más espléndidas de la comunidad. Se había diseñado un magnífico
jardín con plantas exóticas y olorosas flores y construido
estanques, y mientras los perfumes más exquisitos flotaban en el
ambiente, cuatro músicos hacían vibrar sus arcos y tamboriles según
la voluntad señorial y desconocidos animales de negro o estriado
pelaje dormitaban en sus jaulas. Alfombras y cojines de dorados y
argénteos hilos tapizaban el suelo; copas y jarrones rebosaban
frutos y flores de tornasolados matices.
En un rincón de aquel recinto mágico Hasan había hecho
germinar sus semillas de hachís. Una sala, de cuya llave él era el
único poseedor, le servía de laboratorio donde convertir las
plantas en pastillas, elixires o vapores que se inhalaban. Él había
ahondado en sus investigaciones, elaborado nuevas fórmulas, puesto
a punto otras drogas más potentes cuyos efectos eran inmediatos.
Varios voluntarios se habían sometido a pruebas decisivas que
habían permitido al gran maestre perfeccionar su técnica y mejorar
los resultados.
Buzurg Humid era el encargado de escoger a los postulantes
entre la cuarentena de jóvenes guerreros que habían superado con
éxito y brillantez las pruebas del agua y del fuego. Los designaba
uno a uno, discretamente, a fin de no despertar la codicia o unos
eventuales celos, y los encerraba solos en una habitación. Allí les
hacía absorber la poción preparada por Hasan, les vendaba los ojos
y les ordenaba subir al último piso de la fortaleza por una
escalera secreta.
Buzurg instalaba al candidato en un sofá cubierto de sedosos
cojines y lo dejaba que lentamente volviese en sí.
Finalmente, le destapaba los ojos y le ayudaba a
sentarse.
Entonces se producía la maravilla.
El muchacho veía ante él a hermosas mujeres bailando al son
de las flautas, las violas y los tamboriles, acercarse a él de
tiempo en tiempo y acariciarlo al pasar. Luego, una de esas bellas
criaturas se tendía a su lado, le invitaba a beber un zumo de
frutas, le pasaba la mano por el cuerpo y le ofrecía sus labios de
pétalo de rosa.
En aquel preciso momento aparecía Hasan, siempre vestido de
blanco, el purpúreo fajín ciñéndole la cintura, con los pies
desnudos y los brazos apenas separados.
–¿Cómo te llamas, hijo mío?
El voluntario se incorporaba un poco y balbuceaba su
nombre.
–Bienvenido, hijo, ¿sabes que estamos en el
paraíso?
–No… no… no lo sabía, maestro… Es tan hermoso… Todo es tan
hermoso…
–Hijo, estás en el paraíso y yo podré ofrecértelo tantas
veces como desees, con la única condición de que me sirvas
lealmente y cumplas todas las misiones que te
encargue.
–Ordéname, maestro. Haz de mí lo que quieras. Soy
tuyo.
–¿Llegarías hasta sacrificar tu vida por defender nuestra
justa causa?
–Llegaría hasta sacrificar mi vida. Mi humilde existencia te
pertenece. Puedes tomarla cuando te plazca.
Hasan se sacaba de la manga un pequeño puñal de oro y lo
hacía brillar ante los ojos del muchacho:
–¿Lo ves? ¿Lo ves bien? Un día te lo daré para que cumplas
una misión. Un día tú serás el elegido, y entonces, este paraíso
que ves ahora será eternamente tuyo. ¿Lo oyes? Será tuyo para
siempre.
El joven soldado se arrojaba a los pies de Hasan y le besaba
la orla de su hábito.
–Levántate, hijo, y aprovecha todavía los instantes de
felicidad que te quedan antes de volver a la
tierra.
Unas cuantas gotas del brebaje sumían al adolescente en una
euforia pasajera de la que pasaba a un estado de adormecimiento.
Finalmente, Buzurg y un guardia lo trasladaban a un nivel inferior
y lo dejaban despertarse poco a poco hasta recobrar plenamente el
sentido. Cuando volvía a reunirse con sus compañeros no había modo
de hacerle callar y contaba a los otros, que le escuchaban
estupefactos, el viaje que acababa de emprender junto al
maestro.
Las preguntas no acababan nunca:
“¿Has visto al Creador? ¿Cómo es aquello? ¿Eran hermosas las
mujeres?
¿Hablan allí nuestra lengua?”.
Al cabo de un año, Hasan había seleccionado por este
procedimiento una veintena de candidatos dispuestos a cualquier
misión. Algunos de ellos fueron llevados varias veces a aquel
jardín colgante para que le tomasen gusto y se mostrasen aún más
decididos. Cada vez era la misma escenificación, con las mismas
mujeres, la misma música, el mismo decorado. Entre caricias y
tocamientos, los candidatos entraban en una excitación que sólo las
drogas eran capaces de calmar. Todos querían ir al combate, todos
estaban dispuestos al sacrificio supremo. Entre aquellos émulos
algunos parecían más resueltos que otros, por lo que se les
inscribía en una lista, se les sometía a nuevas pruebas y se les
entrenaba hasta el agotamiento total. En sus viajes al paraíso
debían conseguir controlar sus pulsiones sexuales, renunciar a las
delicias, rechazar el estupro y la lujuria. Sólo algunos llegaban
hasta el fin. En ese caso, el gran maestre los consideraba dignos
de combatir.
Antes de que terminase el año 1091, rodeado de sus
principales lugartenientes, el hijo de Sabbah reunió a sus
guerreros más decididos y ejercitados. Todos tuvieron el gran honor
de compartir con él la comida y de rezar juntos. Luego, el gran
maestre habló:
–He sabido por emisarios y también por viajeros que las
tropas del sultán, a petición del gran visir, se van a poner
próximamente en camino contra nosotros para proteger la fortaleza
de Lemsir, que se encuentra a unas cuantas leguas de aquí y cuyo
señor sigue siendo leal a los selyúcidas. Igualmente Malek Shah
debe hacer frente a una rebelión fomentada por un señor turkmeno
que se ha sublevado cerca de Bujara.
Asimismo se me ha informado de que muy importantes ejércitos
cristianos se aproximan a Tierra Santa con objeto de instalarse
allí y proteger la tumba de su profeta. En lo sucesivo tendremos
que considerarnos en guerra y estar preparados para cualquier
eventualidad. Estamos rodeados de bárbaros y los venceremos a
todos.
Dios nos ha dado la fe y la fuerza.
–¡Dios es grande! ¡Alabado sea el Señor! – respondieron a
coro.
–Habéis sido elegidos por vuestras cualidades y vuestras
aptitudes físicas y morales. Vosotros me habéis demostrado vuestra
adhesión a nuestra causa, que es la única justa. Habéis decidido el
sacrificio de vuestras vidas. Estoy orgulloso de
vosotros.
A continuación se sacó de la manga un pequeño puñal de oro y
lo levantó por encima de su cabeza.
–Recordáis esta arma. Pronto os servirá. Os he enseñado, en
primer lugar, a saber esconderla. Luego, cómo golpear con ella en
un gesto breve y rápido como el rayo. No golpeéis en el corazón, a
menos que el pecho de vuestro enemigo esté desnudo: hacedlo
únicamente en el cuello, la nuca, los ojos y la
garganta.
Hasan contempló al grupo de voluntarios que se habían sentado
en semicírculo en torno a él. Todos escuchaban apasionadamente las
palabras de su jefe:
–Algunos de vosotros sois turcos de origen, otros jorasaníes,
otros ispahaníes, incluso árabes. No olvidéis estas lenguas, que os
servirán para introduciros en determinados ambientes, estudiad sus
diversos acentos, todos sus dialectos, lo cual os permitirá
disimularos mejor entre las multitudes y pasar desapercibidos. Si
os asalta alguna duda, si habéis olvidado mis palabras,
reflexionad, serenaos, tomaos todo el tiempo necesario y no
tardaréis en recordarlas. No actuéis nunca con precipitación, ni
movidos por la ira; sería un fatal error. Cuando estéis en un medio
hostil, incluso si la misión os parece fácil, portaos con
discreción, no os hagáis nunca notar, aparentad modestia y bajad
los ojos, manteneos en la sombra. Escuchad, escuchad sin descanso,
observad los más mínimos detalles. Si despertáis sospechas,
desapareced.
Adormeced cualquier desconfianza, acallad cualquier
susceptibilidad, perdeos en la masa. No olvidéis que nuestros
enemigos son astutos y brutales. Ellos saben que estáis ahí, entre
ellos, o que vais a llegar. Os buscarán por todos los medios a su
alcance. Entonces, sed como ellos, hablad como ellos, reaccionad
como ellos, adoptad sus costumbres, sus maneras, aprobad lo que os
digan, incluso si calumnian nuestra fe o insultan a vuestro gran
maestre.
Entre aquellos hombres jóvenes se cruzaron miradas y se
levantaron algunos murmullos, luego guardaron
silencio.
–En caso de que se me insulte, mostrad indiferencia. Ellos
emplean esa táctica para descubrirnos más fácilmente. Que vuestro
corazón sufra, pero no dejéis transparentar nada.
Hasan les habló largo rato aún aquel día. Les enseñó algunos
trucos más:
Cómo aprovechar el viento, andar de espaldas en la nieve o en
la arena con objeto de extraviar a posibles perseguidores,
comunicarse por medio de palomas mensajeras…
Al llegar la noche, se separaron.
Todos estaban conscientes de que se acercaba el día señalado
y de que su fe corría peligro. La forma en que Hasan se había
dirigido a ellos les había reafirmado todavía más en su
determinación y exacerbado su pasión, haciendo que redoblasen sus
esfuerzos durante los entrenamientos y tratasen de superarse a fin
de tener cada uno el alto honor de ser el primer combatiente en
salir de misión. El gran maestre se vio obligado a frenar aquellos
excesos pues hubo varios que se hirieron
gravemente.
Durante todo este tiempo, crecía la inquietud en el Palacio
de Malek Shah.
–Muy Augusto sultán, ¿puedo permitirme deciros una vez más
que ese hijo de perro de Sabbah es un loco peligroso y un agitador
demoníaco? De acuerdo con los informes que acabo de recibir de
Rudbar, ha tomado posesión de toda la región al norte de Ghazvín.
Nuestro amigo el castellano de Lemsir está en una situación
desesperada y corre el riesgo de perder la vida en un baño de
sangre en cualquier momento. Ya han sido degollados centenares de
buenos y leales súbditos nuestros y muchos más morirán si no
acudimos en su auxilio.
Nezam-ol-Molk se arrojó a los pies de Malek Shah y
prosiguió:
–Ordenad una leva de hombres a fin de que nos desembaracemos
de una vez para siempre de ese ser nefasto y peligroso para todos
nosotros. ¡Ojalá queráis escucharme!
El potentado se acarició lentamente la barba y miró al
primero de sus ministros arrodillado ante él:
–¿En quién piensas para poner al frente de nuestras tropas?
¿Tienes algún nombre en la cabeza?
Nezam se levantó, hizo una reverencia y, llevándose la mano
al pecho, respondió:
–Oh, bienamado señor, gracias te sean dadas. He pensado que
el único general digno de esta misión es Arslan-Tach, cuya bravura
y sentido de la estrategia han sido excepcionales en nuestras
recientes guerras contra los rebeldes del norte. Sólo él es capaz
de exterminar a esos renegados.
–¿Se encuentra entre nosotros, gran visir?
–Sí, Divina Majestad, está aquí.
–Adelántate, Arslan-Tach, que yo te vea.
Un hombrecillo gordo y feo, vestido de negro, con un gran
sable colgándole sobre la ingle, calzando botas de cuero rojo y los
dedos llenos de sortijas, se inclinó ante el
selyúcida:
–Ordenad, señor, mi vida os pertenece.
–¡Vamos a aniquilar a ese gusano de Sabbah!
–He ahí las palabras de un gran rey -dijo Nezam encantado-.
En seis lunas todo habrá concluido. Lo juro.
Los preparativos duraron tres meses. Llegaron también tropas
de Bagdad y de Tauris y se reagruparon delante de la ciudadela de
Ghazvín.
Cerca de diez mil hombres tomaron la dirección de la
fortaleza de Lemsir, último bastión fiel al sultán. El general
selyúcida avanzaba por territorio hostil y, con objeto de hacerle
comprender claramente a Hasan Sabbah que acudía a sofocar una
revuelta, se entregó a horribles exacciones a su paso por las
aldeas.
En cada uno de los poblados que atravesaba se hacía traer al
anciano, al sabio del lugar, y le interrogaba:
–Buen viejo, sé que eres justo.
Contesta a mi pregunta: ¿puedes guiarme hasta la guardia del
hijo de Sabbah?
La contestación era siempre la misma: “No conocemos al gran
maestre, jamás lo hemos visto, no sabemos dónde
vive…”.
Arslan-Tach entraba entonces en una gran furia y con su
propia espada decapitaba al viejo desvergonzado.
Diez hombres por pueblo, a veces mujeres y niños, eran
ejecutados y la localidad quemada. Precisamente era el humo de los
incendios lo que permitía a los vigías de Hasan apostados en los
picos montañosos vecinos informar a su jefe del avance de las
tropas enemigas. Las nieves precoces de aquel segundo invierno en
Alamut no impidieron a los monjes-soldados ismaelitas desplazarse
de un sitio a otro y registrar con precisión los efectivos del
adversario, sus movimientos y el lugar de sus
acampadas.
No obstante, Hasan no se decidía a atacar. Ciertamente
hubiera podido asestar algunos golpes decisivos, pero sus
seguidores eran muy inferiores en número y, por el momento, cada
vida contaba. En aquella circunstancia su mejor baza era el blanco
manto que cubría la naturaleza y desorganizaba a las tropas de
Malek Shah. Hasan sabía perfectamente que los guerreros turcos no
conseguirían proseguir su avance por los puertos montañosos y los
pasos accidentados del relieve.
Adivinaba que el enemigo, habituado a combatir en un terreno
árido y descarnado, pronto se sentiría desconcertado en aquellos
parajes escabrosos y glaciales. Contaba pues, ante él, con varios
meses para prepararse para el asedio y desbaratar las jugadas del
adversario.
Nueve meses después de haber salido de Ispahán, las tropas
del sultán llegaban a Alamut. Varios miles de soldados levantaron
sus tiendas de campaña y tomaron posiciones en las cúspides menos
altas. Cuando se le presentó a Arslan-Tach el informe sobre la
situación, dijo:
–Necesito tres voluntarios para parlamentar con Sabbah. A
continuación lo degollaréis en nombre del sultán.
Nadie dio un paso adelante. Entonces, para que sirviera de
ejemplo, el general mandó decapitar a dos oficiales y a diez
soldados. Como seguía sin haber candidatos, recomenzó la operación
una y otra vez. Finalmente, tres guerreros se presentaron, con paso
no muy decidido, ante la ciudadela.
Por gestos, a gritos y con fogatas, se dio a entender a los
sitiados que se les quería hacer llegar un mensaje y que se iba en
son de paz. De este modo, las conversaciones duraron una semana, al
cabo de la cual la puerta de piedra se entreabrió para dejar pasar
a los tres soldados aterrorizados.
Hubo horas de espera, los vigías no tuvieron nada digno de
mención que señalar y el general se impacientó. De nuevo se puso en
contacto con los ismaelitas, y otros tres soldados entraron en la
montaña seguidos de tres más un día más tarde.
Una noche de julio, una serie de ruidos sordos puso en
conmoción el campamento selyúcida. Unos alaridos rasgaron el
silencio. Después, se hizo la calma. Entonces se escuchó un sonar
de trompas y tres luminarias se encendieron en lo alto de la
ciudadela.
A la mañana siguiente, el general turco tuvo que rendirse a
la evidencia. Hasan había hecho degollar a los nueve emisarios y
había precipitado sus cuerpos al vacío. Todos llevaban sujeto a su
ropa el siguiente mensaje:
Yo, Hasan, hijo de Sabbah, no reconozco el dominio de la
tribu selyúcida sobre el sagrado suelo de Irán. Combatiré con mis
hombres hasta mi último aliento para eliminar a los invasores
sacrílegos.
Decid al sultán y a su gran visir que desde ahora sus días
están contados.
Arslan-Tach estaba furibundo.
Convocó a sus oficiales más importantes y celebró consejo con
ellos. En señal de represalia por la muerte de sus nueve soldados
mandó incendiar otros pueblos ismaelitas entre Ghazvín, Rudbar y el
Caspio y envió un emisario a Ispahán para informar al gran visir de
que el asalto a la ciudadela era inminente.