Capítulo cuarto


El hachís



Las semanas transcurrían apaciblemente. Hasan repartía su tiempo entre la casa de las ciencias, las innumerables bibliotecas y algunas cortas excursiones por el valle del Nilo.

El clima, en aquel otoño del 1078, se había vuelto mucho más benigno, aunque muy húmedo. El hijo de Sabbah no acababa de descubrir, en la gigantesca metrópoli, las mil y una facetas de El Cairo debidas al encuentro de tres civilizaciones: la oriental, que había impregnado toda su juventud; la occidental, que, a través de las numerosas obras que leía, le apasionaba y la africana, que no conocía y le deparaba grandes sorpresas.

De vez en cuando se cruzaba con Bedr al-Yemali, pero sus saludos eran breves y cautos: ninguno de los dos apreciaba al otro y la arrogancia del armenio terminaba irritando al persa. Sus poco frecuentes conversaciones se limitaban a unas cuantas palabras de cortesía, a consejos de prudencia y a la inminente eventualidad de una audiencia ante el califa.

Tahar le había informado que Mostansir estaba en cama desde hacía un mes y que médicos griegos, de paso por la ciudad, le habían encontrado profundos trastornos, excesivos cambios de humor, momentos de intenso abatimiento y estados de anormal exaltación, todo lo cual requería descanso y tratamiento adecuados. Todo era posible a partir de aquella situación visto lo extremadamente caprichoso de la salud del soberano, y sus dos hijos permanecían a su cabecera la mayor parte del tiempo.

Hasan tenía la impresión de que se le ocultaba la verdad, pues incluso el hijo del ministro de gastos y consumo se manifestaba con frecuencia muy reservado en sus respuestas acerca del estado general de Mostansir y su eventual sucesión. Aunque Tahar era amigo suyo y los dos jóvenes tenían muchos puntos en común y grandes afinidades, el egipcio dudaba en responder a las preguntas de Hasan. Tahar pensaba que valía más situarse del lado del comandante en jefe de los ejércitos y aceptar sus miras sobre el futuro que ponerle obstáculos.

Al no ser el ex bibliotecario de Malek Shah más que un extranjero, le parecía evidentemente vergonzoso para un cairota tener que confirmar que su soberano estaba loco. Por la misma razón, Hasan tocaba el tema muy raras veces. Éste sabía que sus más mínimos desplazamientos eran espiados y objeto de informe en altas instancias. Por prudencia, ponía al corriente a los que le brindaban hospitalidad de lo que se proponía hacer y de sus visitas, y se esforzaba en respetar escrupulosamente sus itinerarios, que podían ser ya a una mezquita, ya a una biblioteca, ya a una escuela de teología o quien dice a unos vestigios antiguos. Sus dos pasiones seguían siendo la gran biblioteca, fundada cien años atrás por el califa Aziz, o la un poco más reciente debida a su hijo Hakim, el abuelo de Mostansir, que encerraban obras de excepcional valor. Situada una al lado de otra en el Viejo Cairo, la primera atraía cada día a centenares de investigadores, filósofos, sabios, traductores y extranjeros de paso por la ciudad. El establecimiento albergaba un millón seiscientos mil volúmenes, de los cuales más de veinte mil trataban de viajes y geografía y seis mil quinientos de ciencias matemáticas. La gran biblioteca era sobre todo famosa por su inmenso mapamundi pintado sobre seda blanca y en donde estaban representados continentes, países, mares, ríos y grandes rutas junto con montañas, ciudades santas y otras con sus nombres caligrafiados en caracteres de oro.

Hasan pasaba horas enteras delante de aquella colosal obra de arte aprendiéndose de memoria los lugares e impregnándose día a día de la cartografía del mundo entre Atenas y la India. Tratados e instrumentos de astronomía, globos celestes, antiguos pergaminos egipcios, poemas redactados en persa de Tabaki, Rudaki y Ferdowsi, dibujos, tratados de arquitectura, llenaban todas las salas de aquel imponente edificio custodiado día y noche por soldados armados.

También estudió Hasan los Coranes de Abol-Abbas Mohamed ben Yazid al-Mobarrid y de Yarir ben-Attiya Jatafa, muertos cuatro siglos antes, y tradujo al persa el ‘Libro de las hierbas’ de Gyas al-Din Razavi, que le fascinó. Criticó las “reglas de la vida” de Ahmed al-Mohamad ben Yacub ben Miskawayh, que consideró poco acordes con la ética de un buen musulmán.

El hijo de Sabbah supo por su amigo Tahar que el califa Aziz había comprado a precios muy altos todas las obras publicadas durante los veinte años de su reinado. Del islam entero, agentes y emisarios le hacían llegar todo lo que había sido redactado por la mano del hombre, no sólo libros y pergaminos, sino también cartas, autógrafos y dibujos firmados.

La segunda biblioteca, más pequeña, contenía alrededor de seiscientos mil documentos. El califa Hakim había querido constituir lo que él llamaba al “Palacio del saber” y, excepto dos globos, uno de plata y de un precio incalculable, ideado por el Barmecida Halid, y otro de cobre que había pertenecido a un príncipe kurdo, todas las obras trataban únicamente de ciencia, religión y filosofía. El establecimiento estaba cerrado cuando llegó Hasan a El Cairo, pero éste recibió autorización para ir y venir a su antojo a condición de que lo hiciera acompañado solamente por sus dos ayudantes. Altercados que se transformaron rápidamente en peleas y éstas en refriegas habían obligado al gobierno egipcio a prohibir su entrada durante años. En efecto, determinados tratados eran considerados blasfematorios por los doctores de la religión, otros eróticos y atentatorios a la dignidad del Profeta y otros, en fin, demasiado tolerantes y proselitistas para ciertas religiones extranjeras.

Hasan constató además que se habían arrancado páginas, dañado seriamente otras, rasgado dibujos y tachado frases con pintura para que no se pudieran leer.

Tahar le explicó:

–Mi padre me ha dicho que algunos poemas francos o latinos incitaban al desenfreno, insultaban a nuestro Profeta y lo representaban como un diablo o un ángel negro, lo que es intolerable para un musulmán. Las autoridades religiosas de la época habían rogado al califa que quemase aquellos volúmenes, pero Hakim se negó pretextando que no se destruye lo que ha creado la mano del hombre. Así que fue necesario cerrar todas las salas.

Desde su llegada a Egipto, Hasan había cambiado mucho. Las arrugas le surcaban la frente y numerosos pliegues enmarcaban su mirada hipnótica.

¡Cuánto camino recorrido desde su fuga de Ispahán, ante las mismas barbas del sultán! Había sufrido infinitamente, pero también había aprendido mucho y su corazón había hallado la paz gracias a la llegada de Maryam y sus dos jovencísimos hijos, Mohamed y Hosein. Sentía que había madurado a través de sus largas meditaciones cotidianas y de las horas interminables que pasaba estudiando en la casa de las ciencias. Allí, rodeado por los doctores de la Ley, que pronto le apreciaron en su justo valor, dejaba correr su inteligencia y el magnetismo que emanaba de toda su persona.

Estaba consciente de los celos que despertaba en no pocos por su forma de hablar, pero se sabía apoyado por el gran maestre de la orden y por el propio califa. Era estimado, admirado, respetado, y jamás abusaba de sus privilegios y de aquella gloria que consideraba pasajera.

Por la noche, después de cenar, le gustaba dar unos pasos por el jardín colindante con la propiedad del ministro Ibn al-Thami. Dondequiera que fuese tenía la sensación de no estar nunca solo. ¿Se trataba de criados encargados de su protección? ¿Se trataba de agentes de Bedr al-Yemali?

Esa sensación de ser espiado la tenía incluso cuando estaba con su compañera y sus hijos y, aunque esta situación le era poco agradable, acabó por acomodarse a ella.

Cuando el frescor hacía elevarse los perfumes terrestres, su espíritu hallaba el reposo. Aquellos aromas los había conocido durante su infancia, cuando en el crepúsculo se mezclaban la esencia del jazmín, de la lila o del naranjo. En aquellos instantes se sentía feliz y alababa al Todopoderoso por sus favores.

Una noche se acercó a un pabellón levantado a la sombra de unos grandes cedros azules, en donde le habían dicho que su huésped almacenaba sus obras más preciadas. Reinaba una gran calma y un ligero escalofrío recorrió su ser.

Hasan trató de discernir, a través de las sombras de cristal pintado que adornaban las ventanas, algún elemento de la decoración del recinto, permanentemente cerrado.

Cuál no sería su sorpresa al descubrir en el interior unas formas humanas aparentemente repantingadas sobre amplios cojines y cuya inmovilidad le hizo pensar en un principio que carecían de vida. Dio un respingo al escuchar el ruido de una risa burlona emitida por uno de los hombres. En aquel mismo instante se abrió la puerta dando paso a Tahar, al que le costó trabajo reconocer.

Con una cara como la cera y la mirada extraviada, parecía presa de la demencia. Hasan optó por deshacer lo andado, pero Tahar lo había visto:

–¿A dónde vas, amigo mío, hijo de Sabbah? Ven para acá. ¡No temas!

Déjate llevar hasta la compañía de los fieles que en este lugar disfrutan de algunos placeres.

Con paso vacilante se adelantó al encuentro del joven jerife, que lo invitó a franquear el umbral, donde estaba colocado un largo sable de hierro damaceno.

Instintivamente pasó por encima del arma y fue acogido con gritos de ánimo. ¿Qué estaban haciendo en aquel sitio? ¿Por qué aquellos hombres tenían la cara tan sonriente y expresión tan beatífica? ¿Por qué uno de ellos cruzaba la estancia con los brazos en cruz como si volase? ¿Por qué aquel otro hablaba a los dioses con la mirada fija en algún ser invisible mientras su cuerpo se agitaba presa de fuertes temblores?

Hasan no tardó en hallar la respuesta: Tahar le ofrecía en aquel momento una copa en que descansaba un líquido incoloro.

–¡Bebe, Hasan, bebe, maestro venerado, y únete a nosotros en unos mundos en que todos los poderes te son concedidos! ¡Mágico licor gracias al cual puedes volverte árbol o pájaro, caballo o serpiente!

Tahar blandía la copa cual un cáliz divino y reía estrepitosamente como si hubiese perdido la razón:

–¡Bebe, Hasan -vociferaba-, bebe, hijo de Sabbah y alcanza, sin perder el alma, los paraísos de Alá!

¡El hachís!

Aquella mixtura de hierbas misteriosas, de la que Hasan sabía que le había costado la vida al califa Hakim a fuerza de abusar de ella. Aquella decocción hecha a base de cáñamo indio capaz de poner al soberano en tal estado de furor que medio siglo después de su muerte seguía estando prohibida.

El hachís… hierbas misteriosas…

Aquellas frases del maestre de la Montaña… “más poderosas que todas las cimitarras de Oriente juntas…”.

Hasan comprendió que aquel veneno sutil debía servir a sus designios, pero ¿de qué forma? Todavía tenía que enterarse.

Observó a la singular compañía y tomó bruscamente la copa de manos de Tahar, que giró sobre sí mismo sin dejar de reír.

El hijo de Sabbah contempló el líquido y en el momento en que iba a llevarse el recipiente a los labios oyó claramente una voz que le decía al oído:

–No bebas, Hasan… ¿No has conseguido ya la sabiduría interior?

Miró en torno suyo, pero no distinguió ningún interlocutor susceptible de haberle susurrado tales palabras.

De nuevo dirigió la copa hacia sus labios, pero la voz se hizo oír una vez más:

–No, Hasan, es inútil que pruebes esta bebida. Tú tienes la posibilidad de acceder a esos paraísos sin artificio. Es preferible que trates de conocer la fórmula mágica que compone este néctar. ¡Míralos! ¡Mira todos estos jóvenes en el umbral de la vida y que no son ya dueños de sí mismos!

Finalmente, Hasan le tendió con un gesto seco el cáliz al jerife, que se apresuró a tragar su contenido.

Aquella voz se iba haciendo insoportable y el hijo de Sabbah se tapaba con fuerza los oídos para no seguir oyéndola. Pero volvió todavía más nítida:

–¡Acuérdate de tu misión! ¡Estas hierbas desempeñarán un gran papel en tu victoria! Gracias a ellas serás el amo venerado de los soldados, que dejarán de pertenecerse.

Estaba claro que el efecto de la droga convertía a aquellos hombres en marionetas y que le hubiera resultado fácil convencer a Tahar de que cumpliese cualquier orden.

Hasan se sentía más fascinado que asustado por el extraño descubrimiento y notó que en el fondo de su ser, y a pesar suyo, brotaba la terrible determinación de trabajar en la elaboración de una sustancia capaz de transformar a simples soldados en seres dóciles entregados a él en cuerpo y alma hasta morir. ¿No era el problema mayor de todos los ejércitos el gran número de deserciones debido a la falta de fe de los soldados en su soberano? Y ¿acaso no estaba él llamado a levantar un ejército invencible?

Sus propios pensamientos le asustaban y se despidió de aquellos jóvenes que en su mayoría habían terminado por dormirse, prometiéndose volver cuanto antes al pabellón del hachís.

Al día siguiente, Hasan vio a Tahar sentado en un cenador. El muchacho estaba leyendo un tratado de astronomía; Hasan se le acercó sin hacer ruido:

–Ven a mi lado, oh, Hasan, hermano. Hace ya por lo menos tres días que no te he visto. ¿Has estado enfermo?

Pasado el primer momento de sorpresa, el persa respondió:

–No, amigo mío, no he estado enfermo, pero sí he trabajado mucho en la casa de las ciencias, a veces hasta altas horas de la noche. ¡Perdóname por haberte desatendido! En cualquier caso, no dudes de que no me olvido de ti ni de tu padre, y de que los dos ocupáis constantemente el centro de mis pensamientos y de mis plegarias.

–Lo sé y ruego igualmente por ti y los tuyos. ¡Que Alá te colme de bienes!

Todavía intercambiaron algunas palabras antes de que un criado se presentase para anunciarle al jerife que su padre lo esperaba.

–Hasta luego. ¡Que pases un buen día!

Luego desapareció detrás de una cortina.

Así pues, Tahar no se acordaba de nada, no conservaba el recuerdo de haber consumido hachís la noche anterior ni de haberle propuesto a su invitado que lo hiciera. El hijo del ministro parecía, como todas las mañanas, descansado y ligero, afable y sonriente.

Hasan sabía que su amigo no fingía amnesia. Otra vez pisaba terreno sólido, el ceremonial de la noche anterior, los rezos, las fórmulas mágicas, las danzas rituales, el sable sobre el suelo, los gemidos de unos, la euforia de otros estaban totalmente olvidados.

Los sueños se habían desvanecido, lo artificial había cumplido su plazo, el efecto de la droga se había esfumado…

Durante varios días, Hasan compulsó todos los manuscritos de la logia de El Cairo impaciente por encontrar aquellos textos relativos a la hierba mágica que un día llegaría a darle tanto poder. El califa Hakim había abusado de ella hasta morir por su causa, pero ningún documento daba explícitamente las verdaderas causas de la muerte del soberano ni la composición de aquel líquido que el hijo de Sabbah tenía tanta prisa en descubrir.

No podía confiarse a nadie si no quería despertar sospechas o la curiosidad de al-Yaiush. La pócima estaba severamente proscrita desde la muerte de Hakim, y, si al hilo de los años la vigilancia se había relajado un tanto, no era menos cierto que las autoridades contaban con sus espías y que todo abuso era severamente castigado, estándoles reservada la horca a los contraventores.

Esto, evidentemente, no rezaba con los grandes del reino ni con los familiares de Palacio, pero se exigía, no obstante, de los adeptos que no cometiesen ningún exceso y no utilizasen aquella bebida mágica y bienhechora más que como pasatiempo afrodisíaco.

Aquella planta misteriosa era desconocida en Persia y si determinados relatos de viajeros o cronistas se hacían lenguas de las propiedades de una hierba que daba fuerza y poder, las autoridades locales manifestaban sus mayores reservas acerca de aquellas fantasmagorías nacidas en la cabeza de unos cuantos borrachos y en el cerebro de oscuros poetas.

–Donde esté una buena espada que se quite todo lo demás -solía decir Malek Shah, a lo que Nezam-ol-Molk asentía con una profunda inclinación.

Sin embargo, Omar Jayyam no había ocultado a Hasan las delicias que experimentaba fumando su narguileh al tiempo que bebía algunos vasos de vino tinto de Shiraz.

–Es en esos momentos cuando encuentro la inspiración, se me aparecen las mujeres más hermosas y siento que otras fuerzas desconocidas invaden mi cuerpo.

Sabbah siempre había rehusado beber y fumar, pero comprendía que en aquellos instantes de embriaguez pudiese uno sentirse diferente. No faltaban borrachos en las callejuelas sombrías de Ispahán y en los burdeles clandestinos se servía toda clase de elixires y mixturas afrodisíacas extraídas de esencias de rosas, lilas y girasol.

Mezcladas con vino o aguardiente, hacían que la cabeza diese vueltas y que los consumidores más fuertes no resistiesen. Uno tras otro iban desplomándose, se les vaciaban los bolsillos y se les echaba a la calle. Pero lo que se dice hachís, nada.


Por tres veces Hasan y sus adeptos emprendieron viaje al sur, Nilo arriba, en grandes y confortables embarcaciones con objeto de visitar el Valle de los Reyes y contemplar las maravillas construidas siglos atrás por la mano del hombre. Nunca los acompañó Tahar. Karnak y Luxor fascinaban al hijo de Sabbah, pero sentía una especial preferencia por Tebas, que consideraba más mística y religiosa. Recordaba cómo los asirios y sobre todo los persas de Cambises la habían invadido y saqueado, y lo lamentaba, como lamentaba el incendio de Persépolis por los ejércitos de Alejandro.

Hasan detestaba a los militares en general y a la soldadesca en particular, que so pretexto de conquistar saqueaban, violaban y devastaban todo aquello de que se habían apoderado.

En su época había discutido de esto con Nezam-ol-Molk, que tenía vara alta sobre las tropas del sultán, y no le habían hecho mucha gracia los razonamientos del muchacho. También se acordaba de la farsa que había sido la ejecución en la plaza pública de Ghom y de la atroz muerte de unos pobres diablos por orden de un oficial imbuido de su poder.

Tebas se había librado de las destrucciones. La visión que Hasan obtuvo de ello, le estimuló. Gustaba de recorrer en silencio las arterias petrificadas en el tiempo y el polvo, vacías de todo habitante y repletas de misterios. A través de los textos que había leído en Ispahán y en El Cairo se había enterado de todo lo relativo a aquella urbe que había sido centro del mundo, lugar de encuentro de todos los saberes y de no pocas creencias y que encarnaba tan bien aquel Oriente del Sur donde se mezclaban historia, religión y fantasía.

Los más grandes filósofos habían enseñado allí, los conquistadores la habían asediado, glorificado los artistas.

Cuando descendía el curso del río, el hijo de Sabbah se instalaba en la parte delantera de la nave y pasaba largas horas meditando. Rememoraba las palabras oídas en la montaña de los Leones y sabía que era allí, en aquella tierra lejana, donde se jugaba su destino. Era allí donde, a su vez, tendría que levantar un ejército, afrontar rivales poderosos, convertir a los más escépticos y hacer triunfar sus ideas. La empresa sería inmensa, los obstáculos infinitos, los enemigos innumerables. Nada le asustaba, pero, a veces, llegaba a dudar ante tamaña tarea, pues no podía por menos de confesar que al cabo de todos aquellos meses pasados en Egipto todavía no había encontrado hombres susceptibles de componer su futuro ejército, lo mismo que los elementos que constituirían la base de su organización y menos todavía los compañeros encargados, junto con él, de predicar, convertir y reunir prosélitos. Aparte de los dais de la casa de las ciencias, aparte de ciertos viejos apegados a sus tradiciones y a su tierra, ningún joven por el momento estaba dispuesto a seguirle fuera del país para acabar con los herejes y los selyúcidas. Se había dado cuenta de ello desde las primeras semanas de su estancia: ¿cómo un egipcio, por muy ismaelita que fuera, iba a aceptar dejarlo todo para enfrentarse con un enemigo en un país que no era el suyo? ¿Cómo un árabe, por muy subyugado que estuviera por las prédicas y los sermones de Hasan, iba a ofrecer su tiempo y su vida por ir a Persia y expulsar a los turcos? Verdad era que los ejércitos de al-Yaiush guerreaban contra éstos, pero en Palestina, no más allá: Hasan sabía que los persas no eran especialmente queridos por los árabes, aunque fuesen de la misma confesión.

Ni la lengua, ni la cultura, ni las tradiciones eran las mismas. Entonces ¿por qué lo habían enviado tan lejos de los suyos? ¿Únicamente por aquella planta mágica, por aquella hierba que volvía loco? A veces, tenía sus dudas.

Había visto sus efectos en Tahar y sus compañeros, pero aquellos pocos instantes de desvarío, de somnolencia, no lo habían convencido nada por el momento. Reconocía que el brebaje tenía consecuencias diferentes según qué persona lo ingiriera y producía reacciones a veces inesperadas. Pero más allá de aquellos éxtasis, de aquellos gestos incoherentes efectuados por adictos sin duda más frágiles que otros, de aquellas palabras insensatas que algunos pronunciaban, había sin duda otra cosa, algo que los demás no habían descubierto aún y que era la clave de todo el misterio.


La decisión estaba tomada: tan pronto como volvió a El Cairo, aceptó la invitación de Tahar de ir al fumadero con la intención de comprender lo que los otros experimentaban.

Por supuesto que Hasan se mantuvo muy prudente y no hizo ningún exceso.

Aquella fuerza interior que los demás buscaban, ya la poseía él desde hacía mucho tiempo sin tener que recurrir a ningún subterfugio, a ningún artificio para sentirse más sólido que el resto.

Pero debía conocer, sin ningún género de dudas, los efectos de aquella planta para, a continuación, sacar todas las ventajas que pensaba exigir a los demás, de modo que, en contra de sus principios, aceptó probarla. Tahar, ya bajo los efectos del placer que le proporcionaban las hierbas, le dijo:

–Por fin, hermano, eres de los nuestros desde ahora… No te resistas… Consúmelas a tu manera, sé feliz, vuela hacia otros mundos… Olvídate de todo…

Hasan no tenía el menor deseo de olvidarse de nada. Optó por absorber su hachís en forma líquida, en cantidad muy pequeña, contentándose con mojarse los labios de vez en cuando.

Hubo de confesarse que el sabor no era malo, si bien un poco ácido. Había otros que tragaban tabletas que cortaban en minúsculas porciones y tomaban con zumo de fruta. Había, por último, quienes inhalaban el hachís en unos recipientes tapándose la cabeza con un paño y profiriendo gritos de satisfacción al aspirar la cálida poción.

Hasan no dejaba de observar a los que le rodeaban al tiempo que iba sorbiendo en muy pequeñas dosis el contenido de su copa. Nadie se ocupaba de él, entregado como estaba cada uno a su mundo irreal, gritando éstos su placer, ronroneando de voluptuosidad aquéllos, y, en fin, retorciéndose sobre sus esterillas y reclamando la presencia tan pronto de una mujer, tan pronto de un muchacho, los de más allá.

En cuanto a Tahar, parecía ausente. Hasan lo miraba, pero su amigo no lo veía. El jerife permanecía inmóvil, aparentemente sereno. Así continuó, en aquella postura, de codos sobre los cojines, con las piernas encogidas debajo del cuerpo, perdido en sus sueños, sin oír nada, ajeno a todo. Hasan estaba fascinado por aquella especie de parálisis que se había apoderado de su amigo. Le hizo una señal con la mano, pero Tahar lo miró sin reconocerlo, interrogándole con unos ojos desmesuradamente abiertos.

–¡Ven aquí conmigo, Tahar, levántate y ven!

El otro hizo un esfuerzo y volvió a caer sobre los cojines. Intentó moverse de nuevo y Hasan lo ayudó a levantarse.

–¡Sígueme, estiremos un poco las piernas!

Semejante a un autómata, el joven egipcio siguió a su amigo persa.

Anduvieron a pasito hasta el fondo de la sala, sin objeto preciso, rodeando las columnas, las estatuas y un pequeño estanque interior y evitando a los consumidores tirados por el suelo.

después salieron al frescor de la noche. Hasan tuvo frío de repente, pero Tahar no experimentó sensación alguna. A pesar de lo ligero de su ropa, su cuerpo no temblaba al contacto con el aire fresco.

–¡Párate, Tahar!

Su acompañante se quedó inmóvil sin preguntar nada.

–Separa los brazos… lentamente… Quédate con los brazos separados… ¡No te muevas!

El otro, sin decir, palabra, permaneció un buen rato con los brazos en cruz.

–¡Anda así, con los brazos separados!

En medio de la noche, Tahar avanzó en línea recta y en aquella postura.

–Ahora ¡párate y vuelve aquí!

El hijo del ministro dio media vuelta y se dirigió hacia su amigo.

–¡Baja los brazos, despacio!

¡Ponte de rodillas… con los brazos en cruz!

Durante unos diez minutos, Hasan ordenó a Tahar que hiciese los gestos más banales, los movimientos más corrientes, y este último, siempre con el semblante impasible y los ojos abiertos de par en par, sin desviar la mirada a derecha ni a izquierda, actuaba como se le había mandado. Oía, obedecía y no decía palabra.

Hasan tenía ante sí una criatura dócil que se movía a una orden suya, giraba, se levantaba, se arrodillaba y se volvía a levantar. Hubiera podido pedirle cualquier cosa, incluso las más extravagantes e insensatas y Tahar le habría obedecido sin duda. Bajo la influencia de la droga, el muchacho estaba en otro mundo: oía claramente lo que se le decía, pero carecía de toda voluntad y era incapaz de reaccionar.

–¡Da vueltas sobre ti mismo…

más… más!

El egipcio, semejante a una peonza, giraba y giraba sobre sus talones con los brazos separados, los ojos cerrados y sin perder nunca el equilibrio.

Aquello duró dos minutos, tres minutos, en una zarabanda infernal y cuando Hasan le dio orden de parar Tahar se quedó inmóvil, bajó lentamente los brazos y abrió los ojos. No parecía cansado ni la menor gota de sudor perlaba en su frente.

El persa se acercó a él, lo cogió por los hombros y lo sacudió suavemente.

–Tahar, amigo mío, ¿me oyes?

Tres veces le hizo la pregunta hasta que el otro acabó por mover la cabeza de arriba a abajo.

–Ven, volvamos. Tus amigos deben de estar esperándonos.

Y regresaron al edificio donde los demás adeptos proseguían sus sahumerios y libaciones, cantando unos, inertes otros sobre sus pufs, como anestesiados por sus excesos.

Hasan instaló a su compañero confortablemente sobre una alfombra, le puso un cojín debajo de la cabeza y se marchó. El olor de la sala y la gritería que allí reinaba le molestaban.

Le picaba la garganta y tenía irritados los ojos. El aire fresco de la noche le sentó bien. Volvió a su casa caminando a pie, muy impresionado por lo que acababa de ver. Una vez más recordó las palabras del maestre de la Montaña:

–Esa hierba mágica que allí encontrarás será más poderosa que todas las cimitarras de Oriente…


Ahora necesitaba saber, por encima de todo, el misterio de aquella planta, dónde se cultivaba, cómo se recolectaba y preparaba. Algunos adictos la mascaban, otros la tragaban en forma de pastillas o de líquido; otros, finalmente, aspiraban sus vapores.

¿Le indicaría Tahar la fórmula mágica? ¿Recordaría su amigo lo que acababa de pasar y aceptaría confiarle el secreto de la fabricación? Hasan sólo estaba seguro de una cosa: cuando abandonase Egipto, se llevaría semillas de aquella planta y estaría en el secreto de su preparación. Sin duda alguna, aquella hierba tenía una potencia mágica que le daría a él un poder ilimitado si conseguía producir la cantidad suficiente para volver dóciles a quienes le rodeasen y para aniquilar a sus adversarios. Se imaginaba ya al frente de un ejército totalmente entregado a su causa, echando abajo murallas, destruyendo fortificaciones, exterminando a las tropas enemigas.

Aquella noche no pudo conciliar el sueño y dio vueltas y más vueltas en su cama. Se veía dando órdenes, obteniendo victorias, humillando a Malek Shah y a Nezam-ol-Molk, liberando a su país del yugo selyúcida. Miles y miles de campesinos y tenderos, pero también soldados, hombres de religión y gobernadores se prosternaban ante él y entonaban cantos de alabanza. Se gritaba su nombre, se le aclamaba, la gente quería tocar sus ropas, se le llevaba en triunfo.


–Hasan, hermano, ¿cómo te encuentras? Vengo a saber de ti, pues no te he visto esta mañana.

Allí estaba Tahar, delante de él, fresco y listo para todo, perfumado como de costumbre, y vestido con un bonito traje de gala que no había más que ver.

Una vez más, el hijo de Sabbah debía de haberse quedado dormido de madrugada y había tardado en despertarse. Se incorporó:

–Pero ¿adónde vas tan temprano y vestido de semejante manera? ¿Es a alguna ceremonia?

Tahar sonrió:

–Sí, amigo mío, ha llegado el gran día. Nuestro califa bienamado, que Dios guarde, se ha dignado recibirte hoy y he venido a avisarte. No disponemos de mucho tiempo.

Hasan había saltado de la cama:

–Pero ¿ahora… así de repente?

Pero ¿cómo es posible?

–El califa ha hablado de ti esta mañana. Ha preguntado si estabas en El Cairo. Mi padre le ha dicho que seguías en nuestra casa. Entonces, ha expresado su deseo de verte. Date prisa, el tiempo corre.

No fue necesario esperar demasiado a que Hasan estuviese listo: una rápida ablución, una breve oración; luego, ponerse el traje blanco, anudarse el rojo fajín en torno a la cintura, colocarse en la cabeza un turbante inmaculado y seguir al amigo. Sólo unos cientos de metros separaba la casa del ministro Ibn al-Thami de la residencia real, pero después de un año de estancia en Egipto nunca hasta entonces había pisado aquella avenida bordeada de álamos, buganvillas, macizos de rosas y lilas y parterres florales de los más vivos colores.

A medida que se acercaba, aumentaba el número de soldados armados, de celosos funcionarios que corrían en todas direcciones y de atareados criados. Un oficial salió al encuentro de Hasan y se inclinó respetuosamente ante él.

–Bienvenido al palacio de nuestro augusto soberano. ¡Sígueme!

Las lanzas que interceptaban el paso se separaron y el persa entró en un primer vestíbulo en donde charlaba una multitud de cortesanos que se callaron, doblando el espinazo según cruzaba la estancia. En una segunda sala, otros personajes que discutían lo saludaron igualmente. Hasan lanzó una rápida ojeada a las paredes y el techo: todo era de oro y maderas preciosas. Finalmente entró en el gran salón de audiencias en donde se encontraban una veintena de personas. Al fondo, en un trono sobrealzado estaba sentado un hombrecillo que hablaba con un adolescente instalado a su derecha en un segundo trono. Otro joven personaje, sentado a la izquierda del califa, lo miró sin decir palabra.

Hasan reconoció, un poco desviado, al emir al-Yaiush, luego al ministro de gastos y consumo, al gran maestre de la logia de El Cairo, al encargado de las reales caballerizas, al de las diversiones, al del saber y a otros personajes cuyas caras le eran menos familiares.

Mostansir separó ambos brazos e hizo una señal al joven para que se acercase. Hasan se detuvo a tres pasos del soberano inclinándose ante él y llevándose la diestra al corazón, impresionado por el boato.

En esta postura poco cómoda aguardó a que el señor de aquellos lugares le rogase que se volviese a incorporar.

Con gran sorpresa constató que el rey bajaba de su estrado y salía a su encuentro. ¿Iría a abrazarlo?

El califa pasó por delante de él y dio unas cuantas zancadas por la sala, yendo y viniendo sin motivo aparente, subiendo de nuevo al estrado, volviendo a bajar y parándose delante de cada invitado.

Hasan se había incorporado un poco y trataba de ver con el rabillo del ojo lo que sucedía. Todos los cortesanos presentes seguían el deambular de Mostansín sin decir palabra. El ministro de la guerra e Ibn al-Thami permanecían inmóviles y a la espera.

Las idas y venidas duraron cinco minutos y parecieron no sorprender a nadie. Los dos jóvenes sentados a ambos lados del trono miraban las evoluciones del califa. Uno estaba sonriente, el otro serio.

Por fin, el rey se sentó. Parecía haberse tranquilizado. Hasan había vuelto a inclinarse y contemplaba las pantuflas de su huésped. Brillaban con la pedrería más bella que imaginarse pueda. En sus extremos, dos enormes esmeraldas como ojos de serpiente lanzaban sus destellos.

–¡Bienvenido, hijo de Sabbah!

¡Bienvenido a mi palacio!

Hasan se había erguido pero mantenía la mano sobre el corazón. Miró al potentado a los ojos y un sentimiento de sorpresa que dominó rápidamente recorrió su cuerpo: el hombre bizqueaba y era muy feo. Rondaba la sesentena y era de mediana estatura, medio calvo, de nariz ganchuda, ojos hundidos, mirada febril, larga y mal peinada barba, labios pequeños y dientes grises y picados que asomaban detrás de una sonrisa extraña. Llevaba, echado hacia atrás, un turbante de seda negra y sus vestiduras, azul oscuro y gris, se ajustaban a la cintura por un fajín de terciopelo violeta que habría hecho palidecer de envidia al mismísimo Malek Shah: todo lo que el universo contenía de piedras preciosas estaba prendido en él y brillaba con mil destellos sobre el vientre del califa.

Un penacho en el gorro, una enorme presea en el pecho, media docena de collares alrededor del cuello, brazaletes y sobre todo sortijas en cada uno de los dedos completaban el cuadro que Hasan pudo contemplar. Así pues, el monarca, tras un prolongado luto, había aceptado engalanarse para la ocasión.

Mostansir le indicó que se acercase hasta los pies del estrado. Había colocado ambas manos sobre los brazos del trono, y el persa, no estando autorizado a mirar al rey a los ojos en tanto que éste no le dirigiese la palabra, pudo admirar a gusto los reales dedos: el índice de la mano derecha ostentaba una gran piedra de luna, muy eficaz contra los envenenamientos, el de la mano izquierda, un ámbar no menor, cuyos efectos contra la depresión son conocidos. Los dos dedos medios aparecían adornados con sendas esmeraldas ahuyentadoras de los sueños ingratos, y los anulares con turquesas, eficaces contra la cólera. En cuanto a los meñiques, lucían éstos dos pequeños escarabajos de lapislázuli, que, al decir de los astrólogos, permitían combatir los influjos nefastos, calmaban los insomnios y curaban las crisis de epilepsia.

Hasan estaba fascinado por aquellas manos de larguísimos dedos que prolongaban unas uñas pintadas e interminables y que se agitaban frenéticamente y que el rey se frotaba tan pronto como al ponerlas en el trono eran presa de convulsiones apenas perceptibles.

La diestra sostenía un cilindro de rezos en oro terminado por una pequeña cola trenzada de hilos del mismo metal.

El persa había observado asimismo que el califa se rascaba constantemente, ya de pie, ya sentado. Cuando andaba, eran los brazos, el pecho e incluso los costados, y cuando se sentaba, los muslos y la nuca. Más tarde supo que padecía de eczemas. Hacía años que los médicos lo cuidaban sin éxito, teniendo a veces que acudir de noche cuando las crisis eran demasiado agudas y un líquido le supuraba de las finas pústulas que él se abría con las uñas.

–Hijo de Sabbah, ¿te gusta mi país?

Hasan se inclinó:

–Ciertamente, Divina Majestad, ciertamente. Me gusta este país y la gente que lo puebla.

¿Qué más añadir? El califa se había puesto a hablar con un cortesano y parecía no prestar ningún interés a la contestación del visitante.

Mostansir se había levantado de nuevo y tamborileaba con sus dedos en la mejilla de uno de los dos eunucos que sostenían el dosel detrás del trono. Ambos servidores, de elevada estatura y negros como el ébano, tenían el torso desnudo y llevaban sendos trapos cubriéndoles las caderas. El monarca se dirigió al fondo de la sala y Hasan lo siguió con la vista, lo que le permitió contemplar la magnificencia del lugar. Miles de espejos cubrían el techo y las paredes de la estancia. No sólo el trono, también los muebles que la adornaban lucían incrustaciones de piedras raras. Las alfombras venían de Persia y los perfumes que embalsamaban el ambiente despedían un aroma desconocido del hijo de Sabbah. Las colgaduras y cortinajes que bajaban del techo eran más ricos que los del palacio de Ispahán y los bordes de las estanterías que contenían libros y de las ventanas parecían haber sido pintados con delicadas capas de oro.

Hasan advirtió entonces que el soberano deambulaba por la sala con un espejito en la mano que le permitía no sólo mirarse de tiempo en tiempo, sino, sobre todo, ver lo que pasaba a sus espaldas. No cabía duda de que el rey estaba loco o, al menos, muy tocado por la enfermedad.

Desde el fondo de la estancia, Mostansir lo apostrofó con voz profunda y algo estropajosa:

–Hijo de Sabbah, ¿conoces a los míos?

Sorprendido por la pregunta, Hasan respondió con cierta vacilación:

–No, Grandeza. No, no conozco a vuestros ilustres hijos.

Una risa hiposa lo interrumpió.

–Los dos están ahí, delante de ti.

A la derecha tienes a mi primogénito, Mostawili. Es un buen muchacho, que honra a su padre y a su madre, reza regularmente y siente una gran pasión por las matemáticas y la botánica.

Hasan miró al príncipe, que le hizo una leve señal de cabeza, mientras su rostro permanecía impasible. Los rasgos del joven eran poco enérgicos, la mirada anodina y el porte altanero.

Guardaba un extraño parecido con su padre y se diría que carecía totalmente de voluntad. Vestido de rosa y rojo del turbante a los pies se daba golpecitos en las rodillas con las manos.

–Mi otro hijo se llama Nizar.

También es un buen muchacho, apenas pasa de los veinte años y está casado.

Sus aficiones son la poesía, la geografía y observar las estrellas.

Enseguida Hasan se sintió atraído por aquel joven príncipe de franco semblante, tez clara y grandes ojos que unas cejas perfectamente dibujadas subrayaban. Este último le hizo un gesto imperceptible con la mano que sólo Hasan advirtió.

–Tengo otros hijos, todos muy guapos y más jóvenes que ya conocerás.

Ahora están con su madre.

El persa notó al califa a sus espaldas, a menos de un paso. Se volvió lentamente e hizo una nueva reverencia ante él.

–Estás lejos de tu país, pero quiero que te sientas aquí como en tu casa. Se te aprecia entre nosotros y no he oído acerca de ti más que alabanzas. Eres un ejemplo para los creyentes, a los cuales aportas tu inmensa riqueza espiritual.

Hasan mantuvo la cabeza agachada, agradeció a Mostansir sus amables palabras y le confirmó su voluntad de trabajar en Egipto.

El monarca se volvió a su trono e hizo llamar a al-Yaiush para decirle unas palabras al oído. El armenio, impecable en su espléndido uniforme de jefe de los ejércitos, se inclinó, volvió a erguirse, miró a Hasan intensamente y dijo:

–Hijo de Sabbah, nuestro gran Califa, que Dios guarde, está algo cansado. Desea que te retires. ¡Ve en paz!

Esto último fue dicho con sarcasmo.

El persa hizo una profunda reverencia y retrocedió a pequeños pasos sin jamás darle la espalda al déspota.

Cuando estimó conveniente la distancia, se irguió y desapareció por la puerta del fondo.

De aquella entrevista sólo conservó una imagen que le persiguió toda la noche: la del joven príncipe Nizar.

Le parecía puro, honrado, pero muy solo. Se propuso volverlo a ver…


Capítulo quinto


El Príncipe



Aquella mañana, Hasan procuró entrevistarse con Tahar. Se lo encontró sentado a la sombra de un árbol con otros tres hombres de su edad que el persa no conocía.

El hijo del visir levantó la vista y con un gesto de la mano le invitó a acercarse.

–Amigo, ¿quieres unirte a nosotros para una partida de chaquete?

El hijo de Sabbah, que prefería el ajedrez o los juegos de paciencia, le confesó que aquel entretenimiento no le atraía demasiado y que deseaba hablar con él. Tahar se levantó y rogó a sus amigos que siguiesen el juego sin él. Hasan se llevó aparte a su huésped y lo invitó a sentarse en un banco.

–Tengo que hacerte una petición especial que tal vez te sorprenda. Me gustaría tener una conversación contigo a propósito de la velada que pasamos en el pabellón… hace un mes.

Tahar se mostró sorprendido:

–Vaya, vaya. Parece que el hijo de Sabbah le ha tomado gusto al misterioso brebaje.

–La sensación estuvo lejos de resultarme desagradable.

Hasan agachó la cabeza confuso.

Tahar lo miraba sonriente.

–Me hubiera gustado saber de qué manera me sería dable conseguir tu elixir mágico.

Tras un corto silencio, el egipcio le puso la mano en el hombro a su amigo:

–¡Basta con que lo pidas, hermano mío!… Vente con nosotros cuando caiga la tarde.


–Es muy amable de tu parte, pero preferiría disfrutar de él en mi domicilio…

Tahar se echó a reír abiertamente.

–¡Ja! ¡Ja! ¿Te vuelves reservón conmigo? ¿Con qué extraño personaje te propones compartir esta delicia?

–Reservón siempre lo he sido contigo, ¿no? – respondió Hasan con ironía-. ¿Es que no conoces mi gusto por la soledad?

Los dos jóvenes se encaminaron a casa del visir. Una vez allí, Tahar batió palmas con todas sus fuerzas hasta que su criado se presentó andando con pasos cortos y rápidos. No se le podía echar edad a aquel hombre.

Iba descalzo y vestía ropa de lino gris claro; un cordón alrededor del talle y un turbante blanco sobre su pelo negro completaban su aspecto.

Con mirada obsequiosa y doblándose en dos por la cintura, se quedó inmóvil ante su amo.

–Dime, Yúsef, tu primo es el que sigue suministrándonos el hachís, ¿verdad?

El criado dio muestras de sorpresa y respondió tartamudeando.

–Sí…, mi señor… ¿Vuestra Gracia está, quizás, poco satisfecho?

¿Le preocupa alguna cosa… alguna contrariedad?

Yúsef transpiraba y miraba con inquietud a Tahar y a Hasan alternativamente.

–No temas. ¡Es ex-ce-len-te!

Incluso diría que he advertido una mejoría en su calidad.

El sirviente se encorvó todavía más, encantado y aliviado al parecer por la respuesta de su amo.

–A mi amigo aquí presente, el maestro dai, a quien conoces y también sirves, le gustaría también tener. De modo que cuento contigo para esto lo antes posible.

Yúsef se volvió hacia Hasan a la vez sorprendido e intrigado de que uno de los huéspedes del visir y de su hijo no se sumase a los del pabellón.

–Oh, venerado maestro, ten la seguridad de que a partir de mañana al amanecer tendrás lo que deseas. Esta noche tengo que ir a ver a mi primo y haré de manera que su selección sea la mejor posible.

–Tú eres el primer interesado, Yúsef, el primer interesado -prosiguió Tahar, en un tono entre la amenaza y la broma.

–Dime -añadió Hasan-, ¿cuándo te propones ir a casa de tu primo?

–En cuanto mi amo aquí presente me dé permiso -dijo el criado titubeando e inclinándose ante Tahar.

–Por mi amigo no tengo inconveniente en dártelo en cuanto anochezca.

Y ahora, ¡anda, desaparece!

Tahar lo despidió dándole un cachete con el dorso de la mano. El sirviente se alejó tan rápidamente como había llegado, y tan pronto como Hasan se hubo retirado, el dueño de la casa fue a reunirse con sus compañeros de juego.


Hasan se contemplaba en el psique de su cuarto, satisfecho de su metamorfosis. La vestimenta que le había cogido a uno de los esclavos sin que éste lo advirtiera no dejaba nada que desear. Podría salir de la casa y confundirse con aquella muchedumbre de criados de la residencia sin hacerse notar.

Se había sentado encorvado para no llamar la atención de los demás sirvientes a unos pasos del portalón por donde vería salir a Yúsef.

De repente lo vio cruzar una pequeña puerta lateral con la misma ropa de lino gris claro, pero calzando babuchas esta vez. Dejó que le tomase cierta delantera, mezclarse con la multitud, y lo siguió a distancia cuando ya el declive del sol agrandaba las sombras.

Andaba Yúsef a grandes zancadas, volviéndose de vez en cuando como si notase que le seguían. En momentos tales, Hasan se escondía detrás de un árbol, de un viandante o de un borrico pesadamente cargado. Así cruzaron los barrios ricos de la ciudad hasta irse adentrando progresivamente por las callejuelas más miserables y populosas de El Cairo.

El persa se había pateado en más de una ocasión determinadas arterias de la urbe sin aventurarse jamás por aquella zona poco recomendable y en la que eran corrientes los crímenes y cotidianos la violencia y los robos. Ni siquiera los rincones más sospechosos de Ispahán llegaban a aquel grado de miseria y desgracia donde tullidos y desheredados de la fortuna compartían a ras del suelo, en medio de barrizales de fango y polvo, inmundos jergones. Así, pudo ver a un niño disputándole a un perro vagabundo un mendrugo de pan. Un poco más lejos, un muchacho, al que le faltaba una mano, desvalijaba a un viejo que exhalaba su último suspiro con la cara hundida en un charco de agua estancada. Una vieja de marchito y pintarrajeado rostro invitaba con la enronquecida voz de boca desdentada a que comprasen sus favores los hombres que pasaban por allí acompañándose de gestos particularmente obscenos.

No por ello perdía de vista Hasan al criado de Tahar, que, de repente, se paró en seco delante de una casa de paredes de ladrillo oscuro. Vio que llamaba a una pesada puerta de madera, tan repulsiva como las paredes, con cinco golpes dados rítmicamente. ¿Sería allí donde vivía su primo? Abrieron y Yúsef desapareció en el interior de la casa.

El hijo de Sabbah decidió entrar en aquel antro al precio que fuese.

Debía actuar muy de prisa, y echó un rápido vistazo a derecha e izquierda.

Era evidente que pocos se aventuraban por aquel degolladero en aquellas horas finales del día cuando las sombras invadían el lugar.

Hasan atravesó un jardincillo lleno de basura y desperdicios dando un rodeo al edificio. El andar pisando excrementos lo puso furioso. Además tropezó con un cuerpo tirado en el suelo entre dos pacas de algodón podrido y resbaló en un charco de agua salobre antes de llegar, finalmente, a la parte de atrás de la casa en que Yúsef acababa de entrar.

No había puerta ni ventana que permitiesen el acceso. En el suelo encontró algunas piedras y unos cuantos ladrillos y tablones que amontonó con infinitas precauciones a fin de constituir un pequeño andamio al cual trepar y desde el que acceder fácilmente al tejado.

Una vez en la techumbre, se tendió boca abajo sobre las grandes ramas, las hojas de palmera y las cañas que formaban la cubierta. Un ruido de voces subía desde el interior del tugurio. Apartó con cautela la vegetación para ver qué pasaba debajo de él.

Yúsef discutía con un hombre extremadamente barrigudo y paticorto, el cual daba órdenes a unos niños pequeños que no paraban de trabajar. La atmósfera era irrespirable y los efluvios que llegaban a la pituitaria de Hasan, acres y picantes. En el centro de la única habitación del local había cuatro grandes calderos donde hervían a borbotones unos líquidos parduscos.

En aquel reducido espacio se apilaban unos cuantos sacos con flores de adormidera, cáñamo indio y otras plantas que no conocía. Una gran mesa ocupaba la otra parte del recinto donde unos niños enclenques y sudorosos estaban atareados cortando, separando y atando las hierbas cuyo secreto trataba Hasan de descubrir. Todas aquellas mezcolanzas que fermentaban, aquel vapor que se desprendía, el calor insoportable del sitio y el nauseabundo olor que emanaba no parecían incomodar a Yúsef ni a su primo, que seguían hablando en medio de exagerados gestos.

Se produjo una caída: uno de los infantes que revolvía uno de los calderos con un pedazo de madera plano se había mareado y perdido el conocimiento. Se le volvió en sí a base de grandes patadas en los costados y latigazos en la espalda. Los otros jovencitos interrumpieron por unos instantes la tarea para mirar a su camarada, pero ante las voces del patrón en seguida la reanudaron. El niño se levantó penosamente y recogió del suelo la pala para proseguir su trabajo.

Todos parecían aterrorizados, famélicos y al borde del agotamiento.

Hasan permaneció alrededor de una hora en aquella posición incómoda, con los pies colgando prácticamente en el vacío, agarrado a unas ramas para no caer al callejón y desnucarse. Durante ese tiempo observó minuciosamente la fabricación de las pócimas, los polvos, las píldoras y otras mezclas.

Según progresaba la preparación de aquella planta milagro, grababa en su memoria las diferentes etapas de la elaboración, las dosis y sus composiciones.

Cuando hubo aprendido lo suficiente, intentó bajar de su improvisada percha. De repente sintió unos calambres seguidos de un dolor insoportable en la pierna derecha. Se agarró como pudo a una rama seca y dejó escapar un pequeño grito de dolor que rompió el silencio de la noche. El corazón empezó a latirle con fuerza pues sabía que al otro lado de la pared todos lo habían oído.

El hombre gordo dio la alarma y salió fuera del edificio. Yúsef y unos cuantos niños le siguieron. Todos miraban hacia el tejado y luego por los alrededores.

Hasan logró sobreponerse al dolor y se deslizó por la parte trasera del edificio. Ágil y rápido, había tenido el tiempo justo de desaparecer en la oscuridad en el momento preciso en que las enormes hojas de dos puñales hacían irrupción detrás de la casa.

El hombre gordo estaba fuera de sí:

–Fíjate, Yúsef, alguien ha estado aquí. Mira el rastro que ha dejado…

y esos ladrillos… y esos tablones.

El primo, dubitativo, replicó:

–No te preocupes, habrá sido algún perro suelto o a lo mejor un vagabundo. ¡Anda, vamos!

–Estoy seguro de que alguien te ha seguido.

–Puedes creerme. En todo el tiempo que vengo a tu casa, no me ha seguido nadie hasta ahora.

Y la puerta volvió a cerrarse tras ellos.

Mientras tanto, Hasan proseguía su carrera por el laberinto de callejuelas sucias y oscuras, corriendo al azar. No sabía muy bien en qué dirección iba, pero sólo le animaba un deseo: salir de aquel sitio lo más rápidamente posible y anotar en sus tablillas las fórmulas que retenía en la cabeza.

Hacía horas que había caído la noche cuando penetró con infinitas precauciones en la propiedad de al-Thami y luego en su casa. Maryam se incorporó en la cama cuando él se desnudó, pero como de costumbre no dijo nada.

Hasan se tendió en el suelo en el otro extremo de la habitación y, a la luz de un candil, se dedicó hasta muy tarde a escribir las fórmulas, ordenar las palabras y esbozar incluso algunos dibujos en unos pergaminos que enrolló con un paño y escondió detrás de unos libros.


Pronto haría dos años que el persa vivía en la corte del califa y, con el paso de los meses, el prestigio de la fama del joven maestro no había hecho más que crecer, extendiéndose más allá de los muros de Palacio. No obstante, algunos dignatarios que rodeaban a Mostansir no ocultaban su envidia hacia él.

Al-Yaiush, sin dejar de mostrarse cortés, no había manifestado nunca ni simpatía ni interés hacia Hasan y éste acabó por temer sus entrevistas con el emir.

Aquella mañana, el hijo de Sabbah salió de la casa de las ciencias acompañado por cinco de sus discípulos.

El sol estaba ya alto y los ismaelitas, vestidos de blanco y ceñidos de rojo, intercambiaban algunas palabras en las avenidas reales.

Alrededor de ellos todo era griterío, agitación, parloteo; se veían soldados armados corriendo en una dirección, criados afanosos, poetas que declamaban sus versos a quienes estaban dispuestos a oírles. Aquel estruendo contrastaba con la calma que emanaba del pequeño grupo de hombres que rodeaban a Hasan.

De pronto se dejaron oír unas voces procedentes de la entrada principal, restallaron órdenes, y algunos hombres corrieron a abrir los dos batientes de la puerta central. Luego se hizo silencio, la multitud se inclinó y Bedr al-Yemali hizo su aparición, más marcial que nunca, a caballo sobre su negro corcel y seguido de una escolta igualmente impresionante.

La coraza y el casco de metal daban al armenio un poderoso aspecto de verdadero jefe militar, altivo y temible.

Al divisar a lo lejos al grupo de ismaelitas picó espuelas y galopó hacia ellos. Tiró de las riendas en el último instante y el caballo se encabritó relinchando en medio de una nube de polvo. Los seis hombres vestidos de blanco no se movieron.

El rostro del emir, más radiante que nunca, estaba vuelto hacia Hasan, a quien el fogoso y sudoroso animal empujó ligeramente. Los discípulos, sorprendidos en un primer instante por la aparatosa escena, trataron de proteger con sus cuerpos al hijo de Sabbah, quien no desvió su vista de la mirada del guerrero. Una vez que se hubo tranquilizado el caballo, Hasan apartó a sus amigos con el brazo y, siempre en silencio, aguardó las palabras del jinete. Éste soltó una gran carcajada y, señalando a los dais puestos en aquella embarazosa situación, le interrogó:

–¿Temes, acaso, el ímpetu de mi cabalgadura, maestro venerado?

El jefe del ejército mostró la extremada blancura de sus dientes y en tono burlón añadió:

–¡Y yo que pensaba que el cerebro de los animales no tenía para ti mayores secretos que el alma de los hombres!

–Si es cierto que no siempre capto el espíritu de un caballo, no lo es menos que empiezo a conocer a fondo el del hombre y sus oscuros entresijos.

Si en algún momento te gustase hablar acerca de ello, estoy a tu entera disposición y tengo la certeza de que te interesará. Hay casos en que el animal tiene más inteligencia que el hombre y me atrevería a decir que a veces esto me reconforta.

El semblante del armenio se ensombreció; había dejado de sonreír y aunque abrió la boca, ninguna palabra salió de ella.

Era evidente que la contestación del persa lo había dejado cortado.

Sólo fue capaz de gritar una orden; luego, gesticulando de nuevo desde su corcel, que se alzó soberbiamente sobre sus patas traseras y, fustigando al animal con violencia, desapareció a lo lejos, seguido por sus hombres igualmente impetuosos y ruidosos.

Todos los encuentros entre al-Yaiush y Hasan habían sido breves y agitados. El jefe guerrero aparecía con esplendor y estrépito y siempre se marchaba acompañado del mismo estruendo y ardor. Le gustaba hacerse temer en sus desfiles militares y en sus impresionantes alardes de ostentación; sabía que sin estas cosas le habría sido más difícil imponer una autoridad que quería inquebrantable. Disfrutaba viendo a la gente retroceder ante sus excesos, inclinarse ante su poderío y evitar su mirada penetrante. Sólo Hasan se negaba a seguir su juego.

A menudo Tahar fue testigo silencioso de aquellos cara a cara en los límites de la cortesía entre el armenio y el persa y más de una vez intentó moderar los impulsos de su amigo.

Temblaba a la sola idea de sus encuentros. Calibraba hasta qué punto irritaban al emir las provocaciones de Hasan, y, conocedor de cómo al-Yaiush podía hacer eliminar a cualquiera con toda facilidad, con razón o sin ella, suplicaba a su amigo que no traspasase ciertos límites.

Hasan, en su calidad de jefe ismaelita, responsable religioso e invitado del califa no podía consentir que se le ofendiese. En sus respuestas procuraba ser prudente, reflexionar antes de hablar, evitar cualquier añagaza, pero sabía que su actitud provocaba la irritación del emir.

Tahar tenía que reconocer que el hijo de al-Sabbah siempre había salido airoso, evitando el enfrentamiento, rechazando determinadas incitaciones y pasando la mayor parte del tiempo con los dais y los seguidores de su fe.

Desde hacía poco el ambiente en la corte se había deteriorado. Se palpaba la atmósfera febril que precede a los acontecimientos de importancia.

Corría el rumor, propagado por ministros e íntimos de Palacio, de que el soberano pensaba retirarse ante un poder cuyo ejercicio se le hacía cada vez más pesado y una salud más y más precaria.

Mostansir aparecía rara vez a los ojos de sus allegados y se negaba a cualquier salida fuera de las lindes del parque real. Su pueblo no lo había vuelto a ver y las grandes ceremonias, las fiestas tradicionales, se desarrollaban con la sola presencia de Bedr al-Yemali y de algunos dignatarios. Se rumoreaba que el potentado se pasaba todo el tiempo hablando en voz alta con su abuelo, el califa Hakim, que a los criados les tiraba a la cabeza los platos que no quería comer porque pensaba que estaban envenenados. Torturado por picores, evitaba lavarse, y no paraba de gritar noches enteras, perseguido, según él, por espíritus maléficos que le impedían oír todo lo que su antepasado le decía.

Se hacía urgente tomar medidas y sólo el jefe de los ejércitos estaba capacitado para ello. Él disponía de la fuerza necesaria y también del don que le permitía usar su encanto personal para ganarse el favor de los más eminentes consejeros del reino, adulando a unos, amenazando a otros y prometiendo a los de más allá lo que les quitaba a otros. Pocos eran los que resistían aquella seducción y ninguno quería atraerse sus rayos y centellas.

Las preferencias del emir por el hijo mayor del califa, el príncipe Mostawili, un ser anodino, sin personalidad y muy sugestionable, no ofrecían dudas. A imagen de su padre, no tomaba nunca decisión alguna y aceptaba todo lo que se le proponía.

Esta inclinación del comandante supremo por el primogénito jamás la había exhibido en público ni se la había confesado a ningún confidente. Se limitaba a escuchar las opiniones de unos, las sugerencias de otros, y de este modo lograba hacerse una idea de las preferencias de los visires y de los cortesanos.

Legalmente, la sucesión del soberano debía recaer por derecho en el hijo mayor, pero su carácter, su lado superficial y soñador, planteaban no pocos interrogantes. ¡Excelente oportunidad para al-Yaiush, quien podría manejarlo a su antojo y hacer de él un objeto dócil y obediente!

Nizar, el más joven, sin ser brillante, tenía personalidad, daba su parecer y contestaba sin dificultad a toda clase de cuestiones. Tenía él sus partidarios, una minoría, sin duda, pero los personajes más destacados de la corte deseaban que, después de tres califas extravagantes, hubiese, por fin, a su cabeza un hombre sensato y responsable.

Hasan había hecho ya su elección y, en respuesta a una pregunta insidiosamente planteada por el armenio, no ocultó su opinión: sus preferencias se inclinaban por el segundón, el único que, con la ayuda, bien entendido, del visir, sería capaz de devolverle al país todo su esplendor y todo su poderío.

Bedr al-Yamali había sonreído maliciosamente y, tras inclinarse ante el persa, se había retirado. Se había enterado de lo que quería: Hasan obstaculizaba sus planes y debía eliminarlo, a él y a sus eventuales cómplices. Al contar el muchacho con el apoyo de los ismaelitas, una comunidad poderosa y rica, debía mostrarse sutil, evitar hacerlo desaparecer brutalmente y, sobre todo, no dejar aún transparentar nada. El tiempo era su aliado. Con objeto de estar seguro de la inclinación de Hasan por el hijo menor del califa, el emir favoreció algunas entrevistas entre los dos jóvenes a fin de que se conociesen y apreciasen mejor. De este modo, Bedr podría, con toda tranquilidad, trazar un plan con sus agentes.

Nizar acababa de cumplir veintiún años. Tenía la tez muy pálida, la nariz fina y larga, ojos enormes y negra barba, poco crecida y bien recortada.

Sus manos eran delgadas y no ostentaban sortijas. Vestía con sencillez, de seda, ciertamente, pero sin ningún atributo que denotase su realeza.

Cuanto más extravagante era su hermano mayor, Mostawili, con sus ropajes de colores llamativos, tanto más deseaba pasar desapercibido el discreto segundogénito.

El príncipe interrogó largamente a Hasan acerca de Persia, la corte de Malek Shah, los invasores turcos, su manera de vivir. Hablaron de astrología, poesía, arquitectura, botánica.

Hasan le recitó poemas de Omar Jayyam, algunos de los cuales habían llegado ya a la corte de Egipto, le dijo que tenía dos hijos, lo que no era el caso de Nizar. Sonrieron cuando estuvieron de acuerdo en que ninguno de los dos tenía verdaderas aptitudes para las carreras de caballos, jugar al polo, disparar con arco o luchar.

El hijo de Sabbah, recordando sus esfuerzos en el Zayendeh Rud para huir de los soldados del sultán, le confesó que apenas sabía nadar. El príncipe, confuso, le confesó, a su vez, que él no sabía en absoluto y que aborrecía el agua.

Agazapados en la sombra, sin perder de vista el menor gesto y procurando captar alguna palabra o frase, los hombres del jefe militar recogían información para al-Yaiush. Confeccionaban su informe diario, indicando, asimismo, los visitantes de Nizar, los regalos que le llevaban y la duración de las conversaciones. El general tuvo ocasión de comprobar que los partidarios del segundón eran más numerosos de lo que él suponía y que tendría que actuar de prisa.

Hasan estaba encantado con sus conversaciones con el hijo del califa.

Le asombraban sus conocimientos en materia religiosa y su erudición en el campo de las ciencias, de la literatura, de la agricultura del valle del Nilo, de la pesca en el mar Rojo, de los meteoros celestes y hasta de la fabricación de instrumentos de música a base de cañas. Nizar tenía igualmente un gusto pronunciado por el dibujo, la escultura y la arquitectura.

Ya metido en confidencias, le habló a su amigo persa de la enorme fatiga del califa, de sus propias preocupaciones, de las fuerzas maléficas que sentía en su torno. Le comentó los grandes cambios que se iban a producir en Palacio en los meses venideros y le pidió consejo.

Hasan, por el momento, no podía contestarle nada. ¿Tenía el príncipe conocimiento de algo? ¿Había oído algunas cosas que debiera ignorar? ¿Habían amenazado a los que le rodeaban?

Él le garantizó su apoyo e invocó la clarividencia de Dios todopoderoso, que sabría proteger, aconsejar y guiar a Nizar por aquel camino lleno de obstáculos y en el que numerosas serpientes tratarían de morder y escupir su veneno.

Hasan sabía que los hombres de Bedr al-Yemali le seguían a todas partes, hiciera lo que hiciera. Incluso en la casa de las ciencias había observado que extraños adeptos asistían a los oficios y a los debates, sentados un poco a distancia y vestidos con ropas no conformes con la tradición. Pero como el templo estaba abierto a todos resultaba difícil prohibirles la entrada. Estaba persuadido de que entre los criados de su casa había algunos que informaban a los hombres del emir y de que se ejercía sobre ellos toda clase de presiones.

Maryam, su mujer, le había indicado que dondequiera que fuese, dos mujeres totalmente cubiertas por el velo y las caras ocultas con máscaras seguían sus pasos a cualquier hora del día.

Cierta mañana en que el hijo de Sabbah se dirigía a Palacio para encontrarse con el príncipe Nizar, se le hizo saber que el hijo menor del califa se había sentido indispuesto repentinamente y no deseaba recibir a nadie. A Hasan no le inquietó la noticia, pidió que le transmitieran al enfermo sus mejores deseos de un pronto restablecimiento y le comunicó a su criado de confianza que rogaría por la salud de su amo y que volvería al día siguiente para saber de él.

Día tras día volvió a Palacio sin que jamás consiguiera ver a su amigo.

Las respuestas siempre eran las mismas: todavía no estaba restablecido…

Los médicos estaban con él… su padre estaba preocupado… tenía necesidad de reposo… con la ayuda de Dios pronto se levantaría…

Hasan no se creía las noticias que le daban. Estaba seguro de que tenían secuestrado al príncipe y que no podía gozar de libertad de movimientos. Pero, ¿cómo saberlo, y con quién hablar?

En la casa de las ciencias le rogaron que fuera muy prudente. El gran maestro de la logia se lo llevó aparte y le confió bajo secreto que tenía la impresión de que el príncipe Nizar no estaba ya en este mundo, que había tenido noches atrás una especie de visión y que habían sentido como una llamada en medio de su sueño, el grito de un desesperado.

Hasan también estaba convencido de que algo grave había sucedido al otro lado de los altos muros de Palacio, algo a lo que no era ajeno el jefe de los ejércitos. Había dejado de ver a al-Yaiush desfilar a la cabeza de sus hombres, de oír las voces de mando cuando el general pasaba con su guardia, y aquel eclipse repentino de un hombre a quien tanto le gustaba exhibirse y hacerse admirar no auguraba nada bueno. Se había propagado el rumor de que había partido de caza por varios días con eminentes viajeros extranjeros, pero Hasan nunca había oído hablar de que el emir acogiese y honrase a sus huéspedes con excursiones a caballo por el desierto.

–Sé muy prudente -le dijo el maestro de la logia-. Tengo la sensación de que se nos espía y de que molestamos a determinadas personas. No emprendas nada que pueda irritar a Bedr. Es un hombre muy violento y brutal cuando alguien se interpone en su camino.


El verano de 1080 tocaba a su fin y Hasan comenzaba su tercer año en Egipto. Para el pueblo todo iba bien y cada cual se dedicaba a lo suyo.

Para los íntimos de la corte, una profunda sensación de malestar pesaba sobre ellos aunque el silencio era de rigor. Nizar se había volatilizado de la noche a la mañana, cosa que al califa no pareció afectarle. Tal vez no entendía nada de la situación. Mostawili, su primogénito, no había modificado sus hábitos en lo más mínimo.

Seguía alzándole la ropa a las criadas y vistiéndose de colorines. Los confidentes cuchicheaban entre sí y los consejeros áulicos guardaban silencio. Ni el ministro de gastos y consumo ni su hijo Tahar hicieron el menor comentario a Hasan. Este último no dejó de advertir que ya no lo saludaban tan cordialmente como antes y que buscaban menos su compañía.

Ciertamente, los dos tenían un miedo considerable al armenio y nunca habían ocultado sus preferencias por el hijo mayor del califa. El persa comprendió en seguida el motivo que les ponía violentos: los al-Thami brindaban hospitalidad a un extranjero que apreciaba a Nizar y esto podía irritar a Bedr al-Yamali y, llegado el caso, contrariar ciertos planes suyos.

Saltando del chisme al comentario, de la suposición al rumor, resultaba evidente a los ojos de todos que Nizar había desaparecido. En ningún momento había salido él de Palacio y ni de día ni de noche se había confiado a nadie, ni redactó ningún documento, ni había dejado el menor rastro: sencillamente había sido escamoteado, y aquel misterio, que se esparció por los pasillos de Palacio y luego se propagó por fuera, intrigó primero y más tarde asustó a la población: ¡el príncipe había sido “ocultado” como el duodécimo imam, que había de volver al final de los tiempos!

Hasan sabía que Nizar temía algo y que el peligro rondaba permanentemente. La mirada que el príncipe le había lanzado con ocasión de su última entrevista hablaba por sí sola del desasosiego de aquel guapo mozo que no ocultaba su inquietud por su esposa y el hijo que llevaba en sus entrañas.

Bedr al-Yemali ordenó una investigación. Se registraron todas las dependencias de los diferentes palacios, se revolvió una y otra vez la tierra, se dragó el río, se detuvo a varios vagabundos. Todo en vano. Nizar no aparecía por ningún lado. Cierto que consejeros y confidentes con ideas propias sospechaban no poco del papel del general en todo aquel misterio, pero ¿quién podía acusar a al-Yaiush o a alguno de sus agentes? ¿Quién era lo bastante atrevido como para ponerse el dogal al cuello lanzando sus sospechas sobre el hombre más poderoso de Egipto? ¿Quién iba a llevar tanto luto por un príncipe a quien su propio padre no lloraba y cuyo hermano lo había ya olvidado? Tal vez Hasan, pero lo hizo subrepticiamente para no ofender al jefe del ejército aunque dando a entender al mismo tiempo que no había tragado el engaño.

Dos meses después de la desaparición de Nizar, la casualidad quiso que el persa y el armenio se topasen, prácticamente solos, en un patio que unía las dos alas del palacio. Se saludaron, y, tras las habituales fórmulas de cortesía, el astuto militar lo apostrofó:

–Tu frente muestra signos de preocupación, noble hermano, ¿tienes alguna inquietud que yo pueda curar?

Hasan se llevó la diestra al corazón, se inclinó levemente y dio las gracias al emir por su interés.

–Amigo mío, ¿no es cierto que todos tenemos nuestras preocupaciones…? ¿No te parece que la vida es un largo camino en que, a menudo las penas, a veces las alegrías, estorban nuestra marcha?

Al-Yaiush, que no se conformaba con semejante respuesta, insistió:

–Te noto preocupado. Mis amigos me han hablado también de lo disgustado que estás. Estoy seguro de que yo podría aliviar tu pesar.

Ante estas palabras, el hijo de Sabbah manifestó, sin morderse la lengua, lo que hacía semanas le pesaba en el corazón y con frecuencia le había impedido dormir y a veces rezar:

–Pienso en el príncipe Nizar, y cuanto más tiempo pasa, más me voy haciendo a la idea de que ciertas fuerzas maléficas lo han eliminado.

Al decir esto no dejaba de mirar intensamente a su interlocutor, tratando de detectar la más ínfima turbación. Pero en el rostro del general ni un solo músculo se movió ni se reflejó el menor signo de contrariedad o nerviosismo. Impertérrito, con voz monocorde, baja y ponderada, al-Yaiush replicó:

–Dios nos lo dio… Dios nos lo quitó… ¡Alabado sea el Señor!

Hasan intervino:

–Dios todopoderoso puede recuperar un alma cuando quiere, pero no así un cuerpo. La envoltura carnal queda entre nosotros y sólo el tiempo la destruye.

–Dios ha recuperado todo, de esto no cabe la menor duda.

–La gente sencilla, a la que se hace creer muchas cosas, es lo bastante crédula como para aceptar esta conclusión, pero los sabios, los letrados, tú, yo, no podemos contentarnos con ella. Será muy necesario que los médicos y los astrólogos contesten a esta cuestión -insistió el muchacho.

El jefe del ejército levantó la mano y lo interrumpió:

–Los médicos y los astrólogos se han reunido en varias ocasiones para estudiar todas las posibilidades y están convencidos de que el príncipe ha sido objeto de un acontecimiento sobrenatural que nadie es capaz de explicar.

–Yo y mis amigos tenemos otra idea que creo que tú también conoces.

Hasan se pasó lentamente la mano por la barba, miró a al-Yaiush, cuyos ojos habían cambiado súbitamente de color. Parecía esforzarse por dominar la cólera que le iba en aumento.

–Pensamos que el Todopoderoso no ha llamado a su lado al príncipe Nizar en el gran jardín que acoge a los difuntos por propia voluntad. Pensamos que manos poco caritativas lo han ayudado a llegar a ese jardín, siendo así que hubiera debido seguir todavía al lado de una esposa a la que amaba y de un padre querido. Pensamos que, una vez ejecutada la fechoría, esas mismas manos poco caritativas han hecho desaparecer el cuerpo del joven príncipe…

Hasan no pudo terminar su frase.

Bedr al-Yamali levantó la voz. Volvía a ser el de siempre, violento e irritable:

–¡Basta! Ya he oído lo suficiente. Tú sabes que por lo menos he enviado a más de un bribón al verdugo.

¿Es eso lo que buscas?

En seguida se calmó, se ajustó el turbante, que había estado a punto de caérsele, y recuperó la compostura.

–¿Por qué te pones tan nervioso?

Te estoy diciendo lo que oigo y lo que creo. Tú tienes un montón de cosas que llevar a cabo, no puedes dedicarte a que funcione la máquina del Estado y proceder a una investigación. Te apoyas en hombres que no siempre son muy honrados y que a menudo te ocultan la verdad. Ellos sí saben lo que ha pasado. Acabarán por hablar el día en que hayan bebido más de la cuenta o alguien los compre, quizá lo hayan hecho ya, ¿quién sabe?

El armenio no quiso oír más. A grandes zancadas desapareció tras un macizo de árboles, dando órdenes a gritos y hendiendo nervioso el aire con su sable.

Hasan supo que había dado en el blanco.


Al tercer mes de la desaparición del príncipe Nizar, al-Yaiush dio una gran fiesta en su palacio. Ningún egipcio recordaba haber visto tal lujo fuera de la corte del califa. Un centenar de invitados habían respondido con su presencia al gran honor que les hacía el jefe militar. Algunos ministros, dais y un puñado de cortesanos que habían puesto algún pretexto para no ir, fueron llevados a la fuerza por soldados cumpliendo órdenes. Todos los dignatarios y notables con que contaba El Cairo, con excepción de la familia real, habían sido instalados en cómodos cojines de seda y raso para beber los mejores elixires, fumar las hierbas más finas y saborear los platos más delicados. Las bailarinas exhibieron su arte y su belleza, los músicos tocaron dulces y armoniosas melodías y unos cuantos animales amaestrados asombraron a todos los presentes. Hubo discursos, se leyeron poesías, se cantó y glorificó al califa Mostansir, a su hijo Mostawili y a todos los miembros de la familia real:

–Que Dios los guarde y a toda su descendencia -gritó el armenio.

Y toda la concurrencia repitió al unísono:

–¡Que Dios guarde a nuestro califa y a toda su descendencia!

Hasan detestaba aquel género de manifestaciones. Se acordaba de algunos festines en Ispahán, organizados para adular al sultán. Aquellas borracheras, aquellas orgías, aquellas mujeres retorciéndose medio desnudas le repugnaban y sólo la presencia de Omar Jayyam le incitaba a ir.

En este caso, no cabía la menor duda de que Bedr al-Yemali se traía algo entre manos. Con toda evidencia, su finalidad no era ni destacar todavía más ni recibir nuevos presentes.

El hombre poseía todo lo que un ser humano pueda desear: poder, gloria y riqueza. El pobretón llegado de Damasco quince años antes se había convertido en una especie de potentado sin corona, pero con un poder y una autoridad ilimitados.

Hasan estaba sentado entre los dais y a la derecha del gran maestro de la logia de El Cairo, quien, al parecer, no apreciaba mucho más que él aquella fiesta en la que el estupro y la lujuria eran de rigor.

Cuando todos estuvieron ahítos, y las bailarinas se hubieron retirado y eclipsado los músicos, el dueño de la casa subió a un estrado y reclamó silencio. La concurrencia, blandamente hundida en los cojines o en los pufs de cuero, se incorporó.

–Amigos míos, os doy las gracias por haber aceptado esta recepción en mi modesta mansión.

Se cruzaron rápidos comentarios y los invitados se miraron sorprendidos.

Por lo que hacía a la modesta mansión, Hasan se había sentido inmediatamente deslumbrado por la magnificencia del lugar. Ni el Palacio de Ispahán, ni menos aún la residencia de Nezam-ol-Molk, que, sin embargo, se contaban entre las más suntuosas, encerraban tantas maravillas, tanta belleza como el palacio del emir. Las maderas más raras, los jarrones griegos y romanos más preciosos, las ánforas gigantes, los espejos con incrustaciones, los cuadros colgados de las paredes, los cortinajes bordados, los muebles decorados, las alfombras de seda y lana, todo era una maravilla y una delicia para los ojos. ¿Cómo un hombre tan brutal había podido reunir en su casa tal cantidad de muebles y objetos tan extraordinarios?

–… No ignoráis que desde hace meses, nuestra corte vive un drama que yo llamaría un milagro: la desaparición de nuestro bienamado príncipe Nizar…

–¡Dios tenga su alma! ¡Que en paz descanse! – prorrumpió la concurrencia.

–El príncipe nos ha abandonado de repente, tal ha sido la voluntad de Dios, y esta ausencia nos ha dejado en un total desconcierto. Estamos tristes, pues amábamos al príncipe Nizar, que era un joven justo y honrado. Felizmente, en su infinita misericordia, el Todopoderoso nos ha dejado a su hermano mayor, el príncipe Mostawili.

–¡Larga vida a Mostawili! ¡Dios guarde a él y a los suyos! – murmuraron los dignatarios.

–Muchos de vosotros amabais al príncipe Nizar… Muchos de vosotros queríais que sucediese a nuestro califa bienamado.

Se detuvo un instante y miró a los invitados. Nadie se movía ni aun respiraba. La concurrencia estaba petrificada.

El emir habló más alto, haciendo acompañar las palabras con gesto:

–Hay traidores entre vosotros.

Todos sois unos traidores. Habéis traicionado la confianza de nuestro soberano y la de su primogénito. ¡El castigo de Dios será terrible! ¡Terrible!

Dio tres palmadas y las dos puertas de doble batiente que enmarcaban la gran sala se abrieron: varias decenas de soldados, vestidos de negro, sable en mano, se precipitaron sobre los invitados. La carnicería fue espantosa; las paredes, las colgaduras, los muebles, las sedas preciosas y las alfombras se inundaron de una sangre que lo salpicó todo.

Hasan y los dais se habían acurrucado en un rincón, inmóviles, incapaces de moverse ni de hablar. De repente, dos hombres de negro se acercaron al hijo de Sabbah y éste recibió un violentísimo golpe en la cabeza.

Perdió el conocimiento.


Tercera Parte


Alamut



Capítulo primero


Vida errante



Otoño, 1090. Las primeras nieves habían aparecido en las cumbres de la cadena del Alborz. Los días se acortaban rápidamente y un afilado frío llenaba el aire mucho antes de que el sol se pusiese. Era el momento preferido por Hasan. La naturaleza se tornaba silenciosa y todos los olores de la tierra ascendían hacia el cielo.

El astro anaranjado se ocultaba tras las crestas de las montañas y los animales salvajes corrían a refugiarse en sus nidos y madrigueras. Sabbah subía entonces a la torre más alta del castillo, abría de par en par su única ventana y salía al balcón, que dominaba un precipicio de unos doscientos metros. En su fondo corría un torrente que se transformaba en cascada para acabar inundando la fértil llanura que se extendía hacia el sur hasta perderse de vista.

Las sombras cubrían toda la inmensidad del paraje, sólo las cimas seguían aún iluminadas y brillantes en el anochecer. Era el momento preciso en que una enorme águila negra remontaba el vuelo para una última caza de liebres o gamos antes de volverse a su aguilera colgada del acantilado en un flanco de la roca.

Alamut…

Hacía poco tiempo que él y sus compañeros habían llegado allí tras diez años de vida errante entre las orillas del Mediterráneo, los desiertos orientales y las montañas de Persia.

Todos los atardeceres, el hijo de Sabbah, revestido con sus atributos de gran maestre del ismaelismo reformado, se entregaba a sus devociones y se dirigía a Dios con fervor para darle las gracias por haberle guiado hasta aquel santuario que llevaba un nombre predestinado: Alamut, lo que significa “el nido del águila”.

Había cumplido treinta y cuatro años y era el guía de una nueva religión que, de acuerdo con sus propios deseos, sólo podía nacer y prosperar en su tierra de origen.

Terminadas sus devociones, se sentaba en el suelo del pequeño recinto de la torre, carente del más mínimo confort, y leía el Corán que le regalara el príncipe Nizar. Un candil, dos cojines, un aguamanil lleno de agua de manantial y un anteojo astronómico componían todo el mobiliario.

A menudo pasaba allí la noche en contemplación. El frío era intenso en aquel lugar, pero no le afectaba para nada. Maryam y los cuatro hijos que le había dado vivían en un piso inferior del edificio con sus íntimos y los discípulos más fieles. El águila giraba enfrente, a lo largo del abrupto escarpe. Aún sostenía, debatiéndose entre sus garras, una liebre. El ave de rapiña parecía totalmente serena y describía amplios círculos en la inmensidad violácea en que morían los últimos rayos de un sol agonizante.

De vez en cuando lanzaba un grito estridente al que respondían unos pequeños buches hambrientos y expectantes.

Cada día era el mismo rito: cualquiera que fuera la presa, el ave rapaz dibujaba, en el frescor del atardecer, inmensos arabescos que duraban una decena de minutos. Luego, con su último graznido, más largo que los otros, se lanzaba en picado hacia su nido en un descenso vertiginoso y perfectamente controlado para frenar su caída a pocos metros de su meta.

Hasan se imaginaba a los tres o cuatro picos abiertos y a la hembra haciendo sitio para que el augusto señor de los aires pudiera posarse cómodamente y presentar la cena. Un estremecimiento de frío recorrió el cuerpo del maestre de Alamut, quien antes de recogerse en la pequeña habitación de la torre, dio por última vez gracias a Dios por los beneficios recibidos en aquel día que terminaba.

Aquella mañana, Maryam le había comunicado que esperaba un quinto hijo.

–Un niño, Señor, un niño más…

¡Cuán largo había sido el camino en aquellos diez años, qué incontables y dolorosas las asechanzas, cuánta sangre y lágrimas vertidas desde aquella comida en la casa de Bedr al-Yamali, en que todos los íntimos y confidentes de Nizar habían sido masacrados por los sicarios del armenio!


Cuando recobró el conocimiento, se encontró en un navío al que azotaba la tempestad. Tenía una herida en la cabeza y los brazos y las piernas atados con cuerdas. Impresionantes olas se estrellaban contra el puente y más de un cuerpo se precipitaba por encima de la borda y desaparecía en el mar.

El agua fría, que le golpeaba a intervalos regulares, le sacó de su entumecimiento y le hizo olvidarse del dolor. Era absolutamente preciso que se soltase de sus ligaduras si no quería que las olas lo arrastrasen a aquellos remolinos. Sirviéndose de un gancho que sujetaba una vela, limó con energía la cuerda alrededor de las muñecas. Tras prolongados esfuerzos consiguió que los hilos fueran cediendo uno tras otro hasta romperse y dejar totalmente libres las manos. Le costó no poco trabajo deshacer los nudos de los pies, pues el esparto estaba mojado. Finalmente, pudo ponerse de pie agarrándose al mástil, la batayola y las cajas amarradas en el puente.

Cayéndose, levantándose y volviéndose a caer, y arrastrándose luego por el suelo liso, oyó gritos que provenían de la cala. Accionó un pestillo, descorrió el cerrojo y entreabrió la trampilla. En aquel mismo instante una ola le golpeó por la espalda y le hizo caer. Su cabeza chocó violentamente contra el bastidor del vano, lo que le hizo perder el sentido por unos instantes.

Los alaridos que había oído redoblaron. Se arrodilló y en esta postura bajó por el orificio que había abierto. Andando a tientas por la oscuridad, tropezó con un cuerpo y después con otro hasta que sus ojos se fueron habituando y pudo distinguir unas formas agarradas entre sí. Se trataba de mujeres.

–¡Salvadnos! – gritó una de ellas.

–¡Tened piedad de nosotras! – dijo otra.

Media docena de mujeres envueltas en unos velos mojados que se pegaban a sus carnes, con los rostros desencajados por el terror y formando apretado grupo, miraban aterrorizadas a aquel hombre semidesnudo que avanzaba hacia ellas como un ser de otro mundo, tambaleándose, chorreando, sangrando e hirsuto.

–¡No temáis! ¡No tengáis miedo!

Soy Hasan Sabbah y no quiero haceros ningún daño.

Por un momento los gemidos se interrumpieron, para, al cabo de un instante, reanudarse los gritos:

–¡Por lo que más queráis, ayudadnos!

Al volver de la bodega, Hasan oyó una llamada más débil que las demás, algo así como un quejido, lo que le hizo aguzar el oído:

–Tenemos que salvar a la princesa.

Tenemos que ayudar a la princesa y al hijo que lleva… Piedad…

El muchacho se dirigió al azar hacia el fondo del habitáculo con los brazos extendidos y tropezando con los bultos, cajas y cordajes. De repente tocó una cabeza, luego unos hombros y se agachó.

–¿Quién sois? Yo soy Hasan Sabbah. Hablad en confianza.

La mujer de voz juvenil vaciló un momento y dijo:

–Soy la criada de la princesa.

Está aquí ella… Apoyada en mí… aquí…

En efecto, Hasan tocó un cuerpo estirado, inmóvil y caído en un charco de agua.

–Gracias a Dios, está viva aunque enferma y tengo miedo de que pierda al hijo que lleva en las entrañas…

–¿Puedo preguntarte quién es? Acabas de pronunciar la palabra princesa.

La voz dudó nuevamente:

–Mi ama es la esposa del príncipe Nizar, el hijo del califa.

¡Hasan no daba crédito a sus oídos!

La viuda de su amigo estaba allí, a sus pies, apenas vestida y tiritando de frío. A su memoria vino la última conversación que había tenido con el hijo de Mostansir: “Lleva un hijo mío… pero ¿llegaré a conocerlo?”.

De repente, todo resultó claro en el espíritu del persa: el asesinato de Nizar, la brutal eliminación de sus partidarios, y no sólo de ellos, sino de los íntimos de Mostawili, el embarque de los dais ismaelitas y de determinados extranjeros, en una palabra: el campo libre para Bedr al-Yemali y su camarilla.

El jefe del ejército, al ignorar el estado en que se hallaba la mujer de Nizar, la había dejado con vida y el califa tal vez iba a ser abuelo. Era de todo punto necesario salvar a la mujer y al hijo del príncipe, pero ¿cómo proceder en medio de aquel mar embravecido habida cuenta de que él no entendía nada de navegación y de que ni siquiera sabía nadar? Todo lo que pudo hacer durante tres días con sus noches fue reconfortar a unos y otros, recorrer de arriba abajo el navío y llegar a la conclusión de que, aparte de dos hombres heridos que había conocido en la casa de las ciencias y de las mujeres, no quedaba allí alma viviente. Como pudieron, manejaron las velas, gobernaron el timón y remaron con tal de mantener el rumbo. Y se hizo el milagro. Agotados, hambrientos, con la ropa hecha jirones y transidos de frío, una mañana, antes de la salida del sol, sintieron una gran sacudida bajo la quilla de la embarcación. Hubo gritos, y el pánico se apoderó de todos y la roda se abrió por la mitad. El agua inundó rápidamente la bodega.

Hasan constató que la nave había chocado con un obstáculo considerable.

En un instante corrió hacia las mujeres y los dos hombres:

–¡Agarraos unos a otros! ¡No os separéis! ¡Seguidme! ¡No desfallezcáis! Dios nos ayudará.

Fuera, despuntaba el día y el alba mezclaba sus sombras con los reflejos plateados de un mar finalmente en calma y en el que todavía espejeaban algunos rayos de luna. Allí estaba, próxima, una costa sembrada de rocas.

Hasan hizo varios viajes, cargando con unos, arrastrando a otros, y depositó a los dos hombres sobre la arena, se dejó caer y rezó al Señor.

Una vez más acababa de escapar a la muerte; después de Malek Shah, el califa Mostansir… Después de Nezam-ol-Molk, el emir Bedr…


Las seis mujeres y los tres hombres salvados del naufragio llevaban varias horas tendidos en la arena de la playa y recobraban fuerzas progresivamente.

El día se presentaba caluroso y las ropas se habían secado al calor de las piedras. La situación era crítica, ya que el grupo no disponía de nada: ni víveres ni efectos personales. La zona donde habían atracado parecía desértica y, después de trepar al promontorio más alto, Hasan comprobó que no había ni rastro de pueblo, ni una caravana, ni un alma viviente a la redonda. Las mujeres tenían sed, la princesa parecía agotada y estaba jadeante.

El persa tomó rápidamente una decisión: acondicionó una pequeña zona de sombra en la que instaló a las mujeres. Luego se dirigió a los hombres:

–Tú, sube la costa hacia el norte y no te detengas hasta que empiece a caer la noche. Tú, dirígete al sur y haz otro tanto. Yo iré hacia el interior y los tres tratamos de encontrar ayuda y comida. Id… ¡y que Dios os acompañe!

Dicho esto, se inclinó ante la esposa de Nizar y le dijo a su criada:

–Quedaos todas a la sombra y no os expongáis al sol. Podría ser peligroso. Cada media hora y con precaución mojad en el mar un pañuelo y refrescaos el cuerpo, pero no bebáis nada.

Humedeceos los labios, la frente, el cuello. Estaremos muy pronto de vuelta. ¡Que el Todopoderoso os proteja!

A continuación se dirigió tierra adentro a través de las dunas y las piedras, en tanto que los dos dais seguían la costa, recitando plegarias e implorando al Señor que les ayudase en su cometido.

Todo estaba oscuro y en silencio cuando Hasan regresó a la playa con un camellero. Horas antes había convencido al jefe de una caravana de que le prestase a uno de sus hombres con quien acudir en ayuda de unas mujeres víctimas de salteadores.

–Seréis ampliamente recompensados, me comprometo a ello.

El jefe envió a su hijo con comida y algo de ropa. Cuando los dos hombres llegaron al hueco de la roca, las seis mujeres estaban tiradas en el suelo semiinconscientes y sus caras presentaban hinchazones y manchas rojizas. Con infinitas precauciones, Hasan y su joven acompañante les dieron un poco de leche, unos dátiles y algunas galletas troceadas. Luego hicieron fuego, extendieron unas mantas y se dispusieron a pasar la noche.

Los dos dais seguían sin volver y cuando, a la mañana siguiente, se hizo necesario abandonar el lugar con objeto de unirse a la caravana, que aguardaba en un punto de agua, Hasan y las mujeres tuvieron que rendirse a la evidencia: aquellos hombres no volverían. Por si acaso, se les dejó comida, bebida en un cántaro y una manta.

Hasan dibujó con piedras una flecha indicando la dirección tomada por las supervivientes y él mismo. Sabía que era en vano y que el Eterno lo tenía decidido de otra manera.


Al día siguiente, el hijo de Sabbah supo que había encallado en las costas de Palestina y que otra vez se encontraba en un territorio administrado por los selyúcidas. La caravana se dirigía hacia Alepo, adonde llegarían al cabo de una semana. Allí podría reponer fuerzas y reconfortarse en compañía de los ismaelitas locales que conocía y había encontrado durante su huida hacia Egipto. Comoquiera que fuese, debía guardar silencio en relación con la presencia de la esposa de Nizar, pues, sin duda, Bedr al-Yemali contaba con agentes suyos en la región. El futuro niño podía convertirse en un obstáculo para el emir si éste había decidido desembarazarse al mismo tiempo del califa y de toda su descendencia.

¡Cuál no sería la sorpresa de Hasan al ver que los habitantes de Alepo lo recibían triunfalmente! El jefe de la caravana había enviado la víspera a uno de sus compañeros de ruta para informar a las autoridades de la ciudad de la llegada del joven maestro y la noticia había circulado rápidamente.

A ambos lados de la puerta abierta que daba al desierto centenares de hombres, mujeres y niños portando ramos gritaban mensajes de bienvenida.

Un hombre entrado en años, encorvado sobre su bastón, se le acercó para besarle la mano:

–Tú honras nuestra ciudad, maestro venerado. ¡Seas muy bienvenido!

Hasan puso su mano sobre la cabeza del viejo:

–Dios me ha guiado hasta vosotros.

¡Alabado sea!

–¡Alabado sea el Señor! – repitió la multitud.

Había mujeres que llevaron copas con fruta, niños con vasos llenos de bebidas, y el sonido de una flauta se elevó por los aires. La puerta de la ciudad volvió a cerrarse y toda la población siguió a la caravana hasta la entrada de la casa de un rico ismaelita, que recibió al persa con respeto y deferencia.

–Me llamo Kamaleddín, maestro bienamado. Esta es tu humilde casa, que está a tu disposición y a la de las personas que te acompañan.

El hombre, encorvado, esperaba a que Hasan le pidiese que se incorporase.

–Te doy las gracias por tu hospitalidad. Eres un hombre bueno y Dios te lo pagará.

Dos días con sus noches estuvo el hijo de al-Sabbah sin aparecer ante nadie. Únicamente un criado acudía de tiempo en tiempo a llevarle comida y bebida. Se había instalado a las mujeres en el lado opuesto de la vivienda, la cual se encontraba en el centro de la ciudad.

En el jardín hubo incontables idas y venidas. Los dignatarios ismaelitas de Alepo querían ver al joven maestro; militares y funcionarios municipales deseaban hablar con él y algunos persas establecidos en Siria desde hacía generaciones expresarle su bienvenida.

Finalmente, Hasan salió de su habitación. Vestido de blanco, como era su costumbre, ceñido el talle por un ancho fajín, parecía descansado. Con paso menudo se dirigió a la escalinata y en cuanto apareció, flanqueado por su huésped, medio centenar de personas presentes entre los árboles y bosquecillos lo saludaron con devoción.

–¡Vive muchos años, maestro! ¡Que el Todopoderoso te proteja! Quédate mucho tiempo con nosotros.

Hasan se sentó en uno de los escalones y pidió a sus fieles que hicieran otro tanto en el jardín. Tenía frente a él a una multitud abigarrada que no conocía y esperaba en silencio sus palabras:

–¿Sois todos ismaelitas?

Todos afirmaron que lo eran.

–Y los militares que veo allí, ¿pertenecen igualmente a nuestra fe?

Todo el mundo se volvió hacia cuatro soldados armados que permanecían de pie.

–Acercaos, amigos míos, y hablad.

–Hemos abrazado tu fe desde tu llegada. Los cuatro estábamos en las puertas de la ciudad cuando entraste.

Tus palabras, los gestos que hiciste entonces nos convencieron de tu sinceridad. Pasamos toda la noche discutiendo sobre lo que habíamos visto y oído y a la mañana siguiente fuimos a hablar con un dai.

Hasan se levantó y los abrazó uno por uno.

–Bienvenidos con los nuestros.

Durante una hora estuvo hablando a aquella multitud que lo escuchaba atenta.

–Recorred la ciudad y los campos.

Decid, allá donde vayáis, que habéis visto y oído a Hasan Sabbah, gran maestre del ismaelismo, y repetid lo que acabo de deciros. Traed a vuestros amigos, y a los amigos de vuestros amigos, y a todo el que sea.

Cuantos más seamos, más fuertes seremos y aún mejor podremos servir a nuestro Dios.

Había un hombre que no se había movido del suelo.

–Y tú, ¿por qué te quedas sentado mientras los demás se van?

La muchedumbre se había parado y escuchaba. Hasan lo interpeló de nuevo:

–¿No hablas nuestra lengua? ¿Eres mudo?

–Venerado maestro, no me puedo mover solo. Soy cojo y sin la ayuda de alguien no me puedo levantar.

–Si quieres seguirme algún día, debes levantarte tú solo. ¡Vamos, haz lo que te digo!

La gente había vuelto sobre sus pasos; entre ella, curiosos que no conocían a Sabbah.

–No puedo, maestro… No puedo…

Dame tu mano, señor.

–Tú solo te levantarás. Entre los hombres que quieran seguirme, no necesito cojos ni paralíticos. Te lo ordeno, ¡levántate!

El hombre se puso a gemir, a suplicar, a arrastrarse a los pies de Hasan para que lo ayudase a levantarse, pero éste dio un paso atrás.

–Tiende tu mano al Todopoderoso, sólo él puede ayudarte.

El gran maestre se abrió paso entre la multitud y se dirigió al exterior.

Había decidido darse una vuelta por la ciudad e ir a rezar al templo. Una vez fuera, y para gran sorpresa suya, vio ante él un hombre que se le dirigía a grandes voces y en medio de una gran excitación:

–Maestro, puedo andar. Mira, puedo andar sin bastón.

Unos cristianos que se hallaban allí cayeron de rodillas ante Hasan:

–¡Milagro!… ¡El Señor ha resucitado!

–¡Jesús está de nuevo entre nosotros!

–¡Señor, perdónanos!

Hasan, desconcertado por un momento, abrió los brazos y respondió:

–No soy Jesús… ¡Jesús está muerto!

–¡No, maestro, tú estás aquí, entre nosotros! – chilló una mujer.

–Os digo que… soy Hasan Sabbah, gran maestre de los ismaelitas, no soy cristiano.

Una semana más había de durar la estancia del joven persa en casa de Kamaleddín, lo suficiente para verse con toda la comunidad de Alepo, entrevistarse con los dais y dar instrucciones. Varias decenas de hombres y algunas mujeres decidieron seguirle en su larga peregrinación de vuelta a Irán. Antes, esperó a que la princesa estuviese recuperada de las fatigas del naufragio para pedirle audiencia.

La viuda de Nizar estaba sentada en un cenador rodeada de tres mujeres.

Al llegar Hasan las mandó retirarse con un gesto de la mano y rogó a éste que se sentara a su lado. Primero hubo un prolongado silencio, al que le siguieron las palabras del joven, quien había permanecido con la mano en el pecho ligeramente inclinado:

–Princesa, ya veo que el reposo te ha sentado muy bien y que te encuentras mejor.

–Sí, estoy mejor -dijo ella con una voz suave e insegura-. A ti te lo debo, Hasan. Me salvaste la vida, a mí y a mis compañeras.

El persa se atrevió a interesarse por el hijo que ella llevaba en sus entrañas.

–El Todopoderoso, alabado sea, lo ha preservado y vive en mí.

–He sabido que eras la esposa de mi amigo Nizar y su ausencia me apena.

–Sé quién eres, Hasan Sabbah.

Mi marido me habló con frecuencia de ti. Sabía que no lo abandonarías en los momentos difíciles. Pero no estará a mi lado cuando nazca su hijo.

–Lo estará, princesa, te lo aseguro, como lo está ahora entre nosotros mientras te hablo.

Asustada, la joven miró a derecha e izquierda:

–Hasan, nada veo…

–Tampoco yo, pero siento su presencia. Yo, que soy el gran maestre de los ismaelitas, lo considero como nuestro nuevo imam oculto, el que ha de venir al final de los tiempos a abrirnos de par en par las puertas de un mundo mejor. Nizar ha desaparecido, ahora está al lado de Dios y nos será devuelto más tarde.

La princesa lloraba a lágrima viva; la embargaba la emoción y su rostro era de una palidez infinita.

–Dentro de dos días salgo para mi tierra natal. Antes volveré a saber de ti. Creo que estarás muy bien en casa de Kamaleddín. Es un hombre honrado que te mimará como a una hija.

–He decidido seguirte, Hasan Sabbah. Mi criada también lo hará.

Nuestra vida está con los tuyos, en tierras de Persia. Quiero que mi hijo nazca allí y sea educado con los tuyos, tal como Nizar lo habría deseado.

Hasan, emocionado por aquellas palabras, no dejó traslucir nada.


Fue en Mosul donde, meses más tarde, nació el hijo de Nizar, al que Hasan dio el nombre de su padre. A los dais locales, el gran maestre les dijo:

–He salvado a Nizar y a su hijo de una muerte segura, y sólo yo sé dónde se encuentran. De vez en cuando nos vemos y recibo instrucciones de él. El emir Bedr al-Yemali ha enviado a sus hombres en su busca, pero nunca los hallarán. Dios los protege.

El califa Mostansir lo ha permitido.

Es tan criminal como el visir del ejército. Nuestra religión ha sido mancillada por unas manos manchadas de sangre.

Los dignatarios ismaelitas escucharon el relato que les hizo Hasan de las conjuras que había habido en Egipto y de la matanza de los leales de Nizar. Entonces, el más anciano de los dais pidió la palabra:

–Gran maestre, creemos todo lo que acabas de contarnos y nos entristecen las actuaciones del califa, que es víctima de la locura. No es digno de seguir ostentando en su país la fuente de nuestra fe y el culto de nuestra religión. Nosotros consideramos que, gracias a ti, ha nacido el nuevo ismaelismo. Su sede se establecerá donde termines tu viaje. Por el momento, allí donde tú estés, allí estará ella.

¡Tal es nuestra voluntad y que así sea!

–¡Alabado seas, Hasan Sabbah! A ti te reconocemos en lo sucesivo como nuestro guía y nuestra fuente de inspiración -repitieron a coro los dais.

En aquel final del año 1080, el hijo de Sabbah, al frente de doscientos hombres y mujeres decididos y enfervorizados, reanudó su marcha hacia Oriente, en una nueva etapa errante.


Al entrar en Bagdad todos eran conscientes de que otra vez se hallaban bajo la administración del sultán de Ispahán y de su gran visir Nezam-ol-Molk. Hasan no ignoraba que, aunque muerto oficialmente en la plaza pública de Ghom, sería buscado de nuevo por los hombres de Malek Shah y del primero de sus visires.

Pero su misión le obligaba a volver a Persia.

Con excepción de la criada, nadie, en la larga caravana de émulos que los seguían a través de la nieve y el frío por los montes del Kurdistán, sabía que la frágil muchacha que llevaba consigo un recién nacido era la viuda del príncipe Nizar. Todos desconocían que aquel niño de pecho envuelto en cálidos pañales y que respondía al nombre de Nizar era realmente el hijo de un mártir al que todos veneraban y del que Hasan se había declarado defensor. Nadie debía saberlo.

El viaje se realizó en condiciones muy penosas y varios compañeros de edad provecta murieron. Pero según avanzaban, Hasan tuvo que rendirse a la evidencia: el grupo crecía y eran muchos los fieles que preferían dejar la soledad de una aldea perdida o de un aprisco por un viaje lleno de promesas y esperanza.

Pasados los montes nevados, el hijo de Sabbah redobló las precauciones.

Allí, de nuevo se hablaba persa y las guarniciones militares estaban enteramente a las órdenes del sultán y sus oficiales.

Hasan evitó en lo que pudo incorporarse a caravanas de mercaderes, mucho más vigiladas por las autoridades que los grupos de peregrinos, generalmente pobres y piojosos, imposibles de esquilmar.

También se abstenía de hacer alto en poblaciones y centros importantes; prefería los pueblos aislados o los linderos de un bosque, lejos de rutas muy frecuentadas.

Y así fue cómo, tras más de cien días de marcha, el gran maestre entró de nuevo en la ciudad de Ispahán, de la que huyera cuatro años antes con los ejércitos de Malek Shah y el gran visir pisándole los talones. Por supuesto que hizo una entrada discreta, sin discursos ni provocaciones.

La primera noche la pasó en el centro ismaelita en compañía de la viuda de Nizar y su hijo. Toda la comunidad acabó por creer que eran marido y mujer, y el hijo de Sabbah no los sacó de su error en ningún momento. Los viajeros fueron alojados en las casas de seguidores entusiastas y Hasan supo, para su gran sorpresa, que la ciudad contaba con más de cinco mil discípulos.

El rumor del regreso de Hasan a la capital real se extendió muy rápidamente y saltando de calle en calle y de tienda en tienda, llegó a Palacio, donde Nezam-ol-Molk seguía gozando de considerable influencia. El visir no se atrevió a informar al sultán, pues temía su reacción. Se decidió por hablar con Omar Jayyam, la persona que, sin duda, más había conocido al antiguo bibliotecario regio.

–Estaba seguro de que volvería un día, no podía ser de otro modo -dijo el poeta. Cuando supe que os habíais equivocado de individuo y habíais hecho ejecutar a otro en su lugar, supe que Hasan regresaría. Confieso que creía que lo haría más tarde, al cabo de una decena de años, cuando todo estuviera olvidado, pero está muy en su carácter. Es un temerario…

–Es un loco, un exaltado. Un ser nefasto y peligroso.

Jayyam, conocido más bien por su pusilanimidad y carácter obsequioso, siempre dispuesto a adular y a no irritar a sus interlocutores, replicó:

–¿Cómo habrías reaccionado tú si hubieras sido, como él, víctima de un complot, si te hubieran robado tu trabajo y si te hubieran ridiculizado?

¿Te habrías quedado tan tranquilo?

–Pero… ¿qué quieres decir… qué complot?

El poeta sonrió y le dio una chupada a su narguile:

–No seamos hipócritas. Sabes muy bien a lo que me refiero. Él, Hasan, no ha olvidado ni olvidará jamás. Sólo que para él la hora de la venganza no ha sonado todavía.

El ministro se rascó la barbilla:

–Ya que tú lo conoces tan bien, ¿qué me aconsejas que haga? ¡No tengo ganas de convertirme en el hazmerreír de la ciudad!

–De momento, de hacer, nada. Si te provoca, replicas. Suficientes agentes tienes que lo vigilen. Escucha, estate atento, aguza el oído.

Quizá se limita a pasar y se dirige a otra parte. Quizá trama algo. No sé.

Tómate un tiempo antes de actuar. Ya has hecho el ridículo una vez, ¡dos sería lamentable!

Nezam-ol-Molk estaba furioso, pues no le gustaba nada que le hablasen en semejante tono, pero como sabía que Omar tenía razón, se marchó sin replicar nada.

Durante un mes, a pesar de las decenas de espías, confidentes y esbirros infiltrados por todos los rincones de Ispahán, el gran visir no consiguió ninguna información especial acerca de su antiguo condiscípulo.

Hasan vivía en medio de su comunidad y se pasaba el tiempo rezando y enseñando las escrituras. Los ismaelitas le habían dispensado una calurosa pero discreta acogida, sin excesos ni nada que amenazase el orden público.


Aquella calma aparente irritaba al primero de los ministros. Pese a todas las trampas y celadas tendidas, ni Hasan ni sus compañeros se hacían notar. Nezam-ol-Molk acabó, al fin, por encontrar el pretexto que buscaba:

Informes confidenciales remitidos por los gobernadores de Damasco y Bagdad le comunicaron que el joven había huido de Egipto tras haberse afiliado a la secta de los bathinianos, que había conspirado contra el califa y atentado contra su vida, y que, desde hacía meses, a la manera de un mago o profeta, iba de ciudad en ciudad predicando la buena doctrina, convirtiendo por millares a los árabes a la fe ismaelita, una vez que se hubo autoproclamado gran maestre con el propósito de continuar su obra en Persia.

Demasiado. Tras informar a Malek Shah, hizo que se propagara por las plazas y el bazar de la ciudad que se había puesto precio a la cabeza de Hasan. Emisarios enviados por el visir recorrían Ispahán el día entero, yendo de casa en casa, entrando en las tiendas y deambulando por los mercados con objeto de anunciar la suma prometida a todo el que suministrase alguna información acerca del gran maestre de los ismaelitas y amenazando con el castigo a los que se sorprendiera dándole cobijo o alimento.

Inmediatamente se rodearon e invadieron todos los centros religiosos o científicos de la comunidad así como la biblioteca y las casas de los principales discípulos del joven guía. Se encarceló a hombres, que fueron apaleados y puestos luego en libertad.

Hasan, que había previsto la reacción de Nezam-ol-Molk, le tomó la delantera escondiéndose durante una semana en unos baños públicos con tres de sus hombres de mayor confianza. El lugar era propiedad de un comerciante a quien el hijo de Sabbah le había hecho algún favor en otra época. A cambio de unas cuantas monedas de oro cobijó al fugitivo y sus acompañantes.

Después, una noche, disfrazados de mendigos, los cuatro ismaelitas abandonaron el hamman y se dirigieron a la casa de Abolfazl.

Llamaron a la puerta trasera.

Abolfazl, que padecía una congestión, no reconoció en un primer momento bajo los rasgos de aquel vagabundo sucio e hirsuto al viejo amigo que había huido de Ispahán. Pronto, con gesto torpe, abrió lentamente los brazos y lo estrechó contra su pecho. Por sus arrugadas mejillas corrieron las lágrimas.

El hijo mayor de Abolfazl puso a Hasan al corriente de las detenciones, torturas y encarcelamientos sufridos por su padre después de su partida.

–Apenas si habla; alguna que otra vez pronuncia tu nombre. Le hemos contado tu nombramiento como gran maestre de la orden y tu llegada a la ciudad. No ha podido ir a verte, pero esperaba tu venida. Estos últimos días los soldados del sultán han estado aquí varias veces… Lo han revuelto todo, atropellado a mi familia, destrozado lámparas y jarros, amenazado a gritos. A otros amigos nuestros también los han maltratado y humillado. Como no encontraron nada se fueron furiosos y excitadísimos. Su jefe nos amenazó antes de marcharse: “Volveremos. Nos consta que ese criminal procurará verte, así que mis hombres estarán delante de tu puerta para cogerlo como la fruta podrida que es”.

–Me impresiona ver el estado de tu padre. No temas, nadie nos ha visto y no nos quedaremos…

–Pero esta es tu casa, maestro.

Mi padre se sentiría humillado si te marchases ya.

–Mi presencia y la de mis compañeros son un peligro para tu familia.

En cualquier momento pueden hacer irrupción los agentes del gran visir y una gran desgracia caería sobre vosotros.

–Quédate al menos esta noche. Mañana decidiremos. A mi padre lo hará muy feliz. Quizá sea ésta la última vez que os veis. Sin duda tendréis que contaros muchas cosas después de tanto tiempo.

Hasan y Abolfazl se pasaron toda la noche charlando. Por la mañana, cuando el hijo entró en la habitación del padre, encontró a los dos hombres dormidos sobre los cojines, agotados por la larga vela, y los dejó descansar.

Hasta la tarde no aparecieron los dos amigos en el jardín. Hasan llevó en brazos a Abolfazl hasta dejarlo instalado bajo un árbol. En la calle vigilaban unos cuantos hombres para avisar al menor peligro y permitir que se eclipsaran el gran maestre y sus tres discípulos.

Al llegar la noche, Hasan desapareció. Antes, abrazó con particular energía a su viejo amigo y éste trató torpemente de besarle las manos.

El hijo del paralítico intervino:

–Vais a ir los cuatro a casa de nuestro amigo Abú Táher, el carpintero. Uno de mis hombres os guiará y os facilitará la salida de la ciudad.

¡Que Dios mire por vosotros! ¡Id en paz!

Hasan no volvió a ver a Abolfazl, que murió semanas más tarde. Los ismaelitas abandonaron Ispahán con la mayor cautela y prosiguieron su largo viaje hacia el este. Bordearon la montaña de los Leones, descansaron algún tiempo en su comunidad de Yazd y a continuación se trasladaron a Kermán, donde llegaron a los seis meses de haber salido de la capital real.

Durante un año el gran maestre y sus compañeros recorrieron la región hasta los confines del golfo Pérsico y hasta más allá de Zahedán, no lejos de la frontera india. Hasan continuó predicando y convirtiendo sin descanso, al mismo tiempo que sólo conservaba en su torno a los más robustos y más convencidos de sus fieles. Las mujeres y los niños estaban extenuados por aquellas marchas agotadoras, aquellos constantes cambios de ciudad y de provincia; muchos ancianos y enfermos insistían para que Hasan y sus discípulos pasasen el invierno a cubierto y en calma. Y así se hizo.

La esposa de Nizar y su niño lo habían seguido dócilmente, mezclados con los otros miembros de la hermandad. Ella compartía tienda con su criada y Hasan rara vez la veía. Éste se preguntaba dónde podrían encontrarse Maryam y sus hijos. ¿Habrían podido salir de El Cairo? Bedr al-Yamali ¿la habría dejado marchar? En tal caso, estaba seguro de volver a reunirse algún día con ella en Rey, en compañía de su madre, si ésta seguía con vida, o de sus hermanos. El gran maestre no sentía ninguna necesidad de relación física con mujer ni había compartido el lecho con ninguna desde su huida de Egipto. Sus energías las gastaba con los suyos, construyendo pequeños alojamientos en materiales sólidos para sus compañeros, excavando canalizaciones para irrigar los campos, plantando su hierba milagrosa, algunas de cuyas semillas había llevado consigo.

La comunidad ismaelita de Kermán, Zahedán, Zabol y puertos del golfo Pérsico era rica y poderosa.

Las bibliotecas, los centros culturales y los lugares de oración, si bien no tenían la categoría de los de El Cairo, Bagdad o Ispahán, eran numerosos en estos sitios, y los adeptos, sinceros y entusiastas. El año que Hasan pasó en la región estuvo esencialmente dedicado a formar sus primeros grupos de soldados, listos para el combate y para el sacrificio supremo. Reunidos en secciones de seis a ocho elementos, escogió hombres jóvenes y vigorosos, que ponía bajo la autoridad de sus mejores ayudantes a fin de que aprendiesen el manejo de las armas, la lucha cuerpo a cuerpo, la natación, el trepar por una cuerda, el saltar de una roca a otra, el sobrevivir eventualmente en el desierto sin alimentos sólidos ni líquidos durante una semana. Sólo los más resistentes tuvieron el privilegio de formar parte del centenar de individuos que se convertirían en la punta de lanza de los primeros comandos instituidos por Hasan. Fueron muchos los candidatos y pocos los elegidos, pues el gran maestre estaba absolutamente decidido a que los hombres de que dispusiese no solamente fueran los más disciplinados y fieles, sino también los más decididos a la hora de ir hasta el final de sus futuras misiones, con frecuencia arriesgando la vida.

Entre sus mejores elementos y primeros tenientes, contaba con tres personajes entregados a él en cuerpo y alma: Abú Alí, originario de Baluchistán, antiguo esclavo; Hossein Kaini, hijo de un rico comerciante de Kermán, y Hamdán, tendero de Tus.

Hubieron de abandonar bienes y familia con objeto de unirse al gran maestre con el único fin de servir a la causa y propagar la fe por el procedimiento que fuese.

En un año, una legión de hombres entusiastas, a ratos monjes, a ratos soldados, cuyas jornadas comenzaban por rezos y terminaban con el recitado entre dientes de fórmulas mágicas alrededor del fuego, estuvo lista para reemprender la marcha a la primera indicación del jefe. Hasan había recolectado sus primeras plantas de hachís y, al abrigo de miradas indiscretas, hecho sus primeros preparados, tal y como había visto en la casa del Viejo Cairo. A Abú Alí le pidió una tarde que se tomase una tibia infusión, a Hossein Kaini le suministró unas píldoras y a Hamdán le exigió que inhalase unas vaporizaciones. Los efectos fueron inmediatos a pesar de que las dosis, bajo una u otra forma, habían sido pequeñas. Los tres hombres tardaron dos horas en recuperarse de su experiencia y de ella no recordaron mas que un instante de bienestar acompañado de una gran paz interior y de unas imágenes furtivas que los habían colmado de felicidad. No hicieron ninguna pregunta a su jefe y éste consideró llegado el momento de reanudar la marcha. Había sabido, gracias a informaciones de los viajeros, que Nezam-ol-Molk, asediado por infinitas preocupaciones relacionadas con la gestión y administración del Estado, había acabado por olvidarlo y había levantado las sanciones que pesaban sobre él. Incluso llegó a enviarle un hombre con la misión de informarle de su deseo de verlo si sus pasos lo conducían hasta Ispahán. Hasan desconfiaba de este género de invitaciones que venían de su antiguo condiscípulo, al que consideraba retorcido, perverso y capaz de cualquier villanía.


A finales del invierno de 1083 una larga travesía desde el este del país hasta el oeste había llevado al hijo de Sabbah y sus adeptos a los barrios exteriores de la capital. El viaje se había efectuado sin obstáculos y, una vez más, evitaron unirse a ninguna caravana. Disfrazados de pobres peregrinos, no interesaban a nadie. Iban, sin embargo, armados y transportaban oro y plata recolectados entre los fieles del sureste de Persia.

El gran maestre repartió a los suyos en tres grupos con objeto de que no despertaran la atención de los soldados que vigilaban las entradas de la ciudad y les pidió que lo esperasen tres días y tres noches. A continuación volvió a casa de Abú Táher, adonde convocó, uno tras otro, a los dais más importantes de la ciudad.

Quería conocer hasta en el menor detalle la distribución de los ismaelitas sobre el conjunto del territorio persa, los nombres de los más influyentes, las fuentes de sus ingresos, su situación familiar. Y por encima de todo, obtener la lista de todos los recaudadores de fondos de la secta, sus lugares de encuentro, la implantación del ejército del Sultán en las zonas de fuerte densidad ismaelita.

En la tarde del tercer día, reunió a sus adeptos y conferenció con sus tres lugartenientes. No cabía duda de que la más alta concentración de fieles se encontraba en las montañas del norte del país, pero que también los había en el Juzestán, al sur, en el Farsistán, en torno a Shiraz y en los confines del puerto de Buchir. Él se sentía en la obligación de trasladarse allí y ordenó a Hossein Kaini que lo acompañase. Los otros dos grupos, mandados por Abú Alí y Hamdán, debían dirigirse hacia el norte, uno pasando al oeste de Ghom, y el otro al este, antes de instalarse en Damghán, en la ruta que unía Rey con Nichapur y en donde se hallaba la mayor concentración de ismaelitas de todo el país.

–En todos los poblados por donde paséis, en todas las ciudades en que os detengáis a descansar, hablad en mi nombre y pedid a los más jóvenes, a los más vigorosos y a los más fervientes que se unan a nosotros. Decidles que estaré con ellos dentro de un año, o tal vez más, para lo que será nuestra marcha triunfal.

Y Hasan se dirigió hacia el sur, habló, predicó, rezó, reclutó y cuando su misión estuvo terminada, subió hacia el norte, donde las multitudes lo recibieron entre ovaciones y muchos le siguieron. Su periplo duró treinta meses, pero siguió en contacto con Abú Alí y Hamdán, al que envió regularmente emisarios.


Fue finalmente en vísperas del invierno de 1085 cuando pudo reunirse con sus fieles. Éstos habían levantado una pequeña ciudad en las inmediaciones de Damghán, donde tuvo la sorpresa de encontrar a Maryam y a sus hijos. Mohamad y Hossein habían crecido y cuando vieron a su padre, del cual se habían separado cinco años atrás, le dijeron:

–Padre, nosotros también queremos ser soldados.

Hasan les sonrió, no les contestó nada y pasó horas interminables hablando con los dais de la ciudad, los comerciantes más ricos, los depositarios del oro y la plata de la ciudad y con determinados jefes militares que acababan de convertirse a la fe ismaelita.

–Nos quedaremos aquí cierto tiempo. No es posible pasar el invierno en otra parte. Los caminos están bloqueados por la nieve y más al norte el frío es intenso.

Al llegar la primavera había trazado un plano detallado de todos los castillos y plazas fuertes de los montes Alborz, cadena que se extendía a lo largo de más de trescientos kilómetros, pues se sentía atraído por unas montañas que pasaban por infranqueables e inaccesibles incluso para los ejércitos más experimentados.

Varias veces discutió con el jeque Abdel Malik Attach, superior de las misiones ismaelitas en Irak, que lo había nombrado su suplente tras su primera huida de Ispahán, y enviado a Egipto.

–No cabe la menor duda de que debemos instalarnos definitivamente entre Ghazvín, Rudbar, Damavand y Gorgán.

El jeque propuso que se quedaran en Damghán. El castillo estaba bien situado, sobre una elevación, y, resguardado por la montaña, permitía ver el desierto en toda su extensión en caso de peligro.

–Si yo he podido llegar tan fácilmente a este castillo, otros, más numerosos y mejor armados, también podrán hacerlo. Lo que yo quiero es una fortaleza en lo más alto de la montaña, inexpugnable e inviolable. Quiero que los míos vivan en paz.

Attach, que jamás había oído hablar de semejante sitio, pensaba que su construcción exigiría años.

–Ese lugar sublime existe. Lo he visto en sueños. Incluso más de una vez. Desde hace mucho tiempo, un hombre viejísimo vive en él y su muerte está próxima. Está por allí, más allá de las montañas.

Y Hasan señaló hacia poniente, en tanto que el sol desaparecía detrás de las cimas nevadas.

El jeque se retiró, pues sabía que no había que contrariar al gran maestre. Pero en su fuero interno pensó que el hijo de Sabbah había perdido el juicio.


El águila negra lanzó un último graznido en la noche violácea. Luego, se hizo el silencio y la naturaleza se sumió en un sueño. Hasan Sabbah dio gracias al Todopoderoso por sus obras y cerró su Corán.


Capítulo segundo


El castillo



Hasan y sus seguidores acababan de pasar un año en la región de Damghán.

Había recorrido sin descanso la inmensa cadena del Alborz, de este a oeste, en busca del castillo de sus sueños. Unas veces con Abú Alí, otras con Hossein Kaini, escalaba las áridas cimas o se aventuraba por los senderos que frecuentaban la cabra montés y el musmón con riesgo de su vida a cada paso, hasta tal punto eran su determinación y su voluntad por hallar aquella fortaleza que le perseguía en sueños.

Sus lugartenientes llegaron a pensar que desvariaba. El gran maestre estaba fascinado por aquellos altos muros que parecían esperarlo en alguna parte, pero que no encontraba.

A veces, durante noches enteras, marchaba hasta las mismas puertas del desierto y, de rodillas, rezaba horas y horas, implorando ayuda al Todopoderoso.

Una mañana de mayo de 1087 le dijo a Hossein Kaini:

–Te voy a encomendar una misión y no vuelvas hasta que la hayas terminado. Ve con una decena de hombres hacia poniente, recorre todas las montañas que hay en los alrededores de Ghazvín, Rudbar y Damavand. Visita los castillos, habla con la gente, haz preguntas y escucha las contestaciones. A tu regreso te quiero aquí con un informe detallado.

A Abú Alí le dijo igualmente:

–De Sari a Gorgán, inspecciona el más mínimo paraje, sube a las cimas, infórmate. A ti también te quiero aquí antes del invierno. Ve en paz.

Y los dos hombres se pusieron en camino. Durante seis meses el hijo de Sabbah predicó, convirtió, enseñó.

Maryam le había dado una hija, pero no le prestó la más mínima atención.

Damghán se había convertido en una bonita ciudad llena de casas edificadas con materiales sólidos, rodeada de campos hasta perderse de vista, con agua en abundancia y un derroche de rebaños. La población era mayoritariamente ismaelita, pero no existía ningún conflicto de creencias o de cultos con los seguidores de Zoroastro, los armenios, los judíos y los musulmanes, en su mayor parte tenderos, mercaderes ambulantes o agricultores. De tiempo en tiempo, una columna militar cruzaba la ciudad y montaba su campamento extramuros. Una vez avituallada, volvía a emprender la marcha.

Un día un oficial preguntó por Hasan Sabbah.

–¿Lo conocéis? ¿Lo habéis visto?

Corrieron a informar al gran maestro. Éste, confundido entre la multitud, le preguntó:

–¿Querías algo de él? Yo lo conozco mucho. Se ha ido de caza a la montaña y no volverá en mucho tiempo.

¿Puedo darle algún recado?

El oficial vaciló un momento:

–Vengo del este, de Tus, en los confines del imperio. Allí he visto al gran Omar Jayyam, que reside y estudia en esa ciudad desde hace un año y que me ha encargado, si al azar de mis desplazamientos por el norte del país me encontraba con su amigo Hasan Sabbah, saludarlo en su nombre y transmitirle un mensaje de paz.

Hasan se quedó un momento desconcertado:

–Yo creía que el gran Omar vivía en la corte del sultán de Ispahán, ¿no es así?

–Hace tres años que vivía allí, pero realizó un gran viaje hacia el norte. A lo que sé, estuvo en Eshgh-Abad, Bujara y Samarcanda, dedicado a la enseñanza y llevando a cabo magníficas obras de arquitectura.

Particularmente en Tus hizo construir una preciosa mezquita azul según planos propios.

–¿Y tiene intención de volver a la capital?

–No estoy en los secretos del poeta, pero me consta que se propone ir la próxima primavera a Nichapur, donde estudió en su juventud.

El gran maestre se quedó pensativo.

¿Qué creer? ¿Se trataba de una trampa para hacerlo salir de su escondite o era, simplemente, la verdad?

–Muchas gracias, oficial. Ya se lo diré a Sabbah en cuanto regrese.

Se pondrá sin duda muy contento con las noticias de su amigo. ¡Que la paz sea contigo!

Durante mucho tiempo le inquietó a Hasan saber que su antiguo condiscípulo estaba tan cerca. ¿Debía hacerle llegar un mensaje, decirle dónde se hallaba, tratar de verlo, convencerlo de que se uniese a él?

La vuelta de sus dos lugartenientes lo devolvió a la realidad. Hossein Kaini hubo de confesar que no había encontrado castillo alguno digno de su jefe que estuviese situado en una altura y dominando todo el horizonte.

Por el contrario, Abú Alí estaba convencido de haber descubierto el lugar que el hijo de Sabbah buscaba.

–Oh, Hasan, Dios me ha puesto en el buen camino y, en su infinita misericordia, me ha permitido hallar la fortaleza que asalta tus sueños desde hace tantos años. Estoy en disposición de llevarte a ella inmediatamente si tú me lo ordenas.

En un primer momento Hasan se sintió tentado de trasladarse a aquel sitio sin más dilación. Comoquiera que fuese, tuvo que rendirse a la evidencia de que ya las primeras nieves habían hecho acto de presencia y de que sería largo el camino hasta Yenaché, en el extremo oriental de la cordillera de Alborz, en la ruta que conducía a las grandes estepas del Asia Central.

–De todas las fortalezas que me ha sido dado ver, ésta es sin duda la más bella, la más sólida y la más digna de ti. La habitan pocos ismaelitas, pero aquellos con los que he podido hablar y me han dado hospitalidad se sentirían orgullosos acogiéndote y alojándote en su ciudad. Un dai extremadamente anciano vive en ella y querría verte antes de morir.

Hasan consideró más prudente esperar el buen tiempo y, en el transcurso de los meses de invierno, no dejó de preguntar a Abú Alí acerca de la arquitectura de la fortaleza, la disposición de las torres, la altura de los muros, las vías de acceso. A medida que su lugarteniente le iba dando explicaciones, menos adecuado le parecía el lugar que buscaba desde su salida de Egipto.

En los primeros días de abril de 1088, Hasan, al frente de una treintena de sus fieles, emprendió el camino del norte. Por primera vez desde que había empezado a predicar hubo de enfrentarse con poblaciones hostiles que le cerraban las puertas y le arrojaban piedras. Llegó incluso a ser herido junto con tres de sus hombres.

Le tendieron emboscadas, le escupieron en la cara, pero nada consiguió impedir que el hijo de Sabbah entrase en Yenaché un mes más tarde. La ciudad le desagradó inmediatamente y el castillo no se parecía en nada al que se había forjado en su imaginación.

La casi totalidad de la población era de origen turco y se diría que estaba atemorizada. La gente con la que se cruzaba era desconfiada y no deseaba que se instalase allí. En el castillo lo recibieron cortésmente pero pronto comprendió que el edificio no le iba a convenir. La fortaleza estaba rodeada de elevadas cumbres y no resistiría un cerco en regla. Comoquiera que fuese, Hasan se sintió intrigado por la vivacidad y la belleza de un muchacho de dieciocho años que respondía al nombre de Kia Buzurg Humid y que deseaba seguirle. El adolescente era alto, delgado, de ojos claros y tez pálida.

Saltaba a la vista que se aburría en el castillo y que parecían atraerle las aventuras y el ancho mundo. Hasan lo llevó consigo a Damghán.

–Te estoy muy agradecido, maestro, por haberme tomado a tu servicio y no te daré motivos de queja. El esfuerzo no me da miedo.

Hasan sonrió, lo que hacía rara vez.

–Efectivamente, espero mucho de ti. Por eso te he traído conmigo.

Aquí todo el mundo trabaja, tanto los pequeños como los mayores. Tú me pareces de una salud excelente y Dios te ha dotado de un cuerpo robusto y armonioso.

El joven parecía fascinado por Hasan. Había dejado a los suyos sin manifestaciones de pena y había tirado al primer barranco su ropa para vestirse con los hábitos de la orden sin hacer la más mínima pregunta una vez que el gran maestre lo hubo convertido a la fe.

Sabbah estaba totalmente decidido a salir de Damghán lo antes posible con la intención de atravesar el Alborz de este a oeste. Lo que sus dos lugartenientes no habían conseguido hacer, él lo haría: hallar el emplazamiento inexpugnable e inviolable en donde instalarse con sus seguidores, desde el cual predicar y poder educar a su manera al hijo de Nizar, el imam oculto. De momento, el niño crecía al lado de sus propios hijos. Maryam, tan poco habladora como de costumbre y que agachaba la cabeza en presencia de su esposo, consideraba una hermana a la viuda del príncipe, no se separaba nunca de ella y le evitaba las tareas más penosas. ¿Tal vez pensaba que la egipcia era una concubina de Hasan y el pequeño príncipe su tercer hijo?

Nadie lo supo jamás.


El hijo de Sabbah había emprendido una larga marcha hacia poniente asistido por Abú Alí y Buzurg Humid tras dejar a la comunidad al mando de Hamdán, Hossein Kaini y Mozaffar Mostawafi, el gobernador de Damghán convertido al ismaelismo y que tenía un ejército a su disposición en caso de necesidad.

A marchas forzadas, durmiendo poco, el gran maestre y su treintena de seguidores bordearon el mar Caspio y se adentraron por la montaña a la altura de Rudbar. Los campesinos del lugar les informaron de que habían oído hablar de un castillo inexpugnable llamado el Nido del Águila y en donde vivía un anciano, duro y desconfiado, a quien nadie había visto jamás. Pero en caso de existir la tal fortaleza, no había quien fuera capaz de decir con precisión dónde se hallaba.

Dos torrentes bajaban desde las altas montañas hacia el mar y Hasan remontó su curso hasta el nacimiento de los mismos, registrando cada cima, inspeccionando cada cresta rocosa y enviando emisarios detrás de cada pico o punto culminante que se recortaba en el cielo. Habían caído las primeras nieves y los hombres avanzaban mucho más despacio. Buzurg Humid se mostró lleno de ánimo y decisión; a Hasan le impresionaron sus cualidades físicas y morales. No retrocedía ante ninguna empresa, jamás hacía preguntas y cumplía todo lo que se esperaba de él.

Una tarde en que el hijo de Sabbah se entregaba a sus oraciones aislado del grupo, el murmullo de un riachuelo vino a interrumpirle en sus meditaciones. Se acercó al lugar de donde procedía aquel ruido y aunque la luz iba declinando, pudo ver que el agua brotaba con fuerza de un enorme peñasco.

Alzó la cabeza y no vio otra cosa que una piedra gris y lisa que parecía bajar del cielo. Comoquiera que fuese, aquel manantial le intrigó: la intensidad con que el agua salía significaba que tenía que haber, bien en la roca, bien en su cúspide, algo así como un lago o al menos un embalse capaz de hacer brotar el agua con semejante presión.

Sus ojos no pudieron distinguir nada pero se propuso dilucidar aquel misterio a la mañana siguiente. Cuando se despertó, horas más tarde, un soberbio espectáculo se ofreció a su mirada: el cielo era de una pureza excepcional, la hierba del suelo aparecía cubierta por una delgada capa de nieve, y el manantial, que había murmurado durante toda la noche, guardaba silencio. Una placa blanca lo tapaba a modo de cristalino caparazón que quisiese protegerlo del frío reinante.

Hasan alzó la vista. La tarde anterior no se había dado cuenta del esplendor del paraje. Rodeándole completamente, interminables paredes, rocosas e inaccesibles, lo cercaban, separadas entre sí por pequeños pasadizos que un caballo atravesaría con dificultad.

Buzurg se le había acercado sigilosamente:

–Qué hermosura, maestro… En mi vida había visto un sitio parecido.

–¡Alabado sea el Señor! Es infinitamente bello y fascinante. Me hace sentir algo de muy especial y que ya experimenté hace muchos años en el sur del país, entre Naín y Yazd.

–Yazd, ¿dónde es, maestro? Cuéntame.

Hasan puso delicadamente su mano en el hombro del joven.

–Un día te lo diré, en el momento oportuno. No seas impaciente.

–¿Es aquí, maestro, el castillo que andas buscando?

–Puede ser… no sé… Es posible.

Hasan seguía mirando hacia arriba.

De repente, un grito rasgó el silencio de aquella inmensidad glacial y un águila se abalanzó sobre ellos. Apenas si les dio tiempo de ponerse a salvo. El ave rapaz apresó con sus garras un gamo que ninguno de los dos había visto. El enorme pájaro negro se elevó majestuosamente para ir a desaparecer detrás de los picos rocosos.

–¡Es aquí! Siento que es aquí.

¿Pero dónde?

Todos los ismaelitas se lanzaron a la búsqueda. Cada peña, cada piedra, cada orificio de la muralla fue inspeccionado minuciosamente. Las horas transcurrían y a la euforia le iba sucediendo poco a poco el desánimo.

Hasan no cesaba de exhortarlos a que perseverasen.

–No hay la menor duda, es en alguna parte de aquí. Veo el manantial en mis sueños. Y también he visto el águila así como la disposición de las murallas. Tenemos que dar con ello antes de que caiga la noche.

Al final, una grieta en la roca intrigó al joven turco. Se necesitaba tener una vista muy avezada para distinguir que ciertas fisuras en el granito no eran naturales y sí demasiado rectilíneas como para no haber sido trazadas por un arquitecto genial.

–¡Maestro! ¡Ven a ver! Creo que he descubierto algo.

Hasan se acercó al joven y deslizó el índice derecho a lo largo de la hendidura. Ésta dibujaba algo así como un rectángulo de dos metros de alto por uno y medio de ancho. Ninguna herramienta creada por Dios sería capaz de levantar aquella mole inmensa.

Durante tres días con sus noches, interrumpidos por breves intervalos de descanso y oración, la treintena de ismaelitas atacó la roca. Hasan estaba convencido de que aquella puerta dibujada en la muralla por la mano del hombre estaba bloqueada por dentro y de que, una vez desplazada, daría paso a un túnel que debía de atravesar la montaña.

Al término del tercer día, agotados por un esfuerzo incesante y la falta de sueño, los ismaelitas se durmieron sin ni siquiera haber comido. Estaban rendidos y sin aliento. Acurrucados unos contra otros, luchando contra el frío, se habían instalado bajo un ramaje, al abrigo de las miradas indiscretas y del ataque eventual de las fieras.

La luna brillaba intensamente cuando Hasan oyó ruido de voces. Sus fieles no se habían movido ni nadie había abandonado su yacija. Se incorporó con precaución y vio a medio centenar de pasos a tres hombres que hablaban en voz baja. Uno de los personajes encendió una fogata y los tres se calentaron a su lumbre. Se habían sentado a la árabe delante de la pared de piedra que parecían mirar con insistencia.

Despuntaba el día cuando se produjo el milagro: la pesada puerta gris y lisa giró sobre sí misma y dejó ver a dos individuos más, guardianes sin género de dudas, que llevaban sendos venablos en la mano y vestían túnicas al parecer verdes. Sin hacer ruido, Hasan despertó a Buzurg Humid y le explicó la situación en pocas palabras.

–Toma contigo a dos hombres, adelántate hasta esas personas e inventa cualquier pretexto para penetrar en la montaña. Di que sois peregrinos, mercaderes que habéis sido asaltados, lo que se te ocurra, pero adéntrate con ellos en la montaña. Yo me quedaré aquí con los demás y esperaré a que salgas todo el tiempo que haga falta.

–Lo haré lo mejor que sepa, maestro. ¡Que Dios te guarde!

Buzurg escogió a dos hombres, y los tres juntos avanzaron hasta los guardias, que charlaban con los visitantes. Hubo un momento de sorpresa seguido de un apuntar de las lanzas hacia los tres ismaelitas. Hasan estaba ansioso. Finalmente bajaron las armas. Todavía se produjo una discusión acompañada de animada gesticulación hasta que todos desaparecieron detrás de la pared y la puerta de piedra se volvió a cerrar lentamente.

Tras dejar algunos centinelas, el gran maestre y sus hombres recorrieron los alrededores en todos los sentidos, tomando nota del menor curso de agua, de los caminos, de la disposición de las montañas y del emplazamiento de las aldeas. En todas partes se les reservó un buen recibimiento y muchos campesinos se convirtieron a la fe de Sabbah. Al término del segundo día y mientras esperaban el regreso de los tres hombres que se habían internado en la montaña, tenían trazada una cartografía detallada de la región, la cual contaba como centro económico con el burgo de Rudbar, cuyas autoridades parecían leales a Malek Shah y al gran visir.

Una vez más los ismaelitas se ocultaron detrás de un montón de ramas y piedras que habían apilado. Las horas pasaban, había caído la noche y Buzurg Humid y sus dos compañeros seguían sin volver. ¿Tal vez se les retenía como rehenes? ¿Tal vez se les torturaba? ¿Tal vez había surgido un imprevisto? Entumecidos por el frío, terminaron por dormirse.

Un amanecer blanquecino no acababa de decidirse a despuntar y el cielo era aún de color violeta, cuando Hasan sintió una mano sobre su hombro.

–Maestro, maestro… Soy yo…

Buzurg Humid… Maestro… He vuelto.

De un salto, el gran maestre se incorporó y se ajustó el turbante.

–¡Loado sea el Cielo; estás aquí!

¿Qué ha pasado?

–Mis compañeros se han quedado arriba. Por lo menos los tienen retenidos. Sólo yo he podido volver.

Buzurg titubeó:

–Ahí no son muy partidarios de nuestra religión y nuestros amigos se han ido un poco de la lengua. Hemos encontrado simpatizantes, pero Mehdi Jan, el alida y jefe de esta fortaleza, los ha mandado detener. A mí me han dejado marchar a causa de mi juventud y porque no he predicado.

A lo largo del día, mientras la reducida compañía se trasladaba de nuevo a la costa para regresar a Damghán en medio de una nevada, el joven turco describió con pelos y señales todo lo que había visto. A Hasan le asombraron la capacidad de concentración y las dotes de observación de su segundo.

La gran losa de piedra que obstruía la entrada de la montaña se ponía en funcionamiento desde el interior por medio de un sistema hidráulico muy ingenioso que engranaba unas pesas a la vez que accionaba unas poleas. A continuación se trepaba más de dos mil peldaños tallados en la roca viva e iluminados con antorchas. Cada doscientos cincuenta peldaños había una especie de rellano donde un hombre armado de arco y flechas montaba la guardia. Por último, se desembocaba en la sala principal de una primera fortaleza, que daba acceso a una terraza desde la que se dominaba una aldea habitada por un centenar de personas. Quince o veinte hombres uniformados venían a constituir una especie de guardia; todos eran muy jóvenes y bastante inexpertos. Desde esta terraza no era posible ver el sitio en que Hasan y sus seguidores se ocultaban. Era demasiado escarpado y demasiado abrupto. A partir de allí se tomaba otra escalera igualmente esculpida en la montaña, escalera que, tras subir mil quinientos peldaños, daba acceso, a su vez, a una segunda fortaleza desde la que podían verse más abajo las cimas y, en días claros, hasta el mar. Tanto la primera como la segunda fortaleza estaban rodeadas de espacios verdes, campos de cultivo y huertos donde pacían animales y corría un riachuelo. Cierto es que los prados estaban limitados, pero con todo permitían a aquellas criaturas sentirse a sus anchas. Una cascada caía desde la fortaleza alta a la fortaleza baja y casas sólidas con callejuelas y tenderetes constituían los bajos de aquel poblado dispuesto escalonadamente. Cohabitaban en él dos poblaciones, pero había poco intercambio entre ambos planos.

La fortaleza superior, menos extendida que la precedente, estaba dominada por un castillo central de difícil acceso a causa de lo alto de sus muros y de una guardia muy atenta a los menores gestos de sus habitantes. Jardines colgantes la rodeaban y la decena de casas que la componían pertenecían a allegados y familiares del señor del lugar. El castillo sólo era accesible para los parientes de Mehdi Jan y para los pobladores que solicitasen audiencia.

–He visto al viejo. Es una persona desabrida que se desplaza poco a causa de una parálisis que parece inmovilizarle las piernas. No siente el menor aprecio por nuestra religión y no acata otro poder que el de Malek Shah y Nezam-ol-Molk.

Una vez en Damghán, Hasan sabía a qué atenerse: esperaría la fusión de las nieves y marcharía con todos sus fieles hacia Occidente. Ya conocía hasta en sus mínimos detalles el plano que le iba a permitir entrar e instalarse en la ciudadela sin violencia ni efusión de sangre. Para ello debía actuar con prudencia, tomarse todo el tiempo necesario y, sobre todo, no despertar sospechas.


Una vez más, un enemigo se interponía en su camino decidido a acabar con él definitivamente: el gran visir, informado por sus espías de las maniobras de los ismaelitas en el norte del país, había ordenado al gobernador de Damghán que se apoderase del gran maestre y sus acólitos y los encarcelase. Le prometía una gran recompensa, pero a condición de que Hasan Sabbah fuera capturado vivo. Lo que Nezam-ol-Molk ignoraba era que Mozaffar Mostawafi había abrazado la religión ismaelita y se había convertido en uno de sus más fervientes defensores. El rey selyúcida, que pocas semanas antes acababa de adueñarse de Bujara, Samarcanda, Merv y Eshgh-Abad, convirtiendo a sangre y fuego a las poblaciones locales, lo que menos se imaginaba era que uno de sus gobernadores pudiese alzarse en rebeldía contra él. Y sin embargo fue de manera muy oficial como Mozaffar ofreció su ayuda y su apoyo al hijo de Sabbah.

–Oh, maestro, vas a necesitar todas tus fuerzas para enfrentarte con el castellano de Alamut, a quien socorrerá el gobernador de Rudbar. Te suplico que aceptes que un centenar de mis mejores hombres te acompañen y protejan. Harán el sacrificio de sus vidas para preservar la tuya y la de los miembros de tu familia.

Durante semanas, Mozaffar intentó por todos los medios convencer a Hasan de que aceptase los hombres que le proponía. Pero el gran maestre se negaba siempre con la mayor energía:

–Yo predico en nombre de Dios.

Mi postulación es pacífica y sólo me siguen hombres sin armas y cuyo pecho es su único escudo.

–Entonces, permíteme atacar a las tropas del sultán con el fin de despejarte el camino y que lo recorras sin peligro. Me han informado de que en Tus y Nichapur se está concentrando un poderoso ejército y que otro llega por el norte. Aún estamos a tiempo de aniquilarlos cogiéndolos por sorpresa.

–Te agradezco mucho tu entrega y tu amor por nuestra causa. Eres un hombre bueno, Mozaffar, pero tendrás que emplear tus fuerzas para hacer frente al enemigo que se acerca. No te preocupes por mí. Tengo armas y ya verás cómo me sirvo de ellas.

Hasan no dijo palabra acerca del hachís que Maryam y algunos fieles cultivaban secretamente en su jardín y cuyas semillas florecían regularmente al llegar el buen tiempo. Pronto se cumplirían diez años desde que erraba con sus adeptos por los caminos de Persia y en todo ese tiempo jamás se había separado de las cajas misteriosas en que transportaba las plantas.

Tan pronto llegaba a una ciudad en la que pensase permanecer varios meses, plantaba las semillas, las regaba personalmente durante una decena de días y luego mandaba a las mujeres de su entorno que controlasen escrupulosamente su crecimiento; siempre desconfiado, conservaba no obstante algunos granos en una bolsita atada a la cintura en previsión de cualquier eventualidad. El invierno precedente, como consecuencia de unas temperaturas extremadamente bajas, varios arbustos se helaron y fue un milagro que se pudieran salvar algunas plantas.

La travesía de este a oeste se llevó a cabo con una extraordinaria prudencia. Hasan envió a sus ayudantes a vigilar las rutas y a inspeccionar pueblos y aldeas. Alrededor de quinientos hombres y mujeres de todas las edades se dirigieron hacia poniente por tres vías distintas: un primer grupo estaba dirigido por Abú Alí y caminó durante tres meses por senderos que discurrían por el sur del macizo del Alborz. Un segundo grupo, al mando de Hossein Kaini, costeó el mar Caspio y atravesó las montañas bordeando los montes Rudbar. El último grupo, guiado por Hasan en persona y Buzurg Humid, se componía en su mayor parte de ancianos, mujeres y niños.

–Nos reuniremos hacia finales de verano en Ghazvín. Absteneos de hablar demasiado. Evitad las grandes ciudades y juntad todos los ismaelitas que quieran seguiros. En cuanto a mí, hace unos meses que no me habéis visto, ando recorriendo el país de norte a sur y pensáis que actualmente puedo tal vez encontrarme en el golfo Pérsico.

Tres cosas contaban en este momento para el hijo de Sabbah: no hacerse ver y pasar desapercibido entre sus fieles con objeto de escapar a las tropas del sultán; proteger la vida del hijo de Nizar, que era el símbolo de la hermandad y sus adeptos, y preservar las preciosas semillas de hachís que guardaba en su bolsa y de las que iba a servirse en los meses siguientes.


Poco antes de los primeros fríos, y después de haberse dejado por el camino a los más viejos y a los enfermos, los ismaelitas entraron con la mayor discreción en Ghazvín y montaron su campamento extramuros. El gobernador, que obedecía escrupulosamente las órdenes procedentes de Ispahán, no los quería en su ciudad y había colocado soldados en las cercanías de la muralla para prohibirles la entrada.

Hasan, siempre juicioso, se abstuvo de predicar y encomendó la tarea a sus discípulos más cercanos. Sabía que los alrededores abundaban en espías y bandidos a sueldo de Nezam-ol-Molk.

Hubo provocaciones, vejaciones infligidas por los funcionarios de la ciudad, mujeres violadas, hombres apaleados y víctimas mortales, como fue el caso de Hamdán. Pero los ismaelitas callaban; no habían visto a Hasan Sabbah, no sabían dónde se encontraba e ignoraban la fecha de su regreso.

Pudo verse incluso a un oficial más brutal que el resto encararse con el gran maestre, que hacía sus abluciones y decirle:

–¿Tampoco tú has visto a ese criminal de Sabbah?

Hasan se incorporó y, tras inclinarse respetuosamente ante el militar, respondió:

–Lo vi hace varios meses, a finales de invierno. Nos dijo que quería encontrarse con su amigo Omar Jayyam en Tus o Nichapur. Desde entonces nadie lo ha vuelto a ver.

Apenas había terminado la frase, cuando un violento golpe en la cara lo hizo caer de espaldas. Una mujer quiso ayudarle a levantarse, pero él la rechazó:

–Deja, mujer, deja… No tiene importancia.

Un hilillo de sangre le corría desde el labio superior al ponerse de pie:

–Estás enfadado, oficial. Que el Todopoderoso te perdone como yo te perdono. Si estás irritado, golpéame otra vez, pero no la emprendas con las personas que me rodean. No están mejor informados que yo y…

Un segundo golpe, esta vez en la barbilla, lo derribó de nuevo. El oficial se acercó y le pateó el pecho.

Luego le escupió y se fue.

Todos se precipitaron en ayuda del gran maestre, que no tuvo necesidad de nadie para alzarse del suelo.

Buzurg Humid era uno de los que habían acudido y le dijo en voz baja al oído.

–Maestro, maestro… Mándamelo y lo mato ahora mismo. Maestro, sería un orgullo para mí vengarte.

Hasan le clavó una mirada:

–Si lo tocas, toda nuestra comunidad será masacrada. Esa cara de odio no se me olvidará nunca. Dispongo de tiempo y lo encontraré. Averigua su nombre, es todo lo que necesito saber.

Una anciana se acercó al hijo de Sabbah y le ofreció una alfombrilla de gruesa lana:

–Maestro, acepta este humilde presente. En lo sucesivo reza sobre ella, pues este es tu reino.

Dicho esto, se alejó.

Durante todo el resto del día nadie volvió a ver a Hasan. Se había encerrado en su tienda de campaña y no volvió a salir hasta la mañana siguiente.


Hasan, Hossein Kaini, Abú Alí, Buzurg Humid, pero igualmente otros íntimos como Abú Táher y Seyyed Hosseini llevaban horas discutiendo arrimados a un árbol. Otros, apostados en los alrededores, vigilaban con la misión de avisar al primer peligro.

Hacía tiempo que las nieves se habían fundido al pie del Alborz y los caminos volvían a estar transitables. Hasan sabía ya a qué atenerse. El gran maestre tomó la palabra por última vez:

–Hossein, tú serás, pues, el primero en ponerse en camino con veinte hombres de tu elección. Al cabo de tres semanas le tocará hacerlo a Abú Alí, después a Táher y así sucesivamente. Todos vosotros sabéis cómo se llega a Alamut y cómo se entra allí.

Sois peregrinos que volvéis de los Santos Lugares y que queréis presentar vuestros respetos a Mehdi, el señor del castillo. Dentro de cien días, un centenar de los nuestros se encontrarán en el interior de la montaña. Mujeres, ancianos y niños se quedarán aquí. Yo llegaré con Buzurg Humid en el transcurso del mes de agosto. Nos instalaremos en las proximidades. Pero hay algo esencial: el 4 de septiembre, con toda exactitud, la montaña se abrirá y entraré en Alamut.

Hasan se interrumpió y miró a sus cinco compañeros:

–El 4 de septiembre estaré delante de la puerta de piedra y ella se abrirá. Así lo quiere el Todopoderoso y así me lo ha pedido. Nuestra comunidad le concede a esta fecha la mayor importancia, de ella depende nuestra supervivencia.

Tal como deseaba el gran maestre, de tres en tres semanas, un grupo de veinte ismaelitas abandonaba por la noche el campamento para internarse por las montañas del norte. Los militares de guardia ante la puerta de acceso a la ciudad no advirtieron nada.

Y tal como Hasan deseaba, cien días después, cien hombres estaban ya dentro del recinto interior de la plaza.

Cuando le llegó su turno, sólo se hizo acompañar de Buzurg Humid y cuatro muchachos más, dejando el resto de los fieles al cargo de los más viejos. Sumados los nuevos adeptos que habían convergido hacia Ghazvín, la comunidad seguía contando con un grupo de quinientas personas, y el gobernador de la ciudad no observó nada anormal en sus rondas y en sus inspecciones al campamento.


Caía la tarde y el cielo estaba tachonado de estrellas, lo que confería al paraje un aspecto mágico. La luna no había salido todavía, pero los más mínimos detalles de las cumbres aparecían en toda su majestad. Los seis hombres avanzaban a un ritmo constante, dando un rodeo en los poblados, evitando los grupos de personas y las caravanas y durmiendo lejos de los caminos.

Por primera vez desde hacía meses el gran maestre se revistió de su largo ropaje de inmaculado algodón ceñido a la cintura por un fajín rojo. Estaba decidido a entrar vestido de este modo en la fortaleza, a la vista de todos y a pesar de la hostilidad del señor del lugar.

–Maestro -se atrevió a decir Buzurg-, ¿no es peligroso?

–Ya no es el momento de esconderse. Debo penetrar en la montaña con las mismas vestiduras que mis maestros de Shirkuh. Imposible de otra forma.

Dios lo quiere.

Era absolutamente necesario que la pesada puerta de piedra se abriese antes de la medianoche, pues tal era el mensaje recibido en sueños. En una fecha tan exacta como el sexto día del mes de rayab del año 469, Hasan ingresaba puntualmente en la segunda parte de su existencia.

Poco antes de la hora fatídica, la montaña empezó a moverse, la pared rocosa osciló ligeramente y los flancos se abrieron. Cuatro guardianes hicieron su aparición llevando antorchas y, tras ellos, Hossein y Abú Alí junto con dos dais que Hasan no conocía.

Todos se inclinaron respetuosamente ante el gran maestre y, luego de unas palabras de bienvenida, se formó una fila de honor para recibir al hijo de Sabbah, a Buzurg Humid y a sus cuatro acompañantes.

El golpear repetido del gong y el sonido del cuerno retumbaron llenando el ambiente, y a medida que el pequeño grupo ascendía los dos mil peldaños de la primera ciudadela redoblaron los tamboriles, repitiendo sus ecos las paredes del monte.

Después, la puerta se volvió a cerrar lentamente y el lugar recuperó su secular silencio.

Hasan Sabbah tenía treinta y cuatro años.

Jamás volvería a salir de la fortaleza…


Capítulo tercero


La toma del poder



Durante un mes, Hasan predicó en la ciudadela inferior y pudo comprobar que buena parte de sus habitantes sentían simpatía por su religión y abrazaban su fe. Asistido por dos dais, a quienes el señor del lugar sometía a las más viles humillaciones, habló de Dios y de sus obras día y noche. Jamás abordó el terreno político y ni una sola vez pronunció el nombre del sultán ni de Nezam-ol-Molk. Sabía que en aquellas concentraciones se encontraban espías del gobernador de Ghazvín a sueldo del gran visir y no quería desvelar su juego antes de haberse reunido con el alida Mehdi, en la fortaleza de arriba. Hizo devanar la lana de la alfombra de rezos que le había regalado la anciana de aquella ciudad y con el hilo midió pacientemente el contorno de la ciudadela de abajo. El hilo coincidió exactamente con el perímetro del lugar. No cabía duda: estaba, por fin, en su casa.

Abú Alí, Hossein y Buzurg, que ya disponían de un conocimiento perfecto del sitio, cada tarde le presentaban a Hasan un detallado informe de las complicidades con las que se podría contar.

Algunos emisarios del señor del castillo acudían de cuando en cuando a escuchar sus enseñanzas y a formular preguntas. Él tenía para cada uno de ellos una contestación que sabía acompañar de un mensaje de paz y una sonrisa. Incluso cuando trataban de provocarle, replicaba con paciencia.

Había guardias que iban a consultarle, e igualmente jeques. Cuando tuvo la certeza de que la gran mayoría de la población de la fortaleza le era adicta, le hizo saber a Buzurg que deseaba presentar sus respetos al viejo señor del dominio en su castillo.

El joven turco, que conocía a uno de los jefes de la guardia de Mehdi Jan, de origen bizantino como él, hizo llegar el mensaje, y dos días después se recibía la contestación:

–Di a Hasan que mi amo se reunirá con él dentro de tres días con el primer canto del gallo. Sólo tú podrás acompañarlo.

Durante dos días y dos noches, el hijo de Sabbah rezó y guardó ayuno.

Retirado en una pequeña casa, no dejó entrar a nadie sin que antes no hubiese manifestado su deseo. Cuando reapareció al atardecer del segundo día, sus ayudantes se quedaron estupefactos al advertir que su larga cabellera oscura, lo mismo que su barba, aparecían sembradas de hebras de plata que conferían a su rostro un mayor esplendor aún.

Hasan compartió la cena con Abú Alí, Hossein, Kaini, Abú Táher, Seyyed Hosseini, Buzurg Humid y los dais de la montaña.

–Esta noche es sagrada. Una vida nueva se abre ante nosotros. Después de tantos años de andar predicando por todos los lugares de nuestro país, vamos, por fin, a alcanzar la meta. El Todopoderoso ha querido ponernos a prueba y muchos de los nuestros han sufrido. Ha corrido la sangre y ha habido vidas segadas. Vendrán más sacrificios, más lágrimas, pero hemos llegado al término de nuestro camino.

Los hombres charlaron largo rato todavía y cuando por levante despuntaron las primeras luces de un pálido amanecer, Hasan se levantó y salió solo. Se dirigió a la casa donde residían Maryam, la viuda de Nizar, el pequeño príncipe y sus propios hijos.

A todos los miró en silencio antes de dejarlos. Buzurg lo esperaba al pie de un árbol. Los dos hombres se adelantaron hasta el puesto de guardia.

De camino se cruzaron con Abú Alí y Hosseini, que discutían en voz baja:

–Mandaré por vosotros. Dios me guía allá arriba. Nunca más volveré a bajar aquí.

Diciendo esto, les puso la mano en el hombro y prosiguió el camino, seguido por su fiel ayudante.

Dos guardias y un jefe los precedieron y todos desaparecieron detrás de una puerta de madera cincelada en hierro.

Al llegar el grupo al último de los mil quinientos peldaños y desembocar en la fortaleza alta, cantó el gallo.

La luminosidad del horizonte se había hecho muy intensa y el aire era frío.

Hasan echó un rápido vistazo en torno suyo. El lugar era tal como sus hombres se lo habían descrito. Todo era paz y tranquilidad.

El jefe de la guardia golpeó dos veces con su lanza en una puerta cerrada y el batiente se abrió poco a poco. Hasan y Buzurg entraron entonces en el castillo de Alamut. Un austero edificio se ofreció a sus ojos. Parecía habitarlo pocas personas y un silencio absoluto reinaba en él. Los muros eran de sillería y adobe y había sido edificado en tres niveles separados entre sí por cien escalones. Algunos hombres iban y venían por el recinto y las escasas mujeres circulaban como sombras pegadas a los muros.

Hasan y su segundo fueron introducidos en una sala, la más alta, al parecer, del edificio. Los guardias se retiraron y dejaron a los dos hombres esperando un rato. Tres alfombras en el suelo, unos cuantos cojines, dos pipas y una jaula con un loro multicolor constituían todo su mobiliario.

En un rincón, un pequeño felino gruñía atado a una cadena, la cual, a su vez, estaba fijada a la pared por una gruesa anilla de hierro forjado.

El gran maestre se acercó a la única ventana de la habitación. La vista se perdía hacia las cimas septentrionales. En días claros debía de divisarse el mar Caspio. El punto de mira resultaba impresionante. Nunca hasta entonces había gozado Hasan de parecida situación. Tenía la sensación de dominar el mundo y todas las cumbres vecinas. Sintió de repente una inmensa felicidad. Era consciente de haber llegado al final de su viaje.

Unas voces que se aproximaban lo sacaron de sus reflexiones. Se volvió y pudo ver a dos mocetones que transportaban a un anciano de blancas y descuidadas barbas. El hombre fue depositado con precaución sobre el suelo y estabilizado con ayuda de un pequeño mueble bajo para que no se cayese de lado. En una mano sostenía un cilindro de rezos y sus dedos estaban cubiertos de sortijas de un gran valor.

Vestía sobriamente de negro y un diamante pendiente de una gruesa cadena dorada colgaba de su cuello. No llevaba turbante ni babuchas. Una vez instalado, dirigió su vista a los dos visitantes, que permanecían inclinados.

–No eres bienvenido a mi casa, hijo de Sabbah, ni tú tampoco, joven, comoquiera que te llames.

Su voz era gangosa y apenas audible. Pasado un primer momento de sorpresa, los dos respondieron al gesto que les invitaba a sentarse enfrente de su huésped. Cuatro guardias esperaban cruzados de brazos a que se les ordenase salir, pero el viejo no dijo nada.

–He oído hablar mucho de ti, hijo de Sabbah, y no me gusta lo que haces. Predicas una mala religión y tus palabras no están escritas en nuestras santas escrituras.

El alida Mehdi monologaba sin que Hasan lo interrumpiera.

–¿Cuál es tu respuesta, impío?

El gran maestre se acarició lentamente la barba y clavó una mirada en su interlocutor que obligó al anciano a bajar la suya.

–He venido en son de paz a tu casa y veo que tu corazón vomita odio. Tú y yo rezamos al mismo Dios y somos poca cosa frente a la inmensidad de su creación. Durante mi corta vida, llena de experiencias enriquecedoras y de sorprendentes encuentros, nadie hasta ahora me había insultado de tal modo, ni a mí ni a mis compañeros. Hasta nuestro Profeta bienamado abría la puerta a sus enemigos. ¡Muy amargado debes de estar por la vida para proferir tales palabras!

El castellano se había erguido un poco e intentaba interrumpir a Hasan, que proseguía su soliloquio, pero renunció pues el esfuerzo era demasiado grande.

–A nadie temo, anciano, ni al sultán que ha usurpado el trono de Ispahán, ni al califa de El Cairo, y menos aún a sus visires y a sus generales. Sólo temo al Todopoderoso y a su cólera.

Hasan siguió hablando hasta que el sol lució en lo alto del cielo. Mehdi Jan escuchaba sin reaccionar por lo que oía.

–Yo soy el nuevo señor de Alamut y si tú no quieres amoldarte a mis creencias, te puedes marchar. No se te hará daño alguno. Tú y los tuyos sois libres de quedaros o de iros.

El castellano mostró su enfado:

–Soy un fiel aliado del sultán y estoy en mi casa. Cumplo sus órdenes y las del gran visir. Por lo demás, tengo orden de detenerte.

E hizo una señal a los guardias, que seguían impasibles delante de la puerta y que no se movieron.

–¡Apoderaos de este hombre! ¡Es una orden! ¡Han ofendido gravemente a nuestro Señor y a vuestro amo. Cogedlos y encerradlos en jaulas junto con los otros renegados!

Mehdi se desgañitaba, pero los criados continuaban inmóviles. Hasan lo interrumpió:

–Anciano, estos hombres no obedecerán tus órdenes a partir de ahora.

Soy el nuevo amo de esta ciudadela.

Ni el sultán ni el gran visir mandan ya aquí. Aquí reina en lo sucesivo nuestro imam, a quien todos debemos obediencia. Sírvele y podrás quedarte. Insúltalo y serás expulsado con los tuyos. Sé que tú desciendes de la familia de nuestro profeta Alí y el respeto que le tengo te salva la vida.

No tomo tu castillo en mi nombre, sino en el de nuestro imam. Él te ofrece tres mil dinares de oro. Obedece o marcha en paz.

Hasan hizo un gesto con la mano y los guardias se llevaron a un Mehdi que se debatía entre chillidos:

–¡Quiero cinco mil dinares de oro.

Los quiero inmediatamente!

Hasan detuvo unos breves instantes la ridícula comitiva y le dijo al castellano:

–Como te he dicho, tendrás tres mil dinares de oro, ni uno más. Éste es un pagaré dirigido al gobernador de Damghán, Mozaffar Mostawafi. La suma está a tu disposición cuando quieras. Y ahora, ve en paz.

Y en tanto que el viejo se alejaba gimoteando, el gran maestre le dijo a gritos:

–De ahora en adelante dirás dondequiera que vayas que hay un solo señor en Alamut y que se llama Hasan, hijo de Sabbah. Dirás al sultán y al gran visir, a los gobernadores y a los militares que yo, Hasan Sabbah, acabo de instituir una orden nueva y purificadora de los soldados de la fe, al servicio del Todopoderoso, de Zaratustra y de Mahoma…


Septiembre, 1091. En un año el lugar del Nido del Águila se había transformado considerablemente. Una vez eliminado el antiguo propietario, Hasan mandó traer a los restantes ismaelitas que habían permanecido en las cercanías de Ghazvín con objeto de instalarlos en el recinto amurallado.

Hubo que buscar sitio para todos pues fueron pocos los que se marcharon con Mehdi y desde el sur habían llegado quinientos hombres y mujeres. Los más viejos fueron incapaces de subir los dos mil quinientos escalones de la primera fortaleza y hubo que llevarlos a cuestas. Se enterró a los que habían expirado en las entrañas de la montaña. La operación duró varias semanas y cuando todo el mundo estuvo instalado, la comunidad ismaelita de Alamut contó con más de ochocientas personas incluidos los convertidos de la ciudadela.

A los que no pudieron acceder al lugar se les distribuyó por el valle y alrededores, por Rudbar y por decenas de aldeas en el camino del Caspio.

Al hilo de los meses millares de adeptos afluyeron a la región reivindicando su pertenencia a la fe predicada por el gran maestre y sus discípulos. Los dais se vieron obligados a llevar los correspondientes registros, se tuvo que elaborar un nuevo catastro y se adquirieron las tierras de los habitantes que no querían convertirse.

Ingenieros y arquitectos construyeron nuevos poblados, otros modernizaron el Nido del Águila a fin de hacerlo totalmente inexpugnable y capaz de soportar largos años de asedio.

Se perforaron canales, se desvió el curso de determinados ríos, se levantaron diques y presas y se instalaron cisternas para recoger el agua de la lluvia y de la nieve al fundirse. Un ingenioso mecanismo dispuesto a partir de la fortaleza alta permitía que se llenasen los pozos tan pronto se vaciaban por medio de un sistema de trampillas y esclusas. De esta manera, a los habitantes del lugar que residiesen en el propio Alamut o en los alrededores nunca les faltaba agua ni tenían que temer inundaciones. Enormes silos permitían almacenar azúcar, sal, trigo sarraceno, pistacho, almendra y semilla de girasol en cantidades impresionantes. Miel, confituras, elixires y frutos secos se conservaban en gigantescas tinajas.

Guardas especializados en alimentación vigilaban el estado de conservación de las provisiones y las distribuían regularmente entre los habitantes para reemplazarlas por otras más recientes.

Todos los gremios estaban representados: los carniceros mataban las reses, los lecheros recuperaban la leche y la convertían en mantequilla, quesos o yogures; había panaderos y pasteleros que amasaban la harina y la pasta, también jardineros; en una palabra, toda una vida sedentaria perfectamente estructurada a las órdenes de contramaestres que debían, una vez por semana, rendir cuentas del estado de la población a los lugartenientes de Hasan. Cantidades y cifras eran trasladadas a hojas por contables que inmediatamente las presentaban al gran maestre.

Durante aquel primer año, se encargó a albañiles que sobrealzasen las murallas del recinto y reforzasen los torreones; los maestros armeros fabricaron considerables cantidades de arcos, flechas, lanzas y venablos e incluso inventaron un tipo de catapulta que permitía disparar pesadas piedras y verter sobre ocasionales asaltantes aceite y pez hirviendo.

Pero la tarea esencial de Hasan fue la creación de una elite entre los guerreros que él había formado personalmente. En un primer momento mandó a Hossein y a Abú Alí que reclutasen a los adeptos más jóvenes y más fuertes físicamente. Un centenar de muchachos decididos fueron separados del resto de sus compañeros e instalados en la fortaleza alta. Cada mañana se levantaban al rayar el alba y después del rezo en común y en voz alta desayunaban frugalmente.

Con la salida del sol, ya estaban en uniforme de combate: con el torso desnudo, el pecho untado de aceite y las caderas cubiertas por un calzón de cuero, combatían de dos en dos, ya con los puños, ya con el puñal, esquivando golpes y evitando heridas. Luchaban, levantaban pesos considerables, se liberaban de las cadenas o cuerdas que los ataban, nadaban y hacían pruebas de resistencia bajo el agua. En invierno competían desnudos en la nieve; en pleno verano, bajo un sol de justicia, transportaban piedras gigantescas para endurecer los músculos y a veces pasaban una semana sin comer con objeto de desarrollar sus capacidades para sobrevivir.

Hasan había instaurado asimismo la prueba del fuego consistente en que los adeptos debían atravesar las llamas o andar sobre brasas, mantener sobre el fuego las manos el mayor tiempo posible, avanzar sobre cristales molidos o zarzas, pasar de un baño glacial a otro hirviendo, resistir la mayor cantidad posible de latigazos, o el suplicio de la rueda o incluso prácticas de estrangulamiento.

Sólo entonces se destacaba una elite, los puros entre los puros, como los llamaba el gran maestre, los cuales tenían derecho a ciertos privilegios, tales como el dormir por la noche delante de su puerta, inspeccionar la ciudadela a su lado o rezar en su compañía.

Ningún ismaelita tenía acceso a la residencia privada que Hasan se había mandado hacer en el último piso de su castillo. A lo largo de meses, arquitectos, albañiles y jardineros se habían esforzado duramente. Sólo los más íntimos del nuevo señor eran invitados, y esto en muy raras ocasiones.

La ciudadela alta había sido acondicionada para hacer de ella un inmenso lugar de descanso y placer. Allí, engalanadas con los más bellos ropajes y los más delicados velos, vivían las vírgenes más espléndidas de la comunidad. Se había diseñado un magnífico jardín con plantas exóticas y olorosas flores y construido estanques, y mientras los perfumes más exquisitos flotaban en el ambiente, cuatro músicos hacían vibrar sus arcos y tamboriles según la voluntad señorial y desconocidos animales de negro o estriado pelaje dormitaban en sus jaulas. Alfombras y cojines de dorados y argénteos hilos tapizaban el suelo; copas y jarrones rebosaban frutos y flores de tornasolados matices.

En un rincón de aquel recinto mágico Hasan había hecho germinar sus semillas de hachís. Una sala, de cuya llave él era el único poseedor, le servía de laboratorio donde convertir las plantas en pastillas, elixires o vapores que se inhalaban. Él había ahondado en sus investigaciones, elaborado nuevas fórmulas, puesto a punto otras drogas más potentes cuyos efectos eran inmediatos. Varios voluntarios se habían sometido a pruebas decisivas que habían permitido al gran maestre perfeccionar su técnica y mejorar los resultados.

Buzurg Humid era el encargado de escoger a los postulantes entre la cuarentena de jóvenes guerreros que habían superado con éxito y brillantez las pruebas del agua y del fuego. Los designaba uno a uno, discretamente, a fin de no despertar la codicia o unos eventuales celos, y los encerraba solos en una habitación. Allí les hacía absorber la poción preparada por Hasan, les vendaba los ojos y les ordenaba subir al último piso de la fortaleza por una escalera secreta.

Buzurg instalaba al candidato en un sofá cubierto de sedosos cojines y lo dejaba que lentamente volviese en sí.

Finalmente, le destapaba los ojos y le ayudaba a sentarse.

Entonces se producía la maravilla.

El muchacho veía ante él a hermosas mujeres bailando al son de las flautas, las violas y los tamboriles, acercarse a él de tiempo en tiempo y acariciarlo al pasar. Luego, una de esas bellas criaturas se tendía a su lado, le invitaba a beber un zumo de frutas, le pasaba la mano por el cuerpo y le ofrecía sus labios de pétalo de rosa.

En aquel preciso momento aparecía Hasan, siempre vestido de blanco, el purpúreo fajín ciñéndole la cintura, con los pies desnudos y los brazos apenas separados.

–¿Cómo te llamas, hijo mío?

El voluntario se incorporaba un poco y balbuceaba su nombre.

–Bienvenido, hijo, ¿sabes que estamos en el paraíso?

–No… no… no lo sabía, maestro… Es tan hermoso… Todo es tan hermoso…

–Hijo, estás en el paraíso y yo podré ofrecértelo tantas veces como desees, con la única condición de que me sirvas lealmente y cumplas todas las misiones que te encargue.

–Ordéname, maestro. Haz de mí lo que quieras. Soy tuyo.

–¿Llegarías hasta sacrificar tu vida por defender nuestra justa causa?

–Llegaría hasta sacrificar mi vida. Mi humilde existencia te pertenece. Puedes tomarla cuando te plazca.

Hasan se sacaba de la manga un pequeño puñal de oro y lo hacía brillar ante los ojos del muchacho:

–¿Lo ves? ¿Lo ves bien? Un día te lo daré para que cumplas una misión. Un día tú serás el elegido, y entonces, este paraíso que ves ahora será eternamente tuyo. ¿Lo oyes? Será tuyo para siempre.

El joven soldado se arrojaba a los pies de Hasan y le besaba la orla de su hábito.

–Levántate, hijo, y aprovecha todavía los instantes de felicidad que te quedan antes de volver a la tierra.

Unas cuantas gotas del brebaje sumían al adolescente en una euforia pasajera de la que pasaba a un estado de adormecimiento. Finalmente, Buzurg y un guardia lo trasladaban a un nivel inferior y lo dejaban despertarse poco a poco hasta recobrar plenamente el sentido. Cuando volvía a reunirse con sus compañeros no había modo de hacerle callar y contaba a los otros, que le escuchaban estupefactos, el viaje que acababa de emprender junto al maestro.

Las preguntas no acababan nunca:

“¿Has visto al Creador? ¿Cómo es aquello? ¿Eran hermosas las mujeres?

¿Hablan allí nuestra lengua?”.

Al cabo de un año, Hasan había seleccionado por este procedimiento una veintena de candidatos dispuestos a cualquier misión. Algunos de ellos fueron llevados varias veces a aquel jardín colgante para que le tomasen gusto y se mostrasen aún más decididos. Cada vez era la misma escenificación, con las mismas mujeres, la misma música, el mismo decorado. Entre caricias y tocamientos, los candidatos entraban en una excitación que sólo las drogas eran capaces de calmar. Todos querían ir al combate, todos estaban dispuestos al sacrificio supremo. Entre aquellos émulos algunos parecían más resueltos que otros, por lo que se les inscribía en una lista, se les sometía a nuevas pruebas y se les entrenaba hasta el agotamiento total. En sus viajes al paraíso debían conseguir controlar sus pulsiones sexuales, renunciar a las delicias, rechazar el estupro y la lujuria. Sólo algunos llegaban hasta el fin. En ese caso, el gran maestre los consideraba dignos de combatir.

Antes de que terminase el año 1091, rodeado de sus principales lugartenientes, el hijo de Sabbah reunió a sus guerreros más decididos y ejercitados. Todos tuvieron el gran honor de compartir con él la comida y de rezar juntos. Luego, el gran maestre habló:

–He sabido por emisarios y también por viajeros que las tropas del sultán, a petición del gran visir, se van a poner próximamente en camino contra nosotros para proteger la fortaleza de Lemsir, que se encuentra a unas cuantas leguas de aquí y cuyo señor sigue siendo leal a los selyúcidas. Igualmente Malek Shah debe hacer frente a una rebelión fomentada por un señor turkmeno que se ha sublevado cerca de Bujara.

Asimismo se me ha informado de que muy importantes ejércitos cristianos se aproximan a Tierra Santa con objeto de instalarse allí y proteger la tumba de su profeta. En lo sucesivo tendremos que considerarnos en guerra y estar preparados para cualquier eventualidad. Estamos rodeados de bárbaros y los venceremos a todos.

Dios nos ha dado la fe y la fuerza.

–¡Dios es grande! ¡Alabado sea el Señor! – respondieron a coro.

–Habéis sido elegidos por vuestras cualidades y vuestras aptitudes físicas y morales. Vosotros me habéis demostrado vuestra adhesión a nuestra causa, que es la única justa. Habéis decidido el sacrificio de vuestras vidas. Estoy orgulloso de vosotros.

A continuación se sacó de la manga un pequeño puñal de oro y lo levantó por encima de su cabeza.

–Recordáis esta arma. Pronto os servirá. Os he enseñado, en primer lugar, a saber esconderla. Luego, cómo golpear con ella en un gesto breve y rápido como el rayo. No golpeéis en el corazón, a menos que el pecho de vuestro enemigo esté desnudo: hacedlo únicamente en el cuello, la nuca, los ojos y la garganta.

Hasan contempló al grupo de voluntarios que se habían sentado en semicírculo en torno a él. Todos escuchaban apasionadamente las palabras de su jefe:

–Algunos de vosotros sois turcos de origen, otros jorasaníes, otros ispahaníes, incluso árabes. No olvidéis estas lenguas, que os servirán para introduciros en determinados ambientes, estudiad sus diversos acentos, todos sus dialectos, lo cual os permitirá disimularos mejor entre las multitudes y pasar desapercibidos. Si os asalta alguna duda, si habéis olvidado mis palabras, reflexionad, serenaos, tomaos todo el tiempo necesario y no tardaréis en recordarlas. No actuéis nunca con precipitación, ni movidos por la ira; sería un fatal error. Cuando estéis en un medio hostil, incluso si la misión os parece fácil, portaos con discreción, no os hagáis nunca notar, aparentad modestia y bajad los ojos, manteneos en la sombra. Escuchad, escuchad sin descanso, observad los más mínimos detalles. Si despertáis sospechas, desapareced.

Adormeced cualquier desconfianza, acallad cualquier susceptibilidad, perdeos en la masa. No olvidéis que nuestros enemigos son astutos y brutales. Ellos saben que estáis ahí, entre ellos, o que vais a llegar. Os buscarán por todos los medios a su alcance. Entonces, sed como ellos, hablad como ellos, reaccionad como ellos, adoptad sus costumbres, sus maneras, aprobad lo que os digan, incluso si calumnian nuestra fe o insultan a vuestro gran maestre.

Entre aquellos hombres jóvenes se cruzaron miradas y se levantaron algunos murmullos, luego guardaron silencio.

–En caso de que se me insulte, mostrad indiferencia. Ellos emplean esa táctica para descubrirnos más fácilmente. Que vuestro corazón sufra, pero no dejéis transparentar nada.

Hasan les habló largo rato aún aquel día. Les enseñó algunos trucos más:

Cómo aprovechar el viento, andar de espaldas en la nieve o en la arena con objeto de extraviar a posibles perseguidores, comunicarse por medio de palomas mensajeras…

Al llegar la noche, se separaron.

Todos estaban conscientes de que se acercaba el día señalado y de que su fe corría peligro. La forma en que Hasan se había dirigido a ellos les había reafirmado todavía más en su determinación y exacerbado su pasión, haciendo que redoblasen sus esfuerzos durante los entrenamientos y tratasen de superarse a fin de tener cada uno el alto honor de ser el primer combatiente en salir de misión. El gran maestre se vio obligado a frenar aquellos excesos pues hubo varios que se hirieron gravemente.


Durante todo este tiempo, crecía la inquietud en el Palacio de Malek Shah.

–Muy Augusto sultán, ¿puedo permitirme deciros una vez más que ese hijo de perro de Sabbah es un loco peligroso y un agitador demoníaco? De acuerdo con los informes que acabo de recibir de Rudbar, ha tomado posesión de toda la región al norte de Ghazvín. Nuestro amigo el castellano de Lemsir está en una situación desesperada y corre el riesgo de perder la vida en un baño de sangre en cualquier momento. Ya han sido degollados centenares de buenos y leales súbditos nuestros y muchos más morirán si no acudimos en su auxilio.

Nezam-ol-Molk se arrojó a los pies de Malek Shah y prosiguió:

–Ordenad una leva de hombres a fin de que nos desembaracemos de una vez para siempre de ese ser nefasto y peligroso para todos nosotros. ¡Ojalá queráis escucharme!

El potentado se acarició lentamente la barba y miró al primero de sus ministros arrodillado ante él:

–¿En quién piensas para poner al frente de nuestras tropas? ¿Tienes algún nombre en la cabeza?

Nezam se levantó, hizo una reverencia y, llevándose la mano al pecho, respondió:

–Oh, bienamado señor, gracias te sean dadas. He pensado que el único general digno de esta misión es Arslan-Tach, cuya bravura y sentido de la estrategia han sido excepcionales en nuestras recientes guerras contra los rebeldes del norte. Sólo él es capaz de exterminar a esos renegados.

–¿Se encuentra entre nosotros, gran visir?

–Sí, Divina Majestad, está aquí.

–Adelántate, Arslan-Tach, que yo te vea.

Un hombrecillo gordo y feo, vestido de negro, con un gran sable colgándole sobre la ingle, calzando botas de cuero rojo y los dedos llenos de sortijas, se inclinó ante el selyúcida:

–Ordenad, señor, mi vida os pertenece.

–¡Vamos a aniquilar a ese gusano de Sabbah!

–He ahí las palabras de un gran rey -dijo Nezam encantado-. En seis lunas todo habrá concluido. Lo juro.

Los preparativos duraron tres meses. Llegaron también tropas de Bagdad y de Tauris y se reagruparon delante de la ciudadela de Ghazvín.

Cerca de diez mil hombres tomaron la dirección de la fortaleza de Lemsir, último bastión fiel al sultán. El general selyúcida avanzaba por territorio hostil y, con objeto de hacerle comprender claramente a Hasan Sabbah que acudía a sofocar una revuelta, se entregó a horribles exacciones a su paso por las aldeas.

En cada uno de los poblados que atravesaba se hacía traer al anciano, al sabio del lugar, y le interrogaba:

–Buen viejo, sé que eres justo.

Contesta a mi pregunta: ¿puedes guiarme hasta la guardia del hijo de Sabbah?

La contestación era siempre la misma: “No conocemos al gran maestre, jamás lo hemos visto, no sabemos dónde vive…”.

Arslan-Tach entraba entonces en una gran furia y con su propia espada decapitaba al viejo desvergonzado.

Diez hombres por pueblo, a veces mujeres y niños, eran ejecutados y la localidad quemada. Precisamente era el humo de los incendios lo que permitía a los vigías de Hasan apostados en los picos montañosos vecinos informar a su jefe del avance de las tropas enemigas. Las nieves precoces de aquel segundo invierno en Alamut no impidieron a los monjes-soldados ismaelitas desplazarse de un sitio a otro y registrar con precisión los efectivos del adversario, sus movimientos y el lugar de sus acampadas.

No obstante, Hasan no se decidía a atacar. Ciertamente hubiera podido asestar algunos golpes decisivos, pero sus seguidores eran muy inferiores en número y, por el momento, cada vida contaba. En aquella circunstancia su mejor baza era el blanco manto que cubría la naturaleza y desorganizaba a las tropas de Malek Shah. Hasan sabía perfectamente que los guerreros turcos no conseguirían proseguir su avance por los puertos montañosos y los pasos accidentados del relieve.

Adivinaba que el enemigo, habituado a combatir en un terreno árido y descarnado, pronto se sentiría desconcertado en aquellos parajes escabrosos y glaciales. Contaba pues, ante él, con varios meses para prepararse para el asedio y desbaratar las jugadas del adversario.


Nueve meses después de haber salido de Ispahán, las tropas del sultán llegaban a Alamut. Varios miles de soldados levantaron sus tiendas de campaña y tomaron posiciones en las cúspides menos altas. Cuando se le presentó a Arslan-Tach el informe sobre la situación, dijo:

–Necesito tres voluntarios para parlamentar con Sabbah. A continuación lo degollaréis en nombre del sultán.

Nadie dio un paso adelante. Entonces, para que sirviera de ejemplo, el general mandó decapitar a dos oficiales y a diez soldados. Como seguía sin haber candidatos, recomenzó la operación una y otra vez. Finalmente, tres guerreros se presentaron, con paso no muy decidido, ante la ciudadela.

Por gestos, a gritos y con fogatas, se dio a entender a los sitiados que se les quería hacer llegar un mensaje y que se iba en son de paz. De este modo, las conversaciones duraron una semana, al cabo de la cual la puerta de piedra se entreabrió para dejar pasar a los tres soldados aterrorizados.

Hubo horas de espera, los vigías no tuvieron nada digno de mención que señalar y el general se impacientó. De nuevo se puso en contacto con los ismaelitas, y otros tres soldados entraron en la montaña seguidos de tres más un día más tarde.


Una noche de julio, una serie de ruidos sordos puso en conmoción el campamento selyúcida. Unos alaridos rasgaron el silencio. Después, se hizo la calma. Entonces se escuchó un sonar de trompas y tres luminarias se encendieron en lo alto de la ciudadela.

A la mañana siguiente, el general turco tuvo que rendirse a la evidencia. Hasan había hecho degollar a los nueve emisarios y había precipitado sus cuerpos al vacío. Todos llevaban sujeto a su ropa el siguiente mensaje:


Yo, Hasan, hijo de Sabbah, no reconozco el dominio de la tribu selyúcida sobre el sagrado suelo de Irán. Combatiré con mis hombres hasta mi último aliento para eliminar a los invasores sacrílegos.

Decid al sultán y a su gran visir que desde ahora sus días están contados.


Arslan-Tach estaba furibundo.

Convocó a sus oficiales más importantes y celebró consejo con ellos. En señal de represalia por la muerte de sus nueve soldados mandó incendiar otros pueblos ismaelitas entre Ghazvín, Rudbar y el Caspio y envió un emisario a Ispahán para informar al gran visir de que el asalto a la ciudadela era inminente.