A Adrien y Charlene, a Raphaelle y Joana, a Cyrus,
que más adelante leerán esta obra y se darán cuenta de que la historia es un continuo volver a empezar, con sus violencias, sus lutos y sus lágrimas.


Primera parte


Ispahán



Capítulo primero


La admiración



Hacía una hora que Hasan estaba sentado a la árabe sobre un pequeño montículo, cruzado de manos.

Fascinado, contemplaba el espectáculo que se desarrollaba a pocos metros de él, en la plaza mayor, convertida en amplio escenario por una multitud abigarrada y gesticulante.

Los hombres vociferaban y charloteaban en un ir y venir a lomos de caballo o de asno, esquivando a los niños que jugaban, ignorando a las mujeres apostadas a lo largo de las murallas bajo sus velos multicolores. A veces, en medio del tumulto, se distinguía el sonido de una flauta o el redoble de un tamboril.

Al otro extremo de aquel inmenso espacio, una caravana de una docena de camellos sembraba la confusión tratando en vano de abrirse paso.

El sol estaba en el cenit.

El bullicio se paralizó cuando sonó la llamada a la oración. Súbitamente se hizo un silencio impresionante y todas las miradas convergieron sobre la mezquita en donde se elevaba la salmodia del molah. Miles de almas se pusieron a rezar a coro y en voz alta.

Hasan cerró los ojos para concentrarse; luego, cuando la letanía cesó, redobló la agitación con gran estruendo, gritos y música.

Ebrio de calor y fatiga, Hasan estaba como hipnotizado. Sensación semejante no la había experimentado ni en Tus, ni en Nichapur y menos aún en Rey. ¿Cómo imaginar tanta animación de mercaderes, soldados, obreros, religiosos, muchachos, mujeres e incluso animales, algunos de los cuales todavía seguían siendo desconocidos para él?

A nos pasos de allí, un vendedor de sandías desplegaba los gruesos frutos verdes, cortando a continuación su carne sanguínea a fin de ofrecerla en porciones finas y refrescantes a su golosa clientela.

A su lado, un jorobado alababa la calidad de sus pistachos y almendras, que pesaba meticulosamente. Un poco más lejos, un hombre viejo repasaba las monedas con que se hacía pagar el agua que vertía de un gran cántaro de barro, en tanto que a sus pies unos cuantos pavos, asustados y glugluteando, esperaban con estupor a que les cortasen el cuello una vez terminado el regateo.

Hasan dio un respingo al sentir que una mano se le posaba en el hombro.

Se levantó de un brinco y se encaró con el hombre, al que no había oído llegar. El esmerado atuendo y la larga barba negra partida en dos del personaje denotaban su pertenencia a la clase acomodada de Ispahán.

Con un gesto de la mano le indicó a Hasan que no tenía nada que temer.

Molesto por el silencio y la insistencia con que el desconocido lo contemplaba, fue el primero en hablar:

–Disculpadme, ¿es que os he quitado el sitio?

El hombre sonrió finalmente:

–¡Tuyo es puesto que lo ocupas!

El lugar pertenece al primero que llegue y puede quedarse en él hasta la noche. ¿Ves esos mercaderes? Han llegado mucho antes de que saliera el sol y es probable que mañana al amanecer sigan todavía ahí si es que no los han echado los soldados del Sultán:

¡es muy exigente por lo que hace a la limpieza de su ciudad!

El hombre calló un instante y prosiguió:

–¿De dónde vienes, pues?

–Del norte, de una ciudad al pie de los montes Alborz.

–¡Me imagino que no hace mucho que estás aquí!

Aquel hombre aparentemente rico y más bien afable no disimulaba su curiosidad por Hasan, quien, agotado y cubierto de polvo, adoptó una postura ridículamente altiva para responder:

–He llegado a primera hora de la mañana, con una caravana procedente de Ghom. Estuve deambulando un poco y acabé por dormirme en esta colina. He debido de dormitar algunas horas hasta que me han despertado los gritos de los mercaderes, cuando ya el sol hacía tiempo que lucía.

–No has comido nada, ¿verdad?

–¡No!… La verdad es que hace dos días que no me he llevado nada a la boca. Tengo que decir que he acabado con mis pocos ahorros, y lo que no he gastado me lo han quitado los bandidos.

El desconocido puso de nuevo su mano en el hombro del viajero.

–Si lo deseas ¡sígueme! Tengo una modesta casa no muy lejos de aquí.

Podrás comer y beber y descansar un rato. Después, si aceptas, ¡discutiremos un poco!

Hasan no se hizo de rogar y no se apartó un paso del misterioso individuo, lejos de imaginar que aquel ser guardaba una de las llaves de su destino.


A finales del mes de marzo de 1075, poco después de la celebración del año nuevo persa, los Sabbah, honrados comerciantes de la ciudad de Rey, al norte del país, recibieron la visita de un viajero que se decía emisario de un cierto Omar Jayyam, quien vivía en la corte del sultán Yalaleddín Malek Shah, en Ispahán.

Cuando el hombre hubo comido y descansado, contó que llevaba en camino más de dos semanas y que era portador de un mensaje que debía entregar personalmente a “Mi amigo Hasan, camarada de estudios en la Universidad de Nichapur”. Hasan descifró, lleno de entusiasmo, el pergamino que el desconocido le había tendido. Había reconocido la esmerada caligrafía de su antiguo condiscípulo y se había dejado llevar por unos recuerdos que lo retrotraían a dos años antes. Como en un sueño volvió a ver Nichapur, recordó los paseos por las montañas del Jorasán, el largo contemplar del cielo nocturno con objeto de aprender a leer en las estrellas, las columnas de cifras dispuestas para calcular los granos de trigo de un campo o las gotas de agua de un estanque.

Omar Jayyam invitaba a su amigo a que se reuniese con él en la ciudad más hermosa, más cautivadora, más entretenida del mundo.


… Abú Alí Hasan se ha convertido en visir del sultán. Aunque rico y poderoso, sigue siendo amigo mío.

Me ha ofrecido un puesto en la corte de Ispahán, y en este momento poseo cuanto un mortal puede desear, una casa agradable, unos fieles criados, mujeres, vino a discreción, y tiempo para seguir estudiando. El camino de la sabiduría es largo y espinoso, razón por la cual no puedo continuar las investigaciones que acabo de emprender sin tu luz y tu amistad. Ven, amigo mío, acuérdate del pacto, y únete a nosotros en cuanto te sea posible. Necesitamos hombres como tú.

El portador de este pliego nos informará de tu fecha de llegada a Ispahán.

Tu fiel Omar.


El mensajero volvió ciertamente a partir, pero sin la respuesta de Hasan. Demasiado intrigado por la invitación que debería haberle sido enviada por el propio visir, se concedió un tiempo de reflexión y para rememorar los términos del pacto mencionado por Omar.

Una vez terminados los estudios en la Universidad de Nichapur, los tres hombres, unidos por una tierna complicidad, sólo se habían decidido a separarse después de una promesa. La idea había sido de Hasan:

“Mis queridos compañeros, fuimos alumnos brillantes y gracias a nuestra asiduidad a las lecciones de nuestros maestros, hemos contribuido a poner de nuestra parte la posibilidad de llegar a ser hombres importantes para el futuro de nuestro país. Por lo mismo, si alguno de nosotros accede a la fortuna o al poder, que jure aquí, sobre la sangre de sus antepasados y de su descendencia, compartir una y otra con los otros dos. Que Alá lo aniquile, a él y a las generaciones que le sucedan, si falta a su palabra…”.

Hasan acababa de cumplir dieciocho años, Omar tenía ocho más y Abú Alí Hasan había pasado de los cuarenta.

Este último, hijo de labradores del Jorasán, había compartido largo tiempo con los suyos las tareas del campo, viajado por las provincias del Norte, conocido los burgos de Samarcanda, Bujara, Merv, había ido a Afganistán e incluso había estado casado. También había trabado conocimientos con eruditos, sabios, narradores de cuentos, pero siempre había tenido que recurrir a los servicios de un escriba público y a medida que se iba haciendo mayor, más le molestaba tal cosa.

Así que un día decidió aprender a leer y a escribir. Hizo rápidos progresos y a los cuarenta años entraba en la Universidad de Nichapur.

A veces lo tomaban por uno de los maestros a causa de su edad, sin duda, pero también gracias a su buen sentido y a la sutileza de ingenio de que daba muestra.

Hasan y Omar compartían su habitación, sus mismas opiniones y la misma veneración que profesaba al imán Muaffik, quien les dispensaba una formación religiosa, y del cual Abú Alí Hasan se había convertido en ayudante. Si Jayyam le consagraba una amistad sin límites, por lo que hace al hijo de Sabbah, éste manifestaba una mayor reserva en sus sentimientos. Cierto era que disfrutaba disertando con aquel hombre de barba negra, pero Abú Alí Hasan escondía un carácter lleno de recovecos imprevisibles e inquietantes.

Una vez sellado el pacto, el mayor de todos dijo a los otros dos:

“Si a uno de nosotros le sonríe la fortuna, si tal es la voluntad de Alá, ¡nos volveremos a ver!”

Hasan se preguntaba por qué el mensaje procedía de Omar y no de Abú Alí Hasan, que había llegado a visir. Encontrar una respuesta a esta pregunta fue el motivo por el que el joven decidiera abandonar Rey cuatro semanas después. Sintió que el corazón se le encogía al abrazar a su padre, un hombre animoso que se había esforzado por dar a sus hijos una educación susceptible de hacer de ellos unos adultos valerosos y trabajadores.

¿Volvería a verlo algún día antes de que la muerte se lo llevase una mañana de nieve como hace con los ancianos agotados? Menos tristeza experimentó dejando aquella ciudad suya en que la vida se había convertido en algo monótono y sin alicientes.

El camino se hizo largo: cuatrocientos cincuenta kilómetros a pie, por pistas hundidas, salpicadas de escasos puntos de agua, bajo un calor cada vez más agobiante a medida que uno se iba aproximando al centro del país. Hasan compartía la marcha con los cuarenta y cuatro hombres, dieciocho mujeres y veintidós niños (los había contado una y otra vez) que avanzaban penosamente al ritmo de los camellos, asnos y mulos cargados de mercancías. El hijo de Sabbah había sabido que los tres hombres erguidos sobre los tres únicos caballos de la comitiva eran judíos.

Los miembros de la caravana hacían una treintena de kilómetros por día.

Debilitados o ya enfermos, algunos ancianos habían abandonado cualquier esperanza de llegar a término, y, a la sombra de un árbol o protegidos por una roca, habían esperado al Enviado de Alá, encargado de llevarlos al otro mundo. Fueron enterrados en el mismo lugar, una vez despojados de sus modestas pertenencias.

Las noches eran frescas y sólo los tres comerciantes judíos se protegían con reconfortantes mantas y armaban sólidas tiendas después de haber cocido sus alimentos al amor de un fuego vigoroso. Hasan compraba dátiles, pan y uva en los pueblos que atravesaba, saciando su sed donde podía, en un manantial, en un pozo o, si había suerte, al cruzarse con algún aguador.

Para dormir se tendía en el mismísimo suelo, usando como almohada sus alforjas y a la espera, con los ojos puestos en las estrellas, de que se abriese el mundo de los sueños y se lo tragase.

En Ghom, una parte de los viajeros se separó del resto de la comitiva y se adentró por el desierto, en dirección este. Los vio perderse en el horizonte, miserables y decididos, detrás de sus tres mulos y sus dos asnos y se preguntó, cuando supo que eran practicantes del zoroastrismo -estos seguidores de la secta que actúan a la mayor gloria del antiguo profeta persa Zaratustra-, qué resplandor podía guiarlos más allá de las dunas y los ríos.

Algo más de dos semanas después de haber dejado a su familia, Hasan Sabbah llegaba a las puertas de Ispahán. Había caído la noche, y, a orillas del río Zayendeh Rud, una veintena de soldados provistos de lanzas y sables cortó el paso a la caravana. Los camellos se dispusieron en orden de acampada, se descargaron sus mercancías, cajas y bultos fueron abiertos, en tanto que se sometía a minucioso registro a hombres y mujeres. Tres antorchas alumbraban unas caras que interminables parloteos llenaban de animación. Finalmente, subsistencias y algún que otro producto fueron entregados al oficial y el dinero cambió discretamente de manos.

Cuando los caravaneros se marcharon, la ciudad dormía en un profundo silencio roto por los ladridos de un perro famélico. Hasan caminó en línea recta, bañado por la pálida luz de un halo lunar. Sin saber a ciencia cierta lo que hacía, siguió el trazado de un callejón que desembocaba en una amplia plaza donde se alzaba una mezquita.

Enfrente de ella había un montículo de tierra blanda que le sirvió para pasar el resto de la noche.


Hasan siguió al desconocido a través de un dédalo de calles hasta llegar a un muro tras el cual se erguía un álamo. El hombre llamó tres veces a la pesada puerta de madera, que inmediatamente se abrió vibrando.

Unos criados barrían el suelo, en tanto que unas cuantas mujeres sacudían las alfombras y tendían a secar la ropa. En el centro del patio, lindamente florido, una multitud de peces rojos chapoteaban en el agua clara de un estanque.

El desconocido hizo una señal con la mano a su joven compañero invitándolo a entrar en la casa. Todo allí aparecía limpio y bien ordenado.

Había fruta colocada delicadamente sobre la mesa, cojines multicolores esparcidos por el suelo, y en un rincón humeaba un samovar.

–¡Toma asiento y aplaca tu sed!

Fatigado, hambriento y lleno de polvo, Hasan se deleitó con un vaso de jarabe de rosas acompañado por unas rosquillas azucaradas.

–¡Me llamo Abolfazl, y soy un comerciante nacido en esta hermosa ciudad!

Hasan hizo un leve gesto con la cabeza, pero guardó silencio limitándose a considerar a su interlocutor sin dejar de masticar las semillas de sésamo que se desprendían de las rosquillas.

–¿Es la primera vez que visitas nuestra ciudad?

Visiblemente incómodo por el silencio inmutable del joven y la leve sonrisa que flotaba en sus labios, Abolfazl tomó un sorbo del sabroso brebaje y continuó:

–Perdona que te pregunte de este modo, pero mientras estabas sumido en la contemplación del espectáculo que constituye nuestro mercado, esta mañana, te he estado observando un buen rato…

Hasan, ligeramente molesto a su vez por las palabras de su anfitrión, cambió de postura en los confortables cojines; luego, después de juntar sus manos sobre la boca, concentró su mirada sobre el enlosado en forma de damero con objeto de escuchar religiosamente lo que el ispahaní tenía que decirle.

–Tus vestiduras no son las de un trabajador. Como tampoco tus manos, que no han ni recolectado los productos de la tierra, ni cincelado el metal, ni cosido el cuero. No, esas manos han acariciado el pergamino, sostenido el qalam que dibujaba las letras, seguido con sus dedos las líneas de los tratados de ciencias y de astronomía. Tus ojos, tan negros, son el reflejo de un alma habitada por la inteligencia, ciertamente, pero también por una ambición devoradora…

Hasan dirigió su mirada sobre Abolfazl.

–¡Por todos los imanes venerados!

¿Y qué más has descubierto?

–Que has venido a esta ciudad con el fin de encontrar a alguien. Un amigo; tal vez un enemigo sin duda…

Necesitarás mucho valor y mucha decisión para conseguir lo que te propones…

Hasan se levantó y, llevándose la mano al corazón, inclinó la cabeza al mismo tiempo que decía:

–Te agradezco tu hospitalidad, Abolfazl, pero no puedo permitirme hacerte perder más tiempo. Debo partir.

–Un instante, amigo mío… ¡Ni siquiera me has dicho tu nombre!

–Me llamo Hasan, hijo de Alí Sabbah, comerciante en la ciudad de Rey.

Abolfazl se levantó a su vez. En su rostro se leía una extremada gravedad:

–Siéntate, hijo de Sabbah, y escucha mis palabras. ¿Ves esta casa?

Ella se ha convertido en mi único universo. Mis amigos son escasos, salgo poco, como no sea para estudiar las estrellas o aspirar intensamente los olores del mercado como esta mañana. El estudio se ha vuelto la razón de mi vivir desde que dejé a mi hermano al cuidado del comercio. Prefiero entregarme a la meditación… Igual que tú.

–¡Por la grandeza del Profeta!

¿Cómo lo sabes?

–Te conozco mejor de lo que puedas imaginarte. ¿No has oído hablar nunca de esas personas que leen los pensamientos y conocen el futuro?

–¿No serás tú un mago?

–En absoluto… Hay lugares desconocidos para los humanos a los que sólo pueden entrar los iniciados…

Esos lugares me han sido revelados por Zaratustra, el hombre-Dios, el Profeta de los profetas, la luz de Irán. Hasan, hijo de Sabbah, ¡yo sé a quién has venido a ver en Ispahán!…

Hasan se irguió de nuevo y, con gesto hosco y la mirada más sombría que nunca, apuntó con el índice en dirección a su huésped:

–Te debo respeto, Abolfazl, pero no puedo seguir escuchando por más tiempo tus palabras. Conozco la doctrina y sé lo que Zaratustra ha representado para mis antepasados, pero hoy el único Profeta verdadero que venero es Mahoma. No puedo admitir tus intentos de cubrir mis convicciones con un velo de duda…

Abolfazl dio unos cuantos pasos y puso delicadamente su mano sobre el hombro de Hasan:

–¡Cálmate, amigo!… Gritas porque sientes el miedo brotar de tus entrañas, pero sabe, hijo querido de la tierra iraní, que tu misión ¡está inscrita en los astros desde el principio de los tiempos!

En cuanto a los hombres a los que has venido a ver: el primero, con el que sin duda sientes más afinidades, es un sabio. Sobresale en el arte de la poesía, pero hubiera podido ser también astrólogo o matemático…

Puedes darle tu confianza pues su amistad es sincera. Además, no ha escrito ya:


El amor que no es sincero carece de valor como un fuego casi apagado no calienta.


Hasan no daba crédito a sus oídos…

No podía apartar la mirada del ispahaní, quien, como si fuera presa de una terrible visión, pronunciaba cada palabra con una voz monocorde, muy pálido, fijos los ojos. Dividido entre la sorpresa y el temor, Hasan, que había aflojado su actitud agresiva, no esbozó el menor movimiento susceptible de interrumpir a su interlocutor.

–El otro es… temible. ¡Desconfía de él! Inteligente, pero guerrero y calculador, Nezam-ol-Molk ¡es poderoso a la sombra de Malek Sha!…

–¿Nezam-ol-Molk?

La voz de Hasan sacó bruscamente a Abolfazl de su estado de trance. Miró, desconcertado, a su alrededor, tratando de comprender lo que acababa de pasar. Luego, fijando su mirada sobre el joven, finalmente le dijo:

–Aprende, Hasan, hijo de Sabbah, que no hay ni virtud ni inteligencia en esos pequeños seres que se hacen llamar príncipes de este mundo. ¡Llegado el momento, deberás reunirte con los auténticos amos del Irán! Por ahora, cumple tu destino.

–Hasan, turbado, estrechó entre sus manos las de su huésped y, antes de abandonar la acogedora morada, se atrevió a hacer una última pregunta:

–¿Quién es Nezam-ol-Molk?

Abolfazl, asombrado, clavó su mirada en la del muchacho:

–¿Nezam-ol-Molk? ¡Quién va a ser sino el gran visir!


Después de cerrar la pesada puerta de madera, Hasan se internó por las callejuelas en busca del Palacio.

La tarde estaba muy avanzada cuando llegó a orillas del río Zayendeh Rud. Desde que las nieves se habían fundido, las aguas estaban muy crecidas y habían inundado la mayor parte de los campos.

El ritmo de sus pasos se fue aminorando a medida que se aproximaba al parque real. Dos soldados se adelantaron y entrecruzaron sus lanzas con objeto de impedirle la entrada. Un gigante salió de una tienda de campaña, se plantó delante del viajero mirándole amenazadoramente y con la mano crispada sobre el puño de un largo sable:

–¡Sigue tu camino, palurdo! ¡Tu sitio no está aquí!

Hasan, a pesar de tener fama de alto, se sintió ridículamente pequeño delante del militar.

–¡Estoy invitado por el gran poeta Omar Jayyam! – prorrumpió desafiante.

–¡Por Alá todopoderoso! ¿Qué te parece?… ¡El invitado de Omar Jayyam!… ¡Y yo, yo soy el favorito del sultán!… ¡Vamos! ¡Lárgate antes de que te destripe!

Y dándole un violento empujón con el hombro lo desequilibró de tal suerte que pronto se encontró de bruces en el suelo. Odiaba Hasan que se le maltratase de semejante manera. Más de un estudiante afgano o turkmeno de Nichapur lo había comprobado a su costa. Tuvo que dominarse las ganas locas que tenía de propinarle al Goliath un memorable correctivo. Se levantó calmosamente, y, sacudiéndose el polvo con las manos, enarboló una sonrisa y le espetó:

–Con tu permiso me quedaré al acecho desde un poco más lejos… Me ha escrito una carta… ¡Me espera!

El militar, pensando habérselas con un loco, se encogió de hombros y se volvió a su puesto.

Hasan se instaló a la sombra de un olmo, a un centenar de metros del inmenso portal esculpido. Sentado en una raíz que había brotado del suelo antes de volver a hundirse en tierra, apoyaba la espalda contra el tronco del árbol y, al mismo tiempo que sus brazos rodeaban las piernas recogidas contra el busto, dejó reposar el mentón sobre las rodillas.

¿Cuántas noches, encaramado en el tejado de la casa familiar de Rey no habría él, en la misma postura, escudriñado el cielo tachonado de estrellas, a la espera de algún signo divino? Así permaneció largas horas bajo la mirada indiferente de los que pasaban llevando a menudo, a lomos de borrico o a pie, pesadas cargas y algunas veces cántaros o aves de corral.

Con el crepúsculo, el frescor acentuó los olores de la tierra. Algunas personas apresuraban su vuelta a casa, otras encendían fogatas aquí y allá.

Embriagado por el canto de un petirrojo tardío y los perfumes a vainillas de plantas que no conocía, Hasan dejó caer la cabeza contra la corteza del árbol y cerró los ojos. La voz cascada de un hombre que se había acercado sin hacer ruido lo sacó de su somnolencia.

–¿Eres tú el que pretende ser amigo del amo?

Con sus bonitas botas de fina piel y su turbante rematado en un penacho de plumas, el desconocido no podía pisar otra cosa que no fueran los mosaicos de los pasillos de Palacio.

–¡No lo pretendo, lo soy! – respondió el joven irguiéndose.

–¿Cuál es tu nombre, forastero?

–Me llamo Hasan, hijo de Sabbah, y en su tiempo estudié con tu amo en Jorasán.

Diciendo esto y con un gesto brusco, le tendió al servidor la carta de Omar Jayyam.

–¡Ven, sígueme!

Lo siguió hasta la tienda de campaña de la que, horas antes, había salido el gigante.

–Siéntate. Te traerán té y rosquillas. Voy a avisar al amo y te vendrán a buscar.

El lugar estaba sucio y, con toda evidencia, servía a la vez de cuerpo de guardia, comedor, dormitorio y sala de abluciones y rezos. Podía dar cabida a seis u ocho hombres que dormían por turno sobre esterillas de paja dispuestas sobre la tierra blanda.

Mientras bebía el té que le habían servido, divisó en el exterior a unos cuantos soldados que charlaban al amor de la lumbre. Él se calentó las manos rodeando con ellas el vaso al mismo tiempo que comenzaba a experimentar el deseo de una auténtica comida donde no faltase la carne de ave, el arroz bien cocido y las legumbres verdes.

La tela se entreabrió, apareció un militar y a sus espaldas dos guardias con antorchas.

El hombre se inclinó ligeramente:

–El amo te espera, sigue a estos servidores.

El parque parecía inmenso. Más allá de las luces que brillaban en él, se percibía nítidamente el ruido de las aguas del Zayendeh Rud.

Una mansión se alzaba ante Hasan.

Todas las habitaciones estaban iluminadas, y se veían sombras perfilándose detrás de las ventanas. El joven pensó que aquella vivienda señorial sólo podía pertenecer a Omar Jayyam. No le sorprendió pues ver aparecer al señor de la casa en el umbral.

–¡Por fin! ¡Amigo mío! ¡Por fin!… -exclamó éste abrazando al viajero-. ¡Seas bienvenido y no sabes cuánto me alegra volverte a ver!

Omar no parecía haber cambiado apenas en el transcurso de aquellos dos años, salvo, ligeramente, una mayor rotundidad de su silueta, testimonio sin duda de una vida feliz.

Poco dado a las expansiones verbales, Hasan se sentía conmovido al volver a encontrar al poeta en unas circunstancias tan inesperadas. El interior de la vivienda manifestaba la existencia de tesoros. Todo en ella había sido decorado con refinamiento.

Los dos amigos se instalaron sobre cojines de tornasolado tejido, delante de una mesa baja taraceada de marfil y caoba y sobre la cual se había dispuesto unos vasitos con sus soportes de plata finamente cincelados.

–¡Que Alá me sea testigo! Omar, amigo mío, ¿conque eres tan rico?

Omar se levantó, juntó las manos, dio una vuelta por la habitación, luego alzó los brazos como para designar las paredes:

–¡Nada de lo que puedes ver me pertenece! ¡Ni los muebles, ni las alfombras, como tampoco los criados!

¡Todo ha sido puesto a mi disposición y puedo disfrutarlo hasta la saciedad!

–¿Gracias a Abú Alí Hasan?

–¡Deberías decir Nezam-ol-Molk!

¡Sí, gracias a su benevolencia y a los lazos de amistad que nos unían y que yo he sabido cultivar!

–Hum… Hum…

Con aire pensativo, apresada la barbilla entre el índice y el pulgar, Hasan entornaba los ojos mirando a Omar servirse un vaso de jarabe de frutas.

–Mi buen Hasan, ¡debes saber que Nezam-ol-Molk es un personaje muy importante! Ya no puede uno verlo sin haber sido invitado; además, desde que se casó con una prima de la sultana se ha convertido en uno de los íntimos de Malek Shah.

–¿Sigue relacionándose con el muy venerado imán Muaffik?

–¡Más que nunca! El imán bendijo su boda y es invitado frecuentemente a Palacio.

–¡No me lo imagino! ¡Abú Alí Hasan ascendido a gran visir! ¡El campesino a quien yo ayudaba en los exámenes y que hacía trampas continuamente! ¡El mismo que en Nichapur nos hacía grandes discursos sobre la superioridad de la raza irania, convertido ahora en criado de los turcos selyúcidas!

–¡Vamos, vamos, amigo mío! ¡Desecha esa amargura! ¡Si Abú Alí Hasan es hoy un gran visir con Malek Shah es porque el sultán Alp Arslan, su padre, se fijó en él y en sus cualidades antes de que Alá lo llamase a su seno! ¡Reconócele su valía y su lealtad!… A veces viene a verme y, entonces, hablamos del pasado… ¡de ti!

–¿De mí? ¿Y qué dice? ¿Que mi carácter es difícil y mis ideas extravagantes?

–Hasan, ¿no te encuentras terriblemente severo? ¿De qué resentimiento te alimentas?

–¿Por qué Abú Alí Hasan no me ha invitado él mismo a que viniera a reunirme con vosotros?

–¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!… ¡Por todos los imanes! ¡En esto reconozco tu intransigencia! ¿Sabes tú qué vida lleva Nezam-ol-Molk? Cuando no está en el campo de batalla, es que está ocupado con asuntos de Estado y con la seguridad del sultán. ¿Querrías que entre reunión y reunión te enviase un mensajero siendo así que mi humilde persona podría encargarse del asunto?

¡Hasan, mi buen amigo! ¡Mi hermano!

¡Tienes que comprender que la vida aquí deja poco respiro, aunque al mismo tiempo sea fuente de grandes alegrías y enormes goces! Como te he escrito, aquí tienes tu sitio, gracias a tu ciencia y a tu talento. Hay que tener paciencia y merecer sus favores.

¡Pero estoy seguro de que aprenderás rápidamente! ¡Ah! ¡Me alegro realmente de que seas de los nuestros! ¡Y sé que Abú Alí Hasan se alegrará también!

–¡Tu ingenuidad me desarma!…

¡Pero en serio! ¡Soy tan feliz de volverte a ver!

A su vez, el hijo de Sabbah abrazó a su huésped, que se echó a reír.

Éste dio dos palmadas:

–Voy a disponer que nos sirvan una buena comida y si todavía tienes ganas de escucharme, te diré algunos de mis poemas más recientes.

Hasta altas horas de la noche se oyeron, procedentes de la casa de Omar Jayyam, los ecos de declamaciones y risas, como si el tiempo hubiera suspendido su curso.

Al día siguiente, por la mañana, Omar y Hasan se internaron por lo más profundo del parque real de Ispahán.

El césped, recientemente cortado, se perdía a lo lejos, y una multitud de sicomoros, álamos, tejos y cipreses habían sido plantados a ambos lados de las avenidas proporcionando refrescante sombra a los escasos paseantes.

Omar se detuvo a acariciar una hoja de palmera:


El día en que se arranque el árbol de mi vida Y que mi cuerpo sea desmembrado Tal vez se hará de mi arcilla una copa Entonces, de ella, llena de vino, renaceré.


–Aquí está la fuente de mi inspiración. Este lugar vibra. Tiene sus ruidos, sus olores, sus misterios, sus especies de flores y animales que sin duda jamás hasta ahora has visto.

Reemprendieron la marcha y, mudos, admiraron el espectáculo representado por docenas de jardineros que habían dedicado su talento a la belleza de aquel espacio. Palomas y tórtolas se arrullaban en los tejados, en tanto que los patos compartían los estanques con agresivos cisnes negros. Imperturbables, las cervatillas pastaban al lado de los antílopes, que se interrumpían al menor susurro.

Si hubiera sido pintor, Hasan habría inmortalizado sin duda aquella visión en una miniatura multicolor.

Habría unido el rosa y el malva de los jacintos con el marfil de los lotos y el azul de las anémonas.

Si hubiese sido poeta, habría ensalzado la blancura del narciso, el carmín de los claveles o la fragilidad de la rosa.

Omar ¿lo comprendía? Se volvió hacia su amigo:


Ver abrirse la faz de la rosa Al soplo primaveral de la brisa Es alegre.

Ver el rostro embrujador del ser amado Tendido sobre el césped es alegre.

El recuerdo de la noche que termina En nada es alegre.

Sé feliz, guarda silencio ¡Porque el instante presente es alegre!


¡El hijo de Sabbah se sentía tan ligero en el amanecer de aquella nueva vida!…

Él, que de ordinario apenas prestaba atención a su indumentaria, contempló satisfecho la imagen que le devolvía el espejo mientras se vestía la ropa que le había regalado su amigo:

La cabeza enturbantada de seda de un mismo azul que su túnica de brocado y los zaragüelles amarillos, a los que un par de babuchas rojas y oro prestaba a todo su esplendor, hacían de él un hombre de apariencia muy respetable.

Aquella mañana tomaba un prolongado baño y se entregaba al goce del líquido benefactor cuando se vio importunado por la intempestiva llegada de dos muchachas encargadas de darle un masaje, secarlo y perfumarlo.

Ellas peinaron cuidadosamente sus cabellos de azabache, untaron sus cejas y su barba con esencia de rosas.

Luego, con estupor, se contempló en el psique que las jóvenes le trajeron.

Movió sus labios como un pez fuera del agua, se pellizcó las mejillas, sacó la lengua y se acarició la barba:

¡No cabía duda! ¡Era él! ¡Pero qué cambio!

Se dirigió a reunirse con Omar para un refrigerio en el jardín, y le llamó la atención la afectación con que éste se expresaba:

–¡Hasan, mi buen Hasan, mi amigo, mi hermano! ¿Te ha resultado más agradable este baño que los que tomábamos en los hammames de Nichapur?

–¡Ya! ¡Ya!… ¡Sin discusión alguna! ¿Cuántos éramos chapoteando en aquella agua turbia y sulforosa?

¿Veinte? ¿Tal vez treinta? ¡Y sin huríes como las que tú me has enviado esta mañana que te frotasen la espalda!

–¡Aun así! ¿Te acuerdas de aquella mujer que entró por equivocación en la sala de los hombres completamente desnuda?

–¡Vaya si me acuerdo! ¡Sus gritos alteraron hasta a los que no habían tenido tiempo de darse cuenta! Dicen que fue azotada en la plaza pública por la ofensa cometida.

–¡Nunca me lo he creído! ¡La pobre chica tuvo que esconder su vergüenza en un harem, de donde no volvió a salir jamás! A propósito de mujeres, dime, Hasan, ¿sigues gustándoles tanto?

–Si te refieres a ese tipo de mujeres a las que acudíamos para aplacar nuestros deseos, pues sí, sigo gustándoles… ¡A no ser que sea mi dinero!

–¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¿Cómo el dinero? ¡Por la barba del Profeta! ¡Te aseguro que en aquella época estaban entusiasmadas por ciertos… atributos físicos tuyos!

–¡Déjate de tonterías, Omar!…

Háblame más bien de cómo llega el agua directamente a la habitación donde he tomado el baño sin que los criados la llevasen…

–¡No serviría de nada! ¿Sabes?

La sala donde te has bañado, lo mismo que la cocina, son dos habitaciones situadas en los sótanos de mi casa.

Habrás observado unas chimeneas de ladrillo en las que permanentemente arden unas brasas. Pues bien, ellas se encargan de calentar unas pequeñas tuberías que salen de una cisterna que alimentan las aguas del río. ¡De esta manera puedes tener agua tibia todo el día!

–¡Es la primera vez que oigo hablar de semejante sistema! ¿Y adónde va a parar el agua utilizada?

–A un foso que la distribuye por los campos vecinos.

–Muy ingenioso…

Hasan se sumió en sus propios pensamientos. Omar carraspeó y le dijo:

–Perdona que cambie el tema de nuestra conversación y vuelva sobre Nichapur una vez más.

El hijo de Sabbah levantó, silencioso, la cabeza, y clavando la vista en el poeta, esperó la pregunta.

–Hasan, ¿te acuerdas de Laleh?

¿Cómo no acordarse de Laleh?

Aquella joven turcomana que no hablaba persa vendía sus encantos a los estudiantes. Omar Jayyam se había encaprichado con ella y cada noche se jactaba ante sus amigos de la firmeza de sus senos, la suavidad de sus muslos, el perfume de su cuerpo. Su largo pelo negro y sus ojos de gacela hacían de ella una de las bellezas de la ciudad.

Hasan, que no era indiferente a las formas generosas de la muchacha, se dio cuenta de que su compañero despertaba sus celos.

–¿Laleh?… ¿qué Laleh?

–¿No te acuerdas de la hembra más seductora que Alá haya creado?

–Sí… sí… Laleh la turcomana… ¿Por qué me lo preguntas?

–Porque mi mayor deseo hubiese sido que aquella hurí hubiese sido mía.

Pero… ignoro adónde la habrá llevado el destino…

–¿Te hubiese gustado tener por mujer a una criatura que había vendido su cuerpo? Por el poder del Profeta, ¿te has vuelto loco?

–¡Bah!… ¡Sin duda tienes razón!

¡Con todo, ninguna de las hembras que he tenido ha conseguido hacerme olvidar aquella diablesa!

Dicho esto, se levantó y desapareció en el interior de una de las habitaciones de la casa. Hasan se quedó a solas, sentado a la sombra de un sicomoro y se compadeció de que el poeta hubiese tenido la debilidad de atreverse a confesar sus sentimientos por una mujer. Aquel amor era para él indigno, pero no obstante, aunque su corazón no había jamás sangrado por ninguna, una imagen turbadora acudió a su mente: volvió a verse aquella misma mañana en el agua espumosa y, mientras unas diminutas manos blancas le masajeaban la espalda, con las suyas, largas y finas, había tenido que taparse el sexo para que no se viese la emoción que lo embargaba.


Capítulo segundo


Los honores



Hacía tres semanas que Hasan estaba en Ispahán, durante las cuales había tenido todo el tiempo para explorar los recovecos de la mansión de su amigo el poeta. En el apartamento que se le había destinado no faltaba de nada: pesadas alfombras firmadas por los artesanos más reputados de Kerman, cortinas y manteles minuciosamente bordados, así como copas llenas de fruta y pasteles de perfumes sutilmente almibarados.

Al descorrer el velo que ocultaba un rincón de su habitación, había aparecido ante su vista un montón de trajes concebidos por los más hábiles sastres de palacio: trajes de seda y de algodón, profusión de turbantes y calcetines, babuchas de cuero delicadamente repujado, así como un cofrecillo lleno de monedas de oro y plata.

Fiel, no obstante, a su fama de hombre arisco, era en la agitación y en los olores de la ciudad donde le gustaba perderse.

Pisaba con pie firme el suelo polvoriento de las callejuelas en medio de los precarios tenderetes de los vendedores ambulantes reencontrando, en aquel anonimato, la libertad de observar a sus congéneres. ¿Cómo Alá, en su grandeza incontestable, había sido capaz de dar vida a tanta criatura diferente? Esta pregunta, siendo niño, se la había hecho más de una vez a aquel padre tan querido, que le replicaba que únicamente el Creador podía responderle. Y seguía planteándosela mientras caminaba por aquel dédalo y meditaba acerca de las miradas reverenciosas que le lanzaban.

¡Desde luego que el hijo de Sabbah tenía un aspecto imponente con sus ricas vestiduras, pero se dijo que los hombres eran bien tontos dejándose engañar por las apariencias! Cogió al paso una manzana que exhibía su piel roja y reluciente sobre el mostrador de un tuerto y le arrojó a éste una moneda cuyo valor hubiera permitido comprar la totalidad de la mercancía.

Tras varios esfuerzos por doblar el metal entre las pocas muelas que le quedaban, el anciano se deshizo en palabras de agradecimiento e inclinaciones del cuerpo.

Hasan hincó el diente en la fruta como se le hinca a la vida cuando se nos ofrece bajo excelentes augurios.

Se detuvo a las puertas de una taberna y penetró en aquel lugar apestoso al sudor de una quincena de individuos, jóvenes y viejos, que se encontraban allí. En cuanto el hijo de Sabbah cruzó el umbral, se hizo silencio. Una vez instalado en los cojines tirados en un rincón de la pared, esperó a que lo sirvieran. No tardaron los ojos en apartarse de su persona, y cada cual volvió a su conversación. Él miró uno por uno prestando particular atención a un grupo de estudiantes que disertaban ayudándose de grandes gestos. Se sintió invadido por los recuerdos…

Era en Nichapur. Omar, Abú Alí y él mismo gustaban de encontrarse en la tienda del judío que despachaba té a un paso de la mezquita. Hablaban horas y horas de religión, de política, e, invariablemente se hacían echar por el propietario, que no quería problemas con las autoridades que Hasan maltraía en sus largas diatribas.

Cada tarde se repetía la misma escena, hasta un día en que, harto, el muchacho no pudo aguantar más y descargó sobre el pobre judío que trataba de ponerlo en la puerta un tremendo puñetazo que le reventó la nariz…

Al recordarlo, Hasan esbozó una sonrisa, se bebió de un trago el té y se secó los labios con el dorso de la mano.

Nichapur… Omar entonces estaba más delgado, Abú Alí, simple estudiante, y él mismo, no llevaban túnicas de brocado. ¡Abú Alí!… Su mirada se quedó clavada en el retrato del condiscípulo convertido en visir, el cual, con una expresión de falso profeta, compartía los honores de la pared decorada con el sultán Malek Shah. Hasan se levantó de súbito, fue a plantarse delante de las efigies y con las piernas separadas y los brazos en jarras, lanzó, más sarcástico que nunca, un “¡gloria al campesino!… ¡gloria al turco!…”.

Tras ello, y en medio de una interminable carcajada, puso pies en polvorosa, dejando a sus espaldas una concurrencia estupefacta.

Al atravesar la serie de patios de la mansión de Omar, el hijo de Sabbah oyó un lánguido canto que procedía de una de las numerosas estancias. La voz acariciadora de un muchacho que debía de ser bien joven le sirvió de guía. Pronto encontró a Omar, que fumaba narguileh con los ojos cerrados al tiempo que se dejaba mecer por el canto de un adolescente que tocaba el setar. El poeta abrió los párpados y divisó a Hasan:

–Ven… Ven a mi lado… Escucha a este tesoro cantarme los amores muertos.

El niño, de cabellos casi rubios, continuaba imperturbable con el cálido modular de su voz:


Que el copero sea Un adolescente de labios de rubí…


–¿Conoces este poema, mi buen Hasan? Lo compuse un día como hoy en que la Providencia me había permitido oír y admirar a unas conmovedoras criaturas del Eterno…


Que en vez de vino, Bebas el agua de la vida eterna Que Venus participe en la fiesta, Que Cristo sea tu invitado, No hay alegría Si el corazón no está exento de pesares.


Hasan, silencioso, apenas parecía sensible a las palabras del poeta. Se levantó y, siempre impasible, se dispuso a salir de la estancia.

–¿Adónde vas, hermano? ¿Acaso mi compañía te disgusta?

–¡Nada de eso! Pero no me siento de humor como para dejarme seducir por un querubín de tez lechosa. Necesito reflexionar.

Jayyam hizo un signo con la mano al niño que quería decir que debía marcharse.

–¡Te veo de repente muy sombrío!

¿Es que no estás satisfecho de tu nueva vida? ¿Alguien te ha ofendido, tal vez?

El hijo de Sabbah ordenó al criado negro que trajese un ajedrez a la mesa de juego.

–¡Hasan, hermano mío, sabes bien que estás más dotado que yo para este juego! ¡Acepto la partida, pero me inclino por adelantado ante tu luminosa estrategia!

–La estrategia es el fundamento mismo de la evolución del ser -dijo Hasan con aire grave al tiempo que adelantaba un peón.

Sentado a la árabe, con los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos, el poeta observaba a su amigo, sabedor de que el juego no era más que un medio para abordar un tema que, sin duda, le preocupaba.

Hasan prosiguió:

–¡A lo que parece, Abú Alí, bueno, debería decir el Gran Nezam-ol-Molk -y al pronunciar estas palabras sonrió-, ha sido más fino estratega que yo!

–¿Adónde quieres ir a parar, mi buen Hasan?

–Omar, bien sabes que siempre he albergado por ti sentimientos amistosos fuertes y sinceros. Hemos compartido una vida estudiantil que nos ha unido irremisiblemente, pero, lo que son las cosas, esta tarde, mientras bebía té en un establecimiento, los recuerdos se me han aparecido como fantasmas temerosos de hundirse en el olvido.

–¿Y?…

–¿Te acuerdas de Yaacub?

–¿El judío de Samarcanda?

–Aquel que acusaron de haber robado los pergaminos del maestro Al Tarek.

–¡Sí, y qué!… ¡Me parece que lo expulsaron de la universidad por aquello!

–¡Y eso fue una enorme injusticia!

–¿De qué injusticia hablas? Hasan, ¿has perdido la cabeza?

–Omar, por la misericordia del Creador, escucha mis palabras, que no mienten: Yaacub no robó nunca nada de lo que pertenecía al imán Al Tarek…

–¡Por las barbas del Profeta! ¿Y cómo lo sabes tú?

–¡Vi a quien hizo el hurto!…

¡No era sino el mismísimo Abú Alí!

Estupefacto, Omar hizo un movimiento que desequilibró la mesa haciendo que las fichas se mezclasen sobre el tablero. – ¿Cómo te atreves a difamar a quien me hace el beneficio de sus favores?… ¡A pesar del afecto que te profeso, no quiero seguir escuchando!

El poeta se levantó y, seguido de su sirviente negro, que trataba de alcanzarlo, desapareció.

–¡Un día u otro tendrás que escucharme! – vociferó Hasan, quien, sin moverse, enderezó delicadamente alfiles, caballos, torres, damas y reyes, para terminar la partida que ya no estaba seguro de ganar.


Pasó una semana antes de que el hijo de Sabbah volviese a ver al poeta.

Éste evitaba los lugares a los que el joven tenía costumbre de ir.

No obstante, aquella mañana, mientras daba de comer a los peces de uno de los tres bonitos estanques embaldosados de mosaico celeste, vio al criado del poeta que salía por una de las puertas de la habitación. Lo llamó:

–¡Eh! ¡Tú! ¿Me oyes? ¡Ven acá!

El nubio, vestido de rojo, se acercó, temeroso, y se inclinó en silencio.

–¿Y tu amo, dónde está? – inquirió Hasan.

–En su cuarto de trabajo -respondió el negro, inclinándose de nuevo.

–Llévame a su presencia -ordenó el muchacho.

Atravesaron la vasta mansión del poeta. Las mujeres se alojaban en el ala sur del edificio y los hombres, en la norte. Hasan y el criado recorrieron los apartamentos del poeta hasta llegar a una estancia a la que el amo de la casa le gustaba retirarse por largos intervalos de tiempo.

El nubio llamó tres veces y el propio Omar abrió la puerta. Pálido, ligeramente aletargado, con las facciones tensas, pareció sorprenderse con la presencia de su amigo, a quien acogió sin el entusiasmo habitual:

–¡Pasa!… Estaba trabajando en un proyecto que me gustaría someter a tu consideración.

Reinaba un gran desorden. Daba la impresión de que algunos pergaminos se habían dejado caer al descuido sobre el suelo y la mesa, y se veían rollos apilados en un hueco de la pared que hacía las veces de biblioteca.

Hasan hojeó algunos escritos advirtiendo entre los mismos unos cuantos tratados de álgebra, cálculos astronómicos, ensayos sobre medicina y esbozos de dibujos y poemas. Un tubo de madera rematado por un zócalo y colocado sobre el borde de la ventana llamó su atención. Tomó en sus manos el objeto al intervenir Omar:

–¿Te interesan mis inventos? Es una lente de aumento que he fabricado gracias a unos manuscritos antiguos hallados en Egipto. Se trata de un artefacto elaborado a partir de un cristal finamente tallado y que me permitirá, cuando lo haya perfeccionado, escudriñar el cielo nocturno.

El hijo de Sabbah aplicó el ojo contra el objeto, que dirigió hacia el parque.

–¡Veo, mi querido Omar, que no has perdido tu espíritu inventivo!

–¡Cierto que no! Pero tiene unos límites que las luces de tu entendimiento podrían ayudarme a franquear…

¡Fíjate! El sultán desearía instaurar un nuevo calendario y me ha confiado su realización, lo que no es nada fácil. Éstos son algunos bocetos.

Me gustaría que los estudiases y me dieras tu parecer sobre su consistencia.

Hasan cogió los pliegos y, hundiendo la vista en los escritos, se instaló confortablemente sobre los cojines.

No obstante, el gesto del poeta no le pasó desapercibido: vio que Omar sacaba de un pequeño mueble una licorera que contenía un líquido bermellón con el que llenaba un vaso hasta los bordes y se lo bebía de un trago. El muchacho ya sospechaba cierta propensión a la bebida en su amigo, pero ahora comenzaba a discernir en su cara los estragos de la misma. Entonces dijo en voz alta:

–¡Oh, creyentes! El vino, los juegos de azar, las estatuas y tirar al blanco son una abominación inventada por Satán; absteneos y seréis dichosos… Así dice el versículo noventa y dos de la quinta sura del Corán…

–A lo que yo, hermano, respondo:


Bebe vino, pues largo tiempo descansarás bajo el barro Sin un amigo, sin un compañero, cónyuge ni pareja.

He aquí un secreto sobre el cual mejor callar:

El tulipán ajado no se abrirá jamás.


¡Privarme del vino sería como privarme del amor! ¡No puedo prescindir de mis fuentes de inspiración!

Hasan meneó la cabeza contrariado.

–Tu trabajo es muy interesante.

Si lo deseas, acepto echarte una mano.

–¡Por fin vuelves a ser tú, amigo mío, ven a mis brazos!

–Con una condición…

–¡No me asustes otra vez! ¿Cuál?

–Ver a Abú Alí.

–¡Claro que lo verás! Ha estado muy ocupado estos últimos días, como sin duda habrás oído, acompañó al sultán en una cacería por las montañas.

Tendrá que estar de vuelta dentro de dos días.

–¡Muy bien!… Dentro de tres días lo veré, pues.

–Trataremos de entrevistarnos con él lo antes posible, ¡te lo prometo!

El hijo de Sabbah no pudo evitar el esbozo de una cínica sonrisa. Pensaba que era grotesco que aquel campesino de Abú Alí se hiciese esperar tanto ¡y que un día u otro se las pagaría!

No dejó entrever nada al poeta.

Simplemente, antes de despedirse le dijo:

–Hazle saber que será un honor para mí ser recibido en su casa ¡y que me alegrará tanto estrecharlo entre mis brazos en recuerdo de nuestra pasada complicidad!

Omar, finalmente tranquilizado, abrazó a Hasan jurando que nada valía tanto como la amistad.


El hijo de Sabbah había vuelto a sus vagabundeos por Ispahán, y uno de ellos le condujo hasta una callejuela que en seguida reconoció. Se aventuró por ella y se detuvo delante de una pesada puerta de madera de dos batientes adornados con dorados clavos. Dio dos golpes en ella con la aldaba de cobre. Un criado de expresión estúpida apareció en el quicio. Ante el porte altivo de Hasan hizo una inclinación y lo invitó a pasar al jardín.

Abolfazl vino a su encuentro, pero al momento no lo reconoció.

–¿Qué se te ofrece, noble extranjero?

–¡Esto sí que es bueno! ¿Tanto he cambiado en tan poco tiempo?

–¡Hasan, hijo de Sabbah! ¿Será posible?

–¡Como el día sucede a la noche y la primavera al invierno!

–¡Qué metamorfosis! ¡Pasa! ¡Esta vez estoy seguro de que tienes que contarme un montón de cosas!

Los dos hombres optaron por instalarse sobre unas esterillas con que el criado había cubierto las avenidas del patio interior. A la sombra de una morera empezaron la charla.

–Abolfazl, no he venido para contarte mi vida; además, ¿acaso no sabes tú más de ella que yo mismo? He venido a escucharte.

–¿A escucharme? ¿A propósito de qué?

–Necesito saber. Quiero conocer la verdad. Tengo la impresión, desde que soy huésped de los allegados del sultán, de haber perdido el sentido de la realidad. Háblame de Nezam-ol-Molk…

–¿Qué deseas saber del gran visir?

¿No estás tú en mejores condiciones que yo de forjarte una opinión del hombre con quien te rozas cada día?

–Todavía no he hallado el momento de verme con él. Dime… ¿Cómo está considerado por el pueblo? ¿Es leal y justo?

Abolfazl agachó la cabeza y pareció vacilar antes de responder.

–¿Sabes que podría morir por haber pronunciado las palabras que voy a confiarte si algún oído indiscreto decidiese informar a las autoridades?

–… Aquel que engaña comparecerá con su engaño en el día de la resurrección. Entonces cada alma recibirá su recompensa por las obras que haya hecho y nadie será tratado injustamente, dice el versículo ciento cincuenta y cinco de la sura tercera. ¡Habla, amigo, por lo que más quieras!

Abolfazl lanzó una mirada a derecha e izquierda y dijo bajando la voz:

–Nezam-ol-Molk es duro. Intransigente. Intolerante. Desde que los turcos selyúcidas, a través de Arp Arslam, difunto padre de nuestro actual sultán, le otorgaron su confianza, ha cambiado mucho. Al principio favorecía la cultura persa, luego, aunque el opresor no haya intentado nunca cambiar nuestras costumbres, se fue poniendo del lado de los suníes, vigilando estrechamente a los pocos armenios, cristianos, arameos, coptos, israelitas o drusos que nos llegan del Cáucaso, Siria u otra parte. Mi sobrino Rahim, acusado de ser un adepto del zoroastrismo, se pudre en una mazmorra por no haber satisfecho la suma exorbitante que se le exigía cuando estaba descargando sus mercancías, en la plaza mayor, el día de mercado. Y, sin embargo, este hombre acepta los bakchichs de los ricos comerciantes judíos, que lo adulan.

¡Sí! Su venalidad es cosa patente.

Hasan escuchaba con atención.

–¿Por qué los judíos gozan aquí de tantos privilegios, siendo así que se les persigue en el Cáucaso, Turquía, Egipto o África?

–¡Han sabido integrarse perfectamente en nuestro país! Tomemos el caso de Ispahán: aquí han construido Yahudieh, su ciudad, al otro lado del río, y en ella han prosperado, abriendo comercios y edificando escuelas.

Se dice que son ellos quienes han financiado las obras de los dos puentes sobre el Zayendeh Rud, las de la mezquita del Viernes o las de Shayah. Se dice incluso…

–¡Sigue!

–… que sacan a flote las arcas del sultán Malek Shah cuando están vacías o cuando tiene que poner un ejército en pie de guerra.

–Así pues, ¡dinero!

–No olvides que en el pasado algunos de nuestros reyes se casaron con princesas judías, lo cual explica igualmente la tradición de respeto por la comunidad israelita.

La imagen de Yacub se recortó nítida en la memoria del hijo de Sabbah, quien, sin poderse dominar, se levantó y clamó:

–Que los que sacrifican la vida en este mundo a la vida futura combatan en la vía de Dios… Señor, apártanos de esta ciudad de malvados, envíanos de tu parte un defensor, danos un protector.

Alertados por las expresiones vehementes del joven, acudieron algunos criados. Abolfazl se levantó y, con un gesto de su mano, hizo salir a los curiosos. Hasan, súbitamente exaltado, abrazó violentamente al hombrecillo, quien bajo los efectos de la sorpresa, parecía un muñeco desarticulado.

–Abolfazl -prosiguió Hasan-, ¡únete a mi causa! ¡Yo, Hasan, hijo del digno Sabbah, fiel chiíta de Rey, en el nombre de Alá, y en memoria de mis antepasados, derribaré al invasor turco y a los perros de los traidores y haré renacer los valores ancestrales de mi país!

El muchacho soltó su presa, y acto seguido, lívido y con la mirada extraviada, vaciló llevándose las manos a la cabeza. Abolfazl, más encorvado que nunca, le agarró por un brazo:

–¡Hasan! ¡Hasan! ¡Cálmate, te lo ruego!

Inspeccionó el entorno y añadió en voz baja:

–Hijo de Sabbah, amigo mío, es hora de que te vuelvas a tu casa. Sólo, no olvides que el camino de la sabiduría está sembrado de asechanzas, de dificultades, de huidas y de lágrimas. ¡Prudencia! Guarda tus pensamientos y observa a los hombres.

Otórgales tu confianza con parsimonia. ¡Que Dios te proteja!

Hasan conservaba escasos recuerdos de sus crisis, o, quizás, deseaba olvidarlas. Sus imprevisibles excesos le habían costado que se le diese de lado en los medios intelectuales de Nichapur o entre algunos notables de Rey. A Omar Jayyam le divertía tal cosa y hallaba en aquel apasionamiento una fuente de inspiración:


Se nos habla de un maestro salvaje Se le atribuye un rostro oscuro como el humo del Infierno… A lo mejor es una buena persona…


Cuando, aquella mañana, el hijo de Sabbah franqueó la verja del Palacio real, el centinela, aquel gigante que unas semanas atrás le había dado un empujón, le presentó armas. Hasan, sumido en sus pensamientos, en un primer momento no se había fijado en él.

Se paró en seco, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos yendo a plantarse delante del mocetón inmóvil.

Éste, intrigado por la fijeza y el silencio del joven, se atrevió:

–¿En qué puedo servir a… su…

Excelencia?

Hasan se acercó hasta pegarse al soldado, y con la frente a la altura de su barbilla, puestos los ojos en los suyos:

–¿Cómo me has llamado?

–Pues… Excelencia…

–¿Podrías repetirlo más fuerte?

–Perdón… ¡No comprendo…!

Hasan le pellizcó la mejilla y empezó a retorcerle cruelmente la carne:

–¿Es que has perdido el oído? ¡Te he pedido que lo repitas más fuerte!

–¡Ay! ¡Ay!… ¡Excelencia!…

!’Excelencia’!…!’Excelencia’!

–¡Muy bien! ¡Has comprendido la lección!

Y diciendo estas palabras le asestó un violento puñetazo en el estómago que hizo doblarse al coloso. En tanto que éste resoplaba como un buey, Hasan se frotó las manos y añadió:

–¡No olvides nunca quién soy!


Encontró a Omar en su gabinete de trabajo rodeado de una docena de sabios astrónomos, que, en lo sucesivo, lo iban a secundar en la elaboración del calendario deseado por el sultán.

El único calendario existente era el de Muhtadid, al que los iraníes habían puesto siempre muchos reparos.

Era, pues, necesario que el que se crease fuese perfectamente coherente, con conmemoraciones y festividades de fecha fija y no móvil como en el calendario árabe. El poeta, que la víspera sólo debía de haberse dedicado a las divinas libaciones, se había pintado los ojos con el tradicional kh4l, lo que acentuaba su fatiga y la palidez de su tez.

–Hasan, por la gracia de Dios, permíteme que te presente a esta venerable concurrencia.

Él había leído en las miradas…

curiosidad, hostilidad, indulgencia.

El más viejo de todos tomó la palabra.

–Que el Todopoderoso te proteja, a ti, a los tuyos y a sus descendientes hasta la séptima generación. Sé bienvenido a nuestro grupo y que tu luz y la nuestra alumbren el camino de la sabiduría.

Hasan hizo una inclinación, y los otros, que se sentaban en cuclillas, le respondieron inclinando la cabeza a su vez.

El hijo de Sabbah intervino:

–Me siento muy honrado por la invitación y es con inmensa alegría con que acepto unirme a vosotros. Mi amigo Omar Jayyam -y lo designó con un gracioso gesto de la mano- me había ya hecho referencia a este proyecto y me ha hablado de unos manuscritos tojáricos…

–Exacto -volvió a decir el viejo del pequeño rostro arrugado al que sólo amenizaban dos ojos extrañamente chispeantes.

Nuestras investigaciones nos han permitido llegar a la conclusión de que la única base susceptible de sernos útil reside en el antiguo calendario del pueblo del Tojaristán.

Hasan no podía apartar la mirada del diente amarillento y descarnado de la mandíbula inferior del anciano. Le costó trabajo dejar de mirarlo así como de prestar divertida atención a los pocos pelos de su pobre barba blanca, los cuales se agitaban febrilmente.

–¿Cómo llamaréis la obra una vez terminada?

–¡El yalaliano, y ello en honor de Su Grandeza el sultán Yalaleddín Malek Shah! – replicó Omar, cada vez más reverencioso-. Pero ¡basta de trabajo, venerables condiscípulos!

¡Ha llegado la hora de tomar un refresco!

Dio un par de palmadas que hicieron aparecer al nubio seguido por otros cinco criados.

–Es el momento de la música, si gustáis…

Un murmullo de satisfacción se dejó oír a la llegada de dos adolescentes provistos de un kamanché, un ud y un santur, quienes se instalaron en silencio en un rincón de la estancia y que, en perfecta armonía, empezaron a entonar prolongadas melopeas. Hasan sorprendió el deseo en la mirada de uno de los sabios, que no le quitaba ojo al tocador de santur y a quien escuchaba rascándose maquinalmente la parte superior del muslo.


–Beso vuestros pies, Grandeza…

El nubio permanecía inmóvil en el marco de la puerta, encorvado y con la mano sobre el corazón. Aguardaba una reacción que se hacía esperar.

–¡No te quedes ahí! ¿Qué quieres?

Nezam-ol-Molk estaba echado sobre un sofá. Se había quitado el turbante y las babuchas, y mordía voluptuosamente las uvas que iban enjuagando en una copela dos muchachas apenas púberes. Su camisa de seda roja aparecía ampliamente abierta sobre un pecho muy velludo, y su cabello entrecano había sido cortado recientemente. Sólo la barba y el bigote seguían negros como el azabache, cuidadosamente peinados en torno a una boca de expresión libidinosa y que se abría a intervalos para tragar la fruta.

–Bueno, ¿qué pasa? ¡Responde!

–¡Grandeza! Mi amo me ha encargado traeros estos obsequios, señal del respeto que os profesa.

–¡Está bien! ¡Está bien! Dirás a tu amo que le doy las gracias. ¡Que la salud sea con él!

Un criado acudió a hacerse cargo de los presentes, que depositó a los pies del visir. No obstante, el nubio no se movió.

–¿Qué sucede ahora?… ¡Me parece que te ha dado a entender que podías marcharte!

–Es que… Tengo otro mensaje para Su Grandeza.

–¿Por qué no lo has dicho antes?

Te escucho.

–Mi amo desearía visitar a Su Grandeza al anochecer con objeto de presentarle sus respetos y a un visitante que está en Ispahán desde hace poco.

El visir mostró su interés incorporándose con la ayuda del codo.

–¿Un visitante? ¿Y… cómo se llama?

–Que Vuestra Grandeza me perdone, pero mi memoria es flaca…

Alí… A no ser que sea Hussein.

–¡Pedazo de animal! ¿Es que no hay más que la nada en ese cráneo de ébano? Acércate.

Encorvado y descalzo, el nubio se dirigió asustado al sofá y cayó de rodillas delante de Nezam-ol-Molk.

El gran visir recobró su lánguida postura:

–Y ese visitante… ¿Es joven?, ¿o viejo?, ¿alto?, ¿o bajo? Descríbeme su cara.

El sirviente levantó temerosamente la cabeza, lanzó una mirada al notable, luego a las dos huríes y dijo:

–Grandeza, el hombre es un poco más alto que mi amo. Parece más joven y más robusto.

Volvió a agachar la cabeza y prosiguió:

–Tiene el pelo ondulado, negra la barba y se pone furioso con frecuencia.

–¡Vaya, vaya! ¡Has omitido hablarme de la cicatriz!

El nubio, asombrado, alzó la cabeza y preguntó:

–¿La… cicatriz, Grandeza?

El visir se inclinó súbitamente hacia adelante y, con expresión próxima a la cólera, insistió:

–No te hagas el sordo, progenie de sapo, la cicatriz que le atraviesa el pómulo izquierdo. La que le causó el puñal de un armenio ofendido.

El criado hacía girar unos ojos espantados.

–Así es, Grandeza. Ese hombre tiene una cicatriz.

Aquello significaba que Hasan Sabbah estaba en la ciudad… Invitado, sin duda, por el generoso poeta.

Aquella noticia inquietaba al visir, como si presintiese alguna oscura desgracia. No dejó traslucir nada y dijo alegremente:

–Corre a decirle a tu amo que lo espero, así como a su amigo, a la hora del rezo. Tras lo cual, cenaremos juntos. ¡Anda! Desaparece.

El nubio se levantó con toda la presteza de que fue capaz y se despidió andando hacia atrás y con múltiples inclinaciones de cabeza.

–¡Hasan Sabbah, conque esas tenemos! – murmuró Nezam-ol-Molk-. ¡Veremos qué se propone!

A un chasquido de sus dedos apareció un criado de encrespada cabellera rojiza y con la piel tachonada de efélides.

–Heme aquí, mi amo.

–Yaffar… Vas a ir a rondar la casa de Omar Jayyam, el poeta.

Quiero que vigiles a su huésped y que cada noche me informes de todo lo que hace.

–Bien, mi amo.

El hombre se dispuso a cumplir la orden y el visir, en un intento de apartar las ideas que le atormentaban, atrajo hacia sí a una de las dos muchachas, la hizo caer sobre el sofá y empezó a besuquear su cuerpo.


A Hasan, cuando recibió la invitación, le costó mucho disimular la satisfacción que sentía por la sola idea de aquella entrevista tan esperada.

No es que le produjese una gran alegría el abrazar a aquel palurdo de Abú Alí, pero presentía que aquel reencuentro tendría decisivas consecuencias. Vistió sus mejores galas y, en tanto que un pequeño armenio le ayudaba a revestir su fez con un turbante de seda amarilla, se sorprendió a sí mismo tarareando un aire que hacía un montón de años que no había vuelto a oír.

Los jardines y la residencia del visir habían sido iluminados con objeto de recibir dignamente al poeta Jayyam y al hijo de Sabbah. Éstos fueron conducidos por dos negros, portadores de antorchas, hasta la escalinata de la vasta y blanca mansión, donde les aguardaba el criado de crespa cabellera y manchas en la piel, quien se inclinó invitándoles a entrar, cosa que hicieron. Lo que descubría Hasan a su paso era suntuoso.

Cojines y colgaduras aparecían esmeradamente bordadas, en tanto que veladores y mesillas exhibían el cincelado de sus preciosas maderas. Desde las alfombras de seda salvaje hasta las decoraciones de los platos y jarros, todo había sido concebido con el mismo gusto por la estética y el refinamiento.

Entre un ruido de roce de telas, el visir fue al encuentro de los dos amigos, con los brazos abiertos.

–¡Bendito sea Dios! ¡Estoy tan emocionado! ¿Cómo hemos podido esperar tanto tiempo sin que nos hayamos reunido?

Estrechó contra su pecho al poeta y luego se volvió hacia Hasan, que esquivó el abrazo inclinándose al mismo tiempo que se llevaba la mano al corazón.

–¿Ha pasado mucho tiempo por el hombre sin que nadie se acuerde de él?

–Ese versículo de la sura setenta y seis es oportuno en un día como este -replicó Nezam-. Alá es grande y siempre junta a sus servidores.

Hasan se reincorporó y advirtió que diez hombres, consejeros y criados, rodeaban al visir.

Abú Alí Hasan se había convertido en Nezam-ol-Molk, pero el cutis de su cara seguía tan picado de viruela como siempre, y la expresión de su mirada se había hecho, sin duda, más pérfida.

–Omar, mi dulce poeta, mi alegría de verte se renueva sin cesar.

–Y tu amistad es un don precioso que admiro y respeto -añadió Jayyam llevándose la mano al corazón.

–Hasan, veo que el Señor te ha protegido. ¡Sé bienvenido! Amigos míos, para honrar la clemencia y la misericordia del creador Todopoderoso, ¡recemos juntos!

Los criados fueron en busca de tres alfombras que depositaron ceremoniosamente antes de desaparecer.


–¡Nezam, por mi vida, acepta que te dé las gracias! – exclamó Omar-.

¡Esta comida está deliciosa!

Unos eunucos habían servido yawdaba, pastel de hojaldre regado con jugo de ave. A continuación habían llegado los asados de pollo sutilmente perfumados con pimienta, menta y estragón, luego unas cortadas de una carne que Hasan observó atentamente antes de llevársela a la boca. El visir, que había advertido la vacilación del joven, dejó de masticar y preguntó, tratando de quitarse con el dorso de la mano los granos de arroz que se le habían quedado prendidos en los pelos de la barba:

–Por la grandeza del Profeta, ¿qué te sucede, hijo de Sabbah?

–¿No es onagro, esto?

–Por vida mía, es tan onagro como yo soy el gran visir de este país.

–Es… un fastidio -prosiguió Hasan sosteniendo la cortada entre las puntas del pulgar y el índice.

Nezam-ol-Molk dejó de nuevo la comida en su plato, buscó con la mirada el asentimiento del poeta, que parecía no entender nada, y finalmente, sin poder ocultar más su inquietud, preguntó:

–¿Se puede saber qué es… un fastidio?

–Vamos a ver, amigo mío, es un fastidio porque el Profeta ha dicho:

“Comed los alimentos que Dios os concede, alimentos lícitos y buenos, y temed a este mismo Dios en que creéis”. Pues bien, la carne de burro no se considera lícita, y ¿qué es el onagro sino un burro salvaje?

Nezam, ofendido, hacía esfuerzos por dominar la cólera.

–En primer lugar, amigo, debes saber que la carne de burro está considerada lícita por determinadas escuelas de teólogos… En segundo lugar, ¿desde cuándo te has vuelto tan puntilloso?

–Soy musulmán y chiíta, Abú Alí.

Respeto los preceptos de mi religión.

Igual que tú. A menos que… hayas dejado de ser verdaderamente musulmán.

Es decir, chiíta…

Nezam se levantó.

–¿Cómo te atreves a proferir semejantes palabras y, además, en mi casa? – dijo con rostro congestionado.

–¡Ea, ea! – intervino Omar-. Queridos, mis muy queridos, ¡os lo ruego!, ¡no echéis a perder nuestro reencuentro! Reconoce, Hasan, que has ido un poco demasiado lejos y pide perdón por tu ofensa. Los tiempos han cambiado. Ya no estamos en Nichapur.

–Abú Alí, ¿te gustaría que te pidiese que me concedieses tu perdón?

–Sí… Me gustaría -replicó Nezam, indignado, al tiempo que se le acercaba Yaffar, dispuesto a intervenir en auxilio de su amo.

–Entonces… que Su Grandeza tenga la bondad de otorgarme su clemencia… y su perdón -declamó, apenas sarcástico, el muchacho.

–¡Está bien… concedido! – murmuró el visir volviendo a sentarse.

El poeta trató de desviar la conversación:

–Mi buen Nezam, se dice por ahí que vuelves de una cacería al parecer realizada en compañía de Su Grandeza el sultán. ¿Por qué no nos la cuentas?

–Con mil amores, pero envueltos por las emanaciones del incienso.

Entonces los eunucos retiraron prestamente las mesitas que se habían dispuesto delante de los invitados, a fin de que éstos pudiesen pasar al salón.

Arrellanados en un confortable sofá, se sentían embriagados por el humo aromático que despedía el tradicional pebetero en tanto que tres músicos se ponían a tocar y un copero escanciaba en sendas copas de cristal tallado un líquido rojo que no era otra cosa sino zumo de uva ligeramente fermentado.

El visir, temiendo las reacciones del hijo de Sabbah, no lo perdía de vista mientras hablaba.

Les contó su caza en los montes Zagros, donde libremente retozaban manadas de antílopes, gacelas y onagros. Allí, el sultán y él mismo, montados en unos purasangres árabes, habían accedido a un sitio minuciosamente elegido por sus hombres y una indicación real había dado orden a los monteros de liberar de su jaula a una pantera domesticada, a la que se le habían vendado los ojos, con objeto de asistir al desigual y atroz combate de la fiera con sus aterrorizadas presas.

Añadió que le gustaba cazar osos y leones, pero mucho menos la caza menor porque sus actuales halconeros no le convencían. Hasan escuchaba distraídamente a aquel hombre que llevaba en el anular de la mano izquierda una sortija rematada por una enorme esmeralda que hacía girar alrededor del dedo con ayuda del pulgar.

Hablaron largo tiempo… Omar parecía disfrutar con aquella reunión, en tanto que resultaba más difícil adivinar los verdaderos sentimientos de Nezam-ol-Molk, a quien el kh4l, debido al calor y a la transpiración, le corría por los párpados.

Hasan, siempre taimado, había disfrazado en beneficio suyo las realidades de su vida en Rey. Los dos hombres lo escuchaban al tiempo que se mondaban los dientes sirviéndose de briznas de paja de arroz; luego, como ya era muy tarde, y después de murmurar “doy gracias a Alá”, se despidieron abrazándose cordialmente.

Antes de retirarse, el visir le dijo al muchacho:

–¡Que el Todopoderoso guíe tus pasos! Me alegro de que estés entre nosotros.

Y al decir esto, sus ojos eran como los de la serpiente dispuesta a caer sobre su víctima al primer error.


Capítulo tercero


La gloria



–Te felicito, mi buen Hasan. ¡Te felicito! – exclamó Omar después de haber estudiado detenidamente los planos concernientes a la construcción de la cúpula de Gombadé Jaki-. ¡Tu inventiva es inestimable!

El sultán había expresado el deseo de hacer restaurar el eiván norte de la mezquita del Viernes. Así pues, el gran visir había ordenado a los arquitectos más reputados de Ispahán que elaborasen un proyecto, al mismo tiempo que le había sugerido al poeta, conocido por su ingeniosidad, que esbozase algunas ideas. ¿No se habían seguido acaso los consejos de Jayyam en el arreglo de Meidané Sabz, la gran plaza contigua a la mezquita, o en la mejora del eiván sur? Esta vez, con la complicidad de su amigo, estaba seguro de obtener el beneplácito de todos los dignatarios de la Corte.

De modo que trabajaba con ánimo alegre y risueño, mientras que Hasan no abandonaba su expresión grave y su gesto adusto. De vez en cuando, Omar, sin ser visto, lo observaba y experimentaba por el muchacho una inmensa compasión ante su incapacidad para gozar de los placeres que brindaba la vida. ¿Cuándo lo había visto extasiarse ante el cuerpo de una mujer o de un joven efebo? ¿Cuándo, abandonarse a la risa, embriagado por algún néctar salido de las viñas de Shiraz?

¡Nunca! Hasan era presa de los mil tormentos causados por una ética severa que se imponía a sí mismo y que soñaba imponer a su entorno.

Se hallaban entregados a la tarea de trazar meticulosamente las líneas del domo de una mezquita, cuando cuatro guardias hicieron irrupción en el gabinete de trabajo.

Apenas el nubio había tenido tiempo de correr a advertir a su amo de una visita inesperada, cuando ya los soldados se habían apartado a un lado y otro de la habitación para dejar paso a Nezam-ol-Molk, quien se dirigió hacia Omar con los brazos abiertos de par en par:

–Mi dulce poeta, perdona la intrusión, pero me moría de ganas por saber lo que estabas haciendo.

Tras un rápido abrazo, el visir se volvió hacia Hasan diciéndole, al tiempo que le ponía la mano en el hombro:

–¡Hasan! Me consta que has puesto tu parte en este proyecto. ¡Veamos si has sabido conservar tu talento!

A estas palabras, hizo ademán de apoderarse de los manuscritos que reposaban sobre la mesa, pero una mano que le aferró violentamente la muñeca detuvo el impulso:

–Que Vuestra Grandeza me perdone, pero este boceto es un tosco borrador necesitado aún de pulimiento.

La actitud de Hasan cayó como un jarro de agua fría cuya impresión se apresuró a disipar el poeta:

–¡Pero, amigo mío! ¿Qué importancia tiene? Nezam sólo quiere hacerse cargo del giro que va tomando nuestro proyecto. ¡Sin duda, sabrá disculpar las torpezas!

Poco a poco, el joven fue aflojando la tenaza de su puño bajo la mirada ofendida del visir, quien, sin decir palabra, pero bruscamente, se apoderó de los planos. Podía verse cómo al escepticismo le sucedía el estupor, y luego, tras una palidez que intentaba enmascarar unos celos mal disimulados, se dejaba adivinar la ira contenida en una voz temblorosa:

–Interesante… interesante. Pero hará falta tiempo para captar todos los detalles.

De un gesto, ordenó a sus guardias que recogieran los pergaminos. Omar, estupefacto, con el qalam en la mano, asistía, mudo, a la desafortunada intervención.

El hijo de Sabbah no tardaría en reaccionar:

–¿Cómo te atreves a hacer tal cosa?

El muchacho se había plantado delante del visir con ojos amenazadores.

–¡Quítate de mi camino, Hasan!

¿Acaso pretendes dictarme lo que debo hacer?

Luego, pegando su rostro al del joven:

–¿Acaso olvidas que estoy oficialmente encargado por Su Grandeza el sultán de controlar las obras que se emprenden en esta ciudad? ¡Mírate!

No tienes más poder que un escarabajo. ¡No tengo por qué soportar tus cambios de humor!

Empujó suavemente a Hasan, quien, sin poder dominarse, se lanzó sobre él echándole ambas manos a la garganta.

Despavorido, Omar dio un paso atrás, en tanto que los guardias agarraban al joven insolente sin apenas conseguir reducirlo. Nezam, vacilante, se apoyó en la mesa, mientras que Yaffar, más servil que nunca, lo sostenía con sus brazos.

–¡Soltadlo! – murmuró al tiempo que se pasaba la mano por el cuello una y otra vez-. ¡Soltadlo!

Los soldados obedecieron y el visir prosiguió:

–¡Si no hubiera sido por los recuerdos que guardo, ya habrías perdido la vida! ¡No se te ocurra otra vez permitirte semejantes extravagancias!

Dicho esto, hizo una seña con la cabeza a los guardias, que lo rodearon en el acto antes de salir de la habitación.

Yaffar lanzó una última mirada de odio a Hasan, quien, furioso y aturdido, apretaba los puños. Omar, consternado, se había sentado en el sofá preguntándose por primera vez si había hecho bien mandando a aquel mensajero a Rey.

Aquella misma noche, el hijo de Sabbah se internó por uno de los callejones de Ispahán, a la sazón más sombrío que su espíritu, y entró en un establecimiento que vendía consuelo bajo todas sus formas. El ambiente estaba lleno de humo y reinaba un intenso calor. Se veía a hombres bebiendo y manoseando a mujeres de mala vida, que les respondían con risas ahogadas. Un georgiano rechoncho se le acercó:

–¡Siéntate donde quieras! ¡Estás en tu casa… siempre que tengas con qué pagar, claro! – y estalló en una risa forzada-. ¿Qué bebes?

Lanzó en torno una mirada de desconfianza y, adoptando un aire falsamente confidencial:

–Tengo un excelente vino de Ghazvín, ¿o preferirías aguardiente?

Hasan respondió sin prestar gran atención:

–Tráeme un té de menta.

El georgiano, un tanto decepcionado, insistió:

–Té… de menta… De acuerdo…

Hizo ademán de alejarse, y luego:

–¿Te apetece compañía? Tengo unas chicas soberbias, recién llegadas de Nichapur, Astara, Tus y Bujara…

Me las han traído esta mañana. Mercancía fresca, pagada a precio de oro.

–¿Nichapur?

–Sí. Nichapur. ¿Te interesa ver?

El muchacho hizo un discreto gesto afirmativo cediendo a un arrebato de nostalgia a la sola evocación de aquel nombre.

El propietario del local desapareció por unos instantes para reaparecer acompañado de una criatura con el rostro cubierto por un velo, y que, reacia, era conducida sin grandes miramientos.

–Aquí la tienes, forastero. Te dejo que adivines los tesoros que se ocultan bajo estos velos. ¡A menos que quieras descubrirlos! Pero, hay que pagar por adelantado…

Hasan se sacó de la manga una moneda de oro que arrojó a aquel hombre gordinflón. Éste bizqueó a la vista del metal y se deshizo en reverencias.

La muchacha había sido empujada al lado del hijo de Sabbah, quien advirtió la admirable silueta que ofrecía bajo la transparencia del tejido.

–Así que vienes de Nichapur…

Ella esbozó un gesto afirmativo.

–Allí fui yo estudiante… Hace tiempo.

La joven alzó la frente volviéndose hacia él.

–Te preguntarás qué hace aquí esta noche un hombre de mi condición. Bueno… digamos que he venido a buscar un poco de calma. La echo tanto de menos.

Le rodeó la cintura, pero ella esquivó su mirada.

–No eres muy decidida para ser una chica de éstas. En fin… para ser una…

Le cogió la mano.

–Es extraño. Tengo la sensación de que no me eres desconocida.

Ella susurró una palabra en la que él creyó reconocer “Hasan”, pero se dijo que era totalmente imposible una cosa así. Entonces, cogió la cara de la muchacha entre sus manos y en el momento de quitarle el velo para darle un beso, se echó hacia atrás, sorprendido como cuando, al despertar, no sabe uno, por un instante, discernir el mundo de los sueños del de las realidades.

–Pero, ¿es posible? ¡Laleh!

Laleh, el joven esplendor turkmeno de quien Omar Jayyam se había enamorado años atrás en Nichapur, estaba allí, delante de él.

¿Cómo ella, considerada entonces como la perla de la ciudad, había podido llegar a ser vendida?

–¡Hasan! ¡Dios sea alabado!

Estalló en sollozos y se apretó contra su pecho.

–Laleh, por lo que más quieras, deja de llorar. ¡No puedo soportar el llanto de una mujer! Tiene el don de crisparme los nervios.

La muchacha se contuvo y con sus grandes ojos negros empañados le dirigió una mirada de súplica a la que él se sabía incapaz de resistir.

–¡Cuéntame cómo el destino te ha traído a Ispahán!

Entonces, Laleh inició un relato adornado con todo el hechizo de su acento:

–La desgracia me persigue desde que tengo doce años. En aquel tiempo vivía yo con mi padre, tejedor en Eshgh-Abad. La naturaleza ha sido pródiga conmigo, dotándome al nacer de rasgos agradables. Desde que la sangre fluyó de mi vientre poniéndome en sazón de ser tomada por esposa, numerosos pretendientes se presentaban en la tienda, o bien mandaban a ancianos para que éstos formulasen la petición de matrimonio. Mi padre estaba orgulloso de mi belleza, y había hecho que me enseñasen el arte de la danza y de la música. Por añadidura, su negocio era próspero, de modo que exigía un partido que ofreciese numerosas ventajas. Uno de los comerciantes más ricos de la ciudad, habiéndose enterado de mi existencia, se hizo representar, una buena mañana, por una decena de hombres de barba venerable. El asunto no disgustó en absoluto a mi progenitor, que vio en él el medio de un rápido ascenso social. Sin ni siquiera consultarme, cerró el trato y el matrimonio fue proyectado para cuatro semanas después. Recuerdo la primera vez que vi a mi prometido. Me habían engalanado con sedas multicolores para recibir a aquel viejo, desfigurado por un enorme lobanillo en medio de la mejilla. En cuanto se hubo marchado supliqué a mi padre que no me separase de su lado, que no permitiese que me llevase consigo un hombre que me causaba horror. Todo fue inútil. Me pasaba los días llorando y arrastrando en mi pena a mi pobre madre. Finalmente llegó el día de la boda. Más de quinientas personas habían acudido a presenciar mi desgracia entre risas y alegría. Había tejedores de Chardyú y de los confines del Karakum. Los ricos de Eshgh-Abad me habían ofrecido suntuosos presentes. Se me había bañado, depilado, untado con los ungüentos más raros, que mi novio había mandado buscar hasta Bujara. Se me había agrandado los ojos y teñido las uñas con henna… Así que estaba muy hermosa. Pero mi corazón estaba roto y el asco se adueñó de mí durante la noche de bodas, en que tuve que soportar el sufrimiento que me infligían los brutales asaltos de mi marido. Yo era su cuarta esposa, pero renunció a las otras para arrastrarme cada noche a su lecho. A partir de entonces fui presa de una melancolía que ni sus regalos ni su bondad podían disipar. Se me habían quitado las ganas de cantar, las ganas de bailar y hasta el eunuco que me custodiaba y que trataba de arrancarme una sonrisa con sus payasadas, me dejaba fría. Entonces brotó en mí una idea. Huir…

Hasan escuchaba conmovido y sin perder detalle el relato de la bella.

–Y ¿dónde podías ir?

–No tenía la menor idea, y antes que nada necesitaba un cómplice. Pensé entonces en mi eunuco, en Obeida.

–¡Pero él corría peligro de muerte! ¿Cómo iba a aceptar?

–Por dinero… y por cariño… sin duda. Nuestro plan consistía en conseguir llegar a Machad, para lo que había que contar con la difícil travesía de los montes Aladaqh, iríamos en mulo con víveres en cantidad suficiente como para permitirnos llegar a destino sin grandes dificultades.

–¿Qué pensabais hacer al llegar a Machad?

–A decir verdad, no pensaba en nada. Quería irme lejos, donde nadie pudiese encontrarme.

Salimos por la noche. Yo había echado en la bebida de mi marido una pócima a base de hierbas que, estaba segura, le haría dormir profundamente.

Obeida me esperaba con las dos mulas a unos metros de casa.

Caminamos durante tres días sin atrevernos a creer en la esperanza que se nos ofrecía.

–¿Conseguisteis llegar a Machad?

–No -Laleh se echó a llorar-.

Una noche sin luna en que acampábamos a pocos kilómetros de Darreh-Gaz, unos hombres a caballo al mando de mi marido nos dieron alcance. Allí tuvo fin nuestra huida.

–¿Te volvieron de nuevo a Eshgh-Abad…? ¿Y qué fue de tu eunuco?

–Le cortaron la cabeza allí mismo y arrojaron su cuerpo por un barranco.

–¿Y tú?… A ti te perdonaron, por lo que veo.

–Si así puede decirse. Fui entregada como pasto de aquellos hombres hasta Eshgh-Abad y, una vez allí, me pusieron en venta en el mercado de esclavos.

–¿Y así fue como te compró un mercader de Nichapur?

–Me olvidé de mí misma en aquella vida de Nichapur, bailando para los comerciantes ricos o vendiendo placer a estudiantes como tú. Hasta el día en que…

Calló y bajó la cabeza.

–¿Hasta el día en que? ¡Continúa, por favor!

–Hasta el día en que encontré a un hombre al que le di no sólo mi cuerpo, sino también mi corazón.

–¡Vaya, vaya! Un hombre feliz -bromeó Hasan, que sentía brotar de lo más hondo un sentimiento de celos.

–Lo amé desde el primer momento en que lo vi y él me amó con la misma rapidez.

–¿Y qué ha sido de él? – inquirió el muchacho muy sorprendido de recibir las confidencias de una mujer.

–No lo sé… pero me han dicho que era rico y famoso en este país.

–Esto se va poniendo interesante… Dime su nombre.

–Antes de que lo sepas, debo decirte que cuando él se fue de Nichapur, perdí el apetito y el sueño. El amo del figón estaba descontento de mí y me pegaba. De nuevo, traté de huir varias veces, con el resultado de que se me volviese a vender. Pero Alá, en su infinita clemencia, ha escuchado mi corazón herido y ha permitido que te encontrase aquí esta noche.

–¿Ah, sí? ¿Y por qué nuestro encuentro sería una señal de Alá?

–¡Porque ese hombre era tu amigo el poeta!

–¡Por las barbas del Profeta!…

¡Hakim Omar Jayyam!

Hasan se rió de tan buena gana que la bella Laleh se ofendió.

–¿Cómo puedes reírte de mi desgracia? – exclamó ella con voz sollozante.

–¿Pero qué desgracia?… Laleh, preciosa mía, empiezo a creer, yo también, que la misericordia de Alá ¡ha propiciado nuestro encuentro!

Llamó desde lejos al georgiano.

–¡Tus deseos son órdenes, noble extranjero!

–¿Por cuánto me vendes esta chica?

–Es que… No está en venta. Me la han entregado esta mañana y…

–No me has comprendido bien.

Quiero comprártela y tu precio será el mío.

–Me ha costado mucho… muchísimo.

Y además se la tengo prometida para mañana a un jefe militar.

–Le dirás a tu jefe militar ¡que se vaya al diablo! ¿Qué me dices de esto?

Agitó ante los ojos aturdidos del gordinflón una bolsa de cuero adamascado de apetitoso tintinear metálico.

–¡Sea! De acuerdo en cederte a la moza!

–¡Eso está mejor!


Salieron del local y recuperaron el purasangre que un chiquillo andrajoso había aceptado guardar por una moneda.

Hasan ayudó a la muchacha a subir al caballo, montó a su vez, y se lanzó al galope a través de las callejas que lo separaban de Palacio. Laleh, arropada en la capa del muchacho, se apretaba contra él sin hacer preguntas.

Llegados a las proximidades de la mansión del poeta, se metieron por un soportal y Hasan, que había saltado a tierra, pidió a dos criados que hacían guardia que cuidasen de la muchacha hasta que él volviese a buscarla.

Una suave música procedente de uno de los salones llamó su atención al cruzar el umbral de la casa. Omar tenía visita, y sus amigos ocupaban algunos sofás bebiendo vino y charlando.

Ante ellos, dos muchachas bailaban con un movimiento ondulante de caderas a los sones del zarb y del q1nún de dos músicos ciegos.

Jayyam, aparentemente borracho, se hacía servir el licor por una adolescente cuya boca quería alcanzar agarrándola del pelo.

Divisó a Hasan en el marco de la puerta y levantó la voz sobre el estruendo que reinaba:

–¡Hasan! ¡Querido mío, amigo!

Únete a nosotros. ¡Mira qué hermosuras nos ha regalado nuestro amigo Nezam-ol-Molk! Una manera de demostrarme su amistad. ¡Para que veas que no es una mala persona! ¡No adoptes esos aires de severidad! ¡Ven!

Hasan avanzó muy lentamente en dirección del poeta, cuyos ojos de color malva, extrañamente ribeteados, parecían pintados sobre un rostro de extraordinaria palidez.

–¿Me permites, mi gentil poeta, que te demuestre que tampoco yo soy una mala persona y que con un presente dé testimonio, a mi vez, del cariño que te profeso?

–¿Un presente, dices?


¡Ah! ¡Goza del tiempo que aún nos queda Antes de bajar, también nosotros, al polvo, Dormir bajo el polvo, polvo en el polvo, Sin vino, sin canción, sin quien cante y sin fin!


¿Y dónde se halla ese regalo?

–¿Estás preparado para recibirlo?

–¡Si soy digno de él!…

–Déjame ausentarme el tiempo de ir a buscarlo.

–¡No te prives, mi buen Hasan, no te prives!

Laleh aguardaba, rodeada por los criados, a la luz de los hachones de un patio interior. El joven la tomó de la mano y la condujo hasta la habitación. Vio, a su paso, las colgaduras y los muebles que la rodeaban, siempre sin saber quién sería el dueño de la casa, tal vez algún burgués rico dispuesto a comprarla. Cuando llegaban al umbral del salón, Hasan corrió el velo de la muchacha y la agarró por la muñeca en el momento de entrar en la habitación, donde los invitados, cada vez más borrachos, retozaban en compañía de las huríes ofrecidas por el visir.

Omar se levantó de su esterilla y exclamó, muy divertido:

–¡Anda! Pero… ¡si es una mujer!

–Mi buen Omar, quería hacerme perdonar mi carácter a veces un tanto desconfiado y darte las gracias por el purasangre que he encontrado esta mañana delante de mi vivienda. Así que decidí ofrecerte una flor hecha mujer, pues, cuando hayas observado bien, te darás cuenta que esta criatura no se parece en nada a las que te rodean esta noche.

–¡Ah! ¿Sí? ¿Y qué tiene de tan especial?

–Te confío la tarea de descubrirlo por ti mismo.

Hasan retrocedió unos pasos dejando a Laleh, sola y temblorosa, en el centro de la habitación.

Todas las miradas convergían sobre la joven turkmena en tanto que los músicos seguían tocando y que hombres y mujeres dejaban escapar murmullos y risas.

–¡Contemplemos, pues, a ese tesoro!

Omar se levantó con dificultad y, vacilando ligeramente, se acercó a Laleh, que se sentía desfallecer.

Dio una vuelta a su alrededor imitando a un perro con su hembra, lo que tuvo un efecto hilarante entre la ociosa concurrencia. Finalmente, le levantó la cabeza a la muchacha, que la mantenía agachada, y le quitó el velo que le cubría casi totalmente la cara. Una sacudida le recorrió el cuerpo a la vista de aquel lindo y familiar rostro y, lívido, dejó escapar:

–¡Laleh!… ¡Mi Laleh!

Ella perdió el conocimiento y cayó a los pies del poeta, que se arrodilló para tomar en sus brazos aquel cuerpo tan querido.

Los músicos habían dejado de tocar y a una señal de Hasan, los invitados se fueron yendo en el mayor de los silencios.

Omar Jayyam, con lágrimas en los ojos, volvió a levantarse llevando en los brazos a la hermosa, que todavía no había vuelto en sí, y, mientras se dirigía a su habitación seguido por el nubio, se detuvo delante del hijo de Sabbah y le dijo muy emocionado:

–¿Cómo podré agradecerte la felicidad que me das?


Las reuniones de trabajo para la elaboración del nuevo calendario o las concernientes a los proyectos arquitectónicos eran ahora más frecuentes.

Locuaz, Omar, había comunicado a todos los escribas y sabios implicados su próximo casamiento con Laleh, “joven virgen turkmena”, cuyas desdichas se había guardado muy bien de contar.

Hasan había reanudado el estudio de los planos confiscados y luego devueltos por la guardia del visir. No había vuelto a tener la ocasión de encontrarse con Nezam, pero se había propuesto hacerle una visita. Cuando no escribía, le gustaba sumergirse en la lectura de algún tratado astrológico o dogmático. Podía entregarse a ella horas y horas hasta que sentía pesados los párpados. Las cuestiones religiosas siempre le habían atraído, y no pocas veces, en la rebotica paterna de Rey, se había empeñado en querer convencer, gracias a su incomparable don de palabra, a los agnósticos e incluso a los descreídos, que nunca volvían una segunda vez.

Un día, tras haber sometido sus bocetos al juicio de un Omar Jayyam aparentemente satisfecho, sintió deseos de estirar las piernas aprovechando el aire tonificador del crepúsculo. Se detuvo en las caballerizas para admirar a aquel soberbio semental suyo, luego salió del recinto del parque regio con intención de sumergirse en el clamor de la ciudad.

Dirigió sus pasos hacia la plaza mayor, desde donde le llegaban los efluvios de perfumes de rosas y de golosinas calientes. Tomó por callejuelas en que se vendían especias, esencias raras y lukums tibios, y aquellos aromas no dejaron de recordarle su infancia pasada junto a una madre que lo colmaba de turrones y dulces de miel.

Aquella noche se decidió por el mercado de las telas, abriéndose paso entre los burdos yutes y las sedas preciosas. ¿Se trataba de una impresión o había una sombra que se le adelantaba y que no era la suya? Varias veces se había vuelto para comprobar que, aparte de los mirones y de los charlatanes delante de sus mercancías, nadie parecía prestarle la menor atención. Entró en una taberna frecuentada por caravaneros que, tras meses de marcha por pistas rocosas y picos casi inaccesibles, traían productos de China, India o Afganistán. Le gustaba intercambiar algunas palabras con ellos, a veces trabajosamente, pues algunas lenguas le eran poco familiares.

Había caído la noche cuando emprendió el camino de vuelta a Palacio.

Las callejuelas que tomaba estaban cada vez más desiertas, de modo que el ruido de unos pasos que no eran los suyos le llamó la atención. Las sombras habían crecido y cada recodo adquiría un aspecto amenazador. Estaba seguro de que alguien le seguía y pensó inmediatamente en esos pordioseros que recorren la ciudad como fantasmas durante la noche en busca de un imprudente a quien desvalijar. No tenía el menor deseo de ser uno de ellos y se apresuró a esconderse detrás de la pared de una vivienda que hacía esquina a dos pasadizos.

Pudo oír con toda nitidez la respiración agitada del individuo que había apretado el paso y que, aparentemente, había perdido a su presa. Esperó a que la persona llegase a su altura para asestarle un puñetazo en la nuca que le hizo perder el equilibrio a la vez que lanzar un grito. Cuando el desconocido estuvo en el suelo, se arrojó sobre él y el pugilato que siguió se vio interrumpido por la voz aguada del hombre:

–¡No!… No… ¡Por lo que más quieras, señor, ten piedad de mí!

–¿Piedad, dices? ¡Y esto de propina!

–No, no, señor hijo de Sabbah…

Por lo que más quieras…

Hasan paró en seco el combate y, en la semioscuridad que reinaba, trató de distinguir las facciones del temerario.

–¿Cómo sabes mi nombre, patán?

–Es que… soy Yaffar… ¡El criado de Su Excelencia mi amo el gran visir Nezam-ol-Molk!

–¡Conque esas tenemos! ¿Y por qué me seguías a estas horas? ¿Para mandarme al otro barrio y poner el desgraciado accidente a cuenta de alguien vagabundo?

–No. Te equivocas… ¡Te equivocas!

–¡Di más bien que pensabas que yo llevaba una bolsa bien repleta!

–¡No, te digo! Cumplía… cumplía órdenes.

–¿Órdenes? ¿Y de quién?

El rufo, que seguía en el suelo y en una postura bien incómoda, guardaba silencio.

–¿Hablarás de una vez o prefieres una paliza?

–No… No… Lo diré todo. Cumplía órdenes de mi amo.

–¿Quieres decir que tu amo te había dado orden de agredirme?

–No de agredirte. De seguirte…

sólo de seguirte.

–¿Por qué? ¡Contesta! ¿Por qué?

–¡Por mi salvación! Te juro que no sé nada.

–¡Muy bien! ¡Vamos a preguntárselo!

Levantó al sirviente de las manchas rojizas asiéndolo por el pescuezo y de este modo deambuló por las calles de Ispahán hasta llegar a las inmediaciones de Palacio. Allí, los soldados que hacían guardia delante de la residencia del visir le interceptaron el paso.

–¡Dejad vía libre! – gritó Hasan-.

¡Vengo a devolver lo que pertenece a Su Excelencia!

Los centinelas se miraron desconcertados ante aquel pobre Yaffar, hirsuto y mantenido en pie por el cuello de su túnica y dejaron pasar a los dos hombres que de semejante guisa llegaron a la escalinata de la mansión. Varios criados salieron alertados por los gemidos del aterrorizado sirviente.

Hasta Nezam, el visir en persona, acudió intrigado por la agitación que reinaba en su casa.

–¿Pero esto qué es? ¿Qué pasa aquí?

–¡Nada, soy yo, Excelencia! – gritó Hasan abriéndose camino entre los curiosos-. ¡He venido a devolverte lo que es tuyo!

Y diciendo esto, tiró al rufo de los crespos cabellos a los pies del visir. Yaffar se arrodilló:

–Perdóname, mi buen amo… Perdóname.

–¡Sal de mi vista, siniestro idiota! – ordenó Nezam, quien apenas contenía su cólera-. Hasan, ¿quieres hacerme el honor de entrar un momento?… Tenemos cosas de qué hablar, me parece.

–También a mí me lo parece, así que acepto encantado -replicó el interpelado inclinando la cabeza y llevándose la mano al corazón.

Se trasladaron al salón, donde un pebetero de plata cincelada desprendía vapores de jazmín. Hasan se sentó cerca de la mesa, enfrente del visir.

Las marcas de la viruela en el cutis de Nezam se acentuaban a la claridad de las lámparas de aceite.

–Si quieres empezar, mi buen Hasan, te escucho.

–Iré directamente al grano: ¿por qué me has hecho seguir?

El visir se levantó e hizo un movimiento para que sus amplias mangas cayesen hacia atrás.

–¿Crees que tu actitud en casa de Omar Jayyam haya sido más digna de elogio? Hay en el fondo de ti tal deseo irrefragable de echarlo todo a rodar que hace que no vaciles en emplear la violencia precisamente con quienes se consideran tus amigos.

Al pronunciar estas palabras, hizo como si reprimiese un sollozo y adoptó un aire compungido.

–Alá es testigo de lo que siento haberme comportado así, pero tu intervención parecía… tan injusta.

–¿No te devolví los documentos?

¡Concédeme el derecho a interesarme por los trabajos que ordeno!

–A propósito… ¿cuál es tu opinión sobre el particular?

–Excelente, desde luego -masculló Nezam-, rodeando con sus dedos amorcillados su cilindro de rezos.

–O sea, que no dudas de mis capacidades -inquirió Hasan entornando ligeramente los párpados.

–Por supuesto que no -replicó el visir.

–¿Qué dirías si las pusiese al servicio de Su Grandeza el sultán, y por lo tanto al tuyo?

Nezam-ol-Molk abrió desmesuradamente los ojos:

–¿No es lo que ya haces?

Hasan se puso de pie a su vez y, mirando al suelo al tiempo que daba algunos pasos, dijo, como si hablase consigo mismo:

–Mis pretensiones no son, creo, desmesuradas. Me gustaría que se me confiara algún cometido sin tener que pasar por la autoridad, afectuosa, lo reconozco, de Hakim Omar Jayyam.

Además, disfruto de la vivienda que ha puesto tan amablemente a mi disposición, pero ahora que va a tomar esposa, y que su harem crece, tendré que abandonar el sitio. No te haré mención de nuestro antiguo pacto, sé que tus recuerdos están vivos, pero las ambiciones modestas del poeta no son las mías… Ya sabes cuánto sobresalía yo en matemáticas, astrología o teología; por lo mismo, solicito, al amparo de tu alta benevolencia, poder demostrar mi utilidad.

El visir, sintiéndose a un tiempo inquieto y halagado, no sabía qué responder. Se acercó al joven:

–Ven a verme mañana, poco antes de que se ponga el sol… Habré tenido tiempo de reflexionar y de consultar a nuestro bien amado soberano.

Hasan se inclinó, cogió la mano del visir para besársela y desapareció a grandes zancadas, con aquel aire marcial que Nezam veía con poca simpatía.


Cuando llegó a la vivienda del visir, a la noche siguiente, salió a recibirle el atemorizado Yaffar, en quien algunas equimosis faciales recordaban las desventuras de la víspera. Condujo al muchacho a la sala de trabajo de Nezam-ol-Molk, custodiada por gigantes armados, que se apartaron a la vista de los dos hombres. El criado dio tres golpes en la pesada puerta de marquetería antes de empujar los batientes de la misma.

Nezam estaba sentado sobre almohadones, sosteniendo el narguileh en la mano y sorbiendo con delicia por el tubo, que dejaba escapar una ligera nube azulada. No dijo nada y, con un gesto, invitó a su antiguo condiscípulo a que se sentase a su lado, antes de despedir a Yaffar, quien, inclinándose, volvió a cerrar los dos batientes.

–La paz sea contigo, Hasan. Y seas bienvenido.

–¡Que Alá proteja a Su Excelencia! ¡Las gracias te sean dadas por el honor que me haces!

Nezam depositó su pipa y le puso amistosamente al amigo una mano sobre la muñeca, mientras que con la otra cogía una tetera hirviendo que estaba colocada sobre unas brasas encendidas, vertiendo un poco de su contenido en un vaso. Luego se lo alargó a Hasan, quien, a su vez, tomó el recipiente y, después de echarle dos hojas de menta en el vaso de dorados arabescos, vertió a su vez en él el líquido oscuro y humeante con infinitas precauciones a fin de que ni una gota salpicase la alfombra de seda celeste.

Hablaron… De la buena marcha de los asuntos de Estado, de las grandes obras de embellecimiento de la ciudad, de las preocupaciones que causaban las tribus turkmenas y uzbekas en el norte, del peligro que representaban los mongoles que se aproximaban a las fronteras del imperio, de los renegados que so pretexto de enseñar religiones foráneas actuaban como espías a sueldo de los enemigos del Sultán.

Se abordó el controvertido tema de la recaudación de impuestos, lo que resultaba cada vez más difícil en una ciudad por la que transitaban centenares de caravanas, y, por último, se consideró la necesidad de buscar el medio de domesticar el Zayendeh Rud, el cual, en época de crecida, arrasaba todo a su paso: puentes, casas y cosechas. Luego, Nezam carraspeó antes de proseguir:

–Hablemos ahora del asunto que te ha traído aquí. ¿Sigues conforme con aportarnos tus luces?

–¡Por la bondad de Alá! ¡Más que nunca!

El visir se interrumpió un instante, tomó un sorbo de té después de haberse introducido previamente un terrón de azúcar en la boca. Luego se levantó y se dirigió a una mesa baja sobre la que descansaba una caja de plata cincelada. Se apoderó del minúsculo cofrecillo metálico y se lo tendió a su amigo:

–¡Ábrelo!

Intrigado, Hasan se levantó a su vez para hacerse cargo del objeto, cuya tapadera levantó. En el interior se encontraba la mitad de una llave de complicado dibujo.

Nezam esgrimió la otra mitad, que se había sacado de la manga.

–Esta llave permite el acceso a la biblioteca del sultán. Ninguna mitad puede funcionar si no se une con la otra. Ni tú ni yo podemos, solos, acceder al recinto. ¡Sígueme!

El visir dio tres palmadas y las hojas de la pesada puerta se abrieron.

Yaffar, apareció con los brazos cruzados a la espera de órdenes:

–Condúcenos a la gran biblioteca.

Los tres hombres recorrieron un largo pasillo antes de llegar ante un tapiz que representaba una escena de caza. El sirviente descorrió la tela, que tapaba una puerta de ébano.

Nezam introdujo con delicadeza la doble llave en la cerradura, la hizo girar de derecha a izquierda y empujó el panel con el hombro. Yaffar, presionando con ambas manos, ayudó a su amo a mover el macizo batiente. El solícito criado descorrió con premura las cortinas y abrió el ventanal central.

Hasan no daba crédito a sus ojos.

Ante él se extendían miles de obras, manuscritos y pergaminos. Las estanterías estaban adosadas a la pared tapándola hasta el techo. Mesas, escritorios, repisas y pupitres desaparecían bajo escritos y colecciones de todo tamaño. Incluso el suelo estaba cubierto de documentos alineados o en montón. Tanta riqueza no la tenía la célebre biblioteca de Nichapur. Satisfecho del efecto causado en su huésped, el visir lo sacó de su estupor:

–¡Aquí tienes, pues… tus dominios, mi buen Hasan! En tus manos pongo estas maravillas. ¡Tú serás su dueño y señor y sólo dependerás de mí, de mí sólo! Tómate el tiempo que necesites para conocer estos tesoros y cuando sepas lo que contiene este lugar ¡vuelve a verme!

–Y… ¿cuál… cuál será mi cometido? – balbuceó el muchacho.

–Hacer un inventario de estas obras. Será largo y fatigoso, pero tu juventud y tu entusiasmo vencerán, a buen seguro, todos los obstáculos. Te dejo en tu feudo. Yaffar se queda contigo. Una vez que hayas terminado esta primera inspección, entrégale la mitad de la llave, que él me devolverá. La otra mitad consérvala siempre contigo.

Se alejó unos pasos. Luego, se volvió una última vez para decir.

–Cada mañana, Yaffar te abrirá esta puerta. Gracias al cerrojo podrás encerrarte para que nadie te moleste. Para salir, no tienes más que tirar de este cordón y Yaffar, con la mitad de mi llave, acudirá a echarle, con tu ayuda, el candado a la puerta.

Él te indicará igualmente el sitio en que podrás hacer tus abluciones, comer y descansar, si hace falta.

Nezam-ol-Molk giró sobre sus talones y desapareció por el pasillo.

Tras unos instantes, Hasan se volvió hacia el criado, y pensó que le era muy desagradable tener que depender de él. No obstante, le puso buena cara, persuadido de que no tardaría en encontrar la forma de prescindir de sus servicios. Bien mirado, aquella función de bibliotecario no era más que el comienzo de una ascensión que haría de él, un día, un hombre indispensable al sultán, y relegaría a un papel secundario a aquel destripaterrones de visir.

–Dime, Yaffar, ¿hace mucho que estás al servicio de tu amo?

El sirviente, sorprendido y turbado porque el hombre que lo había maltratado la víspera se dirigiese a él con tanta afabilidad, balbuceó:

–Su… Su Grandeza se… dignó fijarse en mí y hacerme el inmenso honor de tomarme a su servicio hará…

un año… Entonces yo estaba de criado… Que Alá lo proteja -y se inclinó ligeramente- de Su Grandeza el sultán.

–¿De dónde eres? ¿Dónde vive tu familia?

Yaffar se irguió un poco y tosió un par de veces, aparentemente conmovido por el interés que se demostraba a su humilde persona.

–Somos… somos originarios de la región de Ispahán… Venimos de las montañas, al norte de la ciudad. Somos… somos pastores… Mis tres hermanos lo siguen siendo.

Hasan había dejado de escuchar al sirviente, que disimulaba mal su turbación ante el cúmulo de mentiras que estaba profiriendo. Porque mentía.

Su acento no era el de la gente de Ispahán, sino que más bien parecía proceder del Jorasán, al norte del país, donde se encontraba Nichapur.

El hijo de Sabbah no insistió.

–Yaffar, vas a tener mucho trabajo aquí, con todos los libros que hay que cambiar de sitio. ¿Sabes leer?

–No. Nunca fui a la escuela. Pero… sé contar.

–Pues tendrás que aprender a descifrar las escrituras.

Hasan imaginó que el pelirrojo era lo bastante venal como para traicionar al visir, llegado el momento. Así que decidió jugar todas las bazas.

Pasó revista a los huecos de las paredes y a las estanterías de la habitación, contemplando los ensayos en persa o árabe que trataban de religión o de filosofía, los textos que relataban el período preislámico, los escritos sobre Zaratustra, el original del ‘Libro de los reyes’ de Abol Ghasem Ferdowsi, el relato poético épico más grande del país. Sobre un velador descansaban, en lamentable estado, varios pergaminos atribuidos a Mani, textos judíos y cristianos, y, más lejos, los de los poetas estudiados en la universidad: Rudaki, Daghighi, Farroji y Manucheri.

Descubrió, incluso, documentos de Nasser Josrow y coranes iluminados de Mobarid y Jatafa.

–Dime, ¿están aquí todas las obras que esconde Palacio?

–¡Oh no, señor! ¡En los aposentos del sultán bienamado, que Dios guarde -se inclinó-, hay más todavía! ¡De todos los países del mundo!, de China, de Mongolia, de India, de Grecia, de Egipto. Hay hasta grabados y bordados. He estado allí… con mi amo.

Hasan se rascó maquinalmente su barba afeitada, echó un último vistazo a las obras que lo rodeaban, y finalmente pidió al criado que cerrase las ventanas y corriese las cortinas.

–¡En vista de esto, mi buen Yaffar, presentaos aquí mañana cuando amanezca, que tengo un enorme trabajo por delante!


Cada mañana, desde hacía semanas, Hasan entraba en la gran biblioteca para no salir de ella hasta la puesta del sol. Ayudado por unos cuantos criados, había inventariado cientos de obras. Yaffar lo esperaba para abrirle la puerta, le llevaba té tres o cuatro veces al día, lo tenía al tanto de las visitas del visir y, por último, todas las noches acudía en busca de la media llave que debía entregar a su amo.

Hasan se sentía contento de que se hubiese puesto a su disposición una vivienda. Próxima a la biblioteca, gozaba de la sombra de los sicomoros, gran baza en el calor agobiante del verano. Espaciosa y dotada de todas las comodidades, representaba, junto con ‘Tufán’, su caballo, el orgullo del hombre joven que empezaba a hacerse un sitio, por muy modesto que fuese todavía, en el reino de Persia. Continuaba viéndose a menudo con Omar, quien vivía el perfecto amor con una Laleh rodeada por las obras del poeta. El hijo de Sabbah, aunque había hallado cierto equilibrio en aquella existencia confortable, no había renunciado a sus repentinos accesos de cólera, los cuales, no obstante, se habían hecho más raros. Prestaba poca atención a los placeres de la carne, pues encontraba más voluptuosidad en la lectura de los escritos dogmáticos, lo que no quiere decir que alguna hurí deslizada subrepticiamente en su lecho por el poeta no despertase con sus sabias caricias aquel cuerpo demasiado austero.

Llegó el día en que sintió despuntar el hastío. En lo sucesivo conocía perfectamente las obras que había clasificado y pronto su tarea se redujo a la redacción de algunas misivas. No tardó en comprender que los favores del visir sólo habían servido para ahogar su ambición y encerrarlo en una jaula de oro. Con todo, era libre de ir y venir a su aire, sobre todo desde que había conseguido sobornar a Yaffar, quien había mandado fabricar para él una mitad de llave idéntica a la suya. El criado no acudía ya a abrirle la puerta al amanecer y hacía creer al visir que volvía de la biblioteca cuando le devolvía el objeto cada noche.

Así pues, Hasan había reanudado sus vagabundeos, interrumpidos durante meses.

De un carácter que se había ido haciendo cada vez más arisco a causa del aislamiento cotidiano a que se veía sometido, había pasado a convertirse en un solitario meditativo.

Omar Jayyam no había dejado de percatarse de ello y de sentirse inquieto.

El hijo de Sabbah se vestía modestamente para sus escapadas fuera de los límites de Palacio. Entonces, se transformaba en el más mirón de entre los mirones, el más pordiosero de entre los pordioseros, y gustaba como nunca de sentarse en cualquier taberna a escuchar las quejas de los que eran víctimas de impuestos demasiado altos, o de los que habían sido detenidos, incluso torturados sin motivo, por la tropa.

Hacía suya la indignación de estos hombres y alocados pensamientos se apoderaban de él. Entonces se veía pintado, a su vez, en los muros de la ciudad, como un combatiente glorioso, sable en mano, admirado y estimado por haber liberado al país de los felones y los turcos.

A veces, un ruido de voces le hacía salir de sus fantasías y se ponía a mirar incansablemente cómo los mercaderes que cerraban sus tratos manejaban el ábaco con extraordinaria destreza y hacían desaparecer en sus mangas las monedas de plata y bronce.

Cualquiera que fuera el negocio, éste se concluía con la presentación del narguileh y un gran vaso de té hirviendo hasta los bordes que era sorbido ruidosamente.

A veces resonaba un eructo, seco o prolongado, acompañado por un ‘Al hamdo-l-Allah’ “gracias a Dios sean dadas”.


Capítulo cuarto


En palacio



Miríadas de espejos adornaban las paredes desde el suelo hasta el techo.

Incrustados en la marquetería o en la madera esculpida, encajados en cuerno o marfil, jugaban con la luz del sol o el resplandor de las velas transformando el inmenso salón en un firmamento.

Los cortinajes azules con motivos bordados en oro habían sido confeccionados en las más bellas sederías; los artesonados castaños, amarillos o blancos daban réplica a los floridos mosaicos. Cubrían el suelo magníficas alfombras.

En la parte de la estancia que se abría al parque se habían dispuesto mesas bajas de maderas preciosas y marfil, veladores cubiertos por delicados tapetes de seda y cojines multicolores armoniosamente distribuidos por los rincones de la habitación.

La otra parte era el salón del trono. Allí se podía admirar el sitial tallado en ébano, al que el sultán había exigido que se le insertasen rubíes, esmeraldas, zafiros y diamantes.

Tres escalones permitían su acceso.

Los brazos en sus extremidades representaban dos rugientes cabezas leoninas.

Aquella mañana, Malek Shah vestía su indumentaria para las solemnidades:

Un manto de seda blanca con pasamanos azules y amarillos haciendo juego con un turbante rematado en un penacho dorado que fijaba un rubí de gran tamaño.

A sus pies, Nezam-ol-Molk y el Gran Consejo en pleno felicitaban respetuosamente al soberano con motivo de su cumpleaños.

El visir leía un texto esmeradamente caligrafiado por Hasan Sabbah sobre pergamino subrayando sus frases con inclinaciones del cuerpo en señal de sumisión.

–¡Que el Todopoderoso conceda a Vuestra Majestad mil años más de vida!

A lo que los ministros repetían a coro:

–¡Mil años más!

Malek Shah, con su tez ligeramente amarillenta, bigote y barba oscuros, cejas hirsutas y diminutos ojillos, escuchaba atentamente el informe sobre el estado del reino. Todo en él era perfecto: los impuestos se pagaban en medio de la general alegría, las cosechas habían sido excepcionales, las obras en la ciudad avanzaban según el calendario previsto, las tropas habían alcanzado numerosas victorias en las fronteras contra el enemigo mongol y afgano y estaban a punto de concluir con éxito unas investigaciones científicas de primer orden.

Terminado el discurso, Nezam dio unos pasos con objeto de prosternarse a los pies del sultán, sobre una de cuyas babuchas aplicó sus labios. Los ministros lo imitaron esperando a que cada vez el rey posase delicadamente la mano derecha sobre sus cabezas.

Igualmente acudieron a rendirle pleitesía, unos tras otros, los jefes militares, los doctores de la fe y algunos ediles locales. El sultán dio las gracias haciendo, por primera vez desde que reinaba, una breve alocución en persa. Desde la muerte de su padre, cuatro años antes, Malek Shah venía expresándose en su lengua nativa, el turco, y transmitiendo a la corte iraní sus órdenes y deseos por medio de un intérprete.

A continuación, el sultán bajó lentamente los escalones de su trono, tomó de manos de un sirviente una pequeña bolsa, cuyos cordones aflojó con torpeza, y de cuyo interior extrajo algunas monedas de oro que fue distribuyendo entre cada uno de los asistentes antes de dirigirse a las mesas en las que se ofrecían bebidas y dulces.

Un eunuco cogió una pequeña copa en la que escanció vino y se la tendió al monarca. Éste se la bebió de un trago y se secó la boca y la barba con el reverso de la mano. Le fueron presentados cuatro platillos, en los cuales escogió dos dátiles, algunas almendras saladas, un higo y un pastel de miel.

Rápidamente se tragó las golosinas y se limpió delicadamente las manos con un paño que le presentó un esclavo negro.

Se volvió hacia el visir y le hizo señas de que se acercase.

–Bien, Nezam. Te agradezco tus palabras amables.

El gran visir se inclinó cerrando los ojos de satisfacción. Malek Shah prosiguió:

–He oído decir que habías tomado a tu servicio a un hombre muy brillante.

¡Parece que, por añadidura, se trata de un amigo del poeta Omar Jayyam!

¿Es cierto?

Nezam-ol-Molk, que había vuelto a enderezarse, tuvo una tosecilla antes de responder:

–Es la pura verdad, Grandeza.

¡Que Alá os guarde! Está a mi servicio desde hace poco.

–Se me ha dicho que tú probablemente lo conociste en otra época y que esa es la razón de que lo hayas nombrado bibliotecario.

–Así es, Majestad.

–¿Y cómo se llama ese joven?

–Se llama Hasan, Majestad, y es hijo de Alí Sabbah, honrado comerciante de Rey.

–¡Ah! Muy bien. Muy bien.

¿Piensas presentarlo en la corte?

–Pues… sí pensaba, Majestad.

Pero cuando haya pasado un período de prueba. Si lo permitís.

–¡Por supuesto, Nezam! Esperemos, pues, un poco todavía.

El soberano, seguido por un gran número de sus cortesanos, salió de Palacio para dar unos pasos por las alamedas esmeradamente cuidadas del parque. Nezam-ol-Molk, a quien la idea de presentar a Hasan en la corte lo llenaba de disgusto, avanzaba con gesto sombrío, mirándose los pies.

Malek Shah saboreaba ruidosamente un racimo de uvas, cada uno de cuyos granos consideraba con atención antes de engullirlo. Cuando hubo terminado, se mojó la punta de los dedos en una copela de opalina llena de agua con limón y se pasó las manos húmedas por la barba y las mejillas con objeto de refrescárselas.

El cortejo avanzaba lentamente con el monarca a la cabeza acompañado por un lacayo que agitaba un inmenso espantamoscas multicolor en tanto que otro era portador de una sombrilla.

Tres pasos más atrás venía el primero de los ministros seguido por los dignatarios, que caminaban con las manos cruzadas sobre las barrigas y hablaban en voz baja, mientras un tocador de ney dejaba escapar las notas melodiosas de su instrumento.

De repente, y como por encanto, acudieron corriendo, primero por decenas, luego a centenares, hombres y mujeres que no dudaban en pisotear el césped con tal de rendir homenaje al sultán, inclinándose a su paso. Las madres empujaban a sus proles mendigando para ellas una caricia en la que veían una señal benéfica del destino.

La guardia aseguraba la protección del soberano tratando sin contemplaciones a los que osaban acercarse demasiado, en tanto que otros, que habían obtenido una palabra amable, o incluso alguna moneda, se retiraban entre múltiples reverencias y alabanzas al Todopoderoso.

Más lejos, bajo una bóveda, algunas vírgenes escogidas entre las mejores danzarinas de la ciudad ondulaban al ritmo del tamboril y de los crótalos.

La transparencia de sus vistosos velos dejaba entrever las curvas de sus cuerpos perfectos.

A un gesto del visir, se hizo silencio y las muchachas se quedaron inmóviles. Malek Shah se acercó a ellas y su atención se centró en la más pequeña, que tenía una larga cabellera rubia. La recorrió detenidamente con la mirada y alargó su gruesa mano ensortijada hacia aquel dulce y extremadamente pálido semblante, al que golpeó suavemente con la punta de los dedos antes de pasearlos por el pecho y las caderas.

Le sonrió y sus ojos diminutos se iluminaron con un brillo extraño.

Ella bajó la cabeza. Él le levantó la barbilla, volvió a sonreírle y le hizo un signo discreto al chambelán, que acudió por la bella a fin de llevarla a Palacio.

Los músicos volvieron a sus instrumentos, las danzarinas se animaron de nuevo, en tanto que el rey y su séquito bordeaban un bosquecillo y entraban en una de las estancias de la majestuosa mansión, totalmente decorada con arabescos de mosaico.

En una habitación contigua a la de Malek Shah, una muchachita rubia de grandes ojos azules se preparaba para compartir el lecho regio. Cuatro mujeres la bañaban y extendían esencias de flores sobre su cuerpo virgen y diáfano. Llamaron a la puerta. Un eunuco negro introdujo la cabeza e hizo una señal. Su Majestad se impacientaba.

Hasan, embebido en la lectura de algún tratado zoroástrico, se sobresaltó al oír los golpes en la puerta de la biblioteca en que se encontraba.

Vio aparecer la cara de un Yaffar más hirsuto que nunca, quien, con sus inclinaciones exageradas y su sonrisa estúpida, venía a anunciarle la visita de su amo, el gran visir.

Sorprendido, el hijo de Sabbah se levantó llevándose la mano al corazón cuando vio aparecer a Nezam, cuyo semblante reflejaba una inquietud mal disimulada.

–¿A qué debo el honor de esta visita inesperada, mi buen visir?

–Acabo de dejar hace un momento a Su Majestad el sultán, que Alá guarde, quien ha mencionado tu nombre.

–¿Cómo ha sabido el turco… Su Majestad de mi existencia?

–El Palacio es un pueblo con sus rumores y sus cotilleos. Quiere que seas presentado en la corte de aquí a unas semanas. Sus deseos son órdenes y a partir de ahora debemos prepararte para la ocasión.

Hasan dio algunos pasos hacia la ventana. Sentía un gran alivio. Por fin su paciencia iba a verse recompensada. Por fin iba a salir de aquel aislamiento en el que vivía hacía meses y meses e iba a poder poner sus talentos al servicio del Estado. Estaba ya dispuesto. Esbozó una sonrisa mirando los árboles, que ya se habían revestido de sus tonalidades otoñales.

–Los que creen y hacen buenas obras obtendrán una recompensa magnífica… -pronunció en voz alta sin volverse.

–¿Decías? – prorrumpió Nezam.

–Perdona, sólo hablaba conmigo.

Pero, a propósito, ¿en qué debería prepararme para ser presentado a Su Majestad?

–Estaría bien que… tomases esposa.

–¿Que tomase esposa? Y eso, ¿por qué? – preguntó el joven un tanto sorprendido por la sugerencia del visir.

–Su Grandeza el sultán podría sentirse… atraído… por tu presencia. Así que no estaría mal que fueras más expresivo en la forma de manifestar tus inclinaciones. Además, estás de sobra en edad de casarte.

–¡No es esa la cuestión! No tengo las menores ganas de casarme. ¡Y no conozco ninguna mujer que me seduzca hasta el extremo de querer hacer de ella mi esposa!

–Lo tengo todo pensado.

Nezam dio unos pasos en dirección a un ángulo de la estancia y, sin volverse, dijo acariciándose la barba:

–Mi hermano mayor, que murió de una caída de caballo en el Jorasán hace unos años, era abuelo varias veces. Entre sus nietos hay una niña llamada Maryam, más linda que un sol y en edad de merecer, pues tiene trece años. Hace muchísimo tiempo que no la he visto, pero me han contado que es encantadora, canta como un ruiseñor y posee unos modales exquisitos. Además, sabe preparar los platos más raros; en una palabra, que es ella la que te conviene.

Hasan lo interrumpió:

–Escúchame bien, Nezam: no tengo la menor intención de casarme, ni con la nieta de tu hermano ni con ninguna mujer de Ispahán. Te he obedecido, cumpliendo tus deseos, en lo que concierne al trabajo en esta biblioteca.

No sé por qué se te ha ocurrido la idea de que me case, pero si hay alguna razón, la descubriré.

La mirada del visir se hizo más dura y el tono de su voz más cortante:

–Alá es testigo de que no hay otra razón que la que acabo de exponerte.

Está claro, hijo de Sabbah, que tu espíritu es tortuoso y tu amistad poco de fiar. ¡Te casarás con la nieta de mi hermano! ¡Es una orden!

Dicho esto, desapareció entre un crujir de telas dejando a Yaffar que se encargase de cerrar los batientes de la puerta. Hasan, irritado, barrió de un manotazo una de las estanterías que tenía delante, tirando al suelo los manuscritos que se amontonaban en ella, luego se marchó a casa de su amigo Omar Jayyam con la esperanza de recobrar un poco la calma.


–¡No comprendo tu furia, Hasan!

¿Por qué te resulta tan insoportable el hecho de casarte con la pequeña Maryam?

–¡Porque es idea de ese palurdo que me tiene bajo su yugo hace meses!

¡Si cree que convirtiéndome en un miembro de su familia voy a dejar de rebelarme en lo sucesivo contra él, está muy equivocado! ¡Pues nada, y menos una mujer, me detendrá!

El muchacho daba vueltas por el cuarto de trabajo del poeta como un león enjaulado, sin parar de echar pestes.

–Hasan, ¡por favor! Siéntate en ese sofá… Tengo que comunicarte algunas preocupaciones mías.

El hijo de Sabbah se paró en seco, lanzó una mirada a Omar, que se había arrellanado en unos almohadones, e hizo otro tanto.

–Soy todo oídos, amigo mío, ¿cuál es el motivo de tu pesadumbre?

–Vamos allá. Desde que has llegado a Ispahán has cambiado mucho, mi buen Hasan. La metamorfosis se ha acentuado desde que trabajas en la biblioteca. Te has entregado a la lectura y al estudio días enteros, ignorando el juego y las diversiones.

Has huido de los amigos, repartiendo tu tiempo libre entre los doctores de la fe y las galopadas a lomos de tu caballo ‘Tufán’. ¡Mira qué chupadas están tus mejillas y cómo se han agrandado tus ojeras! En fin, he sabido que tus noches están llenas de sueños extraños y pesadillas. Tus criados, alertados por tus gritos, te encuentran con los ojos despavoridos y la cara chorreando de sudor; ¿qué es lo que te atormenta?

El joven se levantó de un salto:

–¿También tú te dedicas a espiarme? Me reprochas que no dedique tiempo a divertirme, y tú, ¿qué religión practicas, bebiendo vino y no rezando nunca?

Omar se levantó a su vez:

–¡Hasan, vuelve en ti! ¿Cómo te atreves?

–¡Sí, contesta!… ¿o es que eres un impío?

Y el muchacho, irritado ante su propia impertinencia, atravesó la puerta atropellando a Laleh, que, más radiante que nunca, traía, sobre una bandeja de plata, una humeante tetera.

A la noche siguiente, Hasan fue presa de cierta agitación. Hacía una hora que había sucumbido al sueño, cuando se vio sentado a una mesa delante de un libro, como tenía por costumbre. El libro narraba la vida del profeta persa Zaratustra. De repente, le circundó una luz tan intensa que le costaba trabajo distinguir los objetos que le rodeaban. Tuvo que entornar los ojos para poder soportar aquella claridad, que poco a poco se fue esfumando. Aturdido, se frotó la cara, cuando sintió, a su espalda, una presencia. Este sueño lo tenía desde hacía varias semanas e, indefectiblemente, la misma escena se repetía una y otra vez.

Hasan se volvía y descubría un personaje, muy alto, un pastor sin duda, a juzgar por la pobreza de su indumentaria. El hombre pronunciaba unas palabras inaudibles y, cuando él iniciaba unos pasos en su dirección, el individuo salido de otros tiempos desaparecía en un halo de luz blanca.

Aquella noche, la historia conoció una variante. Hasan se levantó y le pidió al hombre que repitiese las palabras que no conseguía entender.

Entonces percibió distintamente las palabras del desconocido:

–Hasan, hijo de Sabbah, tus oídos no saben todavía oírme, ni tus ojos verme. Pero llegará el día en que alzarán un ejército en mi nombre y en mi nombre combatirás por la dignidad de nuestro pueblo. Como tú, también yo fui débil, pobre de ganados y pobre de hombres.

Hasan cayó de rodillas y alzó los brazos hacia el profeta:

–¡Oh, Zaratustra, gran maestro, guíame por el camino de la verdad!

–El camino de la verdad no es otro que el trazado por Ahura Mazda, juez supremo del combate que libran Spenta Mainyu, el espíritu sano que alienta en ti, y Ahra Mainyu, el mal espíritu que te inspira. Sacrifica al brillante soberano Ap1m Napat, genio de las mujeres, y acepta unir tu suerte con el hijo del Norte. Hijo de Irán, el día en que has de servir a la causa se acerca.

A estas palabras, el hombre-Dios desapareció por los aires.

Hasan, jadeante, se incorporó en su lecho, desconcertado ante los criados que habían acudido a sus gritos.


Los esponsales se celebraron dos semanas más tarde. El gran visir había organizado la fiesta en su residencia, donde se dejaron oír los sones del ney, los del santur y los del kamanché.

Durante toda la ceremonia, la muchacha, que a Hasan le resultaba encantadora, permaneció sentada entre su madre y su tía. El hijo de Sabbah, confortablemente instalado entre Nezam-ol-Molk y Omar Jayyam, saboreaba cogollos de cidra negándose con obstinación a probar cualquier vino que fuese y mimando celosamente con la mirada a la niña de ojos malva que iba a ser suya.

Las primeras escarchas del invierno habían cubierto la ciudad, invadida por los cuervos famélicos.

Hasan había perdido prácticamente todo interés por sus funciones de bibliotecario y secretario. Cuando no leía, deambulaba por los pasillos de Palacio, en medio de escribas atareados y soldados indiferentes.

Cada mañana, con el canto del gallo, se incorporaba a su universo de pergaminos, libros y mapas. Desde los tratados sobre el ismaelismo hasta las glosas chiítas, su espíritu se llenaba de todas aquellas palabras cuidadosamente caligrafiadas, y cuando, agotado, abandonaba el lugar con los ojos enrojecidos por la fatiga, sentía que le invadía la duda.

Sin que Mahoma dejara para él de ser profeta, las palabras de Zaratustra, hijo de Persia, encendían en su corazón el fragor de la esperanza y, más que nunca, se sentía el heredero, en la tierra de Irán, del poder benéfico de Ahura Mazda, fuerza de la luz.

De tiempo en tiempo pensaba en Maryam. Trataba de imaginar su cara, de la que el velo dejaba adivinar sus rasgos regulares. Los ojos y la boca no los descubriría sino en el tálamo nupcial. ¿Se acostumbraría él a aquella presencia femenina a su lado?

¿Qué podría él contarle? Con objeto de poner término a aquellas preguntas sin respuesta, se envolvía en una larga capa negra y se lanzaba a las calles de Ispahán en la hora en la que se encendían las antorchas.

El bazar de Ispahán, inmenso mercado cubierto que daba a los cuatro costados de la plaza mayor, comenzaba a quedarse vacío. Los vendedores habían abandonado el lugar en el transcurso de la puesta del sol, según órdenes del gobernador de la ciudad.

Únicamente los tenderos tenían autorización para no cerrar el tiempo que tardaban en echar sus cuentas, ordenar el género y limpiar sus dakkas, pequeños tenderetes bajos y mal iluminados que cerraban con tablones protegidos por unas barras de hierro aseguradas en sus extremos por medio de candados.

Caldereros, herreros, armeros, orfebres, sastres, zapateros, panaderos, asadores y taberneros esperaban la llegada del asas, el hombre encargado de hacer respetar la paz y la tranquilidad.

El bazar, vasto recinto de cuatrocientos metros de largo por trescientos de ancho, se cerraba en cada una de sus entradas con sendas verjas de hierro cuyas llaves tenía en su poder el asas. Éste, una vez caída la noche, no permitía que nadie entrase en el recinto sin que antes no hubiese dicho el santo y seña, que por motivos de prudencia, se renovaba cada día.

Aquella tarde Hasan había aprovechado el que todavía las verjas permanecían abiertas para entrar. Cada cual estaba atareado contando las ventas de la jornada y nadie se fijó en él. Se habían encendido las antorchas pues era ya noche cerrada, momento favorito de los bandidos que, cual gatos, se introducían en el recinto y se ocultaban entre las tiendas ya vacías.

El muchacho avanzaba por aquel dédalo apresurando el paso. Montones de desperdicios cubrían el suelo como únicos testigos de la agitación del día y él ignoraba la razón que le había decidido a cruzar el bazar aventurándose por pasadizos oscuros o débilmente iluminados por los rayos lunares. Miraba con atención el suelo cuidando de no tropezar. ¿Su vista cansada le acababa de jugar una mala pasada o realmente había percibido una sombra que se había desvanecido rápidamente a sólo unos pasos de allí? Iba a internarse por otra callejuela cuando un violento golpe en la nuca le hizo caer. Se oyó a sí mismo gritando de dolor y apenas su cabeza se hubo golpeado contra el suelo cuando trató de incorporarse, pero otro golpe, propinado por un pie, le dio en la barbilla y le hizo desplomarse atontado por la sacudida.

Una mano lo agarró por el pelo sin miramiento alguno y al tratar de levantarle brutalmente la cabeza, pudo distinguir, gracias al débil resplandor de un hachón, tres siluetas que lo rodeaban.

El que lo tenía cogido por el pelo estaba en cuclillas. Otro sostenía una antorcha tan cerca de su cara, que Hasan sintió el calor de la llama cegadora quemarle la piel.

Oyó una aguda risa burlona:

–¿Está muerto? ¡Ji, ji, ji! ¿Está muerto?

Su voz era la de un hombre anciano, probablemente cretino, y cuyo acento delataba procedencia azerí.

–¡Nada de eso! ¡Porque Alá lo quiere, respira aún!

Diciendo estas palabras, el hombre se apartó, lo que permitió a Hasan distinguir las caras de sus agresores, ahora iluminadas.

Vestidos de harapos, debían de haberse emboscado hacía rato a la espera de un imprudente. El que sostenía la antorcha lo miraba con ojos de animal rematados por una frente minúscula.

Llevaba abundante cabellera sujeta por una cuerdecilla.

El más alto de los tres, que no había pronunciado palabra, hizo desistir a Hasan de cualquier movimiento aplastándole el estómago con un pie.

El viejo, que no paraba con su risita, tenía tan surcado de arrugas profundas aquel rostro sin edad, que éstas trazaban dibujos insensatos. Se había puesto de súbito en cuclillas y, sacando un puñal de entre los pliegues de sus harapos, colocó el cortante filo en el cuello del muchacho:

–¡Ji, ji, ji! ¡Di, forastero!

¿No tendrás algunas moneditas para estas pobres almas olvidadas de Alá?

Hasan no pudo evitar hacer una mueca de asco al acercársele aquel hombre que lo inundaba con la fetidez de su aliento y la peste de su cuerpo.

–Voy a registrarlo -eructó el cómplice de ojos bestiales.

Palpó brutalmente la ropa de su víctima antes de lograr que cayesen algunas monedas, de las que se apoderó con toda rapidez y mostró a los otros.

El viejo habló de nuevo:

–¡Ji, ji, ji! ¡Un extranjero tan bien vestido como tú tiene que esconder otras riquezas! ¿Dónde las has puesto?

Hasan guardó silencio y oyó la voz del más alto, que decía:

–No perdamos tiempo. Tenemos que irnos. ¡Córtale el cuello!

El viejo volvió a reír a más y a mejor, exhibiendo los pocos dientes rotos que quedaban en aquella boca sin labios, y murmuró, al tiempo que hacía una ligera presión con el filo del puñal:

–¡Guárdame un sitio en el paraíso de Alá!

El hijo de Sabbah cerró los ojos al comenzar a sentir ese escozor de la piel que es rajada lentamente.

Resonó un alarido. Cuando abrió los ojos, vio la antorcha volar por los aires y caer apagada unos pasos más allá.

Unos individuos, surgidos de la oscuridad, se habían arrojado sobre los bandidos y les propinaban una paliza.

Hasan se levantó de un salto para alcanzar al más fornido de los tres, que emprendió la huida.

–¿Conque querías que me degollasen? – le vociferó-. ¡Te voy a matar!

Lo golpeó con tal violencia que el hombre, bañado en sangre, estaba ya sin conocimiento cuando cayó a tierra.

Uno de los desconocidos que había acudido en ayuda de Hasan lo agarró por la muñeca:

–Ya es suficiente, le has dado una buena lección, déjalo. Está muy maltrecho, y los otros no valen mucho más.

A pesar de la débil claridad, que sólo dejaba transparentar algunos aspectos de la callejuela, el hijo de Sabbah trataba de distinguir los rasgos del hombre esbelto y joven que le hablaba mientras que su compañero, mucho más alto, se mantenía un poco retirado.

–Ven con nosotros, el bazar está cerrado y el asas podría buscarnos las vueltas. Nuestras tiendas están a dos pasos. Esa es la razón de que hayamos oído que estabas en un apuro.

¿Qué podrían estar haciendo en una dakkas cerrada a aquellas horas de la noche? ¿Acaso se trataba de juegos clandestinos? ¿O de alguna reunión secreta? El joven les siguió en silencio.

No lejos de allí, se detuvieron delante de un tenderete del que no se filtraba el menor rayo de luz. Uno de los hombres dio tres golpes secos en uno de los tablones, que se desplazó ligeramente dando lugar a la aparición de un ojo que lanzó una mirada de desconfianza antes de abrir y permitir el paso de los tres compadres. En el interior de la tienda se almacenaban pesados rollos de paño, de raso y de algodón. Hasan dedujo que se hallaba en el bazar de los sastres. Bajaron varios peldaños hasta llegar a un semisótano perfectamente acondicionado.

Atornasolados tapices colgaban de cada una de las paredes y, alrededor del tradicional korsi, sobre el que humeaba una tetera, se habían dispuesto cómodos cojines.

La luz difusa de una lamparilla de aceite iluminaba las caras de cuatro individuos, que estaban sentados con sendos vasos de té en la mano.

El más joven de ellos le presentó la extraña compañía:

–Mis amigos: Yúsef, Adi, Hakim, Naím y Hossein, que hace un momento nos ha hecho una demostración de cómo metía en cintura a algunos mendigos, y yo mismo, Rahmán.

Este último podría tener unos veinte años, acaso menos. De grácil estatura y vivaz aspecto, poseía una mirada muy franca que inmediatamente agradó a Hasan.

–Rahmán… Hossein… ¿Cómo podré agradecéroslo? Os debo la vida -dijo llevándose la mano al corazón-.

Yo soy Hasan, hijo de Sabbah, natural de Rey.

Rahmán, a quien sus compañeros miraban un tanto descontentos, rogó a su huésped que se sentase.

–Estás herido, Hasan. ¿Quieres un poco de agua fresca para limpiarte el corte en la garganta?

–Te doy las gracias, pero, como ves, la herida no es grave.

Luego, mirando en su torno:

–¡No me esperaba que las dakkas estuvieran habitadas!

–En realidad, no lo están. Nosotros vivimos todos al otro extremo de la ciudad, pero al llegar la noche, cuando queremos reunirnos, este sitio es más seguro.

–¿Quiere esto decir que vuestra reunión es secreta?

Los hombres empezaron a sentirse inquietos y a lanzarse miradas de interrogación. ¡Aquel extranjero era muy curioso!

–Eso no es asunto tuyo, hijo de Sabbah -replicó Hakim, un hombre corpulento de barba rojiza y que mordisqueaba unos dátiles secos.

–Disculpadme. En absoluto quería ofenderos -respondió Hasan-. Pero algunos amigos míos se reunían así para cantar al poder del profeta de la tierra de Irán, el glorioso Zaratustra.

–No somos seguidores del zoroastrismo, si es lo que insinúas, oh, Hasan -expuso parsimoniosamente Rahmán-. Somos… -se interrumpió mirando a los inquietos reunidos-.

Somos… ismaelitas.

Una gran algarabía sucedió a estas palabras. Indignados, los adeptos vociferaban y Hakim gritó por encima de los demás dirigiéndose a Rahmán:

–¡Por todos los profetas! ¿Has perdido el juicio? ¡Confiarse así a un extraño del que ni siquiera te consta que no sea un espía a sueldo de Nezam-ol-Molk!

–Si hablo sin temor es porque siento que puedo tener confianza en Hasan -replicó el interpelado.

Hasan tomó la palabra:

–¡Escuchadme! ¡Os lo ruego, escuchadme! Hace un momento que Rahmán me ha salvado la vida. Desde ahora soy todo suyo.

Se interrumpió un momento, miró con atención a su auditorio y prosiguió:

–A decir verdad he tenido ocasión varias veces de estar en presencia del visir. Así pues, lo conozco. Es cierto que es taimado y cruel. Todos sabemos la represión que ha instaurado y las exacciones ordenadas por él. Ha vendido su alma a los turcos, o sea, al diablo. Pero las cosas pueden cambiar y deben cambiar si estáis dispuestos a depositar alguna confianza en mí.

–¿Cómo podrían cambiar, oh, hijo de Sabbah? ¿Qué te propones hacer? – intervino Naím, un muchacho rubicundo y de barba rala.

–Derribar a Nezam-ol-Molk, ocupar su lugar y aniquilar el poder de los selyúcidas.

Un murmullo se levantó, inmediatamente interrumpido por los ladridos del perro del asas, que pasaba por el callejón.

–O eres un loco, o hablas en serio, hijo de Sabbah -replicó Yúsef a media voz-. Pero, por todos los imanes, tus palabras me hielan y me pregunto si Rahmán ha hecho bien trayéndote aquí.


Hasan se había sentado y permanecía silencioso bajo la mirada inquisitiva de sus compañeros. Rahmán le había alargado un vaso de té; sin dejar de mirar el amarillento brebaje, dijo, como hablando consigo mismo:

–Hace unos años, cuando vivía en Rey, conocí, entre los clientes de mi padre, a un hombre a quien recordaré toda la vida que Alá tenga a bien concederme. Respondía al nombre de Ernich Zarrab y profesaba esa doctrina que tanto amáis, la de los bathinianos de Egipto.

Los ismaelitas se miraron estupefactos y sin perder palabra.

–Este hombre conocía todos los antiguos misterios y pasábamos veladas enteras discutiendo. Por supuesto que él refutaba los dogmas que me habían enseñado, pero sus palabras me causaban una gran impresión. Algún tiempo después caí enfermo. Unas calenturas se apoderaron de mi cuerpo y mi espíritu se abrió a auténticas revelaciones. Tuve entonces la convicción de que aquel hombre decía la verdad, pero quiso el destino que yo siguiese otras vías que me condujeron a Nezam-ol-Molk.

Hakim, que no cesaba de acariciar el ámbar de su sortija con sus dedos regordetes, prorrumpió:

–Sin duda eres sincero, hijo de Sabbah, y debes saber toda la verdad.

El hombre que tú dices conocer nos persigue sin descanso. A los esbirros del sultán les manda que nos hostiguen dondequiera que estemos obligándonos a entregarle nuestro oro y nuestros bienes. No hay salvación para el ismaelita descubierto, quien de este modo se convertirá en la presa de los tiranos, que le obligarán a negar su fe y a ser esclavo de ellos. ¿Dónde queda nuestra dignidad a tal punto escarnecida por el invasor?

Los presentes asintieron. Yúsef, repantingado en los cojines, prosiguió:

–No puedo más que sumarme a las palabras de Hakim. Fíjate en mi caso, Hasan. Soy un honrado comerciante, trabajo duro para dar de comer a mi mujer y a mis hijos, y se me obliga a satisfacer unos impuestos tan altos como los que deben pagar los judíos, y esto sólo por el derecho a trabajar.

Nuestros hermanos chiítas son los primeros en atropellarnos cuando protestamos. Desgraciadamente, se han vuelto más injustos que esos perros de turcos sunitas de los que se han hecho tan adictos.

Adi, Hakim, Hossein y Rahmán hicieron un gesto afirmativo con la cabeza, en tanto que Naím, con objeto de dejar claro el desprecio que sentía por las gentes de Palacio, escupió ruidosamente en dirección al suelo.

Adi, un hombrecillo de nariz aguileña, apuntó con el índice a Hasan y prorrumpió:

–Cuando pretendes que nuestra salvación está en tu poder, ¿significa eso que tendremos que esperar aún mucho tiempo?

–El tiempo que necesite para ganarme la confianza del sultán. A menos que… Pero eso no depende más que de vosotros.

Los rostros adquirieron una expresión de sorpresa. Hakim continuó:

–¿En qué depende de nosotros?

¡Explícate!

Tras un breve instante de silencio, Hasan juntó sus manos sobre los labios y acto seguido se puso a hablar sin dejar de mirar fijamente su vaso de té, que descansaba sobre el korsi:

–Dentro de cinco días, Malek Shah irá a Naím y, sin duda, a Yazd. Estará un mes fuera de Ispahán y me consta que el visir sólo le acompañará dos semanas, lo que nos proporciona todo el tiempo necesario para elaborar un plan. O lo que es lo mismo, pasar a la acción.

Se hizo un espeso silencio, y de entre los secuaces, rígidos como estatuas, sólo Rahmán reaccionó:

–Por la grandeza de Ismael, ¿hablas en serio?

–¿Tengo aspecto de bromear?

–¿Así pues, te propones derribar el poder con la ayuda de cinco humildes comerciantes?

–La eficacia no depende del número que se sea; ahora bien, ¿no seremos acaso capaces de encontrar hombres fiables y valerosos?

–Sí… claro. Pero tenemos poco tiempo y…

–Tenemos veinte días para organizar nuestra acción, es un plazo suficiente si nos ponemos al trabajo desde mañana.

–Pura locura -exclamó Adi-. No contéis conmigo. ¡Mi cabeza no será hermosa, pero estimo mucho conservarla sobre mis hombros!

–Entonces, sigue tu camino -respondió Hasan-. ¡Aquí no hay sitio para los cobardes!

–Tiene razón -remachó Rahmán ante un Adi enfurruñado-. Todos los días de Alá nos lamentamos de las injusticias que padecemos; así que ahora que tenemos la posibilidad de mostrar nuestra determinación y poner término a tanta bajeza, no escurramos el bulto, seamos valientes.

Los hombres se consultaron unos a otros y la habitación se llenó de murmullos.

–El plan es audaz, el riesgo no pequeño, ¡pero estoy contigo, hijo de Sabbah! – dijo Hakim tras haberse acariciado su barba rojiza.

–¡También yo! – añadieron Yúsef, Adi, Naím, Hossein y Rahmán.

Adi, el más reticente de los cinco, se preguntó:

–Pero… ¿Tenemos alguna posibilidad de éxito, y qué debemos hacer?

Hasan se sirvió otro vaso de té y respondió, antes de colocarse un terrón de azúcar sobre la lengua:

–Necesitamos una treintena de hombres, y armas.

–¿Treinta hombres bastarían para acabar con la guardia de Palacio? – preguntó Yúsef.

–El sultán se ausentará con la mayor parte de su ejército. Además, la guardia acompaña al visir durante su salida. Así que sólo tenemos que neutralizar a los soldados de Palacio, que no tardarán en rendirse. El número de hombres es menos importante que la estrategia que usemos. Tenemos que dar la impresión de ser innumerables. Exterminaremos a los que osen resistir, el resto se unirá a nuestra causa. Ha llegado a mis oídos que la mayor parte de los militares no han cobrado su soldada desde hace varias semanas.

–¿Cómo sabemos lo que habremos de hacer? – inquirió Rahmán.

–Reunámonos otra vez aquí mañana al caer la noche. Traeré un plan junto con mis instrucciones.

Estaba a punto de amanecer cuando los conjurados abandonaron el lugar divididos entre el miedo y la excitación.

Durante varios días se reunieron en casa de Hakim, Yúsef o Naím, hasta que finalmente Hasan se limitó a verse con Rahmán, convertido en su segundo para aquella operación, que habían fijado para doce días más tarde.

Se había reclutado a treinta hombres entre los ismaelitas y los mercenarios más acostumbrados a manejar las armas, las cuales, numerosas y variadas, se almacenaban en la dakkas de Rahmán.

Los planes habían sido estudiados y los cinco comerciantes eran los responsables de un grupo de hombres que en ningún caso debían saber de la existencia de Hasan Sabbah.

Éste, cuando se produjese la invasión del Palacio, tenía previsto mantenerse al margen y no intervenir hasta la fase final. Dejaba transcurrir las noches insomne, pasando revista una y otra vez a cada detalle de aquel “golpe de Estado”, gracias al cual iba a dirigir el Imperio persa. En sus sueños ya no veía al profeta Zaratustra, de lo que dedujo que aquel proyecto le acaparaba demasiado la mente. Pasaba mucho tiempo rezando y Yaffar lo sorprendió a menudo contemplando lo invisible durante el estudio. Estaba demacrado y los que le rodeaban, Omar entre ellos, pensaron que el hijo de Sabbah era presa de alguna oscura enfermedad.

La mañana del día fijado, Hasan, que sentía crecer en él una agitación sin igual, se dirigió a las caballerizas. El Palacio estaba en calma y, viendo aquellos guardias que conversaban alegremente, le costó trabajo imaginar que, al cabo de unas horas, estarían muertos sin duda. Montó a ‘Tufán’ a horcajadas y lo lanzó al galope hasta las puertas de la ciudad, que franqueó, hundiéndose en el desierto. Los caravaneros y campesinos que lo vieron pasar envuelto en una nube de polvo no podían imaginarse que en las entrañas de aquel hombre ardía el fuego de la ambición y el poder.

Horas más tarde regresó al parque real y corrió a encerrarse en su cuarto de trabajo.

Poco antes del anochecer y estando tendido en su estera fue arrancado de sus cavilaciones por los primeros gritos procedentes de Palacio. Se le hizo un nudo en la garganta y, antes de cerrar los ojos, cogió su cilindro de rezos. Se luchaba a pocos metros de allí y un ruido de cristales rotos sucedió a grandes alaridos.

Sonaron tres golpes violentos en la puerta. Oyó la voz de su sirviente:

–¡Excelencia! ¡Excelencia! ¡Venid rápidamente! ¿No oís la matanza?

Hasan se levantó de un salto y divisó detrás de Asad, su criado, a Al-Mostafá, uno de los consejeros de la corte.

–La desgracia ha caído sobre nuestras cabezas, hijo de Sabbah -dijo-.

Los traidores se han introducido en Palacio por decenas para asesinarnos.

Hasan fingió terror:

–¡Que Alá nos proteja! Pero, ¿quiénes son?

Al-Mostafá, seguido de un eunuco que sollozaba, prosiguió:

–A lo que sabemos, parece que actúan en nombre del imam Ismael. Hay que dar orden de sacar de aquí a los familiares del sultán, los dignatarios y los harenes. ¡Ven conmigo!

Hasan siguió al consejero, después de haber ordenado a los criados que corriesen a la biblioteca y echasen los cerrojos para evitar su saqueo.

–Voy a dar orden de que intervenga la guardia de reserva -dijo Al-Mostafá, jadeante a causa de lo rápido de la marcha.

–¿La guardia de reserva? – preguntó el hijo de Sabbah, sorprendido por no haber previsto tal eventualidad.

–¡Sí, tenemos refuerzos, a Dios gracias!

–Y ¿serán suficientes esos refuerzos? – preguntó de nuevo el joven, cada vez más inquieto.

–No temas, acabarán con todos esos perros, por numerosos que sean.

En un recodo del pasillo, Hasan, con expresión alucinada, se sacó de la manga un largo puñal e inmovilizó a Al-Mostafá con el brazo izquierdo mientras que con la mano derecha le segaba la garganta.

Se tambaleó al ver cómo el hombre se desplomaba a sus pies. Luego, con las ropas manchadas de sangre, siguió el largo corredor vacío para internarse por una galería que lo condujo al primer piso, desde donde pudo disponer de una vista general de la situación.

El espectáculo que se le ofreció era horrible. Montones de cadáveres cubrían el suelo nadando en un gran charco de sangre y prolongados lamentos se alzaban bajo la bóveda de mosaico. Hasta sus oídos le llegó un ruido de lucha procedente del ala sur de Palacio y bajó la gran escalinata, saltando por encima de los cuerpos inertes y mutilados. Tropezó con el de un hombre, cuyo terrible rictus y la mirada ensangrentada parecían dirigirse a él. Le dio un vuelco el corazón al reconocer a Hakim, cuya sortija, que adornaba un dedo rígido para siempre, había perdido su ámbar. Volvió a subir la escalera de mármol pensando que alguno de los conspiradores trataría de ponerle al corriente de la evolución de la situación, se internó de nuevo por la galería en dirección a su cuarto de trabajo y, finalmente, echó a correr con la sensación muy precisa de que le iba a estallar el corazón. Al mismo tiempo que divisó el cuerpo sin vida de Al-Mostafá, oyó los pasos de un hombre que venía en sentido contrario. Temió ver aparecer a Asad o al eunuco del consejero áulico, que enseguida habrían adivinado en él al asesino del dignatario. Con mano febril, agarró de nuevo el puñal y se dispuso a eliminar al molesto testigo.

Vio a Rahmán, herido en el brazo, y con las ropas hechas jirones.

–¡Por Ismael, nuestro imam venerado, Hasan, por fin te encuentro!

¡Te he buscado por todas partes!

–¡Rahmán, por la gloria del Profeta! ¡Estás vivo!

Lo abrazó brevemente.

–¡Soy, ay, de los pocos que quedan! La partida está perdida. Tenemos que huir…

–Pero… ¡Es imposible! – murmuró el hijo de Sabbah, que no podía resignarse a ver desvanecerse sus sueños.

–No tenemos elección. En unos instantes la guardia habrá recuperado el control de Palacio. Créeme, nuestra salvación está en la huida.

Hasan contempló el cuerpo del consejero áulico y comprendió que nunca podría justificar aquella muerte. Entonces tuvo una idea. Le tendió su puñal a Rahmán y le dijo:

–¡Utilízalo en mí!

–¿Te has vuelto loco?

–Haz lo que te digo y no hagas preguntas. ¡Hiéreme sin quitarme la vida!

El joven ismaelita cogió el estilete y lo hundió en el brazo de su amigo, quien no pudo contener un grito.

–¡Sigue, sigue, por lo que más quieras!

Con mano temblorosa, Rahmán lo acribilló a puñaladas en puntos no vitales. Hasan, vencido por el dolor, se desplomó. El otro emprendió la huida en tanto que el hijo de Sabbah perdía el conocimiento.


Al despertarse aquella mañana, Hasan tuvo la sorpresa de descubrir a Nezam-ol-Molk, Yaffar y Asad, que discutían no lejos de él. Los dos criados estaban arrodillados. Intentó en vano incorporarse en el lecho. Le pesaba la cabeza y una sensación de dolor le recorrió todo el cuerpo.

–¡Mi amo vuelve en sí! ¡Mirad!

¡Vuelve en sí! – exclamó Asad, maravillado, en tanto que los otros dos hombres se acercaban.

–¿Cómo te encuentras, amigo mío? – le preguntó el visir con tono condescendiente.

–No… No del todo bien.

–Es lo menos que pueda esperarse.

¡Por la clemencia de Alá, que hayas sobrevivido tiene mucho de milagroso!

–¡De milagroso! – corroboró Yaffar, a quien una mirada desaprobatoria de su amo hizo callar.

–¿Qué… qué ha pasado exactamente? – inquirió con voz débil el joven.

–¿Cómo? ¿No te acuerdas de nada?

¡Por las barbas del Profeta, unos felones trataron de hacerse con el poder aprovechando mi ausencia y la de Su Grandeza, que Alá guarde! Pero, afortunadamente, los refuerzos de la guardia aniquilaron a esos perros.

–¿Des… Desde cuándo me encuentro en este estado?

–Desde hace cuatro días, según dice tu sirviente.

–Así es, mi amo -añadió Asad muy agitado-. Son cuatro los días que lleváis presa de fiebre alta y delirios. Pero los cuidados que os he prodigado os han salvado. Han sido extractos de plantas…

–¡Cállate, cara de sapo -le interrumpió Nezam-, tu amo ha tenido la suerte de no haber sido herido mortalmente, eso es todo!

Asad se inclinó, pero en sus ojos se leía cierto resentimiento hacia el visir.

–Y ¿quiénes… quiénes eran los felones?

–Por lo que sabemos, ismaelitas que han tenido que contar forzosamente con complicidades dentro de Palacio.

–¿Por qué lo dices?

–Su intervención estaba perfectamente calculada para neutralizar la guardia habitual, entrando por puestos clave que sólo gente del interior podía conocer. Pero actuaron ignorando la existencia de refuerzos… lo que ha sido causa de su perdición.

Hasan emitió un gruñido tratando de incorporarse.

–¿Han podido capturarse supervivientes?

–¡Por la gracia del Creador, sí!

Uno solo, pero no carente de interés -dijo Nezam echando hacia atrás sus largas mangas-. Parece que era uno de los jefes de la insurrección.

–¿Qué es lo que te permite afirmarlo?

–El testimonio de nuestros soldados. He podido entrever al hombre esta mañana, hasta anoche no llegué, se niega a hablar, pero sus carceleros saben mostrarse… ¡convincentes!

Hasan, inquieto, se agitó en su lecho, lo que le provocó una mueca de dolor. Nezam adelantó hacia él su cara picada de viruelas:

–¿Qué es lo que te atormenta, mi buen amigo? ¡No te preocupes! He ordenado una investigación y trataremos a ese perro como él lo ha hecho con nuestros hombres.

El hijo de Sabbah simuló adormecerse y Nezam le dijo a Asad antes de salir, seguido de Yaffar:

–Cuando se despierte, dile a tu amo que lo veré mañana por la mañana.


–¡Mi amo! ¡Mi amo! ¡Cometéis una gran imprudencia! – exclamó Asad al ver los esfuerzos que hacía el bibliotecario tratando de tenerse en pie.

–¡No querrás que me pase en cama el resto de mi vida!

Hasan avanzaba pasito a pasito, doblándose de dolor y sintiendo que sus entrañas se desgarraban a cualquier movimiento. Llamaron a la puerta. Vio aparecer al nubio, seguido de un Omar Jayyam más pálido que nunca.

–¡Qué felicidad me da verte así!

¡Hace poco luchabas con la muerte, y hoy ya te veo levantado! ¡Déjame que te abrace!

–¡Esperaba a Nezam y apareces tú!

¡Te confieso que mi alegría es tanto mayor!

–Hasan, ¡ha sido terrible! ¡Te confieso que he pasado mucho miedo!

–¿Quién puede alardear de no haber sentido miedo delante de tales acontecimientos?

–¿Quién te hirió?

–No… No pude verle la cara.

–Por la gracia de Alá, te salvaste. Hubieras podido correr la misma suerte que ese pobre de Al-Mostafá, que te acompañaba.

–Me gustaría no hablar de eso.

–Lo comprendo, Hasan, lo comprendo. Había venido a ofrecerte un regalo, muy modesto desde luego, pero que me gustaría que conservases en recuerdo mío.

El poeta le presentó una sortija de plata cincelada rematada por una cornalina tallada. El joven sintió un escalofrío; a tal punto aquella joya le recordaba la atroz visión del dedo de Hakim. Se la puso en el anular:

–¡Tu gesto me llega al corazón, mi buen Omar!

La entrada del visir, seguido de un Yaffar cada vez más hirsuto, lo interrumpió.

–¡Qué felicidad! – exclamó Nezam abriendo los brazos-. ¡Nuestro hombre ya levantado!… ¡Hasan, eres una fuerza de la naturaleza!

A su risa le siguió la de Jayyam, mientras que Hasan permanecía rígido como una estatua.

–Había venido para hablarte de nuestro prisionero, pero, ya que tus piernas parecen sostenerte, creo que será más oportuno que vayamos juntos a verle.

–¿Por qué quieres que lo vea?

–Sin duda te acordarás de haberte cruzado con él, pues fue capturado saliendo del ala en que Al-Mostafá y tú fuisteis agredidos.

El poeta intervino:

–Mi querido Nezam, ¿no sería más prudente esperar uno o dos días? Me parece que, dado el precario estado de salud de nuestro amigo, semejante visita podría fatigarle.

–No -dijo Hasan-. Esperar no cambiaría nada las cosas, es mejor que lo vea ahora. Te sigo, Nezam.


Salieron de la casa del joven en dirección a la parte oeste del parque real, donde se encontraban unas dependencias de Palacio. Bajaron varias escaleras hasta llegar a un subterráneo que alumbraban unas cuantas antorchas. El acre olor a moho y el frío húmedo que reinaba allí les sobrecogió.

Hasan avanzaba con dificultad sostenido por Asad. Al fondo del corredor cuatro hombres montaban la guardia. Éstos, a una indicación del visir, abrieron las rejas sólidamente cerradas con candados. Un poco más lejos, un viejo que se envolvía en una manta y llevaba un manojo de llaves, anduvo unos pasos en dirección a otra reja, detrás de la cual un individuo ensangrentado se acurrucaba en un rincón del calabozo.

La comitiva penetró en el recinto, de donde huyeron a toda velocidad varias ratas hambrientas. La penumbra y las marcas de la tortura dificultaban la identificación del hombre, siempre inmóvil. El visir ordenó a un soldado que lo iluminase con su hachón y Hasan sintió de repente que le fallaban las fuerzas. Ante él yacía aquel a quien él le debía la vida, su cómplice y amigo Rahmán.

Nezam se volvió y dijo:

–¿Reconoces a esa carroña?

El hijo de Sabbah negó con la cabeza, demasiado turbado como para responder.

–¿Qué pasa? ¿Acaso te ha impresionado el trabajo de nuestros… especialistas?

–Nada de eso… pero… Todavía estoy débil…

Rahmán, con la cara tumefacta y la expresión desencajada, clavaba los ojos en el suelo del calabozo, indiferente a todo.

El visir se inclinó hacia el prisionero y le gritó:

–¿Cuándo te vas a decidir a hablar?

Ante su silencio, le propinó tal bofetada que todos pudieron oír el ruido de la cabeza al chocar contra la pared.

–Déjame que lo intente yo… -dijo Hasan al mismo tiempo que hacía una señal a los allí presentes para que se apartasen.

Se acercó al herido, tratando de atraer su mirada. Cuando creyó ver en ella un destello de complicidad y desesperación, se agachó de forma que no pudieran oírle y murmuró:

–Resiste, amigo mío, resiste. Te sacaré de aquí en seguida.

–¿Y bien? – exclamó Nezam desde el otro extremo de la celda-; ¿qué te ha dicho?

–¡Nada! Está demasiado maltrecho para hablar. Hay que dejar que se recupere un poco.

Dicho esto, Hasan se cogió al brazo de Asad y la comitiva salió de aquel lugar inmundo una vez que el viejo hubo cerrado las rejas sin dejar de escupir.