que más adelante leerán esta obra y se darán cuenta de que la historia es un continuo volver a empezar, con sus violencias, sus lutos y sus lágrimas.
Hacía una hora que Hasan estaba sentado a la árabe sobre un
pequeño montículo, cruzado de manos.
Fascinado, contemplaba el espectáculo que se desarrollaba a
pocos metros de él, en la plaza mayor, convertida en amplio
escenario por una multitud abigarrada y
gesticulante.
Los hombres vociferaban y charloteaban en un ir y venir a
lomos de caballo o de asno, esquivando a los niños que jugaban,
ignorando a las mujeres apostadas a lo largo de las murallas bajo
sus velos multicolores. A veces, en medio del tumulto, se
distinguía el sonido de una flauta o el redoble de un
tamboril.
Al otro extremo de aquel inmenso espacio, una caravana de una
docena de camellos sembraba la confusión tratando en vano de
abrirse paso.
El sol estaba en el cenit.
El bullicio se paralizó cuando sonó la llamada a la oración.
Súbitamente se hizo un silencio impresionante y todas las miradas
convergieron sobre la mezquita en donde se elevaba la salmodia del
molah. Miles de almas se pusieron a rezar a coro y en voz
alta.
Hasan cerró los ojos para concentrarse; luego, cuando la
letanía cesó, redobló la agitación con gran estruendo, gritos y
música.
Ebrio de calor y fatiga, Hasan estaba como hipnotizado.
Sensación semejante no la había experimentado ni en Tus, ni en
Nichapur y menos aún en Rey. ¿Cómo imaginar tanta animación de
mercaderes, soldados, obreros, religiosos, muchachos, mujeres e
incluso animales, algunos de los cuales todavía seguían siendo
desconocidos para él?
A nos pasos de allí, un vendedor de sandías desplegaba los
gruesos frutos verdes, cortando a continuación su carne sanguínea a
fin de ofrecerla en porciones finas y refrescantes a su golosa
clientela.
A su lado, un jorobado alababa la calidad de sus pistachos y
almendras, que pesaba meticulosamente. Un poco más lejos, un hombre
viejo repasaba las monedas con que se hacía pagar el agua que
vertía de un gran cántaro de barro, en tanto que a sus pies unos
cuantos pavos, asustados y glugluteando, esperaban con estupor a
que les cortasen el cuello una vez terminado el
regateo.
Hasan dio un respingo al sentir que una mano se le posaba en
el hombro.
Se levantó de un brinco y se encaró con el hombre, al que no
había oído llegar. El esmerado atuendo y la larga barba negra
partida en dos del personaje denotaban su pertenencia a la clase
acomodada de Ispahán.
Con un gesto de la mano le indicó a Hasan que no tenía nada
que temer.
Molesto por el silencio y la insistencia con que el
desconocido lo contemplaba, fue el primero en
hablar:
–Disculpadme, ¿es que os he quitado el
sitio?
El hombre sonrió finalmente:
–¡Tuyo es puesto que lo ocupas!
El lugar pertenece al primero que llegue y puede quedarse en
él hasta la noche. ¿Ves esos mercaderes? Han llegado mucho antes de
que saliera el sol y es probable que mañana al amanecer sigan
todavía ahí si es que no los han echado los soldados del
Sultán:
¡es muy exigente por lo que hace a la limpieza de su
ciudad!
El hombre calló un instante y prosiguió:
–¿De dónde vienes, pues?
–Del norte, de una ciudad al pie de los montes
Alborz.
–¡Me imagino que no hace mucho que estás
aquí!
Aquel hombre aparentemente rico y más bien afable no
disimulaba su curiosidad por Hasan, quien, agotado y cubierto de
polvo, adoptó una postura ridículamente altiva para
responder:
–He llegado a primera hora de la mañana, con una caravana
procedente de Ghom. Estuve deambulando un poco y acabé por dormirme
en esta colina. He debido de dormitar algunas horas hasta que me
han despertado los gritos de los mercaderes, cuando ya el sol hacía
tiempo que lucía.
–No has comido nada, ¿verdad?
–¡No!… La verdad es que hace dos días que no me he llevado
nada a la boca. Tengo que decir que he acabado con mis pocos
ahorros, y lo que no he gastado me lo han quitado los
bandidos.
El desconocido puso de nuevo su mano en el hombro del
viajero.
–Si lo deseas ¡sígueme! Tengo una modesta casa no muy lejos
de aquí.
Podrás comer y beber y descansar un rato. Después, si
aceptas, ¡discutiremos un poco!
Hasan no se hizo de rogar y no se apartó un paso del
misterioso individuo, lejos de imaginar que aquel ser guardaba una
de las llaves de su destino.
A finales del mes de marzo de 1075, poco después de la
celebración del año nuevo persa, los Sabbah, honrados comerciantes
de la ciudad de Rey, al norte del país, recibieron la visita de un
viajero que se decía emisario de un cierto Omar Jayyam, quien vivía
en la corte del sultán Yalaleddín Malek Shah, en
Ispahán.
Cuando el hombre hubo comido y descansado, contó que llevaba
en camino más de dos semanas y que era portador de un mensaje que
debía entregar personalmente a “Mi amigo Hasan, camarada de
estudios en la Universidad de Nichapur”. Hasan descifró, lleno de
entusiasmo, el pergamino que el desconocido le había tendido. Había
reconocido la esmerada caligrafía de su antiguo condiscípulo y se
había dejado llevar por unos recuerdos que lo retrotraían a dos
años antes. Como en un sueño volvió a ver Nichapur, recordó los
paseos por las montañas del Jorasán, el largo contemplar del cielo
nocturno con objeto de aprender a leer en las estrellas, las
columnas de cifras dispuestas para calcular los granos de trigo de
un campo o las gotas de agua de un estanque.
Omar Jayyam invitaba a su amigo a que se reuniese con él en
la ciudad más hermosa, más cautivadora, más entretenida del
mundo.
… Abú Alí Hasan se ha convertido en visir del sultán. Aunque
rico y poderoso, sigue siendo amigo mío.
Me ha ofrecido un puesto en la corte de Ispahán, y en este
momento poseo cuanto un mortal puede desear, una casa agradable,
unos fieles criados, mujeres, vino a discreción, y tiempo para
seguir estudiando. El camino de la sabiduría es largo y espinoso,
razón por la cual no puedo continuar las investigaciones que acabo
de emprender sin tu luz y tu amistad. Ven, amigo mío, acuérdate del
pacto, y únete a nosotros en cuanto te sea posible. Necesitamos
hombres como tú.
El portador de este pliego nos informará de tu fecha de
llegada a Ispahán.
Tu fiel Omar.
El mensajero volvió ciertamente a partir, pero sin la
respuesta de Hasan. Demasiado intrigado por la invitación que
debería haberle sido enviada por el propio visir, se concedió un
tiempo de reflexión y para rememorar los términos del pacto
mencionado por Omar.
Una vez terminados los estudios en la Universidad de
Nichapur, los tres hombres, unidos por una tierna complicidad, sólo
se habían decidido a separarse después de una promesa. La idea
había sido de Hasan:
“Mis queridos compañeros, fuimos alumnos brillantes y gracias
a nuestra asiduidad a las lecciones de nuestros maestros, hemos
contribuido a poner de nuestra parte la posibilidad de llegar a ser
hombres importantes para el futuro de nuestro país. Por lo mismo,
si alguno de nosotros accede a la fortuna o al poder, que jure
aquí, sobre la sangre de sus antepasados y de su descendencia,
compartir una y otra con los otros dos. Que Alá lo aniquile, a él y
a las generaciones que le sucedan, si falta a su
palabra…”.
Hasan acababa de cumplir dieciocho años, Omar tenía ocho más
y Abú Alí Hasan había pasado de los cuarenta.
Este último, hijo de labradores del Jorasán, había compartido
largo tiempo con los suyos las tareas del campo, viajado por las
provincias del Norte, conocido los burgos de Samarcanda, Bujara,
Merv, había ido a Afganistán e incluso había estado casado. También
había trabado conocimientos con eruditos, sabios, narradores de
cuentos, pero siempre había tenido que recurrir a los servicios de
un escriba público y a medida que se iba haciendo mayor, más le
molestaba tal cosa.
Así que un día decidió aprender a leer y a escribir. Hizo
rápidos progresos y a los cuarenta años entraba en la Universidad
de Nichapur.
A veces lo tomaban por uno de los maestros a causa de su
edad, sin duda, pero también gracias a su buen sentido y a la
sutileza de ingenio de que daba muestra.
Hasan y Omar compartían su habitación, sus mismas opiniones y
la misma veneración que profesaba al imán Muaffik, quien les
dispensaba una formación religiosa, y del cual Abú Alí Hasan se
había convertido en ayudante. Si Jayyam le consagraba una amistad
sin límites, por lo que hace al hijo de Sabbah, éste manifestaba
una mayor reserva en sus sentimientos. Cierto era que disfrutaba
disertando con aquel hombre de barba negra, pero Abú Alí Hasan
escondía un carácter lleno de recovecos imprevisibles e
inquietantes.
Una vez sellado el pacto, el mayor de todos dijo a los otros
dos:
“Si a uno de nosotros le sonríe la fortuna, si tal es la
voluntad de Alá, ¡nos volveremos a ver!”
Hasan se preguntaba por qué el mensaje procedía de Omar y no
de Abú Alí Hasan, que había llegado a visir. Encontrar una
respuesta a esta pregunta fue el motivo por el que el joven
decidiera abandonar Rey cuatro semanas después. Sintió que el
corazón se le encogía al abrazar a su padre, un hombre animoso que
se había esforzado por dar a sus hijos una educación susceptible de
hacer de ellos unos adultos valerosos y
trabajadores.
¿Volvería a verlo algún día antes de que la muerte se lo
llevase una mañana de nieve como hace con los ancianos agotados?
Menos tristeza experimentó dejando aquella ciudad suya en que la
vida se había convertido en algo monótono y sin
alicientes.
El camino se hizo largo: cuatrocientos cincuenta kilómetros a
pie, por pistas hundidas, salpicadas de escasos puntos de agua,
bajo un calor cada vez más agobiante a medida que uno se iba
aproximando al centro del país. Hasan compartía la marcha con los
cuarenta y cuatro hombres, dieciocho mujeres y veintidós niños (los
había contado una y otra vez) que avanzaban penosamente al ritmo de
los camellos, asnos y mulos cargados de mercancías. El hijo de
Sabbah había sabido que los tres hombres erguidos sobre los tres
únicos caballos de la comitiva eran judíos.
Los miembros de la caravana hacían una treintena de
kilómetros por día.
Debilitados o ya enfermos, algunos ancianos habían abandonado
cualquier esperanza de llegar a término, y, a la sombra de un árbol
o protegidos por una roca, habían esperado al Enviado de Alá,
encargado de llevarlos al otro mundo. Fueron enterrados en el mismo
lugar, una vez despojados de sus modestas
pertenencias.
Las noches eran frescas y sólo los tres comerciantes judíos
se protegían con reconfortantes mantas y armaban sólidas tiendas
después de haber cocido sus alimentos al amor de un fuego vigoroso.
Hasan compraba dátiles, pan y uva en los pueblos que atravesaba,
saciando su sed donde podía, en un manantial, en un pozo o, si
había suerte, al cruzarse con algún aguador.
Para dormir se tendía en el mismísimo suelo, usando como
almohada sus alforjas y a la espera, con los ojos puestos en las
estrellas, de que se abriese el mundo de los sueños y se lo
tragase.
En Ghom, una parte de los viajeros se separó del resto de la
comitiva y se adentró por el desierto, en dirección este. Los vio
perderse en el horizonte, miserables y decididos, detrás de sus
tres mulos y sus dos asnos y se preguntó, cuando supo que eran
practicantes del zoroastrismo -estos seguidores de la secta que
actúan a la mayor gloria del antiguo profeta persa Zaratustra-, qué
resplandor podía guiarlos más allá de las dunas y los
ríos.
Algo más de dos semanas después de haber dejado a su familia,
Hasan Sabbah llegaba a las puertas de Ispahán. Había caído la
noche, y, a orillas del río Zayendeh Rud, una veintena de soldados
provistos de lanzas y sables cortó el paso a la caravana. Los
camellos se dispusieron en orden de acampada, se descargaron sus
mercancías, cajas y bultos fueron abiertos, en tanto que se sometía
a minucioso registro a hombres y mujeres. Tres antorchas alumbraban
unas caras que interminables parloteos llenaban de animación.
Finalmente, subsistencias y algún que otro producto fueron
entregados al oficial y el dinero cambió discretamente de
manos.
Cuando los caravaneros se marcharon, la ciudad dormía en un
profundo silencio roto por los ladridos de un perro famélico. Hasan
caminó en línea recta, bañado por la pálida luz de un halo lunar.
Sin saber a ciencia cierta lo que hacía, siguió el trazado de un
callejón que desembocaba en una amplia plaza donde se alzaba una
mezquita.
Enfrente de ella había un montículo de tierra blanda que le
sirvió para pasar el resto de la noche.
Hasan siguió al desconocido a través de un dédalo de calles
hasta llegar a un muro tras el cual se erguía un álamo. El hombre
llamó tres veces a la pesada puerta de madera, que inmediatamente
se abrió vibrando.
Unos criados barrían el suelo, en tanto que unas cuantas
mujeres sacudían las alfombras y tendían a secar la ropa. En el
centro del patio, lindamente florido, una multitud de peces rojos
chapoteaban en el agua clara de un estanque.
El desconocido hizo una señal con la mano a su joven
compañero invitándolo a entrar en la casa. Todo allí aparecía
limpio y bien ordenado.
Había fruta colocada delicadamente sobre la mesa, cojines
multicolores esparcidos por el suelo, y en un rincón humeaba un
samovar.
–¡Toma asiento y aplaca tu sed!
Fatigado, hambriento y lleno de polvo, Hasan se deleitó con
un vaso de jarabe de rosas acompañado por unas rosquillas
azucaradas.
–¡Me llamo Abolfazl, y soy un comerciante nacido en esta
hermosa ciudad!
Hasan hizo un leve gesto con la cabeza, pero guardó silencio
limitándose a considerar a su interlocutor sin dejar de masticar
las semillas de sésamo que se desprendían de las
rosquillas.
–¿Es la primera vez que visitas nuestra
ciudad?
Visiblemente incómodo por el silencio inmutable del joven y
la leve sonrisa que flotaba en sus labios, Abolfazl tomó un sorbo
del sabroso brebaje y continuó:
–Perdona que te pregunte de este modo, pero mientras estabas
sumido en la contemplación del espectáculo que constituye nuestro
mercado, esta mañana, te he estado observando un buen
rato…
Hasan, ligeramente molesto a su vez por las palabras de su
anfitrión, cambió de postura en los confortables cojines; luego,
después de juntar sus manos sobre la boca, concentró su mirada
sobre el enlosado en forma de damero con objeto de escuchar
religiosamente lo que el ispahaní tenía que
decirle.
–Tus vestiduras no son las de un trabajador. Como tampoco tus
manos, que no han ni recolectado los productos de la tierra, ni
cincelado el metal, ni cosido el cuero. No, esas manos han
acariciado el pergamino, sostenido el qalam que dibujaba las
letras, seguido con sus dedos las líneas de los tratados de
ciencias y de astronomía. Tus ojos, tan negros, son el reflejo de
un alma habitada por la inteligencia, ciertamente, pero también por
una ambición devoradora…
Hasan dirigió su mirada sobre Abolfazl.
–¡Por todos los imanes venerados!
¿Y qué más has descubierto?
–Que has venido a esta ciudad con el fin de encontrar a
alguien. Un amigo; tal vez un enemigo sin duda…
Necesitarás mucho valor y mucha decisión para conseguir lo
que te propones…
Hasan se levantó y, llevándose la mano al corazón, inclinó la
cabeza al mismo tiempo que decía:
–Te agradezco tu hospitalidad, Abolfazl, pero no puedo
permitirme hacerte perder más tiempo. Debo partir.
–Un instante, amigo mío… ¡Ni siquiera me has dicho tu
nombre!
–Me llamo Hasan, hijo de Alí Sabbah, comerciante en la ciudad
de Rey.
Abolfazl se levantó a su vez. En su rostro se leía una
extremada gravedad:
–Siéntate, hijo de Sabbah, y escucha mis palabras. ¿Ves esta
casa?
Ella se ha convertido en mi único universo. Mis amigos son
escasos, salgo poco, como no sea para estudiar las estrellas o
aspirar intensamente los olores del mercado como esta mañana. El
estudio se ha vuelto la razón de mi vivir desde que dejé a mi
hermano al cuidado del comercio. Prefiero entregarme a la
meditación… Igual que tú.
–¡Por la grandeza del Profeta!
¿Cómo lo sabes?
–Te conozco mejor de lo que puedas imaginarte. ¿No has oído
hablar nunca de esas personas que leen los pensamientos y conocen
el futuro?
–¿No serás tú un mago?
–En absoluto… Hay lugares desconocidos para los humanos a los
que sólo pueden entrar los iniciados…
Esos lugares me han sido revelados por Zaratustra, el
hombre-Dios, el Profeta de los profetas, la luz de Irán. Hasan,
hijo de Sabbah, ¡yo sé a quién has venido a ver en
Ispahán!…
Hasan se irguió de nuevo y, con gesto hosco y la mirada más
sombría que nunca, apuntó con el índice en dirección a su
huésped:
–Te debo respeto, Abolfazl, pero no puedo seguir escuchando
por más tiempo tus palabras. Conozco la doctrina y sé lo que
Zaratustra ha representado para mis antepasados, pero hoy el único
Profeta verdadero que venero es Mahoma. No puedo admitir tus
intentos de cubrir mis convicciones con un velo de
duda…
Abolfazl dio unos cuantos pasos y puso delicadamente su mano
sobre el hombro de Hasan:
–¡Cálmate, amigo!… Gritas porque sientes el miedo brotar de
tus entrañas, pero sabe, hijo querido de la tierra iraní, que tu
misión ¡está inscrita en los astros desde el principio de los
tiempos!
En cuanto a los hombres a los que has venido a ver: el
primero, con el que sin duda sientes más afinidades, es un sabio.
Sobresale en el arte de la poesía, pero hubiera podido ser también
astrólogo o matemático…
Puedes darle tu confianza pues su amistad es sincera. Además,
no ha escrito ya:
El amor que no es sincero carece de valor como un fuego casi
apagado no calienta.
Hasan no daba crédito a sus oídos…
No podía apartar la mirada del ispahaní, quien, como si fuera
presa de una terrible visión, pronunciaba cada palabra con una voz
monocorde, muy pálido, fijos los ojos. Dividido entre la sorpresa y
el temor, Hasan, que había aflojado su actitud agresiva, no esbozó
el menor movimiento susceptible de interrumpir a su
interlocutor.
–El otro es… temible. ¡Desconfía de él! Inteligente, pero
guerrero y calculador, Nezam-ol-Molk ¡es poderoso a la sombra de
Malek Sha!…
–¿Nezam-ol-Molk?
La voz de Hasan sacó bruscamente a Abolfazl de su estado de
trance. Miró, desconcertado, a su alrededor, tratando de comprender
lo que acababa de pasar. Luego, fijando su mirada sobre el joven,
finalmente le dijo:
–Aprende, Hasan, hijo de Sabbah, que no hay ni virtud ni
inteligencia en esos pequeños seres que se hacen llamar príncipes
de este mundo. ¡Llegado el momento, deberás reunirte con los
auténticos amos del Irán! Por ahora, cumple tu
destino.
–Hasan, turbado, estrechó entre sus manos las de su huésped
y, antes de abandonar la acogedora morada, se atrevió a hacer una
última pregunta:
–¿Quién es Nezam-ol-Molk?
Abolfazl, asombrado, clavó su mirada en la del
muchacho:
–¿Nezam-ol-Molk? ¡Quién va a ser sino el gran
visir!
Después de cerrar la pesada puerta de madera, Hasan se
internó por las callejuelas en busca del Palacio.
La tarde estaba muy avanzada cuando llegó a orillas del río
Zayendeh Rud. Desde que las nieves se habían fundido, las aguas
estaban muy crecidas y habían inundado la mayor parte de los
campos.
El ritmo de sus pasos se fue aminorando a medida que se
aproximaba al parque real. Dos soldados se adelantaron y
entrecruzaron sus lanzas con objeto de impedirle la entrada. Un
gigante salió de una tienda de campaña, se plantó delante del
viajero mirándole amenazadoramente y con la mano crispada sobre el
puño de un largo sable:
–¡Sigue tu camino, palurdo! ¡Tu sitio no está
aquí!
Hasan, a pesar de tener fama de alto, se sintió ridículamente
pequeño delante del militar.
–¡Estoy invitado por el gran poeta Omar Jayyam! – prorrumpió
desafiante.
–¡Por Alá todopoderoso! ¿Qué te parece?… ¡El invitado de Omar
Jayyam!… ¡Y yo, yo soy el favorito del sultán!… ¡Vamos! ¡Lárgate
antes de que te destripe!
Y dándole un violento empujón con el hombro lo desequilibró
de tal suerte que pronto se encontró de bruces en el suelo. Odiaba
Hasan que se le maltratase de semejante manera. Más de un
estudiante afgano o turkmeno de Nichapur lo había comprobado a su
costa. Tuvo que dominarse las ganas locas que tenía de propinarle
al Goliath un memorable correctivo. Se levantó calmosamente, y,
sacudiéndose el polvo con las manos, enarboló una sonrisa y le
espetó:
–Con tu permiso me quedaré al acecho desde un poco más lejos…
Me ha escrito una carta… ¡Me espera!
El militar, pensando habérselas con un loco, se encogió de
hombros y se volvió a su puesto.
Hasan se instaló a la sombra de un olmo, a un centenar de
metros del inmenso portal esculpido. Sentado en una raíz que había
brotado del suelo antes de volver a hundirse en tierra, apoyaba la
espalda contra el tronco del árbol y, al mismo tiempo que sus
brazos rodeaban las piernas recogidas contra el busto, dejó reposar
el mentón sobre las rodillas.
¿Cuántas noches, encaramado en el tejado de la casa familiar
de Rey no habría él, en la misma postura, escudriñado el cielo
tachonado de estrellas, a la espera de algún signo divino? Así
permaneció largas horas bajo la mirada indiferente de los que
pasaban llevando a menudo, a lomos de borrico o a pie, pesadas
cargas y algunas veces cántaros o aves de corral.
Con el crepúsculo, el frescor acentuó los olores de la
tierra. Algunas personas apresuraban su vuelta a casa, otras
encendían fogatas aquí y allá.
Embriagado por el canto de un petirrojo tardío y los perfumes
a vainillas de plantas que no conocía, Hasan dejó caer la cabeza
contra la corteza del árbol y cerró los ojos. La voz cascada de un
hombre que se había acercado sin hacer ruido lo sacó de su
somnolencia.
–¿Eres tú el que pretende ser amigo del amo?
Con sus bonitas botas de fina piel y su turbante rematado en
un penacho de plumas, el desconocido no podía pisar otra cosa que
no fueran los mosaicos de los pasillos de Palacio.
–¡No lo pretendo, lo soy! – respondió el joven
irguiéndose.
–¿Cuál es tu nombre, forastero?
–Me llamo Hasan, hijo de Sabbah, y en su tiempo estudié con
tu amo en Jorasán.
Diciendo esto y con un gesto brusco, le tendió al servidor la
carta de Omar Jayyam.
–¡Ven, sígueme!
Lo siguió hasta la tienda de campaña de la que, horas antes,
había salido el gigante.
–Siéntate. Te traerán té y rosquillas. Voy a avisar al amo y
te vendrán a buscar.
El lugar estaba sucio y, con toda evidencia, servía a la vez
de cuerpo de guardia, comedor, dormitorio y sala de abluciones y
rezos. Podía dar cabida a seis u ocho hombres que dormían por turno
sobre esterillas de paja dispuestas sobre la tierra
blanda.
Mientras bebía el té que le habían servido, divisó en el
exterior a unos cuantos soldados que charlaban al amor de la
lumbre. Él se calentó las manos rodeando con ellas el vaso al mismo
tiempo que comenzaba a experimentar el deseo de una auténtica
comida donde no faltase la carne de ave, el arroz bien cocido y las
legumbres verdes.
La tela se entreabrió, apareció un militar y a sus espaldas
dos guardias con antorchas.
El hombre se inclinó ligeramente:
–El amo te espera, sigue a estos servidores.
El parque parecía inmenso. Más allá de las luces que
brillaban en él, se percibía nítidamente el ruido de las aguas del
Zayendeh Rud.
Una mansión se alzaba ante Hasan.
Todas las habitaciones estaban iluminadas, y se veían sombras
perfilándose detrás de las ventanas. El joven pensó que aquella
vivienda señorial sólo podía pertenecer a Omar Jayyam. No le
sorprendió pues ver aparecer al señor de la casa en el
umbral.
–¡Por fin! ¡Amigo mío! ¡Por fin!… -exclamó éste abrazando al
viajero-. ¡Seas bienvenido y no sabes cuánto me alegra volverte a
ver!
Omar no parecía haber cambiado apenas en el transcurso de
aquellos dos años, salvo, ligeramente, una mayor rotundidad de su
silueta, testimonio sin duda de una vida feliz.
Poco dado a las expansiones verbales, Hasan se sentía
conmovido al volver a encontrar al poeta en unas circunstancias tan
inesperadas. El interior de la vivienda manifestaba la existencia
de tesoros. Todo en ella había sido decorado con
refinamiento.
Los dos amigos se instalaron sobre cojines de tornasolado
tejido, delante de una mesa baja taraceada de marfil y caoba y
sobre la cual se había dispuesto unos vasitos con sus soportes de
plata finamente cincelados.
–¡Que Alá me sea testigo! Omar, amigo mío, ¿conque eres tan
rico?
Omar se levantó, juntó las manos, dio una vuelta por la
habitación, luego alzó los brazos como para designar las
paredes:
–¡Nada de lo que puedes ver me pertenece! ¡Ni los muebles, ni
las alfombras, como tampoco los criados!
¡Todo ha sido puesto a mi disposición y puedo disfrutarlo
hasta la saciedad!
–¿Gracias a Abú Alí Hasan?
–¡Deberías decir Nezam-ol-Molk!
¡Sí, gracias a su benevolencia y a los lazos de amistad que
nos unían y que yo he sabido cultivar!
–Hum… Hum…
Con aire pensativo, apresada la barbilla entre el índice y el
pulgar, Hasan entornaba los ojos mirando a Omar servirse un vaso de
jarabe de frutas.
–Mi buen Hasan, ¡debes saber que Nezam-ol-Molk es un
personaje muy importante! Ya no puede uno verlo sin haber sido
invitado; además, desde que se casó con una prima de la sultana se
ha convertido en uno de los íntimos de Malek Shah.
–¿Sigue relacionándose con el muy venerado imán
Muaffik?
–¡Más que nunca! El imán bendijo su boda y es invitado
frecuentemente a Palacio.
–¡No me lo imagino! ¡Abú Alí Hasan ascendido a gran visir!
¡El campesino a quien yo ayudaba en los exámenes y que hacía
trampas continuamente! ¡El mismo que en Nichapur nos hacía grandes
discursos sobre la superioridad de la raza irania, convertido ahora
en criado de los turcos selyúcidas!
–¡Vamos, vamos, amigo mío! ¡Desecha esa amargura! ¡Si Abú Alí
Hasan es hoy un gran visir con Malek Shah es porque el sultán Alp
Arslan, su padre, se fijó en él y en sus cualidades antes de que
Alá lo llamase a su seno! ¡Reconócele su valía y su lealtad!… A
veces viene a verme y, entonces, hablamos del pasado… ¡de
ti!
–¿De mí? ¿Y qué dice? ¿Que mi carácter es difícil y mis ideas
extravagantes?
–Hasan, ¿no te encuentras terriblemente severo? ¿De qué
resentimiento te alimentas?
–¿Por qué Abú Alí Hasan no me ha invitado él mismo a que
viniera a reunirme con vosotros?
–¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!… ¡Por todos los imanes! ¡En esto reconozco tu
intransigencia! ¿Sabes tú qué vida lleva Nezam-ol-Molk? Cuando no
está en el campo de batalla, es que está ocupado con asuntos de
Estado y con la seguridad del sultán. ¿Querrías que entre reunión y
reunión te enviase un mensajero siendo así que mi humilde persona
podría encargarse del asunto?
¡Hasan, mi buen amigo! ¡Mi hermano!
¡Tienes que comprender que la vida aquí deja poco respiro,
aunque al mismo tiempo sea fuente de grandes alegrías y enormes
goces! Como te he escrito, aquí tienes tu sitio, gracias a tu
ciencia y a tu talento. Hay que tener paciencia y merecer sus
favores.
¡Pero estoy seguro de que aprenderás rápidamente! ¡Ah! ¡Me
alegro realmente de que seas de los nuestros! ¡Y sé que Abú Alí
Hasan se alegrará también!
–¡Tu ingenuidad me desarma!…
¡Pero en serio! ¡Soy tan feliz de volverte a
ver!
A su vez, el hijo de Sabbah abrazó a su huésped, que se echó
a reír.
Éste dio dos palmadas:
–Voy a disponer que nos sirvan una buena comida y si todavía
tienes ganas de escucharme, te diré algunos de mis poemas más
recientes.
Hasta altas horas de la noche se oyeron, procedentes de la
casa de Omar Jayyam, los ecos de declamaciones y risas, como si el
tiempo hubiera suspendido su curso.
Al día siguiente, por la mañana, Omar y Hasan se internaron
por lo más profundo del parque real de Ispahán.
El césped, recientemente cortado, se perdía a lo lejos, y una
multitud de sicomoros, álamos, tejos y cipreses habían sido
plantados a ambos lados de las avenidas proporcionando refrescante
sombra a los escasos paseantes.
Omar se detuvo a acariciar una hoja de
palmera:
El día en que se arranque el árbol de mi vida Y que mi cuerpo
sea desmembrado Tal vez se hará de mi arcilla una copa Entonces, de
ella, llena de vino, renaceré.
–Aquí está la fuente de mi inspiración. Este lugar vibra.
Tiene sus ruidos, sus olores, sus misterios, sus especies de flores
y animales que sin duda jamás hasta ahora has
visto.
Reemprendieron la marcha y, mudos, admiraron el espectáculo
representado por docenas de jardineros que habían dedicado su
talento a la belleza de aquel espacio. Palomas y tórtolas se
arrullaban en los tejados, en tanto que los patos compartían los
estanques con agresivos cisnes negros. Imperturbables, las
cervatillas pastaban al lado de los antílopes, que se interrumpían
al menor susurro.
Si hubiera sido pintor, Hasan habría inmortalizado sin duda
aquella visión en una miniatura multicolor.
Habría unido el rosa y el malva de los jacintos con el marfil
de los lotos y el azul de las anémonas.
Si hubiese sido poeta, habría ensalzado la blancura del
narciso, el carmín de los claveles o la fragilidad de la
rosa.
Omar ¿lo comprendía? Se volvió hacia su
amigo:
Ver abrirse la faz de la rosa Al soplo primaveral de la brisa
Es alegre.
Ver el rostro embrujador del ser amado Tendido sobre el
césped es alegre.
El recuerdo de la noche que termina En nada es
alegre.
Sé feliz, guarda silencio ¡Porque el instante presente es
alegre!
¡El hijo de Sabbah se sentía tan ligero en el amanecer de
aquella nueva vida!…
Él, que de ordinario apenas prestaba atención a su
indumentaria, contempló satisfecho la imagen que le devolvía el
espejo mientras se vestía la ropa que le había regalado su
amigo:
La cabeza enturbantada de seda de un mismo azul que su túnica
de brocado y los zaragüelles amarillos, a los que un par de
babuchas rojas y oro prestaba a todo su esplendor, hacían de él un
hombre de apariencia muy respetable.
Aquella mañana tomaba un prolongado baño y se entregaba al
goce del líquido benefactor cuando se vio importunado por la
intempestiva llegada de dos muchachas encargadas de darle un
masaje, secarlo y perfumarlo.
Ellas peinaron cuidadosamente sus cabellos de azabache,
untaron sus cejas y su barba con esencia de rosas.
Luego, con estupor, se contempló en el psique que las jóvenes
le trajeron.
Movió sus labios como un pez fuera del agua, se pellizcó las
mejillas, sacó la lengua y se acarició la barba:
¡No cabía duda! ¡Era él! ¡Pero qué cambio!
Se dirigió a reunirse con Omar para un refrigerio en el
jardín, y le llamó la atención la afectación con que éste se
expresaba:
–¡Hasan, mi buen Hasan, mi amigo, mi hermano! ¿Te ha
resultado más agradable este baño que los que tomábamos en los
hammames de Nichapur?
–¡Ya! ¡Ya!… ¡Sin discusión alguna! ¿Cuántos éramos
chapoteando en aquella agua turbia y sulforosa?
¿Veinte? ¿Tal vez treinta? ¡Y sin huríes como las que tú me
has enviado esta mañana que te frotasen la
espalda!
–¡Aun así! ¿Te acuerdas de aquella mujer que entró por
equivocación en la sala de los hombres completamente
desnuda?
–¡Vaya si me acuerdo! ¡Sus gritos alteraron hasta a los que
no habían tenido tiempo de darse cuenta! Dicen que fue azotada en
la plaza pública por la ofensa cometida.
–¡Nunca me lo he creído! ¡La pobre chica tuvo que esconder su
vergüenza en un harem, de donde no volvió a salir jamás! A
propósito de mujeres, dime, Hasan, ¿sigues gustándoles
tanto?
–Si te refieres a ese tipo de mujeres a las que acudíamos
para aplacar nuestros deseos, pues sí, sigo gustándoles… ¡A no ser
que sea mi dinero!
–¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¿Cómo el dinero? ¡Por la barba del Profeta!
¡Te aseguro que en aquella época estaban entusiasmadas por ciertos…
atributos físicos tuyos!
–¡Déjate de tonterías, Omar!…
Háblame más bien de cómo llega el agua directamente a la
habitación donde he tomado el baño sin que los criados la
llevasen…
–¡No serviría de nada! ¿Sabes?
La sala donde te has bañado, lo mismo que la cocina, son dos
habitaciones situadas en los sótanos de mi casa.
Habrás observado unas chimeneas de ladrillo en las que
permanentemente arden unas brasas. Pues bien, ellas se encargan de
calentar unas pequeñas tuberías que salen de una cisterna que
alimentan las aguas del río. ¡De esta manera puedes tener agua
tibia todo el día!
–¡Es la primera vez que oigo hablar de semejante sistema! ¿Y
adónde va a parar el agua utilizada?
–A un foso que la distribuye por los campos
vecinos.
–Muy ingenioso…
Hasan se sumió en sus propios pensamientos. Omar carraspeó y
le dijo:
–Perdona que cambie el tema de nuestra conversación y vuelva
sobre Nichapur una vez más.
El hijo de Sabbah levantó, silencioso, la cabeza, y clavando
la vista en el poeta, esperó la pregunta.
–Hasan, ¿te acuerdas de Laleh?
¿Cómo no acordarse de Laleh?
Aquella joven turcomana que no hablaba persa vendía sus
encantos a los estudiantes. Omar Jayyam se había encaprichado con
ella y cada noche se jactaba ante sus amigos de la firmeza de sus
senos, la suavidad de sus muslos, el perfume de su cuerpo. Su largo
pelo negro y sus ojos de gacela hacían de ella una de las bellezas
de la ciudad.
Hasan, que no era indiferente a las formas generosas de la
muchacha, se dio cuenta de que su compañero despertaba sus
celos.
–¿Laleh?… ¿qué Laleh?
–¿No te acuerdas de la hembra más seductora que Alá haya
creado?
–Sí… sí… Laleh la turcomana… ¿Por qué me lo
preguntas?
–Porque mi mayor deseo hubiese sido que aquella hurí hubiese
sido mía.
Pero… ignoro adónde la habrá llevado el
destino…
–¿Te hubiese gustado tener por mujer a una criatura que había
vendido su cuerpo? Por el poder del Profeta, ¿te has vuelto
loco?
–¡Bah!… ¡Sin duda tienes razón!
¡Con todo, ninguna de las hembras que he tenido ha conseguido
hacerme olvidar aquella diablesa!
Dicho esto, se levantó y desapareció en el interior de una de
las habitaciones de la casa. Hasan se quedó a solas, sentado a la
sombra de un sicomoro y se compadeció de que el poeta hubiese
tenido la debilidad de atreverse a confesar sus sentimientos por
una mujer. Aquel amor era para él indigno, pero no obstante, aunque
su corazón no había jamás sangrado por ninguna, una imagen
turbadora acudió a su mente: volvió a verse aquella misma mañana en
el agua espumosa y, mientras unas diminutas manos blancas le
masajeaban la espalda, con las suyas, largas y finas, había tenido
que taparse el sexo para que no se viese la emoción que lo
embargaba.
Hacía tres semanas que Hasan estaba en Ispahán, durante las
cuales había tenido todo el tiempo para explorar los recovecos de
la mansión de su amigo el poeta. En el apartamento que se le había
destinado no faltaba de nada: pesadas alfombras firmadas por los
artesanos más reputados de Kerman, cortinas y manteles
minuciosamente bordados, así como copas llenas de fruta y pasteles
de perfumes sutilmente almibarados.
Al descorrer el velo que ocultaba un rincón de su habitación,
había aparecido ante su vista un montón de trajes concebidos por
los más hábiles sastres de palacio: trajes de seda y de algodón,
profusión de turbantes y calcetines, babuchas de cuero
delicadamente repujado, así como un cofrecillo lleno de monedas de
oro y plata.
Fiel, no obstante, a su fama de hombre arisco, era en la
agitación y en los olores de la ciudad donde le gustaba
perderse.
Pisaba con pie firme el suelo polvoriento de las callejuelas
en medio de los precarios tenderetes de los vendedores ambulantes
reencontrando, en aquel anonimato, la libertad de observar a sus
congéneres. ¿Cómo Alá, en su grandeza incontestable, había sido
capaz de dar vida a tanta criatura diferente? Esta pregunta, siendo
niño, se la había hecho más de una vez a aquel padre tan querido,
que le replicaba que únicamente el Creador podía responderle. Y
seguía planteándosela mientras caminaba por aquel dédalo y meditaba
acerca de las miradas reverenciosas que le
lanzaban.
¡Desde luego que el hijo de Sabbah tenía un aspecto imponente
con sus ricas vestiduras, pero se dijo que los hombres eran bien
tontos dejándose engañar por las apariencias! Cogió al paso una
manzana que exhibía su piel roja y reluciente sobre el mostrador de
un tuerto y le arrojó a éste una moneda cuyo valor hubiera
permitido comprar la totalidad de la mercancía.
Tras varios esfuerzos por doblar el metal entre las pocas
muelas que le quedaban, el anciano se deshizo en palabras de
agradecimiento e inclinaciones del cuerpo.
Hasan hincó el diente en la fruta como se le hinca a la vida
cuando se nos ofrece bajo excelentes augurios.
Se detuvo a las puertas de una taberna y penetró en aquel
lugar apestoso al sudor de una quincena de individuos, jóvenes y
viejos, que se encontraban allí. En cuanto el hijo de Sabbah cruzó
el umbral, se hizo silencio. Una vez instalado en los cojines
tirados en un rincón de la pared, esperó a que lo sirvieran. No
tardaron los ojos en apartarse de su persona, y cada cual volvió a
su conversación. Él miró uno por uno prestando particular atención
a un grupo de estudiantes que disertaban ayudándose de grandes
gestos. Se sintió invadido por los recuerdos…
Era en Nichapur. Omar, Abú Alí y él mismo gustaban de
encontrarse en la tienda del judío que despachaba té a un paso de
la mezquita. Hablaban horas y horas de religión, de política, e,
invariablemente se hacían echar por el propietario, que no quería
problemas con las autoridades que Hasan maltraía en sus largas
diatribas.
Cada tarde se repetía la misma escena, hasta un día en que,
harto, el muchacho no pudo aguantar más y descargó sobre el pobre
judío que trataba de ponerlo en la puerta un tremendo puñetazo que
le reventó la nariz…
Al recordarlo, Hasan esbozó una sonrisa, se bebió de un trago
el té y se secó los labios con el dorso de la
mano.
Nichapur… Omar entonces estaba más delgado, Abú Alí, simple
estudiante, y él mismo, no llevaban túnicas de brocado. ¡Abú Alí!…
Su mirada se quedó clavada en el retrato del condiscípulo
convertido en visir, el cual, con una expresión de falso profeta,
compartía los honores de la pared decorada con el sultán Malek
Shah. Hasan se levantó de súbito, fue a plantarse delante de las
efigies y con las piernas separadas y los brazos en jarras, lanzó,
más sarcástico que nunca, un “¡gloria al campesino!… ¡gloria al
turco!…”.
Tras ello, y en medio de una interminable carcajada, puso
pies en polvorosa, dejando a sus espaldas una concurrencia
estupefacta.
Al atravesar la serie de patios de la mansión de Omar, el
hijo de Sabbah oyó un lánguido canto que procedía de una de las
numerosas estancias. La voz acariciadora de un muchacho que debía
de ser bien joven le sirvió de guía. Pronto encontró a Omar, que
fumaba narguileh con los ojos cerrados al tiempo que se dejaba
mecer por el canto de un adolescente que tocaba el setar. El poeta
abrió los párpados y divisó a Hasan:
–Ven… Ven a mi lado… Escucha a este tesoro cantarme los
amores muertos.
El niño, de cabellos casi rubios, continuaba imperturbable
con el cálido modular de su voz:
Que el copero sea Un adolescente de labios de
rubí…
–¿Conoces este poema, mi buen Hasan? Lo compuse un día como
hoy en que la Providencia me había permitido oír y admirar a unas
conmovedoras criaturas del Eterno…
Que en vez de vino, Bebas el agua de la vida eterna Que Venus
participe en la fiesta, Que Cristo sea tu invitado, No hay alegría
Si el corazón no está exento de pesares.
Hasan, silencioso, apenas parecía sensible a las palabras del
poeta. Se levantó y, siempre impasible, se dispuso a salir de la
estancia.
–¿Adónde vas, hermano? ¿Acaso mi compañía te
disgusta?
–¡Nada de eso! Pero no me siento de humor como para dejarme
seducir por un querubín de tez lechosa. Necesito
reflexionar.
Jayyam hizo un signo con la mano al niño que quería decir que
debía marcharse.
–¡Te veo de repente muy sombrío!
¿Es que no estás satisfecho de tu nueva vida? ¿Alguien te ha
ofendido, tal vez?
El hijo de Sabbah ordenó al criado negro que trajese un
ajedrez a la mesa de juego.
–¡Hasan, hermano mío, sabes bien que estás más dotado que yo
para este juego! ¡Acepto la partida, pero me inclino por adelantado
ante tu luminosa estrategia!
–La estrategia es el fundamento mismo de la evolución del ser
-dijo Hasan con aire grave al tiempo que adelantaba un
peón.
Sentado a la árabe, con los codos sobre la mesa y la cabeza
entre las manos, el poeta observaba a su amigo, sabedor de que el
juego no era más que un medio para abordar un tema que, sin duda,
le preocupaba.
Hasan prosiguió:
–¡A lo que parece, Abú Alí, bueno, debería decir el Gran
Nezam-ol-Molk -y al pronunciar estas palabras sonrió-, ha sido más
fino estratega que yo!
–¿Adónde quieres ir a parar, mi buen Hasan?
–Omar, bien sabes que siempre he albergado por ti
sentimientos amistosos fuertes y sinceros. Hemos compartido una
vida estudiantil que nos ha unido irremisiblemente, pero, lo que
son las cosas, esta tarde, mientras bebía té en un establecimiento,
los recuerdos se me han aparecido como fantasmas temerosos de
hundirse en el olvido.
–¿Y?…
–¿Te acuerdas de Yaacub?
–¿El judío de Samarcanda?
–Aquel que acusaron de haber robado los pergaminos del
maestro Al Tarek.
–¡Sí, y qué!… ¡Me parece que lo expulsaron de la universidad
por aquello!
–¡Y eso fue una enorme injusticia!
–¿De qué injusticia hablas? Hasan, ¿has perdido la
cabeza?
–Omar, por la misericordia del Creador, escucha mis palabras,
que no mienten: Yaacub no robó nunca nada de lo que pertenecía al
imán Al Tarek…
–¡Por las barbas del Profeta! ¿Y cómo lo sabes
tú?
–¡Vi a quien hizo el hurto!…
¡No era sino el mismísimo Abú Alí!
Estupefacto, Omar hizo un movimiento que desequilibró la mesa
haciendo que las fichas se mezclasen sobre el tablero. – ¿Cómo te
atreves a difamar a quien me hace el beneficio de sus favores?… ¡A
pesar del afecto que te profeso, no quiero seguir
escuchando!
El poeta se levantó y, seguido de su sirviente negro, que
trataba de alcanzarlo, desapareció.
–¡Un día u otro tendrás que escucharme! – vociferó Hasan,
quien, sin moverse, enderezó delicadamente alfiles, caballos,
torres, damas y reyes, para terminar la partida que ya no estaba
seguro de ganar.
Pasó una semana antes de que el hijo de Sabbah volviese a ver
al poeta.
Éste evitaba los lugares a los que el joven tenía costumbre
de ir.
No obstante, aquella mañana, mientras daba de comer a los
peces de uno de los tres bonitos estanques embaldosados de mosaico
celeste, vio al criado del poeta que salía por una de las puertas
de la habitación. Lo llamó:
–¡Eh! ¡Tú! ¿Me oyes? ¡Ven acá!
El nubio, vestido de rojo, se acercó, temeroso, y se inclinó
en silencio.
–¿Y tu amo, dónde está? – inquirió Hasan.
–En su cuarto de trabajo -respondió el negro, inclinándose de
nuevo.
–Llévame a su presencia -ordenó el muchacho.
Atravesaron la vasta mansión del poeta. Las mujeres se
alojaban en el ala sur del edificio y los hombres, en la norte.
Hasan y el criado recorrieron los apartamentos del poeta hasta
llegar a una estancia a la que el amo de la casa le gustaba
retirarse por largos intervalos de tiempo.
El nubio llamó tres veces y el propio Omar abrió la puerta.
Pálido, ligeramente aletargado, con las facciones tensas, pareció
sorprenderse con la presencia de su amigo, a quien acogió sin el
entusiasmo habitual:
–¡Pasa!… Estaba trabajando en un proyecto que me gustaría
someter a tu consideración.
Reinaba un gran desorden. Daba la impresión de que algunos
pergaminos se habían dejado caer al descuido sobre el suelo y la
mesa, y se veían rollos apilados en un hueco de la pared que hacía
las veces de biblioteca.
Hasan hojeó algunos escritos advirtiendo entre los mismos
unos cuantos tratados de álgebra, cálculos astronómicos, ensayos
sobre medicina y esbozos de dibujos y poemas. Un tubo de madera
rematado por un zócalo y colocado sobre el borde de la ventana
llamó su atención. Tomó en sus manos el objeto al intervenir
Omar:
–¿Te interesan mis inventos? Es una lente de aumento que he
fabricado gracias a unos manuscritos antiguos hallados en Egipto.
Se trata de un artefacto elaborado a partir de un cristal finamente
tallado y que me permitirá, cuando lo haya perfeccionado,
escudriñar el cielo nocturno.
El hijo de Sabbah aplicó el ojo contra el objeto, que dirigió
hacia el parque.
–¡Veo, mi querido Omar, que no has perdido tu espíritu
inventivo!
–¡Cierto que no! Pero tiene unos límites que las luces de tu
entendimiento podrían ayudarme a franquear…
¡Fíjate! El sultán desearía instaurar un nuevo calendario y
me ha confiado su realización, lo que no es nada fácil. Éstos son
algunos bocetos.
Me gustaría que los estudiases y me dieras tu parecer sobre
su consistencia.
Hasan cogió los pliegos y, hundiendo la vista en los
escritos, se instaló confortablemente sobre los
cojines.
No obstante, el gesto del poeta no le pasó desapercibido: vio
que Omar sacaba de un pequeño mueble una licorera que contenía un
líquido bermellón con el que llenaba un vaso hasta los bordes y se
lo bebía de un trago. El muchacho ya sospechaba cierta propensión a
la bebida en su amigo, pero ahora comenzaba a discernir en su cara
los estragos de la misma. Entonces dijo en voz
alta:
–¡Oh, creyentes! El vino, los juegos de azar, las estatuas y
tirar al blanco son una abominación inventada por Satán; absteneos
y seréis dichosos… Así dice el versículo noventa y dos de la quinta
sura del Corán…
–A lo que yo, hermano, respondo:
Bebe vino, pues largo tiempo descansarás bajo el barro Sin un
amigo, sin un compañero, cónyuge ni pareja.
He aquí un secreto sobre el cual mejor
callar:
El tulipán ajado no se abrirá jamás.
¡Privarme del vino sería como privarme del amor! ¡No puedo
prescindir de mis fuentes de inspiración!
Hasan meneó la cabeza contrariado.
–Tu trabajo es muy interesante.
Si lo deseas, acepto echarte una mano.
–¡Por fin vuelves a ser tú, amigo mío, ven a mis
brazos!
–Con una condición…
–¡No me asustes otra vez! ¿Cuál?
–Ver a Abú Alí.
–¡Claro que lo verás! Ha estado muy ocupado estos últimos
días, como sin duda habrás oído, acompañó al sultán en una cacería
por las montañas.
Tendrá que estar de vuelta dentro de dos
días.
–¡Muy bien!… Dentro de tres días lo veré,
pues.
–Trataremos de entrevistarnos con él lo antes posible, ¡te lo
prometo!
El hijo de Sabbah no pudo evitar el esbozo de una cínica
sonrisa. Pensaba que era grotesco que aquel campesino de Abú Alí se
hiciese esperar tanto ¡y que un día u otro se las
pagaría!
No dejó entrever nada al poeta.
Simplemente, antes de despedirse le dijo:
–Hazle saber que será un honor para mí ser recibido en su
casa ¡y que me alegrará tanto estrecharlo entre mis brazos en
recuerdo de nuestra pasada complicidad!
Omar, finalmente tranquilizado, abrazó a Hasan jurando que
nada valía tanto como la amistad.
El hijo de Sabbah había vuelto a sus vagabundeos por Ispahán,
y uno de ellos le condujo hasta una callejuela que en seguida
reconoció. Se aventuró por ella y se detuvo delante de una pesada
puerta de madera de dos batientes adornados con dorados clavos. Dio
dos golpes en ella con la aldaba de cobre. Un criado de expresión
estúpida apareció en el quicio. Ante el porte altivo de Hasan hizo
una inclinación y lo invitó a pasar al jardín.
Abolfazl vino a su encuentro, pero al momento no lo
reconoció.
–¿Qué se te ofrece, noble extranjero?
–¡Esto sí que es bueno! ¿Tanto he cambiado en tan poco
tiempo?
–¡Hasan, hijo de Sabbah! ¿Será posible?
–¡Como el día sucede a la noche y la primavera al
invierno!
–¡Qué metamorfosis! ¡Pasa! ¡Esta vez estoy seguro de que
tienes que contarme un montón de cosas!
Los dos hombres optaron por instalarse sobre unas esterillas
con que el criado había cubierto las avenidas del patio interior. A
la sombra de una morera empezaron la charla.
–Abolfazl, no he venido para contarte mi vida; además, ¿acaso
no sabes tú más de ella que yo mismo? He venido a
escucharte.
–¿A escucharme? ¿A propósito de qué?
–Necesito saber. Quiero conocer la verdad. Tengo la
impresión, desde que soy huésped de los allegados del sultán, de
haber perdido el sentido de la realidad. Háblame de
Nezam-ol-Molk…
–¿Qué deseas saber del gran visir?
¿No estás tú en mejores condiciones que yo de forjarte una
opinión del hombre con quien te rozas cada día?
–Todavía no he hallado el momento de verme con él. Dime…
¿Cómo está considerado por el pueblo? ¿Es leal y
justo?
Abolfazl agachó la cabeza y pareció vacilar antes de
responder.
–¿Sabes que podría morir por haber pronunciado las palabras
que voy a confiarte si algún oído indiscreto decidiese informar a
las autoridades?
–… Aquel que engaña comparecerá con su engaño en el día de la
resurrección. Entonces cada alma recibirá su recompensa por las
obras que haya hecho y nadie será tratado injustamente, dice el
versículo ciento cincuenta y cinco de la sura tercera. ¡Habla,
amigo, por lo que más quieras!
Abolfazl lanzó una mirada a derecha e izquierda y dijo
bajando la voz:
–Nezam-ol-Molk es duro. Intransigente. Intolerante. Desde que
los turcos selyúcidas, a través de Arp Arslam, difunto padre de
nuestro actual sultán, le otorgaron su confianza, ha cambiado
mucho. Al principio favorecía la cultura persa, luego, aunque el
opresor no haya intentado nunca cambiar nuestras costumbres, se fue
poniendo del lado de los suníes, vigilando estrechamente a los
pocos armenios, cristianos, arameos, coptos, israelitas o drusos
que nos llegan del Cáucaso, Siria u otra parte. Mi sobrino Rahim,
acusado de ser un adepto del zoroastrismo, se pudre en una mazmorra
por no haber satisfecho la suma exorbitante que se le exigía cuando
estaba descargando sus mercancías, en la plaza mayor, el día de
mercado. Y, sin embargo, este hombre acepta los bakchichs de los
ricos comerciantes judíos, que lo adulan.
¡Sí! Su venalidad es cosa patente.
Hasan escuchaba con atención.
–¿Por qué los judíos gozan aquí de tantos privilegios, siendo
así que se les persigue en el Cáucaso, Turquía, Egipto o
África?
–¡Han sabido integrarse perfectamente en nuestro país!
Tomemos el caso de Ispahán: aquí han construido Yahudieh, su
ciudad, al otro lado del río, y en ella han prosperado, abriendo
comercios y edificando escuelas.
Se dice que son ellos quienes han financiado las obras de los
dos puentes sobre el Zayendeh Rud, las de la mezquita del Viernes o
las de Shayah. Se dice incluso…
–¡Sigue!
–… que sacan a flote las arcas del sultán Malek Shah cuando
están vacías o cuando tiene que poner un ejército en pie de
guerra.
–Así pues, ¡dinero!
–No olvides que en el pasado algunos de nuestros reyes se
casaron con princesas judías, lo cual explica igualmente la
tradición de respeto por la comunidad israelita.
La imagen de Yacub se recortó nítida en la memoria del hijo
de Sabbah, quien, sin poderse dominar, se levantó y
clamó:
–Que los que sacrifican la vida en este mundo a la vida
futura combatan en la vía de Dios… Señor, apártanos de esta ciudad
de malvados, envíanos de tu parte un defensor, danos un
protector.
Alertados por las expresiones vehementes del joven, acudieron
algunos criados. Abolfazl se levantó y, con un gesto de su mano,
hizo salir a los curiosos. Hasan, súbitamente exaltado, abrazó
violentamente al hombrecillo, quien bajo los efectos de la
sorpresa, parecía un muñeco desarticulado.
–Abolfazl -prosiguió Hasan-, ¡únete a mi causa! ¡Yo, Hasan,
hijo del digno Sabbah, fiel chiíta de Rey, en el nombre de Alá, y
en memoria de mis antepasados, derribaré al invasor turco y a los
perros de los traidores y haré renacer los valores ancestrales de
mi país!
El muchacho soltó su presa, y acto seguido, lívido y con la
mirada extraviada, vaciló llevándose las manos a la cabeza.
Abolfazl, más encorvado que nunca, le agarró por un
brazo:
–¡Hasan! ¡Hasan! ¡Cálmate, te lo ruego!
Inspeccionó el entorno y añadió en voz baja:
–Hijo de Sabbah, amigo mío, es hora de que te vuelvas a tu
casa. Sólo, no olvides que el camino de la sabiduría está sembrado
de asechanzas, de dificultades, de huidas y de lágrimas.
¡Prudencia! Guarda tus pensamientos y observa a los
hombres.
Otórgales tu confianza con parsimonia. ¡Que Dios te
proteja!
Hasan conservaba escasos recuerdos de sus crisis, o, quizás,
deseaba olvidarlas. Sus imprevisibles excesos le habían costado que
se le diese de lado en los medios intelectuales de Nichapur o entre
algunos notables de Rey. A Omar Jayyam le divertía tal cosa y
hallaba en aquel apasionamiento una fuente de
inspiración:
Se nos habla de un maestro salvaje Se le atribuye un rostro
oscuro como el humo del Infierno… A lo mejor es una buena
persona…
Cuando, aquella mañana, el hijo de Sabbah franqueó la verja
del Palacio real, el centinela, aquel gigante que unas semanas
atrás le había dado un empujón, le presentó armas. Hasan, sumido en
sus pensamientos, en un primer momento no se había fijado en
él.
Se paró en seco, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos
yendo a plantarse delante del mocetón inmóvil.
Éste, intrigado por la fijeza y el silencio del joven, se
atrevió:
–¿En qué puedo servir a… su…
Excelencia?
Hasan se acercó hasta pegarse al soldado, y con la frente a
la altura de su barbilla, puestos los ojos en los
suyos:
–¿Cómo me has llamado?
–Pues… Excelencia…
–¿Podrías repetirlo más fuerte?
–Perdón… ¡No comprendo…!
Hasan le pellizcó la mejilla y empezó a retorcerle cruelmente
la carne:
–¿Es que has perdido el oído? ¡Te he pedido que lo repitas
más fuerte!
–¡Ay! ¡Ay!… ¡Excelencia!…
!’Excelencia’!…!’Excelencia’!
–¡Muy bien! ¡Has comprendido la lección!
Y diciendo estas palabras le asestó un violento puñetazo en
el estómago que hizo doblarse al coloso. En tanto que éste
resoplaba como un buey, Hasan se frotó las manos y
añadió:
–¡No olvides nunca quién soy!
Encontró a Omar en su gabinete de trabajo rodeado de una
docena de sabios astrónomos, que, en lo sucesivo, lo iban a
secundar en la elaboración del calendario deseado por el
sultán.
El único calendario existente era el de Muhtadid, al que los
iraníes habían puesto siempre muchos reparos.
Era, pues, necesario que el que se crease fuese perfectamente
coherente, con conmemoraciones y festividades de fecha fija y no
móvil como en el calendario árabe. El poeta, que la víspera sólo
debía de haberse dedicado a las divinas libaciones, se había
pintado los ojos con el tradicional kh4l, lo que acentuaba su
fatiga y la palidez de su tez.
–Hasan, por la gracia de Dios, permíteme que te presente a
esta venerable concurrencia.
Él había leído en las miradas…
curiosidad, hostilidad, indulgencia.
El más viejo de todos tomó la palabra.
–Que el Todopoderoso te proteja, a ti, a los tuyos y a sus
descendientes hasta la séptima generación. Sé bienvenido a nuestro
grupo y que tu luz y la nuestra alumbren el camino de la
sabiduría.
Hasan hizo una inclinación, y los otros, que se sentaban en
cuclillas, le respondieron inclinando la cabeza a su
vez.
El hijo de Sabbah intervino:
–Me siento muy honrado por la invitación y es con inmensa
alegría con que acepto unirme a vosotros. Mi amigo Omar Jayyam -y
lo designó con un gracioso gesto de la mano- me había ya hecho
referencia a este proyecto y me ha hablado de unos manuscritos
tojáricos…
–Exacto -volvió a decir el viejo del pequeño rostro arrugado
al que sólo amenizaban dos ojos extrañamente
chispeantes.
Nuestras investigaciones nos han permitido llegar a la
conclusión de que la única base susceptible de sernos útil reside
en el antiguo calendario del pueblo del
Tojaristán.
Hasan no podía apartar la mirada del diente amarillento y
descarnado de la mandíbula inferior del anciano. Le costó trabajo
dejar de mirarlo así como de prestar divertida atención a los pocos
pelos de su pobre barba blanca, los cuales se agitaban
febrilmente.
–¿Cómo llamaréis la obra una vez terminada?
–¡El yalaliano, y ello en honor de Su Grandeza el sultán
Yalaleddín Malek Shah! – replicó Omar, cada vez más reverencioso-.
Pero ¡basta de trabajo, venerables condiscípulos!
¡Ha llegado la hora de tomar un refresco!
Dio un par de palmadas que hicieron aparecer al nubio seguido
por otros cinco criados.
–Es el momento de la música, si gustáis…
Un murmullo de satisfacción se dejó oír a la llegada de dos
adolescentes provistos de un kamanché, un ud y un santur, quienes
se instalaron en silencio en un rincón de la estancia y que, en
perfecta armonía, empezaron a entonar prolongadas melopeas. Hasan
sorprendió el deseo en la mirada de uno de los sabios, que no le
quitaba ojo al tocador de santur y a quien escuchaba rascándose
maquinalmente la parte superior del muslo.
–Beso vuestros pies, Grandeza…
El nubio permanecía inmóvil en el marco de la puerta,
encorvado y con la mano sobre el corazón. Aguardaba una reacción
que se hacía esperar.
–¡No te quedes ahí! ¿Qué quieres?
Nezam-ol-Molk estaba echado sobre un sofá. Se había quitado
el turbante y las babuchas, y mordía voluptuosamente las uvas que
iban enjuagando en una copela dos muchachas apenas púberes. Su
camisa de seda roja aparecía ampliamente abierta sobre un pecho muy
velludo, y su cabello entrecano había sido cortado recientemente.
Sólo la barba y el bigote seguían negros como el azabache,
cuidadosamente peinados en torno a una boca de expresión libidinosa
y que se abría a intervalos para tragar la fruta.
–Bueno, ¿qué pasa? ¡Responde!
–¡Grandeza! Mi amo me ha encargado traeros estos obsequios,
señal del respeto que os profesa.
–¡Está bien! ¡Está bien! Dirás a tu amo que le doy las
gracias. ¡Que la salud sea con él!
Un criado acudió a hacerse cargo de los presentes, que
depositó a los pies del visir. No obstante, el nubio no se
movió.
–¿Qué sucede ahora?… ¡Me parece que te ha dado a entender que
podías marcharte!
–Es que… Tengo otro mensaje para Su
Grandeza.
–¿Por qué no lo has dicho antes?
Te escucho.
–Mi amo desearía visitar a Su Grandeza al anochecer con
objeto de presentarle sus respetos y a un visitante que está en
Ispahán desde hace poco.
El visir mostró su interés incorporándose con la ayuda del
codo.
–¿Un visitante? ¿Y… cómo se llama?
–Que Vuestra Grandeza me perdone, pero mi memoria es
flaca…
Alí… A no ser que sea Hussein.
–¡Pedazo de animal! ¿Es que no hay más que la nada en ese
cráneo de ébano? Acércate.
Encorvado y descalzo, el nubio se dirigió asustado al sofá y
cayó de rodillas delante de Nezam-ol-Molk.
El gran visir recobró su lánguida postura:
–Y ese visitante… ¿Es joven?, ¿o viejo?, ¿alto?, ¿o bajo?
Descríbeme su cara.
El sirviente levantó temerosamente la cabeza, lanzó una
mirada al notable, luego a las dos huríes y dijo:
–Grandeza, el hombre es un poco más alto que mi amo. Parece
más joven y más robusto.
Volvió a agachar la cabeza y prosiguió:
–Tiene el pelo ondulado, negra la barba y se pone furioso con
frecuencia.
–¡Vaya, vaya! ¡Has omitido hablarme de la
cicatriz!
El nubio, asombrado, alzó la cabeza y
preguntó:
–¿La… cicatriz, Grandeza?
El visir se inclinó súbitamente hacia adelante y, con
expresión próxima a la cólera, insistió:
–No te hagas el sordo, progenie de sapo, la cicatriz que le
atraviesa el pómulo izquierdo. La que le causó el puñal de un
armenio ofendido.
El criado hacía girar unos ojos espantados.
–Así es, Grandeza. Ese hombre tiene una
cicatriz.
Aquello significaba que Hasan Sabbah estaba en la ciudad…
Invitado, sin duda, por el generoso poeta.
Aquella noticia inquietaba al visir, como si presintiese
alguna oscura desgracia. No dejó traslucir nada y dijo
alegremente:
–Corre a decirle a tu amo que lo espero, así como a su amigo,
a la hora del rezo. Tras lo cual, cenaremos juntos. ¡Anda!
Desaparece.
El nubio se levantó con toda la presteza de que fue capaz y
se despidió andando hacia atrás y con múltiples inclinaciones de
cabeza.
–¡Hasan Sabbah, conque esas tenemos! – murmuró
Nezam-ol-Molk-. ¡Veremos qué se propone!
A un chasquido de sus dedos apareció un criado de encrespada
cabellera rojiza y con la piel tachonada de
efélides.
–Heme aquí, mi amo.
–Yaffar… Vas a ir a rondar la casa de Omar Jayyam, el
poeta.
Quiero que vigiles a su huésped y que cada noche me informes
de todo lo que hace.
–Bien, mi amo.
El hombre se dispuso a cumplir la orden y el visir, en un
intento de apartar las ideas que le atormentaban, atrajo hacia sí a
una de las dos muchachas, la hizo caer sobre el sofá y empezó a
besuquear su cuerpo.
A Hasan, cuando recibió la invitación, le costó mucho
disimular la satisfacción que sentía por la sola idea de aquella
entrevista tan esperada.
No es que le produjese una gran alegría el abrazar a aquel
palurdo de Abú Alí, pero presentía que aquel reencuentro tendría
decisivas consecuencias. Vistió sus mejores galas y, en tanto que
un pequeño armenio le ayudaba a revestir su fez con un turbante de
seda amarilla, se sorprendió a sí mismo tarareando un aire que
hacía un montón de años que no había vuelto a oír.
Los jardines y la residencia del visir habían sido iluminados
con objeto de recibir dignamente al poeta Jayyam y al hijo de
Sabbah. Éstos fueron conducidos por dos negros, portadores de
antorchas, hasta la escalinata de la vasta y blanca mansión, donde
les aguardaba el criado de crespa cabellera y manchas en la piel,
quien se inclinó invitándoles a entrar, cosa que hicieron. Lo que
descubría Hasan a su paso era suntuoso.
Cojines y colgaduras aparecían esmeradamente bordadas, en
tanto que veladores y mesillas exhibían el cincelado de sus
preciosas maderas. Desde las alfombras de seda salvaje hasta las
decoraciones de los platos y jarros, todo había sido concebido con
el mismo gusto por la estética y el refinamiento.
Entre un ruido de roce de telas, el visir fue al encuentro de
los dos amigos, con los brazos abiertos.
–¡Bendito sea Dios! ¡Estoy tan emocionado! ¿Cómo hemos podido
esperar tanto tiempo sin que nos hayamos reunido?
Estrechó contra su pecho al poeta y luego se volvió hacia
Hasan, que esquivó el abrazo inclinándose al mismo tiempo que se
llevaba la mano al corazón.
–¿Ha pasado mucho tiempo por el hombre sin que nadie se
acuerde de él?
–Ese versículo de la sura setenta y seis es oportuno en un
día como este -replicó Nezam-. Alá es grande y siempre junta a sus
servidores.
Hasan se reincorporó y advirtió que diez hombres, consejeros
y criados, rodeaban al visir.
Abú Alí Hasan se había convertido en Nezam-ol-Molk, pero el
cutis de su cara seguía tan picado de viruela como siempre, y la
expresión de su mirada se había hecho, sin duda, más
pérfida.
–Omar, mi dulce poeta, mi alegría de verte se renueva sin
cesar.
–Y tu amistad es un don precioso que admiro y respeto -añadió
Jayyam llevándose la mano al corazón.
–Hasan, veo que el Señor te ha protegido. ¡Sé bienvenido!
Amigos míos, para honrar la clemencia y la misericordia del creador
Todopoderoso, ¡recemos juntos!
Los criados fueron en busca de tres alfombras que depositaron
ceremoniosamente antes de desaparecer.
–¡Nezam, por mi vida, acepta que te dé las gracias! – exclamó
Omar-.
¡Esta comida está deliciosa!
Unos eunucos habían servido yawdaba, pastel de hojaldre
regado con jugo de ave. A continuación habían llegado los asados de
pollo sutilmente perfumados con pimienta, menta y estragón, luego
unas cortadas de una carne que Hasan observó atentamente antes de
llevársela a la boca. El visir, que había advertido la vacilación
del joven, dejó de masticar y preguntó, tratando de quitarse con el
dorso de la mano los granos de arroz que se le habían quedado
prendidos en los pelos de la barba:
–Por la grandeza del Profeta, ¿qué te sucede, hijo de
Sabbah?
–¿No es onagro, esto?
–Por vida mía, es tan onagro como yo soy el gran visir de
este país.
–Es… un fastidio -prosiguió Hasan sosteniendo la cortada
entre las puntas del pulgar y el índice.
Nezam-ol-Molk dejó de nuevo la comida en su plato, buscó con
la mirada el asentimiento del poeta, que parecía no entender nada,
y finalmente, sin poder ocultar más su inquietud,
preguntó:
–¿Se puede saber qué es… un fastidio?
–Vamos a ver, amigo mío, es un fastidio porque el Profeta ha
dicho:
“Comed los alimentos que Dios os concede, alimentos lícitos y
buenos, y temed a este mismo Dios en que creéis”. Pues bien, la
carne de burro no se considera lícita, y ¿qué es el onagro sino un
burro salvaje?
Nezam, ofendido, hacía esfuerzos por dominar la
cólera.
–En primer lugar, amigo, debes saber que la carne de burro
está considerada lícita por determinadas escuelas de teólogos… En
segundo lugar, ¿desde cuándo te has vuelto tan
puntilloso?
–Soy musulmán y chiíta, Abú Alí.
Respeto los preceptos de mi religión.
Igual que tú. A menos que… hayas dejado de ser verdaderamente
musulmán.
Es decir, chiíta…
Nezam se levantó.
–¿Cómo te atreves a proferir semejantes palabras y, además,
en mi casa? – dijo con rostro congestionado.
–¡Ea, ea! – intervino Omar-. Queridos, mis muy queridos, ¡os
lo ruego!, ¡no echéis a perder nuestro reencuentro! Reconoce,
Hasan, que has ido un poco demasiado lejos y pide perdón por tu
ofensa. Los tiempos han cambiado. Ya no estamos en
Nichapur.
–Abú Alí, ¿te gustaría que te pidiese que me concedieses tu
perdón?
–Sí… Me gustaría -replicó Nezam, indignado, al tiempo que se
le acercaba Yaffar, dispuesto a intervenir en auxilio de su
amo.
–Entonces… que Su Grandeza tenga la bondad de otorgarme su
clemencia… y su perdón -declamó, apenas sarcástico, el
muchacho.
–¡Está bien… concedido! – murmuró el visir volviendo a
sentarse.
El poeta trató de desviar la conversación:
–Mi buen Nezam, se dice por ahí que vuelves de una cacería al
parecer realizada en compañía de Su Grandeza el sultán. ¿Por qué no
nos la cuentas?
–Con mil amores, pero envueltos por las emanaciones del
incienso.
Entonces los eunucos retiraron prestamente las mesitas que se
habían dispuesto delante de los invitados, a fin de que éstos
pudiesen pasar al salón.
Arrellanados en un confortable sofá, se sentían embriagados
por el humo aromático que despedía el tradicional pebetero en tanto
que tres músicos se ponían a tocar y un copero escanciaba en sendas
copas de cristal tallado un líquido rojo que no era otra cosa sino
zumo de uva ligeramente fermentado.
El visir, temiendo las reacciones del hijo de Sabbah, no lo
perdía de vista mientras hablaba.
Les contó su caza en los montes Zagros, donde libremente
retozaban manadas de antílopes, gacelas y onagros. Allí, el sultán
y él mismo, montados en unos purasangres árabes, habían accedido a
un sitio minuciosamente elegido por sus hombres y una indicación
real había dado orden a los monteros de liberar de su jaula a una
pantera domesticada, a la que se le habían vendado los ojos, con
objeto de asistir al desigual y atroz combate de la fiera con sus
aterrorizadas presas.
Añadió que le gustaba cazar osos y leones, pero mucho menos
la caza menor porque sus actuales halconeros no le convencían.
Hasan escuchaba distraídamente a aquel hombre que llevaba en el
anular de la mano izquierda una sortija rematada por una enorme
esmeralda que hacía girar alrededor del dedo con ayuda del
pulgar.
Hablaron largo tiempo… Omar parecía disfrutar con aquella
reunión, en tanto que resultaba más difícil adivinar los verdaderos
sentimientos de Nezam-ol-Molk, a quien el kh4l, debido al calor y a
la transpiración, le corría por los párpados.
Hasan, siempre taimado, había disfrazado en beneficio suyo
las realidades de su vida en Rey. Los dos hombres lo escuchaban al
tiempo que se mondaban los dientes sirviéndose de briznas de paja
de arroz; luego, como ya era muy tarde, y después de murmurar “doy
gracias a Alá”, se despidieron abrazándose
cordialmente.
Antes de retirarse, el visir le dijo al
muchacho:
–¡Que el Todopoderoso guíe tus pasos! Me alegro de que estés
entre nosotros.
Y al decir esto, sus ojos eran como los de la serpiente
dispuesta a caer sobre su víctima al primer error.
–Te felicito, mi buen Hasan. ¡Te felicito! – exclamó Omar
después de haber estudiado detenidamente los planos concernientes a
la construcción de la cúpula de Gombadé Jaki-. ¡Tu inventiva es
inestimable!
El sultán había expresado el deseo de hacer restaurar el
eiván norte de la mezquita del Viernes. Así pues, el gran visir
había ordenado a los arquitectos más reputados de Ispahán que
elaborasen un proyecto, al mismo tiempo que le había sugerido al
poeta, conocido por su ingeniosidad, que esbozase algunas ideas.
¿No se habían seguido acaso los consejos de Jayyam en el arreglo de
Meidané Sabz, la gran plaza contigua a la mezquita, o en la mejora
del eiván sur? Esta vez, con la complicidad de su amigo, estaba
seguro de obtener el beneplácito de todos los dignatarios de la
Corte.
De modo que trabajaba con ánimo alegre y risueño, mientras
que Hasan no abandonaba su expresión grave y su gesto adusto. De
vez en cuando, Omar, sin ser visto, lo observaba y experimentaba
por el muchacho una inmensa compasión ante su incapacidad para
gozar de los placeres que brindaba la vida. ¿Cuándo lo había visto
extasiarse ante el cuerpo de una mujer o de un joven efebo?
¿Cuándo, abandonarse a la risa, embriagado por algún néctar salido
de las viñas de Shiraz?
¡Nunca! Hasan era presa de los mil tormentos causados por una
ética severa que se imponía a sí mismo y que soñaba imponer a su
entorno.
Se hallaban entregados a la tarea de trazar meticulosamente
las líneas del domo de una mezquita, cuando cuatro guardias
hicieron irrupción en el gabinete de trabajo.
Apenas el nubio había tenido tiempo de correr a advertir a su
amo de una visita inesperada, cuando ya los soldados se habían
apartado a un lado y otro de la habitación para dejar paso a
Nezam-ol-Molk, quien se dirigió hacia Omar con los brazos abiertos
de par en par:
–Mi dulce poeta, perdona la intrusión, pero me moría de ganas
por saber lo que estabas haciendo.
Tras un rápido abrazo, el visir se volvió hacia Hasan
diciéndole, al tiempo que le ponía la mano en el
hombro:
–¡Hasan! Me consta que has puesto tu parte en este proyecto.
¡Veamos si has sabido conservar tu talento!
A estas palabras, hizo ademán de apoderarse de los
manuscritos que reposaban sobre la mesa, pero una mano que le
aferró violentamente la muñeca detuvo el impulso:
–Que Vuestra Grandeza me perdone, pero este boceto es un
tosco borrador necesitado aún de pulimiento.
La actitud de Hasan cayó como un jarro de agua fría cuya
impresión se apresuró a disipar el poeta:
–¡Pero, amigo mío! ¿Qué importancia tiene? Nezam sólo quiere
hacerse cargo del giro que va tomando nuestro proyecto. ¡Sin duda,
sabrá disculpar las torpezas!
Poco a poco, el joven fue aflojando la tenaza de su puño bajo
la mirada ofendida del visir, quien, sin decir palabra, pero
bruscamente, se apoderó de los planos. Podía verse cómo al
escepticismo le sucedía el estupor, y luego, tras una palidez que
intentaba enmascarar unos celos mal disimulados, se dejaba adivinar
la ira contenida en una voz temblorosa:
–Interesante… interesante. Pero hará falta tiempo para captar
todos los detalles.
De un gesto, ordenó a sus guardias que recogieran los
pergaminos. Omar, estupefacto, con el qalam en la mano, asistía,
mudo, a la desafortunada intervención.
El hijo de Sabbah no tardaría en reaccionar:
–¿Cómo te atreves a hacer tal cosa?
El muchacho se había plantado delante del visir con ojos
amenazadores.
–¡Quítate de mi camino, Hasan!
¿Acaso pretendes dictarme lo que debo hacer?
Luego, pegando su rostro al del joven:
–¿Acaso olvidas que estoy oficialmente encargado por Su
Grandeza el sultán de controlar las obras que se emprenden en esta
ciudad? ¡Mírate!
No tienes más poder que un escarabajo. ¡No tengo por qué
soportar tus cambios de humor!
Empujó suavemente a Hasan, quien, sin poder dominarse, se
lanzó sobre él echándole ambas manos a la
garganta.
Despavorido, Omar dio un paso atrás, en tanto que los
guardias agarraban al joven insolente sin apenas conseguir
reducirlo. Nezam, vacilante, se apoyó en la mesa, mientras que
Yaffar, más servil que nunca, lo sostenía con sus
brazos.
–¡Soltadlo! – murmuró al tiempo que se pasaba la mano por el
cuello una y otra vez-. ¡Soltadlo!
Los soldados obedecieron y el visir
prosiguió:
–¡Si no hubiera sido por los recuerdos que guardo, ya habrías
perdido la vida! ¡No se te ocurra otra vez permitirte semejantes
extravagancias!
Dicho esto, hizo una seña con la cabeza a los guardias, que
lo rodearon en el acto antes de salir de la
habitación.
Yaffar lanzó una última mirada de odio a Hasan, quien,
furioso y aturdido, apretaba los puños. Omar, consternado, se había
sentado en el sofá preguntándose por primera vez si había hecho
bien mandando a aquel mensajero a Rey.
Aquella misma noche, el hijo de Sabbah se internó por uno de
los callejones de Ispahán, a la sazón más sombrío que su espíritu,
y entró en un establecimiento que vendía consuelo bajo todas sus
formas. El ambiente estaba lleno de humo y reinaba un intenso
calor. Se veía a hombres bebiendo y manoseando a mujeres de mala
vida, que les respondían con risas ahogadas. Un georgiano rechoncho
se le acercó:
–¡Siéntate donde quieras! ¡Estás en tu casa… siempre que
tengas con qué pagar, claro! – y estalló en una risa forzada-. ¿Qué
bebes?
Lanzó en torno una mirada de desconfianza y, adoptando un
aire falsamente confidencial:
–Tengo un excelente vino de Ghazvín, ¿o preferirías
aguardiente?
Hasan respondió sin prestar gran atención:
–Tráeme un té de menta.
El georgiano, un tanto decepcionado,
insistió:
–Té… de menta… De acuerdo…
Hizo ademán de alejarse, y luego:
–¿Te apetece compañía? Tengo unas chicas soberbias, recién
llegadas de Nichapur, Astara, Tus y Bujara…
Me las han traído esta mañana. Mercancía fresca, pagada a
precio de oro.
–¿Nichapur?
–Sí. Nichapur. ¿Te interesa ver?
El muchacho hizo un discreto gesto afirmativo cediendo a un
arrebato de nostalgia a la sola evocación de aquel
nombre.
El propietario del local desapareció por unos instantes para
reaparecer acompañado de una criatura con el rostro cubierto por un
velo, y que, reacia, era conducida sin grandes
miramientos.
–Aquí la tienes, forastero. Te dejo que adivines los tesoros
que se ocultan bajo estos velos. ¡A menos que quieras descubrirlos!
Pero, hay que pagar por adelantado…
Hasan se sacó de la manga una moneda de oro que arrojó a
aquel hombre gordinflón. Éste bizqueó a la vista del metal y se
deshizo en reverencias.
La muchacha había sido empujada al lado del hijo de Sabbah,
quien advirtió la admirable silueta que ofrecía bajo la
transparencia del tejido.
–Así que vienes de Nichapur…
Ella esbozó un gesto afirmativo.
–Allí fui yo estudiante… Hace tiempo.
La joven alzó la frente volviéndose hacia
él.
–Te preguntarás qué hace aquí esta noche un hombre de mi
condición. Bueno… digamos que he venido a buscar un poco de calma.
La echo tanto de menos.
Le rodeó la cintura, pero ella esquivó su
mirada.
–No eres muy decidida para ser una chica de éstas. En fin…
para ser una…
Le cogió la mano.
–Es extraño. Tengo la sensación de que no me eres
desconocida.
Ella susurró una palabra en la que él creyó reconocer
“Hasan”, pero se dijo que era totalmente imposible una cosa así.
Entonces, cogió la cara de la muchacha entre sus manos y en el
momento de quitarle el velo para darle un beso, se echó hacia
atrás, sorprendido como cuando, al despertar, no sabe uno, por un
instante, discernir el mundo de los sueños del de las
realidades.
–Pero, ¿es posible? ¡Laleh!
Laleh, el joven esplendor turkmeno de quien Omar Jayyam se
había enamorado años atrás en Nichapur, estaba allí, delante de
él.
¿Cómo ella, considerada entonces como la perla de la ciudad,
había podido llegar a ser vendida?
–¡Hasan! ¡Dios sea alabado!
Estalló en sollozos y se apretó contra su
pecho.
–Laleh, por lo que más quieras, deja de llorar. ¡No puedo
soportar el llanto de una mujer! Tiene el don de crisparme los
nervios.
La muchacha se contuvo y con sus grandes ojos negros
empañados le dirigió una mirada de súplica a la que él se sabía
incapaz de resistir.
–¡Cuéntame cómo el destino te ha traído a
Ispahán!
Entonces, Laleh inició un relato adornado con todo el hechizo
de su acento:
–La desgracia me persigue desde que tengo doce años. En aquel
tiempo vivía yo con mi padre, tejedor en Eshgh-Abad. La naturaleza
ha sido pródiga conmigo, dotándome al nacer de rasgos agradables.
Desde que la sangre fluyó de mi vientre poniéndome en sazón de ser
tomada por esposa, numerosos pretendientes se presentaban en la
tienda, o bien mandaban a ancianos para que éstos formulasen la
petición de matrimonio. Mi padre estaba orgulloso de mi belleza, y
había hecho que me enseñasen el arte de la danza y de la música.
Por añadidura, su negocio era próspero, de modo que exigía un
partido que ofreciese numerosas ventajas. Uno de los comerciantes
más ricos de la ciudad, habiéndose enterado de mi existencia, se
hizo representar, una buena mañana, por una decena de hombres de
barba venerable. El asunto no disgustó en absoluto a mi progenitor,
que vio en él el medio de un rápido ascenso social. Sin ni siquiera
consultarme, cerró el trato y el matrimonio fue proyectado para
cuatro semanas después. Recuerdo la primera vez que vi a mi
prometido. Me habían engalanado con sedas multicolores para recibir
a aquel viejo, desfigurado por un enorme lobanillo en medio de la
mejilla. En cuanto se hubo marchado supliqué a mi padre que no me
separase de su lado, que no permitiese que me llevase consigo un
hombre que me causaba horror. Todo fue inútil. Me pasaba los días
llorando y arrastrando en mi pena a mi pobre madre. Finalmente
llegó el día de la boda. Más de quinientas personas habían acudido
a presenciar mi desgracia entre risas y alegría. Había tejedores de
Chardyú y de los confines del Karakum. Los ricos de Eshgh-Abad me
habían ofrecido suntuosos presentes. Se me había bañado, depilado,
untado con los ungüentos más raros, que mi novio había mandado
buscar hasta Bujara. Se me había agrandado los ojos y teñido las
uñas con henna… Así que estaba muy hermosa. Pero mi corazón estaba
roto y el asco se adueñó de mí durante la noche de bodas, en que
tuve que soportar el sufrimiento que me infligían los brutales
asaltos de mi marido. Yo era su cuarta esposa, pero renunció a las
otras para arrastrarme cada noche a su lecho. A partir de entonces
fui presa de una melancolía que ni sus regalos ni su bondad podían
disipar. Se me habían quitado las ganas de cantar, las ganas de
bailar y hasta el eunuco que me custodiaba y que trataba de
arrancarme una sonrisa con sus payasadas, me dejaba fría. Entonces
brotó en mí una idea. Huir…
Hasan escuchaba conmovido y sin perder detalle el relato de
la bella.
–Y ¿dónde podías ir?
–No tenía la menor idea, y antes que nada necesitaba un
cómplice. Pensé entonces en mi eunuco, en Obeida.
–¡Pero él corría peligro de muerte! ¿Cómo iba a
aceptar?
–Por dinero… y por cariño… sin duda. Nuestro plan consistía
en conseguir llegar a Machad, para lo que había que contar con la
difícil travesía de los montes Aladaqh, iríamos en mulo con víveres
en cantidad suficiente como para permitirnos llegar a destino sin
grandes dificultades.
–¿Qué pensabais hacer al llegar a Machad?
–A decir verdad, no pensaba en nada. Quería irme lejos, donde
nadie pudiese encontrarme.
Salimos por la noche. Yo había echado en la bebida de mi
marido una pócima a base de hierbas que, estaba segura, le haría
dormir profundamente.
Obeida me esperaba con las dos mulas a unos metros de
casa.
Caminamos durante tres días sin atrevernos a creer en la
esperanza que se nos ofrecía.
–¿Conseguisteis llegar a Machad?
–No -Laleh se echó a llorar-.
Una noche sin luna en que acampábamos a pocos kilómetros de
Darreh-Gaz, unos hombres a caballo al mando de mi marido nos dieron
alcance. Allí tuvo fin nuestra huida.
–¿Te volvieron de nuevo a Eshgh-Abad…? ¿Y qué fue de tu
eunuco?
–Le cortaron la cabeza allí mismo y arrojaron su cuerpo por
un barranco.
–¿Y tú?… A ti te perdonaron, por lo que veo.
–Si así puede decirse. Fui entregada como pasto de aquellos
hombres hasta Eshgh-Abad y, una vez allí, me pusieron en venta en
el mercado de esclavos.
–¿Y así fue como te compró un mercader de
Nichapur?
–Me olvidé de mí misma en aquella vida de Nichapur, bailando
para los comerciantes ricos o vendiendo placer a estudiantes como
tú. Hasta el día en que…
Calló y bajó la cabeza.
–¿Hasta el día en que? ¡Continúa, por favor!
–Hasta el día en que encontré a un hombre al que le di no
sólo mi cuerpo, sino también mi corazón.
–¡Vaya, vaya! Un hombre feliz -bromeó Hasan, que sentía
brotar de lo más hondo un sentimiento de celos.
–Lo amé desde el primer momento en que lo vi y él me amó con
la misma rapidez.
–¿Y qué ha sido de él? – inquirió el muchacho muy sorprendido
de recibir las confidencias de una mujer.
–No lo sé… pero me han dicho que era rico y famoso en este
país.
–Esto se va poniendo interesante… Dime su
nombre.
–Antes de que lo sepas, debo decirte que cuando él se fue de
Nichapur, perdí el apetito y el sueño. El amo del figón estaba
descontento de mí y me pegaba. De nuevo, traté de huir varias
veces, con el resultado de que se me volviese a vender. Pero Alá,
en su infinita clemencia, ha escuchado mi corazón herido y ha
permitido que te encontrase aquí esta noche.
–¿Ah, sí? ¿Y por qué nuestro encuentro sería una señal de
Alá?
–¡Porque ese hombre era tu amigo el poeta!
–¡Por las barbas del Profeta!…
¡Hakim Omar Jayyam!
Hasan se rió de tan buena gana que la bella Laleh se
ofendió.
–¿Cómo puedes reírte de mi desgracia? – exclamó ella con voz
sollozante.
–¿Pero qué desgracia?… Laleh, preciosa mía, empiezo a creer,
yo también, que la misericordia de Alá ¡ha propiciado nuestro
encuentro!
Llamó desde lejos al georgiano.
–¡Tus deseos son órdenes, noble extranjero!
–¿Por cuánto me vendes esta chica?
–Es que… No está en venta. Me la han entregado esta mañana
y…
–No me has comprendido bien.
Quiero comprártela y tu precio será el mío.
–Me ha costado mucho… muchísimo.
Y además se la tengo prometida para mañana a un jefe
militar.
–Le dirás a tu jefe militar ¡que se vaya al diablo! ¿Qué me
dices de esto?
Agitó ante los ojos aturdidos del gordinflón una bolsa de
cuero adamascado de apetitoso tintinear metálico.
–¡Sea! De acuerdo en cederte a la moza!
–¡Eso está mejor!
Salieron del local y recuperaron el purasangre que un
chiquillo andrajoso había aceptado guardar por una
moneda.
Hasan ayudó a la muchacha a subir al caballo, montó a su vez,
y se lanzó al galope a través de las callejas que lo separaban de
Palacio. Laleh, arropada en la capa del muchacho, se apretaba
contra él sin hacer preguntas.
Llegados a las proximidades de la mansión del poeta, se
metieron por un soportal y Hasan, que había saltado a tierra, pidió
a dos criados que hacían guardia que cuidasen de la muchacha hasta
que él volviese a buscarla.
Una suave música procedente de uno de los salones llamó su
atención al cruzar el umbral de la casa. Omar tenía visita, y sus
amigos ocupaban algunos sofás bebiendo vino y
charlando.
Ante ellos, dos muchachas bailaban con un movimiento
ondulante de caderas a los sones del zarb y del q1nún de dos
músicos ciegos.
Jayyam, aparentemente borracho, se hacía servir el licor por
una adolescente cuya boca quería alcanzar agarrándola del
pelo.
Divisó a Hasan en el marco de la puerta y levantó la voz
sobre el estruendo que reinaba:
–¡Hasan! ¡Querido mío, amigo!
Únete a nosotros. ¡Mira qué hermosuras nos ha regalado
nuestro amigo Nezam-ol-Molk! Una manera de demostrarme su amistad.
¡Para que veas que no es una mala persona! ¡No adoptes esos aires
de severidad! ¡Ven!
Hasan avanzó muy lentamente en dirección del poeta, cuyos
ojos de color malva, extrañamente ribeteados, parecían pintados
sobre un rostro de extraordinaria palidez.
–¿Me permites, mi gentil poeta, que te demuestre que tampoco
yo soy una mala persona y que con un presente dé testimonio, a mi
vez, del cariño que te profeso?
–¿Un presente, dices?
¡Ah! ¡Goza del tiempo que aún nos queda Antes de bajar,
también nosotros, al polvo, Dormir bajo el polvo, polvo en el
polvo, Sin vino, sin canción, sin quien cante y sin
fin!
¿Y dónde se halla ese regalo?
–¿Estás preparado para recibirlo?
–¡Si soy digno de él!…
–Déjame ausentarme el tiempo de ir a
buscarlo.
–¡No te prives, mi buen Hasan, no te prives!
Laleh aguardaba, rodeada por los criados, a la luz de los
hachones de un patio interior. El joven la tomó de la mano y la
condujo hasta la habitación. Vio, a su paso, las colgaduras y los
muebles que la rodeaban, siempre sin saber quién sería el dueño de
la casa, tal vez algún burgués rico dispuesto a comprarla. Cuando
llegaban al umbral del salón, Hasan corrió el velo de la muchacha y
la agarró por la muñeca en el momento de entrar en la habitación,
donde los invitados, cada vez más borrachos, retozaban en compañía
de las huríes ofrecidas por el visir.
Omar se levantó de su esterilla y exclamó, muy
divertido:
–¡Anda! Pero… ¡si es una mujer!
–Mi buen Omar, quería hacerme perdonar mi carácter a veces un
tanto desconfiado y darte las gracias por el purasangre que he
encontrado esta mañana delante de mi vivienda. Así que decidí
ofrecerte una flor hecha mujer, pues, cuando hayas observado bien,
te darás cuenta que esta criatura no se parece en nada a las que te
rodean esta noche.
–¡Ah! ¿Sí? ¿Y qué tiene de tan especial?
–Te confío la tarea de descubrirlo por ti
mismo.
Hasan retrocedió unos pasos dejando a Laleh, sola y
temblorosa, en el centro de la habitación.
Todas las miradas convergían sobre la joven turkmena en tanto
que los músicos seguían tocando y que hombres y mujeres dejaban
escapar murmullos y risas.
–¡Contemplemos, pues, a ese tesoro!
Omar se levantó con dificultad y, vacilando ligeramente, se
acercó a Laleh, que se sentía desfallecer.
Dio una vuelta a su alrededor imitando a un perro con su
hembra, lo que tuvo un efecto hilarante entre la ociosa
concurrencia. Finalmente, le levantó la cabeza a la muchacha, que
la mantenía agachada, y le quitó el velo que le cubría casi
totalmente la cara. Una sacudida le recorrió el cuerpo a la vista
de aquel lindo y familiar rostro y, lívido, dejó
escapar:
–¡Laleh!… ¡Mi Laleh!
Ella perdió el conocimiento y cayó a los pies del poeta, que
se arrodilló para tomar en sus brazos aquel cuerpo tan
querido.
Los músicos habían dejado de tocar y a una señal de Hasan,
los invitados se fueron yendo en el mayor de los
silencios.
Omar Jayyam, con lágrimas en los ojos, volvió a levantarse
llevando en los brazos a la hermosa, que todavía no había vuelto en
sí, y, mientras se dirigía a su habitación seguido por el nubio, se
detuvo delante del hijo de Sabbah y le dijo muy
emocionado:
–¿Cómo podré agradecerte la felicidad que me
das?
Las reuniones de trabajo para la elaboración del nuevo
calendario o las concernientes a los proyectos arquitectónicos eran
ahora más frecuentes.
Locuaz, Omar, había comunicado a todos los escribas y sabios
implicados su próximo casamiento con Laleh, “joven virgen
turkmena”, cuyas desdichas se había guardado muy bien de
contar.
Hasan había reanudado el estudio de los planos confiscados y
luego devueltos por la guardia del visir. No había vuelto a tener
la ocasión de encontrarse con Nezam, pero se había propuesto
hacerle una visita. Cuando no escribía, le gustaba sumergirse en la
lectura de algún tratado astrológico o dogmático. Podía entregarse
a ella horas y horas hasta que sentía pesados los párpados. Las
cuestiones religiosas siempre le habían atraído, y no pocas veces,
en la rebotica paterna de Rey, se había empeñado en querer
convencer, gracias a su incomparable don de palabra, a los
agnósticos e incluso a los descreídos, que nunca volvían una
segunda vez.
Un día, tras haber sometido sus bocetos al juicio de un Omar
Jayyam aparentemente satisfecho, sintió deseos de estirar las
piernas aprovechando el aire tonificador del crepúsculo. Se detuvo
en las caballerizas para admirar a aquel soberbio semental suyo,
luego salió del recinto del parque regio con intención de
sumergirse en el clamor de la ciudad.
Dirigió sus pasos hacia la plaza mayor, desde donde le
llegaban los efluvios de perfumes de rosas y de golosinas
calientes. Tomó por callejuelas en que se vendían especias,
esencias raras y lukums tibios, y aquellos aromas no dejaron de
recordarle su infancia pasada junto a una madre que lo colmaba de
turrones y dulces de miel.
Aquella noche se decidió por el mercado de las telas,
abriéndose paso entre los burdos yutes y las sedas preciosas. ¿Se
trataba de una impresión o había una sombra que se le adelantaba y
que no era la suya? Varias veces se había vuelto para comprobar
que, aparte de los mirones y de los charlatanes delante de sus
mercancías, nadie parecía prestarle la menor atención. Entró en una
taberna frecuentada por caravaneros que, tras meses de marcha por
pistas rocosas y picos casi inaccesibles, traían productos de
China, India o Afganistán. Le gustaba intercambiar algunas palabras
con ellos, a veces trabajosamente, pues algunas lenguas le eran
poco familiares.
Había caído la noche cuando emprendió el camino de vuelta a
Palacio.
Las callejuelas que tomaba estaban cada vez más desiertas, de
modo que el ruido de unos pasos que no eran los suyos le llamó la
atención. Las sombras habían crecido y cada recodo adquiría un
aspecto amenazador. Estaba seguro de que alguien le seguía y pensó
inmediatamente en esos pordioseros que recorren la ciudad como
fantasmas durante la noche en busca de un imprudente a quien
desvalijar. No tenía el menor deseo de ser uno de ellos y se
apresuró a esconderse detrás de la pared de una vivienda que hacía
esquina a dos pasadizos.
Pudo oír con toda nitidez la respiración agitada del
individuo que había apretado el paso y que, aparentemente, había
perdido a su presa. Esperó a que la persona llegase a su altura
para asestarle un puñetazo en la nuca que le hizo perder el
equilibrio a la vez que lanzar un grito. Cuando el desconocido
estuvo en el suelo, se arrojó sobre él y el pugilato que siguió se
vio interrumpido por la voz aguada del hombre:
–¡No!… No… ¡Por lo que más quieras, señor, ten piedad de
mí!
–¿Piedad, dices? ¡Y esto de propina!
–No, no, señor hijo de Sabbah…
Por lo que más quieras…
Hasan paró en seco el combate y, en la semioscuridad que
reinaba, trató de distinguir las facciones del
temerario.
–¿Cómo sabes mi nombre, patán?
–Es que… soy Yaffar… ¡El criado de Su Excelencia mi amo el
gran visir Nezam-ol-Molk!
–¡Conque esas tenemos! ¿Y por qué me seguías a estas horas?
¿Para mandarme al otro barrio y poner el desgraciado accidente a
cuenta de alguien vagabundo?
–No. Te equivocas… ¡Te equivocas!
–¡Di más bien que pensabas que yo llevaba una bolsa bien
repleta!
–¡No, te digo! Cumplía… cumplía órdenes.
–¿Órdenes? ¿Y de quién?
El rufo, que seguía en el suelo y en una postura bien
incómoda, guardaba silencio.
–¿Hablarás de una vez o prefieres una
paliza?
–No… No… Lo diré todo. Cumplía órdenes de mi
amo.
–¿Quieres decir que tu amo te había dado orden de
agredirme?
–No de agredirte. De seguirte…
sólo de seguirte.
–¿Por qué? ¡Contesta! ¿Por qué?
–¡Por mi salvación! Te juro que no sé nada.
–¡Muy bien! ¡Vamos a preguntárselo!
Levantó al sirviente de las manchas rojizas asiéndolo por el
pescuezo y de este modo deambuló por las calles de Ispahán hasta
llegar a las inmediaciones de Palacio. Allí, los soldados que
hacían guardia delante de la residencia del visir le interceptaron
el paso.
–¡Dejad vía libre! – gritó Hasan-.
¡Vengo a devolver lo que pertenece a Su
Excelencia!
Los centinelas se miraron desconcertados ante aquel pobre
Yaffar, hirsuto y mantenido en pie por el cuello de su túnica y
dejaron pasar a los dos hombres que de semejante guisa llegaron a
la escalinata de la mansión. Varios criados salieron alertados por
los gemidos del aterrorizado sirviente.
Hasta Nezam, el visir en persona, acudió intrigado por la
agitación que reinaba en su casa.
–¿Pero esto qué es? ¿Qué pasa aquí?
–¡Nada, soy yo, Excelencia! – gritó Hasan abriéndose camino
entre los curiosos-. ¡He venido a devolverte lo que es
tuyo!
Y diciendo esto, tiró al rufo de los crespos cabellos a los
pies del visir. Yaffar se arrodilló:
–Perdóname, mi buen amo… Perdóname.
–¡Sal de mi vista, siniestro idiota! – ordenó Nezam, quien
apenas contenía su cólera-. Hasan, ¿quieres hacerme el honor de
entrar un momento?… Tenemos cosas de qué hablar, me
parece.
–También a mí me lo parece, así que acepto encantado -replicó
el interpelado inclinando la cabeza y llevándose la mano al
corazón.
Se trasladaron al salón, donde un pebetero de plata cincelada
desprendía vapores de jazmín. Hasan se sentó cerca de la mesa,
enfrente del visir.
Las marcas de la viruela en el cutis de Nezam se acentuaban a
la claridad de las lámparas de aceite.
–Si quieres empezar, mi buen Hasan, te
escucho.
–Iré directamente al grano: ¿por qué me has hecho
seguir?
El visir se levantó e hizo un movimiento para que sus amplias
mangas cayesen hacia atrás.
–¿Crees que tu actitud en casa de Omar Jayyam haya sido más
digna de elogio? Hay en el fondo de ti tal deseo irrefragable de
echarlo todo a rodar que hace que no vaciles en emplear la
violencia precisamente con quienes se consideran tus
amigos.
Al pronunciar estas palabras, hizo como si reprimiese un
sollozo y adoptó un aire compungido.
–Alá es testigo de lo que siento haberme comportado así, pero
tu intervención parecía… tan injusta.
–¿No te devolví los documentos?
¡Concédeme el derecho a interesarme por los trabajos que
ordeno!
–A propósito… ¿cuál es tu opinión sobre el
particular?
–Excelente, desde luego -masculló Nezam-, rodeando con sus
dedos amorcillados su cilindro de rezos.
–O sea, que no dudas de mis capacidades -inquirió Hasan
entornando ligeramente los párpados.
–Por supuesto que no -replicó el visir.
–¿Qué dirías si las pusiese al servicio de Su Grandeza el
sultán, y por lo tanto al tuyo?
Nezam-ol-Molk abrió desmesuradamente los
ojos:
–¿No es lo que ya haces?
Hasan se puso de pie a su vez y, mirando al suelo al tiempo
que daba algunos pasos, dijo, como si hablase consigo
mismo:
–Mis pretensiones no son, creo, desmesuradas. Me gustaría que
se me confiara algún cometido sin tener que pasar por la autoridad,
afectuosa, lo reconozco, de Hakim Omar Jayyam.
Además, disfruto de la vivienda que ha puesto tan amablemente
a mi disposición, pero ahora que va a tomar esposa, y que su harem
crece, tendré que abandonar el sitio. No te haré mención de nuestro
antiguo pacto, sé que tus recuerdos están vivos, pero las
ambiciones modestas del poeta no son las mías… Ya sabes cuánto
sobresalía yo en matemáticas, astrología o teología; por lo mismo,
solicito, al amparo de tu alta benevolencia, poder demostrar mi
utilidad.
El visir, sintiéndose a un tiempo inquieto y halagado, no
sabía qué responder. Se acercó al joven:
–Ven a verme mañana, poco antes de que se ponga el sol… Habré
tenido tiempo de reflexionar y de consultar a nuestro bien amado
soberano.
Hasan se inclinó, cogió la mano del visir para besársela y
desapareció a grandes zancadas, con aquel aire marcial que Nezam
veía con poca simpatía.
Cuando llegó a la vivienda del visir, a la noche siguiente,
salió a recibirle el atemorizado Yaffar, en quien algunas equimosis
faciales recordaban las desventuras de la víspera. Condujo al
muchacho a la sala de trabajo de Nezam-ol-Molk, custodiada por
gigantes armados, que se apartaron a la vista de los dos hombres.
El criado dio tres golpes en la pesada puerta de marquetería antes
de empujar los batientes de la misma.
Nezam estaba sentado sobre almohadones, sosteniendo el
narguileh en la mano y sorbiendo con delicia por el tubo, que
dejaba escapar una ligera nube azulada. No dijo nada y, con un
gesto, invitó a su antiguo condiscípulo a que se sentase a su lado,
antes de despedir a Yaffar, quien, inclinándose, volvió a cerrar
los dos batientes.
–La paz sea contigo, Hasan. Y seas
bienvenido.
–¡Que Alá proteja a Su Excelencia! ¡Las gracias te sean dadas
por el honor que me haces!
Nezam depositó su pipa y le puso amistosamente al amigo una
mano sobre la muñeca, mientras que con la otra cogía una tetera
hirviendo que estaba colocada sobre unas brasas encendidas,
vertiendo un poco de su contenido en un vaso. Luego se lo alargó a
Hasan, quien, a su vez, tomó el recipiente y, después de echarle
dos hojas de menta en el vaso de dorados arabescos, vertió a su vez
en él el líquido oscuro y humeante con infinitas precauciones a fin
de que ni una gota salpicase la alfombra de seda
celeste.
Hablaron… De la buena marcha de los asuntos de Estado, de las
grandes obras de embellecimiento de la ciudad, de las
preocupaciones que causaban las tribus turkmenas y uzbekas en el
norte, del peligro que representaban los mongoles que se
aproximaban a las fronteras del imperio, de los renegados que so
pretexto de enseñar religiones foráneas actuaban como espías a
sueldo de los enemigos del Sultán.
Se abordó el controvertido tema de la recaudación de
impuestos, lo que resultaba cada vez más difícil en una ciudad por
la que transitaban centenares de caravanas, y, por último, se
consideró la necesidad de buscar el medio de domesticar el Zayendeh
Rud, el cual, en época de crecida, arrasaba todo a su paso:
puentes, casas y cosechas. Luego, Nezam carraspeó antes de
proseguir:
–Hablemos ahora del asunto que te ha traído aquí. ¿Sigues
conforme con aportarnos tus luces?
–¡Por la bondad de Alá! ¡Más que nunca!
El visir se interrumpió un instante, tomó un sorbo de té
después de haberse introducido previamente un terrón de azúcar en
la boca. Luego se levantó y se dirigió a una mesa baja sobre la que
descansaba una caja de plata cincelada. Se apoderó del minúsculo
cofrecillo metálico y se lo tendió a su amigo:
–¡Ábrelo!
Intrigado, Hasan se levantó a su vez para hacerse cargo del
objeto, cuya tapadera levantó. En el interior se encontraba la
mitad de una llave de complicado dibujo.
Nezam esgrimió la otra mitad, que se había sacado de la
manga.
–Esta llave permite el acceso a la biblioteca del sultán.
Ninguna mitad puede funcionar si no se une con la otra. Ni tú ni yo
podemos, solos, acceder al recinto. ¡Sígueme!
El visir dio tres palmadas y las hojas de la pesada puerta se
abrieron.
Yaffar, apareció con los brazos cruzados a la espera de
órdenes:
–Condúcenos a la gran biblioteca.
Los tres hombres recorrieron un largo pasillo antes de llegar
ante un tapiz que representaba una escena de caza. El sirviente
descorrió la tela, que tapaba una puerta de ébano.
Nezam introdujo con delicadeza la doble llave en la
cerradura, la hizo girar de derecha a izquierda y empujó el panel
con el hombro. Yaffar, presionando con ambas manos, ayudó a su amo
a mover el macizo batiente. El solícito criado descorrió con
premura las cortinas y abrió el ventanal central.
Hasan no daba crédito a sus ojos.
Ante él se extendían miles de obras, manuscritos y
pergaminos. Las estanterías estaban adosadas a la pared tapándola
hasta el techo. Mesas, escritorios, repisas y pupitres desaparecían
bajo escritos y colecciones de todo tamaño. Incluso el suelo estaba
cubierto de documentos alineados o en montón. Tanta riqueza no la
tenía la célebre biblioteca de Nichapur. Satisfecho del efecto
causado en su huésped, el visir lo sacó de su
estupor:
–¡Aquí tienes, pues… tus dominios, mi buen Hasan! En tus
manos pongo estas maravillas. ¡Tú serás su dueño y señor y sólo
dependerás de mí, de mí sólo! Tómate el tiempo que necesites para
conocer estos tesoros y cuando sepas lo que contiene este lugar
¡vuelve a verme!
–Y… ¿cuál… cuál será mi cometido? – balbuceó el
muchacho.
–Hacer un inventario de estas obras. Será largo y fatigoso,
pero tu juventud y tu entusiasmo vencerán, a buen seguro, todos los
obstáculos. Te dejo en tu feudo. Yaffar se queda contigo. Una vez
que hayas terminado esta primera inspección, entrégale la mitad de
la llave, que él me devolverá. La otra mitad consérvala siempre
contigo.
Se alejó unos pasos. Luego, se volvió una última vez para
decir.
–Cada mañana, Yaffar te abrirá esta puerta. Gracias al
cerrojo podrás encerrarte para que nadie te moleste. Para salir, no
tienes más que tirar de este cordón y Yaffar, con la mitad de mi
llave, acudirá a echarle, con tu ayuda, el candado a la
puerta.
Él te indicará igualmente el sitio en que podrás hacer tus
abluciones, comer y descansar, si hace falta.
Nezam-ol-Molk giró sobre sus talones y desapareció por el
pasillo.
Tras unos instantes, Hasan se volvió hacia el criado, y pensó
que le era muy desagradable tener que depender de él. No obstante,
le puso buena cara, persuadido de que no tardaría en encontrar la
forma de prescindir de sus servicios. Bien mirado, aquella función
de bibliotecario no era más que el comienzo de una ascensión que
haría de él, un día, un hombre indispensable al sultán, y relegaría
a un papel secundario a aquel destripaterrones de
visir.
–Dime, Yaffar, ¿hace mucho que estás al servicio de tu
amo?
El sirviente, sorprendido y turbado porque el hombre que lo
había maltratado la víspera se dirigiese a él con tanta afabilidad,
balbuceó:
–Su… Su Grandeza se… dignó fijarse en mí y hacerme el inmenso
honor de tomarme a su servicio hará…
un año… Entonces yo estaba de criado… Que Alá lo proteja -y
se inclinó ligeramente- de Su Grandeza el sultán.
–¿De dónde eres? ¿Dónde vive tu familia?
Yaffar se irguió un poco y tosió un par de veces,
aparentemente conmovido por el interés que se demostraba a su
humilde persona.
–Somos… somos originarios de la región de Ispahán… Venimos de
las montañas, al norte de la ciudad. Somos… somos pastores… Mis
tres hermanos lo siguen siendo.
Hasan había dejado de escuchar al sirviente, que disimulaba
mal su turbación ante el cúmulo de mentiras que estaba profiriendo.
Porque mentía.
Su acento no era el de la gente de Ispahán, sino que más bien
parecía proceder del Jorasán, al norte del país, donde se
encontraba Nichapur.
El hijo de Sabbah no insistió.
–Yaffar, vas a tener mucho trabajo aquí, con todos los libros
que hay que cambiar de sitio. ¿Sabes leer?
–No. Nunca fui a la escuela. Pero… sé
contar.
–Pues tendrás que aprender a descifrar las
escrituras.
Hasan imaginó que el pelirrojo era lo bastante venal como
para traicionar al visir, llegado el momento. Así que decidió jugar
todas las bazas.
Pasó revista a los huecos de las paredes y a las estanterías
de la habitación, contemplando los ensayos en persa o árabe que
trataban de religión o de filosofía, los textos que relataban el
período preislámico, los escritos sobre Zaratustra, el original del
‘Libro de los reyes’ de Abol Ghasem Ferdowsi, el relato poético
épico más grande del país. Sobre un velador descansaban, en
lamentable estado, varios pergaminos atribuidos a Mani, textos
judíos y cristianos, y, más lejos, los de los poetas estudiados en
la universidad: Rudaki, Daghighi, Farroji y
Manucheri.
Descubrió, incluso, documentos de Nasser Josrow y coranes
iluminados de Mobarid y Jatafa.
–Dime, ¿están aquí todas las obras que esconde
Palacio?
–¡Oh no, señor! ¡En los aposentos del sultán bienamado, que
Dios guarde -se inclinó-, hay más todavía! ¡De todos los países del
mundo!, de China, de Mongolia, de India, de Grecia, de Egipto. Hay
hasta grabados y bordados. He estado allí… con mi
amo.
Hasan se rascó maquinalmente su barba afeitada, echó un
último vistazo a las obras que lo rodeaban, y finalmente pidió al
criado que cerrase las ventanas y corriese las
cortinas.
–¡En vista de esto, mi buen Yaffar, presentaos aquí mañana
cuando amanezca, que tengo un enorme trabajo por
delante!
Cada mañana, desde hacía semanas, Hasan entraba en la gran
biblioteca para no salir de ella hasta la puesta del sol. Ayudado
por unos cuantos criados, había inventariado cientos de obras.
Yaffar lo esperaba para abrirle la puerta, le llevaba té tres o
cuatro veces al día, lo tenía al tanto de las visitas del visir y,
por último, todas las noches acudía en busca de la media llave que
debía entregar a su amo.
Hasan se sentía contento de que se hubiese puesto a su
disposición una vivienda. Próxima a la biblioteca, gozaba de la
sombra de los sicomoros, gran baza en el calor agobiante del
verano. Espaciosa y dotada de todas las comodidades, representaba,
junto con ‘Tufán’, su caballo, el orgullo del hombre joven que
empezaba a hacerse un sitio, por muy modesto que fuese todavía, en
el reino de Persia. Continuaba viéndose a menudo con Omar, quien
vivía el perfecto amor con una Laleh rodeada por las obras del
poeta. El hijo de Sabbah, aunque había hallado cierto equilibrio en
aquella existencia confortable, no había renunciado a sus
repentinos accesos de cólera, los cuales, no obstante, se habían
hecho más raros. Prestaba poca atención a los placeres de la carne,
pues encontraba más voluptuosidad en la lectura de los escritos
dogmáticos, lo que no quiere decir que alguna hurí deslizada
subrepticiamente en su lecho por el poeta no despertase con sus
sabias caricias aquel cuerpo demasiado austero.
Llegó el día en que sintió despuntar el hastío. En lo
sucesivo conocía perfectamente las obras que había clasificado y
pronto su tarea se redujo a la redacción de algunas misivas. No
tardó en comprender que los favores del visir sólo habían servido
para ahogar su ambición y encerrarlo en una jaula de oro. Con todo,
era libre de ir y venir a su aire, sobre todo desde que había
conseguido sobornar a Yaffar, quien había mandado fabricar para él
una mitad de llave idéntica a la suya. El criado no acudía ya a
abrirle la puerta al amanecer y hacía creer al visir que volvía de
la biblioteca cuando le devolvía el objeto cada
noche.
Así pues, Hasan había reanudado sus vagabundeos,
interrumpidos durante meses.
De un carácter que se había ido haciendo cada vez más arisco
a causa del aislamiento cotidiano a que se veía sometido, había
pasado a convertirse en un solitario meditativo.
Omar Jayyam no había dejado de percatarse de ello y de
sentirse inquieto.
El hijo de Sabbah se vestía modestamente para sus escapadas
fuera de los límites de Palacio. Entonces, se transformaba en el
más mirón de entre los mirones, el más pordiosero de entre los
pordioseros, y gustaba como nunca de sentarse en cualquier taberna
a escuchar las quejas de los que eran víctimas de impuestos
demasiado altos, o de los que habían sido detenidos, incluso
torturados sin motivo, por la tropa.
Hacía suya la indignación de estos hombres y alocados
pensamientos se apoderaban de él. Entonces se veía pintado, a su
vez, en los muros de la ciudad, como un combatiente glorioso, sable
en mano, admirado y estimado por haber liberado al país de los
felones y los turcos.
A veces, un ruido de voces le hacía salir de sus fantasías y
se ponía a mirar incansablemente cómo los mercaderes que cerraban
sus tratos manejaban el ábaco con extraordinaria destreza y hacían
desaparecer en sus mangas las monedas de plata y
bronce.
Cualquiera que fuera el negocio, éste se concluía con la
presentación del narguileh y un gran vaso de té hirviendo hasta los
bordes que era sorbido ruidosamente.
A veces resonaba un eructo, seco o prolongado, acompañado por
un ‘Al hamdo-l-Allah’ “gracias a Dios sean dadas”.
Miríadas de espejos adornaban las paredes desde el suelo
hasta el techo.
Incrustados en la marquetería o en la madera esculpida,
encajados en cuerno o marfil, jugaban con la luz del sol o el
resplandor de las velas transformando el inmenso salón en un
firmamento.
Los cortinajes azules con motivos bordados en oro habían sido
confeccionados en las más bellas sederías; los artesonados
castaños, amarillos o blancos daban réplica a los floridos
mosaicos. Cubrían el suelo magníficas alfombras.
En la parte de la estancia que se abría al parque se habían
dispuesto mesas bajas de maderas preciosas y marfil, veladores
cubiertos por delicados tapetes de seda y cojines multicolores
armoniosamente distribuidos por los rincones de la
habitación.
La otra parte era el salón del trono. Allí se podía admirar
el sitial tallado en ébano, al que el sultán había exigido que se
le insertasen rubíes, esmeraldas, zafiros y
diamantes.
Tres escalones permitían su acceso.
Los brazos en sus extremidades representaban dos rugientes
cabezas leoninas.
Aquella mañana, Malek Shah vestía su indumentaria para las
solemnidades:
Un manto de seda blanca con pasamanos azules y amarillos
haciendo juego con un turbante rematado en un penacho dorado que
fijaba un rubí de gran tamaño.
A sus pies, Nezam-ol-Molk y el Gran Consejo en pleno
felicitaban respetuosamente al soberano con motivo de su
cumpleaños.
El visir leía un texto esmeradamente caligrafiado por Hasan
Sabbah sobre pergamino subrayando sus frases con inclinaciones del
cuerpo en señal de sumisión.
–¡Que el Todopoderoso conceda a Vuestra Majestad mil años más
de vida!
A lo que los ministros repetían a coro:
–¡Mil años más!
Malek Shah, con su tez ligeramente amarillenta, bigote y
barba oscuros, cejas hirsutas y diminutos ojillos, escuchaba
atentamente el informe sobre el estado del reino. Todo en él era
perfecto: los impuestos se pagaban en medio de la general alegría,
las cosechas habían sido excepcionales, las obras en la ciudad
avanzaban según el calendario previsto, las tropas habían alcanzado
numerosas victorias en las fronteras contra el enemigo mongol y
afgano y estaban a punto de concluir con éxito unas investigaciones
científicas de primer orden.
Terminado el discurso, Nezam dio unos pasos con objeto de
prosternarse a los pies del sultán, sobre una de cuyas babuchas
aplicó sus labios. Los ministros lo imitaron esperando a que cada
vez el rey posase delicadamente la mano derecha sobre sus
cabezas.
Igualmente acudieron a rendirle pleitesía, unos tras otros,
los jefes militares, los doctores de la fe y algunos ediles
locales. El sultán dio las gracias haciendo, por primera vez desde
que reinaba, una breve alocución en persa. Desde la muerte de su
padre, cuatro años antes, Malek Shah venía expresándose en su
lengua nativa, el turco, y transmitiendo a la corte iraní sus
órdenes y deseos por medio de un intérprete.
A continuación, el sultán bajó lentamente los escalones de su
trono, tomó de manos de un sirviente una pequeña bolsa, cuyos
cordones aflojó con torpeza, y de cuyo interior extrajo algunas
monedas de oro que fue distribuyendo entre cada uno de los
asistentes antes de dirigirse a las mesas en las que se ofrecían
bebidas y dulces.
Un eunuco cogió una pequeña copa en la que escanció vino y se
la tendió al monarca. Éste se la bebió de un trago y se secó la
boca y la barba con el reverso de la mano. Le fueron presentados
cuatro platillos, en los cuales escogió dos dátiles, algunas
almendras saladas, un higo y un pastel de miel.
Rápidamente se tragó las golosinas y se limpió delicadamente
las manos con un paño que le presentó un esclavo
negro.
Se volvió hacia el visir y le hizo señas de que se
acercase.
–Bien, Nezam. Te agradezco tus palabras
amables.
El gran visir se inclinó cerrando los ojos de satisfacción.
Malek Shah prosiguió:
–He oído decir que habías tomado a tu servicio a un hombre
muy brillante.
¡Parece que, por añadidura, se trata de un amigo del poeta
Omar Jayyam!
¿Es cierto?
Nezam-ol-Molk, que había vuelto a enderezarse, tuvo una
tosecilla antes de responder:
–Es la pura verdad, Grandeza.
¡Que Alá os guarde! Está a mi servicio desde hace
poco.
–Se me ha dicho que tú probablemente lo conociste en otra
época y que esa es la razón de que lo hayas nombrado
bibliotecario.
–Así es, Majestad.
–¿Y cómo se llama ese joven?
–Se llama Hasan, Majestad, y es hijo de Alí Sabbah, honrado
comerciante de Rey.
–¡Ah! Muy bien. Muy bien.
¿Piensas presentarlo en la corte?
–Pues… sí pensaba, Majestad.
Pero cuando haya pasado un período de prueba. Si lo
permitís.
–¡Por supuesto, Nezam! Esperemos, pues, un poco
todavía.
El soberano, seguido por un gran número de sus cortesanos,
salió de Palacio para dar unos pasos por las alamedas esmeradamente
cuidadas del parque. Nezam-ol-Molk, a quien la idea de presentar a
Hasan en la corte lo llenaba de disgusto, avanzaba con gesto
sombrío, mirándose los pies.
Malek Shah saboreaba ruidosamente un racimo de uvas, cada uno
de cuyos granos consideraba con atención antes de engullirlo.
Cuando hubo terminado, se mojó la punta de los dedos en una copela
de opalina llena de agua con limón y se pasó las manos húmedas por
la barba y las mejillas con objeto de
refrescárselas.
El cortejo avanzaba lentamente con el monarca a la cabeza
acompañado por un lacayo que agitaba un inmenso espantamoscas
multicolor en tanto que otro era portador de una
sombrilla.
Tres pasos más atrás venía el primero de los ministros
seguido por los dignatarios, que caminaban con las manos cruzadas
sobre las barrigas y hablaban en voz baja, mientras un tocador de
ney dejaba escapar las notas melodiosas de su
instrumento.
De repente, y como por encanto, acudieron corriendo, primero
por decenas, luego a centenares, hombres y mujeres que no dudaban
en pisotear el césped con tal de rendir homenaje al sultán,
inclinándose a su paso. Las madres empujaban a sus proles
mendigando para ellas una caricia en la que veían una señal
benéfica del destino.
La guardia aseguraba la protección del soberano tratando sin
contemplaciones a los que osaban acercarse demasiado, en tanto que
otros, que habían obtenido una palabra amable, o incluso alguna
moneda, se retiraban entre múltiples reverencias y alabanzas al
Todopoderoso.
Más lejos, bajo una bóveda, algunas vírgenes escogidas entre
las mejores danzarinas de la ciudad ondulaban al ritmo del tamboril
y de los crótalos.
La transparencia de sus vistosos velos dejaba entrever las
curvas de sus cuerpos perfectos.
A un gesto del visir, se hizo silencio y las muchachas se
quedaron inmóviles. Malek Shah se acercó a ellas y su atención se
centró en la más pequeña, que tenía una larga cabellera rubia. La
recorrió detenidamente con la mirada y alargó su gruesa mano
ensortijada hacia aquel dulce y extremadamente pálido semblante, al
que golpeó suavemente con la punta de los dedos antes de pasearlos
por el pecho y las caderas.
Le sonrió y sus ojos diminutos se iluminaron con un brillo
extraño.
Ella bajó la cabeza. Él le levantó la barbilla, volvió a
sonreírle y le hizo un signo discreto al chambelán, que acudió por
la bella a fin de llevarla a Palacio.
Los músicos volvieron a sus instrumentos, las danzarinas se
animaron de nuevo, en tanto que el rey y su séquito bordeaban un
bosquecillo y entraban en una de las estancias de la majestuosa
mansión, totalmente decorada con arabescos de
mosaico.
En una habitación contigua a la de Malek Shah, una muchachita
rubia de grandes ojos azules se preparaba para compartir el lecho
regio. Cuatro mujeres la bañaban y extendían esencias de flores
sobre su cuerpo virgen y diáfano. Llamaron a la puerta. Un eunuco
negro introdujo la cabeza e hizo una señal. Su Majestad se
impacientaba.
Hasan, embebido en la lectura de algún tratado zoroástrico,
se sobresaltó al oír los golpes en la puerta de la biblioteca en
que se encontraba.
Vio aparecer la cara de un Yaffar más hirsuto que nunca,
quien, con sus inclinaciones exageradas y su sonrisa estúpida,
venía a anunciarle la visita de su amo, el gran
visir.
Sorprendido, el hijo de Sabbah se levantó llevándose la mano
al corazón cuando vio aparecer a Nezam, cuyo semblante reflejaba
una inquietud mal disimulada.
–¿A qué debo el honor de esta visita inesperada, mi buen
visir?
–Acabo de dejar hace un momento a Su Majestad el sultán, que
Alá guarde, quien ha mencionado tu nombre.
–¿Cómo ha sabido el turco… Su Majestad de mi
existencia?
–El Palacio es un pueblo con sus rumores y sus cotilleos.
Quiere que seas presentado en la corte de aquí a unas semanas. Sus
deseos son órdenes y a partir de ahora debemos prepararte para la
ocasión.
Hasan dio algunos pasos hacia la ventana. Sentía un gran
alivio. Por fin su paciencia iba a verse recompensada. Por fin iba
a salir de aquel aislamiento en el que vivía hacía meses y meses e
iba a poder poner sus talentos al servicio del Estado. Estaba ya
dispuesto. Esbozó una sonrisa mirando los árboles, que ya se habían
revestido de sus tonalidades otoñales.
–Los que creen y hacen buenas obras obtendrán una recompensa
magnífica… -pronunció en voz alta sin volverse.
–¿Decías? – prorrumpió Nezam.
–Perdona, sólo hablaba conmigo.
Pero, a propósito, ¿en qué debería prepararme para ser
presentado a Su Majestad?
–Estaría bien que… tomases esposa.
–¿Que tomase esposa? Y eso, ¿por qué? – preguntó el joven un
tanto sorprendido por la sugerencia del visir.
–Su Grandeza el sultán podría sentirse… atraído… por tu
presencia. Así que no estaría mal que fueras más expresivo en la
forma de manifestar tus inclinaciones. Además, estás de sobra en
edad de casarte.
–¡No es esa la cuestión! No tengo las menores ganas de
casarme. ¡Y no conozco ninguna mujer que me seduzca hasta el
extremo de querer hacer de ella mi esposa!
–Lo tengo todo pensado.
Nezam dio unos pasos en dirección a un ángulo de la estancia
y, sin volverse, dijo acariciándose la barba:
–Mi hermano mayor, que murió de una caída de caballo en el
Jorasán hace unos años, era abuelo varias veces. Entre sus nietos
hay una niña llamada Maryam, más linda que un sol y en edad de
merecer, pues tiene trece años. Hace muchísimo tiempo que no la he
visto, pero me han contado que es encantadora, canta como un
ruiseñor y posee unos modales exquisitos. Además, sabe preparar los
platos más raros; en una palabra, que es ella la que te
conviene.
Hasan lo interrumpió:
–Escúchame bien, Nezam: no tengo la menor intención de
casarme, ni con la nieta de tu hermano ni con ninguna mujer de
Ispahán. Te he obedecido, cumpliendo tus deseos, en lo que
concierne al trabajo en esta biblioteca.
No sé por qué se te ha ocurrido la idea de que me case, pero
si hay alguna razón, la descubriré.
La mirada del visir se hizo más dura y el tono de su voz más
cortante:
–Alá es testigo de que no hay otra razón que la que acabo de
exponerte.
Está claro, hijo de Sabbah, que tu espíritu es tortuoso y tu
amistad poco de fiar. ¡Te casarás con la nieta de mi hermano! ¡Es
una orden!
Dicho esto, desapareció entre un crujir de telas dejando a
Yaffar que se encargase de cerrar los batientes de la puerta.
Hasan, irritado, barrió de un manotazo una de las estanterías que
tenía delante, tirando al suelo los manuscritos que se amontonaban
en ella, luego se marchó a casa de su amigo Omar Jayyam con la
esperanza de recobrar un poco la calma.
–¡No comprendo tu furia, Hasan!
¿Por qué te resulta tan insoportable el hecho de casarte con
la pequeña Maryam?
–¡Porque es idea de ese palurdo que me tiene bajo su yugo
hace meses!
¡Si cree que convirtiéndome en un miembro de su familia voy a
dejar de rebelarme en lo sucesivo contra él, está muy equivocado!
¡Pues nada, y menos una mujer, me detendrá!
El muchacho daba vueltas por el cuarto de trabajo del poeta
como un león enjaulado, sin parar de echar pestes.
–Hasan, ¡por favor! Siéntate en ese sofá… Tengo que
comunicarte algunas preocupaciones mías.
El hijo de Sabbah se paró en seco, lanzó una mirada a Omar,
que se había arrellanado en unos almohadones, e hizo otro
tanto.
–Soy todo oídos, amigo mío, ¿cuál es el motivo de tu
pesadumbre?
–Vamos allá. Desde que has llegado a Ispahán has cambiado
mucho, mi buen Hasan. La metamorfosis se ha acentuado desde que
trabajas en la biblioteca. Te has entregado a la lectura y al
estudio días enteros, ignorando el juego y las
diversiones.
Has huido de los amigos, repartiendo tu tiempo libre entre
los doctores de la fe y las galopadas a lomos de tu caballo
‘Tufán’. ¡Mira qué chupadas están tus mejillas y cómo se han
agrandado tus ojeras! En fin, he sabido que tus noches están llenas
de sueños extraños y pesadillas. Tus criados, alertados por tus
gritos, te encuentran con los ojos despavoridos y la cara
chorreando de sudor; ¿qué es lo que te atormenta?
El joven se levantó de un salto:
–¿También tú te dedicas a espiarme? Me reprochas que no
dedique tiempo a divertirme, y tú, ¿qué religión practicas,
bebiendo vino y no rezando nunca?
Omar se levantó a su vez:
–¡Hasan, vuelve en ti! ¿Cómo te atreves?
–¡Sí, contesta!… ¿o es que eres un impío?
Y el muchacho, irritado ante su propia impertinencia,
atravesó la puerta atropellando a Laleh, que, más radiante que
nunca, traía, sobre una bandeja de plata, una humeante
tetera.
A la noche siguiente, Hasan fue presa de cierta agitación.
Hacía una hora que había sucumbido al sueño, cuando se vio sentado
a una mesa delante de un libro, como tenía por costumbre. El libro
narraba la vida del profeta persa Zaratustra. De repente, le
circundó una luz tan intensa que le costaba trabajo distinguir los
objetos que le rodeaban. Tuvo que entornar los ojos para poder
soportar aquella claridad, que poco a poco se fue esfumando.
Aturdido, se frotó la cara, cuando sintió, a su espalda, una
presencia. Este sueño lo tenía desde hacía varias semanas e,
indefectiblemente, la misma escena se repetía una y otra
vez.
Hasan se volvía y descubría un personaje, muy alto, un pastor
sin duda, a juzgar por la pobreza de su indumentaria. El hombre
pronunciaba unas palabras inaudibles y, cuando él iniciaba unos
pasos en su dirección, el individuo salido de otros tiempos
desaparecía en un halo de luz blanca.
Aquella noche, la historia conoció una variante. Hasan se
levantó y le pidió al hombre que repitiese las palabras que no
conseguía entender.
Entonces percibió distintamente las palabras del
desconocido:
–Hasan, hijo de Sabbah, tus oídos no saben todavía oírme, ni
tus ojos verme. Pero llegará el día en que alzarán un ejército en
mi nombre y en mi nombre combatirás por la dignidad de nuestro
pueblo. Como tú, también yo fui débil, pobre de ganados y pobre de
hombres.
Hasan cayó de rodillas y alzó los brazos hacia el
profeta:
–¡Oh, Zaratustra, gran maestro, guíame por el camino de la
verdad!
–El camino de la verdad no es otro que el trazado por Ahura
Mazda, juez supremo del combate que libran Spenta Mainyu, el
espíritu sano que alienta en ti, y Ahra Mainyu, el mal espíritu que
te inspira. Sacrifica al brillante soberano Ap1m Napat, genio de
las mujeres, y acepta unir tu suerte con el hijo del Norte. Hijo de
Irán, el día en que has de servir a la causa se
acerca.
A estas palabras, el hombre-Dios desapareció por los
aires.
Hasan, jadeante, se incorporó en su lecho, desconcertado ante
los criados que habían acudido a sus gritos.
Los esponsales se celebraron dos semanas más tarde. El gran
visir había organizado la fiesta en su residencia, donde se dejaron
oír los sones del ney, los del santur y los del
kamanché.
Durante toda la ceremonia, la muchacha, que a Hasan le
resultaba encantadora, permaneció sentada entre su madre y su tía.
El hijo de Sabbah, confortablemente instalado entre Nezam-ol-Molk y
Omar Jayyam, saboreaba cogollos de cidra negándose con obstinación
a probar cualquier vino que fuese y mimando celosamente con la
mirada a la niña de ojos malva que iba a ser suya.
Las primeras escarchas del invierno habían cubierto la
ciudad, invadida por los cuervos famélicos.
Hasan había perdido prácticamente todo interés por sus
funciones de bibliotecario y secretario. Cuando no leía, deambulaba
por los pasillos de Palacio, en medio de escribas atareados y
soldados indiferentes.
Cada mañana, con el canto del gallo, se incorporaba a su
universo de pergaminos, libros y mapas. Desde los tratados sobre el
ismaelismo hasta las glosas chiítas, su espíritu se llenaba de
todas aquellas palabras cuidadosamente caligrafiadas, y cuando,
agotado, abandonaba el lugar con los ojos enrojecidos por la
fatiga, sentía que le invadía la duda.
Sin que Mahoma dejara para él de ser profeta, las palabras de
Zaratustra, hijo de Persia, encendían en su corazón el fragor de la
esperanza y, más que nunca, se sentía el heredero, en la tierra de
Irán, del poder benéfico de Ahura Mazda, fuerza de la
luz.
De tiempo en tiempo pensaba en Maryam. Trataba de imaginar su
cara, de la que el velo dejaba adivinar sus rasgos regulares. Los
ojos y la boca no los descubriría sino en el tálamo nupcial. ¿Se
acostumbraría él a aquella presencia femenina a su
lado?
¿Qué podría él contarle? Con objeto de poner término a
aquellas preguntas sin respuesta, se envolvía en una larga capa
negra y se lanzaba a las calles de Ispahán en la hora en la que se
encendían las antorchas.
El bazar de Ispahán, inmenso mercado cubierto que daba a los
cuatro costados de la plaza mayor, comenzaba a quedarse vacío. Los
vendedores habían abandonado el lugar en el transcurso de la puesta
del sol, según órdenes del gobernador de la
ciudad.
Únicamente los tenderos tenían autorización para no cerrar el
tiempo que tardaban en echar sus cuentas, ordenar el género y
limpiar sus dakkas, pequeños tenderetes bajos y mal iluminados que
cerraban con tablones protegidos por unas barras de hierro
aseguradas en sus extremos por medio de candados.
Caldereros, herreros, armeros, orfebres, sastres, zapateros,
panaderos, asadores y taberneros esperaban la llegada del asas, el
hombre encargado de hacer respetar la paz y la
tranquilidad.
El bazar, vasto recinto de cuatrocientos metros de largo por
trescientos de ancho, se cerraba en cada una de sus entradas con
sendas verjas de hierro cuyas llaves tenía en su poder el asas.
Éste, una vez caída la noche, no permitía que nadie entrase en el
recinto sin que antes no hubiese dicho el santo y seña, que por
motivos de prudencia, se renovaba cada día.
Aquella tarde Hasan había aprovechado el que todavía las
verjas permanecían abiertas para entrar. Cada cual estaba atareado
contando las ventas de la jornada y nadie se fijó en él. Se habían
encendido las antorchas pues era ya noche cerrada, momento favorito
de los bandidos que, cual gatos, se introducían en el recinto y se
ocultaban entre las tiendas ya vacías.
El muchacho avanzaba por aquel dédalo apresurando el paso.
Montones de desperdicios cubrían el suelo como únicos testigos de
la agitación del día y él ignoraba la razón que le había decidido a
cruzar el bazar aventurándose por pasadizos oscuros o débilmente
iluminados por los rayos lunares. Miraba con atención el suelo
cuidando de no tropezar. ¿Su vista cansada le acababa de jugar una
mala pasada o realmente había percibido una sombra que se había
desvanecido rápidamente a sólo unos pasos de allí? Iba a internarse
por otra callejuela cuando un violento golpe en la nuca le hizo
caer. Se oyó a sí mismo gritando de dolor y apenas su cabeza se
hubo golpeado contra el suelo cuando trató de incorporarse, pero
otro golpe, propinado por un pie, le dio en la barbilla y le hizo
desplomarse atontado por la sacudida.
Una mano lo agarró por el pelo sin miramiento alguno y al
tratar de levantarle brutalmente la cabeza, pudo distinguir,
gracias al débil resplandor de un hachón, tres siluetas que lo
rodeaban.
El que lo tenía cogido por el pelo estaba en cuclillas. Otro
sostenía una antorcha tan cerca de su cara, que Hasan sintió el
calor de la llama cegadora quemarle la piel.
Oyó una aguda risa burlona:
–¿Está muerto? ¡Ji, ji, ji! ¿Está muerto?
Su voz era la de un hombre anciano, probablemente cretino, y
cuyo acento delataba procedencia azerí.
–¡Nada de eso! ¡Porque Alá lo quiere, respira
aún!
Diciendo estas palabras, el hombre se apartó, lo que permitió
a Hasan distinguir las caras de sus agresores, ahora
iluminadas.
Vestidos de harapos, debían de haberse emboscado hacía rato a
la espera de un imprudente. El que sostenía la antorcha lo miraba
con ojos de animal rematados por una frente
minúscula.
Llevaba abundante cabellera sujeta por una
cuerdecilla.
El más alto de los tres, que no había pronunciado palabra,
hizo desistir a Hasan de cualquier movimiento aplastándole el
estómago con un pie.
El viejo, que no paraba con su risita, tenía tan surcado de
arrugas profundas aquel rostro sin edad, que éstas trazaban dibujos
insensatos. Se había puesto de súbito en cuclillas y, sacando un
puñal de entre los pliegues de sus harapos, colocó el cortante filo
en el cuello del muchacho:
–¡Ji, ji, ji! ¡Di, forastero!
¿No tendrás algunas moneditas para estas pobres almas
olvidadas de Alá?
Hasan no pudo evitar hacer una mueca de asco al acercársele
aquel hombre que lo inundaba con la fetidez de su aliento y la
peste de su cuerpo.
–Voy a registrarlo -eructó el cómplice de ojos
bestiales.
Palpó brutalmente la ropa de su víctima antes de lograr que
cayesen algunas monedas, de las que se apoderó con toda rapidez y
mostró a los otros.
El viejo habló de nuevo:
–¡Ji, ji, ji! ¡Un extranjero tan bien vestido como tú tiene
que esconder otras riquezas! ¿Dónde las has
puesto?
Hasan guardó silencio y oyó la voz del más alto, que
decía:
–No perdamos tiempo. Tenemos que irnos. ¡Córtale el
cuello!
El viejo volvió a reír a más y a mejor, exhibiendo los pocos
dientes rotos que quedaban en aquella boca sin labios, y murmuró,
al tiempo que hacía una ligera presión con el filo del
puñal:
–¡Guárdame un sitio en el paraíso de Alá!
El hijo de Sabbah cerró los ojos al comenzar a sentir ese
escozor de la piel que es rajada lentamente.
Resonó un alarido. Cuando abrió los ojos, vio la antorcha
volar por los aires y caer apagada unos pasos más
allá.
Unos individuos, surgidos de la oscuridad, se habían arrojado
sobre los bandidos y les propinaban una paliza.
Hasan se levantó de un salto para alcanzar al más fornido de
los tres, que emprendió la huida.
–¿Conque querías que me degollasen? – le vociferó-. ¡Te voy a
matar!
Lo golpeó con tal violencia que el hombre, bañado en sangre,
estaba ya sin conocimiento cuando cayó a tierra.
Uno de los desconocidos que había acudido en ayuda de Hasan
lo agarró por la muñeca:
–Ya es suficiente, le has dado una buena lección, déjalo.
Está muy maltrecho, y los otros no valen mucho
más.
A pesar de la débil claridad, que sólo dejaba transparentar
algunos aspectos de la callejuela, el hijo de Sabbah trataba de
distinguir los rasgos del hombre esbelto y joven que le hablaba
mientras que su compañero, mucho más alto, se mantenía un poco
retirado.
–Ven con nosotros, el bazar está cerrado y el asas podría
buscarnos las vueltas. Nuestras tiendas están a dos pasos. Esa es
la razón de que hayamos oído que estabas en un
apuro.
¿Qué podrían estar haciendo en una dakkas cerrada a aquellas
horas de la noche? ¿Acaso se trataba de juegos clandestinos? ¿O de
alguna reunión secreta? El joven les siguió en
silencio.
No lejos de allí, se detuvieron delante de un tenderete del
que no se filtraba el menor rayo de luz. Uno de los hombres dio
tres golpes secos en uno de los tablones, que se desplazó
ligeramente dando lugar a la aparición de un ojo que lanzó una
mirada de desconfianza antes de abrir y permitir el paso de los
tres compadres. En el interior de la tienda se almacenaban pesados
rollos de paño, de raso y de algodón. Hasan dedujo que se hallaba
en el bazar de los sastres. Bajaron varios peldaños hasta llegar a
un semisótano perfectamente acondicionado.
Atornasolados tapices colgaban de cada una de las paredes y,
alrededor del tradicional korsi, sobre el que humeaba una tetera,
se habían dispuesto cómodos cojines.
La luz difusa de una lamparilla de aceite iluminaba las caras
de cuatro individuos, que estaban sentados con sendos vasos de té
en la mano.
El más joven de ellos le presentó la extraña
compañía:
–Mis amigos: Yúsef, Adi, Hakim, Naím y Hossein, que hace un
momento nos ha hecho una demostración de cómo metía en cintura a
algunos mendigos, y yo mismo, Rahmán.
Este último podría tener unos veinte años, acaso menos. De
grácil estatura y vivaz aspecto, poseía una mirada muy franca que
inmediatamente agradó a Hasan.
–Rahmán… Hossein… ¿Cómo podré agradecéroslo? Os debo la vida
-dijo llevándose la mano al corazón-.
Yo soy Hasan, hijo de Sabbah, natural de
Rey.
Rahmán, a quien sus compañeros miraban un tanto descontentos,
rogó a su huésped que se sentase.
–Estás herido, Hasan. ¿Quieres un poco de agua fresca para
limpiarte el corte en la garganta?
–Te doy las gracias, pero, como ves, la herida no es
grave.
Luego, mirando en su torno:
–¡No me esperaba que las dakkas estuvieran
habitadas!
–En realidad, no lo están. Nosotros vivimos todos al otro
extremo de la ciudad, pero al llegar la noche, cuando queremos
reunirnos, este sitio es más seguro.
–¿Quiere esto decir que vuestra reunión es
secreta?
Los hombres empezaron a sentirse inquietos y a lanzarse
miradas de interrogación. ¡Aquel extranjero era muy
curioso!
–Eso no es asunto tuyo, hijo de Sabbah -replicó Hakim, un
hombre corpulento de barba rojiza y que mordisqueaba unos dátiles
secos.
–Disculpadme. En absoluto quería ofenderos -respondió Hasan-.
Pero algunos amigos míos se reunían así para cantar al poder del
profeta de la tierra de Irán, el glorioso
Zaratustra.
–No somos seguidores del zoroastrismo, si es lo que insinúas,
oh, Hasan -expuso parsimoniosamente Rahmán-. Somos… -se interrumpió
mirando a los inquietos reunidos-.
Somos… ismaelitas.
Una gran algarabía sucedió a estas palabras. Indignados, los
adeptos vociferaban y Hakim gritó por encima de los demás
dirigiéndose a Rahmán:
–¡Por todos los profetas! ¿Has perdido el juicio? ¡Confiarse
así a un extraño del que ni siquiera te consta que no sea un espía
a sueldo de Nezam-ol-Molk!
–Si hablo sin temor es porque siento que puedo tener
confianza en Hasan -replicó el interpelado.
Hasan tomó la palabra:
–¡Escuchadme! ¡Os lo ruego, escuchadme! Hace un momento que
Rahmán me ha salvado la vida. Desde ahora soy todo
suyo.
Se interrumpió un momento, miró con atención a su auditorio y
prosiguió:
–A decir verdad he tenido ocasión varias veces de estar en
presencia del visir. Así pues, lo conozco. Es cierto que es taimado
y cruel. Todos sabemos la represión que ha instaurado y las
exacciones ordenadas por él. Ha vendido su alma a los turcos, o
sea, al diablo. Pero las cosas pueden cambiar y deben cambiar si
estáis dispuestos a depositar alguna confianza en
mí.
–¿Cómo podrían cambiar, oh, hijo de Sabbah? ¿Qué te propones
hacer? – intervino Naím, un muchacho rubicundo y de barba
rala.
–Derribar a Nezam-ol-Molk, ocupar su lugar y aniquilar el
poder de los selyúcidas.
Un murmullo se levantó, inmediatamente interrumpido por los
ladridos del perro del asas, que pasaba por el
callejón.
–O eres un loco, o hablas en serio, hijo de Sabbah -replicó
Yúsef a media voz-. Pero, por todos los imanes, tus palabras me
hielan y me pregunto si Rahmán ha hecho bien trayéndote
aquí.
Hasan se había sentado y permanecía silencioso bajo la mirada
inquisitiva de sus compañeros. Rahmán le había alargado un vaso de
té; sin dejar de mirar el amarillento brebaje, dijo, como hablando
consigo mismo:
–Hace unos años, cuando vivía en Rey, conocí, entre los
clientes de mi padre, a un hombre a quien recordaré toda la vida
que Alá tenga a bien concederme. Respondía al nombre de Ernich
Zarrab y profesaba esa doctrina que tanto amáis, la de los
bathinianos de Egipto.
Los ismaelitas se miraron estupefactos y sin perder
palabra.
–Este hombre conocía todos los antiguos misterios y pasábamos
veladas enteras discutiendo. Por supuesto que él refutaba los
dogmas que me habían enseñado, pero sus palabras me causaban una
gran impresión. Algún tiempo después caí enfermo. Unas calenturas
se apoderaron de mi cuerpo y mi espíritu se abrió a auténticas
revelaciones. Tuve entonces la convicción de que aquel hombre decía
la verdad, pero quiso el destino que yo siguiese otras vías que me
condujeron a Nezam-ol-Molk.
Hakim, que no cesaba de acariciar el ámbar de su sortija con
sus dedos regordetes, prorrumpió:
–Sin duda eres sincero, hijo de Sabbah, y debes saber toda la
verdad.
El hombre que tú dices conocer nos persigue sin descanso. A
los esbirros del sultán les manda que nos hostiguen dondequiera que
estemos obligándonos a entregarle nuestro oro y nuestros bienes. No
hay salvación para el ismaelita descubierto, quien de este modo se
convertirá en la presa de los tiranos, que le obligarán a negar su
fe y a ser esclavo de ellos. ¿Dónde queda nuestra dignidad a tal
punto escarnecida por el invasor?
Los presentes asintieron. Yúsef, repantingado en los cojines,
prosiguió:
–No puedo más que sumarme a las palabras de Hakim. Fíjate en
mi caso, Hasan. Soy un honrado comerciante, trabajo duro para dar
de comer a mi mujer y a mis hijos, y se me obliga a satisfacer unos
impuestos tan altos como los que deben pagar los judíos, y esto
sólo por el derecho a trabajar.
Nuestros hermanos chiítas son los primeros en atropellarnos
cuando protestamos. Desgraciadamente, se han vuelto más injustos
que esos perros de turcos sunitas de los que se han hecho tan
adictos.
Adi, Hakim, Hossein y Rahmán hicieron un gesto afirmativo con
la cabeza, en tanto que Naím, con objeto de dejar claro el
desprecio que sentía por las gentes de Palacio, escupió
ruidosamente en dirección al suelo.
Adi, un hombrecillo de nariz aguileña, apuntó con el índice a
Hasan y prorrumpió:
–Cuando pretendes que nuestra salvación está en tu poder,
¿significa eso que tendremos que esperar aún mucho
tiempo?
–El tiempo que necesite para ganarme la confianza del sultán.
A menos que… Pero eso no depende más que de
vosotros.
Los rostros adquirieron una expresión de sorpresa. Hakim
continuó:
–¿En qué depende de nosotros?
¡Explícate!
Tras un breve instante de silencio, Hasan juntó sus manos
sobre los labios y acto seguido se puso a hablar sin dejar de mirar
fijamente su vaso de té, que descansaba sobre el
korsi:
–Dentro de cinco días, Malek Shah irá a Naím y, sin duda, a
Yazd. Estará un mes fuera de Ispahán y me consta que el visir sólo
le acompañará dos semanas, lo que nos proporciona todo el tiempo
necesario para elaborar un plan. O lo que es lo mismo, pasar a la
acción.
Se hizo un espeso silencio, y de entre los secuaces, rígidos
como estatuas, sólo Rahmán reaccionó:
–Por la grandeza de Ismael, ¿hablas en
serio?
–¿Tengo aspecto de bromear?
–¿Así pues, te propones derribar el poder con la ayuda de
cinco humildes comerciantes?
–La eficacia no depende del número que se sea; ahora bien,
¿no seremos acaso capaces de encontrar hombres fiables y
valerosos?
–Sí… claro. Pero tenemos poco tiempo y…
–Tenemos veinte días para organizar nuestra acción, es un
plazo suficiente si nos ponemos al trabajo desde
mañana.
–Pura locura -exclamó Adi-. No contéis conmigo. ¡Mi cabeza no
será hermosa, pero estimo mucho conservarla sobre mis
hombros!
–Entonces, sigue tu camino -respondió Hasan-. ¡Aquí no hay
sitio para los cobardes!
–Tiene razón -remachó Rahmán ante un Adi enfurruñado-. Todos
los días de Alá nos lamentamos de las injusticias que padecemos;
así que ahora que tenemos la posibilidad de mostrar nuestra
determinación y poner término a tanta bajeza, no escurramos el
bulto, seamos valientes.
Los hombres se consultaron unos a otros y la habitación se
llenó de murmullos.
–El plan es audaz, el riesgo no pequeño, ¡pero estoy contigo,
hijo de Sabbah! – dijo Hakim tras haberse acariciado su barba
rojiza.
–¡También yo! – añadieron Yúsef, Adi, Naím, Hossein y
Rahmán.
Adi, el más reticente de los cinco, se
preguntó:
–Pero… ¿Tenemos alguna posibilidad de éxito, y qué debemos
hacer?
Hasan se sirvió otro vaso de té y respondió, antes de
colocarse un terrón de azúcar sobre la lengua:
–Necesitamos una treintena de hombres, y
armas.
–¿Treinta hombres bastarían para acabar con la guardia de
Palacio? – preguntó Yúsef.
–El sultán se ausentará con la mayor parte de su ejército.
Además, la guardia acompaña al visir durante su salida. Así que
sólo tenemos que neutralizar a los soldados de Palacio, que no
tardarán en rendirse. El número de hombres es menos importante que
la estrategia que usemos. Tenemos que dar la impresión de ser
innumerables. Exterminaremos a los que osen resistir, el resto se
unirá a nuestra causa. Ha llegado a mis oídos que la mayor parte de
los militares no han cobrado su soldada desde hace varias
semanas.
–¿Cómo sabemos lo que habremos de hacer? – inquirió
Rahmán.
–Reunámonos otra vez aquí mañana al caer la noche. Traeré un
plan junto con mis instrucciones.
Estaba a punto de amanecer cuando los conjurados abandonaron
el lugar divididos entre el miedo y la excitación.
Durante varios días se reunieron en casa de Hakim, Yúsef o
Naím, hasta que finalmente Hasan se limitó a verse con Rahmán,
convertido en su segundo para aquella operación, que habían fijado
para doce días más tarde.
Se había reclutado a treinta hombres entre los ismaelitas y
los mercenarios más acostumbrados a manejar las armas, las cuales,
numerosas y variadas, se almacenaban en la dakkas de
Rahmán.
Los planes habían sido estudiados y los cinco comerciantes
eran los responsables de un grupo de hombres que en ningún caso
debían saber de la existencia de Hasan Sabbah.
Éste, cuando se produjese la invasión del Palacio, tenía
previsto mantenerse al margen y no intervenir hasta la fase final.
Dejaba transcurrir las noches insomne, pasando revista una y otra
vez a cada detalle de aquel “golpe de Estado”, gracias al cual iba
a dirigir el Imperio persa. En sus sueños ya no veía al profeta
Zaratustra, de lo que dedujo que aquel proyecto le acaparaba
demasiado la mente. Pasaba mucho tiempo rezando y Yaffar lo
sorprendió a menudo contemplando lo invisible durante el estudio.
Estaba demacrado y los que le rodeaban, Omar entre ellos, pensaron
que el hijo de Sabbah era presa de alguna oscura
enfermedad.
La mañana del día fijado, Hasan, que sentía crecer en él una
agitación sin igual, se dirigió a las caballerizas. El Palacio
estaba en calma y, viendo aquellos guardias que conversaban
alegremente, le costó trabajo imaginar que, al cabo de unas horas,
estarían muertos sin duda. Montó a ‘Tufán’ a horcajadas y lo lanzó
al galope hasta las puertas de la ciudad, que franqueó, hundiéndose
en el desierto. Los caravaneros y campesinos que lo vieron pasar
envuelto en una nube de polvo no podían imaginarse que en las
entrañas de aquel hombre ardía el fuego de la ambición y el
poder.
Horas más tarde regresó al parque real y corrió a encerrarse
en su cuarto de trabajo.
Poco antes del anochecer y estando tendido en su estera fue
arrancado de sus cavilaciones por los primeros gritos procedentes
de Palacio. Se le hizo un nudo en la garganta y, antes de cerrar
los ojos, cogió su cilindro de rezos. Se luchaba a pocos metros de
allí y un ruido de cristales rotos sucedió a grandes
alaridos.
Sonaron tres golpes violentos en la puerta. Oyó la voz de su
sirviente:
–¡Excelencia! ¡Excelencia! ¡Venid rápidamente! ¿No oís la
matanza?
Hasan se levantó de un salto y divisó detrás de Asad, su
criado, a Al-Mostafá, uno de los consejeros de la
corte.
–La desgracia ha caído sobre nuestras cabezas, hijo de Sabbah
-dijo-.
Los traidores se han introducido en Palacio por decenas para
asesinarnos.
Hasan fingió terror:
–¡Que Alá nos proteja! Pero, ¿quiénes son?
Al-Mostafá, seguido de un eunuco que sollozaba,
prosiguió:
–A lo que sabemos, parece que actúan en nombre del imam
Ismael. Hay que dar orden de sacar de aquí a los familiares del
sultán, los dignatarios y los harenes. ¡Ven
conmigo!
Hasan siguió al consejero, después de haber ordenado a los
criados que corriesen a la biblioteca y echasen los cerrojos para
evitar su saqueo.
–Voy a dar orden de que intervenga la guardia de reserva
-dijo Al-Mostafá, jadeante a causa de lo rápido de la
marcha.
–¿La guardia de reserva? – preguntó el hijo de Sabbah,
sorprendido por no haber previsto tal
eventualidad.
–¡Sí, tenemos refuerzos, a Dios gracias!
–Y ¿serán suficientes esos refuerzos? – preguntó de nuevo el
joven, cada vez más inquieto.
–No temas, acabarán con todos esos perros, por numerosos que
sean.
En un recodo del pasillo, Hasan, con expresión alucinada, se
sacó de la manga un largo puñal e inmovilizó a Al-Mostafá con el
brazo izquierdo mientras que con la mano derecha le segaba la
garganta.
Se tambaleó al ver cómo el hombre se desplomaba a sus pies.
Luego, con las ropas manchadas de sangre, siguió el largo corredor
vacío para internarse por una galería que lo condujo al primer
piso, desde donde pudo disponer de una vista general de la
situación.
El espectáculo que se le ofreció era horrible. Montones de
cadáveres cubrían el suelo nadando en un gran charco de sangre y
prolongados lamentos se alzaban bajo la bóveda de mosaico. Hasta
sus oídos le llegó un ruido de lucha procedente del ala sur de
Palacio y bajó la gran escalinata, saltando por encima de los
cuerpos inertes y mutilados. Tropezó con el de un hombre, cuyo
terrible rictus y la mirada ensangrentada parecían dirigirse a él.
Le dio un vuelco el corazón al reconocer a Hakim, cuya sortija, que
adornaba un dedo rígido para siempre, había perdido su ámbar.
Volvió a subir la escalera de mármol pensando que alguno de los
conspiradores trataría de ponerle al corriente de la evolución de
la situación, se internó de nuevo por la galería en dirección a su
cuarto de trabajo y, finalmente, echó a correr con la sensación muy
precisa de que le iba a estallar el corazón. Al mismo tiempo que
divisó el cuerpo sin vida de Al-Mostafá, oyó los pasos de un hombre
que venía en sentido contrario. Temió ver aparecer a Asad o al
eunuco del consejero áulico, que enseguida habrían adivinado en él
al asesino del dignatario. Con mano febril, agarró de nuevo el
puñal y se dispuso a eliminar al molesto testigo.
Vio a Rahmán, herido en el brazo, y con las ropas hechas
jirones.
–¡Por Ismael, nuestro imam venerado, Hasan, por fin te
encuentro!
¡Te he buscado por todas partes!
–¡Rahmán, por la gloria del Profeta! ¡Estás
vivo!
Lo abrazó brevemente.
–¡Soy, ay, de los pocos que quedan! La partida está perdida.
Tenemos que huir…
–Pero… ¡Es imposible! – murmuró el hijo de Sabbah, que no
podía resignarse a ver desvanecerse sus sueños.
–No tenemos elección. En unos instantes la guardia habrá
recuperado el control de Palacio. Créeme, nuestra salvación está en
la huida.
Hasan contempló el cuerpo del consejero áulico y comprendió
que nunca podría justificar aquella muerte. Entonces tuvo una idea.
Le tendió su puñal a Rahmán y le dijo:
–¡Utilízalo en mí!
–¿Te has vuelto loco?
–Haz lo que te digo y no hagas preguntas. ¡Hiéreme sin
quitarme la vida!
El joven ismaelita cogió el estilete y lo hundió en el brazo
de su amigo, quien no pudo contener un grito.
–¡Sigue, sigue, por lo que más quieras!
Con mano temblorosa, Rahmán lo acribilló a puñaladas en
puntos no vitales. Hasan, vencido por el dolor, se desplomó. El
otro emprendió la huida en tanto que el hijo de Sabbah perdía el
conocimiento.
Al despertarse aquella mañana, Hasan tuvo la sorpresa de
descubrir a Nezam-ol-Molk, Yaffar y Asad, que discutían no lejos de
él. Los dos criados estaban arrodillados. Intentó en vano
incorporarse en el lecho. Le pesaba la cabeza y una sensación de
dolor le recorrió todo el cuerpo.
–¡Mi amo vuelve en sí! ¡Mirad!
¡Vuelve en sí! – exclamó Asad, maravillado, en tanto que los
otros dos hombres se acercaban.
–¿Cómo te encuentras, amigo mío? – le preguntó el visir con
tono condescendiente.
–No… No del todo bien.
–Es lo menos que pueda esperarse.
¡Por la clemencia de Alá, que hayas sobrevivido tiene mucho
de milagroso!
–¡De milagroso! – corroboró Yaffar, a quien una mirada
desaprobatoria de su amo hizo callar.
–¿Qué… qué ha pasado exactamente? – inquirió con voz débil el
joven.
–¿Cómo? ¿No te acuerdas de nada?
¡Por las barbas del Profeta, unos felones trataron de hacerse
con el poder aprovechando mi ausencia y la de Su Grandeza, que Alá
guarde! Pero, afortunadamente, los refuerzos de la guardia
aniquilaron a esos perros.
–¿Des… Desde cuándo me encuentro en este
estado?
–Desde hace cuatro días, según dice tu
sirviente.
–Así es, mi amo -añadió Asad muy agitado-. Son cuatro los
días que lleváis presa de fiebre alta y delirios. Pero los cuidados
que os he prodigado os han salvado. Han sido extractos de
plantas…
–¡Cállate, cara de sapo -le interrumpió Nezam-, tu amo ha
tenido la suerte de no haber sido herido mortalmente, eso es
todo!
Asad se inclinó, pero en sus ojos se leía cierto
resentimiento hacia el visir.
–Y ¿quiénes… quiénes eran los felones?
–Por lo que sabemos, ismaelitas que han tenido que contar
forzosamente con complicidades dentro de Palacio.
–¿Por qué lo dices?
–Su intervención estaba perfectamente calculada para
neutralizar la guardia habitual, entrando por puestos clave que
sólo gente del interior podía conocer. Pero actuaron ignorando la
existencia de refuerzos… lo que ha sido causa de su
perdición.
Hasan emitió un gruñido tratando de
incorporarse.
–¿Han podido capturarse supervivientes?
–¡Por la gracia del Creador, sí!
Uno solo, pero no carente de interés -dijo Nezam echando
hacia atrás sus largas mangas-. Parece que era uno de los jefes de
la insurrección.
–¿Qué es lo que te permite afirmarlo?
–El testimonio de nuestros soldados. He podido entrever al
hombre esta mañana, hasta anoche no llegué, se niega a hablar, pero
sus carceleros saben mostrarse… ¡convincentes!
Hasan, inquieto, se agitó en su lecho, lo que le provocó una
mueca de dolor. Nezam adelantó hacia él su cara picada de
viruelas:
–¿Qué es lo que te atormenta, mi buen amigo? ¡No te
preocupes! He ordenado una investigación y trataremos a ese perro
como él lo ha hecho con nuestros hombres.
El hijo de Sabbah simuló adormecerse y Nezam le dijo a Asad
antes de salir, seguido de Yaffar:
–Cuando se despierte, dile a tu amo que lo veré mañana por la
mañana.
–¡Mi amo! ¡Mi amo! ¡Cometéis una gran imprudencia! – exclamó
Asad al ver los esfuerzos que hacía el bibliotecario tratando de
tenerse en pie.
–¡No querrás que me pase en cama el resto de mi
vida!
Hasan avanzaba pasito a pasito, doblándose de dolor y
sintiendo que sus entrañas se desgarraban a cualquier movimiento.
Llamaron a la puerta. Vio aparecer al nubio, seguido de un Omar
Jayyam más pálido que nunca.
–¡Qué felicidad me da verte así!
¡Hace poco luchabas con la muerte, y hoy ya te veo levantado!
¡Déjame que te abrace!
–¡Esperaba a Nezam y apareces tú!
¡Te confieso que mi alegría es tanto mayor!
–Hasan, ¡ha sido terrible! ¡Te confieso que he pasado mucho
miedo!
–¿Quién puede alardear de no haber sentido miedo delante de
tales acontecimientos?
–¿Quién te hirió?
–No… No pude verle la cara.
–Por la gracia de Alá, te salvaste. Hubieras podido correr la
misma suerte que ese pobre de Al-Mostafá, que te
acompañaba.
–Me gustaría no hablar de eso.
–Lo comprendo, Hasan, lo comprendo. Había venido a ofrecerte
un regalo, muy modesto desde luego, pero que me gustaría que
conservases en recuerdo mío.
El poeta le presentó una sortija de plata cincelada rematada
por una cornalina tallada. El joven sintió un escalofrío; a tal
punto aquella joya le recordaba la atroz visión del dedo de Hakim.
Se la puso en el anular:
–¡Tu gesto me llega al corazón, mi buen
Omar!
La entrada del visir, seguido de un Yaffar cada vez más
hirsuto, lo interrumpió.
–¡Qué felicidad! – exclamó Nezam abriendo los brazos-.
¡Nuestro hombre ya levantado!… ¡Hasan, eres una fuerza de la
naturaleza!
A su risa le siguió la de Jayyam, mientras que Hasan
permanecía rígido como una estatua.
–Había venido para hablarte de nuestro prisionero, pero, ya
que tus piernas parecen sostenerte, creo que será más oportuno que
vayamos juntos a verle.
–¿Por qué quieres que lo vea?
–Sin duda te acordarás de haberte cruzado con él, pues fue
capturado saliendo del ala en que Al-Mostafá y tú fuisteis
agredidos.
El poeta intervino:
–Mi querido Nezam, ¿no sería más prudente esperar uno o dos
días? Me parece que, dado el precario estado de salud de nuestro
amigo, semejante visita podría fatigarle.
–No -dijo Hasan-. Esperar no cambiaría nada las cosas, es
mejor que lo vea ahora. Te sigo, Nezam.
Salieron de la casa del joven en dirección a la parte oeste
del parque real, donde se encontraban unas dependencias de Palacio.
Bajaron varias escaleras hasta llegar a un subterráneo que
alumbraban unas cuantas antorchas. El acre olor a moho y el frío
húmedo que reinaba allí les sobrecogió.
Hasan avanzaba con dificultad sostenido por Asad. Al fondo
del corredor cuatro hombres montaban la guardia. Éstos, a una
indicación del visir, abrieron las rejas sólidamente cerradas con
candados. Un poco más lejos, un viejo que se envolvía en una manta
y llevaba un manojo de llaves, anduvo unos pasos en dirección a
otra reja, detrás de la cual un individuo ensangrentado se
acurrucaba en un rincón del calabozo.
La comitiva penetró en el recinto, de donde huyeron a toda
velocidad varias ratas hambrientas. La penumbra y las marcas de la
tortura dificultaban la identificación del hombre, siempre inmóvil.
El visir ordenó a un soldado que lo iluminase con su hachón y Hasan
sintió de repente que le fallaban las fuerzas. Ante él yacía aquel
a quien él le debía la vida, su cómplice y amigo
Rahmán.
Nezam se volvió y dijo:
–¿Reconoces a esa carroña?
El hijo de Sabbah negó con la cabeza, demasiado turbado como
para responder.
–¿Qué pasa? ¿Acaso te ha impresionado el trabajo de nuestros…
especialistas?
–Nada de eso… pero… Todavía estoy débil…
Rahmán, con la cara tumefacta y la expresión desencajada,
clavaba los ojos en el suelo del calabozo, indiferente a
todo.
El visir se inclinó hacia el prisionero y le
gritó:
–¿Cuándo te vas a decidir a hablar?
Ante su silencio, le propinó tal bofetada que todos pudieron
oír el ruido de la cabeza al chocar contra la
pared.
–Déjame que lo intente yo… -dijo Hasan al mismo tiempo que
hacía una señal a los allí presentes para que se
apartasen.
Se acercó al herido, tratando de atraer su mirada. Cuando
creyó ver en ella un destello de complicidad y desesperación, se
agachó de forma que no pudieran oírle y murmuró:
–Resiste, amigo mío, resiste. Te sacaré de aquí en
seguida.
–¿Y bien? – exclamó Nezam desde el otro extremo de la celda-;
¿qué te ha dicho?
–¡Nada! Está demasiado maltrecho para hablar. Hay que dejar
que se recupere un poco.
Dicho esto, Hasan se cogió al brazo de Asad y la comitiva
salió de aquel lugar inmundo una vez que el viejo hubo cerrado las
rejas sin dejar de escupir.