Capitulo decimosexto

A1 despegarse de la cara los hilos pegajosos, sintió como si alguien le hubiera arrancado fragmentos de cinta adhesiva de la piel. «¡Ay!», exclamó. Liberó el brazo que sostenía la linterna, pero el otro quedó enredado en la tela. Boots estaba encaramada a su espalda, por lo que había quedado fuera de la telaraña.

—¡Eh! —llamó—. ¿Hay alguien ahí? ¡Eh! —Paseó el haz de luz a su alrededor, pero no se veía más que telaraña.

—Soy Gregor el de las Tierras Altas. Vengo en son de paz —dijo. «Vengo en son de paz». ¿De dónde se había sacado eso? De alguna película antigua probablemente—. ¿Hay alguien en casa?

Sintió que algo tiraba suavemente de sus sandalias y miró hacia abajo. Una gigantesca araña estaba atándole los pies juntos con un largo hilo de seda.

—¡Eh! —gritó Gregor, tratando de liberar sus pies. Pero en tan sólo unos segundos, la araña lo había rodeado con el hilo hasta las rodillas—. ¡No lo entiendes! ¡Yo... yo soy el guerrero! ¡El de la profecía! ¡Yo soy el que llama!

La araña seguía rodeando su cuerpo afanosamente con el hilo. «Madre mía», pensó Gregor. «¡Nos va a cubrir por completo!». Sintió que el brazo que tenía atrapado en la telaraña se aplastaba cada vez más contra su cuerpo.

—¡Gue-go! —gritó Boots. Los hilos de seda la empujaban contra su espalda mientras se enrollaban alrededor de su pecho.

—¡Me manda Vikus! —gritó Gregor, y por primera vez, la araña se detuvo. Gregor se apresuró a añadir—: ¡Sí, me manda Vikus, y él llegará enseguida, y cuando se entere de que me estáis atrapando en esta tela se va a enfadar mucho!

Agitó el brazo que tenía libre, el de la linterna, para subrayar sus palabras y el haz de luz se posó de lleno sobre el rostro de la araña. Esta retrocedió unos metros, y Gregor pudo ver por primera vez al arácnido con todo lujo de detalles. Tenía seis ojos negros y redondos, ocho patas peludas y unas enormes mandíbulas que terminaban en colmillos curvos y muy puntiagudos. Apartó rápidamente la linterna. Mejor no poner furioso a un bicho así.

—Bueno, ¿sabes quién es Vikus? —preguntó Gregor—. Llegará aquí de un momento a otro para mantener una reunión oficial con vuestro rey. O reina. ¿Tenéis un rey o una reina? Bueno, a lo mejor es otra cosa. Nosotros tenemos presidente, pero eso es distinto, porque a los presidentes se les vota. —Calló un momento—. ¿Bueno, no te parece que ya nos puedes liberar?

La araña se inclinó hacia delante y cortó uno de los hilos con los dientes. Gregor y Boots salieron despedidos varios metros hacia arriba, y empezaron a subir y bajar, como un yoyó, como si colgaran de una gran goma elástica.

—¡Eh! —gritó Gregor—. ¡Eh! —El almuerzo empezó a dar vueltas y vueltas en su estómago. Por fin, al cabo de un rato, cesaron los botes.

Gregor alumbró a su alrededor con la linterna. Había arañas por todas partes. Algunas se ocupaban afanosamente en distintos quehaceres; otras parecían dormidas. Ninguna le prestaba la más mínima atención. Eso era nuevo. Las cucarachas y los murciélagos lo habían recibido con bastante educación, toda una multitud en un estadio se había callado al verlo aparecer y las ratas se habían enfurecido al reconocer sus rasgos... pero, ¿y las arañas? No les importaba un rábano.

Les estuvo gritando durante un buen rato. Cosas agradables primero, luego disparates y por fin insultos. No reaccionaron. Le dijo a Boots que cantara un par de estrofas de La bonita arañíta, ya que se le daban tan bien los insectos. No hubo respuesta. Al final tiró la toalla y se dedicó a observarlas.

Un desdichado insecto cayó en su tela. Una araña acudió corriendo y le clavó sus malvados colmillos. El insecto se quedó rígido. «Veneno», pensó Gregor. La araña rodeó rápidamente al insecto con hilos de seda, lo despedazó y le lanzó una especie de líquido. Gregor apartó la vista cuando la araña empezó a sorber las visceras licuadas del insecto. «Buaj, ese insecto podríamos haber sido nosotros. ¡Todavía podríamos serlo!», pensó. Deseó que vinieran Vikus y los demás.

Pero, ¿vendrían? ¡Qué habría pasado en la orilla del río? ¿Habrian conseguido derrotar a las ratas? ¿Habría resultado alguien herido, o peor aún, habría muerto alguien?

Recordó que Vikus le había ordenado que corriera. «¡Los demás somos prescindibles; vos, no!». Probablemente hablaba de la profecía. Siempre podían encontrar más reptantes, voladores y tejedores. Tal vez pudiera Nerissa participar si les pasaba algo a Luxa o a Henry. O tal vez nombrarían a otro rey o a otra reina. Pero Gregor y Boots, dos habitantes de las Tierras Altas cuyo padre era prisionero de las ratas, ellos eran irremplazables.

Gregor pensó con tristeza en las personas que habían sacrificado sus vidas allá en las orillas del río. Debería haberse quedado para luchar, aunque no tuviera muchas probabilidades de vencer. Estaban arriesgando sus vidas porque pensaban que él era el guerrero. Pero no lo era. Gregor suponía que, a esas alturas, ya se tenían que haber enterado.

Los minutos pasaban despacio. Tal vez hubieran muerto todos, y Boots y él estaban solos. Quizá las arañas lo supieran y les estuvieran dejando vivir por el momento para que estuvieran frescos y sabrosos cuando decidieran comérselos.

—¿Gue-go? dijo Boots.

—Sí, Boots —le contestó.

—¿Mamos a casa? —preguntó suplicante—. ¿A ver a mamá?

—Bueno, primero tenemos que ir a buscar a papá —dijo, tratando de parecer optimista aunque estuvieran colgando de un hilo, impotentes, en la guarida de una araña.

—¿Pa-pá? —preguntó Boots con curiosidad. Conocía a su padre por fotos, aunque nunca lo había visto en persona—. ¿A ver a pa-pá?

—Primero recogemos a papá y luego vamos a casa —dijo Gregor.

—¿A ver a mamá? —insistió Boots. Gregor empezó a recordar a su madre y la tristeza le encogió el corazón—. ¿A ver a mamá?

Una araña que estaba cerca de ellos empezó a emitir un sonido rítmico y pronto todas las demás la imitaron. Era una melodía suave y tranquilizadora. Gregor trató de recordar la música para luego poder tocársela a su padre con su saxofón. Su padre también tocaba, sobre todo jazz. Cuando Gregor tenía siete años, le había comprado su primer saxofón, de segunda mano, en la casa de empeños, y había empezado a enseñarle a tocarlo. Gregor justo había comenzado a tomar clases en el colegio cuando su padre desapareció y cayó prisionero de las ratas, que seguramente odiaban la música.

Por cierto, ¿qué le estarían haciendo las ratas a su padre?

Trató de pensar en cosas más positivas, pero dadas las circunstancias, no lo consiguió.

Cuando Henry en persona apareció en el suelo de piedra a varios metros por debajo de él, Gregor sintió ganas de llorar de alivio.

—¡Está vivo! —exclamó Henry, que se alegraba sinceramente de verlo.

Desde algún rincón en la oscuridad, Gregor oyó a Vikus preguntar:

—¿Liberáis al de las Tierras Altas, lo liberáis?

Gregor sintió que lo bajaban hasta el suelo. Cuando sus pies tocaron la piedra, cayó de bruces, incapaz de sostenerse con las piernas atadas.

Todos lo rodearon al instante, cortando los hilos de seda con sus espadas. Incluso Henry y Luxa se pusieron a ello. Tick y Temp royeron las cuerdas que atrapaban la mochila de Boots. Gregor contó los murciélagos, uno, dos, tres, cuatro, cinco. Veía varios heridos, pero todos estaban vivos.

—Os pensábamos perdido —comentó Mareth, que sangraba abundantemente de una herida en la cadera.

—No, no podía perderme. El túnel llevaba directamente hasta aquí —contestó Gregor, liberando alegremente las piernas de las ataduras.

—No perdido en el camino —dijo Luxa—. Perdido para siempre. —Gregor comprendió entonces que quería decir muerto.

—¿Qué ha pasado con las ratas? —preguntó.

—Las hemos matado a todas —contestó Vikus—. No temáis, pues no os han visto.

—¿Es peor si me ven? —quiso saber Gregor—. ¿Por qué? Pueden oler a kilómetros de distancia que vengo de las Tierras Altas. Saben que estoy aquí.

—Pero sólo las ratas muertas saben que os parecéis a vuestro padre. Que sois «un hijo del sol» —puntualizó Vikus.

Gregor recordó entonces cómo habían reaccionado Shed y Fangor al ver su rostro a la luz de la antorcha:

«¿Has visto su rostro, Shed, lo has visto?». Si habían querido matarlo no era sólo porque venía de las Tierras Altas. ¡Sino porque también ellos habían pensado que era el guerrero! Quiso decírselo a Vikus, pero entonces vio que una veintena de arañas bajaba de las alturas para colgarse en unas telarañas, muy cerca de ellos.

Una grandiosa criatura con hermosas patas rayadas bajó a su vez y se colocó justo delante de Vikus. Este hizo una reverencia hasta casi tocar el suelo con la frente.

—Yo os saludo, reina Wevox.

La araña se acarició el torso con las patas delanteras, como si estuviera tocando el arpa. Una extraña voz salió de ella, aunque su boca no se movió en absoluto.

—Yo os saludo, lord Vikus.

—Os presento a Gregor el de las Tierras Altas —dijo Vikus señalando a Gregor.

—Hace mucho ruido —dijo la araña con desagrado, volviéndose a acariciar el torso con las patas delanteras. Gregor comprendió entonces que era así como hablaba la araña: haciendo vibrar su cuerpo. Sonaba un poco como el señor Johnson, el vecino del apartamento 4Q, a quien habían hecho una operación y hablaba por un agujero en el cuello. Sólo que la araña daba miedo.

—Las costumbres de las Tierras Altas son extrañas —dijo Vikus, lanzándole a Gregor una mirada que significaba que no debía objetar nada.

—¿A qué venís? —vibró la voz de la reina Wevox.

Vikus contó toda la historia en diez frases, empleando una voz dulce. Así que, al parecer, a las arañas había que hablarles rápida y suavemente. Gritarles sin parar había sido contraproducente.

La reina reflexionó un momento.

—Por ser Vikus, no nos los beberemos. Envolvedlos.

Una horda de arañas los rodeó. Gregor contempló cómo una especie de hermoso embudo de seda iba creciendo a su alrededor como por arte de magia. El grupo quedó completamente aislado del resto. Las arañas dejaron de tejer cuando llegaron a una altura de unos tres metros. Dos se colocaron en lo alto del embudo, como centinelas.

Todos miraron a Vikus, que dejó escapar un suspiro.

—Sabíais que no habría de ser fácil dijo Solovet con dulzura.

—Sí, pero había esperado que con el reciente acuerdo comercial... —Vikus se interrumpió—. Mis esperanzas eran desproporcionadas.

—Todavía respiramos —dijo Mareth para animarlo—. Que no es poco con los tejedores.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Gregor—. ¿Es que no van a venir con nosotros?

—No, Gregor —dijo Solovet—. Somos sus prisioneros.