26

Como una línea trazada a lápiz entre el comienzo y el final del comienzo, el 11 de septiembre, Roosevelt anunció que la Marina de Estados Unidos escoltaría a los convoyes de barcos comerciales norteamericanos a través del Atlántico, y abriría fuego contra cualquier invasor alemán que avistara. Ahora los submarinos alemanes, que navegaban en manadas, tropezarían de narices con la Marina. Y Rusia, bendita sea, se negaba a caer. «Cuando ves una serpiente cascabel preparada para atacar, no esperas a que lo haga para aplastarla», había advertido Roosevelt.

Los veraneantes subieron a sus coches y volvieron en una larga caravana a Boston y a Nueva York. Los niños se pusieron los calcetines y regresaron a la escuela. Los cantantes, los vendedores de baratijas y los propietarios de cafeterías fueron a la playa y se echaron a dormir aprovechando los últimos rayos de sol. Las vacaciones habían terminado a pesar de que el cielo siguiera brillando. Sin turistas, con los bolsillos más llenos, el próximo invierno se pasaría bien gracias a las ganancias de uno de los mejores veranos que había vivido Franklin desde la Depresión. Y el inspector de la oficina de correos había denegado la petición de Harry Vale, así que la bandera de correos agitándose muy por encima del pueblo parecía sacar la lengua a los alemanes, saludar a esos barcos con la alegría de una niña. El pueblo se había replegado sobre sí mismo como un hueso pelado en la arena, y la periodista se quedó.

—¿Tú qué crees que hace aquí?

—¿Quién?

—La chica de la radio.

Iris señaló con el cigarrillo en dirección a la casita de Frankie, donde la bicicleta de la muchacha estaba apoyada contra la pared de atrás. Harry se dio la vuelta en la silla y miró a través de los jardines de las tres casitas que los separaban.

—Descansar. Es lo que ella dice.

Iris asintió, poco convencida.

—Debe de ser duro ser corresponsal de guerra sin una guerra.

—Creo que ha dimitido.

Iris negó con la cabeza.

—Ésa seguro que no.

Harry arqueó las cejas.

—¿Cómo sabes tantas cosas de ella?

—No las sé. No sé nada, eso es lo que me preocupa.

—Está traumatizada por la guerra —dijo Harry.

Iris le miró frunciendo el ceño.

—Iris. —Harry le cogió la mano—. ¿Qué podría haber venido a hacer aparte de lo que dice?

Iris se levantó de la silla, bajó los escalones, y al final del diminuto jardín se detuvo junto a las esmirriadas rosas de playa, frente al mar. Frankie Bard era una mensajera. Ocultaba algo. De eso estaba segura.

Visto desde arriba, pensó Frankie, dejando que la puerta se cerrara, sería imposible saber si esa mujer que salía a pasear cada día, vacilaba un momento ante la verja de la casa de los Fitch, y seguía hacia las dunas, tenía algún objetivo en el mundo que no fuera mantener esa pauta de dormir, comer, despertarse y pasear.

La tarde había ascendido en la bóveda del cielo y se había quedado allí, el aire era claro y cristalino, los azules del agua y el cielo jugaban entre ellos, reflejándose y resistiéndose como hermanas. Había tomado el sendero que conducía a través de un bosquecillo de hayas entre las dunas, por detrás del pueblo, y el sol penetraba a través de la blusa de Frankie como si sintiera curiosidad. Había alguien delante de ella en el hueco curvo que formaban los árboles torcidos; vio que era Emma, caminando sin ningún interés en lo que hacía, como si alguien le hubiera dicho que sería bueno para ella, y ella obedeciera.

Al poco rato, Emma se volvió.

—Oh —dijo, poniendo algo de entusiasmo en su voz—. Hola.

—Hola —contestó Frankie y se puso a su lado—. ¿Cómo va todo?

—Bastante bien —dijo Emma, con los ojos fijos delante.

—Eso no suena demasiado bien.

Emma no contestó.

—¿Puedo acompañarla un rato?

La silueta pardusca de las dunas apareció al fondo del túnel de árboles. Hacía calor, y caminaron lentamente en fila india durante veinte minutos, Frankie detrás de Emma, a través de las colinas de dunas, hacia el mar. Cuando llegaron al borde de la duna, Emma se deslizó pesadamente duna abajo hacia la playa, resbalando y patinando por la arena, donde se tumbó. Frankie la siguió y se quedó de pie al lado de Emma, que estaba echada con los brazos extendidos a cada lado.

—Vamos —dijo, mirando a Frankie de pie sobre ella—. Túmbese.

—¿En la arena?

—Sí. —Emma sonrió por primera vez—. Échese. Si no no podrá oír las olas.

—Las oigo la mar de bien.

—Échese —insistió Emma y cerró los ojos.

Frankie se quedó de pie un rato más, pero después, sin mirar a la mujer embarazada tumbada sobre la arena, se puso en cuclillas, cayó de rodillas y bajó las nalgas. Después estiró las piernas, manteniéndolas juntas y se echó de espaldas. Cerró los ojos. Inmediatamente, sintió el viento cambiar sobre ella, fluyendo por encima más que sobre sus hombros y espalda. La hizo sentir bienvenida.

El mar seguía rodando y rompiendo. El viento le rozaba la piel, la fría arena le pinchaba la parte interna de las rodillas, la respiración de Emma ascendía y descendía a su lado. Frankie permaneció así, la marea haraganeando arriba y abajo. La ligera brisa cambiaba y rozaba.

—¿Puedo preguntarle algo? —dijo Emma por fin.

—Adelante.

—Ese niño al que acompañó a casa una noche después del bombardeo…

—Billy.

Frankie la miró.

—El niño que perdió a su madre. Dijo que había caído de rodillas al darse cuenta de que ella había muerto.

—Sí.

—¿Y entonces qué? —Emma esperó—. ¿Qué ocurrió?

—No lo sé.

Emma siguió tranquilamente.

—¿No estaba preocupada? ¿No quería saber si estaba bien?

—Claro. Por supuesto. —Frankie suspiró—. Pero no volví a verle.

Emma no contestó enseguida.

—Así que sólo podía ver lo que sucedía en pedazos.

—¿Comparado con qué?

—Con verlo todo junto. —Y se puso a hablar casi como para sí misma, como si Frankie no estuviera—. Hay señales todo el tiempo. Cosas que se repiten, cosas que se sobreponen. Cosas que no puedes explicar, pero que están relacionadas. —Emma se sentó—. Que Maggie Winthrop muriera de aquella manera, por ejemplo, y que Will lo tomara como si fuera una señal de que debía ir a Inglaterra. Porque ella ya estaba enferma, tenía que estarlo… —Emma calló, recordando que Frankie estaba delante—. Y ahora ninguno de los dos está y yo estoy embarazada. Existe una línea entre ellos, y últimamente me ha dado por pensar que debería entenderlo. Los dos se han ido. Lo uno llevó a lo otro, y algo más lleva fuera de esto. Oh, Dios, qué cansada estoy —suspiró.

No había hablado de la señal real, de la señal clara que había llegado el mes pasado en forma de unos pantalones de peto.

—Oiga. —Frankie tocó la mano de Emma—. Allí todo sucede muy deprisa: estás en un bar, después estás fuera y otra vez dentro y hay un niño y le acompañas a casa y después estás en la tuya. Y no hay una línea divisoria entre estas cosas.

—Pero si la hay, usted tiene que verla. —Emma meneó la cabeza—. ¿Y todas esas personas?

—¿Qué personas?

—Oigo sus voces a veces, por la noche, procedentes de su casa. Otto dice que son personas de Francia.

—Sí.

—Las trajo aquí y se las hizo escuchar a Otto.

Frankie la miró, indefensa ante la lógica de Emma.

—¿Quién más aparte de Otto necesitaba oír esas voces en este pueblo? —preguntó Emma con amabilidad—. Dígamelo.

Frankie sacudió la cabeza.

—¿Qué va a hacer con todas esas grabaciones? —preguntó Emma.

Frankie volvió la cabeza.

—Todas esas personas.

—No lo sé —respondió Frankie en voz baja.

—Debe soltarlas —dijo Emma—. Debe dejar que las oigan los demás.

—¿Sí? —preguntó Frankie en tono desafiante—. ¿Por qué? ¿Quién más quiere oírlas en el pueblo?

Emma se tomó un largo rato para contestar. Frankie esperó, con los ojos fijos en la ventana de Will.

—Escuche. —Emma la miró, pero desvió la cabeza—. No sé nada de lo que hace, señorita Bard. Pero sé que me contó una historia sobre un niño que no he podido quitarme de la cabeza.

—De acuerdo.

Frankie observaba atentamente a Emma.

—Hizo que la guerra cobrara vida.

Frankie se echó otra vez sobre la arena.

—Él estaba vivo, porque usted era tan… —Emma buscó las palabras—… desgarradora. Su voz era muy triste.

Frankie miró directamente a la azul y vertiginosa bóveda de cielo.

—Esas personas de los trenes hablaron con usted. —Emma calló—. Debieron decirle sus nombres y responder a sus preguntas porque querían que usted hiciera algo, que las transmitiera o lo que sea.

Frankie se levantó sin decir palabra y se dirigió hacia el agua, deteniéndose con las puntas de los dedos en el borde del agua, y durante un medio minuto absurdo Emma creyó que iba a bañarse; en cambio, Frankie abrió la boca y lo que salió de su cuerpo fue un grito sin palabras. De dolor o de rabia, quién sabe.

Emma volvió a echarse y cerró los ojos, con el corazón retumbante, un sonido que resonaba en sus oídos. Penetrante. Eso era lo que era. «Y el niño cayó de rodillas.» Había un país de afligidos, un país de enfermos, inimaginable para los sanos, y Emma supo que era allí donde iba. Su corazón golpeaba violentamente contra su caja torácica, y después ya no era su corazón, era el bebé el que golpeaba violentamente contra ella.

Rodó de lado para amortiguar las patadas del bebé y la arena en la mejilla y la sal le evocaron la mañana de dos días antes de que Will se marchara cuando habían ido allí «para poder hacer ruido», había susurrado él; y sus labios en los de ella eran cálidos y su toque abrió los labios de ella bajo los de Will y sintió esa abertura en todo el cuerpo. Había sonreído contra la boca de Will y había soltado las amarras, dejándose llevar por la marea hacia la arena, sintiendo cómo se movía y moldeaba alrededor de ella, apartando el frío con el abrigo de franela. Detrás del horizonte de la cabeza de Will, el cielo matutino se arqueaba sobre ella y su deslumbrante azul le sostenía la mirada. Y cuando se hundió dentro de ella gimiendo, Emma se imaginó a Dios mirando y sonriendo por el nacimiento que habían creado, tocando un ritmo frenético que se elevaba en el aire.

Cuando se sentó, Frankie no estaba a la vista. Era el momento álgido de la tarde y el cielo ya se ladeaba hacia el crepúsculo y los chichicuilotes se habían vuelto descarados de nuevo y daban brincos en la amplia playa que se extendía al lado de ella. La marea avanzaba y la ola que venía le recordó la mano de un gigante, los nudillos blancos de la marea tamborileando, los dedos repiqueteando, repiqueteando y retrocediendo.

Más allá de donde rompían las olas, el perfil gris de un barco de guerra superpuesto por el punto más elegante y pequeño de un crucero. En algún lugar, mucho más lejos de estos dos, sabía que varias embarcaciones más rodaban y giraban, practicando maniobras. El crucero se apartó del casco del barco de guerra y la pluma blanca de su estela se le apareció sombría como el corte de un cuchillo sobre el agua azul. Se dio la vuelta y vio a Frankie sentada en lo alto del sendero de dunas, mirando hacia ella. La cúpula de luz y el arco del cielo se cernía sobre sus cabezas; pasó un mirón. Frankie se levantó, y su cuerpo se alzó como un poste indicador en un cruce en medio del desierto. Aquí, decía el cuerpo de la periodista al cielo, al mar, a la mujer por debajo de ella en la arena, aquí.

—Vamos —dijo Frankie gesticulando.

Subir a lo alto de la duna era como subir por una cascada, hundirte en la arena que se escurría de debajo de tus pies. Justo en el borde, Emma levantó la cabeza y fue como si emergiera de un hoyo al cielo.

Dieron dos pasos por las dunas y el sonido de la marea se esfumó de inmediato, dando paso al zumbido de los camiones y el tren que llegaba a las vías del puerto. Cuando alcanzaron el risco medio de las dunas, vieron ambas franjas de agua, delante y detrás, el mar azul más allá del triángulo de casas y ahí, avanzando por la llanura de arena.

A Emma le habría gustado decirle algo a Frankie, algo grande para que viera que comprendía el grito que había soltado al agua. Algo, lo que fuera. También le habría gustado tocarla, con suavidad, pero no lo hizo. Caminó a su lado, en silencio.

Desde el sendero de dunas, salieron a la carretera del pueblo justo antes del ocaso, y las ventanas y las puertas de cristal reflejaban la luz menguante. Sus ojos captaron la hilera de casitas en el extremo de la carretera y después, por afinidad, su propio tejado.

—Espere —dijo.

Frankie se irguió y se dio la vuelta. Emma miraba hacia su casa, donde Harry e Iris estaban en el porche, esperándola.

Si no seguía caminando, pensó Emma, si se daba la vuelta y se escondía en las dunas, si retrocedía todo el camino sobre la arena hasta el borde del agua y empezaba a nadar, podía nadar hasta él y lo encontraría y haría que lo que venían a decirle no fuera verdad.

—La tengo —prometió Frankie, y cogió la mano de Emma entre las suyas.