POR LA MAÑANA ella ya se había marchado sin dejar ningún mensaje. La doncella me sirvió el desayuno en la cocina, y luego se marchó para ocuparse de la casa. Yo ya había descartado la idea de sonsacarle información, ya que no sabría nada o no me diría nada de lo que quería saber, y, sin lugar a dudas, también le informaría a Flora de mis intentos. Así que, ya que parecía tener plena libertad, decidí ir de nuevo a la biblioteca y ver qué podía encontrar allí. Además, me gustan las bibliotecas. Me hace sentir cómodo y seguro tener muros de palabras, hermosas y sabias, a mi alrededor. Siempre me siento mejor cuando puedo ver que hay algo que mantiene a raya a las sombras.

Desde algún lugar apareció Donner o Blitzer, o alguno de sus hermanos, y me siguió por el corredor, caminando con las patas rígidas y olisqueando mi rastro. Traté de hacerme su amigo, pero era lo mismo que intentar intercambiar cortesías con el soldado que te ordena que te apartes del camino.

Mientras me dirigía a la biblioteca, inspeccioné algunas de las otras habitaciones, pero resultaron ser completamente normales.

Entré en la biblioteca, y África todavía me miraba. Cerré la puerta a mi espalda para mantener fuera a los perros y paseé por el cuarto leyendo los lomos de los libros en las estanterías.

Había gran cantidad de libros de historia; de hecho, parecían dominar toda la colección. También había muchos libros de arte, de esos de edición de lujo para coleccionistas, ante los cuales me detuve a hojear algunos. Normalmente, pienso mejor cuando estoy enfrascado en algo diferente a lo que me preocupa.

Me pregunté cuáles serían las fuentes de la riqueza de Flora. Si éramos hermanos, ¿significaba aquello que yo también, de algún modo, gozaba también de la misma opulencia? Pensé en mi estado económico y social, mi profesión, mis orígenes. Tuve la sensación de que nunca había tenido que preocuparme por el dinero, y que siempre hubo tanto como para no estarlo. ¿Era dueño de una casa tan grande como aquella? No podía recordarlo. ¿Qué hacía antes?

Me senté detrás del escritorio y hurgué en mi mente, buscando algún lugar especial que pudiera poseer cierto conocimiento. Es difícil examinarse a uno mismo de ese modo, como a un desconocido. Quizá esa fue la razón por la que no pude hallar nada. Lo que es tuyo es tuyo, y es una parte de ti, y simplemente pertenece a una parte privada e interna; eso es todo.

¿Fui doctor? Me vino a la mente mientras hojeaba algunos de los dibujos de anatomía de Da Vinci. Casi por reflejo, empecé a recordar mentalmente los pasos de varias intervenciones quirúrgicas. Me di cuenta de que en el pasado había operado a algunas personas.

Pero no era aquello. Mientras descubría que poseía conocimientos médicos, supe que aquel conocimiento era parte de otra cosa. De algún modo, sabía que no había practicado la cirugía. Entonces, ¿qué? ¿Qué más sabía?

Algo atrajo mi mirada.

Sentado allí, me llamó poderosamente la atención la pared más lejana, en la que, entre otras muchas cosas, había colgado un antiguo sable de caballería que había pasado por alto cuando llegué por primera vez. Me levanté, crucé el cuarto y lo cogí.

Estaba en mal estado. Me hubiera gustado tener un paño con lubricante y una piedra de afilar para ponerlo una vez más en el estado en que debería estar.

Yo conocía algo sobre armas antiguas, especialmente armas blancas.

El sable en mi mano parecía liviano y eficiente, y me sentía capaz de manejarlo. Me puse en guardia, ataqué y defendí varias veces. Sí, sabía que podía utilizarlo.

¿Qué clase de preparación podía deducirse de aquel hecho? Miré a mi alrededor buscando algo que me trajera nuevos recuerdos.

No se me ocurrió nada más, por lo que coloqué el sable nuevamente en su lugar y volví al escritorio. Allí sentado, decidí revisarlo completamente.

Comencé por el medio y continué hacia arriba por el lado izquierdo, y hacia abajo por el lado derecho, cajón por cajón.

Todo lo que había eran efectos de escritorio: sobres, sellos, papel de carta, lápices, gomas de borrar… todos eran artículos normales.

Había sacado cada cajón fuera del escritorio y los mantuve sobre las piernas mientras inspeccionaba su contenido. No era simplemente una idea, sino algo que formaba parte del entrenamiento que recibiera una vez y que me decía que debía revisar los lados y también el fondo.

Hubo algo que casi dejé pasar pero que, en el último momento, atrajo mi atención: el fondo del último cajón del lado derecho no era tan alto como los fondos de los otros cajones.

Aquello indicaba algo, y cuando me arrodillé y miré en el hueco del cajón, descubrí una cajita que estaba fija a la parte superior.

En sí misma, era un pequeño cajón, y estaba cerrada.

Empleé aproximadamente un minuto en intentar abrirlo con un clip, un alfiler y, finalmente, con un calzador metálico que había visto en otro cajón. El calzador lo logró abrir.

El cajón contenía un paquete de cartas.

Y el paquete llevaba un emblema que me hizo poner rígido donde estaba arrodillado; comencé a sudar y a respirar agitadamente.

Era un Unicornio Blanco en un Campo Verde, mirando hacia la derecha.

Yo conocía aquel emblema, y me dolía no poder nombrarlo.

Abrí el paquete y saqué las cartas. Eran parecidas a las del Tarot, con sus varas mágicas, pentáculos, copas y espadas, pero los Arcanos Mayores eran bastante diferentes.

Antes de continuar con mi inspección, coloqué los dos cajones en su sitio, cuidando de no cerrar el más pequeño.

Los Arcanos casi aparentaban tener vida, era como si estuvieran dispuestos a salir de aquellas brillantes superficies. Las cartas eran frías al tacto, y me daba un placer especial sostenerlas; y repentinamente supe que una vez había poseído un paquete igual.

Comencé a extenderlas sobre el escritorio.

La primera mostraba a un hombre pequeño de aspecto astuto, con una nariz aguda y cabello de color rojizo. Estaba vestido con algo parecido a un traje renacentista de color naranja, rojo y marrón. Llevaba largas medias y un jubón ajustado, adornado de pedrería. Y yo le conocía. Su nombre era Random.

En la siguiente, el rostro pasivo de Julián, su cabello oscuro y largo, ojos azules que no poseían pasión ni compasión. Estaba completamente vestido con una armadura de algo que parecían escamas, blanca, ni de plata ni pintada, sino que parecía esmaltada. Sabía, aun a pesar de su apariencia festiva y decorativa, que era terriblemente duro y resistente. Aquel era el hombre al que yo había derrotado en su juego favorito, por lo que me había arrojado una copa de vino. Le conocía y le odiaba.

Luego apareció el rostro oscuro y atezado de Caine, todo vestido de satén negro y verde, y llevando un sombrero de tres puntas ladeado sobre su cabeza, con plumas verdes que pendían por detrás. Estaba de pie y de perfil, con un brazo apoyado en la cadera. Las puntas de sus botas estaban curvadas hacia arriba, y llevaba una daga adornada con esmeraldas. Había ambivalencia en mi corazón.

Y entonces apareció Eric. Hermoso según cualquier canon. Su cabello era tan negro como para parecer casi azul. Su barba se rizaba alrededor de la boca siempre sonriente, y estaba vestido simplemente con una chaqueta de cuero y polainas, una capa sencilla y altas botas negras, y llevaba un cinturón rojo del que colgaba un sable plateado adornado con un rubí, y el cuello de su alta capa alrededor de la cabeza estaba surcado de rojo, haciendo juego con los adornos de sus mangas. Sus manos, cuyos dedos pulgares se ocultaban en el cinturón, eran terriblemente fuertes y prominentes. Un par de guantes negros sobresalía del cinturón, cerca de su costado derecho. Se trataba, estaba seguro, del que había intentado matarme aquel día en que casi muero. Le estudié y de algún modo le temí.

Luego apareció Benedict, alto y severo; delgado de cuerpo, delgado de rostro, pero amplio de mente. Vestía de naranja, amarillo y marrón, y me hizo recordar calabazas y almiares y espantapájaros y La Leyenda del Valle Durmiente[2].

Tenía un mentón largo y fuerte, ojos color avellana y cabello marrón que nunca se rizaba. Estaba de pie ante un caballo cobrizo y se apoyaba en una lanza en la que había anudada una corona de flores. Muy raramente reía. Me gustaba.

Cuando descubrí la carta siguiente, me detuve, y mi corazón dio un salto y comenzó a golpear contra el pecho pidiendo a gritos que lo dejaran salir.

Era yo.

Conocía a mi yo afeitado, y aquel no era otro que el reflejo del espejo. Sí, ojos verdes, cabello negro, vestido de negro y plata. Llevaba una capa que me envolvía suavemente, como si se debiera al viento. Calzaba botas negras, como las de Eric, y yo también me armaba con una espada, solo que la mía era más pesada que la suya, aunque no tan larga. Tenía puestos guantes, que eran plateados y de malla. El broche de mi cuello estaba labrado con la forma de una rosa de plata.

Yo, Corwin.

Y un hombre poderoso y grande me miraba desde la otra carta. Se parecía muchísimo a mí, a excepción de la barbilla, que estaba más marcada, y supe que era más grande que yo, aunque más lento. Su fuerza era ya leyenda. Vestía una túnica color azul y gris que se ceñía a la cintura con un cinturón ancho y negro.

Estaba de pie, riendo. Alrededor de su cuello, de un grueso cordón, colgaba un cuerno de caza, que era de plata. Llevaba una barba que le abarcaba el óvalo del rostro y un bigote poco espeso. En su mano derecha sostenía una copa de vino. Sentí un repentino afecto hacia él. Entonces se me ocurrió su nombre. Era Gérard.

Luego vino un hombre de fiera barba y aspecto llameante, vestido completamente de rojo y naranja, casi toda su ropa era de seda, y sostenía una espada en la mano derecha y una copa de vino en la izquierda, y el demonio en persona danzaba detrás de sus ojos, que eran tan azules como los de Flora y Eric.

Su mentón era pequeño, pero cubierto de barba. Su espada estaba incrustada de una elaborada filigrana dorada. Tenía dos enormes anillos en la mano derecha y uno en la izquierda: una esmeralda y un rubí, y un zafiro, respectivamente. Este, lo sabía, era Bleys.

Entonces apareció una figura que fluctuaba entre Bleys y yo. Mis rasgos, aunque más pequeños, y mis ojos; el cabello de Bleys y sin barba. Vestía un traje de montar verde y estaba sentado sobre un caballo blanco, dirigiéndose hacia el lado derecho de la carta. Había en él una cualidad que iba desde la fuerza hasta la debilidad, el tesón y el abandono. Me agradaba y a la vez me desagradaba, me caía bien y a la vez me repelía. Supe que su nombre era Brand. Apenas posé los ojos sobre él, lo supe.

De hecho, me daba cuenta de que los conocía a todos perfectamente, que los recordaba a todos, con sus fuerzas y debilidades, con sus victorias y fracasos.

Porque todos ellos eran mis hermanos.

Encendí un cigarrillo que cogí de la pitillera que había sobre el escritorio de Flora. Me recliné sobre el asiento y consideré todas las cosas que había recordado.

Aquellos hombres extraños, vestidos con sus extrañas ropas, eran mis hermanos. Y supe que era correcto y adecuado que se vistieran del modo que eligieran, así como era correcto para mí vestir de negro y plata. Me reí, pensando en la ropa que llevaba; la ropa que había comprado en la pequeña tienda de aquel pueblo donde me detuve tras haber dejado Greenwood.

Estaba con pantalones negros, y todas las camisas que había comprado, habían sido de un color gris plata. La chaqueta también era negra.

Volví nuevamente a las cartas, y allí estaba Flora con un vestido tan verde como el mar, tal como la recordara la noche anterior; y luego apareció una muchacha de cabello negro, con un cinturón de plata alrededor de la cintura. Su nombre era Deirdre. Luego apareció Fiona, con su cabello como el de Bleys o el de Brand, con mis ojos, y una piel de nácar. Desde el momento que di vuelta la carta, la odié. La siguiente era Llewella, cuyo cabello hacía juego con sus ojos color jade, vestida de relucientes gris y verde, y con un cinturón lavanda, y parecía triste. Por alguna razón, supe que ella no era como el resto de nosotros. Pero igualmente era mi hermana.

Experimenté un terrible sentimiento de alejamiento y distancia de toda aquella gente. Y, sin embargo, parecían estar físicamente cerca.

Las cartas eran tan frías al tacto, que las dejé nuevamente sobre el escritorio, aunque lo hice con un poco de desgana al tener que abandonar su contacto.

Aunque ya no había ninguna carta que fuera interesante. Todas las demás, eran cartas menores, y de algún modo sabía que —¡ah, de algún modo!— faltaban varias cartas.

Sin embargo, no tenía ninguna idea de lo que representaban los Triunfos que faltaban.

Extrañamente, aquello me entristeció, cogí el cigarrillo y murmuré:

—¿Por qué todas estas cosas que volvieron tan fácilmente al ver las cartas… volvieron sin traer consigo sus contextos? Ahora sé más de lo que sabía antes con respecto a rostros y nombres, pero es lo único. No puedo imaginar el significado de que todos estemos representados de este modo en los naipes. Y sin embargo, siento un fuerte deseo de poseer un paquete. Si cojo las de Flora, sé que se dará cuenta inmediatamente, y me encontraré en apuros. Lo mejor es devolverlas al pequeño cajón detrás del grande y cerrarlo otra vez. ¡Dios, cómo he atormentado mi cerebro prácticamente para nada!

Hasta que recordé una palabra mágica.

Ámbar.

La noche anterior había estado perturbado por aquella palabra. Lo suficientemente perturbado como para evitar pensar en ella hasta aquel momento.

Pero ahora la hacía rodar alrededor de mi mente, y examinaba todas las asociaciones que despertaba al tocar un punto sensible.

La palabra estaba cargada de una poderosa añoranza y una terrible nostalgia. Tenía una especie de belleza olvidada, de gran logro, y un sentimiento de poder que era terrible y casi último. De alguna manera, la palabra pertenecía a mi vocabulario. De algún modo, era parte de él y parte mía. Era el nombre de un lugar. Supe que era el nombre de un lugar que yo había conocido una vez. Aunque no se me presentaron imágenes, solo emociones.

Cuánto tiempo permanecí así sentado, no lo sé. El tiempo pareció abandonarme en mis ensueños.

Me di cuenta, desde el centro de mis pensamientos, que habían llamado suavemente a la puerta. Luego el picaporte giró y la doncella, cuyo nombre era Carmella, entró y me preguntó si deseaba almorzar.

Pareció una buena idea, así que la seguí nuevamente hasta la cocina, donde me comí medio pollo y bebí un cuarto de litro de leche.

Me dirigí nuevamente a la biblioteca cargando un termo con café y evitando a los perros. Ya iba por la segunda taza cuando sonó el teléfono.

Deseé cogerlo, pero supuse que habría extensiones por toda la casa y que Carmella lo cogería desde algún lugar.

Estaba equivocado. Aún seguía sonando.

Finalmente, no pude resistir más.

—Hola —dije—. Residencia Flaumel.

—Por favor, ¿podría hablar con la señorita Flaumel?

Era la voz de un hombre, rápida y ligeramente nerviosa. Parecía como si le faltara el aire, y sus palabras estaban disfrazadas por el débil tañido y las voces fantasmas de las llamadas de larga distancia.

—Lo siento —le dije—. No se encuentra aquí en este momento. ¿Puedo tomar el mensaje y decir que le llame luego?

—¿Con quién estoy hablando? —demandó.

Dudé, luego dije:

—Mi nombre es Corwin.

—¡Oh, Dios! —exclamó, y siguió un largo silencio. Empecé a pensar que había colgado. Dije:

—¿Hola? —justo antes de que empezara a hablar.

—¿Está viva todavía? —preguntó.

—¡Por supuesto que todavía está viva! ¿Con quién demonios estoy hablando?

—¿No reconoces la voz, Corwin? Soy Random. Escúchame, estoy en California y tengo problemas. Llamaba a Flora para pedirle asilo. ¿Estás con ella?

—Temporalmente —le dije.

—Ya veo. ¿Me darás tu protección, Corwin? —una pausa. Luego—: Por favor.

—Toda la que pueda —contesté—, pero no puedo obligar a Flora a nada antes de consultarlo con ella.

—¿Me protegerás contra ella?

—Sí.

—Entonces es perfecto para mí. Voy a tratar de ir ahora a Nueva York. Iré por un camino un poco indirecto, así que no sé cuánto tiempo me tomará llegar hasta allí. Si puedo evitar las sombras erróneas, te veré pronto. Deséame suerte.

—Suerte.

Hubo un click, y me quedé escuchando el lejano tañido y las voces fantasmas.

¡Así que el presuntuoso de Random estaba en problemas! Tenía el presentimiento de que no debería haberme molestado especialmente, pero era posible que fuera una de las llaves de mi futuro y de mi pasado. Trataría de ayudarle en todo lo que pudiera hasta haber obtenido de él toda la información que deseaba. Sabía perfectamente que ya no quedaba entre nosotros mucho amor fraternal. Pero también sabía que no era tonto. Tenía recursos y era astuto, extrañamente sentimental por las cosas más estúpidas; y, por otra parte, su palabra no valía absolutamente nada, y, probablemente, si lograba obtener mucho con ello, vendería mi cadáver a la escuela de médicos. Recordaba muy bien a aquel pilluelo, con un ligero toque de afecto, quizá por unas cuantas veces que lo pasáramos bien. Pero ¿confiar en él? Nunca. Decidí no decirle nada a Flora de su llegada hasta el último momento. Podría utilizarlo como un as, o, al menos, como una jota.

Añadí algo de café caliente a lo que quedaba en la taza y bebí lentamente.

¿De quién estaba escapando?

No de Eric, ciertamente, o no hubiera llamado aquí. Me pregunté por qué quiso saber si Flora había muerto por el hecho de estar yo aquí. ¿Estaba tan estrechamente aliada con el hermano que yo odiaba que era conocimiento común en la familia que le haría a ella lo mismo que a él si tuviera la oportunidad? Parecía extraño, pero él había hecho la pregunta.

¿Qué clase de alianza mantenían? ¿Cuál era la fuente de aquella tensión, de aquella oposición? ¿Por qué estaba huyendo Random?

Ámbar.

De algún modo sabía que la clave de todo se encontraba en Ámbar. El secreto de toda la confusión estaba en Ámbar, en algo que había ocurrido en aquel lugar, y, juzgaba yo, muy recientemente. Debía dar a entender que tenía el conocimiento que no poseía mientras se lo sacaba, pieza a pieza, a los que lo tenían. Confiaba en mí mismo, podría hacerlo. Desconfiaban demasiado entre ellos mismos como para que fueran cautelosos. Me basaría en aquello. Obtendría cuanto necesitase, tomaría lo que quisiera, y recordaría a los que me ayudaran y pisotearía al resto. Esto, lo sabía, era la ley que regía la vida de nuestra familia, y yo era un verdadero hijo de mi padre.

Mi dolor de cabeza vino de nuevo, repentinamente, lanzando punzadas que me rompían el cerebro. Algo que pensé con respecto a mi padre, o adiviné, o sentí… Aquello fue lo que hizo que comenzara el dolor. Pero no estaba seguro ni del por qué ni del cómo.

Después de un tiempo, el dolor pasó, y me dormí en la silla. Después de un tiempo mucho más largo, se abrió la puerta y entró Flora. Una vez más era de noche.

Estaba vestida con una blusa de seda verde y con una falda larga de seda gris. Tenía puestos unos zapatos livianos, ideales para andar, y unas medias gruesas. Su cabello estaba peinado hacia atrás y parecía ligeramente pálida.

Todavía llevaba el silbato de los perros.

—Buenas noches —dije levantándome.

Ella no replicó. En vez de eso, cruzó el cuarto dirigiéndose hacia el bar y se sirvió un Jack Daniels; se lo bebió de un trago. Luego se sirvió otro y se lo llevó con ella hasta el sillón.

Encendí un cigarrillo y se lo alcancé.

Asintió y dijo:

—El camino a Ámbar… es difícil.

—¿Por qué?

Me miró perpleja.

—¿Cuándo fue la última vez que lo intentaste?

Me encogí de hombros.

—No recuerdo.

—Es ese camino —dijo—. Simplemente me pregunto cuántas de esas dificultades son culpa tuya.

No respondí porque no sabía de qué estaba hablando. Recordé que había un camino mucho más fácil que el Camino para llegar al lugar llamado Ámbar.

Obviamente, ella no lo conocía.

—Te faltan algunos Arcanos —dije súbitamente con una voz que era casi la mía.

Se puso en pie de un salto, derramando la mitad de la bebida sobre su mano.

—Devuélvemelos —gritó cogiendo el silbato.

Me adelanté y la cogí por los hombros.

—Yo no los tengo —dije—. No era más que un simple comentario.

Se tranquilizó un poco y se echó a llorar; la conduje gentilmente, sentándola de nuevo.

—Pensé que me estabas diciendo que tú habías cogido los que faltan —dijo—, en vez de hacer un desagradable y evidente comentario.

No me disculpé. No me pareció correcto hacerlo.

—¿Hasta dónde llegaste?

—No muy lejos —se rio y me miró con una nueva luz en los ojos—. Ya veo lo que has hecho, Corwin —y encendí un cigarrillo para evitar cualquier necesidad de respuesta—. Algunas de aquellas cosas eran tuyas, ¿no? Tú bloqueaste mi camino hacia Ámbar antes de venir aquí, ¿no es cierto? Sabías que iría a ver a Eric. Pero ya no puedo. Tendré que esperar hasta que venga. Inteligente. Quieres atraerlo hasta aquí, ¿no? Pero no vendrá él en persona, mandará un mensajero.

Había un extraño tono de admiración en la voz de aquella mujer —que admitía haber tratado de venderme al enemigo, y que lo haría otra vez si tenía media oportunidad— mientras hablaba de algo que yo había hecho y que había arruinado sus planes. ¿Cómo puede alguien ser tan abiertamente maquiavélico en presencia de su víctima? La respuesta repiqueteó inmediatamente desde las profundidades de mi mente: este es el modo de actuar de los de nuestra clase. No tenemos ninguna necesidad de ser sutiles con los demás. Pero pensaba que le faltaba la fineza de una verdadera profesional.

—¿Crees que soy un estúpido, Flora? —pregunté—. ¿Crees que vine aquí con el único propósito de esperar que me entregaras a Eric?

—De acuerdo, ¡no juego de tu lado! ¡Pero tú también eres un exiliado! Eso prueba que no fuiste muy inteligente.

Sus palabras me quemaron, porque sabía que no eran verdad.

—¡Cómo el infierno lo soy! —dije.

Nuevamente, rio.

—Sabía que eso te sacaría de tus casillas —agregó—. De acuerdo, viajas por las sombras con algún propósito. Estás loco.

Me encogí de hombros.

Dijo:

—¿Qué quieres? ¿Para qué viniste realmente?

—Tenía curiosidad por saber lo que planeabas —contesté—. Eso es todo. No puedes mantenerme aquí si yo no quiero. Ni siquiera Eric puede hacerlo. Quizá realmente deseara visitarte. Quizá me esté volviendo sentimental con los años. Sin embargo, me quedaré un tiempo más y luego es posible que me marche. Si no te hubieras precipitado para intentar obtener algo de mí, podrías haberte beneficiado mucho más. Me pediste que un día te recordara, si ocurría un acontecimiento determinado…

Mi sugerencia tardó varios segundos en filtrarse.

Entonces dijo:

—¡Vas a intentarlo! ¡Realmente vas a intentarlo!

—Tienes mucha razón cuando dices que voy a intentarlo —dije, sabiendo que lo haría, fuera lo que fuese—, y puedes decírselo a Eric, si quieres, pero recuerda que puedo lograrlo. Piensa que, si lo consigo, podría ser agradable contarse entre mis amigos.

Deseaba con toda mi alma saber de qué infiernos estaba hablando, pero ya había recogido varios datos y sabía la importancia que tenían, así que podría utilizarlos acertadamente sin conocer su significado. Y sonaban bien, bien…

Repentinamente, me besó.

—No se lo diré. ¡De verdad! ¡No lo haré, Corwin! Creo que puedes conseguirlo. Gérard posiblemente te ayudaría; Bleys es más difícil, y quizá Benedict. Caine cambiará de bando cuando vea lo que está sucediendo.

—Puedo forjar mis propios planes —le dije.

Retrocedió. Llenó dos copas con vino y me dio una.

—Por el futuro —dijo.

—Siempre brindo por él.

Y bebimos. Llenó nuevamente mi copa y me estudió.

—Tiene que ser Eric, Bleys o tú —dijo—. Sois los únicos con agallas o cerebro. Te habías alejado tanto de la escena, que pensé que ya no estabas en la carrera.

—Todo debe comprobarse: uno no puede arriesgarse.

Bebí el vino y esperé que ella permaneciera callada un minuto. Me parecía que estaba siendo demasiado transparente tratando de jugar con cada nueva idea. Había algo que me molestaba y quería pensar en ello.

¿Qué edad tenía yo?

Sabía que la pregunta contenía una respuesta parcial al sentido de distancia y alejamiento que sentía con todos los personajes representados en las cartas. Yo era más viejo de lo que aparentaba ser (de unos treinta años cuando me miraba en el espejo… pero ya sabía que las Sombras mentían por mí). Era mucho, mucho más viejo, y había pasado mucho tiempo desde la última vez que viera a mis hermanos y hermanas, todos juntos como amigos. Viviendo uno al lado del otro, como mostraban las cartas, sin tensiones ni fricciones entre nosotros.

Escuchamos el sonido del timbre y a Carmella dirigiéndose a abrir.

—Ese debe ser el hermano Random —dije, sabiendo que era así—. Está bajo mi protección.

Sus ojos se agrandaron, luego sonrió como si apreciara algo inteligente que yo hubiera hecho.

No lo había hecho, por supuesto, pero estaba contento de que pensara así.

Me hacía sentir más seguro.