CUANDO EL TAXI me dejó en una esquina del pueblo más próximo, eran las ocho en punto. Le pagué al conductor y luego estuve caminando alrededor de veinte minutos. Me detuve en un bar a desayunar. Tomé un zumo, un par de huevos, tostadas, bacon, y tres tazas de café. El bacon tenía demasiada grasa.
Cuando acabé de desayunar, había pasado casi una hora. Eché a andar de nuevo; encontré una tienda de ropa y esperé hasta las nueve y media, la hora de abrir.
Compré un par de pantalones, tres camisas de sport, un cinturón, ropa interior y un par de zapatos de mi medida; me compré también un pañuelo, una billetera y un peine de bolsillo.
Encontré una estación de autobuses y cogí uno que iba hacia la ciudad de Nueva York. Nadie trató de detenerme. Nadie parecía buscarme…
Sentado allí, mirando el campo coloreado por el otoño y cuya hierba era agitada por un fuerte viento bajo un frío y brillante cielo, analicé lo que sabía de mí y mis circunstancias.
Había sido ingresado en el Greenwood por mi hermana Evelyn Flaumel bajo el nombre de Cari Corey. Eso se debió a un accidente de coche que había tenido quince días atrás, en el que sufrí varias fracturas de huesos que ya no me molestaban en lo más mínimo. Y no recordaba a mi hermana Evelyn. La gente de Greenwood había recibido órdenes de mantenerme en un estado pasivo, y temían que los denunciara, como amenacé con hacerles cuando me liberé. Bien. Alguien tenía miedo de mí por alguna razón. Jugaría la partida hasta el final.
Me obligué a volver otra vez hasta el momento del accidente, pensamiento que mantuve en la cabeza hasta que me produjo dolor. Tenía la impresión de que no había sido un accidente, aunque no sabía por qué. Lo averiguaría y alguien pagaría por ello. Pagarían mucho, mucho. Una cólera terrible invadió mi cuerpo.
Quienquiera que haya sido el que intentó herirme, usarme, lo hizo bajo su propio riesgo, y recibiría su merecido, fuera quien fuese. Sentía un apremiante deseo de matar, de destruir al culpable; y sabía que no era la primera vez en mi vida que sentía algo así, y sabía que en el pasado lo había cumplido. Más de una vez.
Miré por la ventanilla, viendo cómo caían las hojas muertas.
Cuando llegué a la ciudad, lo primero que hice fue entrar en la peluquería más cercana para que me afeitaran y cortaran el pelo; y lo segundo, fue cambiar de camisa en un servicio, ya que no soporto los pelillos en la espalda. La 32 automática, que pertenecía al individuo sin nombre del Greenwood, estaba en el bolsillo derecho de mi chaqueta. Almorcé rápidamente, y anduve en metro y autobuses por espacio de una hora; luego cogí un taxi para que me llevara a la dirección de Evelyn, mi supuesta hermana y posible estimuladora de recuerdos, en Westchester.
Mientras me acercaba, iba pensando en lo que iba a decir. Por eso, cuando la enorme puerta del viejo lugar se abrió en respuesta a mi llamada, ya sabía lo que diría. Lo había pensado mientras caminaba por el largo, sinuoso, camino de grava blanca, entre los oscuros robles y brillantes arces, mientras las hojas crujían bajo mis pies y el viento enfriaba mi recién afeitado cuello, protegido por la levantada solapa de la chaqueta. El olor del tónico capilar se mezclaba con la humedad de las hiedras que cubrían todos los muros de aquel viejo lugar de ladrillo. No me sentía familiarizado con el sitio. No creía haber estado nunca antes allí.
Había golpeado la puerta, recibiendo un eco.
Luego metí las manos en los bolsillos y esperé.
Cuando la puerta se abrió, sonreí y asentí a la morena doncella cubierta de lunares y acento portorriqueño.
—¿Sí? —dijo.
—Desearía ver a la señorita Evelyn Flaumel, por favor.
—¿A quién debo anunciar?
—A su hermano Cari.
—¡Oh! Entre, por favor —me dijo.
Entré a un vestíbulo cuyo suelo era un mosaico de pequeñas baldosas color salmón y turquesa, las paredes de caoba, y donde, desde el techo, un cubo de cristal y esmalte arrojaba una luz amarilla.
La doncella se marchó y yo miré a mi alrededor buscando algo que me resultara familiar.
Nada.
Esperé.
Momentos después, la doncella regresó, hizo un gesto de asentimiento y dijo:
—Sígame, por favor. Le recibirá en la biblioteca.
La seguí por unas escaleras y por un corredor donde dejamos atrás dos puertas cerradas. La tercera a mi izquierda estaba abierta; la doncella me indicó que podía entrar. Así lo hice, y me detuve en el umbral.
Como todas las bibliotecas, estaba repleta de libros. También había tres cuadros: dos de ellos representaban tranquilos paisajes campestres, y el tercero, un pacífico paisaje marino. El suelo estaba enmoquetado de verde. Junto a un enorme escritorio se hallaba un descomunal globo terráqueo, con África mirándome, y, detrás, un ventanal que ocupaba toda la pared, con ocho paneles de cristal. Pero no fue por ninguna de estas razones por lo que me detuve.
La mujer de detrás del escritorio llevaba un vestido de exagerado escote en forma de V de un color verde azulado; su cabello era largo, con un corto flequillo sobre la frente, todo ello una mezcla entre las nubes del atardecer y el borde exterior de la llama de una vela en una habitación que de lo contrario estaría a oscuras, y de algún modo supe que era natural; y sus ojos, detrás de unas gafas que no creí que necesitara, eran tan azules como el lago Eire a las tres de la tarde de un día de verano sin nubes; y el color de su comprimida sonrisa era igual a su cabello. Pero ninguna de estas fueron las razones por las que me detuve.
Yo la conocía de algún lugar, aunque no sabría decir de dónde.
Avancé, manteniendo la sonrisa.
—Hola —dije.
—Siéntate —dijo ella—, por favor —indicando una silla de respaldo alto y con grandes apoyabrazos anaranjados, inclinados en ese ángulo que tanto me gusta.
Lo hice y ella me estudió.
—Me alegra que estés de nuevo en pie.
—Yo también. ¿Cómo has estado?
—Bien, gracias. Debo admitir que no esperaba verte por aquí.
—Lo sé —mentí—, pero aquí estoy para agradecerte los cuidados que me brindaste —dejé que una nota de ironía se filtrara a través de aquella sentencia para observar su reacción.
En ese momento entró en la habitación un perro enorme —un perro lobo irlandés— que se arrellanó frente al escritorio. Lo siguió otro, que dio varias vueltas alrededor del globo terráqueo antes de dejarse caer al suelo.
—Bueno —replicó ella, devolviendo la ironía—, era lo menos que podía hacer por ti. Deberías conducir con más cuidado.
—En el futuro —dije—, tomaré mayores precauciones, te lo prometo —no sabía qué clase de juego estaba jugando, pero ya que ella no sabía que yo no lo sabía, decidí continuar para intentar sacarle cuanta información pudiera.
—Supuse que tendrías curiosidad por saber en qué estado había quedado, por eso vine hasta aquí, para mostrártelo.
—La tenía y la tengo —replicó—. ¿Has comido?
—Un almuerzo ligero, hace horas ya —dije.
Llamó a la doncella y le ordenó que trajera comida. Luego dijo:
—Pensé que cuando te sintieras capaz, tú mismo decidirías marcharte de Greenwood, aunque nunca imaginé que fuera tan pronto, ni que vinieras aquí.
—Lo sé —dije—, por eso lo hice.
Me ofreció un cigarrillo que acepté; encendí el suyo y luego el mío.
—Siempre fuiste impredecible —me dijo finalmente—. Aunque en el pasado te ha ayudado mucho, yo no contaría con ello ahora.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
—Los premios son demasiado grandes como para jugar de farol, y creo que es eso lo que estás intentando al venir aquí. Siempre he admirado tu coraje, Corwin, pero no seas tonto. Sabes perfectamente quién es el que está ganando hasta ahora.
¿Corwin? Registrado como Corey.
—Quizá no —dije—. He dormido mucho tiempo, ¿te acuerdas?
—¿Quieres decir que no te has mantenido en contacto?
—Desde que desperté no he tenido oportunidad.
Inclinó la cabeza a un lado y entornó los maravillosos ojos.
—Temerario —dijo—, pero posible. Simplemente posible. Quizá hayas hecho algo inteligente y seguro. Déjame pensarlo.
Continué fumando, con la esperanza de que dijera algo más. Pero no lo hizo, así que decidí aprovechar lo que parecía una ventaja obtenida en aquel juego que no entendía, entre jugadores a los que no conocía y de cuyos premios no tenía la menor idea.
—El hecho de que esté aquí indica algo —dije.
—Sí —replicó—, lo sé. Pero eres inteligente, así que puede significar más de una cosa. Esperaremos y ya veremos.
¿Esperar qué? ¿Para ver qué? ¿Qué cosa?
Los filetes llegaron acompañados de una jarra de cerveza y me liberaron momentáneamente de hacer comentarios crípticos y generales sobre los que ella pudiera reflexionar sutil o cautelosamente. Mi filete era bueno: Rosado en el interior y lleno de jugo. Comía pan crujiente y bebía cerveza devorado por el hambre y la sed. Ella se reía cuando me miraba, mientras cortaba pequeños trozos del suyo.
—Me encanta la manera con que te enfrentas a la vida, Corwin. Esa es una de las razones por las que odiaría que la perdieras.
—Yo también —murmuré.
Y mientras comía, pensé en ella. La vi con un vestido de escote bajo, verde como el verde del mar. Había música y danza, y voces a nuestras espaldas. Yo vestía de negro y plata y… La visión se alejó. Supe que aquella era una parte real de mi memoria, e interiormente maldije por no poder poseerla por entero. ¿Qué me había estado diciendo ella, en su verde, a mí, en mi negro y plata, aquella noche, detrás de la música, de la danza, de las voces?
Serví más cerveza para los dos y decidí intentarlo con la visión.
—Recuerdo una noche —dije—, que ibas vestida completamente de verde y yo con mis colores. Qué hermoso parecía todo… Y la música…
Su rostro se tornó levemente melancólico y sus mejillas se suavizaron.
—Sí —dijo—. ¿Acaso no fueron aquellos días perfectos…? ¿De verdad no has estado en contacto?
—Te doy mi palabra —dije (¡para lo que valía!).
—Las cosas han empeorado —comentó—, y las sombras tienen más horrores de los que cualquiera de nosotros pudiera haber imaginado…
—¿Y…? —pregunté.
—Él todavía tiene problemas —finalizó.
—¡Oh!
—Sí —continuó—, y querrá saber del lado de quién estás.
—Aquí precisamente —dije.
—¿Quieres decir…?
—Por ahora —concluí, quizá demasiado rápidamente, ya que sus ojos se abrieron bastante—, pues todavía no conozco el estado de todos los asuntos —tuviera el significado que tuviere lo que acababa de decir.
—¡Oh!
Terminamos de comer nuestros filetes y de bebernos las cervezas y arrojamos los huesos a los perros.
Tomamos algo de café y me puse fraternal, pero reprimí aquel sentimiento.
Pregunté:
—¿Y los otros? —lo que podía significar cualquier cosa, aunque parecía algo seguro.
Por un momento temí que me preguntara qué quería decir. Pero, en vez de eso, se reclinó contra la silla, miró el techo y dijo:
—Como siempre. No se ha sabido nada de ninguno. Quizá el tuyo fuera el modo más sabio de actuar. Lo apruebo. Pero ¿cómo puede una olvidar… la gloria?
Bajé la mirada, pues no estaba seguro de lo que reflejaría.
—Uno no puede —dije—, uno nunca puede.
Siguió un largo e incómodo silencio, tras el cual dijo:
—¿Me odias?
—Por supuesto que no —repliqué—. ¿Cómo podría… considerando todo lo ocurrido?
Aquello pareció complacerla, y sonrió, mostrando sus dientes blancos, muy blancos.
—Gracias —dijo—. Aparte de todo, eres un caballero.
Incliné la cabeza y sonreí.
—Me harás cambiar de bando.
—Si tenemos todo en cuenta —dijo—, será difícil.
Aquello me hizo sentir incómodo.
Mi cólera estaba allí, y me preguntaba si ella sabía hacia quién iba dirigida.
Intuía que sí, que lo sabía, y tuve que luchar contra el deseo de preguntárselo abiertamente.
—Bien, ¿y qué es lo que pretendes hacer? —preguntó finalmente.
Me estaba poniendo a prueba.
—Por supuesto, no confías en mí… —repliqué.
—¿Acaso podríamos hacerlo nosotros?
No olvidaría aquel nosotros.
—Bien, entonces. Por un tiempo estoy dispuesto a permanecer bajo tu vigilancia. Me sentiré contento de quedarme aquí, donde puedas tenerme siempre vigilado.
—¿Y después?
—¿Después? Ya veremos.
—Inteligente —dijo—. Muy inteligente. Me pones en una situación difícil (yo lo había dicho porque no tenía ningún lugar a donde ir, y el dinero que había conseguido no me duraría mucho). Sí, por supuesto que te puedes quedar. Pero déjame prevenirte —y tomó lo que me había parecido un colgante sujeto a una cadena alrededor de su cuello—, esto es un silbato ultrasónico. Donner y Blitzer, los perros, tienen cuatro hermanos. Todos están entrenados para encargarse de las personas desagradables, y todos responden al silbato. Así que no vayas a ningún lugar al que no te llamen. Una o dos llamadas e incluso tú mismo serías destruido por ellos. ¿Sabes? Gracias a ellos ya no hay lobos en Irlanda.
—Lo sé —dije, dándome súbita cuenta de ello.
—Sí —continuó—, a Eric le gustará saber que eres mi huésped. Eso hará que te deje en paz, que es lo que quieres, n’ est ce pas?
—Oui.
¡Eric! ¡Aquel nombre significaba algo! Yo había conocido a un Eric, y de algún modo había sido importante. Pero no recientemente. El Eric al que conocí todavía andaba por ahí, y aquello seguía siendo importante.
¿Por qué?
Lo odiaba, aquello era una razón. Lo odiaba lo suficiente como para haber pensado en matarlo. Quizá hasta lo había intentado.
También sabía que existía una cierta unión entre nosotros.
¿Parentesco?
Sí, eso era. A ninguno de los dos le agradaba que fuéramos… hermanos… recordaba, recordaba…
El grande y poderoso Eric, con su húmeda barba rizada y los ojos… ¡cómo los de Evelyn!
Fui atormentado por una nueva oleada de memoria, mis sienes latieron y mi cuerpo comenzó a sudar.
No permití que nada de esto se reflejara en mi rostro, y me obligué a seguir fumando y a beber un poco más de cerveza, ya que me había dado cuenta de que Evelyn era realmente mi hermana. Solo que Evelyn no era su nombre, no sabía cuál era, pero Evelyn, no. Decidí que tendría que ser muy cuidadoso. Hasta que lo recordara, no usaría ningún nombre para dirigirme a ella.
¿Y qué pasaba conmigo? ¿Qué era lo que estaba ocurriendo a mi alrededor?
Eric, me di cuenta repentinamente, había tenido alguna conexión con mi accidente. Debería haber sido fatal, pero logré salvarme. Él había sido el responsable. Sí, contestaron mis sentimientos. Tenía que haber sido Eric. Y Evelyn estaba trabajando con él, pagando en Greenwood para que me mantuvieran en coma. Mejor que estar muerto, pero…
Me percataba de que al acudir a la casa de Evelyn me ponía en manos de Eric, y que sería su prisionero, y que si me quedaba estaría indefenso ante cualquier ataque.
Pero ella había sugerido que siendo su huésped, me dejaría en paz. No podía considerar nada como seguro. Debería estar siempre en guardia. Quizá simplemente lo mejor fuera que me marchara y dejara que mis recuerdos volvieran de forma natural.
Pero estaba la terrible sensación de urgencia. Tenía que averiguar la historia completa tan pronto como fuera posible, y actuar inmediatamente después de conocerla. Estaba dentro de mí como una compulsión. Si el peligro era el precio de la memoria y el riesgo el coste de la oportunidad, que así fuera. Me quedaría.
—Y recuerdo —dijo Evelyn, y me di cuenta de que había estado hablando durante un rato y yo ni siquiera la había escuchado. Quizá se debiera a la cualidad reflexiva de sus palabras, que no requerían ninguna clase de respuesta… debido quizás a la urgencia de mis pensamientos.
—Y recuerdo el día que derrotaste a Julián en su juego favorito, lo que hizo que te arrojara una copa de vino a la cara y te maldijera. Pero tú te llevaste el premio; y él repentinamente tuvo miedo de haber ido demasiado lejos. Pero entonces tú te reíste y tomaste una copa de vino con él. Creo que me sentí mal ante aquella muestra de temperamento, cuando normalmente era tan frío, y creo que aquel día te envidió. ¿Te acuerdas? Me parece que desde entonces, hasta cierto punto, te ha imitado en algunos aspectos. Pero yo todavía le odio y espero que caiga pronto. Siento que él…
Julián, Julián, Julián. Sí y no. Algo acerca de un juego y yo acosando a un hombre y destruyendo un autocontrol casi legendario. Sí, había una sensación de familiaridad: y no, ya que no podría decir con seguridad de qué se había tratado.
—Y Caine, cómo le engañaste. ¿Sabes? Desde aquel momento, te odia…
Pude darme cuenta de que no era muy querido. No sé por qué, aquel sentimiento me agradó.
Y Caine también me era familiar.
Eric, Julián, Caine, Corwin. Los nombres flotaban en mi cabeza, y de algún modo me resultaba difícil soportarlo.
—Ha pasado tanto tiempo… —dije casi involuntariamente, y parecía ser verdad.
—Corwin —dijo ella—, no nos engañemos. Sé que quieres más que seguridad. Además, todavía eres lo suficientemente fuerte como para sacar algo de esto, si juegas tu baza correctamente. No tengo idea de lo que tienes en mente, pero quizá podamos hacer un trato con Eric —la primera persona del plural se había filtrado. Ella ya había llegado a la conclusión de que yo era una pieza de valor en lo que estaba ocurriendo. Podía decir que veía una oportunidad para obtener algo para sí misma. Sonreí, solo un poco—. ¿Por eso viniste aquí? —continuó—. ¿Tienes alguna proposición para Eric, algo que requiera un viaje entre los planos?
—Quizá —repliqué—, cuando piense un poco más en ello. Me he recobrado hace tan poco tiempo, que todavía debo reflexionar bastante —aunque lo que quería era estar en mejores condiciones para actuar rápidamente, si decidía que mis intereses estaban del lado de Eric.
—Ten cuidado —añadió—, ya sabes que le contaré todo lo que hablemos aquí.
—Por supuesto —dije, sin saberlo realmente, tratando de aferrarme a algo—, a menos que tus intereses estuvieran unidos a los míos.
Sus cejas se unieron bastante, apareciendo arrugas entre ellas.
—No estoy segura de lo que estás proponiendo.
—Aún no estoy proponiendo nada —dije—. Simplemente estoy siendo honesto contigo al decirte que no sé. No estoy muy seguro de que quiera hacer un trato con Eric. Después de todo… —dejé que las palabras se perdieran adrede, ya que no tenía nada con qué continuar, aunque sabía que debería decir algo más.
—¿Acaso te ha ofrecido alguna alternativa? —se puso en pie repentinamente, cogiendo el silbato—. ¡Bleys! ¡Por supuesto!
—Siéntate —le dije—, y no seas ridícula. ¿Me entregaría a ti tan fácil y tranquilamente solo para que me echaras de comida a los perros, simplemente porque a ti se te ocurre pensar en Bleys?
Se relajó, incluso se derrumbó un poco, y volvió a sentarse.
—Posiblemente, no —dijo por fin—, pero sé que eres un jugador de ventaja. Si has venido hasta aquí para disponer de un aliado, ni siquiera lo intentes. No soy tan importante. Ya deberías saberlo; además, siempre pensé que yo te caía bien.
—Antes y ahora —dije—, y no tienes nada de qué preocuparte. Aunque es interesante que hayas mencionado a Bleys.
Y que hables más, más, más. Hay tanto que quiero saber.
—¿Por qué? ¿Ha tratado de ponerse en contacto contigo?
—No te lo diré —repliqué, esperando que me diera algo con lo que poder sostenerme. Y, ahora que sabía cómo era Bleys—: Si lo hubiera hecho, le hubiera contestado lo mismo que le contestaría a Eric… «Lo pensaré».
—Bleys —repitió ella.
Y yo me dije a mí mismo: Bleys, Bleys, me gustas. No recuerdo por qué, y sé que hay razones para todo lo contrario… Pero me gustas, lo sé.
Estuvimos sentados un rato, yo me sentía fatigado, pero no permitía que se reflejara en mi rostro. Debía ser fuerte. Sabía que debía serlo.
Sentado allí, sonreí y dije:
—Tienes una buena biblioteca.
Y ella respondió:
—Gracias.
—Bleys —repitió después de un tiempo—. ¿Crees que tiene alguna posibilidad?
Me encogí de hombros.
—¿Quién sabe? Por cierto, yo no lo sé. Quizá él sí. Quizá no.
Me miró, sus ojos estaban ligeramente abiertos, su boca también.
—¿Tú no? —dijo—. ¿No vas a tratar de conseguirlo?
Reí, solamente con el propósito de contrarrestar sus emociones.
—No seas tonta —dije cuando terminé—. ¿Yo?
Pero mientras ella lo decía, supe que había tensado una cuerda profundamente enterrada y que latió con un estentóreo:
—¿Por qué no?
Súbitamente tuve miedo.
Parecía relajada ante mi rechazo, fuera lo que fuese lo que estaba rechazando. Sonrió, e indicó un bar que había a mi izquierda.
—Me gustaría un Irish Mist —dijo.
—También a mí —repliqué, levantándome y preparando un par de ellos.
—¿Sabes? —dije después de haberme sentado nuevamente—. Es agradable estar juntos así, aunque sea por poco tiempo. Trae recuerdos.
Sonrió, y estaba encantadora.
—Tienes razón —dijo tomando su bebida—. Contigo aquí casi me siento en Ámbar —y yo casi dejé caer mi copa.
¡Ámbar! La palabra había enviado una corriente eléctrica por mi columna vertebral.
Se puso a llorar. Para reconfortarla, me levanté y acaricié sus hombros.
—No llores, pequeña. Por favor, no lo hagas. A mí también me hace infeliz. —¡Ámbar! Había algo en aquella palabra. ¡Algo eléctrico y poderoso!—. Volverán los buenos tiempos —dije suavemente.
—¿Lo crees realmente? —preguntó.
—Sí —dije en voz alta—. ¡Sí, lo creo!
—Estás loco —dijo—. Quizá sea esa la razón por la que seas mi hermano favorito. Casi puedo creer cualquier cosa que digas, aún sabiendo que estás loco.
Lloró un poco más y se detuvo.
—Corwin —dijo—, si lo logras… si por cualquier cosa salida de las Sombras lo logras… ¿te acordarás de tu hermana Florimel?
—Sí —dije, sabiendo que aquel era su nombre—, sí, me acordaré de ti.
—Gracias. A Eric solo le diré lo importante, sin mencionar a Bleys ni mis últimas sospechas.
—Gracias, Flora.
—Pero no confío en ti en absoluto. Recuerda también eso.
—No hace falta que lo digas.
Llamó a la doncella para que me mostrara el dormitorio, donde logré desvestirme, caer en la cama y dormir once horas.