Capítulo III

Era un perro.

Pero no uno corriente.

Él mismo iba conduciendo en dirección a las afueras.

Era grande, un pastor alemán —excepto por su cabeza, y estaba sentado sobre sus cuartos traseros en el asiento delantero, mirando por la ventanilla los otros coches y lo que podía distinguir del paisaje. Pasaba a otros vehículos debido a que marchaba por el carril de alta aceleración.

Era una tarde fría y la nieve cubría los campos; los árboles lucían chaquetas de hielo, y todos los pájaros que había en el cielo y en la tierra parecían excepcional mente oscuros.

El perro abrió la boca y su larga lengua tocó el cristal de la ventanilla, empañándola. Tenía la cabeza más grande que la de cualquier perro, salvo, quizá, la del galgo lobero irlandés. Tenía los ojos hundidos y la boca abierta porque estaba riéndose.

Continuó su carrera.

Pasado un rato, el coche aminoró la velocidad, cruzó la autopista, se situó en el carril de la derecha y, después de un tiempo, giró para meterse por un atajo. Durante varios kilómetros ascendió por un camino comarcal; luego, se desvió por un sendero estrecho y aparcó bajo un árbol.

El motor se detuvo y la puerta se abrió.

El perro abandonó el coche y empujó la portezuela con el hombro. Cuando vio que la luz de la cúpula se apagaba, dio media vuelta y se adentró en el campo en dirección al bosque.

Levantaba las patas con sumo cuidado y examinaba sus huellas. Al entrar en el bosque aspiró varías bocanadas de aire. Entonces, sacudió todo su cuerpo.

Lanzó un extraño ladrido, nada parecido al de un perro, y empezó a correr.

Corrió entre los árboles y las rocas, saltó por encima de charcos congelados y pequeñas hondonadas, subió colinas y bajó pendientes, dejó atrás matorrales cristalinos, veteados de arcoiris, y pasó al lado del lecho helado de un riachuelo. Jadeante, se detuvo. Olfateó el aire.

Abrió la boca y se rio; era algo que había aprendido de los hombres. Luego, respiró profundamente, alzó la cabeza y aulló… algo que no le habían enseñado los hombres.

De hecho, no sabía bien dónde lo había aprendido. Su aullido recorrió las colinas y produjo ecos como el sonido de un gran cuerno.

Mientras los escuchaba, enderezó las orejas. Al rato, oyó un aullido de respuesta, parecido, aunque distinto, al suyo.

Era imposible que existiera un aullido igual, ya que su voz no era del todo la de los perros. Prestó atención, olfateó, aulló otra vez.

De nuevo recibió una respuesta. En esta ocasión, más cercana… Esperó, inspeccionando la brisa en busca de los mensajes que portaba.

Era un perro el que se le acercaba colina arriba. Primero lo hizo con rapidez; luego, frenó la carrera hasta convertirla en una marcha normal. Se paró a doce metros de el. Bajó la cabeza.

Era una especie de sabueso de orejas colgantes: grande, mestizo… Olfateó una vez más y su garganta emitió un sonido apagado.

El perro mostró los dientes.

Avanzó hacia él y el otro no se movió hasta que se acercó a unos tres metros. Entonces, dio media vuelta y comenzó a retroceder.

Se detuvo.

El perro le observó con cautela y empezó a rodearle. Lo hizo en dirección a su lado de sotavento y olfateó el viento.

Por último, él produjo un sonido que salió de lo más profundo de su garganta. Extrañamente, se pareció a un «Hola».

El perro le gruñó. Dio un paso hacia él.

—Perro bueno —dijo. Éste ladeó la cabeza.

—Perro bueno —repitió.

Dio un paso más, y otro. Entonces, se sentó.

—… Perro mu-uy bueno —dijo. Despacio, movió el rabo.

Se incorporó y se le acercó. El perro le olfateó todo el cuerpo. Él le devolvió el cumplido. Meneó el rabo y dio vueltas a su alrededor una y otra vez; alzó la cabeza y soltó dos ladridos.

Se movió en un círculo que se fue ampliando y, de vez en cuando, bajaba la cabeza hasta el suelo. Luego, se lanzó a toda velocidad hacia el bosque con la cabeza aún gacha.

Él se acercó al último lugar donde se detuvo y olisqueó el terreno. Entonces, giró y siguió el rastro a través de los árboles.

Pasados unos segundos, le alcanzó y continuaron la carrera juntos.

Al rato, cobró ventaja y el rastro empezó a conducirles en círculos, bajando y subiendo por el terreno irregular. Finalmente, se hizo muy fuerte.

Un conejo salió del escondrijo que le brindaba un matorral.

Lo derribó y lo cogió entre sus fauces enormes.

Como no dejaba de debatirse, movió bruscamente la cabeza.

El espinazo crujió y dejó de luchar.

Lo mantuvo en la boca un momento más y miró a su alrededor.

El sabueso se acercó a toda carrera, temblando de arriba a abajo.

Soltó el conejo a sus pies.

Alzó la vista y lo miró con expectación. Él lo observó.

El otro bajó la cabeza y desgarró el cadáver.

La sangre humeó en el gélido aire.

Copos perdidos de nieve aterrizaron sobre la cabeza marrón del perro.

Masticó y tragó, masticó y tragó…

Finalmente, él mismo bajó la suya y desgarró la carne. Estaba caliente, cruda, y sabía a comida silvestre. El perro retrocedió cuando él hincó los dientes en la presa y un gruñido murió antes de salir por su boca.

Como no estaba demasiado hambriento, la soltó y se apartó. El perro saltó sobre ella de nuevo.

Cuando acabó, cazaron juntos durante varias horas.

Siempre era él quien realizaba la matanza, pero siempre se la dejaba al otro para que la devorara.

En total, abatieron siete conejos. Los dos últimos ni los probaron. El perro se sentó y le miró.

—Perro bueno —le dijo. Meneó el rabo.

—Perro malo —le dijo.

El rabo dejó de moverse.

—Perro muy malo.

Bajó la cabeza. Alzó los ojos para mirarle.

Él dio media vuelta y se marchó.

El otro le siguió con el rabo entre las patas.

Se detuvo y miró por encima del lomo.

El perro se postró encogido.

Luego, ladró cinco veces y aulló.

Volvió a subir las orejas y el rabo.

Se acercó a su lado y le olfateó una vez más.

Emitió un sonido de risa.

—Perro bueno —dijo.

Meneó el rabo.

Se rio de nuevo.

—I-dio-ta mi-cro-ce-fá—li-co —dijo.

El rabo siguió meneándose.

Se rio.

—Perro bueno, perro bueno, perro bueno, perro bueno, perro bueno.

Corrió en un círculo pequeño, colocó la cabeza entre sus patas delanteras y le miró. Él mostró los colmillos y gruñó. Entonces, saltó sobre el perro y le mordió el lomo. Soltó un aullido y salió corriendo.

— ¡Estúpido! —gruñó—, ¡estúpido, estúpido, estúpido, estúpido, estúpido!

No hubo respuesta.

Volvió a aullar, un sonido que no se parecía al de ningún otro animal en la Tierra. Regresó al coche, abrió la puerta con el hocico y saltó al interior.

Se apoyó sobre un botón que había en el salpicadero y el motor arrancó. La puerta se abrió por sí sola y, luego, se cerró con fuerza. Con una pata, presionó las coordenadas necesarias. El coche retrocedió de debajo del árbol y subió por el sendero en dirección a la carretera.

A toda velocidad retornó a la autopista y desapareció.

En algún tugar, un hombre caminaba.

Podría haber llevado un abrigo más pesado para esta fría mañana, pero estaba encariñado con el de cuello de piel.

Con las manos metidas en los bolsillos, caminaba al lado de la valla protectora, Al otro lado, los coches pasaban rugiendo.

En ningún momento volvió la cabeza.

Podría haber estado en muchos otros sitios, pero eligió estar allí. Eligió caminar en esa fría mañana.

Eligió no preocuparse por nada, excepto caminar.

Los coches iban a toda velocidad y él caminaba despacio, pero con decisión. No se encontró con nadie más que fuera a pie.

Tenía el cuello del abrigo levantado contra el viento; sin embargo, no evitaba todo el frío.

Siguió caminando, y la mañana le penetró y tiró de sus ropas. El día le retuvo, caminando, en su infinita galería, sin firma y desapercibido.

Nochebuena.

… Lo opuesto al Año Nuevo;.

Es el momento del año para las reuniones familiares, para que los árboles de Navidad estén encendidos… para los regalos, comer piaros especiales y tomar bebidas especiales.

Es el tiempo personal, más que social; es el momento de centrarse en uno mismo y la familia, más que en la sociedad; es el tiempo de las ventanas cubiertas de escarcha, de los ángeles recubiertos de estrellas, de arbustos ardiendo, arcoiris atrapados, de Santa Claus gordos, enfundados en dos pares de pantalones (porque se asusta con facilidad a los jóvenes que se sientan en sus regazos); y el tiempo de las catedrales, las ventiscas, los villancicos, las campanas, los pesebres, las postales a aquellos que están lejos de nosotros (aunque vivan sólo a poca distancia), de películas basadas en obras de Dickens, de acebos y velas, de flores de fuego y siempre verdes, de la Biblia y el inglés medieval, del «Niño Jesús» y «El Pueblo de Belén», del nacimiento y la promesa, la luz en la oscuridad; el tiempo de ser, de la sensación antes de la realización, de la realización antes del suceso, del cambio de la guardia del año, de la tradición, soledad, simpatía, empatía, sentimentalismo, canto, fe, esperanza, caridad, amor, deseo, aspiración, miedo, cumplimiento, realización, fe, esperanza, muerte; tiempo de juntar y de tirar piedras, de abrazarse, obtener, perder, reír, bailar, sentir aflicción, arrancar, silencio, hablar, muerte, y no hablar. Es un tiempo para derribar y para construir, tiempo para plantar y para recoger aquello que es plantado…

Charles Render, Peter Render y Jill DeVille empezaron una tranquila nochebuena juntos.

El apartamento de Render se hallaba situado en la cima de una torre de acero y cristal. Tenía una cierta atmósfera de permanencia. Los libros llenaban las paredes, alguna que otra escultura realzaba los estantes; pinturas primitivas realizadas en colores primarios estaban situadas en espacios abiertos. Espejos pequeños, cóncavos y convexos (y ahora enmarcados con ramilletes de acebos) colgaban de diferentes lugares.

Las postales se erguían sobre la repisa de la chimenea. Las plantas de las macetas (dos en el salón, una en el estudio, dos en la cocina y una en el dormitorio) lucían hilos de oro y estrellas. La música inundaba la suite.

La ponchera era una joya rosada en un engaste de diamantes. Reinaba en la mesita baja de madera, siendo su corte unas copas que resplandecían en la luz difusa.

Era el tiempo de abrir los regalos de Navidad…

Jill giró con el suyo, haciéndolo remolinear como si fuera una sierra de dientes blandos.

— ¡Armiño! —exclamó—. ¡Qué maravilloso! ¡Qué hermoso! ¡Oh, gracias, querido Modelador!

Render sonrió y sopló espirales de humo. La luz se posó sobre el abrigo.

—Nieve, pero cálida. Hielo, pero suave… —dijo ella.

—Las pieles de los anímales muertos —comentó él— son tributos muy potentes de la hazaña del cazador. Yo las cacé para ti, recorriendo de un lado a otro la Tierra. Di con las más hermosas de las criaturas blancas y ordené: «Dadme vuestras pieles», y ellas lo hicieron. Poderoso es el cazador, Render.

—Tengo algo para ti —indicó ella.

— ¿Oh?

—Toma. Aquí está tu regalo. Quitó el envoltorio.

—Gemelos —dijo—, con símbolos totémicos. Tres caras, una encima de la otra… de oro. Id, ego y superego: así las llamaré, siendo la cara más elevada la más exaltada.

—Es la más baja la que está sonriendo —señaló Peter. Render le hizo un gesto de afirmación a su hijo.

—Yo no especifiqué cuál era la más elevada —le dijo—, y sonríe porque experimenta placeres propios que el vulgo jamás comprenderá.

— ¿Baudelaire? —preguntó Peter.

—Hmm —musitó Render—. Sí, Baudelaire.

—… Muy mal citado —comentó su hijo.

—La circunstancia —afirmó Render— es una cuestión de tiempo y azar. Baudelaire en Navidad es una cuestión de algo viejo y algo nuevo.

—Suena a casamiento —dijo Peter.

Jill se ruborizó por encima de su abrigo de piel como un campo nevado, pero Render pareció no darse cuenta.

—Ahora es el momento de que tú abras tus regalos —dijo.

—De acuerdo. —Peter rompió el envoltorio. Un juego de química— comentó, —justo lo que siempre he querido… completo con alambiques, retortas, baño María y un suministro de elixir vital. ¡Estupendo! Gracias, señorita DeVille.

—Por favor, llámame «Jill».

—Claro, Jill. Gracias.

—Abre el otro.

—Muy bien.

Arrancó el papel blanco adornado de acebos y campanas.

— ¡Fabuloso! —exclamó—. Mas cosas que siempre he querido tener… algo que tomaba prestado y algo triste: el álbum familiar encuadernado en azul, y una copia del Informe Render para las Sesiones del Subcomité del Senado sobre la Inadaptación Sociopática entre los Empleados del Gobierno. También las obras completas de Lofting, Grahame y Tolkien. Gracias, papá. ¡Oh, Dios mío! ¡Aún hay más! Tallis, Morely, Mozart y el bueno y muerto de Bach. ¡Música hermosa con la que llenar mi cuarto! ¡Gracias, gracias! ¿Qué puedo daros yo a cambio…? Bueno, veamos… ¿Qué os parece esto? —preguntó.

Render abrió el suyo, Jill el de ella.

—Un juego de ajedrez…

—Render.

—Un compact… —Jill.

—Gracias… —Render.

—Gracias… —Jill.

—De nada a los dos.

— ¿Cómo vas con la flauta dulce? —inquirió Render.

—Ahora verás —repuso Peter. La montó y se puso a tocar.

Interpretó algo sobre la Navidad y la beatitud, la noche y la estrella deslumbrante, del calor de un hogar, bebida ceremonial, pastores, reyes, luz y las voces de los ángeles.

Cuando terminó, desmontó la flauta y la guardó.

—Muy bien —alabó Render.

—Sí… bueno —corroboró Jill—. Muy…

—Gracias.

— ¿Qué tal fue la escuela? —preguntó Jill.

—Bien —contestó Peter.

— ¿Crees que te molestará mucho el cambio?

—En realidad, no.

— ¿Por qué?

—Porque soy bueno. Soy un buen estudiante. Papá me ha entrenado bien… muy bien.

—Pero habrá diferentes profesores… Se encogió de hombros.

—Si conoces a un profesor, sólo conoces a un profesor —dijo—. Sin embargo, si conoces un tema, conoces un tema. Yo conozco muchos.

— ¿Sabes algo sobre arquitectura? —le preguntó ella de repente.

— ¿Qué quieres saber? —repuso con una sonrisa. Ella retrocedió y apartó la vista.

—El hecho de que formules la pregunta de esa manera indica que sabes bastante de arquitectura.

—Sí—acordó él—, es así. Últimamente, me he dedicado a estudiarla.

—Bueno… eso es lo que quería saber…

—Gracias. Me complace que pienses que sé algo al respecto.

—No obstante, ¿por qué la arquitectura? Estoy segura de que no forma parte de la enseñanza normal.

Nihil Hominum —comentó con indiferencia.

—De acuerdo… sólo era curiosidad. —Miró rápidamente en la dirección de su bolso—.

—¿Qué piensas de la arquitectura? —preguntó mientras buscaba sus cigarrillos. Él sonrió.

— ¿Qué se puede pensar sobre la arquitectura? Es como el sol: grande, brillante, y está ahí. Eso es casi todo… a menos que quieras hablar de algo determinado.

Ella volvió a ruborizarse. Render le encendió el cigarrillo.

—Quiero decir, ¿te gusta?

—Siempre, sí es antigua y está lejos… o si es nueva y yo me encuentro en su interior cuando hace frío fuera. Soy práctico en cuestiones de placer físico y romántico en las concernientes a la sensibilidad.

— ¡Dios! —exclamó Jill, mirando a Render—. ¿Qué le has estado enseñando a tu hijo?

—Todo lo que puedo —replicó—, lo más rápido que me es posible.

— ¿Por qué?

—No quiero que alguna vez le aplaste algo del tamaño de un rascacielos, lleno de hechos y de física moderna.

—No es de buen gusto hablar de las personas como si estuvieran ausentes —dijo Peter.

—Cierto —acordó Render—, pero el buen gusto no siempre es de buen gusto.

—Suenas como si alguien le debiera una disculpa a alguien —apuntó.

—Es algo que un individuo ha de decidir por sí mismo; de lo contrarío, carece de valor.

—En ese caso —observó—, he decidido que no le debo ninguna disculpa a nadie. Sin embargo, si alguien me la debe a mí, la aceptaré como un caballero y de buen gusto.

Render se puso de píe y bajó la vista hacia su hijo.

—Peter… —comenzó.

— ¿Podría tomar un poco de ponche? —preguntó Jill—. Es muy bueno, y ya se me ha acabado.

Render alargó el brazo en busca de la copa.

—Yo se lo serviré —dijo Peter.

Cogió la copa y movió el ponche con el cucharón de cristal. Luego, se incorporó, apoyando un codo sobre el respaldo de su silla.

— ¡Peter! Resbaló.

La copa y su contenido cayeron sobre el regazo de Jill. El líquido formó tracerías de fresa a través de la piel blanca de su abrigo. La copa rodó por el sofá y se detuvo en el centro de una mancha creciente.

Peter gritó y se cogió el tobillo, sentándose en el suelo. Sonó el timbre de invitados.

Render soltó un largo término médico en latín. Se agachó y cogió el pie de su hijo con una mano y el tobillo con la otra.

— ¿Te duele?

— ¡Sí!

¿Aquí?

— ¡Sí! ¡Me duele por todas partes!

— ¿Por aquí?

—Por el costado… ¡Ahí!

Le ayudó a levantarse, lo sostuvo manteniendo el equilibrio sobre su pie sano y cogió las muletas.

—Ven conmigo. El Dr. Heydell tiene un laboratorio particular en su casa, abajo. La escayola se está desprendiendo. Quiero volver a radiografiar el pie.

— ¡No! No está…

— ¿Qué pasa con mi abrigo? —preguntó Jill.

El timbre sonó de nuevo.

— ¡Maldita sea! —exclamó Render, y presionó la tecla—. ¡Sí! ¿Quién es? Oyó una respiración. Luego:

—Eh, soy yo, jefe. ¿He venido en mal momento?

— ¡Bennie! No, escuche… no pretendía gritarle, pero aquí se ha desatado el infierno. Suba. Cuando haya llegado, la situación habrá vuelto a la normalidad.

—… De acuerdo, quiero decir, siempre que usted esté seguro de que no molesto. Sólo quería pasar a saludarle un minuto. Me quedaba de paso adonde voy.

—Claro. Le abro el portal. —Apretó la otra tecla. Quédate para dejarla entrar, Jill. Regresaremos en unos minutos.

— ¿Qué hay de mi abrigo? ¿Y el sofá…?

—Todo a su tiempo. No te preocupes. Vamos, Pete.

Le condujo hacia el pasillo. Entraron en un ascensor y le indicó que los llevara a la sexta planta. Mientras bajaban, vieron a Bennie subiendo a su casa.

Se detuvieron. Pero antes de que la puerta se abriera, Render presionó el botón de «Retención».

—Peter, ¿por qué te comportas como un adolescente mal educado…? Peter se limpió los ojos.

—Demonios, ni siquiera he llegado a la pubertad —repuso—, y en lo referente a la mala educación…

La mano de Render empezó a subir, pero volvió a bajar. Suspiró.

—Lo discutiremos luego.

Soltó el botón de «Retención» y la puerta se deslizó hacia un lado.

La suite del Dr. Heydell estaba situada en el extremo del corredor. De la puerta colgaba una gran guirnalda de siempre verdes adornada con piñas, que rodeaba la aldaba de latón.

Render levantó el llamador y lo dejó caer.

Desde el interior le llegaron los débiles sonidos de música navideña. Pasado un momento, oyó unas pisadas del otro lado y la puerta se abrió.

Ante ellos apareció el Dr. Heydell, quien alzó los ojos detrás de unas gafas de cristales gruesos.

—Vaya, cantores de villancicos —dijo con voz grave—. Pasa, Charles, y…

—Mi hijo, Peter —presentó Render.

—Encantado de conocerte, Peter —repuso Heydell—. Pasad y uníos a la fiesta. Abrió del todo la puerta y se hizo a un lado.

Entraron a una explosión navideña y Render explicó:

—Tuvimos un pequeño accidente arriba. Peter se rompió el tobillo hace poco y acaba de caer sobre él. Me gustaría usar tu aparato de rayos X para ver cómo lo tiene.

—Claro —dijo el pequeño doctor—. Por aquí. Siento que haya sucedido.

Los condujo a través del salón, donde había unas siete u ocho personas distribuidas en diversos sitios.

—Éste es Charles Render. Trabaja en la neuroparticipación —anunció Heydell a los presentes—, y éste es su hijo, Peter. Volveremos en unos minutos. Necesitan mi laboratorio.

Salieron de la estancia y avanzaron dos pasos por un pasillo. Heydell abrió la puerta hermética que daba a su laboratorio aislado. Éste le había costado un tiempo y dinero considerables. Requirió el permiso de las autoridades locales, tuvo que adoptar medidas de protección más severas que las de un hospital y necesitó la aceptación de la comunidad del edificio que, a su vez, requirió el consentimiento por escrito de todos los inquilinos. Render tenía entendido que a algunos de estos últimos hubo que convencerlos por medios económicos.

Entraron en el laboratorio y Heydell encendió el aparato. Tomó las radiografías necesarias y las pasó por el proceso de secado y revelado rápidos.

—Está bien —indicó cuando las estudió—. No ha sufrido más daños, y la fractura se está curando adecuadamente.

Render sonrió. Se dio cuenta de que las manos le habían estado temblando. Heydell le dio una palmada en el hombro.

—Así que venid a probar nuestro ponche.

—Gracias, Heydell. Creo que lo haremos. —Siempre se dirigía a él por el apellido, ya que los dos se llamaban Charlie.

Apagaron el equipo y salieron del laboratorio.

Una vez en el salón, Render estrechó algunas manos y se sentó en el sofá con Peter.

Sorbió su ponche, y uno de los hombres a los que acababa de conocer, un tal Dr. Minton, entabló una conversación.

—De modo que es usted un Modelador, ¿eh?

—Correcto.

—Siempre me ha interesado esa especialidad. Justo la semana pasada mantuvimos un debate al respecto en el hospital…

— ¿Oh?

—Nuestro psiquiatra residente mencionó que los tratamientos de neuropía no son ni más ni menos exitosos que los tratamientos terapéuticos corrientes.

—Dudo que esté en posición de emitir un juicio… en especial si está hablando de Mike Mismire, y creo que sí se refiere a él.

El Dr. Minton separó las manos con las palmas hacia arriba.

—Dijo que llevaba tiempo recogiendo estadísticas.

—El cambio que se le brinda al paciente en una sesión de neuropía es cualitativo. No sé qué quiere decir con «exitoso». Los resultados tienen éxito si uno elimina los problemas del paciente. Existen varias maneras de conseguirlo —tantas como terapeutas—, pero la neuropía es cualitativamente superior al psicoanálisis, ya que produce cambios orgánicos mensurables. Opera de forma directa sobre el sistema nervioso, bajo una pátina de impulsos aferentes reales y estimulados. Induce estados deseados de autoconsciencia y ajusta la base neurológica para sostenerlos. Los campos del psicoanálisis y de la psiquiatría sólo son puramente funcionales. Es menos probable que el problema vuelva a surgir si es corregido por la neuropía.

—Entonces, ¿por qué no la emplean para curar a los psicóticos?

—Se ha hecho en un par de ocasiones. Pero, por regla general, es una empresa demasiado arriesgada. Recuerde, «participación» es la palabra clave. En el proceso hay involucrados dos sistemas nerviosos, dos mentes. Puede convertirse en una sesión de terapia de inversión —antineuropía— si el patrón de aberración resulta demasiado fuerte como para que el operador lo controle. Entonces, su estado de autoconsciencia queda alterado, su apuntalamiento neurológico sufre un reajuste. Él mismo se convierte en un psicótico, y sufre daños cerebrales orgánicos reales.

—Me da la impresión de que debería existir algún modo de cortar esa retroalimentación —comentó Minton.

—Aún no —explicó Render—, no existe… no sin sacrificar parte de la efectividad del operador. Ahora mismo están trabajando en el problema en Viena, pero, de momento, la respuesta parece encontrarse muy lejos.

—Si encontrara una, seguro que podría penetrar en zonas más significativas de la angustia mental —señaló el otro.

Render bebió su ponche. No le gustó el énfasis que el hombre había puesto en la palabra «significativa».

—Mientras tanto —dijo Render después de un momento—, tratamos lo que podemos tratar de la mejor forma que conocemos, y, sin lugar a dudas, la neuropía es el mejor medio conocido.

—Hay personas que dicen que ustedes no curan de verdad las neurosis, sino que las complacen… que satisfacen a sus pacientes dándoles pequeños mundos propios en los que pueden ser neuróticos… unas vacaciones de la realidad, lugares en los que ellos ejercen un dominio inferior sólo al de Dios.

—Ése no es el caso —dijo Render—. Lo que acontece en esos pequeños mundos no necesariamente son cosas que les agradan. Y bajo ningún concepto están al mando; el Modelador —o, como usted dice, Dios— es quien lo controla. Se aprende por medio del placer y del dolor. En estos casos, por lo general resulta más doloroso que placentero. —Encendió un cigarrillo y aceptó otra copa de ponche—. Por lo tanto, no considero válida la crítica —concluyó.

—… Y es bastante caro —apuntó Minton. Render se encogió de hombros.

— ¿Alguna vez ha valorado lo que cuesta un equipo Neural Omnicanal Transmisor y Receptor?

—No.

—Hágalo un día —aconsejó Render.

Escuchó un villancico, apagó el cigarrillo y se puso de pie.

—Muchas gracias, Heydell —dijo—. Tengo que marcharme.

— ¿Cuál es la prisa? —preguntó Heydell—. Quédate un poco más.

—Me gustaría, pero hay personas arriba que me esperan.

— ¿Oh? ¿Muchas?

—Un par.

—Diles que bajen. Iba a poner un buffet, y hay más que suficiente para todos. Las alimentaré y las satisfaré con bebidas.

—Bueno… —dijo Render.

— ¡Perfecto! —exclamó Heydell—. ¿Por qué no las llamas desde aquí? Así lo hizo.

—El tobillo de Peter está bien —anunció.

—Fantástico. Y ahora, ¿qué me dices del abrigo? —preguntó Jill.

—De momento, olvídalo. Me ocuparé de ello después.

—Intenté limpiarlo con agua tibia, pero la mancha rosada sigue ahí…

— ¡Vuelve a guardarlo en la caja y no lo toques más! He dicho que me ocuparé de él.

—De acuerdo, de acuerdo. Bajaremos en un minuto. Bennie trajo un regalo para Peter, y algo para ti. Iba de camino a casa de su hermana, pero me comenta que no tiene prisa.

—Estupendo. Que baje contigo. Ya conoce a Heydell.

—Bien. —Cortó la comunicación.

Nochebuena.

… Lo opuesto a Año Nuevo:

Es el tiempo personal, más que social; es el momento de centrarse en uno mismo y la familia, más que en la sociedad. Es el tiempo de muchas cosas: de obtener y de perder; de guardar y de desprenderse de cosas. Es un tiempo para plantar y para recoger aquello que es plantado…

Comieron del buffet. La mayoría de ellos bebieron el ponche de Ronrico, canela, clavos, cóctel de frutas y jengibre. Hablaron de los pulmones de plastasac, de los diagnósticos por computadora y de la inutilidad de la penicilina. Peter se sentaba con las manos apoyadas sobre el regazo: escuchando, observando. Las muletas yacían a sus pies. La música inundaba la estancia.

Jill también estaba sentada, escuchando.

Cuando Render hablaba, todo el mundo le prestaba atención. Bennie sonrió y bebió otro sorbo. Sin importar que fuera un play boy, cuando Render hablaba lo hacia con la voz de un disc —jockey y la lógica de los jesuitas. Su jefe era conocido. ¿Quién conocía a Minton? ¿Quién conocía a Heydell? Eran unos doctores más, y ahí se acababa. Los Modeladores eran importantes, y ella era su secretaria-recepcionista. Todo el mundo los conocía. No provocaba ninguna controversia ser un cardiólogo o un traumatólogo, un anestesista o un tipo de medicina interna. Su jefe representaba su parcela de gloria. Las otras chicas siempre le hacían preguntas sobre él, sobre su máquina mágica… «Los Svengalis Electrónicos», así los había llamado Time, y Render había recibido tres párrafos, dos más que cualquiera de los otros… a excepción de Bartelmetz, por supuesto.

La música cambió a un clásico ligero, un ballet. Bennie sintió la nostalgia del fin de un año y deseó bailar de nuevo, tal como lo había hecho hace mucho tiempo. El momento especial y la compañía, mezcladas con la música, el ponche y los adornos, provocaron que sus pies se movieran despacio, y su mente recordó focos, un escenario lleno de colores y movimiento y ella misma. Escuchó la conversación.

—… Si puede transmitirlos y recibirlos, entonces, puede grabarlos, ¿no? —preguntaba Minton.

—Sí —contestó Render.

—Era lo que pensaba. ¿Por qué no se escribe más sobre ese aspecto?

—Dentro de cinco o diez años, quizá menos, lo harán. No obstante, en la actualidad, su uso está restringido al personal cualificado.

— ¿Por que?

—Bueno… —Render hizo una pausa para encender otro cigarrillo—, con toda sinceridad, es para mantenerlo bajo control hasta que sepamos más al respecto. Se podría llegar a explotar con fines comerciales, y tal vez con resultados desastrosos, si estuviera al alcance de todos.

— ¿Qué quiere decir?

—Que podría coger a una persona bastante estable y construir en su mente cualquier clase de sueño que a usted se le ocurra, y muchos que ni siquiera imagina… sueños que vayan desde la violencia y el sexo hasta el sadismo y la perversión… sueños con una trama, como una historia de participación total, o que estén al borde de la misma locura: sueños que satisfacen los deseos de cualquier tema, proyectados de cualquier forma. Si quisiera, incluso podría elegir un estilo de arte visual, desde el expresionismo al surrealismo. ¿Un sueño de violencia en un entorno cubista? ¿Le gusta? ¡Estupendo! Hasta conseguiría que fuera el caballo de Guernica. Yo podría arreglarlo. Podría grabar todo el sueño y volver a pasárselo, o a cualquier otra persona, infinidad de veces.

— ¡Dios!

—Sí, Dios. También podría convertirle en Dios, si le gusta eso… y hacer que la Creación le durara siete días completos. Yo controlo el sentido del tiempo, el reloj interno, y puedo estirar los minutos hasta convertirlos en horas subjetivas.

—Tarde o temprano sucederá, ¿verdad?

—Sí.

— ¿Cuáles serán los resultados?

—Nadie lo sabe.

—Jefe, ¿podría revivir un recuerdo? —preguntó Bennie en voz baja—. ¿Podría resucitar algo del pasado y hacer que viviera de nuevo en la mente de una persona, como si fuera algo real?

Render se mordió el labio y la miró con expresión extraña.

—Sí —contestó después de una larga pausa—, pero no sería un acto bueno. Fomentaría que alguien viviera en el pasado, que ahora es un tiempo inexistente. Sería negativo para la salud mental. Fomentaría la regresión, la reversión, se convertiría en otro medio para una huida neurótica al pasado.

La Suite Cascanueces terminó, y la música de El Lago de los Cisnes llenó la habitación.

—No obstante —dijo ella—, me gustaría volver a ser el cisne…

Lentamente, se puso de píe y ejecutó unos pocos pasos torpes… un cisne pesado y achispado en un vestido castaño.

Entonces, se ruborizó y se apresuró a sentarse. Luego, se rio y todo el mundo la imitó.

— ¿Dónde te gustaría estar a ti? —le preguntó Minton a Heydell. El pequeño doctor sonrió.

—De regreso a un cierto fin de semana del verano de mi tercer año en la facultad de medicina —contestó. Sí, desgastaría esa cinta en una semana. ¿Y tú, hijo?— le preguntó a Peter.

—Soy demasiado joven como para tener aún buenos recuerdos —contestó Peter—. ¿Y tú, Jill??

—No lo sé… Creo que me gustaría volver a ser una niña —dijo— y hacer que papá, quiero decir, mi padre, me leyera algo las tardes de los domingos, en invierno. —Miró a Render—. ¿Y tú, Charlie? Olvidándote por un momento de que eres un profesional, ¿cuál sería tu momento?

—Éste —repuso con una sonrisa—. Estoy feliz justo donde me encuentro, en el presente, que es el momento al que pertenezco.

— ¿De verdad…, en serio?

— ¡Sí! —afirmó, y cogió otra copa de ponche. Entonces, se rio—. Sí, de verdad. Desde su costado le llegó un ronquido suave. Bennie se había quedado dormida.

Y la música sonó y sonó, y Jill miró de padre a hijo y de hijo a padre. Render había reemplazado la escayola instantánea en el tobillo de Peter. El muchacho bostezaba. Le estudió.

¿Qué sería dentro de diez años? O de quince. ¿Un prodigio agotado? ¿Señor de una profesión todavía desconocida?

Estudió a Peter, que observaba a su padre.

—… Pero podría ser una forma de arte auténtica —decía Minton—, y no veo cómo la censura…

Estudió a Render.

—… Un hombre no tiene el derecho a estar loco —comentaba, no mis que el derecho a suicidarse…

Le tocó la mano y él se sobresaltó, como si despertara de un sueño, y la quitó con un movimiento brusco.

—Dentro de un rato —contestó, asintiendo. Pero primero dejemos que Bennie descanse un poco más— y se volvió de nuevo hacia Minton.

Peter se volvió hacia ella y sonrió. De repente, se sintió muy cansada.

Siempre, con anterioridad, le habían gustado las Navidades.

Al lado de Render, Bennie seguía roncando, y, de vez en cuando, una leve sonrisa se asomaba entre sus facciones.

En algún lugar, estaba bailando.

En algún lugar, un hombre llamado Pierre estaba gritando posiblemente, porque ya no era un hombre llamado Pierre.

¿Yo? Soy uno de los Vitales, como pone el Time, tu semanario. Acércate para un primerplano, Charlie. ¡No, no pongas esa cara! Así. Ésa expresión siempre le aparece al hombre de la portada después de haber leído el artículo. Sin embargo, entonces ya es demasiado tarde. Verás, su intención es buena, pero ya sabes… Manda a un chico a buscar una jarra de agua y un cuenco, ¿de acuerdo? «La Muerte de la Profesión», así es como lo titularon. Decía que un hombre podía realizar el mismo papel durante años, moviéndose alrededor de una vasta y compleja estructura sociológica conocida como «el circuito», dejando que el mismo guión cayera en oídos nuevos y vírgenes en cada ocasión. ¡Oh, muerte en vida! Las telecomunicaciones mundiales empujaron esa silla de ruedas colina abajo hace incontables elecciones. Ahora va dando tumbos entre las rocas del Limbo. Hemos llegado a una era gloriosa, nueva y vital… Así que, todos vosotros, gente de Helsinki y Tierra del Fuego, decidme si ya habéis oído esto con anterioridad: trata sobre un antiguo cómico que tenía lo que ellos llaman un «papel». Una noche transmitió una actuación, y, como era habitual, interpretó su papel. Era bueno, firme y sólido, lleno de detalles, equilibrio y antítesis. Desgraciadamente, después se quedó sin trabajo, porque todo el mundo conocía ya su papel. Desesperado, se subió a la barandilla del puente más cercano. Justo cuando se iba a tirar a la oscuridad y la muerte-símbolo que fluían abajo, una voz le detuvo de repente. «No te tires a la oscuridad y muerte-símbolo de abajo», le dijo. «Bájate de la barandilla». Dio media vuelta y vio a una criatura extraña —esto es, fea—, toda de blanco, que le miraba y exhibía una sonrisa casi desdentada. «¿Quién eres tú, oh, extraña y sonriente criatura de blanco?» preguntó. «Soy un Ángel de Luz», replicó ella, «y he venido para evitar que te suicides». Él sacudió la cabeza. «Lo siento», dijo, «pero debo quitarme la vida, porque mi papel se ha agorado». Entonces, ella levantó una mano «… No desesperes», repuso. «No desesperes, porque nosotros, los Ángeles de la Luz, podemos obrar milagros. Puedo darte más papeles de los que seguramente usarás en el breve y agotador tiempo de la existencia mortal. Luego, «Por favor», pidió él, «dime lo que he de hacer para que se produzca ese acontecimiento milagroso». «Duerme conmigo», replicó el Ángel de Luz. «¿No es algo irregular y nada angelical?» preguntó él. «En absoluto», contestó ella. «Lee con atención el Antiguo Testamento y te sorprenderá lo que averiguarás sobre las relaciones angelicales…». «Muy bien», acordó. Entonces, se fueron juntos y él cumplió con su otro papel, a pesar del hecho de que ella no era la más hermosa de las Hijas de la Luz. A la mañana siguiente, él se despertó ansioso, tocó la piel que había amado y gritó: «¡Despierta! ¡Despierta! ¡Es hora de que me entregues mi suministro perpetuo de papeles!». Ella abrió un ojo y le miró. «¿Cuánto tiempo llevas interpretando tu papel?», le preguntó. «Treinta años» respondió. «¿Y eso cuántos años te confiere?», inquirió ella. «Hmm… cuarenta y cinco». Ella bostezó y, luego, sonrió. «¿No eres mayor para creer en los Ángeles de Luz?», preguntó. En ese momento, él se marchó y cumplió su otro papel, por supuesto… Ahora dejad que ponga un poco de música ambiental, ¿eh? Así está bien. Os produce una mueca de dolor, ¿verdad…? ¿Sabéis por qué…? ¿Dónde oís hoy en día esa música…? Bueno, en las consultas de los dentistas, en los bancos, los almacenes y lugares parecidos, donde siempre tenéis que esperar mucho para que os atiendan. Oís música ambiental mientras experimentáis todos esos traumas masivos. ¿Y cuál es el resultado? Que la música ambiental ahora es lo más irritante del mundo. Además, siempre me da hambre. La pasan en todos esos restaurantes donde son lentos en servirte. Siempre tienes que esperar… y no paran de pasarte esa maldita música ambiental. Bueno… ¿dónde está ese chico con la jarra y el cuenco? Quiero lavarme las manos… ¿Habéis oído hablar del piloto que llegó a Centauro? Descubrió una raza de criaturas humanoides y se dedicó a aprender sus costumbres, folklore y tabúes. Por último, quiso saber cómo se reproducían. Entonces, una hembra joven y delicada le cogió de la mano y le llevó a una gran fábrica donde los centaurianos eran montados. Sí, así es: los torsos pasaban sobre cintas transportadoras, donde los ojos eran atornillados, los cerebros metidos en los cráneos, las uñas insertadas, los órganos introducidos en el interior, y así sucesivamente. Cuando mostró su sorpresa, ella dijo: «¿Por qué? ¿Cómo lo hacéis en la Tierra?». Él cogió su delicada mano y repuso: «Ven conmigo hacía aquella colina y te haré una demostración». Durante el transcurso de su demostración, ella comenzó a reírse histéricamente. «¿Qué pasa?», inquirió él.

«¿Por qué te ríes de mí…?». «Ésta» contestó ella, «es la forma en que nosotros hacemos coches…».

¡Borradme, Nenes, y vended pasta dentífrica!

«… ¡Ayyy! ¡Que yo, Orfeo, sea descuartizado por personas como vosotros! No obstante, quizá en un sentido, es correcto. ¡Venid, entonces, Coribantes, e imponed vuestra voluntad sobre el cantante!».

Oscuridad, Un grito.

¡Aplausos!

Siempre llegaba pronto y entraba sola; y siempre se sentaba en la misma butaca.

Se sentaba en la fila diez, en el pasillo de la derecha, y el único problema era durante el descanso: jamás sabía cuándo alguien quería vanearse y pasar delante de ella.

Llegó pronto y se quedó hasta que en el teatro reinó el silencio.

Le encantaba el sonido de las voces entrenadas, razón por la que prefería a los actores británicos antes que a los americanos.

Le gustaban los musicales, no tanto por la música, sino por el sentimiento de las voces vibrantes. También era la causa de su afición por las obras en verso.

Le gustaban las isabelinas, pero no El Rey Lear.

Le estimulaban las obras griegas, pero no soportaba Edipo Rey.

No le gustaba El Hacedor de Milagros.

Llevaba gafas de cristales tintados, pero no oscuros. Iba sin bastón.

Una noche, antes de que el telón se alzara para el último acto, un foco atravesó la oscuridad. Un hombre se adentró en el agujero abierto en ella y preguntó:

— ¿Hay un médico en la sala? Nadie contestó.

—Se trata de una emergencia —anunció—. Si hay un médico, por favor, que se dirija de inmediato a la oficina del vestíbulo principal. —Mientras hablaba, no dejó de escudriñar el teatro, pero nadie se movió—. Gracias —concluyó, y se marchó del escenario.

Cuando el hombre apareció, su cabeza había girado en dirección al círculo de luz. Después del aviso, se levantó el telón y el movimiento y las voces comenzaron de nuevo. Ella aguardó, escuchando. Luego, se puso de pie y fue pasillo arriba, tanteando la pared con las yemas de los dedos.

En cuanto llegó al vestíbulo se detuvo y se quedó allí parada.

— ¿Puedo ayudarla, señorita?

—Sí, busco la oficina.

—La tiene ahí mismo, a su izquierda.

Giró y avanzó hacia su izquierda con la mano un poco extendida.

Cuando tocó la pared, bajó las manos rápidamente hasta que dio con el pomo de una puerta.

Llamó y esperó.

— ¿Si? Se abrió.

— ¿Necesita un doctor?

— ¿Usted lo es?

—Sí.

— ¡Rápido! ¡Por aquí!

Siguió los pasos del hombre por un corredor que iba en línea paralela a los pasillos del teatro.

Luego, le oyó subir siete escalones y le siguió. Llegaron a un camerino y entró tras él.

—Aquí está.

Siguió el sonido de la voz.

— ¿Qué ocurrió? —preguntó, alargando los brazos. Tocó el cuerpo de un hombre.

Había un jadeo borboteante y una serie de toses sin aliento.

—Es un tramoyista —explicó—. Creo que se está ahogando con un dulce. No para de comerlos. Parece que tiene algo atravesado en la garganta. Sin embargo, no puedo alcanzarlo.

— ¿Ha llamado a una ambulancia?

—Sí. Pero mírelo… ¡se está poniendo azul! No sé sí llegará a tiempo.

Apartó la muñeca y empujó la cabeza hacia atrás. Tanteó la parte interior de la garganta.

—Sí, hay una especie de obstrucción. Yo tampoco puedo alcanzarla. Tráigame un cuchillo corto y afilado… esterilizado… ¡rápido!

— ¡Sí, señora, ahora mismo! Se marchó y la dejó sola.

Tomó el pulso de las carótidas. Apoyó las manos sobre el pecho que respiraba con esfuerzo. Empujó la cabeza aún más atrás y volvió a palpar la garganta.

Transcurrió un minuto; luego, parte de otro. Oyó el sonido de pasos apresurados.

—Aquí tiene… Lavamos la hoja en alcohol.

Cogió el cuchillo. En la distancia, se escuchó el sonido de la sirena de una ambulancia. Sin embargo, no pudo estar segura de que llegaría a tiempo.

Por lo tanto, examinó la hoja con las yemas de los dedos. Después, exploró la garganta del hombre.

Se volvió ligeramente hacia la presencia que sentía a su lado.

—Le aconsejo que no se quede —comentó—. Voy a realizar una traqueotomía de emergencia. No es una visión agradable…

—De acuerdo. Esperaré fuera. Pisadas, marchándose…

Cortó.

Surgió un suspiro. Luego, un chorro de aire. Humedad… un sonido borboteante.

Movió la cabeza del hombre. Cuando la ambulancia llegó a la puerta de entrada de los actores, ya tenía las manos firmes otra vez, porque sabía que el hombre iba a vivir.

—… Shallot —le dijo al doctor—. Eileen Shallot, del State Psych.

—He oído hablar de usted. ¿No es…?

—Sí, lo soy, pero es más fácil leer a la gente que Braile.

—Ya veo… sí. Entonces, ¿podemos ponernos en contacto con usted en el State?

—Sí.

—Gracias, doctora. Gracias —dijo el director del teatro. Regresó a su butaca para quedarse hasta el final de la obra.

Una vez que cayó el telón, siguió sentada hasta que el teatro se vació. Allí sola, todavía era capaz de sentir el escenario.

Para ella, era un punto focal de sonido, ritmo, el sentido del movimiento, algunos matices de luz y oscuridad… pero no de color: para ella era el centro de una clase especial de brillo. Era el lugar de la pulsación pathema-mathema-poeima, de la convulsión de la vida a través del ciclo de pasiones y percepciones; el lugar donde aquellos que eran capaces de sufrimiento noble, sufrían con nobleza; el lugar donde los franceses inteligentes entretejían la telaraña de sus comedias por entre los pilares de la Idea; el lugar donde la poesía negra de los nihilistas se prostituía por el precio de la admisión de aquellos a los que escarnecía; el lugar donde se derramaba la sangre, se proferían gritos y se cantaban canciones, donde Apolo y Dioniso sonreían con afectación ante las alas, donde Arlequín continuamente engañaba y despojaba de sus pantalones al Capitán Spezzafer. Era el lugar donde cualquier acto podía ser imitado, pero donde, en realidad, sólo había dos actos detrás de todos: el feliz y el triste, el cómico y el trágico —esto es, amor y muerte—, las dos cosas que marcaban la condición humana; era el lugar de los héroes y de los que son menos que héroes; era el lugar que ella amaba, y en él veía la cara del único hombre que conocía… caminando, salpicado de símbolos, sobre su superficie… Para empuñar las armas contra un mar de problemas, aciagos bajo la luz de la luna, y enfrentarse a ellos… que habían invocado a los sediciosos vientos, y entre el mar verde y la bóveda celeste iniciar una rugiente batalla… porque ésas, que fueron sus ojos, son perlas… ¡Qué obra de arte es el hombre! ¡Infinito en facultades, en forma y movimientos!

Le conocía en todos sus papeles… aquel que no podía existir sin un público. Era la Vida. Era el Modelador…

Era el Creador y el Hacedor. Era más grande que los héroes.

Una mente puede contener muchas cosas. Aprende. Sin embargo, no es capaz de enseñarse a no aprender.

Cualitativamente, las emociones siguen siendo las mismas a lo largo de una vida; los estímulos a los que responden están sujetos a variaciones cuantitativas, pero los sentimientos son los habituales,.

Es la razón por la que el teatro sobrevive: es un cruce de culturas; contiene el Polo Norte y el Polo Sur de la condición humana; las emociones caen como limaduras de hierro en su interior.

Una mente no puede enseñarse a no pensar, pero los sentimientos caen en patrones predestinados.

Él era su teatro…

Él era los polos del mundo. Era todos los actos.

No era la imitación de los actos, sino ellos mismos.

Sabía que era un hombre muy capaz llamado Charles Render. Percibía que era el Modelador.

Una mente puede contener muchas cosas, Pero él era más que cualquiera aislada:

Era todas.

… Lo sentía.

Cuando se levantó para marcharse, sus tacones produjeron ecos en la oscuridad vacía. Mientras avanzaba pasillo arriba, los sonidos no dejaron de retornar a ella.

Caminaba por un teatro vacío, alejándose del escenario desierto. Estaba sola. Al llegar a la entrada, se detuvo.

Como una risa distante cortada por una repentina bofetada, había silencio. Ahora ella ya no era ni público ni actriz. Estaba sola en un teatro oscuro. Había cortado una garganta y salvado una vida.

Ésta noche había escuchado, sentido, aplaudido.

Ahora, una vez más, todo había desaparecido y se encontraba sola en un teatro oscuro. Tuvo miedo.

El hombre siguió caminando a lo largo de la autopista hasta que llegó a un árbol determinado. Se detuvo, con las manos en los bolsillos, y lo miró durante un buen rato. Luego, dio media vuelta y reemprendió la marcha por la dirección que había venido.

Mañana era otro día.

«Oh, amor de mi vida coronado de pesar, ¿por que me has abandonado? ¿Es que no soy hermosa? Te he amado durante mucho tiempo, y todos los lugares de silencio conocen mis lamentos. Te he amado más que a mí misma, y sufro por ello. Te he amado por encima de la vida con toda su dulzura, y ésta se ha convertido en amargura. Y estoy dispuesta a dejar mi vida por ti.

¿Por que has de partir en los navíos de grandes alas y muchos remos que surcan el mar, llevando contigo tus lares y penates, mientras yo quedo aquí, sola? Encenderé una hoguera en la que arder. Encenderé una hoguera… una conflagración para incinerar el tiempo y calcinar los tapados que nos separan. Estaré siempre contigo. No penetraré con gracia y en silencio en ese holocausto, sino gimiendo. No soy una doncella corriente que dejará que su vida se consuma hasta morir, con ojos oscuros y hundidos. Porque soy de la sangre de los Príncipes de la Tierra, y mí brazo es el brazo de un hombre en la batalla. Mi espada en alto aplasta el yelmo de mi enemigo y éste cae ante ella. Jamás he sido dominada, mi señor. Pero tengo los ojos enfermos de llorar y enferma la lengua de gritar. Hacer que te vea para no volver a verte jamás es un crimen que está más allá de toda expiación. No puedo perdonar a mi amor ni a ti. Hubo un tiempo en el que reí con las canciones de amor y las quejas de las doncellas a la orilla del río. Ahora mi risa ha sido arrancada como una flecha de una herida, y yo me he quedado sin ti, sola. No me perdones, amor, por haberte amado. Quiero alimentar un fuego con recuerdos y mis esperanzas. Quiero que ardan mis ya ardientes pensamientos de ti, depositarte como un poema sobre la hoguera, quemar tu último suspiro hasta que no sea más que cenizas. Te ame, y tú te has marchado. Nunca más te volveré a ver en esta vida, ni oiré la música de tu voz, ni sentiré de nuevo el trueno de tu caricia. Te amé, y estoy abandonada y sola. Te amé, y mis palabras cayeron sobre oídos sordos y mí cuerpo sobre ojos que no veían. ¿No soy hermosa, oh, vientos de la Tierra, que me bañáis y aviváis éstos, mis fuegos? Entonces, ¿por qué me has abandonado, oh, vida del corazón que late en mi pecho? Ahora me dirijo a la llama, mi padre, para ser mejor recibida. En todas las manifestaciones del amor, nunca habrá otro como éste. Que los dioses te bendigan y te apoyen, oh, luz, y que su juicio no sea demasiado duro por lo que has hecho. ¡Eneas, ardo por ti! ¡Fuego, sé mi último amor!».

Sonaron aplausos mientras ella oscilaba dentro del círculo iluminado y caía. Entonces, la sala quedó a oscuras.

Un momento más tarde, volvió la luz, y los otros miembros del Club Representa un Mito se levantaron y fueron a felicitarla por su interpretación tan perceptiva. Discutieron el significado del tema folklórico, desde el suttee [1] a la inmolación de Brunilda. Decidieron que el fuego era bueno, fundamental. «Fuego… mi último amor»… Bien: Eros y Tanatos en una última y purificadora explosión de llamas.

Una vez que agotaron su análisis, un pequeño hombre encorvado y su esposa, con aspecto de pájaro, se dirigieron al centro de la estancia.

—Eloísa y Abelardo —anunció el hombre.

En torno a ellos se formó un silencio respetuoso.

Un hombre musculoso, de unos cuarenta y cinco años, se situó a su lado, el rostro brillante de transpiración.

—Mi principal castrador —dijo Abelardo.

El hombre grande sonrió e hizo una reverencia.

—Ahora, comencemos…

Sonó una única palmada y cayó la oscuridad.

Como gusanos mitológicos de profundas madrigueras, los tendidos eléctricos, los conductos y los tubos neumáticos se extienden por el continente. Latiendo, como en peristalsis, beben de la tierra y de los truenos. Absorben petróleo, electricidad, agua, carbón, paquetes pequeños, grandes y cartas. Pasando entre ellos, bajo la.

Tierra, estas cosas son excretadas en sus destinos correctos, y las máquinas que trabajan en esos lugares hacen el resto.

Ciegas, se arrellanan lejos del sol; sin sabor alguno, la Tierra y el trueno pasan sin ser digeridos; sin olor ni oídos, la Tierra es su rocosa prisión. Sólo conocen lo que tocan; y tocar es su función constante.

Así es el profundo placer del gusano.

Render había hablado con el psicólogo e inspeccionado el equipo de educación física del nuevo colegio. También había examinado los dormitorios de los estudiantes, quedando satisfecho.

No obstante, ahora, mientras dejaba una vez más a Peter en la instalación educativa, se sintió un poco insatisfecho. No sabía bien por qué. Todo había parecido en tan buen estado como la primera vez que lo viera. Y Peter parecía de buen ánimo. De hecho, con un ánimo excepcionalmente alto.

Regresó a su coche y se deslizó hacia la autopista: ese árbol enorme y sin raíces, cuyas ramas cubrían dos continentes… (y en cuanto se terminara el Puente de Bering, envolvería el mundo, a excepción de Australia, los casquetes polares y las islas). Quedó pensativo y, al meditar en ello, no encontró ninguna respuesta para su descontento.

¿Debía llamar a Jill y preguntar cómo estaba de su resfriado? ¿O todavía seguía enfadada por lo del abrigo y la Navidad que le acompañó?

Apoyó las manos sobre el regazo y el campo subió y bajó a su alrededor mientras avanzaba por las filas de colinas.

Su mano giró de nuevo en dirección al panel.

—Hola.

—Eileen, le habla Render. No pude llamarla cuando sucedió, pero me he enterado de la traqueotomía que realizó en el Play House…

—Sí —dijo ella—, menos mal que estaba a mano… yo y un cuchillo afilado. ¿Desde dónde me llama?

—Mi coche. Acabo de dejar a Peter en el colegio. Regreso a la ciudad.

— ¿Oh? ¿Cómo se encuentra? ¿Su tobillo…?

—Bien. Pasamos un pequeño susto en Navidad, pero no fue nada. Si no le molesta, cuénteme lo que ocurrió en el Play House.

— ¿La sangre molestar a un doctor? —Emitió una risa baja—. Bueno, ya era tarde, justo antes del último acto…

Render se echó hacia atrás y sonrió; encendió un cigarrillo, escuchó.

En el exterior, el campo se convirtió en una lisa llanura y él se deslizó sobre su superficie como si fuera una bola de bolos, justo en el canalón, siguiendo todo el camino hacia el receptáculo.

Pasó a un hombre que iba a pie.

Debajo de altos tendidos y sobre cables enterrados, caminaba otra vez al lado de una gran rama de la carreteraárbol, atravesando el aire moteado de nieve y energía de radiodifusión.

Los coches pasaban a toda velocidad, y algunos de sus pasajeros le vieron.

Tenía las manos metidas en los bolsillos del abrigo y llevaba la cabeza baja, ya que no miraba nada en particular. El cuello del abrigo estaba alzado y la contribución del cielo, los copos de nieve que empezaban a derretirse, se acumulaban en el ala de su sombrero.

Llevaba chanclos de goma. El terreno estaba mojado y un poco fangoso.

Continuó su pesada marcha, una carga perdida dentro del campo de un gran generador.

>—¿… Cenamos esta noche en el P & S?

— ¿Por qué no? —repuso Render.

— ¿A las ocho?

—A las ocho. ¡Perfecto!

Algunos caían del cielo, pero, en su mayoría, salían despedidos de las carreteras…

Los vehículos soltaban a sus ocupantes en las plataformas que había en las enormes colmenas de coches. Los taxis aéreos liberaban a sus pasajeros en las zonas de aterrizaje, cerca de los quioscos de la cinta rodante subterránea.

Pero, sin importar los medios por los que llegaba, la gente recorría la Sala de Exposiciones a pie.

El edificio era octogonal, su techo una sopera invertida. Ocho triángulos no funcionales de piedra negra proporcionaban la decoración de cada ángulo del exterior.

La sopera era un filtro selectivo. Ahora mismo, estaba succionando toda la tristeza del atardecer gris y fuera brillaba con un destello débil… más blanco que todas las nieves sucias del ayer. Su techo era un cielo claro de verano a las once de la mañana, sin un sol que estropeara su maravilla cristalina.

La gente fluía bajo ese cielo, pasaba entre las exposiciones, se movía como una corriente poco profunda a través de un lugar de rocas.

Se movía en ondas y en torbellinos fortuitos. Remolineaba; se agitaba, burbujeaba, murmuraba. De vez en cuando, surgía un destello…

Manaba con regularidad de los coches aparcados más allá del horizonte azul.

Una vez que había finalizado su curso, completaba el circuito retornando a las nubes metálicas que la habían transportado.

Desde allí pasaba al Exterior.

El Exterior era la Exposición patrocinada por las Fuerzas Aéreas que estaba abierta desde hacia das semanas, veinticuatro horas al día, y que había atraído espectadores de todo el mundo.

El Exterior era un estudio de todos los logros del Hombre en el Espacio.

Quien dirigía el Exterior era un general de dos estrellas, junto con una docena de coroneles, dieciocho tenientes coroneles, muchos mayores, numerosos capitanes e incontables tenientes de su plana mayor. Nadie veía jamás al general, a excepción de los coroneles y los directivos de Exposiciones, Inc. Ésta empresa era la propietaria de la Sala de Exposiciones, situada al lado del espaciopuerto, y era la que se encargaba de preparar todo con buen gusto para los expositores que la contrataban.

Primero, a la derecha, según se entra en la Sala Seta (tal como había sido bautizada por algún periodista), estaba la Galería.

En la Galería estaban las fotografías tamaño mural en las que un espectador casi podía adentrarse, perdiéndose en las altas y esbeltas montañas que había detrás de Base Lunar III (y que parecían capaces de balancearse en el viento, de existir un viento que las balanceara); o vagar a través de la burbuja de aquella ciudad emplazada bajo la luna, quizá pasando una mano a lo largo de uno de los lóbulos fríos del cerebro de observación y sentir cómo sus rápidos pensamientos sonaban en su interior; o, alejándose, entrar en el rojizo desierto que había bajo el cielo verdoso, toser una o dos veces, escupir saliva ensangrentada, rodear las imponentes murallas del Complejo Portuario situado sobre la superficie —azul grisáceo, monolítico, erigido sobre las ruinas de Dios sabe qué— y entrar en esa fortaleza donde los hombres se mueven como fantasmas en unos grandes almacenes marcianos, sentir la textura de esas murallas lisas y producir algunos de los suaves y únicos ruidos en todo el mundo; o atravesar el Acre del Infierno de Mercurio en el frescor de la imaginación, probando los colores —el amarillo ardiente, el canela y el anaranjado—, hasta llegar por fin al reposo de la Gran Nevera, donde el Gigante de la Escarcha lucha con la Criatura de Fuego, y donde cada compartimento está sellado y es mantenido por separado… como en un submarino o una nave espacial de transporte, por la misma y básica razón; o dar un paseo en dirección a los Cinco Exteriores, donde el héroe es el calor y el frío el villano, erguirte sobre un horno escarchado bajo una montaña, las manos en los bolsillos, y contar las vetas coloreadas de las paredes, como ópalos, ver el sol como una estrella brillante, temblar, exhalar vapores, y reconocer que todos son lugares maravillosos para tener dando vueltas alrededor del sol, y que también son fotografías bonitas.

Después de la Galería, venían las Salas de Gravedad, a las que uno podía subir por medio de una escalera que olía a madera recién cortada. En la cima, se podía elegirla gravedad que uno deseaba-peso lunar, peso marciano, peso de Mercurio —y descender de vuelta al suelo de la Sala de Exposiciones sobre un colchón de aire decreciente, parecido a un ascensor, experimentando durante un momento el peso personal sostenido en el mundo impersonal elegido. La plataforma cae, el aterrizaje es amortiguado… Como caer sobre el heno, como caer sobre una cama de plumas.

Luego, hay una barandilla que llega a la altura de la cintura… es de latón. Rodeaba la Fuente de los Mundos.

Asómate, mira hacia abajo…

Vaciada de luz, era un negro estanque sin fondo… Era un planetario antiguo.

En su interior, los mundos giraban sobre líneas magnéticas, resplandeciendo. Se movían alrededor de una pelota ígnea: el sol; la distancia hacia los exteriores tenía una reducción progresiva, y brillaban gélidamente, con fulgor pálido, a través de la oscuridad; la Tierra era esmeralda, turquesa; Venus era de un jade lechoso; Marte un sorbete anaranjado; Mercurio, mantequilla, corteza de pan recién horneado.

Comida y riquezas colgaban en la Fuente de los Mundos. Aquéllos que tenían hambre y sed se asomaban por encima de la barandilla de latón y miraban. Ése es el material del que están hechos los sueños.

Los que no, echaban un vistazo y seguían su camino para ir a ver la reproducción a tamaño natural de la cámara de descompresión de Base Lunar I o a escuchar al representante del fabricante de válvulas ofrecer información poco conocida respecto a la construcción de las antecámaras de presión y la energía de las bombas de aire. (Era un pelirrojo bajo que conocía muchas estadísticas). O cruzaban la Sala montados en el monorraíl. O veían la película de 20 minutos El Exterior: Con Paradas en los Puntas Interesantes, que era tan especial como para disponer de un narrador en persona en vez de emplear una cinta grabada. Subían por los riscos y operaban las pinzas recolectoras de los grandes vehículos metálicos empleados para la minería fuera de la Tierra.

Sin embargo, aquellos hambrientos de conocimientos permanecían más tiempo en un lugar. Permanecían más tiempo y reían menos. Eran parte del flujo que formaba estanques, que brillaba…

— ¿Interesado en ir al espacio algún día?

El muchacho giró la cabeza, cambió de postura apoyado en las muletas.

Observó al teniente coronel que se había dirigido a él. El oficial era alto. Manos y rostro bronceados, ojos oscuros, un bigote fino y una humeante pipa pequeña y marrón eran sus rasgos más característicos, aparte del llamativo uniforme hecho a medida.

— ¿Por qué? —preguntó el chico.

— Estás en la edad adecuada para planificar tu futuro. Las carreras han de planearse con mucha anticipación. Si no piensa en el futuro, un hombre puede ser un fracasado a los trece años.

— He leído todo lo que se ha escrito…

— Seguro. Todos los chicos de tu edad lo han hecho. Pero ahora estás viendo muestras, y sólo son muestras, de la realidad. Lo que hay ahí afuera es la nueva frontera, inmensa… es la gran frontera. Es imposible que sepas lo que se siente leyendo los folletos.

Por encima de sus cabezas, el monorraíl susurró en su camino a través de la Sala. El oficial lo señaló con su pipa.

—Ni siquiera eso es lo mismo que cruzar un Gran Cañón de hielo —comentó.

—Entonces, es un fallo por parte de la gente que escribe los folletos —afirmó el muchacho—. Cualquier experiencia humana debería ser descriptible e interpretable… por un escritor competente.

El oficial lo miró de soslayo.

—Repite eso, hijo.

—He dicho que si sus folletos no expresan lo que ustedes quieren que expresen, no es culpa del material.

— ¿Cuántos años tienes?

—Diez.

—Pareces bastante agudo para tu edad.

El chico se encogió de hombros, alzó una muleta y señaló en dirección a la Galería.

—Un buen pintor podría hacer cincuenta veces mejor el trabajo que hacen esas enormes y brillantes fotos.

—Son fotografías muy buenas.

—Claro que sí, son perfectas. Seguro que también caras. Pero cualquiera de esas escenas pintada por un artista de verdad no tendrían precio.

—Todavía no hay sitio ahí arriba para los artistas. Primero van los especialistas; luego, la cultura.

—Entonces, ¿por qué no cambian las cosas y reclutan a algunos artistas? Serían capaces de ayudarles a encontrar a muchos más especialistas.

—Hmm —musitó el oficial—, no está mal. ¿Quieres dar una vuelta conmigo? ¿Contemplar el resto de las vistas?

—Claro —repuso el muchacho—, ¿por qué no? Se situó al lado del oficial y recorrieron las exposiciones.

A su izquierda, los vehículos treparon por una pared rocosa y las pinzasrecolectoras chasquearon.

— ¿El diseño de esas cosas está basado de verdad en la estructura de las pinzas de un escorpión?

—Sí —contestó el oficial—. Algún ingeniero brillante le robó un truco a la naturaleza. Ésa es la clase de mente que nos interesa reclutar.

El chico asintió.

—Yo he vivido en Cleveland. En el Río Cuyahoga emplean una cosa llamada Transportador Hulan para descargar los botes mineros. Se basa en el principio de la pata del saltamontes. Algún joven inteligente, con el tipo de mente que a ustedes les interesa reclutar, estaba un día tumbado en su patio trasero, arrancando las patas de los saltamontes, cuando se le ocurrió: «Eh», dijo, «puede que toda esta acción tenga alguna utilidad». Arrancó algunas patas más y así nació el Transportador Hulan. Como usted ha dicho, robó un truco que la naturaleza estaba desperdiciando en bichos que únicamente saltan por el campo, mordiendo la cosecha de tabaco y siendo una plaga. En una ocasión, mi padre me llevó en un viaje río arriba y vi los aparatos en funcionamiento. Son grandes patas de metal con pinzas en los extremos; producen los sonidos más horribles que haya oído jamás… como sí fueran los fantasmas de todos los saltamontes roturados. Me temo que yo no tengo la mente que ustedes están interesados en reclutar,.

—Bueno —comentó el oficial—, quizá tengas la otra clase.

— ¿Qué otra clase?

—Ésa de la que tú hablabas: la que ve e interpreta, la que le contará a la gente cómo es de verdad estar ahí afuera.

— ¿Me llevaría como un cronista?

—No, tendríamos que llevarte en una función distinta. Pero eso no debería detenerte. ¿Cuánta gente fue llamada a filas en las guerras mundiales para escribir novelas bélicas? ¿Cuántas novelas de guerra se escribieron? ¿Cuántas buenas? Hubo muy pocas, tú lo sabes. Podrías planificar tus estudios con ese fin.

—Quizá —dijo el muchacho. Siguieron andando.

— ¿Vamos por ahí? —preguntó el oficial.

El chico asintió y le siguió a un corredor; luego, entraron en un ascensor. Cerró sus puertas y les preguntó adonde querían ser transportados.

—Sub-gal —dijo el teniente coronel.

Apenas experimentaron alguna sensación de movimiento; entonces, las puertas volvieron a abrirse. Salieron a una galena estrecha que recorría el borde de la sopera. Estaba cerrada por un cristal e iluminada por una luz difusa.

Debajo de ellos se veían los hangares y una parte del campo.

—En poco tiempo despegarán varios vehículos —indicó el oficial—. Quiero que los observes, que los veas elevarse sobre el fuego y el humo.

—El fuego y el humo —repitió el muchacho, sonriendo—. He visto esa frase en casi todos sus folletos. Muy poética, sí, señor.

El oficial no contestó. Ninguna de las torres de metal se movió,.

—Ya sabes, en realidad no parten con rumbo al exterior —comentó al cabo de un rato—. Sólo transportan materiales y personal a las estaciones en órbita. Las naves grandes jamás aterrizan.

—Sí, lo sé. ¿Ésta mañana de verdad se suicidó un hombre en su exposición?

—No —respondió el oficial, sin mirarle—, fue un accidente. Entró en la sala de gravedad marciana antes de que la plataforma estuviera en su lugar o el colchón de aire preparado. Cayó por el pozo.

—Entonces, ¿por qué no se ha cerrado esa parte?

—Porque todos los mecanismos de seguridad están funcionando a la perfección. La luz de advertencia y la barandilla se encuentran en buen estado.

—Entonces, ¿por qué ha dicho que fue un accidente?

—Porque no dejó ninguna nota… ¡Ahí! ¡Mira, ése está preparado para el despegue! —Señaló con la pipa.

Una tempestad de vapores se alzó alrededor de la base de una de las estalagmitas de acero. Una luz nació en su núcleo. Luego, el fuego quedó debajo, y oleadas de humo salpicaron el campo, se rompieron, se elevaron alto en el aire.

Pero no tanto como la nave.

… Porque ésta ya ascendía.

Casi de manera imperceptible, se había alzado por encima del suelo. No obstante, ahora se podía notar el movimiento.

De repente, con un gran chorro de llamas, subió a toda velocidad, perfilándose contra el gris.

Fue una hoguera en el cielo; luego, un fulgor; luego, una estrella que se alejaba deprisa de ellos.

—No hay nada como una nave en vuelo —dijo el oficial.

—Sí —acordó el muchacho—. Tiene razón.

— ¿Quieres seguirla? —preguntó el hombre—. ¿Quieres seguir esa estrella?

—Sí —contestó—. Algún día lo haré.

—Mi propio entrenamiento fue muy duro, y los requisitos que se piden hoy en día son incluso más duros.

Observaron el despegue de otras dos naves.

— ¿Cuándo fue la última vez que usted voló en una? —inquirió el chico.

—Hace tiempo ya… —respondió el oficial.

—He de irme. Debo escribir una redacción para el colegio.

—Primero permite que te dé algunos de nuestros nuevos folletos.

—Gracias, pero los tengo todos.

—De acuerdo… Buenas noches, muchacho.

—Buenas noches. Gracias por el espectáculo.

El chico regresó al ascensor. El oficial siguió en la galería, contemplando el cielo, sosteniendo la pipa que ya se había apagado.

La luz y las figuras retorcidas, luchando… Luego, la oscuridad.

«¡Oh, el acero! ¡El dolor a medida que la hoja penetra! ¡Soy muchas bocas, todas ellas vomitando sangre!». Silencio. Al rato, surge el aplauso.