3
Frank levantó la persiana de metal para que saliéramos, después la bajó y me preguntó:
—¿Has pasado miedo?
Como si nos hubiéramos montado en la nueva montaña rusa de Magic Mountain o algo por el estilo. Mi respuesta —y ni yo podía creerme lo que decía— fue:
—Un poco.
Creo que tanto mi cuerpo como mi sistema nervioso trataban de volver a la normalidad. Querían que lo dejara atrás, que me olvidara: lo hecho, hecho está. Frank no tenía ya en las manos el largo y delgado cuchillo. ¿Le vi guardárselo en una funda que llevaba en la pierna? Me parecía recordarlo, pero era un recuerdo tan vago como un sueño.
—Bueno, ¿vamos? —me animó Frank, pasándome el brazo por el hombro mientras salíamos a la calle. Podría habérmelo sacudido de encima y haber corrido gritando: «¡ASESINO!», pero no lo hice. No podía. Sentía que mis nervios estaban hechos un ovillo aún. Las rodillas y las caderas me temblaban con un dolor sordo como el que se siente cuando te quedas en la cama todo el día, y continuaba teniendo la vista alterada. Veía todo borroso y las familiares luces de neón de los clubes sexuales parecían clavárseme en las retinas. Me descubrí buscando a Noriko. ¿Saldría en algún momento de su trance? Aunque recordara habernos visto y descubriera lo que había pasado en el club, estaba seguro de que desaparecería del mapa en vez de cooperar con la policía. Noriko estaba probablemente bajo libertad condicional y seguramente no podía trabajar en la industria del sexo.
—Kenji. —Frank me señaló una comisaría de policía que estaba cerca de la esquina—. ¿Por qué no corres hasta allí y le cuentas a la policía lo que ha pasado?
El que me confirmara más o menos con palabras lo que había sucedido por algún motivo me alteró mucho, y de repente sentí que todo mi cuerpo temblaba.
—Kenji, supongo que sabes que todo lo que te he dicho hasta ahora ha sido mentira. Espero que no te lo tomes a mal, porque la verdad es que no lo puedo remediar. Mi cerebro no anda bien y me falla la memoria. Y no es sólo la memoria, soy también yo. Hay varios yoes dentro de mi cuerpo y no puedo coordinarlos, ni hacer nada para unificarlos. Pero estoy seguro de que el yo actual es el verdadero, y aunque no lo creas, quien soy ahora no entiende al que estaba en el pub hace un rato. Es probable que pienses que cómo puedo tener el descaro de intentar disculparme, pero sinceramente siento que no fui yo quien lo hizo, que era otro que es exactamente como yo. Tampoco es la primera vez. He intentado que no se repita, pero la única estrategia que tengo es no perder los estribos. Según los médicos a los que me envió la policía, esto empezó cuando me extirparon parte del cerebro, como te dije ayer. Sí, la policía. Me han detenido antes y a veces me han internado en un psiquiátrico como forma de castigo. Pero, créeme, he sido castigado de muchas formas, por Dios y por la sociedad.
Frank mantenía los ojos fijos en la comisaría mientras hablaba. Ambos nos apoyábamos contra un muro de ladrillo que separaba dos edificios y la comisaría estaba a unos veinte metros de distancia, junto a una farmacia que tenía un estridente cartel de neón que anunciaba: MEDICINAS MEDICINAS MEDICINAS. A primera vista no parecía una comisaría de policía. Era una estructura nueva y tenía un tamaño tan desproporcionadamente más grande que una comisaría normal que podría haber pasado por la entrada de un pequeño hotel o de una sala de conciertos. Dentro había varios policías dando vueltas de aquí para allá y de vez en cuando se veía pasar a uno con chaleco antibalas. El rumor popular era que hasta las ventanas eran a prueba de balas. Eso sólo pasa en Kabuki-cho.
—Ahora voy a buscarme una puta. —Frank miró a las pocas mujeres que había enfrente, dispersas de pie a la sombra de los edificios—. Mi último polvo —agregó, contorsionando la cara en una sonrisa solitaria.
Se sacó la cartera de piel de serpiente del bolsillo de la chaqueta y me dio la mayor parte de los billetes de 10.000 yens que contenía. Diez o doce, a juzgar por el grosor, pero me los metí en el bolsillo sin contarlos.
—Eso me deja con 40.000 yens —me dijo, mientras su mirada iba de mí a una de las putas—. ¿Tengo suficiente?
—Debería serlo —le contesté—. El precio es de 30.000 más la habitación.
Frank cruzó la calle y yo lo seguí sin saber qué hacer.
—¿Te traduzco? —le dije.
—No lo entiendes, ¿verdad? —me contestó Frank—. ¿No lo entiendes, Kenji? Ya no soy tu cliente. Eres libre, anda y dile a la policía que soy un criminal. Estoy cansado, Kenji. Muy cansado. Vine a Japón en busca de paz. Una paz de una clase que pensé que sólo podría hallar aquí. Pero ahora he hecho algo y me he pasado. ¿Qué va a suceder conmigo? Todo depende de ti, Kenji. Te estoy confiando mi suerte a ti, que eres mi único amigo japonés. Claro está, si es que aún me ves como un amigo.
La palabra «paz» tenía una angustiosa realidad proviniendo de los labios de Frank. Sentí todo el cansancio y el dolor que había detrás de ella. Y, aunque piensen que soy tonto, le creí. No creo que mi cerebro funcionara bien todavía.
—¿Entiendes ahora? —me preguntó Frank, y yo le respondí:
—Sí.
Me dejó allí y se dirigió hacia la puta. La mayoría de las mujeres que había en la calle eran asiáticas que por una u otra razón no podían trabajar en los clubes chinos y coreanos que controlan la prostitución organizada. Unas eran increíblemente viejas pero a todas, se puede afirmar, las había soltado la Yakuza, que les había arreglado los visados y el empleo. Unas pocas eran de Centro américa y Sudamérica y habían acabado aquí después de que sus colegas las hicieran de lado en la cercana calle de Okubo, donde muchas de las putas eran peruanas y colombianas. La mujer con la que Frank discutía ahora el precio parecía una de ésas, pero aparentemente habían conseguido comunicarse. Oí fragmentos de su español: tres y cuatro y bien[2] y cosas así. La mujer le sonreía tímidamente de vez en cuando. «Una mujer como ésa», pensé…
Una mujer como ésa se hace prostituta porque no tiene otro medio de ganar dinero. Lo cual no tiene nada que ver con las chicas de bachillerato que aceptan salir en citas retribuidas, por ejemplo, ni con las chicas del pub de omiai. La mayoría de las chicas japonesas lo venden no porque necesiten dinero, sino como una forma de escapar de la soledad. A mí me parece algo particularmente antinatural y perverso, comparado con la situación de las mujeres que conozco del continente asiático que para poder venir aquí han tenido que recabar los recursos de todos sus familiares para reunir el dinero de un billete de avión. Y lo que es aún más perverso es que nadie parece reconocer cuán fuera de control está la situación. Cuando los «expertos» discuten el problema de las citas retribuidas, su principal preocupación es acusar a los demás. Pretender que no tiene nada que ver con ellos. La latinoamericana con la que hablaba Frank ni siquiera llevaba un abrigo, a pesar del frío que hacía. Tampoco medias, sólo un pañuelo en la cabeza, como La cerillera, y un bolso de plástico como los que se usan para ir a la playa. Estas mujeres venden lo único que tienen simplemente para que sus familias tengan cubiertas las necesidades mínimas para vivir. No es que sea bueno, pero no es antinatural ni perverso.
Las sensaciones retornaban a mi cuerpo y me subí el cuello para protegerme del frío. Sentí en la piel el gélido aire de finales de diciembre y esa sensación rompió una barrera que me separaba del mundo exterior, lo cual fue algo que me alegré de recuperar. No es que me hubiera recuperado del todo, claro, pero mientras observaba a Frank hablar con la mujer, una de las muchas capas con las que hasta ese momento parecía estar recubierto Kabuki-cho se desintegró y recuperé la capacidad de enfocar los ojos. Frank me había dicho que fuera a la policía. Mi memoria aún no andaba bien, pero estaba seguro de que me había dicho eso. Pero ¿por qué iba a decirme algo semejante? Estaba otra vez apoyado contra el muro de ladrillo, entre una casa de citas y un bar de chicas descarriadas. Había poca gente en la calle esa noche, por el frío y porque mañana era víspera de Año Nuevo, y hasta los repartidores estaban relativamente inactivos. Una tienda de fideos famosa por sus ramen extraordinariamente picantes, frente a la que la gente hacía cola en verano, estaba cerrada y un perro sarnoso y delgado yacía apretado contra su oscura puerta de cristal. Frente a un bar de sushi, que tenía las persianas metálicas bajadas hasta la mitad, un pinche de cocina regaba con una manguera un vómito que había en la acera. Y la estela del anuncio de neón de una casa de citas arrojaba heridas amarillas y rosadas sobre la brillante carrocería de un Mercedes, el único coche que había en el aparcamiento.
En cuanto recuperé la capacidad de sentir el frío, me di cuenta de lo sediento que estaba. Crucé la calle y me compré una lata de té de Java en una máquina. Desde donde estaba tenía una buena vista de la farmacia y de la comisaría de policía. Frank y la mujer estaban en la calle, a cierta distancia en la dirección opuesta, cerca de la entrada de una casa de citas. ¿Por qué no corría hasta la poli a denunciar lo que había sucedido? Por alguna razón no parecía que pudiera hacerlo, y mientras me preguntaba el porqué, miré hacia atrás y vi que Frank y la latinoamericana habían desaparecido.
Perder de vista a Frank me inquietó mucho. Hasta pensé en ir a buscarlo, pero recapacité: era un asesino hijo de puta. La comisaría de policía seguía a menos de treinta metros de distancia. Podía estar del otro lado del cristal antibalas en veinte segundos, mucho menos si corría rápido. Oí que mi propia voz decía: «¿A qué esperas? Es un asesino, un asesino brutal, inmisericorde, un tipo malvado…». ¿Malvado? Bueno, ¿es que acaso no lo era? ¿A qué esperaba? Di dos pasos hacia la comisaría. Una vez leí un artículo sobre una chica en Inglaterra que se había identificado tanto con el individuo que la secuestró que después de ser rescatada declaró que lo quería más que a su madre y a su padre, y sobre una cajera en Suecia que se enamoró del hombre que robó el banco donde trabajaba y la tomó como rehén. El artículo decía que en situaciones extremas como ésas, cuando un criminal controla literalmente si vives o mueres, se desarrolla con frecuencia una sensación de intimidad con el secuestrador que es similar al amor. Frank no me había hecho ningún daño. Me había cogido por el pelo y el cuello y arrojado al suelo, pero no me lo había roto ni me había cortado las orejas. Aun así, no era razón para no ir a la policía. El asesinato no es algo que se pueda ignorar. Di tres pasos más, pero mis pies se detuvieron otra vez. No es que hubiera decidido detenerme, mis pies lo hicieron por su cuenta. No parecía querer ir a la comisaría. Me bebí el resto del té de Java. «¿Te importa que arresten a Frank?», me pregunté. La respuesta fue alta y clara. Oí una voz que decía: «Carajo, para nada. No me importaría en absoluto».
«¿De quién es esa voz?», murmuré y me llevé la lata de té a los labios una vez más, pero estaba vacía. No quedaba ni una gota, pero repetí el gesto dos o tres veces más sin darme cuenta. Quizá debiera llamar a alguien. Pero ¿a quién? «¿A quién?», oí que decía la voz. Saqué el móvil y me vino a la mente una imagen de la cara de Jun. Jun no, ahora no. ¿Yokoyama-san? ¿Qué le iba a decir? «Yokoyama-san, el tipo ese resultó ser un asesino a fin de cuentas y estoy pensando en ir a la policía. ¿Crees que deba hacerlo? Sí, ¿verdad?». Miré a un lado y otro de la calle. No se veía a Frank por ningún sitio. El paisaje de la ciudad a mi alrededor parecía irreal. Era un paisaje familiar a más no poder —una de las calles cercana a la Avenida Kuyakusho, en el bueno y viejo Kabuki-cho— pero me pareció estar perdido en una ciudad extraña de un país extranjero. Como si estuviera perdido en un sueño. Me acordé de que aún estaba conmocionado, de que no había recobrado el control de mí mismo por completo. Un policía de uniforme salió de la comisaría, se subió a una bicicleta y se acercó pedaleando en mi dirección.
Estaba seguro de que me observaba mientras se acercaba. Era lo único vivo y en movimiento que existía en el universo. Mis piernas se agarrotaron una vez más. Sentí que se me cortaba la circulación y que la sangre no les llegaba. Como si no fueran ni siquiera mis piernas. Me estaba congelando de la cintura para abajo, pero el frío no era el mayor problema. Me llevé la lata de té a los labios otra vez, pero sólo sentí un sabor a metal. Recordé el intenso olor a sangre del pub de omiai y de repente me sentí mareado. El policía llegó al cruce y, sin pensarlo, me llevé el móvil al oído. Fingí estar hablando por teléfono. En vez de doblar a la derecha, hacia donde estaba, torció a la izquierda y se alejó pedaleando por el Callejón de las Casas de Citas. Lo observé alejarse, mientras seguía aplastándome la oreja con el teléfono. La bicicleta pareció tardar una eternidad en doblar a la izquierda, después pasó frente a otro bar de alterne y desapareció. Y una vez que hubo desaparecido sentí que no estaba siquiera seguro de haberlo visto pasar. Un poco más tarde comenzó a dolerme la oreja y me di cuenta que me la estaba aplastando con el teléfono. Tenía el teléfono en la mano derecha y la lata de té de Java en la izquierda. La lata estaba húmeda y pegajosa. Las palmas de las manos me sudaban y el teléfono estaba también húmedo cuando por fin me lo despegué del oído. No me había dado cuenta de que sudaba y me pregunté si el té me salía directamente a través de los poros. Fue entonces cuando supe que no iba a ir a la comisaría de policía. «No tengo por qué informales de nada a esos polis apestosos». Ese pensamiento me produjo un gran alivio.
Contar lo sucedido a la poli habría sido una jodienda de proporciones épicas. «Una jodienda», murmuré, y me oí reír. ¿Durante cuántas horas —no, días— me interrogaría la policía? No se les iba a escapar tampoco que era un guía sin licencia. Le causaría también problemas a Yokoyama-san. Y cuando la historia saliera a la luz, destruiría a mi madre. No sólo me prohibirían trabajar, sino que además me vigilarían. Sé bien cómo funcionan. Desde un principio me tratarían como a un probable cómplice. Destruiría a mamá, pensé otra vez… y después pensé en la chica n.º 3. Claro que ella y Mister Children también tenían familias. Me acordé de los cadáveres y de los asesinatos. Las imágenes me venían a la mente como los flashbacks que te dan después de haber ingerido drogas, pero no tenía sensación alguna de asco ni me sentía escandalizado. Me acordé del sonido que habían hecho los huesos del cuello de Mister Children cuando Frank se los rompió, pero lo único en que pude pensar fue: «Eso es lo que pasa cuando le rompen el cuello en dos a un individuo». Quizá mis nervios no se hubieran distendido aún. Traté de sentir compasión por las víctimas pero, para mi horror, descubrí que no podía. No podía sentir ninguna simpatía por ellos.
Había pasado dos noches con Frank, pero las únicas personas a las que había conocido en ese lapso eran las que murieron en el pub. Me pregunté si la razón por la que no podía simpatizar con las víctimas era que había llegado a identificarme con Frank, pero no me parecía que fuese cierto. No sentía ningún cariño por Frank. No creo que me hubiera importado que lo detuvieran, ni incluso que lo mataran. Pero quienes estaban en el club de omiai eran como androides o algo así. La chica n.º 2, Yuko, nos había dicho que había ido allí porque se sentía «un poco sola». Hubiera preferido hacer otra cosa, pero no tenía ni la menor idea de qué, así que había decidido ir a un pub de alterne para por lo menos hablar con alguien. La chica n.º 3 era igual. No sabía qué quería hacer, así que acabó cantando una canción de Amuro sola en un lugar solitario. La única intención de Mister Children era llevarse a la cama a la chica n.º 5, cuya reacción a insultos como «sé que eres una de esas tipas que trabajan en los clubes telefónicos» fue simplemente esbozar una sonrisa afectada. El encargado era el prototipo clásico de Kabuki-cho. Profundamente resignado, era la clase de tipo que ahoga sus sentimientos de celos y futilidad hasta tal grado que incluso si su mujer o la mujer de un amigo se acuesta con otro hombre, era capaz de dejarlo pasar. El camarero, por otra parte, era uno de esos jóvenes que tocan en un grupo. No sabía nada de música ni intentaba siquiera aprender, habiéndose unido al grupo sólo porque necesitaba amigos. Eran todos como autómatas programados para retratar ciertos estereotipos. La verdad es que me había fastidiado mucho el simple hecho de estar a su lado y había empezado a preguntarme si no estaban rellenos de serrín y plástico como los animales de peluche, en vez de sangre y huesos. Incluso cuando los vi con las gargantas cercenadas y la sangre que les brotaba de las heridas, la escena me pareció irreal. Me acuerdo que pensé, mientras veía cómo goteaba la sangre que manaba de la chica n.º 5, que parecía salsa de soja. Eran seres humanos de imitación, eso es lo que eran. La chica n.º 1, Maki, no había pensado nunca en qué es lo que de verdad quería en la vida, creyendo simplemente que si se rodeaba de cosas superexclusivas se convertiría también en una persona superexclusiva.
¿Qué tenía yo en común con las víctimas? Sólo una cosa: que todos éramos basura humana. Y no me engaño: no soy muy diferente. Por eso los entendía y por eso me fastidiaban tanto. A la entrada del bar de alterne, enfrente diagonalmente de la comisaría de policía, había un anunciador vestido con un traje de lamé plateado y una pajarita roja. Se frotaba las manos para calentarse y llamaba a todo el que pasaba. Sobre él había un arco de neón que se encendía y apagaba, lo cual hacía que su cara brillara en un momento con un tono entre naranja y escarlata después. Cuando no pasaba nadie por la calle se echaba hacia atrás y bostezaba y, hacía sólo un minuto, vi que le acariciaba la cabeza a un gato. Mi trabajo consiste en llevar extranjeros a bares, sitios de striptease y clubes de citas, y en ayudarlos a que se enrollen con chicas. No es algo de lo que enorgullecerse ni que me distinga para nada del tipo con el traje plateado. Pero después de trabajar durante casi dos años con extranjeros, he descubierto una cosa: que lo que hace que alguien sea agradable o desagradable es su forma de comunicarse. Cuando una persona está jodida, la comunicación sale jodida. La comunicación en el pub de omiai era totalmente falsa. Era un bar en Kabuki-cho, claro, lo cual más o menos propicia que nadie diga la verdad ni hable de temas serios. Pero no me refiero a eso. Las chicas de los clubes chinos o coreanos, por ejemplo, no se inmutan por mentir si con eso consiguen una buena propina, pero la mayor parte de lo que ganan lo envían a su país, invirtiendo su capital en prolongar la vida de sus familiares. Lo mismo pasa con las prostitutas latinoamericanas en Japón: venden su cuerpo para comprar en su país cosas para su gente. Estas mujeres son serias y están centradas, porque saben exactamente lo que quieren. No vacilan ni se sienten perdidas, ni «un poco solas». Uno no llevaría a un niño a un club de omiai. No porque sea depravado o lo que sea, sino porque quienes lo frecuentan no viven su vida de verdad. No es que el lugar tuviera algo sin lo que no pudieran vivir. Estaban matando el tiempo porque se sentían «un poco solos», incluso el encargado y el camarero. Todos eran así, no vivían de verdad ni cuando estaban vivos.
No tenía ningún interés en ir a la poli y pasar por una jodienda así por gente como ésa, pero en cierto momento me descubrí caminando hacia la comisaría otra vez. No podía ir a buscar a Frank a la casa de citas. Ni volver a mi apartamento y decirle a Jun: «¿Adivina qué? Esta noche he visto cómo asesinaban a un montón de gente». La única alternativa era denunciarlo a la policía. Pero no había dado más que unos pasos cuando una aterradora sensación se apoderó de mí. Mi organismo me enviaba una señal. Una señal de peligro.
Parecía provenir de mis pies, o tal vez de mis órganos internos. Algo no iba bien. Reparé en que estaba pensando en algo que nunca hubiera pensado si la conmoción no me hubiera alterado los sentidos. En pocas palabras, que me estaba engañando a mí mismo. Había llegado al muro de ladrillo otra vez y, mientras me apoyaba contra él, decidí revisar lo que había pasado e intentar ordenarlo en mi cabeza. No me interesaba tratar de entender qué había desencadenado que Frank de repente se hubiera puesto a matar gente. No había manera de que llegara a entender eso nunca, no importa cuántas vueltas le diera. Ahora bien, ¿por qué no me había matado? «Llámame en una hora —le dije a Jun, en inglés para que Frank lo entendiera— y si no contesto vete a la policía». Aunque parezca patético, no tenía idea de cuánto tiempo había transcurrido desde entonces. Miré mi reloj. Eran las doce pasadas. El reloj tenía pequeñas motas de sangre adheridas al cristal, algunas de las cuales aún no se habían secado. ¿Me había perdonado Frank debido a Jun? ¿Temía acaso que llamara a la policía?
Mientras me planteaba estas preguntas me invadió por completo una sensación de terror. Sentí que estaba a punto de descubrir algo que mi consciente impedía que descubriera. Mi cerebro se negaba a recordar los aterradores sucesos que había presenciado. Una sensación de pavor se había introducido por las suelas de los zapatos, me producía escalofríos en los tendones y cargaba ahora contra mis sienes. El terror puro, desbocado, impide pensar con claridad y mi cerebro se rehusaba a funcionar. «Piensa», me ordené. Pero con sólo recordar la voz y la cara de Frank el estómago me dio un vuelco y, de repente, me sorprendí vomitando. El té de Java me adormeció la garganta cuando ascendió por mi interior y me salió como un chorro por la boca. Me acordé de que cuando Frank estaba en medio de la matanza y yo estaba paralizado por el pavor, incapaz de moverme o responder, conseguí volver un poco en mí escupiendo con fuerza. Regurgité una mezcla de té y saliva y la escupí. Tenía que ser por Jun que Frank no me había matado, porque ningún otro motivo tenía sentido. No creo que sintiera algo distinto por mí que por el resto. E incluso si lo sentía, no era como para que dudara en matarme. La punta de ese largo y estrecho cuchillo se acercaba hacia mí cuando Jun me llamó. Y aun así, ¿qué me había dicho Frank hacía un momento? «Vete a la policía, Kenji, mi suerte está en tus manos». Mentía otra vez. Tan pronto como ese pensamiento cristalizó en mi mente se me erizaron los pelos de la nuca y cuando me di la vuelta vi a Frank. Y sólo a Frank.
Estaba de pie detrás de mí, entre donde me hallaba y la comisaría de policía, lo cual bloqueaba por completo mi campo visual, y tan cerca que parecía que me iba a tragar. De milagro conseguí permanecer consciente y de pie. Frank parecía mucho más grande de lo que era. Tenía una actitud amenazante y parecía que tan sólo con su peso me podría aplastar como a un insecto, si es que no se decidía a tragarme entero. Me sentí como una versión en miniatura de mí mismo.
—¿Qué demonios estás haciendo, Kenji?
Su voz no era muy alta, pero casi me hace salirme de mis casillas. ¿Acaso no se había ido a la casa de citas con la chica latinoamericana? Un coche pasó por la calle. Sus focos iluminaron la cara de Frank cuando éste volvió a hablar, y vi que tenía algo en la boca.
—¿Por qué no has ido a la policía?
Frank le daba vueltas a algo con la lengua.
—¿Estás masticando chicle?
No me pregunten por qué dije eso. No era una respuesta a su pregunta ni tampoco que quisiera ignorarla. Vamos, que no era lo que se puede llamar un diálogo. Creo que en ese momento no era siquiera capaz de conversar. Fue más bien como sacar la mano del fuego: una respuesta automática. Sin que existiera una cadena de razonamiento. Simplemente había respondido en voz alta con lo primero que me llamó la atención: aquello que tenía en la boca.
—¿Ah, esto?
Contento de que se lo hubiera recordado, Frank escupió en la mano un objeto y me lo enseñó. Era una especie de anillo hecho de marfil o algo parecido, con la forma de una serpiente que se tragaba el sol.
—Me lo dio la chica. Es peruana, pero habla algo de inglés. Me ha dicho que esta sustancia proviene del mar, cerca de unas ruinas incas. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿Esponja de cal? Está hecha de huesos de esponja, que tienen un alto contenido en cal y que cultivan, procesan y moldean en estas pastillas. Es una gran fuente de aluminio. Los mayas, los toltecas y los aztecas practicaban el canibalismo porque su alimentación era baja en calcio, pero los incas no, no sólo porque tuvieran llamas y conejillos de indias sino porque tenían estas esponjas de cal. ¿Sabías que el calcio te relaja, que te hace más estable emocionalmente? Esa mujer me entendió de verdad. ¿No es simpático que me regalara esto? Chuparlo me hace sentirme completamente en paz.
Frank estaba radiante. Limpió la pastilla con su jersey y la sostuvo ante mis ojos.
—Frank, ¿estás seguro de que te la dio? ¿No la mataste y se la quitaste?
Me sentí conmocionado por lo que había dicho.
Fue como si fuera otra persona la que preguntaba. Tanto mi voz como la de Frank parecían resonar, como si estuviéramos en el interior de una cueva. Mi corazón palpitaba tan de prisa que ni siquiera podía diferenciar los latidos, y creí que la mandíbula se me iba a salir de sus ejes.
—No la he matado.
Frank miró a un extremo de la calle. La mujer con el bolso de vinilo estaba allí de pie, casi en el mismo sitio que antes. Le hizo un gesto con la mano y ella le respondió al saludo.
—¿Adónde fuiste? —le pregunté. Mi voz seguía diciendo cosas por su cuenta—. Os perdí de vista a los dos.
Frank me dijo que se quedó hablando con ella en la entrada del hotel durante un rato, que después dieron una vuelta alrededor del edificio y me observaron desde allí.
—¡Ah, así que hiciste eso! —exclamé yo. Y para mi asombro le sonreí—. Creí que te habías ido con ella al hotel.
No es que decidiera decir algo, escogiera las palabras, construyera frases en la mente y después hablara. Era más bien como si le hubiera prestado mi cuerpo a otro que hablaba por mí. Me pregunté si estaba en algún tipo de trance.
—¿Frank, me has hipnotizado?
—No —respondió con cara de perplejidad.
Sentí verdadero miedo a perder la cabeza. A estar diciendo disparates sin traza alguna de actividad cerebral. No tenía voluntad ni intención de hablar, pero las palabras me venían a la boca. El temblor en la mandíbula empezaba a ser más agudo y cuando intentaba controlarlo empeoraba. Los dientes empezaron a temblar como castañuelas.
—¿Te encuentras bien, Kenji? —me preguntó Frank y me miró a la cara—. Tienes los ojos raros y estás temblando. ¿Estás enfermo? ¡Kenji, soy yo, Frank! ¿Sabes quién soy?
Me reí y le respondí con una extraña voz de pito:
—¡Frank, eso sí que es gracioso viniendo de ti!
El eco de las palabras me rebotó en el cráneo y no pude dejar de reírme durante un rato. «Sé que me estoy volviendo loco», pensé. Mi cerebro estaba sumido en un profundo caos, como si las diferentes zonas del mismo intentaran funcionar independientemente. Una parte forcejeaba buscando palabras. No parecía importar cuáles fueran siempre que continuaran brotando, y articulaba automáticamente cualquier recuerdo o pensamiento que se me cruzaba por la mente. Como si las funciones del habla fueran lo único aún en actividad y hubieran aprovechado la oportunidad para apoderarse de mi cerebro. Si un perro pasara ahora seguramente diría: «Ah, mira, un perro». Después probablemente me acordaría del chucho que tenía de niño y le comentaría a Frank: «Cuando era pequeño tuve un perro».
—¿Me vas a matar? —le pregunté. Igual que un niño, decía de buenas a primeras lo primero que se me ocurría. Pero para mi asombro, cuando lo dije recuperé la sensación en la mandíbula.
—Iba a hacerlo pero cambié de parecer —me contestó.
Las lágrimas me inundaban los ojos. Incliné la cabeza para que Frank no me viera. Mientras mis lágrimas caían sobre el pavimento, pensé: «Era el miedo». El miedo me ha nublado la mente. La repentina aparición de Frank me ha hecho perder la compostura. Toda esta conmoción ha sido provocada por el miedo. Un miedo tan potente que ni siquiera lo reconocí. Me había invadido todo el cuerpo y el cerebro, pero en vez de gritar, había empezado a parlotear sin parar, al azar e involuntariamente. Claro, que Frank dijera que no me iba a matar no significaba que no lo fuera a hacer, pero a pesar de que no fuese más que una mentira, por un instante me alivió del miedo que sentía. Me sequé los ojos con la manga del abrigo. Quería decirle: «¿De verdad? ¿De verdad que no me vas a matar?». Pero no lo hice. Me acordé de que podía cambiar de parecer en cualquier momento. La comisaría de policía estaba detrás de Frank. Sabía que si intentaba correr hacia ella podía alcanzarme y liquidarme antes de que diera dos pasos. Le había roto el cuello a Mister Children en un segundo. Además, las rodillas aún me temblaban. No hubiera podido correr aunque quisiera.
Frank me pasó el brazo por los hombros y nos fuimos, mientras él prácticamente me cargaba. Miró una vez más a la prostituta latinoamericana y ella lo saludó otra vez.
—Es una gran dama —suspiró Frank, como si recordara a un viejo amigo.
Un poco después, bañados por las estridentes luces de la farmacia, me di cuenta de que pasábamos frente a la pared de cristal de la comisaría. Tenía en la entrada ese tipo de decoración tradicional de ramas de pino con bambú y ramos de paja y tela, que me parecieron un símbolo de todo lo imbécil que hay en este mundo. Dentro, tres policías bebían humeantes tazas de té, hablaban y se reían. «Mientras tanto —pensé—, un asesino múltiple que acaba de hacer su faena camina frente a vosotros». Los polis no sabían nada. Ni debían ni podían. La persiana de seguridad del club de omiai estaba cerrada y nadie que pasara por allí se plantearía nada. Incluso si la hipnosis de Noriko se disipaba y volvía al lugar, seguramente creería que habían decidido cerrar por una u otra razón. Nadie iba a sospechar que el lugar estaba atestado de cadáveres. Pasarían días hasta que alguien descubriera o denunciara algo. Frank volvió su cara de póquer hacia la comisaría y me preguntó una vez más por qué no lo había denunciado. Le contesté que iba a hacerlo cuando apareció.
—Ajá —dijo Frank y se metió la pastilla otra vez en la boca.
Era todo muy extraño. Como si el universo se hubiera roto y el tiempo se hubiera confundido. Como si la Masacre del Pub de Omiai hubiera sucedido hacía una década y todo el mundo menos yo se hubiera olvidado de ella.
—¿Es acaso porque me consideras un amigo? —me preguntó Frank solemnemente después de mirar un par de veces a la comisaría—. ¿Por eso no me has denunciado?
—No —le respondí sinceramente—. No sé por qué no fui.
—Es un deber de todo ciudadano informar de cualquier delito del que sea testigo. ¿Pensabas que te mataría si me denunciabas?
—No, creí que te habías metido en el hotel. No me di cuenta de que me estabas vigilando.
—Ah —dijo Frank y luego murmuró—: Qué bien que no nos hemos separado.
«¿Separado? —pensé—. ¿Cómo nos vamos a separar si no te vas?».
—Quería probarte —me explicó—. Saber si me considerabas un amigo. Por eso te dejé cerca de la comisaría de policía y te vigilé de cerca. Pensé que si te veía ir hacia ella, lo único que tenía que hacer era matarte. Verás, para mí, nadie denuncia a sus amigos a la policía y el que lo hace merece morir. Pero ¿qué crees tú, Kenji? ¿Crees que está bien delatar a los amigos?
Iba a decir que no lo sabía cuando sonó mi móvil. Se acercaba un camión y era una calle ruidosa, así que me acurruqué contra un muro sujetando el teléfono con ambas manos y contesté. Era Jun.
—¿Kenji?
—Sí, soy yo.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, estoy bien.
—Iba a llamarte antes pero estaba volviendo a casa. Perdona.
—Vale, no te preocupes.
—¿Estás con Frank?
—Sí, aún estamos en Kabuki-cho. Me alegro de que decidieras volver a tu casa.
—Estaba un tanto preocupada. Quiero decir, cuando llamé anteriormente. Me dijiste algo en inglés sobre la policía y colgaste antes de que pudiera contestarte. Y antes de eso, cuando me llamaste, Frank se puso al aparato y… ¿Qué pasaba, estaba borracho?
—Sí, borracho.
—Me dijiste que fuera a la policía si no respondías, pero no sabía qué tenía que decirles. «Hay un gaijin llamado Frank, mi novio está con él, y parece ser un tipo peligroso». Vamos, que es difícil que me tomaran en serio, ¿no?
—Tienes razón, no lo habrían hecho.
—¿Kenji?
—¿Qué?
—¿Te encuentras bien de verdad?
—Sí, estoy bien.
Jun no dijo nada durante unos segundos.
—Kenji, te tiembla la voz.
Frank me observaba con su vacía expresión de vaca.
—Te llamo después —dijo Jun—. O llámame tú. Tengo el móvil y te esperaré despierta para saber de ti.
—Vale —contesté y apagué el teléfono, preguntándome si de verdad me temblaba la voz. Creía haberla controlado. Obviamente, no sabía lo que me ocurría, necesitaba que otro me lo dijera. Hubiera querido tener a alguien firme como una roca para compararme: alguien que me gustara y en quien a ser posible confiara. Que me dijera que me estaba comportando de forma extraña o que parecía perfectamente normal o lo que fuese. Hablar con Jun me produjo una impresión rara, porque me dio un atisbo de cómo era yo en los viejos tiempos, antes de la Masacre del Pub de Omiai. Sin embargo, cuando apagué el teléfono y miré a Frank, sentí que era empujado otra vez hasta el pozo del que había salido arrastrándome. Había experimentado durante un minuto un mundo bañado por la luz, pero ahora volvía a mi celda de la prisión.
—¿Está en tu apartamento? —me preguntó Frank mientras seguíamos caminando. Le respondí y él exclamó: «Aah». Sin entonación: podría haber sido una señal de alivio o de decepción. Pero con Frank siempre había que esperar que las peores premoniciones se cumplieran. Estaba seguro de que sabía dónde vivía y de que había sido él quien había pegado ese pedazo de piel en mi puerta. La casa de Jun estaba en Takaido, sin embargo, y dudaba que pudiera dar con su dirección. «No puede cogerla», pensé—. La peruana lleva tres años en Japón —continuó Frank mientras andábamos sin prisa—. Se ha acostado con casi quinientos hombres desde entonces, unos cuatrocientos cincuenta japoneses y algunos iraníes y chinos. Es católica, pero piensa que Jesucristo no tiene influencia en este país, y creo que sé a qué se refiere. No puedo explicarlo, pero creo que lo entiendo. El año pasado, por esta época, tuvo una experiencia maravillosa que fue su salvación. Kenji, ¿es cierto que mañana por la noche tocan las campanas de la salvación en todo Japón?
Al principio no supe a qué se refería.
—Las campanas —repitió—, los gongs. Ha pasado malas experiencias. No la han asaltado ni golpeado. Para ella, los mayores problemas de aquí son la presión de grupo y que no se respete tu espacio vital. Los japoneses te rodean en grupos, hablan de ti a tus espaldas y no les parece que sea nada malo. Son por completo inconscientes de la presión que ejercen sobre los demás, y no vale la pena quejarse porque no entienden a qué te refieres. Si fueran abiertamente hostiles podrías contraatacar, pero no lo son, así que no sabe cómo lidiar con eso. Cuando llevaba sólo seis meses en Japón y por fin empezaba a entender un poco del idioma le sucedió algo.
»Iba caminando por un solar vacío rodeado de pequeñas fábricas y almacenes donde había unos chicos jugando al fútbol. El fútbol es muy popular en el Perú, por supuesto, y cuando ella era niña y vivía en las barriadas de Lima solía jugar con latas, con periódicos enrollados y cosas así porque no podía comprar una pelota. Ver a esos chicos la puso feliz porque le trajo buenos recuerdos. Cuando la pelota rodó hasta donde estaba intentó devolvérsela. Pero como llevaba sandalias, la pelota salió desviada y fue a parar a una cuneta llena de desperdicios de las fábricas y terminó cubierta de una mugre grasienta que olía fatal, así que la pescó, se disculpó y estaba a punto de irse cuando los muchachos le dijeron: «Espera un momento». La rodearon y le exigieron que les comprara otra pelota porque ésa estaba sucia, olía mal y ya no la podían usar, pero ella no podía entenderlo porque donde creció eran tan pobres que no existía el concepto de compensación, así que terminó echándose a llorar delante de ellos. Sabe que las mujeres que vienen aquí a prostituirse no son bienvenidas que digamos, pero entiende que es algo que sucede en la mayoría de los países, y es lo bastante dura para aguantar que la desprecien o la traten mal simplemente porque hace lo que tiene que hacer para sobrevivir. Pero no lograba entender que aquellos muchachos quisieran que les comprara otra pelota. Son dieciséis en su familia y vino a trabajar a Japón para poder alquilarles un pequeño apartamento en el Perú, pero no puede volver hasta que ahorre cierta cantidad de dinero. Y a este paso no cree que vaya a salir adelante y no sabe a quién pedirle ayuda. Ésta es la primera vez que sale al extranjero y, como es un país extraño, creyó que debían de tener un dios distinto y que tal vez el dios al que rezan los católicos pierda su poder aquí porque las costumbres son diferentes, por no mencionar el lugar en sí.
Mientras Frank hablaba habíamos pasado lentamente por la salida oeste de la estación de Seibu Shinjuku, atravesando un cañón de rascacielos, y nos dirigíamos hacia Yoyogi. Doblamos después por una calle estrecha que tenía pequeños edificios de apartamentos de madera a ambos lados. Es una zona en la que no hay hoteles. La calle era oscura y los edificios estaban tan juntos el uno al otro que no se veía el horizonte. Los rascacielos de Shinjuku Oeste estaban aún cerca, pero escondidos por completo a la vista, y sobre nosotros había un cielo plano, como una tira de papel azul oscuro. Caminaba al lado de Frank pero él iba primero. Caminar me ayudó a calmarme un poco los nervios y por alguna razón hallé la historia de la prostituta peruana extrañamente emotiva. Era un tema que sentía cercano a mi corazón, y era también la primera vez que Frank hablaba con tanta serenidad o decía algo que parecía ser verdad.
¿Era cierto que Frank no me había matado debido a Jun? Ahora que lo pensaba, no podía tener nada que ver con ella. Jun sólo sabía que se llamaba Frank y que decía ser americano. Pero, con toda seguridad, Frank no era su nombre real y debían de haber cientos de extranjeros llamados Frank sólo en Tokio. Tal como había dicho Jun, la policía no podía hacer nada, incluso si lo denunciaba. No tenían fotos de él y nadie sabía su número de pasaporte, ni siquiera si era americano. Los únicos que podían atestiguar que había estado en el pub de omiai estaban muertos, excepto Noriko y yo, y estaba seguro de que Noriko no iba a ir a la policía. En otras palabras, no había nada que impidiera que Frank me matara esta noche y tomara mañana un avión en Narita de vuelta a casa. Podía haberme matado en cualquier momento que quisiera, pero no lo hizo.
—Sabe que los japoneses creen profundamente en sus dioses, y tiene razón.
Quién hubiera imaginado que existía un barrio como éste, lleno de viejos edificios de apartamentos de madera, en medio de Tokio y a sólo quince minutos de Kabuki-cho. Yo no, desde luego. Entre los edificios había antiguas casas de madera de un piso, como las que se ven en los dramas samurais, tan pequeñas que me pregunté si no eran modelos hechos a escala. Tenían pequeñas puertas correderas por las que uno no podría pasar sin agacharse y diminutos jardines cubiertos de piedras. Algunos jardines tenían minúsculos estanques revestidos a los lados con zinc, cuyas superficies se ondulaban no por el movimiento de peces de colores o carpas sino por montones de pequeños y resbaladizos seres rosados. Sobre los techos de estas casas bajas podían verse los altos edificios del nuevo centro de la ciudad, Shinjuku. Frank caminaba con paso firme, como si supiera exactamente adónde se dirigía, y después dobló por una pequeña calle que a duras penas era lo bastante ancha para que pasara un coche pequeño. Seguía hablando de la puta peruana.
—Quería aprender más sobre las deidades de este país, pero no encontraba libros sobre el tema en español y como no lee inglés, pues le preguntó a sus clientes, pero los japoneses no sabían nada, lo cual le hizo preguntarse si es que no se enfrentan nunca a esa clase de sufrimiento contra el que lo único que se puede hacer es pedirle ayuda a Dios. El cliente que le contó lo de las campanas de la salvación era un periodista libanés que vive aquí desde hace treinta años. Le explicó que en Japón no existe una figura como Cristo o Mahoma ni un dios como los que se imaginan los occidentales, pero que ciertas rocas, árboles y otras cosas se decoran con esparto y son adoradas, y que la gente reverencia también el espíritu de sus antepasados. Y le dijo que estaba en lo cierto, que los japoneses nunca han experimentado que otro grupo étnico les arrebate sus tierras ni han sido masacrados ni tenido que salir de su país como refugiados (porque incluso en la Segunda Guerra Mundial las batallas tuvieron lugar en su mayoría en China, el Sudeste asiático y las islas del Pacífico, y después en Okinawa, por supuesto, pero en la zona principal del país sólo hubo ataques aéreos y grandes bombas), así que la gente normal y corriente no estuvo nunca frente a frente con un enemigo que asesinara y violara a sus familiares o les impusiera otro idioma. Los países de Europa y del Nuevo Mundo tienen en común una historia de invasiones y asimilaciones que constituye la base del entendimiento internacional. Pero en este país la gente no sabe cómo relacionarse con los extranjeros porque nunca han tenido un contacto real con ellos. Por eso son tan insulares. Según el libanés, Japón es el único país del mundo que no ha sido invadido, excepto por Estados Unidos. Pero le explicó que también hay un lado bueno, como el de las campanas, diciéndole que precisamente como los japoneses nunca han sufrido una invasión, tienen una dulzura que no hay en otros países y que han inventado también unos métodos curativos increíbles. Como las campanas. ¿Es cierto que hacerlas repicar en la víspera de Año Nuevo es una costumbre que se remonta a más de mil años? ¿Cuántas veces repican las campanas de la salvación? Es un número raro, no me acuerdo, ciento y algo, creo. Kenji, ¿sabes cuántas veces repican?
Frank se refería a las Joya-no-kane, las campanadas de Año Nuevo.
—Ciento ocho —le contesté.
—Eso es, sí, ciento ocho.
Llegamos al final de un callejón sin salida y seguí a Frank por una angosta abertura entre dos edificios. Ni la luz de las casas ni la de las farolas llegaba hasta allí, y la abertura era tan estrecha que tuvimos que entrar de lado. El paso acababa en un edificio en ruinas que parecía haber estado en proceso de demolición a manos de los especuladores cuando se desinfló la burbuja inmobiliaria. El cemento se había desprendido de las paredes exteriores, que estaban recubiertas sólo por telas y láminas de material plástico que colgaban. Frank apartó unas de esas láminas y nos tuvimos que agachar para entrar. El plástico salpicado por la lluvia olía a barro seco y a mierda de animal.
—El año pasado acudió a oír las campanadas y me dijo que fue una experiencia trascendental, como estar en otro mundo, y que las ciento ocho campanadas la han liberado de todos sus malos instintos.
Una vez dentro del edificio Frank encendió la luz —un tubo fluorescente que estaba en el suelo— y su cara, alumbrada desde abajo, se transformó en una suerte de espectáculo de marionetas y sombras horripilantes. El edificio debió de ser una clínica porque en una esquina había un montón de equipo médico desechado y sillas rotas. Un colchón desnudo reposaba sobre el suelo de madera. Frank tomó asiento y me hizo un gesto para que me sentara a su lado.
—Kenji, las campanadas te libran de los malos instintos, ¿verdad? ¿Me llevarás a un buen lugar para oírlas?
—Claro —respondí mientras pensaba: «Es eso, por eso ha decidido mantenerme vivo».
—¿De verdad? Gracias. ¿Y cómo purifican las campanadas? La chica sólo tenía una vaga idea, así que quiero oírlo de labios de un japonés.
—Frank, ¿me puedo quedar aquí esta noche?
Estaba seguro de que no me iba a dejar volver a casa.
—Puedes dormir en las camas que hay en el segundo piso. Yo uso este colchón. Supongo que debes de estar cansado: hoy han pasado muchas cosas. Pero quisiera oír un poco más sobre las campanadas, si no te importa.
—Claro —dije, mirando la habitación. No vi escaleras—. ¿Cómo subo ahí?
—¿Ves eso? —Frank señaló un rincón lejano, donde había un gran armario de metal que yacía de lado. Sobre el armario caído había un pequeño refrigerador y, en la parte del techo que estaba sobre éste, un agujero del tamaño de la mitad de un tatami. Probablemente era donde habían estado antes las escaleras.
—Puedes subir al segundo piso por el refrigerador —dijo, sonriéndome—. Hay un montón de camas. Es como un hotel.
Si Frank movía el refrigerador después de que subiera no habría necesidad de vigilarme durante toda la noche. Hacía falta tener agallas para saltar abajo desde ese agujero en el techo. El suelo estaba cubierto de cristales del armario caído, saltar haría mucho ruido y lo más probable es que me rompiera una o las dos piernas.
—Esto debió de ser un hospital —comentó Frank mientras yo examinaba la habitación—. Lo encontré mientras paseaba. Buen escondite, ¿no crees? No hay agua pero sí electricidad, así que en vez de ducharme caliento un poco de agua mineral en la cafetera y me lavo. Tiene todas las comodidades de un hogar.
Además del agua, debían de haber desconectado también el gas y la electricidad en un edificio en ruinas como éste. Pensé en dónde pincharía la electricidad, pero no se lo pregunté. Una cosa así no era más que un juego para Frank.
—¿Por qué repican las campanas ciento ocho veces? El libanés tenía una explicación fascinante, pero ella no se acordaba bien. De todas formas, después de la hermosa experiencia de las campanadas empezó a estudiar sobre Japón y, déjame que te diga, sabe más que nadie que haya conocido. No es en absoluto como las chicas del pub, que no sabían nada de su propio país. No sólo no sabían nada, ni siquiera parecían estar interesadas en aprender. Lo único que les importaba era el bourbon, la ropa cara, los bolsos, hoteles y esas cosas. Eso me asombró: que no supieran nada de su propia historia.
«Ya no podrán aprenderla aunque quieran», pensé. La imagen de Frank degollando la garganta de la chica n.º 5 amenazaba con conjurarse en mi cerebro y el terror me invadió otra vez como antes, como cuando Frank se apareció de repente detrás de mí en la calle. Tenía una sensación rara en la espina dorsal, había perdido la fuerza en las piernas y el olor como a moho que me impregnaba las fosas nasales se expandió por todo mi organismo, un olor que se me adhería al interior de la piel como si fuera una capa de pintura. Pero la imagen de la garganta cercenada de la chica n.º 5 no se materializó. Había recibido la advertencia de que una imagen nauseabunda se iba a aparecer en mi pantalla mental, pero después la pantalla se quedó en blanco. Es difícil de creer, pero estaba empezando a olvidar la escena real de la masacre. Intenté visualizar el momento en que Frank le cortó la oreja a Mister Children pero no pude. Lo recordaba como un hecho fehaciente, pero su imagen había desaparecido. A veces recuerdas todo sobre un viejo amigo, hasta los menores detalles de su comportamiento, pero por nada del mundo puedes hacerte una imagen de su rostro. O te despiertas sabiendo que has tenido un sueño horroroso pero no puedes recordar de qué iba. Eso era lo que sentía. Por qué pasan este tipo de cosas no lo podría decir pero así es.
—Esa puta peruana sabe cosas fascinantes sobre la historia de Japón. Por ejemplo, desde hace mucho (miles de años) los japoneses se dedican a cosechar arroz e, incluso cuando empezaron a llegar artículos del extranjero, como el tambor de taiko y los metales de Persia, las tradiciones de la cosecha del arroz no evolucionaron. Pero tan pronto los portugueses introdujeron las armas de fuego la situación se transformó, y los japoneses empezaron a desatar guerras constantemente. Hasta entonces luchaban con sables: lo he visto en películas y es casi como un ballet. Con la llegada de las armas de fuego aumentó la frecuencia de las guerras y los japoneses invadieron otros países, pero como no tenían experiencia con los extranjeros, como eran incompetentes cuando ocupaban un territorio o a la hora de relacionarse con sus ciudadanos, pues la población de los países vecinos empezó a odiarlos. Esta torpe clase de guerra duró hasta que cayeron las bombas atómicas. Y entonces, después de aquello, Japón cambió su forma de pensar y se convirtió en una superpotencia económica, así que obviamente ése es el camino que debió haber seguido. Perdieron la guerra, pero era una guerra de intereses creados en China y el Sudeste asiático, así que ahora, después de tantos años, se puede afirmar que Japón al fin y al cabo ganó. Pero ¿por qué repican las campanas ciento ocho veces, Kenji? ¿Me lo puedes explicar? Ella tenía una idea muy somera.
Creí que Frank me estaba probando. Para comprobar si tenía el conocimiento suficiente para ser su guía y llevarlo a oír las campanadas de Año Nuevo. ¿Qué pasaría si fallaba la prueba?
Le contesté:
—En el budismo —«¿o era en el Shinto?», pensé, pero Frank no sabría cuál era la diferencia—. En el budismo, eso que tú llamas malos instintos se conoce como bonno. Bon-no, con dos enes, como «bon» y «no». Pero el significado es mucho más profundo que «malos instintos».
Frank parecía fascinado por el sonido de la palabra y practicó su pronunciación:
—Bon-no, bon-no… Caramba —suspiró—. Qué palabra más increíble. Sólo decirla me hace sentir que algo se disuelve en mi interior, como si me envolvieran en una manta suave, cálida. Bon-no… ¿Qué significa exactamente, Kenji?
—Creo que, en general, se traduce como «deseos mundanos». Es más complejo, pero lo primero que debes saber es que es algo que todo el mundo sufre.
Me sorprendí al oírme decir esas cosas, porque no sabía que las supiera. No me acordaba de que me lo hubieran enseñado ni de haberlo leído en ninguna parte. No recordaba siquiera cuándo era la última vez que había oído pronunciar la palabra bonno. Pero sabía lo que significaba e incluso su traducción corriente al inglés. Cuando le conté que todo el mundo lo sufría, Frank parecía, créanlo o no, que iba a llorar.
—Kenji —me imploró con voz temblorosa—, por favor, cuéntame más.
Así lo hice, mientras me preguntaba cuándo y dónde había aprendido aquello. Era como cuando tienes información en un formato antiguo en tu disco duro y de pronto descubres un programa que la abre.
—Hay otra palabra, madou, que significa algo así como perder el camino.
Le dije que pensara en «Ma», de madre, y en «do», como la nota, y empezó a practicar la pronunciación. Las palabras arcaicas como éstas suenan incluso más solemnes y misteriosas cuando las pronuncia un extranjero.
—Madou es el verbo más simple para expresar lo que son los bonno, o lo que conllevan. Los bonno te hacen perder el camino. El término «malos instintos» parece referirse a algo con lo que has nacido y por lo que tienes que ser castigado, lo cual no es cierto. Hay seis categorías de bonno, a veces diez o a veces sólo dos grandes categorías. Son como los siete pecados capitales en el cristianismo, pero la gran diferencia es que todo el mundo los padece. Son tan parte de la vida misma como, vamos, los órganos vitales. Pero las seis categorías, las diez o las que sean, son conceptos que no puedo traducir al inglés, así que es difícil de explicar.
Frank asintió y dijo que me entendía.
—Debe de ser difícil traducir palabras tan complejas a un idioma tan simple como el inglés.
—Las dos categorías básicas del bonno son: las que provienen de los pensamientos y las que se originan en los sentimientos. Las que provienen de los pensamientos desaparecen cuando alguien te señala la verdad. Pero las que provienen de los sentimientos son más difíciles de erradicar. Para hacerlo hay que profundizar mucho. ¿Has oído hablar de esos monjes budistas que ayunan, nadan desnudos en lagos helados, se ponen debajo de cataratas en invierno o se sientan con las piernas cruzadas en una posición antinatural mientras les golpean la espalda con varas?
Frank me contestó que sí, que había visto documentales en la tele.
—Pero el budismo tiene también muchas cosas suaves y agradables —continué—. Como las campanadas de Año Nuevo. Si divides las diferentes categorías de bonno en grupos cada vez más pequeños acabas con ciento ocho deseos mundanos. Las campanas repican todas esas veces para liberar a quienes las oyen de cada uno de ellos.
Frank me preguntó que cuál era el mejor lugar para oír las campanadas. Y fue entonces cuando recordé dónde había aprendido eso. Cuando Jun se enfadó conmigo por faltar a la cita de Navidad, le prometí que pasaríamos el Año Nuevo juntos. Para decidir qué hacer, compramos y leímos varias guías de la ciudad: Pía, Tokyo Walker y otras. No me acuerdo en qué revista fue, pero una de ellas tenía una sección que se titulaba algo así como «Joya-no-kane: conozca las tradiciones y disfrute más» y se la leí en voz alta.
—La peruana me dijo que se llenaba completamente, vamos, el lugar al que fue a oír las campanadas, y que hubiera preferido oírlas en un sitio más tranquilo. Kenji, ¿conoces un templo bonito y tranquilo al que podamos ir? No me gustan las multitudes.
Ir al Santuario Meiji con Frank y cientos de miles de personas más era algo que tampoco me atraía mucho. Le contesté que sabía de un sitio.
—Es un puente.
Frank me miró desconcertado.
—¿Un puente?
Una de las revistas lo mencionaba y Jun y yo habíamos decidido ir allí a oír las campanadas. Era un puente sobre el río Sumida, pero no me acordaba de su nombre. Miré el reloj. 3:00, 31 de diciembre. Me pregunté si Jun estaría aún despierta.
—Kenji, ¿a qué te refieres con que en un puente? No te entiendo.
—Por esta zona, por Shinjuku, no hay muchos templos —le expliqué—. En el distrito de Shitamachi, en el centro, hay muchos más. Pero como te comentó la peruana, miles de personas van a esos templos, que son los más concurridos en víspera de Año Nuevo. Si vamos al puente que te digo, desde ahí podemos oír las campanadas, cuyo eco rebota en el acero. Dicen que es increíble.
Observé que algo brillaba en los hundidos y por lo general inexpresivos ojos de Frank. En lo más profundo de ellos se encendió una luz.
—Quiero ir allí, entonces —dijo él, mientras le temblaba la papada—. Llévame allí, Kenji, por favor.
Le comenté que mi novia sabía el nombre del puente y saqué el móvil para llamar a Jun. Mientras marcaba me di cuenta por primera vez del frío que hacía. Tenía los dedos tan entumecidos que varias veces marqué accidentalmente números equivocados antes de acertar.
—¿Eres tú, Kenji? —respondió Jun al primer timbre. Me la imaginé sentada con su móvil, esperando mi llamada. Debía de estar preocupada.
—Sí, soy yo —le dije tan calmadamente como me fue posible. Pero por el frío o la tensión, mi voz temblaba otra vez. Por lo menos esta vez era consciente de ello.
—¿Dónde estás? ¿Has vuelto a tu apartamento?
—Aún estoy con Frank.
—¿Dónde?
—En un hotel.
—¿En el Hilton?
—No, no es el Hilton, no, es un lugar más pequeño. Un pequeño hotel de negocios. No sé cuál es el nombre exacto, pero todo anda bien.
Tuve una idea. No sé si era buena. Tenía frío, sueño y estaba emocionalmente agotado, así que quizá fuera pésima, pero era la única que tenía. El micrófono del teléfono se estaba escarchando con mi aliento. Frank me miraba y la luz de la lámpara fluorescente confería a su rostro un tono azul que no parecía terrenal y una extraña deformación. «Por lo menos no me va a matar —pensé—. En cualquier caso, no me va a matar hasta que lo lleve al puente».
—Jun, Frank y yo vamos a oír las Joya-no-kane esta noche. Tengo que llevarlo allí.
—Muy gracioso.
—No, de verdad. Es lo que hemos decidido.
—¿Eh?
Parecía enfadada. Estaba faltando otra vez a mi promesa y cualquier preocupación por mí pasaba a un segundo plano. Pero necesitaba que fuera al puente. Mi plan era que Jun nos vigilara. Seguramente hasta podría hacer que detuvieran a Frank, pero eso hubiera requerido una larga explicación sobre lo que había sucedido en el pub de omiai. Y si le contaba la historia estoy seguro de que se aterrorizaría. Si es que me creía, claro está. Además, la escena del crimen estaba disipándose de mi memoria. Y no quería que la policía me interrogara hasta la saciedad y me obligara a dejar el trabajo de guía, ahora estaba seguro de eso. «Jun, Frank es el verdadero asesino, vete a la policía, que vengan contigo». Pero no podía. Era buscarse problemas.
—¿Cómo se llama el puente?
—¿Qué puente?
Jun estaba bastante cabreada. Cuando cancelé nuestros planes de cenar en un hotel de lujo en Navidad, se puso furiosa y me dijo que la única razón por la que se molestaba en tener novio era para pasar la Navidad con él. La Navidad tiene una importancia especial para las chicas de bachillerato. Jun y sus amigas no necesitan un hombre, me refiero a un novio. A menudo les he oído decir que tener novio es un problema, que la mayoría de los chicos no tienen nada interesante que decir, ni tampoco dinero. De hecho, Jun había pasado más tiempo con sus amigas el verano pasado —yendo a la playa y dios sabe qué— que conmigo. Pero la Navidad tiene para ella un significado especial, es una noche preciada del año en la que pasar un buen rato con un chico. Yo se lo había negado y ahora le decía que iba a pasar la víspera de Año Nuevo con Frank. No podía culparla por estar enfadada.
—Ya sabes. El puente de la revista en el que se supone que las campanadas hacen eco en las vigas. El que está en el río Sumida. ¿Cómo se llama?
—No me acuerdo —me respondió—. Lo siento. —Traducción: «Descúbrelo tú, soluciónalo por tu cuenta, imbécil».
—Jun, esto es importante. Mira, no quiero preocuparte pero ¿cómo te lo puedo explicar? Mi vida puede depender de ello.
Oí un grito entrecortado y después una serie de palabras entremezcladas frenéticamente.
—Espera —le dije, cortante. Frank me observaba con cara de vaca—. Mantén la calma, ¿vale? Por favor, escucha con mucha atención lo que te voy a decir. No es una broma y no me lo estoy inventando. Y cuando termine no me hagas preguntas, ¿vale? No tengo tiempo para explicártelo. Así están las cosas. ¿Me sigues?
—Sí —dijo con un susurro ronco.
—Bien. Lo primero, ¿te acuerdas del nombre del puente?
—Kachidoki —dijo. Sabía que no se le había olvidado—. Está por la lonja, cerca de Tsukiji —podía oír la tensión en su voz—. Es el siguiente, río abajo, después del puente Tsukuda.
—Vete allí esta noche —le pedí—. Pero no te nos acerques. Sólo quiero que nos vigiles.
—¿Vigilaros? ¿A qué te refieres?
No tenía tiempo para explicárselo. Tuve que ceñirme a lo esencial.
—Esta noche, a las diez a más tardar, Frank y yo estaremos al pie del puente Kachidoki, del lado de la lonja. Voy a estar ahí con toda seguridad. Al pie del puente Kachidoki, a las diez. ¿Vale?
—Espera un minuto, Kenji.
—¿Qué?
—Perdona. ¿A qué te refieres con «al pie»?
—Pues donde empieza el puente.
—Vale.
—Búscanos pero no te muestres. Cuando nos veas, finge no saber quiénes somos. Y sea lo que sea que hagas, no te acerques ni nos hables. ¿Entendido?
—Así que se supone que os he de observar desde la distancia, ¿no?
—Exactamente. Cuando den la última campanada Frank y yo nos separaremos, y yo volveré a casa contigo. Si Frank intenta retenerme o si parece que forcejeo con él, si pasa eso y sólo si es así, busca a un policía y pide socorro. ¿Vale? Habrá muchos policías por ahí para controlar a la multitud. Voy a intentar separarme de Frank después de la última campanada, no importa lo que suceda. Si no lo hago, es que Frank está montando un pollo, así que haz lo que tengas que hacer, ponte a gritar o lo que sea, para que un poli me salve de él. No intentes hacerlo por tu cuenta, eso es muy importante, consigue uno o dos policías. ¿Me has entendido?
—Sí, te he entendido.
—Está bien. Tengo que cortar ahora. Te veo esta noche.
—Kenji, espera. ¿Puedo hacerte otra pregunta?
—¿Qué?
—¿Entonces Frank es un tipo malvado de verdad?
—Bastante malvado, sí —dije y apagué el teléfono.
Le expliqué a Frank que sabía el nombre del puente, pero que quería que cuando terminaran las campanadas me dejara libre. Me sentí asombrado de cuán serenamente se lo dije. Supongo que pensé que había hecho todo lo que podía. Que Jun nos observara a los dos: eso era todo lo que habían logrado mis recursos creativos. Y sabía que aunque me devanara los sesos no se me ocurriría nada mejor.
—No me gustan mucho los polis para empezar, y si te denuncio me obligarán a dejar de trabajar como guía. Además, no sé ni tu apellido. No le voy a decir nada a la policía, Frank. Así que cuando terminen de sonar las campanadas quiero que me dejes ir. ¿Vale?
—Claro —dijo Frank—. Es lo que iba a hacer desde el principio, no tienes por qué decirle a tu novia que haga nada. ¿No te he dicho ya que te considero un amigo?
Miré a Frank pensando: «Hace sólo treinta horas que conozco a este tipo». Parecía que sus maneras y su voz habían vuelto a como eran antes, en la cafetería de aquel hotel. Claro, aquello no era motivo para creer en lo que decía. Para alguien como Frank, el hecho de que pensara que yo era su amigo no significaba que no me fuera a matar.
—¿Tienes sueño, Kenji?
Negué con la cabeza. Hacía unos minutos hubiera sido feliz de poder tumbarme hasta sobre los cristales del suelo, pero tal vez por la intensidad de la conversación con Jun mi somnolencia se había desvanecido. Parecía que Frank iba a decir algo pero dudaba. Abrió la boca para hablar y después se detuvo otra vez. Por fin se levantó y cogió una botella de agua Evian del refrigerador. Bebió un trago y me preguntó si quería algo y le contesté que una cola. El refrigerador era uno de esos pequeños, cuadrados y viejos artefactos, recogido probablemente de la basura, pero vi que estaba bien provisto de refrescos.
—Quiero contarte algo, Kenji. Es una historia larga y bastante rara, pero quisiera que la oyeras si no te importa.
Frank hablaba con lo que era una voz sumisa para él.
—Te escucho —le dije.
—Crecí en un pueblo sencillo y pequeño de la Costa Este, ni reconocerías el nombre, en una casa humilde como las que se ven en las películas americanas, con un pequeño jardín y uno de esos porches delanteros que parecen hechos para que una señora mayor ponga allí una mecedora.
La voz y hasta la expresión de Frank se habían tornado más tranquilas y relajadas desde que habíamos entrado en el edificio en ruinas. ¿Qué tipo de barrio era éste, de todos modos? Estaba repleto de pequeños edificios de apartamentos, pero aun así no se oía ningún sonido fuera. El fluorescente desnudo en el suelo emitía un ligero zumbido y del refrigerador salía un silbido agudo, como un pito. Sin embargo, eso era lo único que se oía. Las ventanas rotas y los muros derruidos estaban cubiertos por las láminas de plástico y las telas que colgaban, pero como no había calefacción estaba helado. De mi aliento salían pequeñas nubes de vapor. Pero no del de Frank.
—Nos mudamos allí cuando tenía siete años, porque en el pueblo anterior había asesinado a dos personas.
Los oídos me aguijonearon cuando oí la palabra «asesinado» y me descubrí preguntándome:
—¿Con cuántos años?
—Tenía… siete —repitió Frank y bebió lentamente un trago de Evian.
—Increíble —murmuré, y sentí que era algo increíblemente estúpido. Esperaba que Frank me dijera alguna mentira, pero por algún motivo las palabras «siete años» me absorbieron en su narración.
—El pueblo en el que nací tenía una población de unos ocho mil habitantes. Un puerto histórico en el que, según decían, está el cuarto campo de golf más antiguo de América. No es que fuera un campo profesional ni nada, pero era bastante famoso y mucha gente de Washington y Nueva York iba allí a jugar. No estábamos lejos de Portland, que tenía aeropuerto, y a poca distancia en coche de Canadá. Como en Canadá se habla francés, me parecía que aquello era realmente un país extranjero, y de pequeño me hacía mucha ilusión. El pueblo había tenido tranvías, lo cual es raro para un sitio tan pequeño, y a pesar de que no circulaban cuando nací, aún quedaban las vías. Me encantaban aquellos rieles de acero enterrados en la carretera. Me gustaba jugar a seguirlos tan lejos como podía. Creía que no se acababan nunca porque, no importa cuán lejos llegara, las vías no parecían tener fin. Yo creía de verdad que si las seguías podías llegar a ver todo el mundo. Pero de lo que más me acuerdo de esa época es de perderme. ¿Te has perdido alguna vez cuando eras niño, Kenji?
Negué con la cabeza.
—Es curioso —dijo Frank—. Todos los niños se pierden.
Recordé que mi padre me advertía sobre eso cuando era muy pequeño. Me repitió muchas veces que los niños que juegan solos acaban perdiéndose. «Así que juega siempre con otros, Kenji, nunca juegues solo afuera o un hombre malo vendrá y te llevará».
Mientras evocaba este recuerdo de mi padre, me asombró oír a Frank pronunciar la palabra «Papá».
—Papá solía decir que parecía que hubiese aprendido a caminar sólo para perderme, porque es lo primero que hice en cuanto gateé.
Creo que cuando Frank me dijo que había asesinado a varias personas a los siete años me imaginé que era huérfano. Una vez leí una novela así, sobre un chico que pierde a sus padres y crece en un asilo de ancianos que dirige su abuela y se vuelve un asesino en cadena.
—¿Tu padre está vivo? —le pregunté de buenas a primeras.
—¿Papá? —murmuró Frank con una sonrisa de arrepentimiento—. Aún anda por ahí, supongo —contestó, mirando al suelo.
»Me acuerdo perfectamente de la sensación que me producía estar perdido —continuó—. Las circunstancias variaban, pero el momento en que me daba cuenta de que estaba perdido era siempre igual. Los niños no se pierden gradualmente. Súbitamente te hallas en territorio desconocido y ya estás perdido. Vas caminando junto a casas, parques y calles conocidos y después doblas por una calle y el panorama cambia por completo. Recuerdo que me daba mucho miedo, pero que también me gustaba. Muchas veces me perdía siguiendo a alguien. Empezó cuando pude caminar fuera de casa, así que ¿cuántos años tendría? Tres o así, supongo. Seguía sobre todo a los músicos de la sección de vientos de la brigada de incendios. El cuartel de bomberos estaba cerca de mi casa y la banda era famosa en la zona porque ganaba concursos, y practicaba mucho, desfilando mientras tocaba. Solía ir con ella en sus pequeños desfiles, pero cuando tienes tres años no puedes caminar muy rápido, por lo que me quedaba rezagado. Los saxofones y las tubas iban siempre al final y recuerdo lo que sentía cuando veía desfilar a la distancia a esos grandes y brillantes instrumentos de viento. Sentía que el mundo me dejaba atrás y, después, cuando miraba a mi alrededor me daba cuenta de que me había perdido. Un día en que me perdí, mamá volvía a casa en el coche de la tienda y me vio caminando por la calle.
La palabra «mamá» parecía salir de la boca de Frank de una forma tan natural como cuando antes había dicho «papá». Pero no le pregunté si su madre vivía. Algo me dijo que no debía hacerlo.
—Recuerdo perfectamente lo que sentía en aquellos momentos, pero ¿cómo puedo describirlo? Siempre me producía la misma impresión. Sólo conocía la geografía que rodeaba mi casa, mi barrio inmediato. Eso era todo lo que existía para mí y ese ámbito tenía forma de «T», no sé si me entiendes, porque se reducía a la calle que llegaba hasta nuestra casa y a la pequeña carretera que empezaba justo enfrente y que se estrechaba hasta perderse en la distancia. Hasta me acuerdo de las fronteras de mi mundo, porque eran fronteras que estaban marcadas. A la izquierda estaba el buzón de correos de un vecino, a la derecha, en la esquina de la calle, un árbol en flor y, enfrente, bajando por un pequeño sendero, el banco de metal de un parque por el que corría un arroyo. Ésas eran las fronteras de mi mundo (un buzón, un árbol, el banco de un parque) y si salía de allí me perdía. Aunque lo hiciera una y otra vez y hubiera visto el mismo paisaje muchas veces no podía familiarizarme con lo que se hallaba más allá de esas fronteras, en lo Desconocido, que es lo que aquello era para mí, como los bosques oscuros para la gente de la Edad Media. Mamá me encontró perdido un día nublado de finales de primavera o comienzos de verano. Esa parte de la Costa Este está siempre nublada y hay tanta humedad que parece que en el aire hay una especie de llovizna, que tapa el sol. Es bochornoso, pero cuando sopla el viento se siente frío en la piel. Mucha gente tiene asma y problemas bronquiales y creo recordar que los adultos tosían todo el tiempo. Ese día en particular me había aventurado en lo Desconocido, más allá del buzón azul de correos. Cuando eres niño, perderse no es un mero hecho o una situación, es como un cambio de profesión. Sientes excitación o ansiedad y miedo, y tienes la impresión de haber hecho algo irrevocable. Mi sentido de mí mismo, de mi cuerpo, se volvía frágil y sentía como si me fuera a derretir en la bruma gris que me envolvía. A veces empezaba a gritar. Pero los adultos no le prestan atención a un niño que anda solo en la calle gritando. Si llora, tal vez, pero no si grita. Ese día sentí sobre todo miedo, pero estaba también emocionado. Y entonces apareció mamá. Paró de repente junto a mí con el coche y me dijo: «¡Dios mío, pero si es mi pequeño!». Yo empecé a berrear, no porque estuviera feliz ni me aliviara verla, sino porque tenía miedo. Sentí que mamá se había fundido con lo Desconocido y que por tanto tenía que ser una persona distinta. Pensé que tenía que encontrar una forma de volver al mundo conocido, y cuando mamá me cogió en los brazos me la sacudí de encima e intenté huir. No esperaba ver a mamá allí, sólo en el mundo real, así que no podía ser ella a pesar de que fuera igual. Cuando me cogió de nuevo le mordí la muñeca con tal fuerza que se me adormeció la mandíbula. Pensé que no tenía otra alternativa, no sabía qué hacer. Mamá gritaba a todo pulmón. Creo que le atravesé la piel hasta dar con una arteria, porque empecé a sentir su sangre en la boca, mucha sangre, y yo mordía tan fuerte que no podía respirar y me la tragué toda como un bebé que chupa el pecho de su madre, excepto que era sangre. Sentí que tenía que hacerlo, que si no me la bebía toda me iba a ahogar. ¿Has probado alguna vez sangre humana, Kenji?
Sentí demasiadas náuseas como para contestarle. Después de trabajar dos años como guía e intérprete he llegado por fin a un punto en el que puedo pensar en inglés. Vamos, a ir directamente de las palabras inglesas a las imágenes que representan. Hasta hace poco tenía que traducir todo primero en mi cabeza. Por ejemplo, si alguien pronunciaba la palabra «sangre», primero tenía que traducirlo a «chi» en mi cabeza y, sólo entonces, veía una imagen de lo que significaba. Pero con tan sólo oír el verbo inglés «probar» y el sustantivo «sangre» formé una imagen en el cerebro, y ahora Frank me preguntaba de la manera más casual si había hecho lo que mi cerebro visualizaba. No hablaba con ese tipo de voz impostada como cuando un narrador de una película de terror o algo por el estilo dice: «¿Están preparados para ver algo verdaderamente horroroso? ¿Cuándo ha sido la última vez que han probado sangre roja, caliente y chorreante? ¡Bua, ja, ja, ja!». No era en absoluto así. Era más bien el tono de voz que se usa para preguntar si alguna vez has montado a caballo. «¿Has probado alguna vez sangre humana?». Miré hacia el suelo y negué lentamente con la cabeza.
—Ésa fue la primera vez, con la sangre de mi propia madre —dijo Frank con un tono lúgubre—. La sangre en sí no es gran cosa (no sabe bien ni es amarga ni dulce, ni nada), por lo que no te haces adicto a su sabor.
Me senté, con la barbilla baja, abrazándome las rodillas y asintiendo de vez en cuando mientras Frank hablaba. La luz de la lámpara fluorescente alumbraba hacia arriba en forma de pirámide invertida, dejando en la oscuridad el suelo y el colchón donde estábamos sentados. Ahora que mis ojos se habían acostumbrado a la tenue luz, vi que el suelo estaba cubierto por una espesa capa de polvo y lleno de insectos. Los insectos eran de una especie que no conocía y se congregaban en pequeñas manchas aquí y allá. Supuse que Frank había asesinado a alguien en esa clínica en ruinas. O que lo había matado en algún otro lugar y después lo había transportado hasta aquí para descuartizarlo con el equipo médico que estaba desperdigado. Tal vez se había encontrado aquí el largo y estrecho cuchillo que había empleado en el pub de omiai.
—Después de morder a mamá esa vez, mis padres me llevaron a un psicólogo infantil que llegó a la conclusión de que no había mamado mucho de bebé, por lo que tenía una deficiencia crónica de calcio que me hacía emocionalmente inestable, y que las películas sangrientas[3] a las que mis hermanos mayores me llevaban eran una influencia nociva para mí. En aquella época no las llamaban películas sangrientas, pero a mis dos hermanos, que eran un poco mayores que yo, les encantaban las películas de terror, como al noventa y nueve por ciento de los chicos americanos. Más tarde, después de que asesinara a esas dos personas, la policía encontró un montón de películas sangrientas, carteles, máscaras de goma y cosas así en nuestra casa y los medios de comunicación decidieron que aquello me había impulsado a cometer el crimen. Necesitaban una razón para justificar que un niño pudiera cometer un asesinato, algo o alguien a quien señalar con el dedo, y creo que se sintieron aliviados cuando creyeron que era culpa de las películas de terror. Pero no hay una razón para que un niño cometa un asesinato, al igual que no hay una razón para que un niño se pierda. ¿Cuál puede ser, que sus padres no lo vigilan? Ésa no es una razón, es un paso del proceso.
Eran casi las 4:00 y el frío era cada vez más difícil de soportar. Frank sin embargo no parecía notarlo. Yo tenía puesto el abrigo, pero él llevaba sólo un jersey delgado y una chaqueta de pana. Durante las dos noches que había pasado con Frank no le había visto mostrar señal alguna de tener frío. Me vio juntar las manos y soplar para calentármelas y me preguntó:
—¿Tienes frío? —Yo asentí y para mi sorpresa se quitó la chaqueta e intentó ponérmela sobre los hombros.
—¡No, tú la necesitas! —le dije alejándome.
Frank me contestó que no le importaba, que no sentía el frío y se remangó las mangas para mostrarme las muñecas. Como había visto en el pub de omiai, estaban surcadas por incontables marcas de intentos de suicidio. Me pregunté si tenían algo que ver con el hecho de que no sintiera el frío.
—Después de esa primera vez, me obsesionó la idea de que pudiera volver a hacerlo (beber la sangre de un ser humano), no porque me gustara el sabor sino porque me obsesionaba el acto en sí, porque es extremo, anormal e inimaginable. Los seres humanos son las únicas criaturas que tienen el poder de la imaginación, y por ello hemos sobrevivido. Físicamente no podemos competir con los grandes animales, así que necesitábamos ciertas cosas para mantenernos fuera de peligro, como la capacidad de conceptualizar, de predecir, de comunicarnos y de confirmar, todas las cuales sólo son posibles gracias al poder de la imaginación. Nuestros antepasados tenían la capacidad de imaginarse todo tipo de horrores y tenían que prevenir que se hicieran realidad. Y las personas contemporáneas tienen la misma capacidad. Cuando se la usa de manera positiva produce artistas y científicos, pero de forma negativa se convierte en miedo, ansiedad y odio, y puede causar mucho daño. La gente habla siempre de lo crueles que pueden llegar a ser los niños porque torturan o matan pequeños animales e insectos, o porque rompen sus propios juguetes. Pero no lo hacen para divertirse, sino para liberar las ansiedades de la imaginación y expulsarlas hacia el mundo real. Si no pueden soportar la idea de matar o torturar insectos, sienten un impulso inconsciente de hacerlo y de reafirmar que el mundo no va a desaparecer.
»En mi caso, no podía soportar la presión de imaginar que iba a volver a probar la sangre humana, así que cuando tenía cuatro años me corté las venas. Ésa fue la primera vez que intenté suicidarme. Todo el mundo perdió los estribos y me llevaron al psiquiatra una vez más, pero éste sólo les dijo otra vez que no me dejaran ver películas de terror. Es cierto que me gustaban esas películas, pero no hasta el punto que a mis hermanos. En general, los aficionados a las películas de terror tienen vidas aburridas. Necesitan que los estimulen y necesitan reafirmarse, porque cuando termina una película que te asusta de verdad, te confirma que sigues vivo y que el mundo aún existe. Ésa es la verdadera razón de que existan las películas de terror (asimilar emociones) y si desaparecen perderemos una de las pocas formas que tenemos de aliviar la ansiedad de la imaginación. Y apuesto a que generará un gran aumento de los asesinos en serie. Al fin y al cabo, alguien que sea lo bastante estúpido como para sacar la idea de asesinar a alguien de una película de terror puede tener exactamente la misma idea viendo las noticias, ¿no? Desde los cuatro a los seis años me corté las venas una docena de veces, y te quiero decir algo, Kenji, no sabes lo que es el frío hasta que experimentas la sensación que produce desangrarse. Mi padres contrataron por fin a una persona para que me vigilara, una tipa muy fea, que me pilló intentando cortarme la garganta y me dio una soberana paliza. Así que una noche de otoño cuando estaba en el baño me guardé el cuchillo de caza de mi hermano en el pantalón, me metí en el bolsillo unas magdalenas que mamá había hecho esa misma mañana, me fui de casa y me perdí por primera vez desde hacía mucho tiempo. Caminé calle arriba y cuando llegué a las vías del tranvía me acordé que de pequeño las solía seguir. El pavimento era de asfalto y conchas marinas y las vetustas vías estaban medio hundidas. Los pedacitos de concha eran muy hermosos, sobre todo porque brillaban cuando se ponía el sol, y seguí caminando hacia la colina. Era algo que había hecho muchas, muchas veces, dirigirme hacia la colina, pero siempre me detenía a la mitad. La calle se hizo más angosta y ya estaba perdido, claro, pero no me detuve a mirar atrás. Tenía miedo de que todo se hubiera desvanecido, porque tenía la impresión de que uno de los dos mundos iba a desaparecer. Así que decidí no mirar atrás y seguir adelante.
»El cuchillo era tan pesado que me costaba sujetarlo para que no se me cayera de los pantalones. Lo apretaba en la mano y caminaba mirando únicamente hacia abajo, a mis pies, a los rieles oxidados y a las conchas del asfalto, cuando de repente se terminaron las vías. Aquello me conmocionó hasta lo más íntimo, porque siempre había pensado que nunca se acababan. Recuerdo que me quedé allí de pie durante mucho rato observando el lugar, pensando que debía de ser el final del mundo. Y después miré hacia arriba y me di cuenta de que estaba en la cima de la colina. Frente a mí había un estanque y cuando me volví contemplé el pueblo extendido a mis pies como una miniatura, como un diorama. No lo había visto antes porque nunca había subido hasta la cima, pero allí estaba, todo el pueblo, con racimos de casas, tiendas, las cuestas del valle y, en el centro había edificios más grandes e iglesias y parques, y desde allí hasta el muelle, fábricas con sus chimeneas y almacenes, y la grúa gigante de los astilleros, que reconocí de cuando mi hermano me llevó a verla pero que ahora parecía de juguete. Más allá estaba el mar, gris y cubierto de nubes, desde donde me llegaba por el aire el olor del salitre, y detrás de mí el sol era una gigantesca bola en el horizonte. Sentí una inmensa sensación de poder y, a la vez, un gran pánico y ansiedad. Como si el mundo se inclinara a mis pies, pero también como si me hubiera separado de él y estuviera allí pensando: «Caramba». Estaba anonadado. Fue como recibir una revelación de Dios. En la cima de la colina había una entrada a una mina de carbón abandonada, cuyas largas y sinuosas zanjas llenas de agua formaban un estanque. Había docenas de cisnes que habían emigrado de su residencia de verano en Quebec o por allí, así que caminé por el borde del estanque, donde crecían un montón de matas, y vi una gran roca, me senté, saqué las magdalenas del bolsillo, hice migas de ellas y empecé a tirar pedacitos al estanque. No estaba seguro de que los cisnes comieran magdalenas, pero una bandada entera se deslizó por el agua hasta donde estaba. Sabía que si intentaba alcanzarlos se espantarían, porque yo era igual en esa época: si algo o alguien se me acercaba sin aviso previo intuía que era peligroso y huía. Un cisne se me acercó, uno joven que no era aún tan desconfiado como los demás. Todavía me acuerdo de la elegante curva de su cuello y de sus blancas plumas teñidas de naranja por los destellos del ocaso, y mi corazón empezó a latir tanto que creí que se me iban a caer los dientes. Pero me dije: «Espera, espera».
»El cisne nadó hasta los matorrales que estaban junto a mí, desde donde podría haber tocado su larga y delgada garganta, pero me quedé inmóvil, arrojando migas al agua. Y entonces saqué el cuchillo de la cintura, lenta y tranquilamente, y lo desenvainé de su funda de cuero. El cuchillo de mi hermano era pesado y afilado, y entonces pensé: «Esto va a poner todo en orden». Pensé que reconciliaría la sensación de estar aislado del mundo con la de aquello que se extendía a mis pies, que se unirían en mí. El cisne se hallaba a pocos centímetros de la roca cuando levanté lentamente el cuchillo, apoyé la hoja en mi hombro y después, con un movimiento rápido, lo degollé con todas mis fuerzas. No sabía que el cuello de un cisne tuviera huesos, pero cuando se los rompí hicieron un ruido como cuando se quiebran ramas secas. El cuchillo le pasó hasta el otro lado del cuello y la sangre brotó en un chorro. Era diferente a la sangre de mamá, tenía un sabor más dulce y en ese momento pensé que debía de ser por las magdalenas. Me bebí mucha, más de la que crees que pueda haber en un ave de ese tamaño. Nadie supo que había matado al cisne porque la mina de carbón era un lugar en el que habían ocurrido sucesos horribles, violaciones y cosas de esa índole, y nadie iba allí casi nunca.
Frank se detuvo un momento, inclinó la cabeza y se cubrió los ojos con las manos. Por un instante pensé que estaba llorando, pero no era así. Me dijo que le molestaban los ojos.
—No he dormido y cuando no duermo durante mucho tiempo se me cansan. El resto está bien, pero los ojos me duelen mucho.
Le pregunté cuánto tiempo llevaba sin dormir.
—Unas ciento veinte horas —me contestó.
Ciento veinte horas son cinco días. Me pregunté si se estaba metiendo speed o algo por el estilo. Tengo amigos que están enganchados al speed. Jun dice que en su clase hay chicas que también le dan. Los adictos al speed se pasan días sin dormir. Le pregunté a Frank si tomaba drogas, pero negó con la cabeza.
—Más tarde, en el mismo pueblo, el pueblo en el que nací, maté a dos personas y cuando la policía me interrogó pensaron que estaba loco y me recluyeron en un hospital psiquiátrico que creo que llevaban los militares. Esa sensación de que el mundo estaba a mis pies y de que estaba solo y separado del mundo, esa sensación de poder y ansiedad, ha estado conmigo desde aquella noche en el estanque. En el hospital me daban una tonelada de medicamentos mezclados con la comida. Me sometieron a una dieta líquida y me alimentaban por un tubo, un tubo de plástico que tenía en el extremo una llave de silicona que me metían hasta el fondo de la garganta. Creo que estaba hecha para pacientes con cáncer de garganta que no pueden tragar. Es un diseño ingenioso. Pero me alimentaban demasiado y eso, junto con los efectos secundarios de las medicinas, me hizo engordar mucho, hasta se me hinchó la cara y se tornó pálida, y sentía que aquél no era mi cuerpo, como si estuviera relleno de plumas o de líquido, como si fuera un ser humano líquido. Aquello estuvo dentro de mí durante años: la sensación de no ser yo mismo. Y creo que no era yo por entonces. Claro, no estoy seguro de que exista un yo real. Te puedes hurgar en las entrañas en busca de tu yo sin hallarlo, cortarte en rodajas y lo único que vas a encontrar es sangre y músculos y huesos… Un año más tarde, gordo como un cerdo, me dieron de baja en el hospital con el físico destrozado. Mi familia se había mudado a un pequeño pueblo de Virginia y vinieron a recogerme, pero desde entonces mi padre y mis hermanos apenas me hablaban. Unos diez años después, cuando fui a la cárcel ya de adulto, mi hermano mayor fue a visitarme y conversamos sobre aquella época. Me contó que no sabían cómo relacionarse conmigo ni de qué hablar, no porque hubiera asesinado a alguien sino porque estaba tan gordo que parecía un completo extraño. Cuando me confinaron en el hospital psiquiátrico por cuarta vez y me extirparon una parte del cerebro, empecé a no poder dormir, sólo echaba siestas de vez en cuando. Tenía quince años. Para operarte te abren un pequeño orificio en el cráneo y te insertan un instrumento como un punzón en la materia gris con el que te seccionan fibras de los nervios, lo cual te deja muy tranquilo y dócil. A los americanos les encanta meterle mano al cerebro: por eso están tan adelantados en neurocirugía. Yo ya estaba metido en magia negra por aquel entonces y había conocido a mucha gente en hospitales y reformatorios que me enseñaron cómo cortarle la garganta a alguien sin que salpique sangre y dónde cortar el talón de Aquiles para que emita un sonido agudo (cosas útiles como ésas) y aprendí también hipnosis, lo cual me fue tan fácil que no me lo podía creer. No es que me sienta realizado cuando asesino. Cuando ocurre pienso a menudo que debe de haber alguna otra cosa que pueda hacer y a veces siento que estoy a punto de descubrir lo que es, pero lo interesante es que cuando estoy asesinando es cuando más centrado estoy en la vida, cuando tengo la mente más clara, pero… ¿Has estado alguna vez en un psiquiátrico, Kenji?
Las cosas de las que hablaba eran desagradables y escalofriantes y mucho de lo que decía no tenía sentido para mí, pero lo absorbía todo. Era como oír música, su voz tenía un ritmo y una especie de melodía que parecía que se me filtrara directamente por los poros en vez de por los oídos. Supongo que me había rendido a su narración, y cuando me preguntó si había estado alguna vez en un psiquiátrico ni se me ocurrió que fuese una pregunta impertinente. Sólo le dije que no. Escuchándole había dejado de pensar en si Frank estaba loco. Me sentía como alguien que escucha un mito antiguo: «Hace mucho, mucho tiempo, cuando los hombres mataban y se comían los unos a los otros…». No estaba seguro de saber qué era el bien o el mal. Era una sensación precaria, pero apuntaba a un sentido de liberación que nunca había experimentado. Una liberación de los incontables vaivenes de la vida diaria. Como si la frontera entre el «yo» y el «no yo» se disolviera y me sumiera en una especie de fango.
Estaba yendo a un lugar en el que nunca había estado.
—Los hospitales psiquiátricos son sitios interesantes —continuó Frank—. Nunca me olvidaré de un experimento que hacían con gatos. Ponían al gato en una jaula que tenía un botón en el suelo y cuando lo pisaba salía comida, así que con el tiempo aprendió a apretar el botón cuando quería comer y luego lo sacaban y no le daban de comer y después lo volvían a meter en la misma jaula con el mismo botón, sólo que esta vez cuando lo pisaba le daba corriente. No era mucha, sólo una descarga suave, pero el resultado es el mismo. El gato se desequilibra y se vuelve totalmente neurótico y al final pierde la voluntad de comer, rechaza la comida que le ofrecen y se muere de inanición. El tipo que me lo contó era un especialista en tests psicológicos. ¿Sabes algo sobre tests psicológicos, Kenji? Yo he hecho cientos. El más famoso es seguramente el Inventario de Personalidad Multifásica de Minnesota, pero he hecho tantos que finalmente memoricé todo tipo de preguntas y al final de mi adolescencia sabía más de tests que quienes me los daban. ¿Quieres hacer uno?
La historia del experimento me horrorizó de verdad. Primero el gato aprende una cosa que es divertida porque lo recompensan con comida, pero después lo dejan sin comer y premian con dolor ese comportamiento aprendido. El gato naturalmente no entiende lo que pasa. Yo experimenté cosas así a diario de niño. No me refiero a cosas importantes, como la muerte de mi padre, sino a dilemas cotidianos. No puedes modificar el mundo adulto para que se adapte a tu concepto de las cosas, así que tienes que aprender a ser cauto y los niños se enfrentan constantemente con ese tipo de situaciones cuando crecen. No hay coherencia en la forma en que los padres y otros adultos te responden cuando eres niño. Y eso pasa sobre todo en este país, donde no existen criterios sólidos ni normas para juzgar lo que es importante. Los adultos viven pensando sólo en el dinero o en artículos que tienen un valor económico establecido, como las prendas de diseño. Los medios —televisión, periódicos, revistas, radio y lo que sea— están repletos de informaciones que ponen de manifiesto que lo único que quieren o los preocupa son el dinero y los bienes materiales. Desde los políticos hasta los burócratas, pasando por el trabajador de clase baja que bebe el sake más barato en el banco de una terraza popular, todos muestran mediante su forma de vida que lo único que ansían es tener dinero. A veces se dan grandes aires y declaran «que el dinero no lo es todo», pero lo único que hay que hacer para saber cuáles son sus verdaderas intenciones es observar su comportamiento. Los semanarios serios critican que las chicas de bachillerato salgan en citas retribuidas, pero en el mismo número recomiendan salones de masajes eróticos a precios económicos y soaplands que abren a primera hora de la mañana. Denuncian la corrupción de políticos y burócratas pero ofrecen consejos «infalibles» para comprar acciones y prometen transacciones inmobiliarias que son «una ganga». Y publican grandes reportajes ilustrados sobre «historias de éxito», en los que aparecen las mansiones de los potentados o de algún cabrón vestido con prendas y accesorios de diseño. Prácticamente durante todo el día, un día sí y otro también, los niños de este país sufren un bombardeo similar al del gato. Pero intenta denunciarlo y siempre hay un hijo de puta que te salta encima. «¡Los jóvenes son unos malcriados! ¿Cómo se atreven a quejarse cuando no les ha faltado nada en la vida? ¡Vamos, mi generación sobrevivió comiendo patatas y trabajó hasta dejarse la piel para hacer de éste el próspero país que es hoy en día!». Y siempre lo dice precisamente el tipo de viejo estúpido y creído que jamás quisieras llegar a ser. Si no vivimos como nos dicen que tenemos que vivir es porque no queremos acabar como vosotros, porque sólo pensarlo es insoportable. Para vosotros está bien porque os vais a morir pronto, pero a nosotros aún nos quedan cincuenta o sesenta años de vida en esta mierda de país.
—¿Kenji, qué pasa?
Frank me observaba.
—Nada —le respondí. Bebió un trago de Evian y sonrió.
—Pareces enfadado.
—La historia del gato es interesante —le comenté, mientras me bebía mi coca.
Había dejado la lata en el suelo, junto a mí, y aún estaba helada. «Qué lugar más extraño», pensé. Me sentí completamente aislado y, en parte por el frío, como si estuviera en otro planeta. Me pregunté si hay planetas donde es aceptable matar. Pensé que debía de haberlos, recordando que al fin y al cabo en la guerra, quienes matan son héroes. Y de repente comprendí por qué no había ido a la comisaría en Kabuki-cho. Las víctimas del pub de omiai, cuando se vieron en la posición del gato con el botón, no opusieron ninguna resistencia. Miré a Frank y pensé: «Bueno, éste es un tipo que se resiste. Tal vez sea uno de los pocos que ha pataleado contra esta jaula de gato que es el mundo, donde primero te alimentan y después, sin haber cometido ningún crimen, te atizan una descarga de castigo». Mirando a Frank iluminado por la lámpara desde abajo, empecé a pensar en él como en un hombre que había sido pisoteado durante toda su vida pero que nunca había cedido.
—Vamos a hacer un pequeño test psicológico —me dijo, y empezó a hacerme preguntas que había memorizado.
Bueno, no eran exactamente preguntas, sino más bien afirmaciones a las que tenía que responder «cierto» o «falso». Me explicó que tenía que responder de inmediato, sin pensar. Las preguntas eran de toda índole, desde «me gusta la poesía sobre flores» hasta «mis genitales tienen una forma rara» o «mi mayor placer es hacerle daño a la persona que quiero». Me hizo más de doscientas durante media hora más o menos.
—Es interesante, ¿verdad? —Frank sonrió cuando terminamos—. Las he desarrollado yo. Como te he dicho, he aplicado cientos de estos tests. De hecho, diría que soy una de las mayores autoridades del mundo en exámenes psicológicos.
—¿Sufro de algún problema? —le pregunté—. Vamos, ¿de acuerdo con el test?
—No te preocupes, Kenji, eres normal. Muestras algo de confusión, ciertos impulsos contradictorios, pero eso le pasa a toda persona que es psicológicamente normal. Quienes son rígidos en sus preferencias son los que tienen problemas. Todo el mundo sufre de cierta confusión e indecisión: nunca se sabe de qué lado va a moverse el péndulo. Es normal.
—¿Y tú? —le pregunté, y Frank me contestó que él también era normal. No me pareció siquiera peculiar. Pensé que seguramente era verdad.
Una tras otra, hoy me habían pasado cosas inimaginables, empezando por el pedazo de piel humana que encontré pegado a mi puerta. Y aunque me sabía agotado, estaba demasiado tenso para poder dormir. Además, hacía un frío que pelaba y estaba sentado con un asesino en un edificio abandonado lleno de material médico. Creo que todas esas cosas contribuyeron a que mi estado mental no fuera precisamente el más óptimo. No es que Frank tuviera una influencia maléfica, que me estuviera llevando hacia el Lado Oscuro ni nada por el estilo. Pero no puedo negar que tanto mi mente como mi cuerpo habían sido arrastrados a un territorio ignoto. Me sentí como si oyera las historias de un guía de un país recóndito.
—Debes de estar cansado —comentó Frank—. No te he contado otras cosas, pero creo que es mejor que lo dejemos por hoy. Esta noche tenemos que ir a oír las campanadas y todo eso.
—No creo que pueda dormir.
—¿Por qué no? ¿Tienes miedo de que te mate?
—No. Es que tengo los nervios de punta.
—Quizá tengas que comer algo.
Le dije que no tenía hambre, pero Frank me respondió que dormiría mejor con algo en el estómago. Cogió una cafetera de una de las cajas de cartón que estaban contra la pared, la llenó de Evian y la enchufó. Después cogió dos tazas de ramen instantáneo King Ra de la misma caja. Le pregunté si siempre comía comida instantánea.
—Claro —dijo con una sonrisa—. No soy un gourmet.
—¿Hay alguna razón? —le pregunté, mirando cómo subía el vapor de la cafetera—. Me refiero a que a todo el mundo le gusta la buena comida, ¿no?
—Me metieron esos líquidos insípidos por la garganta durante tanto tiempo en el psiquiátrico que la verdad es que ya no recuerdo lo que significan las palabras «buena comida». Pero cuando como algo que a todo el mundo le parece exquisito, es gracioso, siento que algo se vacía en mi interior. Como si algo importante se escapara de mi cuerpo.
—¿Y qué podría ser eso?
—La misión que me ha sido encomendada. Mi destino. Asesinar.
Cuando los fideos estuvieron listos, Frank me pasó un tenedor de plástico. Inhalé el vapor fragante, absorbiéndolo como una esponja, y después me comí una cucharada antes de preguntarle si iba a continuar asesinando después de oír las ciento ocho campanadas. Se encogió de hombros.
—No creo que tenga muchas alternativas —me contestó—. Para mí asesinar ha sido siempre esencial para poder seguir viviendo. Cortarme las venas, degollar el cuello del cisne, beber su sangre y matar son fundamentalmente una misma forma de expresión: lo que me impulsa. Si el cerebro y el cuerpo están inactivos te vuelves senil, incluso si eres un niño. Y la circulación en el cerebro disminuye gradualmente. Como el gato del experimento: cuando perdió interés en comer, la sangre del cerebro apenas le circulaba. La causa de eso es el estrés. Los seres humanos han pensado en todo, desde cazar en grupos hasta componer canciones populares o hacer carreras de automóviles para que el cerebro no se atrofie, pero no hay muchas maneras verdaderamente efectivas de evitar la senilidad. Los niños son más vulnerables porque sus opciones son limitadas. Y ahora, con toda esta vigilancia y manipulación social, creo que va a haber un aumento de individuos como yo.
Frank había cogido los fideos con el tenedor y se los llevó hasta la barbilla, pero luego pareció olvidarse de ellos mientras hablaba. La condensación de la taza caía en el suelo polvoriento. Al fin, dejó de soltar vapor, pero él continuaba hablando. Se había olvidado que estaba comiendo. El término para describir su estado no era concentración: era algo mucho más intenso, como si estuviera poseído. Como si su vida se fuera a acabar si dejaba de hablar. No le había dado ni un bocado a sus fideos, por lo que lo que tenía en la punta del tenedor empezó a cambiar de color. Escuchándole hablar y hablar, mirando de reojo a los fideos que adquirían un tono oscuro, vi que éstos se transformaban en una sustancia extraña y correosa que colgaba del tenedor. Cuando hizo una pausa en su monólogo, levanté por un momento las cejas hacia su tenedor y alcé la barbilla para sugerirle que comiera. Mirando con aire de sorpresa los fideos, se los metió en la boca y masticó con una melancolía que parecía decir: «¿Por qué hay que pasar por el penoso proceso de tener que ingerir alimentos?».
—Cuando tenía doce años asesiné a tres personas seguidas: ancianos que dormían en las mecedoras o en los columpios de sus porches, y grabé una cinta haciéndome responsable y se la mandé a una emisora de radio. Tenían un locutor que me gustaba y quería que supiera que yo era el asesino en cadena del que todo el mundo hablaba. Hice un montón de cosas para disimular la voz (me metí bolas de algodón en la boca, sostuve un lápiz entre los dientes, me tapé los labios con cinta adhesiva) y utilicé una vieja grabadora de mi padre. Tardé más de veinte horas, pero no te puedes imaginar lo divertido que fue. Al final, el FBI consiguió analizar mi voz, lo cual probó mi culpabilidad más allá de cualquier duda, así que durante mucho tiempo lamenté haber grabado y enviado esa cinta. Pero luego, años después, recordé lo divertido que había sido y que me había hecho sentir en contacto con cosas externas a mí, como si por fin todo encajara en mi cuerpo. Por eso quiero escuchar las campanadas, Kenji, para ver si mis malos instintos (mi bonno) desaparecen y poder estar otra vez bien conmigo mismo.
Poco después de terminar mis fideos el sueño empezó a vencerme. Me froté los ojos y Frank señaló con el pulgar hacia el colchón en el que estábamos sentados y me dijo que podía dormir ahí.
—No es fácil subir al segundo piso —me advirtió.
Me tumbé en el colchón con el traje y el abrigo puestos. Frank aún seguía comiendo, por lo que me puse una mano sobre los ojos para evitar la luz de la lámpara. Debió de verme porque la apagó. El colchón estaba frío y húmedo. El sueño me vencía, pero el frío me volvía a despertar. En poco tiempo el calor de los fideos no fue más que un vago recuerdo, y el frío parecía filtrarse desde el suelo y a través del colchón. En cierto momento empecé a temblar. Oí a Frank mover algo y después sentí que depositaba una manta arrugada sobre mí. La manta crujió cuando me moví, como si estuviera hecha de papel. Frank terminó sus fideos en la oscuridad. Antes de quedarme dormido tuve un ataque de pánico, pensé que me iba a matar al fin y al cabo, pero recordé que no lo haría hasta oír las campanadas. Mientras me dormía un pájaro piaba afuera.
Me desperté cubierto de periódicos. Oí la voz de Frank que decía:
—No vamos a volver, así que no te olvides de nada.
Se estaba vistiendo cuando lo miré. Por increíble que parezca, se estaba poniendo un esmoquin. Me dijo que había estado esperando a que me despertara.
—Aquí no hay espejos, así que necesito que me digas si me pongo bien la corbata.
Llevaba puestos unos pantalones que tenían una cinta que les corría por la parte exterior de cada pierna y se estaba poniendo una camisa de un material brillante con adornos de encaje en el medio. Había colocado una pajarita y una chaqueta encima de un montón de cajas de cartón.
—Es muy llamativo —le comenté, y él se rió mientras se abotonaba la camisa. Observando a Frank ponerse un esmoquin en la penumbra de un edificio en ruinas, lleno de cristales en el suelo, me tuve que plantear si no seguía soñando. Le pregunté si había viajado con el esmoquin.
—Sí, los esmóquines son fantásticos cuando hay celebraciones y quieres pasar desapercibido.
Eran sólo las cuatro de la tarde cuando salimos del edificio. No sabía cuánta gente iba a ir al puente Kachidoki y quería estar seguro de coger el sitio donde le había dicho a Jun que iba a estar.
Mientras Frank caminaba por delante en el estrecho callejón, le pregunté si había estado en ese edificio desde que había llegado a Japón. Se alojó en un hotel durante un tiempo pero no se sentía cómodo, me contestó. La noche previa estaba todo tan oscuro que no me había dado cuenta de los carteles fijados por todo el callejón en los que se leía: ¡PELIGRO! ¡RESIDUOS QUÍMICOS! ¡PROHIBIDO ENTRAR! Cuando me detuve para leer el primero que me encontré, Frank mencionó algo sobre «bifenil policlorinado».
—Había una fábrica de papel en la que usaban PCB y uno o dos distribuidores al por mayor, pero cuando descubrieron que el PCB es nocivo las autoridades cerraron la zona. Lo cierto es que el material tóxico, la dioxina, no sube a la atmósfera a menos que se queme el PCB, pero los polis no lo saben y no vienen al barrio. No hay mejor escondite.
Me dijo que se lo había contado un pordiosero que hablaba inglés con acento británico. ¿Se trataba del pordiosero que apareció calcinado? No se lo pregunté.
Frank llevaba una bufanda roja sobre el esmoquin y una pequeña bolsa de lona. Era cierto, sin embargo, que no llamaba la atención, ni incluso cuando nos aproximamos a la estación de Yoyogi. Supongo que la gente pensaba que íbamos a una fiesta de Año Nuevo.
Llevé a Frank a un bar de soba que estaba frente a la estación y le expliqué que es costumbre comer fideos de trigo la víspera de Año Nuevo. Yo estaba muerto de hambre. Pedí una sopa de soba con arenques y Frank pidió zaru soba: fideos fríos. Varios grupos de universitarios estaban apiñados alrededor de unas mesas, comiendo y hablando tranquilamente, pero ninguno nos prestó atención. No hacía falta saber mucho de ropa ni de moda para darse cuenta de que el esmoquin de Frank era barato, ni de que su bufanda estaba lejos de ser cachemira. Mi propio traje estaba polvoriento y arrugado, pero no parecía que hubiera dormido con él puesto. Cualquiera que nos observara con detenimiento hubiera pensado que éramos una pareja sospechosa, pero los estudiantes nos ignoraron por completo y empecé a entender cómo había realizado Frank asesinatos tan espectaculares sin que lo cogieran. En este país, a nadie le importan los extranjeros. Quise saber si en América pasaba lo mismo y se lo pregunté a Frank mientras esperábamos que nos sirvieran. Me contestó que sí, por lo menos en las ciudades.
En el restaurante no tenían tenedores y los palillos no consiguieron acelerar la técnica alimentaria de Frank sino todo lo contrario. Tardó casi una hora en terminarse sus soba, y para entonces los fideos estaban secos e hinchados y fuera había caído la noche. El escaso personal de la cocina trabajaba al máximo preparándose para la llegada en masa de clientes que aparecerían antes de media noche a esperar el nuevo año sorbiendo fideos para que les trajera buena suerte. El dueño era un hombre pequeño que, cuando me disculpé por tardar tanto, se rió y dijo: «Así son los gaijin». Estar sentado allí con Frank y ser tratado como cualquier otro cliente en un lugar tan ordinario como un restaurante de fideos cercano a una estación me produjo una sensación rara. Había vuelto al mundo cotidiano, lo cual hizo que la masacre de la noche anterior fuera aún más irreal para mí. Pero una parte de mi ser no podía olvidar el horror de las orejas cercenadas y las gargantas degolladas y abiertas. Era como si una delgada membrana nos cubriera sólo a Frank y a mí, o como si nos hubiéramos caído hasta lo más profundo de una extraña fisura por entre la realidad que nos rodeaba.
Mientras Frank comía sus fideos, yo miré cada centímetro de un periódico que alguien se había dejado. No había mención alguna del pub de omiai. Me sentí aliviado pero no sorprendido. Cualquiera que encontrara la persiana bajada pensaría que había cerrado por las fiestas. E incluso si el encargado tenía familia, por ejemplo, dudarían en llamar a la policía sólo porque había desaparecido una o dos noches, dada la naturaleza de su trabajo. Los cadáveres no serían descubiertos hasta pasados varios días. ¿Cuánto tiempo tarda en descomponerse un cadáver? ¿Detendrían las bajas temperaturas de diciembre el proceso?
Frank cogió un montón de fideos con los palillos y me preguntó por qué se comían en la víspera de Año Nuevo. Le expliqué que los largos fideos de trigo simbolizan la esperanza de una vida larga. Frank, que agarraba los palillos como si fuera un cuchillo, los pasaba por debajo de los fideos e intentaba llevárselos a la boca. Al principio, cuando estaban frescos y resbaladizos, tendían a escapársele en cuanto los levantaba, pero a medida que se ablandaron e hincharon se pegaban a los palillos y la maniobra se hacía más fácil aunque, claro está, estaban cada vez menos apetitosos. Cualquiera que no supiera nada de Frank se hubiera divertido observando sus torpes esfuerzos para comerse los fideos. Yo, ni estaba encantado ni me divertía, como es natural.
—¿Por qué pensaban los japoneses de la antigüedad que no se morirían si comían soba? —Frank se lo estaba tomando muy en serio.
No es que creyeran que no se iban a morir, le expliqué, sino que vivirían más. Frank se encogió de hombros, sacudió la cabeza y me di cuenta de que tenía razón. Vivir más es lo mismo que no morir, por lo menos pronto. Tal vez en este país las palabras «larga vida» signifiquen algo distinto que «muerte pospuesta». Claro que muy pocos japoneses han considerado la posibilidad de que de repente venga un extranjero como Frank y se los cepille.
Ahora serraba con los palillos la gris y reseca masa de trigo.
Fuimos en la línea Yamanote hasta Yotsuya, bajamos al metro y cambiamos otra vez en Ginza. La estación de Ginza estaba abarrotada y Frank no parecía muy feliz mientras caminaba entre el gentío. Cuando le pregunté por qué no le gustaban las multitudes, me dijo que le daban miedo.
—Las congregaciones me dan verdadero pavor desde siempre. Lo cual no quiere decir que me guste estar solo. Creo que en lo que se refiere al espacio personal no tengo una territorialidad que sea constante.
A primeras horas de la noche ascendimos hasta la calle en Tsukiji, cerca de la lonja. Desde la parte superior de un paso elevado para peatones le echamos una ojeada al templo Hongan-ji. Frank comentó que parecía una mezquita. Había dejado la bolsa de lona en la consigna de la estación, después de sacar de ella la gabardina gris que llevaba ahora. Era una de esas gabardinas anodinas que suelen llevar los ingleses, que lo hacía pasar todavía más desapercibido. La calle que iba hasta el puente Kachidoki era amplia pero estaba mal iluminada, había pocas tiendas o restaurantes y sólo pasaban coches ocasionalmente. Éste era un Tokio muy diferente de zonas como Shibuya o Shinjuku. Tiendas de madera de artículos de pesca con los techos desvencijados y los carteles rotos se alternaban con nuevos y brillantes comercios, y los rascacielos residenciales se elevaban hacia el cielo, a los lados de las estrechas calles de estilo retro llenas de mayoristas de pescado seco.
El elegante arco de una vieja estructura de metal apareció ante nosotros.
—Qué puente más bonito —exclamó Frank.
A su izquierda, junto a la orilla del río, se extendía un angosto parque público llamado La Terraza del Río Sumida. Cerca de la entrada del parque había un gran estanque rectangular, de piedra, con una fuente, que quizá por la estación o por la hora no tenía agua. Las campanadas de Año Nuevo no comenzarían aún en un rato, así que caminamos por el parque hasta la orilla del río y nos sentamos en un banco, desde donde teníamos una buena vista de la barandilla del puente. Éste hubiera sido un lugar perfecto para que Jun se sentara, pensé. Junto al río, a unos cuantos metros entre sí, había una hilera de farolas y los reflejos de sus luces amarillas ondulaban en la superficie. Después de las luces fluorescentes de la clínica en ruinas, de la tienda de fideos y de los trenes, al ver las farolas tuve la misma impresión que cuando se recupera a viejos amigos. Un grupo de trabajadores que parecían inmigrantes de provincias lejanas estaban sentados bebiendo en un círculo a la orilla del río, no lejos de nosotros. Asaban algo en un pequeño fuego, pero dos policías pasaron por allí y les ordenaron que lo apagaran. Lo hicieron sin protestar. A pesar de que la noche había caído hacía rato, de vez en cuando revoloteaban sobre nosotros bandadas de palomas. Las motas blancas que alcanzaba a ver meciéndose en el río eran probablemente gaviotas. Le comenté a Frank que faltaba bastante para que las campanas empezaran a sonar. Él se ajustó la pajarita y me contestó que estaba acostumbrado a esperar.
Cayó la noche, pero apenas corría un poco de brisa por el río y hacía mucho más calor que en las dos últimas madrugadas. Frank observaba la conversación que sostenían los policías y los trabajadores medio borrachos. Los polis les habían hecho apagar el fuego pero no los acosaban. Una vez que el fuego se hubo extinguido, los polis se sentaron con ellos y empezaron a charlar: «¿De qué parte del país sois? ¿No vais a casa para Año Nuevo?». Y cosas así. Aparentemente, todos eran de la misma región del norte. Explicaron que no habían podido comprar billetes de tren para hoy, así que planeaban pasar la noche aquí y volver a casa mañana.
La multitud se concentraba paulatinamente en el parque y en el puente. La mayoría eran jóvenes en parejas y grupos. Algunas parejas bebían tazas de café de sus termos y compartían bocadillos, otras estaban apretadas hombro con hombro y escuchaban música del mismo walkman. Uno de los grupos saludaba a cada barco que pasaba. Supuse que habían leído sobre el sitio en la misma revista que Jun y yo. Aún no había señales de ella.
Los policías vinieron hacia donde estábamos. Nadie más sabía de los cadáveres que había en el pub de omiai, así que estaba seguro de que no había peligro de que nos detuvieran, pero a mis nervios no les hizo ningún bien ver acercarse a dos policías uniformados, cada uno con una de esas largas porras de madera para controlar manifestaciones. La expresión de Frank no registró ningún cambio.
—Komban wa —nos dijo el más viejo de los dos.
Devolví el saludo —«buenas noches»— y Frank, que estaba sentado junto a mí, inclinó la cabeza en un intento de reverencia. Fue un torpe pero encantador gesto que significaba: «A pesar de que soy un extranjero, respeto su cultura y tradiciones».
—Gaijin-san desu neo Joya-no-kane desu ka? —preguntó el policía.
—So desu, sí, es extranjero y estamos aquí para oír las campanadas —respondí.
El policía comentó que no creía que viniera mucha gente esta noche, pero que de todas maneras tuviéramos cuidado con los carteristas, ladrones de bolsos y lo que fuese. Se lo traduje a Frank, que inclinó la cabeza otra vez y exclamó:
—Arigato gozaimasu. —Los dos policías se marcharon sonriendo—. Qué policías más amables —murmuró Frank mientras los observaba alejarse.
Estaba llegando más gente, así que decidimos volver y tomar posesión de nuestro sitio. Un pordiosero estaba sentado sobre unos trozos de cartón al pie del puente, con sus pertenencias amontonadas en un carrito de bebé. Un repugnante olor irradiaba de él. Evitamos encontrárnoslo y subimos para apoyarnos en la barandilla, desde donde se veía el río y el pequeño parque, a esperar las campanadas.
—Me pregunto quién de los dos es una carga mayor para la sociedad, el pordiosero o yo —dijo Frank.
Le pregunté si creía que un simple individuo podía ser realmente «una carga para la sociedad».
—Claro que sí —respondió Frank, con los ojos aún en el pordiosero— y yo soy obviamente una carga mayor. Creo que soy como un virus. ¿Sabías que sólo una pequeña minoría de los virus causan enfermedades a los humanos? Nadie sabe cuántos hay, pero si lo piensas, su función es colaborar en las mutaciones, crear diversidad entre los organismos vivos. He leído muchos libros sobre el tema (cuando no necesitas dormir tienes mucho tiempo para leer) y te diré que si no fuera por los virus la humanidad no hubiera evolucionado en este planeta. Hay virus que penetran en el ADN y modifican el código genético, ¿lo sabías? y nadie puede afirmar con certeza que el sida, por ejemplo, no pueda haber estado reescribiendo nuestro código genético de una forma que sea esencial para la supervivencia de la raza humana. Yo soy un tipo que comete asesinatos conscientemente, atemoriza a la gente y le hace reconsiderarlo todo, así que soy verdaderamente maligno, pero creo que puedo jugar un papel necesario en este mundo. Pero ¿las personas como él?
Frank miró al pordiosero, que no se había movido de su colchón de cartón. En el puente, la gente seguía llegando, pero sólo el pordiosero tenía espacio de sobra.
—Las personas como él no han renunciado a vivir —continuó Frank—. Han renunciado a relacionarse con otros. En los países pobres hay refugiados pero no hay pordioseros. Los pordioseros en nuestras sociedades tienen en cierto modo la vida más fácil. Si rechazas la sociedad deberías vivir al margen, no a costa de ella. Hay que correr ciertos riesgos. Yo por lo menos he hecho eso en mi vida. Pero esa gente no es ni siquiera capaz de llevar una vida criminal. Son un ejemplo de regresión (devolución, lo llamo yo) y me he pasado la vida exterminándolos.
Frank hablaba lenta y claramente para asegurarse de que le entendiera. Podía ser muy persuasivo cuando se expresaba así, pero parte de mí no estaba de acuerdo con lo que decía. Le quise preguntar si descuartizar a una estudiante de bachillerato era también un ejemplo de devolución, pero no tuve fuerzas para hacerlo.
Frank se volvió hacia La Terraza del Río Sumida y sentí que una descarga me recorría el cuerpo cuando dijo:
—Ahí está.
Jun se había materializado en un banco del parque. Miró hacia donde estábamos y después evitó nuestros ojos rápidamente, inclinando la cabeza y mirando hacia sus pies, preguntándose probablemente qué hacer. Sentí una repentina oleada de remordimiento por haberle pedido que viniera. No porque Frank supiera quién era, aunque tenía que haberlo previsto. Al fin y al cabo, había llegado hasta mi apartamento y pegado un trozo de piel humana chamuscada en mi puerta: ¿cuán difícil habría sido echarle una ojeada a Jun? Pero nunca debí haberle pedido a una criatura inocente como ella que se acercara a este monstruo. Mirándola, vi el mundo que existía antes de Frank, y la gran brecha que había entre nosotros después de Frank. «Debí haber lidiado con esto por mi cuenta, a cualquier precio. No debí haberla complicado», pensé, y miré a mi alrededor en busca de un policía. «Tengo que proteger a Jun». En el momento en que este pensamiento se cristalizó en mi mente, mis sentimientos se separaron por completo de Frank. Como si me librara de un conjuro. Hasta me di cuenta de qué parte del argumento de Frank no podía tragarme. ¿Quién era él para erguirse en juez y jurado? Nadie puede decir quién es un ejemplo de devolución, si es que existe tal cosa.
—Ya lo sé, Kenji —mi corazón se congeló—. A veces sé lo que piensa la gente. No todo el tiempo, claro. Si me pasara todo el tiempo me volvería loco. Pero cuando asesinas tus sentidos tienen que estar muy despiertos y tan afilados como una navaja. Tienes que estar totalmente centrado. Cuando mato me concentro tanto que puedo sentir ciertas señales que emite un individuo, señales inconscientes que emanan de la sangre que circula por su cerebro. Tener una circulación lenta es uno de los principales síntomas de devolución, y produce una señal que dice: POR FAVOR, MÁTAME. Kenji, tú eres el único amigo que tengo en Japón: de hecho, tal vez seas el único amigo que he tenido nunca. Vete ahora, vete con tu novia. Gracias por traerme aquí. No voy a abusar más de ti. Yo me iré a algún sitio a escuchar las campanadas por mi cuenta.
Frank señaló con la barbilla a Jun, como despidiéndome. Pero cuando me volví en estado de estupor para irme, me agarró con la mano por el hombro.
—Casi se me olvida darte esto —dijo sosteniendo un sobre—. Es un regalo. Es muy valioso para mí, mucho más que una gran cantidad de dinero, y quiero dártelo.
Mientras yo cogía el sobre añadió:
—Hay algo que hubiera querido hacer pero no pudimos. Quería tomar una sopa de miso contigo, pero ya es demasiado tarde. No nos volveremos a ver nunca más.
—¿Una sopa de miso?
—Sí. Me interesa mucho la sopa de miso. Una vez la pedí en un pequeño bar de sushi, en Colorado, hace mucho, y pensé que era una sopa peculiar por la forma en que olía, así que no me la comí, pero me intrigó. Tenía un color marrón raro y olía como a sudor humano, pero parecía también delicada y refinada. Vine a este país esperando descifrar cómo es la gente que come a diario sopa de miso. Así que estoy un tanto decepcionado de que no nos tomáramos una juntos.
Le pregunté si iba a volver a América de inmediato. No, no inmediatamente, me respondió, así que le sugerí que en algún momento podíamos ir a tomar una sopa de miso.
—Hasta el restaurante japonés más pequeño la tiene —le expliqué— e incluso se puede comprar en cualquier tienda.
—No importa —me respondió Frank con una sonrisa. Esa sonrisa tan peculiar que hacía que sus rasgos no se relajaran sino que se desplomaran—. No tengo que comerla ahora porque estoy aquí: ¡justo en medio de ella! La sopa que ordené en Colorado tenía un montón de pedacitos de verduras y otras cosas flotando, que en ese momento me parecieron sobras. Pero ahora estoy dentro de la sopa de miso, como esos pedazos de verdura. Estoy flotando en este gran tazón repleto de sopa, y eso ya es suficiente para mí.
Frank y yo nos estrechamos la mano, me di la vuelta y caminé hacia el banco del parque donde se hallaba Jun. Mi cuerpo entero estaba rígido por la tensión. Jun parecía perpleja y su vista iba sin cesar de mí a Frank. Las campanadas de Año Nuevo no habían empezado aún a sonar. Me estaba apartando del plan convenido y Jun no sabía qué hacer. Señaló hacia el puente. Miré hacia atrás pero Frank había desaparecido. Jun movió la cabeza para indicarme que no sabía hacia dónde se había ido.
Abrí el sobre bajo la farola. Estaba sellado con siete de las pequeñas foto-adhesivas del Print Club en las que aparecíamos Frank y yo. Era yo, antes de todo esto, de pie, con pinta contrariada, y Frank estaba junto a mí con su cara de póquer. Dentro del sobre había una pluma gris y sucia.
—¿Qué es? —me preguntó Jun, apretándose contra mí.
—La pluma de un cisne —le contesté.