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30 de diciembre de 1996.

Me levanté a mediodía y lo primero que hice fue leer el periódico. Traía muchos detalles sobre el asesinato de la estudiante de bachillerato.

A primera hora de la mañana del 28 de diciembre, un empleado de un restaurante de la zona de Kabuki-cho, en Shinjuku, Tokio, informó a la policía que al salir del trabajo descubrió dos bolsas plásticas de basura que contenían el cuerpo descuartizado de una joven. La policía ha identificado a la joven como Akiko Takahashi (17), estudiante de segundo año en la escuela Taito N.º 2 e hija de Nobuyuki Takahashi (48), residente en el distrito de Taito. Hay motivos para creer que Akiko fue víctima de abuso sexual y la policía metropolitana ha creado una unidad especial para investigar el caso como probable violación/homicidio.

Los investigadores revelaron que el torso de Akiko fue hallado en una bolsa y la cabeza, brazos y piernas en la otra. La cara presentaba moretones y tenía todo el cuerpo lleno de cortes y heridas hechas con un objeto punzante. Se determinó que llevaba muerta aproximadamente doce horas. Su ropa, agenda y otros efectos personales fueron hallados también dentro de las bolsas de plástico. Estas bolsas se encontraron en unos vertederos en un callejón alejado. Debido a la pequeña cantidad de sangre hallada en el lugar de los hechos, la unidad especial cree que los restos de Akiko fueron llevados allí después de haber sido asaltada, asesinada y descuartizada.

Akiko era integrante de un grupo de delincuentes juveniles que frecuentaban Kabuki-cho y el cercano distrito de Ikebukuro. La policía de Nishi-Shinjuku ha interrogado a los miembros del grupo y ha descubierto que Akiko fue vista por última vez a primeras horas de la noche del 27 de diciembre, en un salón de juegos recreativos de Ikebukuro…

Había terminado de leer el artículo y encendido la televisión cuando sonó el timbre. Abrí y me encontré con Jun, que sostenía una bolsa de compras.

—Vengo sólo por un momento —me dijo—. ¿Te apetecen unos fideos calientes?

—De verdad crees que… ¿Cómo dijiste que se llamaba ese gaijin?

—Frank.

—Ah, sí. ¿De verdad crees que es el asesino?

—No digo eso pero… no lo sé.

En la tele discutían un psicoanalista, un criminólogo y un comentarista social que por lo visto era un experto en adolescentes, y por la forma en que hablaban parecía que nada en el mundo estuviera fuera de su alcance o comprensión.

—Bueno, no tengo pruebas de que lo haya hecho. El verdadero misterio para mí es por qué no puedo dejar de pensar en que tal vez haya sido él.

Los gruesos fideos estaban deliciosos. Jun les había añadido un poco de carne picada que había comprado aparte. Es muy detallista para esas cosas. Jun tiene piercings en las dos orejas y se ha decolorado mechones del pelo. Hoy llevaba una minifalda negra, un jersey de mohair y botas. El comentarista social de la tele decía: «Lo de los pantalones anchos, el pelo decolorado y los piercings son todas expresiones del rechazo de la estudiante a los parámetros de la sociedad adulta». Jun cogió un poco de carne picada con los palillos y dijo que el tipo era un imbécil. Yo estaba de acuerdo. Como no soy una chica y además han pasado más de dos años desde que terminé la escuela secundaria, ni siquiera creo que pueda entender muy bien a Jun. Pero los «expertos» en adolescentes que salen en la televisión se comportan como si entendieran perfectamente a las chicas que estudian bachillerato. No se puede confiar en gente así.

—Descuartizada de esa manera es muy bestia —dijo Jun—. Es como algo de El silencio de los corderos, ¿no crees?

—Sí, supongo que sí. Creo que quien lo haya hecho puede haber estado influenciado por ese tipo de cosas. Como decías ayer por la noche, no es una forma muy japonesa de matar a una persona.

—¿Me trajiste la foto?

—¿La foto?

—Kenji, me dijiste que ibas a traer una foto del tipo de un Print Club.

—Llegué casi a las tres de la mañana, después de dejarlo en su hotel. Anoche me dijo algo que no te vas a creer, mientras estábamos en un centro de prácticas de béisbol. Créeme, las fotos eran lo último en lo que se me hubiera ocurrido pensar. Fuimos allí y se le fue la olla.

—¿A qué te refieres?

—De repente se paralizó, por completo. Las bolas salían disparadas hacia él, pero Frank se quedó de espaldas, acuclillado como si fuera una estatua. No era sólo que, bueno, que nunca hubiera jugado al béisbol o algo por el estilo. Era algo más. Y cuando le pregunté después por qué se había quedado así me respondió que le faltaba una parte del cerebro.

—¿Como a un retrasado o algo así?

—No. Se lo extirparon. Una parte del cerebro.

Los fideos que Jun se llevaba hacia la boca se detuvieron y oscilaron en el aire.

—¿No te mueres si te extirpan una parte del cerebro?

—Era una zona llamada… ¿cómo se llamaba? Le pedí a Frank que me lo deletreara para poder consultarlo, era una palabra que he oído alguna vez. ¿Cuál demonios era? Dime nombres de zonas del cerebro.

—¿El cráneo?

—Eso es el hueso, tonta. Pero es una palabra más difícil.

¡Médula oblonga!

—No tan difícil. Era por aquí, por la parte frontal.

Un tipo mayor, un sociólogo, comentaba en la tele: «En otras palabras, como resultado de este incidente, es probable que veamos un endurecimiento de las leyes contra la prostitución, pero esto, aunque pueda tener un efecto temporal, supondría una capitulación absoluta ante lo que debe ser una reflexión madura sobre el problema».

—¿El lóbulo frontal? —preguntó Jun.

Le di una palmadita en la cabeza. Jun es una estudiante promedio, pero creo que es más lista que la mayoría. Su madre se había ido de viaje a Saipán porque había ganado un concurso, por lo cual Jun podría haber dormido aquí la noche pasada sin que ella se enterara, pero tiene un hermano que está en la escuela intermedia, así que volvió a su casa alrededor de la media noche, como de costumbre. No es que sea el tipo de chica seria y responsable: la meta de Jun es evitar extremos y ser tan normal como sea posible. Pero no es fácil llevar una vida normal. Los padres, los profesores y el gobierno: todos te enseñan a vivir la aburrida e insoportable vida de un siervo, pero nadie te explica cómo vivir normalmente.

—Sí, era el lóbulo frontal y había algo más, pero era una palabra más difícil que no estaba en el diccionario. Bueno, pues se lo cortaron. El lóbulo frontal.

—¿Por qué?

—¿Qué?

—¿Por qué se lo cortaron? ¿No es una cosa necesaria para vivir?

—Me explicó que tuvo un accidente de automóvil, que se le abrió el cráneo, se le incrustaron partículas de cristal y tuvieron que extirpárselas. Parece ridículo, ¿verdad? Pero si lo hubieras visto ayer por la noche…

Frank me había dicho:

—¿Kenji, puedo contarte un secreto? —y antes de que pudiera contestar ya había empezado—. Quizá pienses que soy un tanto raro. Bueno, cuando tenía once años sufrí un grave accidente automovilístico que me provocó lesiones en el cerebro, así que a veces, como ahora, no puedo mover el cuerpo de repente o el habla me sale totalmente inarticulada y nadie me entiende, o digo cosas que parecen completamente inconexas.

Frank me agarró la mano, me hizo tocarle la parte posterior de una de sus muñecas y me preguntó:

—¿Notas lo fría que está?

No era broma. Hacía un frío que pelaba y un fuerte viento azotaba la plataforma abierta de hormigón. La nariz me moqueaba y tenía las manos medio entumecidas. Pero el frío de las muñecas de Frank era otra clase de frío, era un frío que no se va frotándose ni haciendo nada por el estilo. Tenía la muñeca y el antebrazo igual que el hombro cuando lo saqué de la cabina de prácticas, como si fuera un objeto metálico. Una vez, cuando era pequeño, fui con mi padre a un almacén donde se guardaban las máquinas que diseñaba. No me acuerdo exactamente por qué me llevó, pero el almacén estaba en las colinas que hay a las afueras de Nagoya, y fue en medio del invierno. Había filas y filas de máquinas gigantescas cuya función era un misterio para mí, todas alineadas en este vasto espacio saturado de un olor a metal fundido. Tocar el brazo de Frank evocó en mí ese recuerdo.

—Pero yo ni siquiera siento cuán frío está mi cuerpo —agregó—. He perdido parte de las funciones sensoriales y a veces ya no sé si es de verdad mi cuerpo. O puedo estar hablando como ahora y de repente pierdo la memoria y no sé si lo que digo es real o si lo he soñado.

Frank siguió así todo el camino de vuelta hasta el hotel. Parecía algo sacado de una película de ciencia ficción, pero decidí no darle más importancia. No porque aquello explicara muchas de las cosas que decía o hacía, sino por cómo habían reaccionado su brazo y su hombro al tocarlo.

—No lo entiendo —dijo Jun. Había terminado sus fideos. Yo aún tenía más de la mitad. Tengo la lengua sensible y tardo un rato en comerme los udón recién hervidos—. No me vas a decir que es un robot, ¿verdad?

—Bueno, mira, lo único que sabemos sobre los robots es lo que vemos en los cómics, en las películas o donde sea, pero… Es como, uno siente una sensación particular cuando toca la piel de una persona, ¿no?

Le puse la mano en la espalda. No nos habíamos acostado desde hacía tiempo: casi tres semanas ahora que lo pienso. Cuando nos conocimos por primera vez nos acostábamos todo el tiempo como si fuéramos animales en celo, pero, gradualmente, a medida que pasamos más tiempo el uno con el otro, comiendo los fideos o las ensaladas especiales que prepara Jun, el sexo ha ido haciéndose más infrecuente.

—Es una sensación cálida y peculiar que uno reconoce de inmediato. Bueno, pues cuando tocas a Frank no la sientes.

Los ojos de Jun miraban hacia la televisión, me apretó suavemente el brazo y me dijo que me diera prisa y acabara de comer.

—Antes de que lo que están diciendo te quite el apetito.

Seguían aún con lo de la chica asesinada. Los expertos dieron primero su opinión, y ahora un periodista hablaba animadamente frente a un bosquejo, enorme y mal hecho, de una estudiante prototípica: «Akiko fue golpeada salvajemente, pero si observan esta imagen quisiera explicar algunos de los más desconcertantes aspectos sobre la naturaleza de sus lesiones…».

—¿Esta gente no piensa en cómo se sentirán los padres si ven esto? —comentó Jun—. Se comportan como si las chicas que lo venden no fueran humanas. Me da asco —murmuró, dejando de mirar la tele.

El dibujo era realmente de un mal gusto increíble. Las zonas del cuerpo de la chica que habían sido golpeadas, cortadas o perforadas estaban marcadas con diferentes colores y la cabeza, brazos y piernas separados del cuerpo por líneas entrecortadas. «Así que, como pueden apreciar, todo el cuerpo de Akiko presenta heridas de una u otra clase y en la parte superior del torso, aquí, en el pecho izquierdo, parece que la carne ha sido cercenada y arrancada, pero para los expertos en perfiles psicológicos el aspecto más sintomático se encuentra aquí, en los ojos, en el hecho de que se los hayan perforado con lo que parece haber sido un punzón de hielo, lo cual, según los psicólogos criminalistas, significa que el asesino no podía soportar que la víctima fuera testigo del crimen, que no quería que lo viera, por lo que tuvo que cegarla antes de proceder con el ataque, y lo que tiene esto de importante es que nos indica que el asesino es un individuo muy tímido y reprimido».

—Quizá no lo sea —dijo Jun—. Quizá es que le gusta perforarle los ojos a la gente.

Yo pensé lo mismo. Las amas de casa que se hallaban entre el público y las «personalidades» habituales del panel aparecían en primeros planos en la pantalla. Sus reacciones iban desde el asco y la incredulidad hasta una desafiante postura de ultraje. El periodista continuaba: «Akiko, está claro, era integrante de un grupo dedicado a la prostitución infantil, y la policía está haciendo todo lo posible por averiguar quiénes han sido sus clientes más recientes. Sin embargo, cuando se trata de una chica que está metida en este dudoso negocio de forma independiente (a diferencia de las que están afiliadas a los conocidos “clubes de citas”) rastrear a sus clientes puede ser casi imposible».

—Podrían examinar su busca —dijo Jun—. Estoy segura de que tenía uno, y si lo llevaba encima cuando la encontraron, podrían indagar cuáles fueron sus diez últimos mensajes (¿o son veinte?) a través de la compañía telefónica.

—No recuerdo que el periódico mencionara nada de un busca, ahora que lo dices.

—Seguramente no han publicado todo lo que saben porque el asesino puede leer el periódico o ver la televisión, y si se da cuenta de que tienen pistas se largaría del país. Es lo que yo haría si fuera él.

El periodista concluyó y las cámaras volvieron a los expertos y a las personalidades menores del espectáculo. Uno de ellos expresó una opinión totalmente injusta con respecto a la víctima: «Con todo el respeto debido hacia la chica asesinada, mientras se permita que existan las llamadas citas retribuidas sólo vamos a ver más casos similares entre las estudiantes de bachillerato, porque a pesar de que en términos generales estas chicas no son más que unas niñas malcriadas y egoístas, físicamente son adultas, y quiero advertir que no se puede prever cuán mal se tornarán las cosas si no acabamos con esto y las castigamos como se merecen, e incluyo también, claro está, a los hombres que se acuestan con ellas, ya que también son responsables del estado actual de las cosas, y hay que hacerles saber que pueden ser y serán detenidos, porque si permitimos que suceda algo así, si hacemos la vista gorda y no tomamos medidas, muy pronto vamos a estar como América: ¡vamos a ser una sociedad en caos!».

El público de amas de casa irrumpió en aplausos.

—En América no existen las citas retribuidas —comentó Jun—. Me pregunto qué dirían estos genios si un periódico americano les pidiera que explicaran por qué las estudiantes japonesas lo venden.

La palabra «América» me recordó otra vez a Frank. Cuando llegamos a su hotel se volvió para decirme una última cosa.

—Me han dicho que soy un caso muy raro —me explicó—. Normalmente, uno deja de producir células cerebrales a cierta edad, mientras que el hígado, por ejemplo (¿o es el estómago?), produce millones de células nuevas cada día, al igual que la piel, pero el cerebro, después de que te haces adulto, lo único que hace es perder células. Sin embargo, mi médico me ha dicho que puede que mi cerebro esté creando nuevas células para reemplazar las que me extirparon, lo cual significa que tengo en la cabeza células viejas y nuevas mezcladas. Quizá por eso sufro trastornos de la memoria y las funciones motrices. Eso podría explicarlo, ¿no crees, Kenji?

En la tele se tomaron un respiro del asesinato de la estudiante y empezaron a dar boletines de noticias. El primer titular casi me hace escupir los fideos:

HALLAN A UN PORDIOSERO MUERTO CALCINADO

Por otra parte, un cadáver no identificado y calcinado por completo fue hallado en un aseo público en el Parque Central de Shinjuku esta mañana. Descubierto por trabajadores de la limpieza, la víctima parece haber sido rociada con una sustancia inflamable a la que después le prendieron fuego. La intensidad de las llamas fue tal que el hormigón de las paredes interiores del aseo estaba también calcinado y tiznado, según la policía. Las autoridades investigan el hecho como un probable homicidio. Por las pertenencias halladas, amontonadas en viejas bolsas de la compra en la parte exterior del aseo, se cree que se trata de uno de los pordioseros que viven en el parque. A continuación, informando desde la embajada japonesa en Lima, Perú, donde los rehenes continúan…

Sentí que los fideos que tenía en la boca se volvían duros como hebras. Como si la cara de Frank apareciera ante mis ojos.

—¿Qué pasa? —Jun se inclinó hacia adelante y me miró.

Tragué con esfuerzo, después me levanté, cogí una botella de agua mineral del frigorífico y bebí un trago. Me dolía el estómago.

—Estás completamente pálido.

Jun se me acercó y me frotó la espalda. Sentí su suave mano de niña a través de mi jersey. «Imagínate —pensé—. Imagínate no poder sentir una cosa así».

—¿Es el gaijin otra vez?

—Se llama Frank.

—Vale. Frank. Es tan común que es difícil de recordar.

—Sí, bueno, puede que ni siquiera sea su verdadero nombre.

—¿Crees que es un, cómo se dice… un apodo?

Le conté lo que Frank me había comentado sobre los pordioseros la noche anterior.

—Pero, espera un poco —dijo Jun cuando acabé—. Si el gaijin, perdón, Frank, dice que debe de haber gente que vea a un hediondo pordiosero y quiera acurrucarse junto a él, pero que cuando ve un bebé quiera matarlo…

—En lo que respecta a este tipo no se trata de que lo que diga tenga sentido. Tengo la impresión de que no se puede creer nada de lo que dice, excepto las cosas más horrendas.

—Entonces, ¿crees que fue él quien mató al pordiosero?

Me era difícil explicar el porqué exactamente. No tenía pruebas y Jun nunca había visto a Frank. Sin conocerlo no podía entender por qué resultaba tan inquietante.

—Kenji, ¿por qué no cancelas el trabajo?

¿Dejar tirado a Frank? Sólo de pensarlo se me puso la piel de gallina.

—No puedo —contesté.

—¿Por qué? ¿Crees que te puede matar?

Jun estaba empezando a preocuparse de verdad. Sentía lo asustado que estaba. Probablemente se imaginaba a Frank como a ese tipo de asesino psicópata de la mafia que sale en las películas. Pero Frank no era un asesino a sueldo. Los asesinos a sueldo matan por dinero. Y si Frank era un asesino, estaba seguro de que no lo hacía por el dinero.

—Dudo que te lo pueda explicar. No puedo probar que haya hecho nada y normalmente ni se me ocurriría que lo pudiera haber hecho. En cuanto al pordiosero asesinado: no sé si es el mismo que vimos anoche. Y no veo motivo alguno para tratar de comprobarlo, porque tengo la impresión de que a alguien como Frank le da igual un pordiosero que otro.

—No te entiendo.

—Ya lo sé —suspiré—. Creo que estoy empezando a perder el hilo.

—¿Le hizo algo a Frank el pordiosero que estaba en el campo de prácticas de béisbol?

—No, nada.

—Entonces, ¿qué te hace pensar que Frank tenga algo que ver con el asesinato?

—Es un disparate, ya lo sé. Estoy seguro que no es más que mi paranoia. Pero si lo conocieras… Me dijiste que querías ver una foto de él, pero no creo que una foto te revele mucho. ¿Cómo puedo explicártelo? Oye, cuando estaba en el colegio había un montón de chicos malos. En tu colegio los habrá también, ¿no? Chicos que parecían hacer todo lo posible por crear problemas porque los demás los odiaran.

—No sé. En el mío no hay nadie tan malo, creo.

Ahora que lo pienso, seguramente no. Jun va a una respetable escuela privada para chicas donde probablemente no hay casos tan difíciles. O quizá sea que esa clase de persona que disfruta siendo insoportable para los demás está desapareciendo lentamente.

—Bueno, de todas maneras, ése es el tipo de energía negativa que siento en Frank, sólo que llevada al último extremo. A la máxima maldad.

—¿Maldad?

—Sí. Todo el mundo tiene un poco de maldad. Yo sé que la tengo y hasta cierto punto… Bueno, tal vez tú no, Jun. Tú eres tan dulce…

—No te preocupes por mí. Intenta explicármelo mejor. Se te dan bien ese tipo de cosas.

—Vale. Mira. Yo tenía un amigo que era así, que odiaba a todo el mundo. Los profesores le habían dado por perdido hacía mucho tiempo y terminó apuñalando al director con un cuchillo marca X-Acto y lo expulsaron. Pero, ves, tenía una vida familiar muy problemática, no es que hablara mucho de ella, pero una vez fui con él a su casa. Su madre era supereducada, me recibió inclinándose y todo, la casa era inmensa y el tipo tenía su propia habitación, mucho más grande que la que yo nunca he tenido, con lo último en ordenadores, todo lo que te puedas imaginar. Y recuerdo que sentí mucha envidia, excepto que había algo raro en la atmósfera. No sabía qué, pero había algo raro. Su madre nos trajo té y galletas y me dijo algo así como: «Nuestro hijo nos ha hablado mucho de ti», y mi amigo le responde: «Cállate y lárgate de aquí», y ella continúa: «Por favor, estás en tu casa», y sale inclinándose otra vez. Yo le doy las gracias mientras cierra la puerta y mi amigo me mira y dice: «Puta, solía darme con una manguera». No tenía una expresión rara ni nada, sólo me comentó: «¿Has visto esos tubos largos de las aspiradoras? Me pegaba con uno», y «me quemaba también con el encendedor». Me enseña las cicatrices que tenía en los brazos y me dice: «Tengo un hermano pequeño pero nunca lo ha tocado». Así que, más tarde empezamos a jugar en su ordenador con un juego nuevo y al cabo de un rato tuve que ir al baño, así que paramos y yo salgo al pasillo y su madre está de pie en la sombra. Me miraba con cara de estar perdida y de repente me dice: «¿Ah, el baño? Por ahí, al fondo» o lo que fuese con una voz aguda, una voz, no sé cómo describirla, como cuando una aguja se clava en un nervio… Mi amigo me pregunta que por qué no vamos a un salón de juegos. Y cuando había roces con los chicos de otro colegio, si uno le decía algo (cualquier cosa, cualquier tontería como «venga, que has estado en esa máquina dos horas, deja que la use») la cara le cambiaba. Le salía una mirada de, pues, de que no sabías lo que el hijo de puta podía llegar a hacer. Como si no pudiera controlarse. Pues Frank tiene a veces ese mismo tipo de cara. Como si estuviera ido por completo.

—Una cara que da miedo, en otras palabras.

—Sí, pero no se parece a la de un Yakuza enfadado, no te asusta de esa forma —le comenté mientras pensaba: «En efecto, es difícil de explicar. Me imagino que quizá otras personas que conozcan a Frank no tengan para nada la misma impresión. Si te para en la calle con una cámara y te pide que le tomes una foto, digamos, puedes pensar que parece buena gente: que está atravesando una mala racha tal vez, pero que es un gaijin bienintencionado, amistoso, abierto»—. Olvídalo. No sé explicarlo. De todas maneras, es un tipo muy raro, claro que decir que «de todas maneras es un tipo muy raro» no explica nada, ¿verdad?

—No, en absoluto. Además, como sabes, Kenji, yo no he tratado a muchos extranjeros, como tú. Ésa debe de ser la diferencia. Quiero decir, ¿cómo vas a saber qué hay de raro en uno si no conoces a muchos?

Aquello tenía sentido. Los japoneses no están precisamente interesados en las personas de otros países. Mi último cliente, o más bien el penúltimo, un tipo de Texas, me comentó que cuando visitó Shibuya se quedó perplejo. Me dijo: «Creí que estaba en Harlem, con todos esos chicos por ahí con pinta de cantantes negros de hip-hop, unos con casco, otros en patinetes, pero lo que más me asombró es que copiaran por completo las modas de los chicos afroamericanos (hasta en la piel morena y en el pelo rizado en trenzas) pero que no hablaran una palabra de inglés. Supongo que simplemente les gusta imitar a los negros, ¿no?». No sé qué hacer cuando me hacen ese tipo de preguntas. No hay forma de responderlas. Le dije al texano algo así como que esos chicos creen que imitar a los negros es guay: pero hasta yo sabía que era una respuesta tonta. Hay cosas que la gente de este país hace de forma automática y que los extranjeros no van a entender por más que se las expliques.

—¿Por qué no vamos a dar una vuelta? —preguntó Jun.

Me pareció una buena idea.

Cuando salíamos del apartamento, Jun vio que había algo pegado en la parte exterior de mi puerta y exclamó:

—¿Qué es esto? —Era una cosa pequeña, oscura, del tamaño de la mitad de un sello, como un pedacito de papel. Mi primera impresión fue que se trataba de un trozo de piel humana—. Kenji, ¿qué es? —me preguntó otra vez.

—No lo sé —le contesté, cogiéndolo entre el pulgar y el índice—. El viento lo debe de haber arrastrado hasta aquí.

El sólo tocarlo me puso los pelos de punta, y estaba pegado como con cola a la puerta de metal. Tuve que rascar con la uña para poder sacarlo, lo cual dejó una mancha oscura en la puerta. Lo arrojé hacia los matorrales que están más allá de las escaleras. El corazón se me salía del pecho. Me sentí mal pero intenté que no se me notara.

—Me pregunto si estaba ahí cuando vine —dijo Jun mientras bajábamos por las escaleras—. No me di cuenta.

Yo estaba convencido de que se trataba de piel humana. Y de que Frank la había puesto allí. De quién era la piel, no sabría decir. ¿De la estudiante? ¿Del pordiosero? O quizá se la hubiera cortado a algún cadáver que no había sido descubierto todavía. Mi cabeza estaba a tope y sentí que el estómago se me revolvía.

Jun se detuvo al final de las escaleras.

—Te has vuelto a quedar completamente pálido, Kenji. —Sabía que tenía que decir algo pero no me salían las palabras—. Volvamos a la habitación —sugirió ella—. De todos modos, el viento es muy frío.

Si era piel humana y Frank la había colocado allí, ¿por qué la había tirado? Porque no podía soportar su tacto ni por un segundo.

—Kenji, venga, volvamos. —Jun me estaba dando golpecitos en el brazo.

—No —le dije—. Vamos a caminar.

Supuse que Frank debía de estar merodeando por ahí, observándonos caminar del brazo. Jun me miraba de vez en cuando pero no hablaba. Me pareció que la cosa esa tenía surcos de huellas dactilares. No era un pedazo de papel, de eso estaba seguro. Y no podía creer que esa maldita cosa, del tamaño de una uña, hubiera venido volando en el viento a pegarse en mi puerta. Alguien la había pegado deliberadamente, presionando fuertemente con la yema del dedo.

«Debe de ser una advertencia», pensé. Y la única persona que conocía que pudiera querer hacerme una advertencia era Frank. Lo que seguramente significaba es: «No pienses ni intentes hacer nada raro porque vas a terminar así». Imaginé a Frank pegando el pedazo de piel a mi puerta mientras le oía murmurar: «Kenji, sabes lo que esto significa, ¿verdad?». Era un comportamiento que le cuadraba.

Mis amigos me han dicho siempre que soy un pesimista, que tiendo a ver sólo el lado negativo, y creo que se debe a que mi padre murió cuando yo era muy joven. Su muerte fue una conmoción para mí. Las situaciones malas siempre se fraguan sin que nadie se dé cuenta, donde nadie las puede ver ni detectar, y luego un día, pum, se hacen realidad. Y cuando son reales ya no hay nada que hacer. Eso es lo que he aprendido de la muerte de mi padre.

Jun y yo nos acercamos a la estación de Meguro, caminando entre la multitud. Ella se dio cuenta de que no me encontraba bien y no me presionó para que hablara. Como los padres de Jun se divorciaron cuando era pequeña, sabe lo que es estar ansioso o asustado y querer estar con alguien sin necesidad de hablar. Las personas como nosotros vamos a ser mayoría en este país. Muy poca gente de nuestra generación llegará a la edad adulta sin haber experimentado ese tipo de infelicidad que no se puede aliviar por cuenta propia. Aún somos una minoría, por lo que los medios nos tildan con etiquetas como la generación de los «jóvenes supersensibles» o lo que sea, pero creo que es algo que con el tiempo cambiará.

Intenté llamar a la oficina de la revista donde me anuncio. Tal vez Frank hubiera llamado allí para pedir mi dirección.

—¿Yokoyama-san?

—¡Kenji! ¿Estás trabajando aún?

Yokoyama-san publica la revista más o menos por su cuenta y a pesar de que estábamos a sólo un día de la víspera de Año Nuevo estaba trabajando. De hecho, con frecuencia duerme en la oficina y trabaja la mayoría de los domingos y festivos. Siempre dice que nada le hace más feliz que oír viejos discos de jazz mientras maqueta la revista en su Mac.

—Pues sí, aún estoy trabajando —le contesté—. Los gaijin no entienden el Año Nuevo como nosotros, como bien sabes.

—Pues a mí eso me parece muy bien. Oye, ¿te ha llamado la policía?

Mi corazón se paró por un segundo. Pero no se trataba de Frank.

—¿Qué ha pasado?

—Sabes que tenía un portal, ¿no? En internet.

—Claro. Siempre andas presumiendo de que lo has diseñado tú mismo.

—¿Ah, sí? Bueno, pues de todas formas, la policía me ha mandado una advertencia.

—¿Una advertencia? ¿Por qué?

—He publicado unas fotos. Nada que sea hardcore, son simples desnudos. Al fin y al cabo, ésta es una revista para extranjeros que está dedicada a la industria del sexo japonesa. Pero la policía me ha advertido que «practique el autocontrol». Dicho de otro modo, que o lo limpio o voy a tener problemas. Bueno, es cierto que se ve un poco de vello púbico, pero también sale en cualquier revista que cojas hoy en día, así que es obvio que quieren dar un ejemplo conmigo. Como tus anuncios aparecen en la revista, temía que te hubieran llamado a ti también.

—Pues no.

—Bien. Si te llaman tú no sabes nada de nada.

—Claro. Por cierto —le pregunté—, ¿te ha llamado algún cliente mío?

Aunque Frank hubiera llamado, estaba seguro de que Yokoyama-san no le iba a dar mi dirección.

—Eh, sí, me llamaron —me contestó.

Mi corazón empezó a latir más fuerte. Le llamaba desde el móvil y estaba de pie debajo del cartel de una pastelería cerca de la estación de Meguro, de espaldas al viento. Jun me agarraba de la mano mientras observaba en el escaparate una demostración en vivo de cómo decorar un pastel de Año Nuevo al estilo japonés. De vez en cuando me miraba con preocupación.

—¿Ah, sí? ¿Quién me llamó?

—¿Cómo dijo que se llamaba? John, James, era uno de esos nombres tan corrientes. Quería que le diera el número de tu cuenta bancaria. Por supuesto que no se lo di, pero… Fue una llamada bastante extraña, ahora que lo mencionas.

—¿Extraña? ¿En qué sentido? ¿Llamaba de Tokio?

—Eso es lo raro, me dijo que llamaba desde… desde dónde, ¿Missouri? O Kansas tal vez. De todas formas, de algún sitio en América. Me llamó ayer, en medio de la noche. Casi al alba en realidad. Pensé que era desconsiderado o simplemente ignorante. Estoy seguro que me dijo que era de uno de esos estados del Medio Oeste, así que saca la cuenta: allí era 29 de diciembre y domingo por la tarde. ¿Quién va a llamar desde América un domingo por la tarde para preguntarme por tu número de cuenta? Es extraño, ¿verdad? Allí todos van a misa el domingo, ¿no? O al cine o a lo que sea, pero ¿qué clase de tipo llama un domingo para decir que no le ha pagado a su guía y que quiere el número de su cuenta? Si fuera al revés lo entendería, si me hubiese dicho que tú le debías dinero a él, pues sí, pero ¿que quiera pagarte a ti? Además, debería haberte llamado directamente, ¿no? Así que se lo pregunté, le dije: «¿Ha llamado a Kenji?».

—¿Y?

—Me dijo que tu teléfono no contestaba. ¿Tienes idea de quién pueda ser?

—Bueno, para empezar, siempre insisto en que me paguen en efectivo o con cheques de viaje. No voy a esperar a que me manden el dinero desde el extranjero.

—Claro que no. Pregúntale a cualquier mangante cuál es la regla más importante: cobrar en efectivo por todo… No he querido decir eso. No he querido llamarte…

—¿Cómo era? Su voz y esas cosas.

—Su voz. Bueno, lo primero que me extrañó es que parecía estar cerca. Ya sé que hoy en día las líneas internacionales son muy buenas, pero aun así, no había estática ni retraso ni nada… ¿Su voz? No la recuerdo bien. Era de las que no se te fijan, una de esas voces que se oyen en cualquier lugar. Tenía una forma de hablar bastante corriente. No era el inglés más elegante, pero bastante educado. Es todo lo que puedo decirte. ¿Pasa algo?

—No. —No valía la pena tratar de explicarlo.

—Lo último que me dijo fue muy raro, algo sobre magia.

No estaba seguro de haberle oído bien.

—¿Perdona?

—Creo que se dio cuenta de que me parecía sospechoso. Al fin y al cabo, era en mitad de la noche. Vamos que, mira, a mí me gustan los extranjeros. Por lo general hago todo lo que puedo por ayudar, pero que me despierten antes del alba y me digan un montón de disparates al oído, bueno, pues qué quieres que te diga. Quizá fui un tanto brusco cuando le pregunté si te había llamado, pero después empezó a decirme que eras un gran tipo, lo bien que hacías tu trabajo, que se llevaba de maravilla contigo y que salíais juntos como amigos, y pensé que la cosa se estaba volviendo cada vez más rara. A ver, ¿tú crees que un americano que está un domingo por la tarde en su sala en Kansas o Missouri va a telefonear a alguien que no conoce para contarle que el guía que lo llevó por los clubes sexuales de Tokio es genial? Vamos, normalmente.

Me imaginé que Frank, después de haber cortado el pedazo de carne humana, llamaba a Yokoyama-san desde la habitación de su hotel antes del alba para decirle: «Kenji se ha portado muy bien conmigo; por favor, dame el número de su cuenta». Era precisamente el grotesco tipo de comportamiento que se podía esperar de alguien como él. En vez de, digamos, hacerse un corte de pelo al estilo iroqués, pintarse el cuerpo y correr desnudo por las calles.

—¿Cómo sabes que era Frank? —me preguntó Jun. Estábamos sentados en una mesa en el pequeño Café Corner de la pastelería. Después de hablar con Yokoyama-san me quedé de pie, como atontado, hasta que me agarró por el brazo y me llevó adentro mientras me decía que estaba más pálido que un fantasma, y que tomáramos un café caliente. Pedimos unos capuchinos, que se supone que son muy buenos en ese lugar, pero yo no podía sentirle el sabor al mío. Era como si una especie de película me recubriera la lengua, las encías y la garganta. Mi corazón latía rápidamente y tenía la mente confusa. Le conté lo que Yokoyama-san me había dicho.

—Claro que no hay ninguna prueba de que sea Frank —añadí poco convencido.

—Crees que fue él quien dejó eso pegado en tu puerta, ¿verdad?

—Más o menos —le contesté.

No le dije lo que creía que era «aquello». Jun me importa demasiado. No quería compartir con ella algo tan demencial, tan intenso y tan malvado como lo que me imaginaba. Si era posible, quería manejarlo por mi cuenta. Contárselo no le hubiera alegrado la vida, de eso estoy seguro. Pero debí saber que no hay forma de ocultarle nada a una chica de dieciséis años. Las chicas de dieciséis años son seguramente el grupo más sensible e inteligente de este país.

—Eso era muy raro —comentó Jun con un tono de voz extrañamente infantil. Como el de una niña de guardería que ve un cadáver en las escaleras y le dice a su profesor: «¡Hay un tío durmiendo ahí fuera!».

—Parecía un papiro, ¿verdad?

—Ah. «La papaya es la fruta que sabe como el primer amor», como dicen en los anuncios.

—Kenji.

—¿Qué?

—Por lo general me gustan tus juegos de palabras, pero éste no es el momento.

No era mi intención hacer un chiste. Había confundido de verdad «papiro» con «papaya». No es que esté orgulloso de admitirlo, pero así fue.

—¿No había sangre o algo así en esa cosa? Era muy oscura y tenía una pinta horrible. ¿Era sangre?

—Creo que sí —le confesé, tirando la toalla. No tenía fuerzas para mentirle—. Creo que era un pedazo de piel humana.

—¿Qué? ¿Por qué iba a hacer algo así?

—Como advertencia. Para advertirme que no vaya a la policía ni haga nada por el estilo.

El móvil sonó en el bolsillo de mi chaqueta. Los malos presagios siempre se cumplen. Era Frank.

—¡Hola, Kenji! —me dijo con una voz súper alegre—. ¿Cómo andas?

Parecía que llamaba desde una cabina pública y que las palabras no le salieran de la boca sino directamente del cerebro a través del cráneo. En la mesa había un letrero con un cartel que decía: POR FAVOR, NO USE EL MÓVIL EN EL CAFÉ CORNER. Jun me lo señaló y me indicó que saliera, pero una joven y guapa camarera me dijo que no hacía falta porque no había más clientes en esos momentos. Jun le dio las gracias. Esta pequeña pastelería es una de las favoritas de Jun y parece que ella y la camarera habían hecho migas. Me enervaba tener que oír a Frank mientras veía conversar plácidamente a Jun y a la camarera. Su voz tenía el poder de transformar un tranquilo quehacer cotidiano como éste en algo por completo distinto. Sentí que algo me arrancaba físicamente de donde me encontraba, de entre lo que la voz de Frank y la de Jun y la camarera representaban para mí, y que descendía por las entrañas de un monstruo.

—Todo anda bien —le respondí, esforzándome por mantener una voz calma. «No te descubras», me dije. «Compórtate como si no supieras nada. Que piense que no eres más que un estúpido guía nocturno».

—¡Bien! Entonces, ¿te veo esta noche?

—A las nueve en punto —le contesté.

—Cómo vamos a divertimos: ¡no me puedo aguantar! ¡Anoche fue la bomba!

—Me alegro de que te divirtieras.

—Ah, y por cierto, me he cambiado de hotel.

Mi pulso se aceleró otra vez y la garganta se me secó por completo.

—¿Eh? ¿Y a qué hotel?

—A uno de esos rascacielos cerca de los nuevos edificios del gobierno. Al Hilton.

—¿Cuál es el número de la habitación?

—Quería ir a un hotel mejor porque sólo me quedan dos noches más, pero ha sido difícil encontrar una habitación, por el Año Nuevo y eso. Me han dicho que el Año Nuevo en Japón es como nuestra Navidad.

No me dio el número de habitación. Dudaba que se alojara en el Hilton. Lo que me quería hacer saber era que no podría encontrarle aunque quisiera.

—¿Cómo está tu novia?

Me pregunté si nos estaba vigilando en aquel momento y miré por la ventana hacia la calle.

—Pues está bien. Me sorprende que te acuerdes de que tengo novia.

—Temía que se enfadara porque anoche te retuve hasta más tarde. No se ha enfadado, ¿verdad? Ya sabes lo egoístas que son las chicas.

¿Nos estaba vigilando en ese momento? ¿Sabía que estaba con Jun?

—No se enfadó. Estoy ahora con ella en realidad. Todo anda bien.

—¿Estás saliendo con ella? ¡Ah, demonios, perdona por molestarte!

—No, no importa. Me alegro de que me llamaras. No tenías buena pinta cuando te dejé anoche. Estaba preocupado.

—Ya estoy bien y siento mucho haberte causado problemas. Hoy siento que el cerebro se me está regenerando como loco. ¡Creo que estoy produciendo un montón de nuevas células cerebrales y no puedo esperar a la noche, esta noche quiero echar un polvo de todas todas!

—Frank, ¿me puedes decir cuál es tu número de habitación en el Hilton? En caso de que haya alguna emergencia y necesite hablar contigo.

—¿A qué te refieres con una emergencia? ¿Como qué?

—No sé, nada grave, pero si hay alguna confusión sobre dónde nos vamos a ver o pasa algo y voy a llegar tarde, ¿no sería mejor si tuviera tu…?

—Eh, claro. Bueno, en realidad no me he registrado aún. He hecho la reserva y he dejado mi equipaje, pero la habitación no está lista.

—¿Me llamas entonces cuando sepas el número de la habitación?

—Claro. Pero espera, seguramente voy a estar fuera todo el día y tal vez no tenga ocasión de llamarte. Y si no estoy en el hotel, tú tampoco vas a poder localizarme, ¿verdad?

—¿Te importa si pregunto en recepción?

—Eh, me temo que no te va a servir de mucho. Estoy registrado bajo otro nombre: vamos, que no es Frank. Ya sabes cómo son estas cosas. Quiero divertirme las dos próximas noches (divertirme de lo lindo, ya me entiendes), así que no quise dar mi verdadero nombre. Pero respecto adónde quedamos esta noche, ¿por qué no nos vemos frente al campo de prácticas de béisbol?

—Perdona, ¿qué has dicho?

—Frente al campo de prácticas donde estuvimos anoche. Las cabinas estaban en el segundo piso, ¿verdad? Pues no allí sino a nivel de la calle, ¿te acuerdas del salón de juegos? Ahí mismo. Me gusta ese sitio.

—Frank, nunca me cito con nadie en un sitio así. Prefiero ir al hotel del cliente. ¿Por qué no nos vemos en la recepción del Hilton?

—Bueno, es que he estado allí antes y no es mi tipo de lugar. No me siento cómodo. ¿Qué te voy a decir? Está tan lleno, es tan ruidoso y tan esnob, ¿no crees? No me gusta demasiado. Soy de campo, ya lo sabes, y en esos lugares no me puedo relajar.

Entonces ¿por qué se había cambiado de hotel? Hacía un minuto me había dicho que quería mudarse a un hotel mejor porque sólo le quedaban dos noches más.

—Frank, me estoy resfriando. No quiero estar en la calle más de lo necesario. ¿Por qué no nos vemos en un edificio? Además… —Iba a añadir que había un montón de gente peligrosa por ahí, pero me interrumpió.

—Bueno, tienes razón, no vale la pena quedar en la calle, ¿en qué rayos estaba pensando? Lo siento, Kenji, pero, bueno, ayer me divertí mucho. Al final me pasó algo allí, pero nunca olvidaré lo amable que fuiste conmigo. El campo de prácticas será siempre uno de mis mejores recuerdos, sólo quería que lo supieras. Pero no te preocupes. Podemos quedar en cualquier otro sitio, pero no en la recepción del Hilton.

—¿Qué te parece si nos vemos en el hotel de anoche, el Shinjuku Prince? Está cerca de Kabuki-cho. ¿O prefieres ir a otro…?

—No hay ningún problema —respondió Frank—. Me encanta ese lugar.

—Bueno, entonces te veo a las nueve en punto en la misma cafetería, al lado de la recepción.

Estaba a punto de colgar cuando Frank dijo algo que me volvió a dejar paralizado.

—Kenji, ¿por qué no traes a tu novia?

¿Qué? —dije demasiado alto y miré a Jun a la cara. Estaba removiendo su capuchino (no había tomado ni un sorbo aún) y me miraba con aire preocupado—. Creo que no te he entendido bien, Frank. ¿Has dicho que por qué no llevo a mi novia?

—Sí, eso es lo que he dicho. Pensaba que podríamos salir los tres juntos. ¿No te parece buena idea?

Pedirle a un guía nocturno que lleve a su novia es algo impensable. ¿Creía acaso que le había contado a Jun demasiado sobre él? Tal vez quisiera asesinarla en el campo de prácticas.

—Para nada, Frank.

—Bueno, como quieras —dijo, y colgó abruptamente.

Bebí un trago del capuchino antes de resumirle a Jun la conversación. Quise reconstruirla con precisión. Lo que me había dicho Frank, sobre todo respecto a haberse cambiado de hotel, era bastante contradictorio, así que ordené el diálogo para que tuviera sentido. Quería explicárselo adecuadamente. Aparte de mí, ella era la única que sabía cuán raro era Frank.

Cuando concluí, me comentó:

—¡Hay que ver lo suspicaz que puedes llegar a ser! ¿Por qué no vas a la policía?

—¿A decirles qué?

Jun suspiró. Mi capuchino estaba frío y la espuma había desaparecido, dejando un color marrón como de agua turbia.

—Es verdad. No les puedes decir que sabes quién asesinó a la estudiante y al pordiosero, pero que no tienes ninguna prueba… Y obviamente no les vas a contar que conoces a un gaijin llamado Frank que es un mentiroso y muy raro, pero… ¿Y si llamas por teléfono en vez de ir en persona?

—No sé dónde está ese cabrón y no estoy siquiera seguro de que se llame Frank: todo es mentira. La poli no lo encontraría ni aunque lo intentara. Ahora que lo pienso, quizá no haya estado siquiera alojado en el hotel al que fui anoche. No lo acompañé a su habitación ni lo vi coger la llave de recepción, y nunca lo he llamado allí.

—Me pregunto para qué quería conocerme.

—No lo sé.

—Kenji, no vayas esta noche.

—Lo estaba pensando, pero… Aún no me ha pagado y…

—¿A quién le importa el dinero?

—Bueno, la verdad es que no se trata del dinero, es que estoy seguro de que sabe dónde vivo y cualquiera sabe lo que puede hacer. Tengo miedo, Jun, ésa es la verdad, ¿vale? Frank me tiene acojonado. Creo que quería que te llevara para poder, bueno, averiguar cuánto te he contado sobre él.

No iba a decirle «para matarte».

Una mujer con un niño y una niña pequeños entró en el café. Tendría unos treinta años, diría yo, y los niños debían de estar en primaria. Se lo pasaban bien eligiendo un pastel. Los chicos se comportaban correctamente pero eran alegres y estaban llenos de vida. La madre llevaba un traje de buen gusto bajo un abrigo también de buen gusto y su diálogo con la camarera era natural y cortés. Cuando Jun se volvió a mirarlos, sus ojos se encontraron con los de la niña, que brillaron hacia ella. En una época, no hace mucho, hubiera observado una escena como ésta con cinismo, si no con desprecio. No soy tan inocente. Sé lo que es la maldad y creía ser capaz de juzgar que Frank era un tipo peligroso. La maldad nace de sentimientos negativos como la soledad, la tristeza y la ira. Proviene de un vacío interior que parece haber sido labrado con un cuchillo, el vacío que queda cuando te arrebatan algo muy importante. No voy a decir que Frank tuviera una tendencia especialmente cruel o sádica, ni que fuera la viva imagen de un asesino. Pero sentía que tenía dentro un vacío más grande que un agujero negro y que no había forma de prever lo que podía salir de él. Estoy seguro de que todo el mundo ha tenido pensamientos malvados una o dos veces en su vida, como el deseo de matar a alguien, digamos. Pero siempre hay un mecanismo que nos detiene. La maldad cesa, retorna a ese profundo vacío del que salió y se queda allí, olvidada, sólo para surgir de otras formas: como la pasión por el trabajo. Pero Frank no era así. No sabía si era un asesino, pero sí que tenía un vacío infinito dentro. Y ese vacío era la razón de que mintiera. Yo lo conozco. Comparado con el de Frank puede que sea una versión infantil, pero conocerlo lo conozco.

—Llámame cada media hora —me exigió Jun, y asentí—. Y hagas lo que hagas, no te quedes solo con él.

Frank estaba de pie detrás de una columna en la recepción del Shinjuku Prince. Yo me dirigía hacia la cafetería cuando salió de detrás de la columna.

—Hola, Kenji —me llamó.

Me dejó sin respiración.

—Frank —dije ahogadamente—, creía que nos íbamos a ver en la cafetería.

Estaba llena, me respondió, y me guiñó un ojo. Fue el guiño más extraño del mundo: el ojo se desplazó en dirección a la parte superior de la cabeza mientras lo cerraba, por lo que durante un segundo sólo se le veía la parte blanca. Y la cafetería, claramente visible desde donde me hallaba, estaba casi vacía. Frank me vio mirar en esa dirección y me dijo que hacía unos minutos estaba llena. Iba vestido de forma diferente esta noche: llevaba un jersey negro y una chaqueta de pana con vaqueros y zapatillas de deporte. Hasta su peinado era distinto. El corto flequillo echado hacia adelante de la noche anterior ahora estaba hacia arriba. Y en vez del viejo bolso de cuero llevaba una mochila de tela. Era como si se hubiera transformado o algo así.

—He descubierto un buen bar —me confió—, un bar de copas. No hay muchos en este país. Vamos primero allí.

El bar, en la Avenida Kuyakusho, es bastante conocido. No porque sirva buenos cócteles ni su interior sea nada especial ni la comida particularmente buena, sino simplemente porque es uno de los pocos sitios sin pretensiones en Kabuki-cho. Está bastante concurrido por extranjeros, y varias veces he llevado a clientes. No tiene sillas, no hay más que una barra larga y unas mesas altas junto a la ventana de cristal. Para llegar hasta allí teníamos que caminar por una calle llena de clubes y repartidores, pero a Frank no le interesaban ya los pubs de lencería ni los peep shows.

—Quería empezar mojándome el gaznate —me dijo cuando nos sirvieron las cervezas y brindamos. Podríamos haber bebido cerveza en la cafetería del hotel. ¿Tenía Frank algún motivo para no ir allí? Recuerdo haber leído en una novela policial que si bebes dos noches seguidas en un mismo sitio el barman y los camareros suelen acordarse de tu cara.

Miré para ver si había alguien conocido. Jun me había dicho que no me quedara solo con Frank y que estaría bien que alguien que me conociera nos viera juntos. Me miraba fijamente a la cara mientras se bebía su cerveza, como si intentara descubrir lo que pensaba. No vi a nadie conocido. En el bar había una gran variedad de tipos hombro contra hombro. Universitarios de pasta, ejecutivos lo bastante atrevidos como para ponerse trajes que no fueran grises o azul marino, secretarias con pinta de juerguistas y chicos a la moda que parecían de Roppongi pero que habían decidido venir a tomarse unas copas en Kabuki-cho para variar. Más tarde caerían las azafatas y las chicas de los clubes sexuales a tomarse un trago.

—Estás un tanto raro esta noche —me comentó Frank. Bebía la cerveza mucho más rápidamente que la noche anterior.

—Estoy un poco cansado —le contesté—. Y como te dije por teléfono, creo que me estoy resfriando.

Cualquiera que me conozca se habría dado cuenta de que es cierto que estaba un poco raro. Hasta yo lo pensé. Así es como se empieza a descender hacia la locura. Los fantasmas de la razón engendran monstruos, dijo alguien, y ahora entiendo a qué se refería. Frank continuaba observándome y yo busqué algo que decir. Intentaba decidir cómo hacerle saber que sospechaba de él. Lo mejor era darle un indicio de que me parecía un personaje un tanto siniestro, pero no lo bastante como para que se imaginara que sospechaba que fuera un asesino. Estaba convencido de que si supiera que pensaba algo así me mataría. Y si, por otra parte, creía que yo era un ingenuo y un inconsciente, podía sentir la tentación de cepillarme porque sí.

—Bueno, ¿qué quieres hacer esta noche?

—¿Qué propones tú, Kenji?

En el tono más desenfadado del que pude hacer acopio, lo tanteé con uno de los chistes en que había estado pensando.

—Veamos… ¿Por qué no vamos al campo de prácticas y nos quedamos pegándole a la pelota hasta las cinco de la madrugada?

—¿Hasta las cinco de la mañana? —dijo con una sonrisa, y cuando asentí repetidas veces se rió en voz alta y muy a la americana, levantando la jarra de cerveza con una mano y dándome una palmada en el hombro con la otra.

Un americano que brinda con cerveza y se ríe estrepitosamente es algo tan natural como un japonés haciendo una reverencia con la cámara colgada del cuello. Unos clientes que estaban cerca sonrieron. A los japoneses siempre les caen bien los extranjeros que parece que se lo están pasando bien. Si los extranjeros se divierten tanto, el viejo nipón no debe de ser tan malo como parece, de hecho estamos en un bar que es famoso en todo el mundo y nosotros bebemos en sitios como éste todo el rato, así que tal vez seamos más afortunados de lo que creemos, así va la cosa. En el bar ponían un jazz excelente que surgía del sistema de sonido —lo cual es una rareza en Kabuki-cho— y la luz estaba baja como es la moda, de tal manera que ni siquiera quienes estaban junto a nosotros podían ver claramente la cara de Frank. Pero sus ojos parecían tan fríos como canicas, incluso cuando me daba palmadas en el hombro y se reía. Tuve que esforzarme por devolverle la mirada a esos gélidos ojos y parecer alegre y animado. Fue una agonía de una clase que nunca había experimentado. No sabía durante cuánto tiempo iban a aguantar mis nervios.

—Quiero follar, Kenji, follar. Beber aquí un poco de cerveza, ponerme de buen humor y después ir a un club donde excitarme.

No tenía forma de saber si mi chiste sobre el campo de prácticas le había hecho mella. En el bolsillo de la chaqueta tenía un spray de gas paralizante. Había parado en Shibuya para comprarlo después de dejar a Jun. Ésta me había sugerido que comprara una de esas armas antidisturbios, pero tenía miedo de que si las cosas se ponían feas Frank me matara antes de que pudiese usarla o que la batería se descargara si la mantenía encendida todo el rato. Las armas antidisturbios son útiles para atacar, pero no muy útiles para defensa propia. Lo mejor, por supuesto, era mantenerse alejado de Frank. Buscarle una ramera latinoamericana o una azafata de un club chino y mandarlo a una casa de citas durante unas cuantas horas.

—¿Quieres contratar a una mujer? —le pregunté.

—Has dado en el clavo —respondió él—. Pero es muy temprano aún.

—Quizá hoy no haya muchas putas, estamos a sólo dos días del Año Nuevo. La mayoría de las compañías japonesas ya están de vacaciones y los empresarios se han ido a casa. Así que las putas pueden haberse tomado unos días libres.

—No te preocupes por eso. He investigado el tema.

—¿Cómo?

—Que he investigado. Después de cenar me di un paseo y hablé con varios de los tipos que andaban repartiendo folletos. ¿Te acuerdas de los negros que vimos anoche? Me dieron muchas ideas y después le pregunté a una mujer de la calle que no hablaba mucho inglés y me comentó que la mayoría de las chicas trabajan hoy por la noche. Me dijo que habían venido a Japón a ganar dinero, no a celebrar el Año Nuevo.

—¿Averiguaste todo eso por tu cuenta, Frank? Quizá no me necesites.

Qué maravilloso hubiera sido, pensé, que no quisiera mis servicios y se fuera por su cuenta a buscar una mujer.

—No seas tonto, Kenji. Ahora eres más que un guía para mí, eres un amigo. No te ofende que haya averiguado cosas por mi cuenta, ¿verdad? No quise herir tus sentimientos ni nada parecido. ¿Te has enfadado conmigo?

—No, no, para nada —le contesté, esforzándome por sonreír.

Frank estaba diferente esta noche. Su voz era más fuerte y segura y parecía muy sociable y marchoso. Estaba listo para salir.

—Parece que esta noche estás de buen humor —le comenté—. ¿Dormiste bien ayer?

Frank negó con la cabeza.

—Sólo una hora más o menos.

—¿Sólo has dormido una hora?

—Pero no me importa. Cuando mis células cerebrales se regeneran a lo grande como ahora, no necesito dormir mucho. ¿Sabías que se duerme principalmente para deshacer los nudos que produce el estrés? Para que descanse el cerebro, no el cuerpo. Cuando sientes el cuerpo cansado lo único que tienes que hacer para recuperarte es echarte. Pero si alguien está estresado y no duerme durante mucho tiempo se puede poner salvaje y llegar a hacer cosas que no te imaginarías que pudiese hacer.

Una chica a la que conocía entró en el bar. Estaba sola y le hice señas para que se acercara.

Noriko era una repartidora de lo que se conoce como un «pub de omiai». «Omiai» significa «emparejar» y un pub de omiai es aquel en el que el establecimiento invita a las mujeres que pasan por la calle a tomar un trago y cantar karaoke gratuitamente. Los clientes masculinos pagan por entrar e intentan levantárselas.

—Bueno, pero si es Kenji —dijo Noriko, caminando vacilante hacia nosotros. Se la presenté a Frank.

—Noriko es una experta en los clubes de por aquí. Ella nos puede recomendar un sitio para ir.

Le dije en japonés que Frank era mi cliente. Noriko no habla inglés. Tiene unos veinte años y es una terca d. j. que seguramente se ha pasado más tiempo en reformatorios que en ninguna otra clase de escuela. Claro, no me lo había contado ella: es el tipo de conocimiento popular que uno suele adquirir en un sitio como Kabuki-cho. Como todas las d. j., Noriko no habla nunca de su pasado, no importa cuán borracha esté. Pero hablando con ella te das cuenta de por qué el término «delincuente juvenil» aún sigue teniendo relevancia.

En la cara de Frank se dibujó una de esas miradas incomprensibles cuando vio a Noriko. Los ojos le brillaban con algo parecido a rabia, incomodidad o desesperación. Noriko lo miró, pero de inmediato dirigió la vista a otra parte. Las mujeres como ella tienen un infalible instinto sobre lo que no deben mirar.

—Ahora que lo pienso, aún no sé cuál es tu apellido, Frank —le dije mientras pagaba la copa de Noriko. Había pedido un Wild Turkey con soda.

Frank parecía cada vez más huraño.

—¿Mi apellido? —murmuró, negando con la cabeza.

—Kenji —dijo Noriko acercándose—, ¿estás seguro de que no estoy de más aquí?

Le lancé una mirada implorante y le pedí que se quedara un rato.

—Masorueda —dijo Frank.

Al principio pensé que había dicho algo en japonés, como «Maa, sore da». «¿Eh?», exclamé, y él entonces lo pronunció lentamente: MA-SO-RU-E-DA. He tenido casi doscientos clientes extranjeros, pero nunca he oído un nombre así.

—Masorueda-san —le dije a Noriko.

—Creí que se llamaba Frank —respondió sacando un paquete de Marlboro del bolsillo de un abrigo de lana con capucha. Se dio un buen trago de Wild Turkey y encendió un cigarrillo.

—Frank es su nombre de pila, como Kenji o Noriko.

—Ya lo sé. Como Whitney es un primer nombre y Houston un apellido, ¿no?

—¿Qué tal van las cosas?

—No andan muy bien, hace demasiado frío. ¿Te vienes al pub?

—Si éste quiere…

Frank observaba la conversación con sus habituales ojos inexpresivos.

—Es un gaijin, Kenji, no le preguntes su opinión, simplemente llévalo. ¿Es que acaso no haces eso nunca?

—Por lo general, no.

—No me digas.

—¿Por qué has empezado a beber tan temprano? ¿Has terminado ya de trabajar?

—Acabo de empezar, idiota, pero me he enfadado. —Noriko sostuvo en alto su vaso vacío—. ¿Me invitas a otro?

—Claro —le contesté.

El bar estaba repleto, pero por encima del ruido se oía una guitarra de jazz. Noriko sabe mucho de jazz para alguien de su generación. Movía la cabeza al ritmo del bajo, cuyo eco rebotaba contra las paredes y el suelo, y el humo de su cigarrillo subía por su largo pelo decolorado color óxido. Tenía unas facciones impresionantes que parecían talladas con cincel, pero se la veía cansada. Frank me preguntó si era una azafata. No pude recordar la palabra inglesa «repartidor» pero le expliqué que hacía el mismo tipo de trabajo que los negros.

—Es guapa —me susurró al oído. Se lo dije a Noriko, que lo miró y dijo: «Domo».

—Ése que toca la guitarra es Kenny Burrell —le comentó Frank—. Un pianista llamado Danamo Masorueda solía grabar con él. No es que sea un pianista famoso ni muy bueno, pero es de Bulgaria y su abuelo era un mago de una secta hereje llamada los bogomilos.

Noriko quiso saber qué decía el gaijin-san y le di una traducción aproximada. Así que ese pianista tenía el mismo apellido, preguntó, sacando un segundo cigarrillo. Frank se lo encendió. «Domo», dijo y luego: «¡Eh, gracias!». Se rió de su pequeña incursión en inglés y Frank apagó el fósforo y replicó con un «Domo» propio.

Noriko preguntó a qué se refería con que era un «mago».

—¿Como Sigfried y Roy? —inquirió.

—¿Un mago? —le pregunté a Frank.

—No —me dijo, e hizo un gran aspaviento, echándose para atrás y moviendo los brazos.

—Estoy seguro que sabes que la brujería fue muy importante en la Europa medieval. Bueno, pues Bulgaria fue el centro de todo. Pero no me refiero a juegos de manos ni a malabarismo, sino a magia negra, a satanismo, que es un poder que proviene del demonio en vez de Dios: de una alianza con Satanás. Traduce lo que digo, Kenji. Creo que a una chica como ella le puede interesar.

A Frank le brillaban los ojos mientras hablaba. Se le humedecieron y los párpados se le entrecerraron ligeramente. Me recordaron a los ojos de un gato muerto que vi de pequeño. Iba caminando por un solar vacío, no me di cuenta de que el gato estaba ahí y lo pisé. El esqueleto estaba empezando a descomponerse y noté que le estallaba el estómago, que estaba lleno de gas, y que uno de los globos oculares se le saltaba y se me pegaba al zapato.

—Todo giraba en torno al sexo, que es en lo que andaban metidos, en cuanto tipo de desviación sexual existe: sodomía, coprofilia, necrofilia. Empezó en el siglo catorce cuando los templarios que defendían las rutas a Jerusalén se toparon con un culto árabe. ¿Sabías que uno de los ritos de iniciación de los templarios era que le besaran el culo a su patrocinador? Seguro que a la dama le interesan estas historias. Los Rolling Stones estuvieron metidos en el satanismo durante una época. Tiene pinta de que le gusten los Rolling Stones.

Me esforcé por traducirlo.

—Vaya montón de estupideces —exclamó Noriko—. No me interesan para nada los demonios, y el que toca la guitarra no es Kenny Burrell. Nunca he oído tanta mierda. Este tipo es baka, Kenji. Oye esa guitarra, cualquiera sabe que es Wes. Este baka no puede ni siquiera reconocer a Wes Montgomery. —Noriko tocó a Frank en el brazo y le dijo—: Baka da yo, Os-san.

Después de que le hiciera a Frank una somera traducción de lo que había dicho, Noriko empezó a gritarme:

—¿Y qué pasa con la parte de baka? Hasta yo conozco la palabra «tonto» y no la has dicho.

Le contesté que había más de una manera de llamar a una persona baka en inglés, pero no se lo creyó.

Los tipos de la Yakuza son el ejemplo más clásico, pero las personas como Noriko a veces se ponen también así. Sobria o borracha, siempre está a punto de estallar y nunca sabes cómo va a reaccionar. Sin aviso, cuando no tienes intención de ofender, ese tipo de gente cree de repente que le estás faltando al respeto. Y si tratas de reírte explota de verdad, y cuando sucede ya no hay forma de salvar la situación. Miré a Frank y vi que se estaba metamorfoseando otra vez en El Rostro. «Ya viene —pensé—. Ése es El Rostro que despertó mis sospechas por primera vez». Noriko lo miró también y me di cuenta de lo que estaba pensando: «¿Qué demonios le pasa a este gaijin?». Noriko dejó de gritar.

—Kenji —me dijo Frank con una voz baja y gruesa—: ¿Esta tipa es prostituta?

—Me pregunta si lo vendes —le dije a Noriko.

Ella miró a Frank como si tratara de descifrarlo y contestó:

—Ya no, pero en nuestro pub hay un montón de chicas que sí.

Frank volvió El Rostro hacia mí mientras yo le traducía.

—Bueno —dijo—. Vamos a su pub.

Enfrente de cada mujer había un armario con un número. Había cinco chicas que bebían zumo o whisky con agua y se turnaban para cantar karaoke. Noriko nos sirvió cervezas, nos dio a cada uno un papel del tamaño de una postal y nos explicó las normas del pub. Teníamos que escribir el número de la chica que nos gustaba en el papel, pero cada hoja costaba 2.000 yens. También se podía poner lo que queríamos hacer con la chica.

Cosas como «vámonos a otro bar» o «vamos a tomarnos un trago aquí para conocernos mejor».

—Pero que sea limpio —explicó Noriko—. Estas chicas son amateurs.

—¿Qué dice? —me preguntó Frank. Le murmuré al oído que las chicas no eran profesionales.

En cuestión de pinta, moda y actitud representaban una amplia variedad de tipos. La mujer situada detrás del armario n.º 1 llevaba un vestido blanco mínimo y mucho maquillaje, y a mí no me parecía que fuera amateur. ¿Qué hacía una chica que no es profesional vestida así, por su cuenta, en Kabuki-cho el 30 de diciembre? Hubiera sido inconcebible hace tres o cuatro años. La chica n.º 2 llevaba una chaqueta de cuero y pantalones de terciopelo, y la n.º 3 un traje color crema. Las chicas n.ºs 4 y 5 iban vestidas de forma parecida, con brillantes jerseys de colores. La chica n.º 1 acababa de terminar de cantar, y la n.º 3 escenificaba una canción de Seiko Matsuda de hace unos diez años.

—Kenji, ¿qué clase de sitio es éste? —me preguntó Frank—. Noriko ha dicho que aquí íbamos a encontrar putas.

Le expliqué que en Japón había cada vez más mujeres que estaban entre profesional y amateur, pero no pretendía que lo entendiera. Las chicas n.ºs 1 y 3 nos sonreían. Ni yo hubiera podido decir con certeza hacia dónde se inclinaban en la escala profesional/amateur. El salón tenía seis o siete mesas y un papel de pared color naranja con un diseño incomprensible. Un diseño que pretendía decir: Queríamos que el local pareciera con clase y tratamos de imitar los tapices de un castillo europeo pero —¡lo sentimos!— con el presupuesto que teníamos esto es todo lo que pudimos hacer. De las paredes colgaban algunas reproducciones, ese tipo de naturalezas muertas que se ven en exposiciones en pueblos pequeños. La carta que estaba sobre la mesa tenía en cada esquina pequeñas ilustraciones con flores, estaba escrita a mano y se podían leer cosas como: Yaki-soba: ¡espere a que pruebe nuestra salsa! Y ramen: ¡y no nos referimos a los instantáneos! Junto a la «zona de cocina» (que no consistía más que en un fregadero y un microondas) había un hombre de mediana edad, de pie y vestido con un traje, que debía de ser el encargado, y a su lado un camarero joven con piercings en la nariz y el labio. Había un cliente también, de unos cuarenta años o así, que parecía ser funcionario.

—¿Cuáles son putas? —me preguntó Frank con el bolígrafo en la mano—. Te he dicho que quería echar un polvo. Noriko nos dijo que aquí encontraríamos prostitutas.

Intenté decidir cuál de las chicas tenía más probabilidades de salir del pub con Frank en una «cita». Las cinco estaban en el borde: podían estar vendiéndolo o ser simples secretarias. Claro, una mujer respetable no vendría a un lugar como éste, pero me pregunto si existe tal cosa como una mujer respetable en este país.

En las hojas de papel que nos había dado Noriko había una casilla en la que tenías que escribir el número de la chica que te gustaba y cuatro casillas más grandes en las que te presentabas: Nombre, Ocupación, Dónde vas normalmente cuando sales. Después: Qué quieres hacer en la cita. Debajo había cuatro posibles respuestas de las que la chica podía elegir:

1. ¡Encantada de acompañarte a donde quieras!

2. ¡Vamos a tomar una copa a otro bar!

3. ¡Vamos a bebernos un trago aquí para conocernos mejor!

4. ¡Lo siento!

La hoja de papel se la entregaban a la chica que escogías y te la devolvían una vez que respondía. Frank escogió a la chica n.º 1 y yo llené el resto por él. Nombre: Frank Masorueda. Edad: 35. Ocupación: presidente de una firma importante. Dónde vas normalmente cuando sales: clubes nocturnos en Manhattan. Qué quieres hacer en la cita: pasar una velada romántica y sexy. No quería escoger una para mí, pero era obligatorio según las normas del club, así que con cierta reticencia escribí «n.º 2». Había que pagar 2.000 yens por hoja por adelantado. Frank sacó un billete de 10.000 yens de la cartera de imitación de serpiente, Noriko lo cogió y le pasó las hojas a las respectivas chicas. Las chicas n.ºs 1 y 2 nos estudiaron atentamente, cogieron después sus bolígrafos y se concentraron en los papeles como si fuera un examen final.

Noriko se levantó para irse diciendo que tenía que volver a la calle, pero Frank la detuvo.

—No, por favor, espera sólo un minuto.

—¿Y ahora qué? —suspiró Noriko dejándose caer otra vez. Mientras traducía se apoderó de mí una extraña sensación.

—Te lo agradezco —dijo Frank.

—No hay por qué. Es mi trabajo, ya lo sabes.

—Quiero enseñarte una cosa muy interesante como símbolo de mi gratitud. Está relacionada con la energía mental. ¿Vale? Sólo lleva un minuto. Observa mis dos dedos índices.

Frank apretó las palmas, como uno hace cuando va a un templo budista.

—¿Has visto eso? Mi índice derecho y mi índice izquierdo tienen la misma longitud. Es normal, ¿no? Pero en treinta segundos el dedo índice derecho va a ser mucho más largo. Observa con cuidado, ahora.

Frank puso las manos en forma de pistola —los dos dedos índices eran el cañón— y apuntó hacia un punto a mitad de distancia entre Noriko y yo.

—Observa con atención. Mi índice derecho va a crecer lentamente, a hacerse cada vez más largo, como en el cuento de Jack y las habichuelas. Ya está creciendo, pero si no lo miras atentamente no lo vas a poder ver…

Yo estaba a la derecha de Frank y Noriko enfrente de nosotros. Frank se había remangado el jersey y la chaqueta, y desde donde estaba veía claramente su muñeca izquierda y la parte posterior de su mano derecha. No tenía mucho vello en la parte inferior de la muñeca izquierda y observé que llevaba maquillaje en esa zona. Me pregunté qué escondía. Frank narraba la historia de Jack y las habichuelas y mientras le traducía a Noriko le miré las muñecas. Bajo el maquillaje alcancé a ver unas gruesas líneas que en un principio me parecieron un tatuaje como los que con frecuencia se hacen los Ángeles del Infierno punzándose la piel para infligirse una herida que después se inflama y en la que se inyectan tinta. Cuando me di cuenta de lo que se trataba en realidad, se me puso la carne de gallina. Eran las cicatrices de un suicida. Conozco a una chica que tiene tres cicatrices de ésas en la muñeca izquierda. Pero las de Frank eran increíbles. Tenía docenas, más de las que podía contar, en un espacio de unos dos centímetros, y se extendían hasta la mitad de su muñeca. ¿Cuántas veces se habría cortado esa muñeca y dejado cicatrizar sólo para volvérsela a cortar después? Me dieron ganas de vomitar de sólo pensarlo.

—Kenji, ¿qué miras? —Al sonido de la voz de Frank sentí un escalofrío que me recorrió el cuerpo y levanté la cabeza para mirarlo—. No importa —ordenó—, simplemente traduce lo que le digo a tu amiga.

A Noriko le ocurría algo. Tenía los ojos idos y una gruesa vena le sobresalía en la frente y le palpitaba.

—Te olvidarás de todo —le ordenó Frank—. ¿Me entiendes? En cuanto salgas a la calle olvidarás lo que ha sucedido aquí.

No lo traduje exactamente. De hecho, le dije a Noriko lo opuesto a lo que Frank me ordenaba: que iba a recordarlo todo.

—Kenji, no me has mirado a los dedos —comentó Frank.

Le apretó el hombro a Noriko, le dijo «te quiero» levantando un poco la voz, y los ojos de ésta volvieron a la vida. Se excusó amablemente y salió.

Frank me sonrió.

—¿Qué mirabas?

Noriko había desaparecido por la puerta mucho antes de que yo recuperara la voz.

—Nada —le respondí, aparentando estar tranquilo, pero me salió un chillido asustado. Siempre he detestado el ocultismo y lo sobrenatural y, en lo que a mí concierne, poner a la gente en trance es una de las peores cosas que se pueden hacer. Incluso me altera pensar que alguien pueda perder el control de su voluntad. Pero ésta era la primera vez que lo presenciaba—. Estaba mirando a Noriko. Nunca he visto una cosa así.

Mi voz temblaba. Pensé que tenía que pretender estar conmocionado, no sólo porque Frank me asustaba de muerte sino porque estaba sorprendido también de ver a alguien… pero no sabía la palabra en inglés.

—Hipnotizado —dijo Frank, pronunciándola con un extraño acento británico que nunca le había oído.

—Frank, no lo entiendo —le comenté.

—¿Qué es lo que no entiendes?

—Si puedes hacer eso, ¿por qué vas a pagarle a una mujer para acostarte con ella? Puedes acostarte con cualquier mujer que quieras.

—No es tan fácil —me explicó Frank—. En esta época del año, cuando hace frío, olvídalo. No funciona si no se pueden concentrar. Si consigues que una se concentre, pues sí, puede volverse muy… sugestionable que digamos. Pero no es muy divertido acostarse con una mujer que es como un zombi. No, prefiero las prostitutas.

El camarero con los piercings en la nariz y el labio vino a nuestra mesa con las respuestas de las chicas n.ºs 1 y 2. Las dos habían marcado ¡Vamos a bebernos un trago aquí para conocernos mejor! Si queríamos unirnos a ellas, me explicó el camarero, había que pagar un recargo por una mesa y las copas de las chicas. Se lo pregunté a Frank, que murmuró:

—Pues si no hay otra forma…

Nos mudamos a una mesa para cuatro.

La chica n.º 1 se llamaba Maki y la n.º 2 Yuko. Maki nos contó que había sentido de repente el impulso de entrar al club y que tenía la noche libre en un «club superexclusivo únicamente para miembros» donde trabajaba en Roppongi. Sólo sentarte te costaba sesenta o setenta mil yens, nos contó, intentando impresionarnos. De inmediato me di cuenta de que mentía. Su rostro, figura, ropa y forma de hablar y comportarse no cuadraban con esa descripción. Supuse que era una azafata de un bar de alterne que soñaba con trabajar en un club superexclusivo.

Yuko comentó que era estudiante universitaria y que iba hacia su casa después de una fiesta en la facultad. Era la primera reunión de los miembros de su círculo de actividades desde que se había unido al mismo, nos dijo, pero como era muy aburrida se fue temprano, y como se sintió un poco sola, no tenía adónde ir y no había estado nunca en un pub de omiai… Yuko parecía un poco mayor para ser universitaria. Me pregunté por qué las personas a las que acabas de conocer mienten tanto. Mienten como si su vida dependiera de ello. No sabía ni una palabra de inglés. ¿Acaso no tenía que pasar un test de inglés como parte de su examen de ingreso?, me pregunté, pero no inquirí sobre ello. No estaba de humor para gastar saliva en preguntas estúpidas.

—Así que no hablas inglés, ¿eh? —dijo Frank, sin tomárselo a mal, pero Yuko reaccionó mirando hacia sus manos y explicando con humildad que en realidad se trataba de una escuela de formación profesional. Aquello era seguramente cierto. El camarero volvió y Yuko ordenó un té de ulong y Maki un whisky con agua.

—En los sitios como éste no tienen nunca un whisky decente —comentó Maki después de darse un trago. Lo que pretendía decir en realidad era que ella normalmente bebía un whisky superexclusivo en clubes superexclusivos. Charlaba sin parar en japonés, como si fuera el único idioma que hubiese en el mundo.

—¿Qué bebes generalmente? —me pidió Yuko que le preguntara a Frank.

—Bourbon —respondió él. Aquello era nuevo para mí.

Concentrándome en traducir lo que decían uno y otro conseguí por lo menos dejar de preocuparme hasta cierto punto. Pero no podía dejar de pensar en la imagen de las muñecas de Frank repletas de cicatrices, ni en los ojos hipnotizados de Noriko. Frank se había bajado las mangas y ocultaba las muñecas debajo del jersey negro. En cuanto a Noriko, parte de ella había desaparecido. La chica que salió del club no era la misma que la que había entrado.

—Eh, ¿baa-bon? —dijo Maki—. ¿Cuál beben los americanos? Turkey, Jack y Blanton’s, supongo, ¿no? ¿No es eso lo que beben?

No era una pregunta en realidad sino una forma de hacernos saber cuánto sabía. Frank, sin embargo, no se dio siquiera cuenta de que había dicho «bourbon». Es una palabra difícil de pronunciar, y la versión japonesa no se acerca para nada. Cuando empecé a hacer esto por primera vez, los americanos no me entendían cuando lo pronunciaba. Un tipo hasta creyó que intentaba decir «Marlboro».

—Las marcas que has mencionado son las que más se distribuyen. En el Sur, de donde proviene el bourbon, se quedan con el bueno para ellos y no lo exportan. J. Dickens Kentucky Whiskey es probablemente el mejor ejemplo. Un Dickens de dieciocho años sabe igual que el coñac más fino. Ya sabes que la gente con frecuencia tiene una mala impresión del Sur, pero hay muchas cosas buenas en esa zona del país.

Las chicas no tenían la menor idea de lo que era «el Sur». Ni, aunque resulte increíble, habían oído hablar de la Guerra de Secesión. Frank estaba asombrado de que alguien conociera varias marcas de bourbon pero no supiera nada de la Guerra de Secesión, pero Maki no mostró vergüenza alguna por ello.

—¿A quién le importa eso?

Miré mi reloj y me di cuenta de que llevaba cincuenta minutos con Frank y aún no había llamado a Jun. Le pregunté a Yuko si podía usar el móvil.

—¿Cómo lo voy a saber? —me respondió en un tono que significaba: No soy la azafata de este bar.

—No importa. Todo el mundo lo hace, yo siempre hablo por el móvil desde aquí —comentó Maki.

Lo cual por supuesto me reveló que era una habitual, y seguramente semiprofesional por lo menos. Frank y yo estábamos sentados en un sofá uno al lado del otro y las chicas al otro lado de la mesa, frente a nosotros. No sé mucho de muebles, pero me di cuenta de que la mesa, los sofás y las sillas eran una porquería. Tenían un aura deprimente a baratija, acrecentada por la pretensión de que pareciera con clase. Los sofás, para empezar, eran muy pequeños y la tapicería desagradable al tacto. Daba la impresión de que te restregabas con toda la porquería, la grasa y la piel muerta de todos los calentorros y solitarios clientes que habían pasado por allí. La mesa tenía ese brillo inequívoco del contrachapado pero la superficie tenía un patrón de grano de madera, como si aquello fuera a engañar a alguien. No he visto muchos muebles buenos en mi vida, pero reconozco la porquería cuando la veo porque me deprime. Pero los sofás y las mesas concordaban tan perfectamente con las dos chicas sentadas frente a nosotros que me inspiraron un proverbio: «Los fantasmas de las almas tristes y baratas continúan vivos en los muebles tristes y baratos». Maki llevaba un bolso Louis Vuitton. No le sentaba bien, pero no la culpé por intentarlo. Los artículos genuinos —no sólo los de diseño sino cualquier producto bien hecho— no te deprimen. No es fácil distinguir lo que es auténtico, por lo que, a menos que te preocupes por refinarte el gusto, tienes que depender de las marcas. Creo que por eso las chicas en este país están tan obsesionadas con Vuitton, Chanel, Prada y las demás.

El sofá tenía unos brazos de forma rara que hacían imposible sentarse de lado o incluso cruzar las piernas cómodamente. Apreté las rodillas, pero mi muslo continuaba adherido al de Frank. Y no podía sacarme el móvil del bolsillo de la chaqueta sin que mi codo y antebrazo rozaran su cuerpo.

—¿Vas a llamar a tu novia? —me preguntó.

Yuko empujó una servilleta y un bolígrafo hacia Frank mientras le preguntaba:

—Nombre, nombre, tu nombre.

Él escribió FRANK distraídamente, después levantó el bolígrafo de la servilleta y me dijo:

—Kenji, repíteme cuál era mi apellido.

Sonrió mientras me lo decía, con una sonrisa que le hubiera puesto los pelos de punta a cualquiera. Justo entonces Jun contestó al teléfono.

—¡Kenji!, ¿te encuentras bien?

—Sí —estaba a punto de comentarle sobre el tema cuando Frank me dijo:

—Quiero hablar con ella —alargó la mano y me arrebató el teléfono.

Instintivamente me aferré a él, pero me lo quitó de entre los dedos con facilidad. Como un gorila hambriento coge una banana de un árbol. Casi grito: «Qué mierda te pasa», pero me salió el instinto de supervivencia y sólo me hundí en el asiento. Si hubiera sido un perro me hubiera metido la cola entre las patas y rodado sobre la espalda. Me encontraba a la derecha de Frank con el teléfono en la mano derecha cuando vi que su mano izquierda pasaba frente a mis ojos, cubriéndome prácticamente la cara. Me agarró por la muñeca, me apartó la mano de la oreja y luego con la otra mano alejó el teléfono de mi alcance. Creí que me iba a arrancar de paso varios dedos. Fue un acto muy violento, pero sucedió tan rápidamente que las chicas debieron de pensar que estábamos de broma.

—Venga, parad ya —gritaron con una seudorrisa femenina.

La fuerza de Frank era abrumadora, y el contacto de su mano me produjo la misma sensación que su brazo y hombro la noche anterior, cuando lo llevé al campo de prácticas. Una sensación metálica. Hasta temí que fuera capaz de estrujar el teléfono en el puño. Y, vamos, lo habría hecho sin realizar esfuerzo alguno.

—¡Hola! Me llamo Frank —gritó por el teléfono tan fuerte como para ahogar la música que sonaba por los altavoces (una canción de Ulfuls), pero su tono era alegre y amistoso. Como el de ese tipo de supervendedor que con frecuencia se ve hablando por teléfono en las películas americanas—. Eres la novia de Kenji, ¿verdad? Dime cómo te llamas otra vez.

Rogué que Jun fingiera no entender inglés.

—¿Cómo? Lo siento, no te oigo bien, es por la música…

—Oye, Frank —dije. Quise explicarle que Jun no hablaba mucho inglés, pero me dirigió una mirada glacial y exclamó:

—¡Cállate, que estoy hablando!

El Rostro hizo una breve aparición e infundía más miedo que nunca. Maki no estaba al tanto pero cuando Yuko miró hacia arriba lo vio, y la sonrisa se le congeló en los labios. Hasta una lerda estudiante de una escuela de formación profesional que no habla ni una palabra de inglés podía entender que había algo anormal en El Rostro. Yuko parecía estar a punto de echarse a llorar. Yo, por mi parte, había aprendido esto sobre Frank: cuanto más enfadado estaba, más frío se ponía. A medida que aumentaba su ira, sus facciones parecían hundirse y contraerse y los ojos le brillaban con una luz más fría cada vez. Expresiones como «hervir de rabia» no le iban a Frank.

—¿Cómo? ¡Te pregunto que cómo te llamas! ¡Que cuál es tu nombre!

Frank gritaba por el teléfono. Aparentemente, Jun hacía un buen papel pretendiendo no entender.

—Kenji —Frank se volvió hacia mí—, ¿cómo se llama tu novia?

No quería decírselo.

—No está acostumbrada a hablar con extranjeros —le contesté—. Probablemente esté confundida.

Quise decirle que seguramente se sentía intimidada, pero no me salió la palabra.

—¿Confundida por qué? Sólo quería saludarla. Al fin y al cabo, tú y yo no somos sólo guía y cliente, ahora somos…

La introducción a todo volumen de un tema de karaoke irrumpió por el sistema de sonido, mucho más alto de lo que estaba antes la música de fondo. El funcionario empezó a cantar y no había forma de mantener una conversación telefónica. Frank extendió las palmas de las manos hacia arriba con un gesto de desagrado y después me devolvió el móvil.

—Te llamo más tarde, no te preocupes —le grité a Jun y apagué el aparato.

—¿Por qué no bajan la música? —preguntó Frank—. Este ruido es brutal.

Oírle pronunciar esa palabra fue tan divertido como deprimente. Como oír a una prostituta denunciar la promiscuidad. Pero era cierto, habían subido el karaoke a un volumen casi intolerable. El funcionario, un hombre de unos cuarenta años, estaba destrozando la última canción de Mister Children y las chicas daban palmas al compás con desgana. Había escogido la canción para atraerlas. Cualquiera podría haberle dicho que cantar una canción de Mister Children no le iba a hacer más popular con las chicas jóvenes, pero se esforzaba todo lo que podía y cantaba la letra con tal pasión que las venas de la garganta se le hinchaban. Frank me indicó con un gesto que estaba demasiado alto para hablar y se quedó sentado con cara contrariada. Tampoco yo estaba muy contento. Estaba preocupado por Jun y por Noriko, que probablemente debía de estar en la calle aún en trance, pero más que nada me consumían mi propia desconfianza y miedo de Frank. Lo último que quería en ese momento era que alguien se pusiera a cantar, a un volumen que te rompía los tímpanos, una canción que ni siquiera me gustaba. En este país la gente no tiene ninguna consideración con los demás, ni comprende siquiera que pueda molestar a los que están a su alrededor. La cara del funcionario se contorsionaba en una mueca de dolor cuando intentaba alcanzar las notas altas y de ella emanaba algo extraordinariamente repugnante. Ni era un buen tono para él ni tampoco un tema que hubiera escogido porque quisiera cantar. Lo había elegido para seducir a las chicas y no se daba cuenta que éstas entornaban los ojos y estaban a punto de bostezar. Dicho de otro modo, él era el único que no se daba cuenta de que su esfuerzo era inútil. Y exasperante. Yo me estaba cabreando de verdad y pensaba si realmente tenía que existir gente como ésta en el mundo. Por un momento pensé: «A este tipo deberían ejecutarlo». Y en ese mismo instante, Frank me miró, asintió y me sonrió como diciendo: «Exactamente». Una descarga eléctrica me atravesó por el cuerpo. Frank se había inventado un nuevo apellido y lo estaba escribiendo en la servilleta de Yuko. Había escrito FRANK y empezaba a garrapatear la O de DE NIRO cuando me lanzó una mirada cómplice. Fue un momento como ésos en que le comentas a alguien: «Podría matar a ese tipo», y te responden: «Te entiendo perfectamente». ¿Qué es lo que tenía Frank? ¿Me había adivinado el pensamiento?

Frank me gritaba en el oído que le tradujera algo. Parece que Yuko era una gran admiradora de Robert de Niro y casi se mea encima cuando se enteró de que Frank tenía el mismo apellido.

—Kenji, oye, estas chicas no hablan ni una palabra de inglés. Quiero decirles que Robert de Niro significa «Robert de la Casa de Niro». —Hablaba rápidamente entre los coros de la canción. Mi pulso se puso al galope otra vez. Lo único que pude hacer fue decirle que lo haría cuando acabara de sonar el tema. La aprensión que había ido aumentando dentro de mí se transformó de repente en una gran bola de ansiedad. Presentí que algo horrible iba a suceder. Frank había cambiado: su apariencia, su personalidad y hasta su voz eran distintas. Le había dado a Noriko un nombre falso e intentado hipnotizarnos. La había dejado en trance, me había arrebatado el teléfono cuando llamé a Jun y ahora reaccionaba a mis pensamientos como si tuviera telepatía. ¿Qué demonios pasaba?

La canción terminó por fin. Hubo un patético intento de aplauso y el funcionario hizo la señal de la paz y dijo:

Yay!

Decidí no mirarlo. Hacer como que ni siquiera estaba allí.

Cuando le expliqué el significado de De Niro, Yuko miró con admiración hacia la servilleta y dijo que los nombres eran fascinantes, ¿no? Pero Maki soltó una horrible y desdeñosa carcajada, como un bufido.

—Puede que tengan el mismo apellido —explicó—, pero eso es lo único que tienen en común.

De todas las mujeres que se ven en Kabuki-cho, el tipo de Maki es el peor de lo peor, si me preguntan. Poco atractiva, llena de complejos, más bruta que un arado y además, por haber recibido la peor forma de educación posible, ignorante hasta de su propia ignorancia. Estaba convencida de que debería trabajar en un sitio con más clase y vivir una vida mejor, y convencida también de que los demás tienen la culpa de que no pueda lograrlo. Envidiosa de todos y por tanto lista para culpar de todo a los demás. Había sido tratada tan mal durante toda su vida que no le importaba hacerle lo mismo a los demás diciendo deliberadamente cosas que hieren.

—¿Qué ha dicho? —me preguntó Frank.

Se lo dije.

—¿Ah? —dijo él—. ¿Y en qué somos diferentes Robert de Niro y yo?

—En todo —dijo Maki y bufó otra vez.

Yo estaba perdido. ¿Debía hacer callar a la idiota que estaba sentada frente a nosotros? ¿Debía sacar a Frank del pub? ¿O debía fingir que necesitaba ir al lavabo y correr como el diablo? Habían pasado tantas cosas en tan poco tiempo que no podía controlar mis pensamientos. La estrechez del sofá tenía algo que ver. Como el muslo de Frank se apretaba contra mí, había perdido en gran medida la esperanza de poder escapar. Cuando el cuerpo está constreñido también lo está el espíritu. Sabía que ése no era el momento para preocuparme por el cantante de karaoke ni por Maki, pero cuando estás en una situación extrema tiendes a evitar enfrentarte a ella concentrándote en los pequeños detalles. Como un tipo que ha decidido suicidarse y coge un tren sólo para obsesionarse recordando si cerró la puerta cuando salió de casa. De igual manera, yo intentaba idear una forma de frenar a Maki. Pero no me salía nada. Las mujeres como ella están resguardadas por una barrera de estupidez que es casi impenetrable. Se lo podía decir directamente —«eres retrasada»— pero lo más seguro es que no obtuviera más que una enfadada respuesta tipo: «¿Qué quieres decir?».

—¡En todo! ¡En todo! —volvió a repetir, mirando a Yuko para que lo corroborara—. ¿Verdad?

—Eh, no sé —dijo Yuko, optando por no comprometerse.

—Pero si son por completo diferentes. En la cara, el estilo, el cuerpo, todo —soltó con otro bufido.

—¿Conoces al verdadero De Niro? —le preguntó Frank—. Tiene un restaurante en Nueva York y lo he visto por allí dos o tres veces. Bob no es muy alto, es muy modesto, un tipo normal y corriente. Jack Nicholson, en cambio, vive en la Costa Oeste, razón por la cual tiene ese aire de estrella de cine, pero De Niro parece una persona corriente. Por eso te das cuenta de que es un gran actor. Para crear el ambiente, la intensidad que ves en la pantalla, tiene que hacer un gran esfuerzo.

No sé si iba a hacer algún bien, pero también traduje eso. Mientras tanto, el camarero de los piercings nos sirvió dos platos de fideos y uno de patatas fritas. Le dije que no lo habíamos pedido.

—Lo pedí yo —comentó Maki, cogiendo uno de los platos de fideos con verduras—. Come tú también —invitó a Yuko.

—Kenji, ¿has traducido lo que acabo de decir? —me preguntó Frank, mirando comer a las chicas. Le dije que sí. Quiso saber qué hacíamos en ese lugar.

—¿Es que hemos venido a ver a dos tías comer fideos? Quiero acostarme con alguien. Noriko dijo que había putas en este sitio. ¿Éstas son putas?

Traduje la pregunta.

—Qué imbécil —dijo Maki con la boca llena de fideos—. ¿Verdad? —agregó dirigiéndose a Yuko—. Éste es el problema con los sitios como éste, vienen todos los perdedores, ya me entiendes.

Yuko me lanzó una mirada acongojada antes de comentar:

—Puede que él lo haya malinterpretado.

—No seas tonta, no hemos sido nosotras quienes hemos pedido sentarnos con ellos —respondió Maki. Hizo un gesto despectivo con la mano mientras hablaba y un trozo de fideo con salsa le cayó en el traje—. ¡Mierda! —exclamó, mojó un pañuelo y frotó frenéticamente la mancha—. Tráigame una toalla —le gritó al camarero que estaba en el mostrador, con una voz tan fuerte como para ahogar a Ulfuls, cuyo álbum sonaba otra vez por el sistema de sonido. Refunfuñó mirando la mancha oscura en su traje blanco y la frotó con el trapo mojado que el camarero le había traído, pero la mancha no salía.

Maki era baja, de cara redonda y dura, y tez morena. Y pensar que hay hombres que pagan por acostarse con una mujer como ésta. Los hombres hoy en día son una raza tan solitaria que cualquier mujer que quiera venderlo, mientras no sea horrorosa, encuentra comprador. Lo cual es en parte la causa de que las mujeres como Maki se crean que son algo.

—Mira qué bonito dibujo ha dejado —comentó Frank con una sonrisa. También traduje aquello.

—¡De qué habla, no sabe ni lo que dice! —respondió Maki, doblando la toalla y frotándola contra la mancha con más fuerza aún. Yuko se rió de manera simpática.

—Es un Junko Shimada, ¿verdad?

—Sí —le contestó Maki, mirándonos y añadiendo a propósito—: Me alegro de que alguien sepa distinguir la calidad. Tal vez no lo parezca, pero he estado empleada en los lugares más sofisticados, hasta cuando era estudiante y trabajaba media jornada, y no sólo en salas de fiestas; mi primer trabajo de media jornada fue en una tienda de Seijo-Gakuen donde únicamente tenían los más exquisitos productos para gourmets, los que sólo los ricos pueden permitirse, como sashimi de dorada, cinco rodajas en un paquete por 2.000 yens. Y también tofu, al principio no me lo creía, pero tenían un tofu hecho a mano cerca del monte Fuji del que sólo se producían cinco bloques al día y que costaba 500 yens la rodaja.

Ignorándonos con insolencia, Maki se volvió hacia Yuko, la única que tal vez la podía entender. Yuko asintió y sorbió sus fideos mientras la escuchaba. La chica n.º 4 se fue. Se había quedado sola después de que el tipo de Mister Children eligiera a la chica n.º 5. De las cinco mujeres presentes, la n.º 4 y la n.º 5 estaban vestidas con prendas convencionales —jersey y falda, jersey y pantalones—, pero eran las verdaderas profesionales. El tipo de Mister Children, conocedor de lugares como éste, se lo había olido. La única que quedaba sola era la chica n.º 3, que sostenía el micro de karaoke y hojeaba un catálogo de canciones. Llevaba puesto un traje, pero era joven. Era además la chica más guapa del local. Eran las diez pasadas, así que supuse que sería la azafata del turno nocturno: de medianoche hasta las cuatro o cinco de la madrugada. El lugar se parecía más a la sala de espera de una estación que a un pub: mezclados al azar había hombres y mujeres que parecían estar matando el tiempo esperando a que sucediera algo. Dicen que no sólo en Kabuki-cho, sino también en otros centros de diversión del país hay cada vez menos clientes cuyo objetivo sea echar un polvo. Conozco una calle en Higashi-Okubo en la que los viejos forman cola para hablar —¡sólo para hablar!— con chicas de bachillerato. Las chicas van a las cafeterías de esa calle y se sacan miles de yens por hora por charlar con esos tipos. La chica n.º 1, que seguía repitiendo que toda su vida había estado rodeada de artículos de la mejor calidad, seguramente había hecho alguna vez algo similar. Maki creía sinceramente que porque había crecido rodeada de tofu de 500 yens, sashimi de 2.000 y Dios sabe qué más, sólo se merecía lo mejor. Naturalmente, el vestido de Junko Shimada no le iba para nada, pero no tenía ni un solo amigo que se lo dijera. Por otra parte, incluso si dicho individuo existiera, ella seguramente lo hubiera evitado.

Una vez oí en la televisión a un psiquiatra que explicaba que la gente necesita sentirse útil para seguir viviendo, y creo que es verdad. Miré al encargado del local, que estaba de pie cerca del mostrador con una calculadora. Era el prototipo de hombre que trabaja en la industria del sexo. Por su cara te dabas cuenta de que era el tipo que incluso ha dejado de preguntarse si su vida tiene algún valor. Los hombres como él, los encargados de soaplands, de clubes chinos y de S&M, por no mencionar a los chulos y gigolós —tipos que se ganan la vida aprovechándose de las mujeres—, tienen una característica en común: parece que algo dentro de ellos se ha apagado. Una vez hablé de esto con Jun, pero no me supe explicar bien. Intenté describirlo de distintas maneras y le comenté que era como si hubieran perdido la esperanza, el orgullo, se hubieran mentido a sí mismos durante mucho tiempo o no tuvieran en absoluto emociones, pero no lo entendió. Solamente cuando le dije que parecía que sus rostros estaban vacíos, sólo entonces me respondió que más o menos lo entendía. Unas dos o tres semanas después de aquello vi una noticia sobre Corea del Norte. La crónica informaba de que los coreanos se estaban muriendo de hambre, y sacaron las fotos de unos niños. Y las caras de esos niños esqueléticos y agonizantes tenían el mismo aspecto que las de los hombres que viven de los cuerpos de mujeres.

El camarero, recostado contra el mostrador junto al encargado, no estaba en ésa categoría. Los hombres que viven de las mujeres no se hacen piercings en la nariz ni en los labios. Lo más probable es que tocara en un grupo. El grupo no le daba para vivir y uno de sus amigos le había ayudado a conseguir este trabajo. Hay una cantidad astronómica de gente que toca en grupos, y en Kabuki-cho a duras penas puedes escupir sin darle a uno. El nuestro parecía estar a kilómetros de distancia, sus ojos miraban, pero a nada que nadie pudiera ver. La mujer n.º 3 había empezado a cantar en voz baja una canción de Amuro —decía algo sobre lo solos que estamos por dentro— pero el camarero ni la miró, ni parecía darse cuenta de que cantaba. Mientras tanto, el tipo de Mister Children negociaba en voz alta y descaradamente el precio con la chica n.º 5, que ahora me percataba de que tenía más de treinta años. En la sala hacía calor y ella había sudado un poco, se le había corrido el maquillaje y se le veían unas arrugas grandes en el cuello y patas de gallo. Mister Children estaba acosándola: «Estoy seguro de que trabajas en los clubes telefónicos, he conocido a muchas de ésas y os reconozco, mona». Tal vez la n.º 5 necesitara pasta desesperadamente, porque nada de lo que el tipo le decía parecía molestarla. Se sentó con las manos en las rodillas, atontada y moviendo la cabeza de vez en cuando o mirando hacia la puerta como esperando que entrara un hombre más atractivo. «Me sucede algo», pensé. Porque por lo general no me paso tanto tiempo estudiando a otros, especialmente en sitios como éste. Maki seguía dando la lata. Yuko se había terminado sus fideos. Frank me pidió que le tradujera lo que Maki decía y lo hice mecánicamente.

—Después de dejar aquel empleo en la tienda me tomé un tiempo libre y luego empecé a trabajar en clubes, pero me dije que nunca trabajaría en un lugar de clase baja porque la única gente que va a esos sitios es también de clase baja, ¿no?

—Espera un segundo —la interrumpió Frank.

—¿Qué? —dijo Maki, pero su cara parecía querer decir: «Ponte un calcetín en la boca, gordinflón».

—¿Qué haces aquí? ¿Qué has venido a hacer? Eso es lo que no entiendo.

—He venido para hablar con gente —contestó la chica—. Tengo la noche libre en este club exclusivo en el que trabajo en Roppongi y por lo general no vengo a Shinjuku, pero a veces quiero hablar con gente, que por lo general se divierte con mis historias porque cuento cosas que a duras penas saben. Cuando me refiero a «mis historias» quiero decir, por ejemplo, que soy la clase de persona que aunque vaya a América u otro sitio no quiere volar en clase turista, ¿entiendes a lo que me refiero?

Maki bebió un trago de whisky y miró a Yuko para que la apoyara.

—Humm —asintió Yuko—, hay gente así, ¿verdad?

Yuko había estado mirando su reloj desde hacía unos minutos. Después de haber salido de una fiesta aburrida había decidido pasar un rato en un pub de omiai antes de irse a casa y ahora quería largarse. No estando tan encallecida como Maki, consideraba de mala educación irse inmediatamente después de haberse zampado los fideos a los que la habíamos invitado. No se había dado cuenta de que ni Frank ni yo podíamos aguantar a Maki, y mientras esperaba para poder escapar añadía una palabra o dos cuando Maki hacía una pausa para respirar. Yuko era delgada, de cara pálida y enfermiza. El pelo liso le llegaba hasta el cuello y de vez en cuando se lo echaba hacia atrás con unas uñas sin arreglar. A pesar de que no estaba particularmente interesada en lo que Maki contaba, asentía cuando se lo pedía. Era más normal que el resto de las mujeres del local, pero aquí estaba. Obviamente, sabía lo que era la soledad.

—Si viajas en clase turista, esa atmósfera se te mete dentro, eso es lo que me decía un cliente habitual y creo que es cierto, ¿tú no? Ese cliente es un tipo que trabaja en un canal de televisión y nunca vendría a un sitio como éste. Me ha contado que sólo ha viajado en primera toda su vida, y que en los vuelos nacionales siempre coge el Super-Seat, excepto en el Japan Air System, que no tiene Super-Seat, así que cuando quiere viajar a un lugar al que sólo vuela JAS, reserva un asiento de primera en un tren bala. Vamos, que hay personas en este mundo que viven así. Tal vez no te des cuenta si no has volado nunca en primera clase, pero no se trata sólo de que el asiento sea más grande. ¿Sabías, por ejemplo, que el trato que te dan si tu vuelo se retrasa o se cancela depende de la clase en que estés? A los demás los ponen en un hotel cercano al aeropuerto Narita, pero si vas en primera te alojan en el Hilton que está junto a Disneylandia. El Disneylandia Hilton, ¿a que no te lo puedes creer? Mi sueño ha sido siempre alojarme ahí, bueno, supongo que el de todos, ¿no?

Yuko respondió a la pregunta con otro ambiguo «Humm». Yo seguía murmurándole a Frank al oído la traducción de cualquier estupidez que se le ocurría a Maki, como si fuera un intérprete simultáneo. No estoy acostumbrado a hacerla y no domino el inglés como para que me salga bien, así que mi traducción se tornó más rudimentaria porque Maki hablaba sin parar. La última parte, por ejemplo, me salió así: «Todos los japoneses sueñan con quedarse en el Hilton», pero no creí que importara mucho.

—El Hilton no es un hotel de gran categoría —le dijo suavemente Frank a Maki, como para corregir un malentendido, y, a pesar de que dependía de cómo te lo tomaras, era más una manera de humillarla. De hecho, así es como yo lo interpreté. Pensé que Frank trataba de atacarla. Y ese tipo de matiz tiende a saltar las barreras idiomáticas—. Piensa en el hotel Hilton de Nueva York, por ejemplo. Se dice que cuatrocientas habitaciones es la cifra máxima con la que se puede mantener un servicio de gran calidad, pero el Hilton de Nueva York tiene más de mil. Por eso los ricos de verdad nunca se alojan allí. Prefieren los hoteles de estilo europeo, como el Plaza Athénée, el Ritz-Carlton o el Westbury. Los únicos que van al Hilton son los paletos y los japoneses.

La cara de Maki se sonrojó. No le gustaba que la asociaran con los paletos. Lo cual probablemente indicaba que provenía del campo. Yuko dijo:

—Humm, supongo que hay muchas cosas sobre América que sólo los americanos conocen.

Maki hizo un mohín con los labios.

—¿Dónde se aloja este individuo? —me preguntó.

—No te lo puedo revelar —le contesté.

Frank me preguntó qué decía esa tipa. Le traduje la pregunta y él respondió:

—El Hilton.

Yuko se rió, pero Maki siguió con su monólogo, comentando que se había alojado en los mejores hoteles de Tokio. Que si la recepción del Park Hyatt tenía cientos de metros desde la entrada, que si su habitación en el Westbin en Ebisu Garden Place tenía el sofá más cómodo en el que se había sentado, y cosas así. Nos contó también que había estado en esos lugares con personas importantes, como médicos, abogados y gente de la televisión, así que de hecho estaba admitiendo por fin que era una puta, para diversión de Frank. Mientras charlaba me di cuenta de que llevábamos en el lugar más de una hora y le pedí la cuenta al camarero. La factura que nos trajo ascendía a casi 40.000 yens.

—Pero ¿qué es esto? —le pregunté, y se le abrió ligeramente la boca, lo cual hizo que se le moviera el anillo que llevaba en el labio—. Éste no es el precio que nos dijo Noriko —añadí, intentando hablar de manera calmada y amistosa para no provocar una escena.

—¿Y quién es Noriko? —preguntó él, y miró después hacia el mostrador donde se encontraba el encargado.

Éste vino inmediatamente hacia nosotros y nos preguntó con voz baja y grave qué pasaba. Le pedí que me trajera una factura pormenorizada, pero ya la tenía consigo. El precio por la mesa era 2.000 yens por persona; por cambiar de mesa y sentamos con las chicas, 4.000 por persona (el doble porque habíamos estado más de una hora); los fideos, 1.200 cada plato; las patatas, 1.200; el té de ulong, 1.500; el whisky, 1.200; la cerveza, 1.500, y además del impuesto habían agregado un recargo por el servicio.

—Me hubiera gustado que me avisara cuando se cumplió la hora —le dije.

Frank miró la cuenta y gritó:

—¡Es una locura! —No sabía leer japonés, pero veía las cifras—. Sólo me he tomado dos whiskys, y tú, Kenji, sólo una cerveza.

—Nuestro sistema funciona por horas —explicó el encargado con tono fúnebre, pero como les faltaba personal, como podíamos apreciar, no podían hacerse cargo de saber cuánto tiempo le quedaba a cada cliente—. Estoy seguro de que lo comprende —me dijo.

Claro que lo comprendía. Era un robo. Pero no importaba lo que yo dijera porque el tipo contestaría que nos estaban cobrando la cantidad normal según las normas del pub. Y si continuaba quejándome, aparecería un especialista que nos sugeriría que discutiéramos el tema en la oficina posterior. Fin de la discusión. Le dije a Frank que no había nada que hacer. Él asintió.

—Así que ésta es la clase de sitio que es.

Le respondí que sí, que eso me temía, pero que no había nada que fuera estrictamente ilegal, por lo que era inútil discutir.

—Te lo explico más tarde. Pero esto es en parte culpa mía, así que puedes deducir la mitad de la cuenta de mis honorarios.

De verdad que estaba dispuesto a hacerlo. Era responsabilidad mía estar al tanto del reloj.

—No importa —contestó Frank—. Vamos a pagar por el tiempo que debemos hasta ahora.

«¿Hasta ahora?», pensé. Frank sacó cuatro billetes de 10.000 yens de su cartera de piel de serpiente y se los dio al encargado. Eran los billetes más viejos y sucios que nunca he visto. El encargado los sostuvo entre el pulgar y el índice, con una mirada de desagrado en su cara. Los billetes estaban muy manchados, llenos de porquería y grasa, y parecían estar a punto de desintegrarse. Recordé que había oído que un pordiosero del Parque Central de Shinjuko tenía un montón de dinero escondido entre sus bolsas y harapos.

Todos fijamos la vista en los billetes. Nadie, estoy seguro, había visto nunca algo parecido.

—Ahí tiene —dijo Frank—, ya hemos pagado hasta ahora.

—¿A qué te refieres con «hasta ahora»? —le pregunté.

Quería quedarse más tiempo, me respondió. El encargado, que obviamente tenía experiencia en Kabuki-cho, debió de ver algo raro en la cara y actitud de Frank, por no mencionar los billetes increíblemente sucios.

—Por lo general —nos dijo—, los clientes suelen concluir después de pagar. —Traducción: Por favor, váyanse.

—Vámonos, Frank, la costumbre es que nos retiremos ahora —le expliqué, tocándole ligeramente en el hombro. Sus músculos parecían estar hechos de hierro forjado y sentí que un escalofrío me corría desde las yemas de los dedos hasta la espina dorsal.

—Está bien, ¿nos movemos entonces? —comentó—. Eh, espera, los billetes que le di se me cayeron en el desagüe, quizá deba pagar con una tarjeta de crédito.

Volvió a sacar la cartera mientras el encargado, reconociendo las palabras «tarjeta de crédito», le echaba una mirada interrogante.

—Kenji, pregúntale si puedo pagar con una tarjeta de crédito.

—Aceptamos tarjetas de crédito —dijo el encargado con cautela.

—Tengo una tarjeta de American Express que es muy rara. Mírela. ¿Ve? Chicas, mirad también. En serio, inclinaos hacia aquí. Ahora mirad de cerca la tarjeta. ¿No veis algo raro en la cara de este guerrero? Cuando lo muevo de atrás para adelante así a la luz… Mirad aquí. Parece que sonriera, ¿no? Ahora mirad fijamente…

Los dos empleados y las dos mujeres se inclinaron para acercarse más a la tarjeta, como si ésta los succionara. Una sensación familiar, escalofriante, me indicó que Frank estaba haciendo otra vez una de las suyas. El aire parecía tan seco que me picaba en la piel, pero era tan denso que era difícil respirar. Yo, por lo menos, no iba a mirar hacia la tarjeta de Frank. Mantuve los ojos en el encargado y en el camarero y, cómo no, en cuestión de segundos vi que les sobrevenía un cambio. Había algo extraño en sus ojos. Una vez leí que cuando te hipnotizan entras temporalmente en el mundo de los muertos y, sea o no verdad, lo que sucede es espeluznante. Observé que las pupilas del encargado se dilataban mientras miraba la tarjeta. Un momento más tarde, los músculos de su mandíbula y mejillas se tensaron tanto que se le oía rechinar los dientes y las venas del cuello se le hincharon. Tenía la expresión de alguien que está petrificado de miedo, pero sólo duró unos segundos. Después, las venas se desinflaron y el brillo se le fue de la cara.

—Kenji —dijo Frank con una voz muy suave—. Vete afuera y llama a tu novia.

—¿Eh? —dije yo, y él lo repitió lentamente, enunciando las palabras.

—Vete. Afuera. Y llama. A tu novia.

El Rostro había desaparecido. Frank estaba extrañamente radiante, como alguien que ha terminado un largo y arduo trabajo y está listo para celebrarlo con una cerveza fría. El encargado, el camarero, Maki y Yuko estaban en una especie de trance. El labio horadado del camarero se movía como mecido por una suave brisa, pero parecía un mimo congelado en su sitio. Todos tenían los ojos idos y no podría decir si sus músculos estaban relajados o tensos. Tal vez las dos cosas a la vez. Mientras tanto, la chica n.º 3 seguía cantando y Mister Children regateaba con la chica n.º 5. Nadie pareció darse cuenta del extraño ambiente que rodeaba nuestra mesa.

—Frank —le dije mirándolo a la cara y dándole un codazo—, esto no está bien. —Supuse que iba a dejarlos hipnotizados y se iba a ir sin pagar—. No podemos irnos sin pagar. De lo contrario, no podré volver nunca más a Kabuki-cho.

—Nunca haría algo semejante, Kenji. Pero vete de aquí y déjame solucionar esto, ¿quieres?

«¿O quieres que te mate?», parecían decir sus ojos.

Mi espina dorsal parecía estar envuelta en hielo, pero sin darme cuenta me puse de pie, lo cual me hizo pensar en si yo también estaba hipnotizado. Me ladeé para pasar entre el encargado y el camarero. Fue como caminar entre un par de maniquíes. Mi codo rozó la mano derecha del camarero, pero fue como si éste no estuviera allí para sentirlo. Mientras me alejaba de la mesa miré hacia atrás a Maki y Yuko. Ambas se inclinaban en sus sillas, moviéndose de atrás adelante como si estuvieran sentadas en mecedoras.

Salí por la puerta hasta el vestíbulo donde estaba el ascensor y conecté mi móvil. Sabía que Jun estaría en mi apartamento, pero no pude obligarme a llamarla y simplemente caminé de arriba abajo durante un rato. Por fin, volví y miré hacia el interior del club por el panel de cristal tintado de la puerta. Y entonces vi que una figura inconfundible avanzaba pesadamente hacia mí. Corrí hacia el ascensor pero ya era demasiado tarde.

—Está bien, Kenji, vuelve a entrar —me ordenó Frank.

No quería volver. Pero los ojos de Frank me taladraban y no podría haberme movido aunque hubiera querido. Me había quedado de piedra, desde la punta de cada pelo de la cabeza hasta las uñas de los pies. Frank me agarró por el hombro y me arrastró adentro. En la puerta perdí el equilibrio y casi me caigo, pero él me agarró y sostuvo todo mi peso sin ninguna dificultad únicamente con su brazo derecho. Me llevó adentro como si fuera una maleta y después me dejó caer en el suelo. Le oí volver hacia la puerta y bajar la persiana de metal exterior. Cuando abrí los ojos vi dos pares de piernas, uno de hombre y otro de mujer. Por los altos tacones rojos y las medias de encaje blancas comprendí que se trataba de Maki. Una brillante línea escarlata descendía por la costura de una media. Parecía una criatura viva, como un parásito, que avanzaba por los delicados hilos a un ritmo lento pero seguro. En la mesa frente a ella, mirando a Maki con los ojos desorbitados, estaban sentados la chica n.º 5 con Mister Children y la chica n.º 3, que tenía la mandíbula desencajada. Cuando levanté la vista y me fijé en lo que observaban, todo lo que tenía en el estómago comenzó a volver al esófago. Parecía que Maki tuviera otra boca debajo de la mandíbula. De esta segunda y sonriente boca salía un líquido espeso y oscuro como alquitrán. La habían degollado de oreja a oreja y la herida le llegaba más allá de la mitad de la parte interior de la garganta, por lo que parecía que la cabeza se le fuera a caer. Y aun así, aunque parezca increíble, Maki estaba aún de pie y todavía viva, los ojos le giraban enloquecidos y los labios le temblaban mientras expulsaba sangre con espumilla por la herida de la garganta. Parecía querer decir algo. El hombre que estaba a su lado era el encargado. Él y Maki se apoyaban el uno en el otro, como si los hubieran colocado así para que se sostuvieran. Tenía el cuello torcido de forma antinatural, con la cabeza vuelta como mirando de medio lado, pero languidecía sin fuerzas con el mentón apoyado en el omoplato. Un poco más allá de los tacones altos de Maki, Yuko y el camarero yacían en el suelo, uno sobre otro. Una pequeña navaja, como los cuchillos de sashimi, estaba profundamente clavada en la parte inferior de la espalda de Yuko, y el camarero tenía el cuello doblado igual que el encargado.

La chica n.º 3, Mister Children y la chica n.º 5 estaban sentados inmóviles, como figuras de cartón, en un sofá, pero no sabía si estaban hipnotizados, inconscientes o simplemente paralizados por el miedo. Me esforcé por contener el vómito que me subía. Una arcada ácida me pasó por el pecho y la garganta. Sentía las sienes adormecidas y hormigueantes. No podía pensar, mucho menos hablar. «Esto no puede ser posible», me dije. Era como estar en una pesadilla de la que sabes que no puedes despertar. Frank entró en mi campo visual, caminando hacia la chica n.º 3. Tenía ahora el largo y delgado cuchillo en la mano, después de haberlo extraído del cuerpo de Yuko. Parece que la chica n.º 3 no estaba ni inconsciente ni hipnotizada, porque reaccionó cuando Frank se le acercó, pero de la forma más extraña. Su mano derecha, que agarraba todavía el micro que estaba en el cojín del sofá junto a ella, empezó a convulsionarse con frenesí de atrás adelante, como si sobara la tela. Como un gatito que juega cuando está excitado. El micro estaba encendido y el sonido que hacía al raspar contra la tela resonaba por todo el salón. «Se quiere escapar —pensé—, pero su voluntad no le responde». Los hombros le temblaban por la tensión que le sobrecogía la cara y el cuello, y a pesar de que tenía los músculos de las piernas tan crispados que se le marcaban claramente, no podía ni mover los dedos de los pies. Los nervios que conectaban el cerebro con sus músculos habían sufrido un cortocircuito y los movimientos de su cuerpo eran caprichosos y descontrolados. Yo estaba en un estado similar: mi visión y audición se habían trastornado. La pista de acompañamiento de la canción de Amura que la chica n.º 3 había cantado seguía sonando aún, pero no estaba seguro de que la oyera con mis propios oídos. Cuando Frank se detuvo frente a ella, la n.º 3 se ensució ruidosamente bajo la falda de su traje color crema. Mientras derramaba fluidos que rociaban el suelo, sus hombros se abatieron y la cara se le relajó hasta esbozar algo parecido a una sonrisa antes de que Frank la cogiera por el pelo y le clavara el cuchillo en el pecho. Y como un mosquito que sale de unas briznas de hierba, algo se esfumó de su extraña sonrisa.

En ese momento, la chica n.º 5 empezó a gritar. No fue una reacción al asesinato de la n.º 3 específicamente, sino más bien como cuando alguien enciende por fin un interruptor y sube el volumen. Frank extrajo el cuchillo del pecho de la n.º 3 e intentó después quitarle el micro, pero tenía el puño tan apretado que hasta a él se le hizo difícil hacérselo soltar. Los dedos de la n.º 3 se tornaron blancos y se hincharon, como si hubieran estado en remojo. Frank la agarró una vez más por el pelo y le clavó el índice en el ojo. Desde donde yacía oí el sonido que produjo y, simultáneamente, vi que la mano soltaba el micro. De la cuenca de ese ojo brotó algo que nunca he visto antes. Era un líquido espeso, pegajoso, semitransparente y lleno de motas rojas. Frank cogió el micro y lo sostuvo frente a la boca de la chica n.º 5, que gritaba. Esto, por supuesto, amplificó el grito mucho más, pero, aunque suene raro, hizo también que semejara una canción. Apuntó a la garganta de la n.º 5 y me miró. Podía ver cómo le vibraban las cuerdas vocales mientras gritaba. Haciéndome una señal con los ojos que significaba: «¿Estás listo?, mira esto», Frank penetró hasta las profundidades de esa carne que vibraba y el grito se disolvió en un fuerte «sssh», similar a cuando se escapa vapor.

Durante un momento, Frank parecía moverse a cámara lenta y al siguiente a cámara rápida. A veces parecía que apenas se movía y en otras, como cuando le sacó el cuchillo de la espalda a Yuko, todo aquello pasó con una rapidez desconcertante. Es asombroso cuán fácilmente se trastornan los sentidos y los reflejos cuando estás conmocionado. Frank había degollado a la mujer que estaba sentada junto a Mister Children y éste lo había observado como si fuera un anuncio de Cup Noodle. Tenía una expresión que estaba más allá de la desesperación. Una vez leí que en situaciones extremas el cuerpo libera unas hormonas —adrenalina y no sé qué más— que te aceleran el pulso, te tensan y excitan al mismo tiempo, y te preparan para luchar o huir. Pero un cuerpo y un cerebro acostumbrados a reacciones suaves, normales, sólo se confunden y quedan inconexos cuando sueltan una verdadera avalancha de hormonas. Creo que eso es lo que me pasaba a mí y a los demás que estaban en ese salón. Cuando recordé que tenía el spray de gas paralizante en el bolsillo del pecho, dudé durante un momento y me pregunté si debía intentar detener a Frank, pero la simple idea me pareció insoportable. En vez de ello, tuve el pensamiento más extraño: ir al lavabo y tirar el spray. Simbolizara lo que simbolizase, el spray que tenía en mi bolsillo era inservible a la vista de lo que Frank estaba desencadenando. En el instante en que me di cuenta de que iba a ser asesinado, la facultad de actuar se esfumó, y cuando vi que le clavaba el puñal en el pecho a la n.º 3 y le abría la garganta a la n.º 5 como si fuera el capó de un coche, mi cuerpo estaba agarrotado por completo. Fue como si todos los nervios se me hubieran congelado hasta quedar solidificados. No podía siquiera imaginar que pudiera gritar para pedir ayuda, mucho menos intentar correr, y es imposible hacer algo que no se puede visualizar. Por lo general no nos damos cuenta, pero siempre tenemos una imagen de nosotros haciendo algo antes de que podamos combinar imagen y acción. Y eso es lo que Frank había interrumpido: la capacidad de visualizar nuestras acciones. En este país no hay mucha gente que haya visto una garganta humana degollada. No existen mecanismos para pensar en cuán cruel es, ni para sentir lástima por la víctima o estar horrorizado, ni siquiera para decirse a uno mismo: «Jo, eso tiene que doler». El degollamiento de la chica n.º 5 produjo curiosamente muy poca sangre, pero dentro de la herida se veía algo viscoso de color rojo oscuro. Eran seguramente las cuerdas vocales cercenadas. Uno puede pasarse toda la vida sin ver esas cosas en toda su crudeza, pero cuando las ves las reconoces instintivamente como algo que tienes en tu interior. Y créanme, cuando sucede pierdes la capacidad de visualizar tu próximo movimiento.

Cuando por fin empezó a brotar sangre de la herida que la n.º 5 tenía en la garganta, ésta parecía negra en vez de roja: pensé que era igual que la salsa de soja que se usa para el sashimi. No podía moverme aún, estaba paralizado, y sentía el cuello, los hombros y la parte posterior de la nuca fríos y adormecidos. Si Frank me hubiese clavado el cuchillo en la cara seguramente no hubiera sido capaz ni de darme la vuelta. El pub no tenía ventanas, pero en una pared había una pantalla de vídeo gigante que proyectaba imágenes de la calle: era un mundo en el que la gente aún vivía, hablaba y caminaba, y que ahora estaba por completo fuera de mi alcance. Sentí que estaba metido hasta las ingles en el mundo de los muertos. Afuera, la gente vendía y compraba sexo. Había mujeres con minifalda de pie en las esquinas, con las piernas con la piel de gallina por el frío, intentando alquilar sus cuerpos, y los hombres se reían y cantaban borrachos mientras buscaban a una mujer que les aliviara su soledad. Bajo las intermitentes luces de neón, los anunciadores llamaban a los borrachos que pasaban con un: «¡Te garantizamos que vas a pasar un buen rato!». Observé esta visión como a través de una lente desenfocada e intenté enfrentarme al hecho de que ahora todo eso había desaparecido para siempre.

Frank agarró a Mister Children por el pelo y le dio la vuelta a la cabeza para que quedara mirando a la chica n.º 5. Ésta tenía la cabeza doblada hacia atrás, lo cual no sólo desgarraba cada vez más su herida sino que le tensaba la piel de la garganta, de tal manera que estaba firme y suave, como el pellejo teñido de un animal. Sujeto por el pelo y obligado a mirar ese cuadro, Mister Children, para mi asombro, retorció la cara hasta esbozar una sonrisa y se rió.

—Je, je, je.

Fue como cuando ves en televisión a las víctimas de terremotos o tifones que sonríen sin saber qué hacer.

—¿Te hace gracia? —le preguntó Frank.

No debió de comprender, pero asintió mansamente varias veces y se rió otra vez:

—Je, je.

Después, mientras Frank continuaba sujetándolo por el pelo, quiso fumarse un cigarrillo. Cogió su paquete de Seven Stars de la mesa y sacó uno. Frank observó atentamente al hombre llevarse el cigarrillo a la boca y buscarse el encendedor en los pantalones, como si fuera a fumarse un pitillo para calmarse los nervios. Frank se estiró para alcanzar un encendedor que estaba en el sofá, junto a la chica n.º 5, lo encendió y arqueó las cejas como diciéndole: «¿Buscabas esto?». Mister Children asintió sonriendo una vez más y Frank subió la llama y sostuvo el encendedor frente a los ojos y el pelo de Mr. Children. Un olor a piel quemada llegó hasta donde yo estaba. El tipo forcejeó para huir de la llama, pero Frank lo agarró más firmemente del pelo. Cuando retiró la llama durante un momento, los labios del hombre temblaban y sonreía otra vez, asintiendo una y otra vez con gratitud. Frank le colocó la llama en la nariz y los labios y esta vez el tipo forcejeó de manera un poco más violenta. Movió los brazos e intentó esconder la cara y, como un niño al que le da una rabieta, golpeó con sus pequeños puños a Frank en el pecho y en el estómago.

—Sigue así, ponte salvaje —murmuró Frank mientras le abrasaba la cara.

Después, para mi mayor incredulidad, Frank bostezó. Fue uno de los bostezos más grandes que he visto nunca, el cual dividió su cara como si fuera un huevo. Por fin, Mister Children empezó a gritar. Sus chillidos aumentaban de tono y se perdían, como si fuera una radio mal sintonizada. Frank se movió hacia un lado para dejarme ver mejor, adivinando quizá que no había visto nunca cómo se abrasa la cara de un hombre. Una llama anaranjada lamía la parte interior de las narices del tipo. La canción de Amuro había terminado y ahora sonaba un tema de Takako Okamura. Parecía que Mister Children quisiera bailar, porque movía los brazos y piernas al compás de la música. Frank me miró como diciendo: «Mira, Kenji, mira esto». La piel próxima a la nariz de Mister Children se derretía como cera y goteaba en un espeso pegote marrón con pequeñas lágrimas ocasionales de grasa, mientras el sudor le chorreaba por la frente y las sienes. La cara se le estaba poniendo de color escarlata, la punta de la nariz se empezaba a carbonizar y yo percibía su crepitar, que sonaba como el de un viejo elepé. La zona próxima a las fosas nasales se había tornado tan negra que no se la podía distinguir de la carne carbonizada, después sus gritos cesaron y los brazos cayeron inermes a los lados. Oía la canción de Takako Okamura, el crepitar de la carne y un tercer sonido que sólo gradualmente identifiqué como el lloriqueo de Mister Children. Su mandíbula se convulsionaba y estremecía con el borboteo de sus sollozos. Frank lo miró con curiosidad antes de volver a dar un gran bostezo: fue tan largo, ocioso y cavernoso que parecía que se fuera a tragar la cabeza de Mister Children.

Mister Children aún no había perdido el conocimiento cuando Frank dejó de abrasarle la cara y empezó a levantarle la falda a la chica n.º 5, de cuya garganta seguía brotando sangre. Cuando Frank le levantó la falda ella se hundió contra el respaldo del sofá. La cabeza se le fue hacia atrás, hasta que lo único que podía verle de la cara eran las fosas nasales y, después, llevada por su propio peso y con un sonido como el de una cerradura herrumbrada que cede, cayó todavía más. Nunca hubiera pensado que una cabeza pudiera torcerse tanto. La herida parecía la boca de un florero lleno de un líquido rojo oscuro. Veía las venas, el hueso y una cosa blanca y pegajosa, pero por alguna razón la sangre no manaba todavía sino que sólo goteaba. Mister Children se sujetaba con la mano derecha la nariz calcinada y sollozaba. Las lágrimas y el sudor le caían por la cara y un líquido se deslizaba por sus dedos. Frank separó las piernas de la chica n.º 5, después le rompió las bragas y las medias y me hizo un gesto con la mano, como diciéndome: «Ven aquí, Kenji». No fui. Estaba aún tirado en el suelo y no me podría haber movido ni para salvar la vida. Frank soltó el pelo de Mister Children, se acercó hacia mí y cogiéndome por el cuello de la chaqueta me arrastró por el suelo hasta los pies de la n.º 5. El cuerpo de ésta se contraía en varias zonas. Quizá estuviera aún viva. La carne se le estremecía en la zona interior de los muslos que está junto a las ingles, y el vello púbico se le erizaba mientras la vulva se le abría y cerraba a la vista de cualquiera, como si respirara.

—Kenji, dile a este hombre que se la folle —me susurró Frank al oído.

Negué con la cabeza. De todas maneras no estoy seguro de que pudiera haber hablado.

—¡Díselo! —gritó Frank.

Sentí una oleada de miedo y un asco abrumador. Frank tenía el largo y delgado cuchillo en la mano y lo sujetaba frente a mis ojos. El adormecimiento de mis sienes se intensificó y la náusea que me había subido hasta la garganta me llegó hasta la parte posterior de los dientes. Y cuando mis ojos descendieron una vez más hacia la vulva de la n.º 5, que se movía como un molusco, arrojé un chorro de color capuchino al suelo. Mientras vomitaba sentí que mi ira aumentaba. No creo que estuviera dirigida precisamente contra Frank. Era más bien una furia abstracta, de una clase absoluta. «No», intenté decir, pero sólo conseguí escupir un poco de vómito por la boca. Expectoré parte de la viscosa sustancia que se me adhería a la lengua, las encías y la parte interior de las mejillas. «Para hacerlo —pensé—, tengo que arquear la espalda y escupir con todas mis fuerzas». Frank me miraba obviamente divertido.

—Aún mejor, Kenji, ¿por qué no te la follas tú? —me dijo—. Venga, fóllatela.

Mientras me lo decía señaló la vulva de la n.º 5. Escupí una vez más. Necesité una concentración absoluta de mis nervios y músculos para que éstos coordinaran y cooperaran. Pero cuando vi mi saliva en el suelo, sentí la alegría de que algo como un circuito roto volvía a funcionar. No sé exactamente qué había recobrado: tal vez mi voluntad, o quizá simplemente la capacidad para liberarme de la tensión que me oprimía. Pero fuera lo que fuese, sabía que era algo necesario para controlar mi cuerpo. Sin ello estaba a merced del medio ambiente, como una planta. Sentí que recobraba la voz.

—¡NO!

Mientras lo pronunciaba sentí en la lengua el sabor de las partículas de vómito. Había conseguido visualizar claramente la letra «N» y la letra «O» y me había visto a mí mismo pronunciándolas y, he aquí el resultado, recobré la voz. Lo repetí:

—¡NO!

Sentí que tenía que hacerle saber mi voluntad a ese gaijin. Expresar algo no es lo mismo que comunicarse. No me había dado cuenta de ello hasta ahora. Hacía un rato, la chica n.º 3 había restregado el micrófono contra el sofá como un bebé que tiene una pataleta, y la chica n.º 5 se había puesto a «cantar» poco antes de que la degollaran. Se podría decir que eran señales que utilizaban para intentar expresarse; pero Frank, naturalmente, no entendió su significado. No se puede comunicar nada con señales como ésas. Antes de que apareciera Frank, este pub era una especie de símbolo representativo de Japón: autorreprimido, renuente a relacionarse con el mundo exterior, comulgando consigo mismo con cada respiración: «Humm, ahh». La gente que se pasa la vida en ese tipo de burbuja tiende a sentir pánico durante los momentos de crisis, a perder la capacidad de comunicarse y acabar muerta.

—¿No?

Frank hizo todo un número, pretendiendo que no podía creer lo que escuchaba. Miró hacia el techo, desplegó los brazos a todo lo ancho y sacudió la cabeza. No sé por qué me vino este pensamiento en un momento como ése, pero pensé: «Sí que es de verdad un americano». Los americanos, como los españoles, han masacrado a millones de indios, pero no creo que fuera tanto por maldad como por ignorancia. Y a veces es más difícil tratar con la ignorancia que con la maldad deliberada.

—¿Qué has dicho, Kenji? ¿Que no? Eso es lo que me ha parecido. ¿Ha sido eso lo que has dicho? ¿«No»?

Frank movía el cuchillo lentamente frente a mi cara. Yo estaba a sus pies, a cuatro patas. Cuando estás en una postura servil, sólo te vienen a la mente palabras serviles. Quería cambiar de postura pero no me podía mover porque tenía el cuchillo en la cara.

—¡NO! —repetí, aún en la misma posición. La sonrisa en la cara de Frank se tornó un dolido ceño.

—Kenji, es que no entiendes.

Movió el cuchillo otra vez hacia la vulva de la chica n.º 5. Me pareció que estaba haciendo tiempo antes de clavármelo. Pensé: «Estoy acabado».

—No sabes lo rico que es follarte a una mujer que agoniza o se acaba de morir. ¡Es la máxima experiencia, Kenji! ¡El cerebro está muerto, así que no se puede resistir, pero el chocho aún está vivo!

La forma en que hablaba tenía algo de mecánico y melódico, como cuando un mal actor recita un papel que se ha aprendido hace años para ver si todavía se acuerda. En el vello púbico de la chica n.º 5 había un hilo blanco enredado y de repente me di cuenta de que era el cordel de un tampón. Nunca lo había visto. Bueno, ya no lo iba a necesitar. Ese deshilachado cordel parecía simbolizar una joven vida truncada. La chica n.º 5 era blanca, pero las carnes alrededor de la vulva se le estaban tornando de un gris rosáceo.

—Kenji, me decepcionas.

Frank se dio la vuelta, colocó la larga hoja del cuchillo tras la oreja derecha de Mister Children y después se la seccionó con un tajo hacia abajo, desprendiéndola. El tipo estaba sentado con la cara entre las manos y el pulgar derecho se le desprendió también junto con la oreja. Pero sus gritos no se intensificaron. Estar asustado, llorar y sentir miedo son cosas que requieren energía, y a Mister Children ya no le quedaba nada. Frank suspiró como si estuviera aburrido y le cortó también la otra oreja. Ésta cayó al suelo sin hacer ruido, como una rebanada de pastel de pescado o algo así, y fue a parar junto a los mechones de pelo sueltos y las cenizas del cigarrillo.

—Bueno, Kenji —exclamó Frank—, no tienes que follártela. Pero ¿por qué no coges la oreja y se la metes en el chocho? Eso sí lo puedes hacer, ¿no?

Me lo dijo tranquilamente y cuando lo hizo sonaba abatido.

—¿Has metido alguna vez una oreja dentro de un chocho? —me preguntó.

No le respondí. Su rostro permaneció sin expresión mientras dejaba el cuchillo en el sofá, recogía la oreja cubierta de polvo del suelo, la doblaba e intentaba insertarla en la vagina de la chica n.º 5. No pareció darse cuenta de que tenía un tampón. Había metido la mitad de la oreja, pero encontraba resistencia. Lo llamé. Él empujó más.

—Frank, oye, Frank. —Me levanté hasta un sofá—. Era ese momento del mes para ella. Lleva un tampón.

Frank me miró, después asintió y sacó la oreja. Se enrolló el cordel en un dedo y estiró. Cuando el pequeño cilindro, rosado e hinchado, salió para mecerse al final del cordel, un espeso goteo de sangre lo siguió, que empapó y oscureció la parte del sofá que estaba entre sus piernas. Frank observó el pequeño charco de sangre durante largo rato, fascinado. Mientras lo hacía, Mister Children emitió un «aah» e intentó levantarse. No trataba de huir: era más bien como si se hubiera despertado y sintiera un inmenso dolor donde habían estado sus orejas y su nariz. Frank salió de su ensueño y se volvió hacia él. Con el tampón aún en la mano derecha y sujetando la oreja en la izquierda, cogió al hombre como se abraza a una amante y le rompió el cuello. Oí un crujido seco, como cuando se quiebra una rama, y vi la cabeza doblada en un ángulo que ya me era familiar. Mister Children se hundió en el sofá. Fue un asesinato que tuvo el mismo drama que coger un sombrero y colgarlo de un perchero. Frank me miró, dejó caer el tampón y recuperó el cuchillo. Tenía una expresión petulante mientras se acercaba hacia mí, como la de un niño cansado de jugar. La punta del cuchillo se aproximaba a mi cuello cuando sonó mi móvil. Me esforcé por apretar el botón verde intermitente. Frank dudó durante un momento y luego me puso el cuchillo en la garganta.

—¡Jun, sí, soy Kenji, estoy en Kabuki-cho, con Frank!

Solté eso en inglés, en voz alta, y Frank retiró el cuchillo un centímetro o más. Seguí hablando, levantando aún más la voz.

—¡Llámame en una hora y si no contesto, llama a la policía!

Antes de colgar el teléfono oí la voz de Jun que gritaba:

—¡Kenji, espera un minuto! —pero yo no tenía un minuto: la hoja casi me rozaba la garganta.

Ésta era la primera vez que le daba una buena ojeada al cuchillo con el que se había asesinado a cuatro mujeres. La hoja tenía sólo dos centímetros de ancha, pero unos veinte de larga. Recuerdo que pensé que era más larga que mi pene erecto, pero no sé por qué tuve un pensamiento tan idiota en un momento como ése. La hoja del cuchillo tenía una marca grabada en forma de pez. Tal vez fuera el tipo de cuchillo que usan los pescadores para limpiar lo que pescan. El mango era de color crema, como de marfil, con hendiduras en la parte inferior para adaptarse a los dedos. Aunque parezca increíble, los dedos y manos de Frank no tenían ni una gota de sangre, a pesar del tampón, la oreja cercenada y todo lo demás. Ahora que lo pienso, parecía haber puesto un cuidado especial para no mancharse y había cogido la oreja, por ejemplo, como si se tratara de algo delicado que se pudiera romper cuando intentó meterla en la vagina de la n.º 5. Tampoco vi sangre ni en su ropa ni en su rostro. Obviamente, Frank era un experto en degollar sin que le salpicara sangre. Ni siquiera la hendidura hasta la laringe que le había infligido a la n.º 5 había producido nada similar a ese géiser de color escarlata que se ve en las películas. La punta del cuchillo empezó a temblar ligeramente. Frank murmuró algo y yo cerré los ojos. Por primera vez fui consciente del olor a sangre que me rodeaba, que era tan intenso que a duras penas me dejaba respirar. Era como el olor de un taller de soldadura, como ese polvo metálico que se siente en el aire. Me acordé del almacén al que fui con papá y de las grandes máquinas en fila. También vi el rostro de mamá. Pensé en lo triste que se pondría cuando supiera que había muerto y se me llenaron los ojos de lágrimas, pero instintivamente supe que no debía llorar. Hay cabrones en este mundo lo bastante malvados para cometer un asesinato sólo por verte llorar. Frank obviamente no era así, pero no estaba dispuesto a incitarlo gimiendo y lloriqueando. Me agazapé con los ojos cerrados, sin atreverme a mover un músculo. Sentí que me tocaban el hombro.

—Bueno, Kenji, vámonos.

Me lo dijo suavemente al oído. Como alguien que se lo ha pasado bien y está listo para continuar con la próxima diversión. Por un momento pensé que cuando abriera los ojos me encontraría con que no había pasado nada, que lo había imaginado o soñado. Maki seguiría dando la lata sobre sus clubes superexclusivos y licores, Mister Children estaría intentando levantarse a la chica n.º 5, la n.º 3 cantaría la canción de Amuro, el anillo en el labio del camarero seguiría moviéndose y el encargado estaría haciendo la cuenta con pinta de pocos amigos. Oí que Frank decía:

—Kenji, despierta, vámonos de aquí.

Volví la cabeza hacia un lado para evitar tener que mirarle a la cara y abrí los ojos. No era un sueño. Frente a mí tenía la inmensa herida abierta de la chica n.º 5 y el cuello retorcido de Mister Children.