Lo peor es que las desgracias no suelen anunciarse. No hay perros que ululen al amanecer señalando la fecha de nuestra muerte, y uno nunca sabe, cuando comienza el día, si le espera una jornada rutinaria o una catástrofe. La desgracia es una cuarta dimensión que se adhiere a nuestras vidas como una sombra; casi todos los humanos nos las apañamos para vivir olvidando que somos quebradizos y mortales, pero algunos individuos no saben protegerse del temor al abismo. Zarza pertenecía a este último grupo. Siempre supo que el infortunio se aproxima con callados e insidiosos pies de trapo.
Aquel día, Zarza se despertó antes de que sonara la alarma del reloj y enseguida advirtió que se sentía angustiada. Era un malestar que conocía bien, que padecía a menudo, sobre todo por las mañanas, en la duermevela, al salir del limbo de los sueños. Porque se necesita cierto grado de confianza en el mundo y en uno mismo para suponer que la realidad cotidiana sigue ahí, al otro lado de tus párpados apretados, esperando con mansedumbre a que te despabiles. Aquel día, Zarza no se fiaba especialmente de la existencia, y permaneció con los ojos cerrados, temerosa de mirar y de ver.
Estaba boca arriba en la cama, todavía atontada y sin haber acabado de ensamblar su personalidad diurna, y el mundo parecía ondularse a su alrededor, gelatinoso e inestable. Ella era una náufraga tumbada en una balsa sobre un mar tal vez plagado de tiburones. Tomó la tozuda decisión de no abrir los ojos hasta que la realidad no recobrara su firmeza. En ocasiones regresar a la vida era un viaje difícil.
Desde la oscuridad exterior llegó un largo gemido y Zarza apretó un poco más los párpados. Sí, en efecto, era una queja casi animal, un ronco lamento. Ahora se escuchaba otra vez. Agitados murmullos, llorosos soliloquios, luego una cascada de suspiros. Súbitamente, crujidos de madera, como un velero zarandeado por el viento. Voces de hombre. Gritos. Golpes resonantes de carne sobre carne y más crujidos rítmicos. A pocos metros de los ojos cerrados de Zarza, de la cama de Zarza, del dormitorio de Zarza, una pareja debía de estar haciendo el amor. Incluso cabía la posibilidad de que estuvieran engendrando un hijo. A estas horas, pensó con incredulidad y desagrado. Al otro lado de la pared explotaba la vida, mientras Zarza emergía pesadamente de un mar de gelatina. El ruido de los cuerpos proseguía, toda esa exageración, ese blando jaleo. Reducido a este barullo vecinal, descompuesto en roces y gemidos, el acto sexual resultaba ridículo y absurdo. Una especie de espasmo muscular, un empeño gimnástico.
El chillido estridente de la alarma del reloj coincidió con el alarido final de la pareja. Malhumorada, Zarza abrió lentamente un ojo y luego el otro. Lo primero que vio fue el despertador. Negro, cuadrado, de plástico, anodino. Bufaba todavía, domesticado y olvidable, marcando las 8:02. Reconfortada por esa visión inofensiva, Zarza dejó resbalar la mirada por el cuarto. En la penumbra de la mañana invernal reconoció el feo marco de aluminio marrón de la ventana, los visillos lacios y grisáceos, el armario empotrado, una silla indefinida, la mesita de cabecera con su lámpara, unas estanterías simplísimas. Todo tan impersonal como un cuarto de hotel. O como el dormitorio de un pequeño apartamento amueblado, lo que en verdad era. Zarza reconstruyó mentalmente la otra habitación: el sofá verde oscuro, la mesa redonda de mala madera, tres sillas hermanas de la del dormitorio, un aparador demasiado grande para el tamaño de la pieza. No había ni un cuadro, ni un cartel, ni siquiera un calendario en toda la casa. Y tampoco objetos decorativos, floreros, ceniceros. No había más huellas personales que el ordenador portátil, sobre la mesa de la sala, y unos cuantos libros por todas partes. Bien podría haberse acabado de mudar, pero lo cierto es que ya llevaba dos años en el apartamento. A Zarza le gustaba que su mundo fuera así, impreciso, elemental, carente de memoria, porque hay recuerdos que hieren como la bala de un suicida.
Frunció el ceño, hizo acopio de resignación y encendió la lámpara. Detestaba tener que prender la luz eléctrica durante las oscuras mañanas invernales: bajo el resplandor de esas bombillas extemporáneas las cosas adquirían un aspecto lúgubre. De nuevo contempló, ahora bien iluminados, los visillos polvorientos, la ventana de aluminio, el armario de contrachapado barato. Sí, no cabía duda de que su casa era su casa. No cabía duda de que Zarza había regresado del mundo de la noche.
Paulatinamente, en círculos concéntricos, fue asimilando los detalles precisos de su realidad. Era día laborable, ella trabajaba, tenía que levantarse. Era invierno, tal vez Navidad, no, era el 7 de enero, justo después de Reyes. El final de las fiestas navideñas. Era martes, era miércoles, ¡no!, era sin duda martes, faltaban tres días para el fin de semana. Eran las ocho y pico de la mañana, ella entraba a las nueve, la empresa estaba en las afueras de la ciudad, tenía que levantarse. Ella trabajaba como editora y correctora en una gran casa editorial, tenía treinta y seis años y se llamaba Sofía Zarzamala. Se llamaba Zarza. Eso era todo. Ni un paso más allá. Ni un pensamiento innecesario. Tenía que levantarse.
Apagó el despertador, que todavía alborotaba sobre la mesilla, y se sentó en la cama. El aire del dormitorio se acomodó flojamente alrededor de su cuerpo, como una chaqueta que no termina de ajustar. A esas mismas horas, en ese mismo instante, miles de personas solitarias se levantaban, metidas en el caparazón de sus casas vacías. Zarza sintió el peso del resto del mundo sobre sus espaldas. Si sufriera un repentino ataque cardiaco y se muriera, tardarían por lo menos un par de días en descubrirla. Pero Zarza no disponía ahora de tiempo para morir. Tenía que levantarse.
Chancleteó por el dormitorio hacia el cuarto de baño, que carecía de ventanas. Encendió la fila de bombillas que enmarcaba el espejo y se miró. Siempre la misma palidez y la sombra azulosa rubricando los ojos. Aunque tal vez fuera efecto de la luz artificial, tal vez bajo una violenta luz solar no tuviera ese aspecto lánguido y morboso. La gente decía que era hermosa, o al menos alguna gente aún lo decía, y ella se lo había creído mucho tiempo atrás, en otra Vida. Ahora simplemente se encontraba rara, con esa mata desordenada de pelo rojizo veteado de canas, semejante a un fuego que se extingue; con la piel lechosa y las ojeras, y con una mirada oscura en la que no se podía reconocer. Un vampiro diurno. Hacía mucho tiempo que no conseguía reconciliarse con su aspecto. No se sentía del todo real. Por eso jamás se hacía fotos, y procuraba no mirarse en los espejos, en los escaparates, en las puertas de vidrio. Sólo se asomaba a su reflejo por las mañanas, todas las mañanas, en su cuarto de baño. Se enfrentaba al azogue, con los párpados pesados y la boca sabiendo todavía al salitre de la noche, para intentar acostumbrarse a su rostro de ahora. Pero no, no avanzaba. Seguía siendo una extraña. A fin de cuentas, tampoco los vampiros pueden contemplar su propia imagen.
A las 8:14, Zarza entró en la ducha. Había algo en la repetición de los pequeños actos cotidianos que le resultaba muy consolador. A veces se entretenía en imaginar cuántas veces más en su vida abriría de la misma manera el grifo del agua caliente de la ducha; cuántas se quitaría el reloj y luego se lo pondría de nuevo. Cuántas veces apretaría el tubo del dentífrico sobre el cepillo, y se embadurnaría de desodorante las axilas, y calentaría la leche del café. Todas estas naderías, puestas unas detrás de otras, terminaban construyendo algo parecido a una vida. Eran como el esqueleto exógeno de la existencia, rutinas para seguir adelante, para ir tirando, para respirar sin necesidad de pensar. Y así los días se irían deslizando con suavidad por los flancos del tiempo, felizmente vacíos de sentido. A Zarza no le hubiera importado que el resto de su biografía se redujera a un puñado de automatismos, a una lista de gestos rutinarios anotada en algún librote polvoriento por un aburrido burócrata: «A su muerte, Sofía Zarzamala se ha cepillado los dientes 41 712 veces, abrochado el sujetador en 14 239 ocasiones, cortado las uñas de los pies 2053 mañanas…». Pero a las 8:15 de aquel día, mientras comenzaba a enjabonarse, sucedió un hecho inesperado que desbarató la inercia de las cosas: sonó el timbre del teléfono. El teléfono sonaba rara vez en casa de Zarza y desde luego jamás a semejantes horas. De modo que cerró el grifo de la ducha, salió del baño pegando un resbalón sin consecuencias, agarró una toalla al vuelo y fue dejando un apresurado reguero de agua por el parqué hasta alcanzar el aparato de la mesilla.
—¿Sí?
—Te he encontrado.
Zarza colgó el auricular con un movimiento brusco y ni siquiera se entretuvo en secarse. Recogió del suelo la ropa interior que se había quitado la noche antes y se la puso; luego agarró las mismas botas, el pantalón de pana, el jersey grande gris, el chaquetón de piel vuelta. Abrió el cajón de la mesilla, sacó todo el dinero que tenía y lo metió en el bolso. El teléfono estaba sonando nuevamente, pero no contestó. Sabía que, de hacerlo, volvería a escuchar la misma voz de hombre, tal vez la misma frase. «Te he encontrado». La llamada había puesto en funcionamiento un cronómetro invisible, el inexorable tictaqueo de una cuenta atrás. Fue tan ligera Zarza en sus movimientos que apenas tres minutos después de haber recibido el mensaje ya estaba lista. A las 8:19 salía por la puerta de su apartamento sin saber si podría regresar alguna vez, mientras a sus espaldas repiqueteaba, retador, el timbre del teléfono, invasor triunfante de la casa vacía.
Cuando volvió a tener conciencia de la realidad y dejó de estar simplemente concentrada en el esfuerzo de la huida, Zarza se descubrió en mitad de la autopista de circunvalación, haciendo el mismo trayecto que realizaba cada día para ir a su trabajo. Había bajado las escaleras de su casa en un vuelo, alcanzado su coche en tres zancadas y atravesado media ciudad culebreando por el denso tráfico entre las protestas de los demás conductores, pero ni siquiera después de tanto correr había podido dejar atrás la sensación de catástrofe inminente que la llamada le había provocado. Aquí estaba ahora, aún sobrecogida, en plena autopista, como todas las mañanas. Pero hoy no era un día normal. Para ella se habían acabado los días normales. Aunque, a decir verdad, Zarza siempre había desconfiado de la normalidad; siempre había temido que la cotidianidad fuera una construcción demasiado frágil, demasiado fina, tan fácilmente desbaratable como la vaporosa tela de una araña. Durante años, Zarza había intentado apuntalar el tenderete con sus rutinas, pero ahora el armazón se había venido abajo y era necesario que ella hiciera algo. Por lo pronto, no podía acercarse a la editorial. Si él conocía su domicilio, también conocería cuál era su empleo. Dio un volantazo y abandonó la autovía por la primera salida. Tenía que poner en orden sus ideas. Tenía que reflexionar sobre lo que hacer.
Unas cuantas calles más allá detuvo el coche. El azar, ese novelista loco que nos escribe, le había hecho pasar frente a un café que Zarza frecuentaba antiguamente. Eran las 8:50 y el lugar estaba recién abierto y casi vacío, adornado aún con unas desmayadas guirnaldas de Navidad. Se sentó al fondo, justo enfrente del velador que solía ocupar cuando iba por el café, tantos años atrás. Su antigua mesa también estaba libre, pero no se atrevió a utilizarla. Había algo que se lo impedía, un pequeño e incómodo recuerdo atravesado en la boca del estómago. Se instaló enfrente, pues, en una de las maltratadas mesas de mármol y madera, junto a la ventana, y durante un buen rato se concentró tan sólo en respirar.
—¿Qué va a ser?
—Un té, por favor.
Respirar y seguir. En los peores momentos, Zarza lo sabía, había que aferrarse a los recursos básicos. Respirar y seguir. Había que desconectar todo lo superfluo y resistir, agarrarse a la existencia como un animal, como un molusco a su roca contra la ola. Además, siempre había sabido que esto llegaría. Debería haber estado preparada para ello. Pero no lo estaba. Zarza desconfiaba de sí misma y de su manera de encarar los problemas. Años atrás, él solía decir que Zarza tenía una personalidad fugitiva. Tal vez tuviera razón; tal vez ella no supiera enfrentarse de manera directa con las cosas. Ni siquiera con el recuerdo de las cosas. A veces pensaba que se había hecho historiadora para poder apropiarse de la memoria ajena y escapar de la propia. Para tener algo que recordar que no doliera. El historiador como parásito del pasado de otros.
Precisamente desde la ventana del café se veían las torres de la universidad en la que Zarza estudió la carrera; aquí, en este local, era donde se solían reunir al salir de clase. Ella se hizo medievalista; él se especializó en historia contemporánea. Pero eso fue mucho tiempo atrás, en otra vida. Antes de que apareciera la Reina. Zarza volvió asentir un revuelo de náuseas en el estómago: quizá fuera el cadáver a medio digerir de su propia inocencia, se dijo con burlona grandilocuencia. Aunque ella nunca había sido verdaderamente inocente. La infancia es el lugar en el que habitas el resto de tu vida, pensó Zarza; los niños apaleados apalean niños de mayores, los hijos de borrachos se alcoholizan, los descendientes de suicidas se matan, los que tienen padres locos enloquecen.
¡Respirar y seguir! Tenía que endurecerse y concentrar sus fuerzas. Tenía que prepararse. Como los guerreros antes de la batalla. Por ejemplo, debería comer algo: no sabía cuándo podría volver a hacerlo. Apartó la taza de té, que apenas si había probado, y llamó al camarero.
—Por favor, un bocadillo de tortilla y un café.
Era lo que solía tomar con él, cuando venían aquí. Un bocadillo de tortilla con el pan tostado. Por entonces todavía disfrutaban comiendo, y existían las alamedas soleadas, y el olor a tierra mojada en las tormentas, y la tibia pereza de las mañanas del domingo. Ella nunca fue inocente, pero aquella vida de antes era casi una vida.
Podía intentar huir. O, por el contrario, podía enfrentarse a él. Esas eran en realidad sus dos únicas opciones. Escaparse o matarlo. Zarza sonrió para sí con amargura, porque las dos alternativas le parecieron absurdas. De nuevo se encontraba sin salida. Aunque, quién sabe, quizá después de todo él no viniera a vengarse. Quizá la hubiera perdonado.
Una familia acababa de sentarse en la mesa de enfrente, en su antigua mesa, sin advertir que estaba manchada de recuerdos. Se trataba de un padre y una madre de la edad de Zarza; una niña de unos diez años, otra quizá de seis, un bebé varón. El padre había puesto a su lado a la niña mayor, que era una princesita de cabellos largos y ondulados; la madre se instaló junto a la hija pequeña, pero enseguida se levantó para sacar al bebé de su carrito y mecerlo entre los brazos. La pequeña quedó sola en uno de los extremos de la mesa, sola y devorada por la soledad, toda rizos oscuros. Era más bien feota. Nadie parecía hacerle el menor caso, como a veces ocurre con los hijos medianos; pero era papá, sobre todo papá, quien concentraba todo su desconsuelo, ese papá que sólo tenía ojos y palabras para la princesita. La princesita y papá hacían un aparte amoroso e interminable, perfil con perfil, casi labios con labios, y la mano de papá acariciaba la melena dorada de la bella, los hombros, la cintura de esa nínfula cimbreante de caderas presentidas y prepuberales. La niña feota les miraba embobada con redondos ojos pedigüeños, pero los demás ni siquiera advertían su mirada. Entonces la feota derramó el vaso de leche sobre la mesa, pero eso sólo le valió un brevísimo rapapolvo del padre, ni siquiera medio minuto de interés; y luego papá siguió devorando con la mirada a su princesita, mientras mamá, ciega y sorda, se concentraba en arrullar al bebé, y la niña mediana, la olvidada, con un mugriento cartel de Feliz Navidad sobre la cabeza, añoraba la atención y el cariño de su padre hasta la más total desesperación, hasta la herida. Hasta desear, Zarza lo sabía, que papá viniera también a ella alguna noche; que la acariciara aunque fuera de aquella manera, de aquel extraño modo, con sus dedos cosquilleantes y pegajosos; aunque ella tuviera que callarse y todo fuera oscuridad, pero que papá la tocara y la quisiera, para poder calmar ese dolor.
Respirar y seguir. De repente, Zarza se sintió asfixiada. Necesitaba salir del café, notar el aire frío de enero en las mejillas, caminar por la calle. Tragó el último mordisco de su bocadillo, pagó en la barra para no perder tiempo y abandonó el local. Eran las 9:35. Estaba decidido, se marcharía. Era lo mejor que podía hacer. Largarse de la ciudad, desaparecer al menos durante algunos días. Una vez lejos y a salvo, podría pensar con tranquilidad y encontrar una solución más definitiva. Sólo lamentaba poner en riesgo su empleo. A Zarza le gustaba su trabajo. Era una de las pocas cosas de su vida que le gustaban. Sacó del bolso el teléfono móvil que le habían dado en la empresa y llamó a la oficina; contestó Lola, la otra editora de la colección de Historia.
—Lola, no puedo ir a trabajar.
—¿Qué te pasa?
—Cuestiones familiares. Una crisis. Mi hermano, ya sabes —improvisó.
—¿Pero es algo grave?
—Bueno, no sé, cosas de mi hermano. Al parecer está algo enfermo y me necesitan. Oye, una cosa, si alguien me llama… Si alguien me llama, tú di que me he ido de viaje fuera de la ciudad.
—¿Cómo?
—Que si me telefonea alguien le digas que me he ido de viaje fuera de la ciudad, o, mejor, fuera del país, y que no sabes cuándo volveré.
—¿Y eso?
—Nada, cosas mías. Lo más probable es que tenga que faltar varios días, díselo a Lucía.
—Se va a poner furiosa. Vas muy retrasada con el libro.
—Da igual. Tú díselo.
—No, si terminaré pringando yo…
Escuchó refunfuñar a Lola mientras colgaba. Nunca se habían llevado bien. Tampoco mal. Zarza no podía, no quería tener amigos.
Pero tenía a Miguel. Zarza advirtió que sentía una súbita necesidad de verle. No quería marcharse sin despedirse. No podía desaparecer sin más ni más. Las 9:40. Las visitas comenzaban a las 10:00. Subió al coche y condujo a través del todavía abundante tráfico hacia la zona Norte, bajo un cielo triste de aspecto mineral. Por las ventanillas de los otros vehículos asomaban unas caras de expresión tensa y sombría, caras de resaca de fiesta, abrumadas por ese exceso de realidad que se precipita sobre las cosas en las desnudas mañanas del invierno.
Nadie había recogido las hojas caídas el pasado otoño en el pequeño jardín de la Residencia, y ahora la alfombra vegetal estaba toda embarrada y medio podrida tras las últimas lluvias. Tampoco recortaban los setos lo suficiente, ni replantaban el césped. A juzgar por el jardín, la Residencia era un lugar un tanto descuidado. Se trataba de un mazacote rectangular construido en los años treinta; la puerta principal se alcanzaba por medio de una escalinata doble, con barandilla de hierro, que era el único adorno de la fachada. Zarza llamó al timbre y esperó a que le abrieran atisbando a través de las ventanas, carentes de visillos y con barrotes.
—Hola. Venía a ver a Miguel.
—Buenos días, señorita Zarzamala. Está en el salón de juegos.
Lo que la enfermera llamaba pomposamente el salón de juegos era un cuartucho de mediocres dimensiones con suelo de corcho y las paredes blancas. Había un sofá algo desvencijado, dos mesas camillas con cuatro o cinco sillas cada una, una librería tubular con algunos libros y cajas de juegos: rompecabezas, parchís, construcciones. En una esquina, un pequeño teclado electrónico con su correspondiente taburete. Por lo menos hacía calor, en realidad mucho calor, un ambiente de estufa. Zarza se quitó el chaquetón y se acercó a su hermano.
—Hola.
No le tocó. Miguel detestaba ser tocado.
El muchacho la miró con aparente indiferencia. Estaba sentado a una de las mesas, junto a un juego de construcciones de madera cuyas piezas, ordenadas con esmero dentro de su caja, parecían no haber sido usadas nunca. Seguramente la enfermera había aparcado a Miguel en esa silla media hora antes y no había vuelto a preocuparse de él.
—¿Vas a jugar a las construcciones?
Él negó con la cabeza y le enseñó lo que llevaba en la mano. Era un cubo de plástico compuesto de pequeños cuadrados de seis colores.
—Ah, tu cubo de Rubik… Muy bien, estupendo. Ese juego sí que es interesante y divertido…
Qué ironía: había sido precisamente él quien había regalado a Zarza el Rubik muchos años atrás, a modo de malicioso reto intelectual. Era un rompecabezas endiablado, un pasatiempo perverso inventado en 1973 por Erno Rubik, un arquitecto húngaro; los pequeños cuadrados eran en realidad cubos que giraban sobre sí mismos, y el asunto consistía en conseguir que todas las caras del poliedro grande tuvieran colores homogéneos: una toda roja, otra toda verde, otra toda blanca… Zarza lo intentó durante muchos meses y jamás lo logró. Un fracaso comprensible, puesto que el Rubik tiene 43.252.003.274.469.856.000 posiciones distintas, y sólo una de ellas corresponde a la solución; esto es, a la exacta y armoniosa distribución de un color por cara. Ponerse a girar el artefacto al azar, por consiguiente, no lleva a ningún lado: si una persona hiciese diez movimientos por segundo, sin pausa ni descanso, tardaría 136 000 años en ejecutar todas las combinaciones posibles. Zarza se acabó hartando de ese martirio y olvidó el rompecabezas, que anduvo dando tumbos por la casa durante cierto tiempo. Pero un día Miguel descubrió el cubo y quedó embelesado. Desde entonces había sido su objeto preferido; siempre estaba haciendo rotar los pequeños dados de colores con sus manos quebradizas y un poco torpes. Como ahora.
—Toma. Te lo dejo un rato —dijo Miguel de pronto, extendiendo el Rubik hacia ella.
Zarza sabía que eso era una considerable muestra de cariño, así que lo cogió.
—Muchas gracias, Miguel. Me encanta que me lo prestes. Eres muy bueno.
El chico hundió la barbilla en el pecho y sonrió. Una sonrisa pequeña, como un rictus. Iba a cumplir treinta y dos años en primavera, pero representaba bastantes menos. El tono rojo de su pelo era mucho más vivo que el de Zarza; por lo demás, se parecían bastante, con la misma piel blanca y los mismos ojos de color azul oscuro: era la herencia O’Brian de la rama materna. En realidad era un chico guapo, incluso muy guapo; pero al primer vistazo se advertía en él algo que no acababa de cuadrar, algo inacabado, indeterminado e inquietante. Era muy delgado, rectilíneo, con los hombros picudos, y los omóplatos le sobresalían como dos alerones. Siempre estaba encogido sobre sí mismo, y a menudo mantenía los brazos plegados y las manos unidas a la altura del pecho, jugueteando con su Rubik o pellizcándose los dedos.
—¿Qué tal estás? —preguntó Zarza.
Miguel miró por la ventana más cercana.
—Marta tiene un perro —dijo.
—¿Ah, sí? Qué bien —contestó Zarza, preguntándose quién sería Marta.
—Chupa y chupa y chupa. Es un cochino. Yo también.
—¿Tú también eres un cochino?
—Yo también quiero un perro.
Los ojos azules de Miguel naufragaban en una expresión opaca y asustadiza. Había nacido así, raro, tardo de mente y de reflejos, encerrado en su mundo. Algo le faltaba por dentro y eso se le veía en la cara; pero Zarza a veces pensaba que también tenía algo de lo que los demás carecían. Por eso resultaba tan ajeno, tan extraño. Visto así, medroso y encogido, con sus manitas atareadas, parecía una ardilla pelando una nuez. Aunque no, no era una ardilla, era más bien un pequeño murciélago, con la cabeza hundida entre los hombros y las alas plegadas a la espalda.
En la habitación sólo había otra persona, un tipo tal vez nonagenario, diminuto y tan seco de carnes como sólo pueden serlo esos ancianos matusalénicos que parecen haber perdido ya su envoltura mortal. Vestía una bata de franela granate muy sobada y se mantenía milagrosamente de pie, apuntalado por una garrota y bien arrimado a la ventana del fondo.
—Miguel, te habrás dado cuenta de que hoy he venido más temprano que otras veces…
Miguel se abrazó a sí mismo y comenzó a acunarse hacia atrás y hacia adelante. Tenía unas orejas demasiado grandes y demasiado despegadas del cráneo, unas tiernas orejotas casi transparentes que ahora parecían aletear junto a su cara.
—No hagas eso le recriminó Zarza. ¿Por qué haces eso? Te vas a poner nervioso.
—Te irás. Te irás como antes. Otra vez. Te irás.
Todos tenemos miedo.
El Oráculo. Años atrás, él le había puesto a Miguel el sobrenombre del Oráculo. Era un apodo burlón y chistoso pero también certero, porque, a menudo, entre las frases pueriles o en apariencia incomprensibles que el chico decía, se colaban significados extrañamente atinados, augurios de finura escalofriante. Esa capacidad para decir lo indecible formaba parte de las rarezas de Miguel, del tesoro de su diferencia. Zarza se estremeció:
—¿Por qué dices que me iré?
—No quiero perros. No quiero, no quiero. Cama, cama, cama.
El chico se tapó los ojos con las manos.
—No quiero verte. Cama, cama, cama.
—No puedes irte a la cama, Miguel. Es por la mañana y te acabas de levantar. Venga, hombre, no seas tonto… quítate las manos de la cara y mírame… ¡Mírame, por favor! Así está mejor… Verás, es verdad que a lo mejor me tengo que ir unos días fuera, pero es sólo una cosa de trabajo. Volveré prontísimo, enseguida, antes de que te des cuenta de que me he ido.
—Dame mi cubo reclamó él.
Ella se lo entregó y Miguel empezó a dar vueltas a los pequeños dados sin parar de balancearse en el asiento. Si no se calma terminará subiéndole la fiebre, como siempre, pensó Zarza con preocupación. En los episodios de fiebre muy elevada, sobre todo en las terribles calenturas de los niños, los enfermos pueden padecer delirios geométricos. La negrura de sus cerebros se puebla de imágenes tridimensionales con las formas elementales euclidianas, asfixiantes poliedros en lenta rotación, arrogantes danzas de triángulos. Es como si el ataque febril consiguiera desnudar el dibujo básico de lo que somos, reducirnos a esa estructura original que compartimos con el resto del universo. Despojados de todo, somos geometría. Si los humanos llegáramos a toparnos algún día con un extraterrestre, pensó Zarza, probablemente nos entenderíamos con él mostrándole un cubo de Rubik.
—¿Y por qué? —gruñó de pronto el nonagenario al otro lado del cuarto.
Zarza le miró; el anciano había alzado el rostro y contemplaba el cielo mustio y gris a través de los barrotes de la ventana. Levantó un brazo fino como una caña y blandió su arrugado puño contra las nubes:
—¿Y por qué me tengo que morir, eh? —Increpaba a las alturas el furioso anciano—. ¿Sólo porque soy viejo? ¿Eh?
Zarza acercó su silla a la de su hermano.
—Escúchame —le susurró—. No te sigas moviendo así o te pondrás malo. Tranquilízate. No volveré a abandonarte nunca más. Te lo prometo. Créeme.
Miguel cerró los ojos y dejó de mecerse. Luego metió la mano en el bolsillo de su jersey y sacó un papel.
—Toma. Para ti.
—¿Qué es esto?
Era un sobre blanco y arrugado. Rasgó la solapa, que estaba pegada, y sacó una cuartilla. En mitad de la hoja, una frase escrita a mano: «He venido a cobrar lo que me debes».
Zarza sintió que el aire se le helaba en los pulmones. Miguel debió de advertir su sobresalto, porque volvió a acunarse a sí mismo, ahora mucho más rápido.
—¿De dónde has sacado esto? ¿Quién te lo ha dado? —casi gritó Zarza, intentando controlar su nerviosismo.
Atrás adelante, adelante atrás.
—¡Párate! ¡Párate y contesta! ¿Quién te lo ha dado, Miguel?
Atrás adelante, adelante atrás.
—Ha sido Nicolás, ¿no?… Nico ha estado aquí, ¿verdad?
Atrás. Adelante. Despacio, muy despacio.
—Dímelo, Miguel. Ha sido Nicolás, estoy segura…
El chico se detuvo y la miró. Tenía los ojos llenos de lágrimas y la boca abierta en un círculo blando, próximo al puchero.
—No te asustes, Miguel, no te preocupes… ¿Cuándo ha venido Nico? ¿Ayer?
—Sí. Hoy. Ayer. Mañana.
Miguel daba vueltas nerviosamente a su cubo de Rubik.
—Tranquilo… Tranquilo, hombre, que no pasa nada… ¿Qué te dijo Nico? Venga, haz un esfuerzo, ¿qué te ha dicho?
—Que me quiere.
Zarza resopló.
—¿Y de mí? ¿Te ha dicho algo de mí?
—Tú no me quieres, porque vas a marcharte. Ya no me gustas.
Zarza frunció el ceño.
—Y tú no me escuchas. Te estoy diciendo que no voy a marcharme —dijo con cierta irritación.
Zarza estaba acostumbrada a no sentir. Llevaba años educándose en ello. No permitía que nadie se acercara tanto a ella como para que, al desaparecer, pudiera dejar la huella de su ausencia. Cortesía y frialdad, esa era su estrategia. No escuchar nunca nada. No contar nunca nada. A decir verdad, ni siquiera se contaba gran cosa a sí misma. Estaba acostumbrada a no sentir, pues, pero Miguel la desconcertaba. Miguel era el único ser vivo que poseía todavía el poder de herirla. Por eso, cuando Zarza advertía que dentro de ella empezaban a moverse los sentimientos y que levantaba la cabeza alguna emoción blanda y viscosa, se apresuraba a machacarla sin compasión. Era como aplastar gusanos con un martillo.
—Me gustan los colores tranquilos —dijo el chico.
—¿Y ahora de qué colores hablas?
—Los colores tranquilos que están dentro.
Zarza suspiró, o más bien gruñó. El esfuerzo por controlar sus sentimientos siempre la llenaba de frustración y de ira. Por eso ahora sentía unos deseos casi irrefrenables de gritar a su hermano. Sí, ansiaba gritarle o, si no, abrazarle, estrechar ese puñado de quebradizos huesos contra su pecho. Pero a Miguel le mortificaban los contactos físicos y de todas maneras ella tampoco sabía muy bien cómo abrazar.
—Tengo que irme —dijo Zarza, poniéndose bruscamente de pie.
—No quiero que corras.
—¿Por qué voy a correr?
—Corres y entonces ya no estás.
—Bueno, pues no correré, pero de todas maneras tengo que irme. Pero te prometo que volveré.
El chico se quedó mirándola con una cara extraña, abierta, desolada, que tal vez quisiera significar «no te vayas», o «no te creo», o incluso «tengo miedo». Zarza había visto otras veces esa expresión en el rostro de su hermano, devastada y carente de tono muscular, frágil hasta la angustia.
—Me tengo que ir. Me voy —susurro.
Y extendió el brazo y tocó brevemente la mejilla del chico. Un contacto levísimo que Miguel soportó con un respingo pero sin retirar el rostro, dividido entre el placer y el sufrimiento, como el perro apaleado que recibe, tembloroso, el roce de la mano de su amo, sin saber si terminará en golpe o en caricia.
Camino de la salida, Zarza buscó a la enfermera.
—¿Podría decirme cuándo vino el visitante que ha tenido mi hermano? —preguntó intentando sonar banal.
—¿Qué visitante?
—Mi hermano ha recibido la visita de un hombre hace poco… Ayer, quizá, o anteayer…
—Aquí no ha venido nadie. Aparte de usted, claro, y de la señora de Taberner, que, dicho sea de paso, apenas si asoma por aquí, Miguel no tiene ninguna visita. Yo diría que está un poco solo el pobre muchacho.
—Ya sé que normalmente no viene nadie —se irritó Zarza—. Hablo de los últimos días… Me consta que ha estado un hombre con él.
—Pues no señora, no es así… ¿Se lo ha dicho Miguel? Ya sabe que el muchacho es un poco mentirosuelo… Le aseguro yo que no ha tenido ninguna visita. Y mucho menos un hombre. Ya ve que además hay que llamar al timbre para entrar, o sea que… Imposible.
Zarza arrugó la nota dentro de su puño y contuvo el aliento. Sintió que el miedo le pataleaba de nuevo en la barriga y dio media vuelta sin siquiera despedirse de la enfermera. Abandonó la Residencia, todavía aturdida, y ya en el exterior se quedó unos instantes de pie sobre las hojas podridas, calculando la inmensidad del mundo enemigo. Por ahí fuera, en algún lugar, estaba él, Nicolás, dispuesto a vengarse. Él era el perseguidor; ella, la pieza. Probablemente la partida de caza ya llevara empezada cierto tiempo, aunque ella sólo se hubiera dado cuenta ahora. Nicolás habría tenido que peinar la ciudad para encontrarla; el nombre de Zarza no venía en la guía de teléfonos y nadie conocía su dirección o dónde trabajaba. Es decir, nadie a quien Nicolás pudiera recurrir.
Tal vez la hubiera detectado en una de sus visitas a Miguel; imaginó a Nico agazapado durante días junto a la Residencia, esperando pacientemente a que ella apareciera. Zarza se estremeció y escudriñó de modo infructuoso las esquinas de las calles vecinas. Sí, sin duda Nico la encontró aquí y luego la habría seguido hasta descubrir su domicilio. Debía de llevar observándola días, quizá incluso semanas. Zarza se sintió desnuda, enferma, herida por la perseverante mirada de su perseguidor. De modo que el juego ya llevaba tiempo jugándose y ella estaba perdiendo sin saberlo. Pero ahora Zarza había cambiado de opinión: ya no se quería ir. Ya no se iba. Por Miguel, a quien se lo había prometido; y también por sí misma. Puestas así las cosas, a Zarza no le quedaba más remedio que aceptar la partida y presentar batalla. Y lo primero que haría sería regresar a la ciudad de la Reina, de la que ella creía haber salido para siempre.
* * *
La ciudad de la Reina estaba más allá del tiempo y del espacio. Mejor dicho, poseía su propio tiempo y su propio espacio, que eran distintos a los de la ciudad convencional de los atascos, las tarjetas de crédito y las oficinas. Por eso ambas urbes coexistían sin apenas rozarse, aunque a veces Zarza, mientras caminaba por la calle, pudiera reconocer los signos de la ciudad maldita en alguna esquina. Normalmente los demás peatones pasaban por ahí sin ver, pero ella sí veía, y recordaba sin querer recordar. Hacía siete años que Zarza había abandonado el mundo de la Blanca.
Pero ahora cogió el coche y enfiló con decisión hacia las afueras. Pasó puentes elevados, y barrios populares, y la estación del Sur de autobuses de línea, y barriadas de pequeños adosados todos iguales, como cuentas multicolores de un collar barato, y una zona miserable de casitas bajas, llena de barro y perros esqueléticos. Más allá, el campo semiurbano, con más almacenes industriales que árboles. La ciudad de la Reina no se limitaba a ocupar una zona de los suburbios, sino que estaba un poco por todas partes. El mapa de la ciudad convencional y el de la urbe maldita se superponían, compartiendo en ocasiones el mismo espacio: había zonas que eran cándidas y burguesas durante el día, pero turbias y marginales de madrugada. Incluso en el centro mismo de la ciudad podía imponer la Blanca su reino envenenado. Si Zarza se había desplazado hasta estos remotos andurriales, era en busca de una persona concreta. Zarza quería encontrarse con el Duque.
Tuvo que dar bastantes vueltas. Hacía mucho tiempo que no venía y siempre lo había hecho de noche. O al menos en su memoria esa parte de su vida siempre estaba rodeada de oscuridad: la ciudad de la Reina era un territorio nocturnal. Le costó encontrar el camino entre las muchas carreteritas enlodadas que terminaban abruptamente en un vertedero, o en un viejo caserío que aún daba fe del pasado rural de la zona, o en una tapia medio derruida y cubierta de pintadas ilegibles. Al cabo creyó reconocer, al final de una pista asfaltada, la mole oscura de una extraña fábrica a la que se arrimaban unas cuantas casitas, como chozas medievales que se cobijan en las faldas de un castillo.
Dejó el coche a la entrada del conjunto de viviendas y se bajó. Tres adolescentes con anoráks y aspecto hosco estaban de pie recostados en un muro. Zarza miró sus caras y estuvo casi segura de no conocerles, pero sabía quiénes eran y lo que hacían. Había que pasar por ellos para entrar al poblado.
—Hola dijo, dirigiéndose al chico situado a la derecha.
Era el más bajito de los tres, pero el único que no había mirado a sus compañeros mientras ella se acercaba. Zarza dedujo que era él quien detentaba el mando de los centinelas.
—Hola repitió —ante el silencio de los otros—. Quisiera poder hablar un momento con el Duque.
El chico bajito la escrutó un instante y luego negó lentamente con la cabeza.
—¿Para qué quieres verlo? —preguntó, sin embargo.
—Cosas mías. Él me conoce. Sólo será un momento.
El adolescente sonrió, sabihondo y despectivo, y volvió a negar.
—No necesitas ver al Duque para eso.
—No vengo para eso —contestó Zarza, irritada—. Sólo quiero hablar con él. Contarle algo.
El chico se aclaró la garganta mientras dejaba vagar la mirada por el horizonte con expresión de aburrimiento. Luego se encogió de hombros.
—Da igual, porque el Duque no está. Así es que lárgate.
—¡Benja! —se escuchó de pronto en la distancia—. Déjala pasar.
Era la voz del Duque. Zarza se volvió y le dio tiempo a ver cómo el hombre se retiraba de una ventana en el grupo de casas más cercano.
—Ya has oído —dijo el chico, sin despegarse de su pared, claramente fastidiado por tener que dar su brazo a torcer—. Se entra por ahí.
Era una vivienda baja y encalada, techada con tejas de barro. La puerta de madera estaba dividida en dos, como las de los pueblos. Zarza levantó la falleba y se asomó al umbral.
—¿Se puede?
—Déjate de cortesías idiotas. Pasa y acaba pronto —gruñó alguien desde el interior.
Zarza entró a una habitación de dimensiones medianas, con suelo de baldosas y antiguos muebles de madera oscura: un aparador, un banco corrido, una pesada mesa, grandes sillas. En una esquina, una estufa casi al rojo caldeaba el ambiente; en la pared, una estampa en colores de una Virgen rodeada de unos angelotes tan rollizos y morrudos como lechones. Todo estaba ordenado y limpísimo, con esa pulcritud austera y extrema de los conventos.
—A ver, qué carajo quieres tú de mí —dijo el Duque; y el «tú», en su boca, sonaba como el peor de los insultos.
Estaba sentado en una de las sillas, junto a la masa. Era un tipo grandón y caído de hombros de unos cincuenta y muchos años, quizá incluso sesenta. Llevaba un traje negro, de buen corte y calidad pero muy arrugado, como si hubiera dormido con él puesto; debajo, una camisa blanca de fiesta con chorreras, sin corbata y con el cuello abierto. No llevaba puestos los zapatos y enseñaba unos horribles calcetines sintéticos de un color marrón inadecuado. Zarza recordaba al Duque más robusto; ahora estaba más barrigón, como si el volumen de ese pecho antaño fuerte se le hubiera ido deslizando hacia abajo. Tenía los ojos muy separados a ambos lados de la cabezota y la mirada congestionada y lagrimeante de los alcohólicos. Una mirada maligna, violenta. Zarza carraspeo.
—No sé si… No sé si se acuerda de mí…
—Claro que me acuerdo. Aunque me extraña verte. Pensé que estarías muerta a estas alturas.
Concentración, se dijo Zarza: frente al enemigo había que ser exactos.
—Vengo a decirle que… Vengo a informarle de que Nicolás está en la calle… El Duque clavó en ella sus ojillos enrojecidos. Zarza intentó mantener la mirada, pero no pudo.
—¿Vienes a decírmelo? —se burló el hombre—, ¿o vienes a preguntármelo?
Zarza guardó silencio.
—Ya sé que ese mierda está fuera. Salió hace cuatro o cinco meses. De manera que tu información llega muy tarde. ¿Has venido a eso, a confirmar la noticia? ¿O de verdad has venido a chivarte? ¿Qué quieres? ¿Que lo mate? ¿Quieres que te lo quite de encima?
Zarza tomó aire y habló todo seguido, echando a correr por encima de las sílabas:
—No. No es eso. La verdad es que he venido a preguntarle si sabe dónde está Nico. Dónde puedo encontrarle. Yo sé que usted también está interesado en él, y como usted lo sabe todo…
—¿Que estoy interesado en él? Mira tú, esa es una forma de decirlo —dijo el Duque, rumiando las palabras—. Pero te equivocas: no me interesáis nada ni tú ni él. Tú, por mí, puedes caerte muerta ahora mismo; y lo único que me importa de Nicolás es que me debe algo. Me debe la ruina de mi nieto el mayor. Hasta que se hizo amigo de él, mi nieto había sido un buen chico. Siempre un poco tonto, pero bueno; trabajaba con el material pero sin engolfarse, como Benja, Benjamín, el único nieto que me queda. Ya lo has visto ahí fuera. Y llegó Nicolás y se acabó. Nicolás sigue vivo, pero mi nieto ha muerto. Nicolás el señorito. Los niños pijos sois los peores: siempre os las arregláis para que sean los demás los que se jodan. De manera que sí, yo estoy buscando a Nico. Pero lo estoy buscando muy despacio, porque tengo toda la vida para encontrarlo. No sé dónde está, y si lo supiera no te lo diría. No te lo voy a quitar del culo, niña. Cada cual que aguante su castigo.
Se había puesto en pie diciendo esto y se acercó a Zarza, barrigón y bamboleante, mientras ella retrocedía hasta sentir la pared pegada a las espaldas.
—Un chivato siempre es un chivato —prosiguió el Duque—, está en su naturaleza. El que traiciona una vez, traiciona siempre. Ya ves, tú ya lo hiciste antes y ahora vienes aquí otra vez corriendo. Un soplón es un tipejo que no tiene huevos suficientes ni para sostener el peso de sus pantalones. Es un mierda que no respeta ni a su madre ni a su padre. Eso eres tú, zorrita.
El Duque se había ido echando encima de Zarza y ahora la aplastaba con todo su corpachón contra la pared. Extendió una de sus manazas y agarró la cara de la chica, estrujándole las mejillas hasta hacer que sus labios se entreabrieran. Zarza advirtió, con estúpido e inútil detallismo, que el interior del cuello de la camisa del Duque mostraba una negruzca línea de mugre.
—Entre mi gente, lo que hacemos con los soplones es cortarles la lengua y metérsela por el ojo del culo. Pero como tú eres mujer te voy a dejar marchar. Ya ves, para que luego digáis todas esas cosas feas del machismo…
Soltó una carcajada y luego besó los labios de Zarza, introduciendo por un instante su gruesa y viscosa lengua en la boca de ella. Zarza dio un grito sofocado, se revolvió y salió corriendo por la puerta; el Duque, a sus espaldas, la dejó ir, riéndose por lo bajo.
Benja y los otros la contemplaban desde lejos con curiosidad, aún instalados en el muro de entrada. Zarza moderó sus pasos, intentando plantar los pies con fuerza en el suelo para que los chicos no notaran el temblor de sus piernas. Mientras caminaba hacia el coche empezó a mirar a su alrededor, fingiendo una tranquilidad de la que carecía. Allí, al otro lado de la pequeña hondonada, estaban las restantes casas del poblado. Aquella de la puerta pintada de verde debía de ser la de Baltasar, y aquella otra tan pequeña la de Carlos el Cojo. Los viejos recuerdos cayeron súbitamente sobre Zarza, enloquecedores y punzantes. En la hondonada, junto a la fuente, había un cuerpo tumbado sobre la tierra, o más bien desplomado en posición inverosímil, como si careciera de espinazo. Parecía un ajusticiado medieval abandonado a las puertas de un castillo.
—¿Qué querías del viejo? —preguntó Benja cuando ella alcanzó su altura.
—A ti no te importa —contestó Zarza con brusquedad, disimulando la agitación de su voz.
En ese momento las nubes invernales se entre abrieron y un rayo de sol iluminó el poblado. Y entonces sucedió algo inconcebible: el campo de alrededor, que estaba cubierto de oscuros montículos de tierra, estalló en una catarata de destellos, chispazos cegadores, fríos relámpagos. El aire se incendió de luz en torno a ellos, tornasolado y titilante.
—¿Qué es eso? —preguntó Zarza sin aliento.
—Ah, eso —contestó Benja, fingiendo displicencia—. Es la planta de basuras de aquí al lado.
—¿El qué?
—La fábrica esa. Es una planta de reciclaje de vidrio. Todas esas colinitas son montones de cristales machacados. Con el sol es bonito, ¿verdad? —añadió al fin, sin poder evitar una nota de orgullo.
Alrededor del poblado ardía el mundo como si fuera un lugar maravilloso. Hasta que, de pronto, las nubes se cerraron y los diamantes se convirtieron nuevamente en detritus. Zarza y el muchacho parpadearon, intentando acostumbrar sus deslumbrados ojos a la melancolía de la vida sombría.
—Bueno —dijo Benja—, vuelve cuando quieras.
Y Zarza tragó saliva y se metió en su coche.
* * *
Cubrió el largo trayecto de regreso como sonámbula. De cuando en cuando abría la ventanilla y sacaba la cabeza para escupir, porque le parecía que el Duque había dejado en su boca una saliva espesa y nauseabunda, la baba envenenada de una serpiente. No era la primera vez que sentía este asco indecible, pero en las otras ocasiones había estado protegida por la Blanca. Porque la Reina velaba por sus víctimas. Las envolvía con su amor helado hasta matarlas, como la araña envuelve a la mosca en fina seda. Estaba desconcertada. Había cifrado todas sus esperanzas en la posibilidad de descubrir dónde se ocultaba Nicolás, con el convencimiento casi mágico de que, de conocer su paradero, ella podría convertirse en la perseguidora de su perseguidor, en la cazadora y no en la pieza. Esa transmutación era una manera de salvarse y por el momento no se le ocurría otra. Pero no era eso sólo, el desencanto de sus planes, lo que la había dejado tan trastornada. Las palabras del Duque habían tocado una herida interior, un núcleo de memoria que abrasaba. Se había mantenido los últimos siete años construyéndose una vida meticulosamente vacía de recuerdos, y ahora el pasado empezaba a removerse dentro de su sepulcro, como un muerto viviente, amenazando con salir y destrozarlo todo. Regresaba Zarza, pues, a la ciudad, sabedora de que acudía al encuentro de Nico. En algún lugar de ese abigarrado perfil de edificios se encontraba él aguardando con paciencia su llegada, de la misma manera que Puño de Hierro aguardó durante años al Caballero de la Rosa para que se cumpliera fatalmente el destino de ambos. De repente a Zarza se le había venido a la cabeza el libro que estaba preparando para la editorial: era una edición de lujo de El Caballero de la Rosa, la hermosa leyenda escrita en el siglo XII por Chrétien de Troyes y descubierta por casualidad, en los años setenta, por un joven medievalista inglés llamado Harris entre los manuscritos de un viejo monasterio. Ese antiguo relato de amor y odio, de rivalidad y dependencia, le parecía ahora relacionado de algún modo con su propia vida. Le desagradó acordarse del libro, porque se trataba de una de esas obras que, como Las mil y una noches, arrastran consigo una maldición. En el caso de los relatos de Sherezhade, se decía que quien leía el texto en su totalidad moría abruptamente. En cuanto a El Caballero de la Rosa, se suponía que todos aquellos que tenían algo que ver con el texto quedaban condenados a un destino cruel. Ya lo avisaba el poético Chrétien al principio del libro: «Esta es una historia funesta…». De hecho, la obra quedó sepultada en un monasterio de Cornualles y nunca se hizo pública; y cuando Harris la desempolvó, ocho siglos más tarde, la mayoría de los historiadores consagrados, como Jean Markale o Georges Duby, la consideraron un fraude. Harris fue despedido de su trabajo y malvivió durante una década perseguido por la ignominia, hasta que el gran medievalista Jacques Le Goff publicó su famoso e irrefutable ensayo probando la autenticidad de El Caballero de la Rosa. Pero ya era tarde; Harris se había convertido, para entonces, en un tipo amargado, un alcohólico, un miserable que fue de bronca en bronca y de pelea en pelea hasta que murió prematuramente de cirrosis.
Aunque, quién sabe, tal vez fuera así antes. Tal vez Harris hubiese sido desde siempre un tipo atroz y el escándalo sólo le hubiera servido de excusa y acicate. ¿Hasta qué punto nuestras mezquindades pueden ser justificadas por la desgracia? ¿Hasta qué punto el cojo puede ser cojo y malo? ¿Le está permitido al ciego ser despótico? ¿Cuánta ruindad puede ser perdonada, por ejemplo, por el suicidio de un padre o la muerte de un hijo? Tal vez le ocurriera a ella lo mismo; tal vez Zarza hubiera sido una planta torcida y espinosa desde el mismo principio, una mala zarza que nació ya maldita, arrastrando el peso de un destino canalla. Zarza la chivata, como el Duque decía.
Un soplón, había dicho también, es un mierda que no respeta a su madre ni a su padre. La madre de Zarza había sido una irlandesa melancólica que se pasaba la vida en la cama, entre penumbras, coronada por un halo de pañuelos empapados de lágrimas. Su padre, en cambio, era Dios. Él mismo se lo había comunicado a Zarza cuando ella tenía cinco años. Pero era el Dios del Antiguo Testamento, una divinidad que degollaba niños.
Recordaba Zarza las tardes de verano. Hubo otros momentos y otros hechos, pero ella sobre todo recordaba aquellas tardes pesadas y calientes, cuando el padre se tumbaba en el sofá de su despacho e intentaba dormir la siesta y no podía. Entonces llamaba a Zarza; y cuando la cría entraba temblorosa en la habitación se lo encontraba sonriendo, con los pies descalzos y los pelos alborotados, vestido con el traje de baño y un albornoz encima.
—Ven aquí, bonita. Vamos a jugar al juego de la niña buena y la niña mala, ¿qué te parece?
A Zarza le parecía angustioso, pero sabía que la pregunta de su padre no admitía respuesta. Así es que la niña se mordía las uñas, y hacía bascular el peso de su cuerpo de un pie a otro, y apretaba sus menudos puños contra el pecho, sintiendo batir allá dentro al corazón como un abejorro encerrado en una caja.
—Vamos a ver, vamos a ver… ¿Qué es lo primero que has hecho esta mañana al levantarte?
—Yo… yo… —balbuceaba ella.
—Venga, venga, sin pensarlo, deprisa.
—Yo he… he… me he lavado los dientes.
El padre sonreía, bonachón, con las sienes tachonadas de pequeñas gotas de sudor.
—Pero qué niña tan, tan, tan… —decía, malicioso, prolongando su zozobra—. ¡Tan mala! ¡Muuuy mala, sí señor! Porque los dientes hay que lavárselos después de desayunar, no antes.
—Pero, papá —argumentaba Zarza, cercana a las lágrimas—, el otro día contesté lo mismo y tú dijiste que era una niña buena…
—Pero el otro día era el otro día, cariño. Yo soy el que pone las reglas, de manera que las cambio cuando quiero. Yo soy tu padre, y tu padre es Dios, nenita —explicaba entonces él de muy buen humor, atusándose con delectación el cuidado bigote—. Así es que vamos con la segunda, y a ver si pones más atención… Veamos… ¿Cuántos vasos de leche debes tomarte al día?
Zarza temblaba, pensando que ese juego debería llamarse en realidad el juego del padre bueno y el padre malo. Pero no había más remedio que seguir, así es que tomaba aliento y respondía:
—Cua… cuatro.
Papá se desternillaba:
—¿Pero es que quieres arruinarnos, corazón? ¡Muy mala niña, pero que muy mala…! Con dos vasos al día basta y sobra… Si sigues así me parece que hoy vamos a terminar muy pronto…
Si Zarza acertaba cinco respuestas, es decir, si su padre le concedía que había acertado, la niña recibía un beso en la mejilla y unas cuantas monedas, y se podía marchar. A veces sucedía así: a veces, después de varios errores y una cantidad considerable de inquietud, Zarza quedaba libre. Pero por lo general la niña perdía; por lo general acumulaba esos cinco fatídicos fallos que la condenaban al castigo.
—¡Caíste otra vez! —proclamaba el padre entre risotadas. Nunca aprenderás a jugar este juego…
En la derrota, Zarza tenía que bajarse las braguitas y colocarse boca abajo sobre las rodillas de él. Y entonces el padre comenzaba a propinarle una azotaina, primero no muy fuerte, con la palma bien abierta, sobre las nalgas desnudas. Pesaba el sol de la siesta sobre el mundo, recalentando el aire del despacho aunque las puertas correderas estuvieran abiertas sobre el jardín y sobre la piscina; y en aquella atmósfera densa y sofocante caía una y otra vez la mano de papá sobre el culito redondo de la pequeña Zarza, primero suavemente, luego más fuerte, luego de nuevo suave, y después unas cuantas palmadas restallantes sobre la piel enrojecida, y a continuación un golpeteo rítmico, las manos de papá a ratos casi acariciantes y a ratos haciendo daño, mientras por la ventana abierta entraba un mareante olor a cloro y el zumbido malsano de los moscardones.
* * *
Entonces sonó el timbre del teléfono móvil, una musiquilla necia y saltarina que Zarza escuchó con sobresalto. Desde la primera nota supo que se trataba de Nico. Sin dejar de conducir, rebuscó frenética en su bolso hasta encontrar el aparato y luego se lo arrimó al oído con prevención, como si pudiera resultar herida sólo por escuchar.
—Sí…
—¿Vas a volver a colgarme?
Era él, sin duda; con una voz más ronca, más ajada. Pero hacía siete años que no se hablaban, y siete años son muchos, sobre todo si se viven en la cárcel.
—No… —musitó Zarza, casi sin aliento.
¿Cómo había conseguido localizar ese número de teléfono? Pero Nicolás siempre fue el más inteligente, el más intrépido de todos ellos, el más capaz.
—Mejor. Tampoco arreglas nada huyendo. Sabes que te voy a atrapar de todas formas.
Era verdad: Zarza lo sabía.
—¿Qué quieres de mí?
—¿Y aún me lo preguntas? Quiero hacerte pagar por lo que me has hecho.
—¿Dónde estás?
—Siempre detrás de ti —dijo él.
Y cortó. ¿Y si es verdad?, pensó Zarza; ¿y si me está siguiendo? Se encontraba en la avenida de Uruguay, entre un tráfico más o menos fluido de media mañana. Miró por el retrovisor: podía estar en aquel coche rojo, o en el Peugeot blanco, o incluso en la camioneta… Seguramente la había estado esperando en la residencia de Miguel; cuando ella había mirado a su alrededor no había sabido descubrirlo, pero seguramente sí que estaba allí, agazapado como una astuta alimaña, escondido dentro de un coche o detrás de una esquina. Sí, ella era una estúpida, seguro que Nico había estado esperando en los alrededores de la Residencia y ahora se encontraba a sus espaldas, contemplándola desde la impunidad del perseguidor. Aturullada por la angustia, se arrimó al bordillo entre los bocinazos de los demás conductores hasta que encontró un lugar donde estacionar. El Peugeot blanco pasó, la camioneta pasó, el coche rojo pasó. A su lado, los vehículos continuaban su marcha acompasada como un rebaño de bestias metálicas. Permaneció un buen rato detenida al borde de la corriente rodada y de la rutinaria vida matinal, esperando a que sus pulsaciones se normalizaran. No parecía que hubiera nadie detrás de ella. Zarza respiró hondo: no podía permitirse esas crisis de miedo. Intentó comprobar el número desde el que Nico llamaba, pero no salía identificado en la pantalla del móvil. Miró el reloj. Las 11:40. Entonces advirtió que se encontraba muy cerca de casa de Martina; no lo había pensado antes, pero era posible que ella tuviera alguna noticia de Nicolás. Claro que hacía muchos años que Zarza no veía a su hermana y no sabía cómo iba a reaccionar ante su presencia. Aun así, decidió visitarla. No se le ocurría qué otra cosa hacer.
Dejó el coche donde estaba y echó a andar. Tan sólo tenía que doblar por la primera esquina y bajar la calle Colombia hasta llegar a Perú. Habían empezado las rebajas de enero y, al tratarse de un distrito comercial, las aceras estaban bastante concurridas. Sí, desde luego siempre podía seguir su impulso inicial y marcharse de la ciudad e incluso del país. Desaparecer entre los pliegues de la Tierra, como su propio padre. Pero con qué dinero, a dónde, para qué. Y no es que su vida actual fuera un logro por el que mereciera la pena luchar. En realidad era una vida chata y anodina. Fuera de sus visitas a Miguel y de sus manuscritos medievales, sus días eran un vago aturdimiento, una somnolencia carente de sueños. Un sopor que tenía cierto atractivo, porque el embrutecimiento es lo más cercano a la inocencia. Pero la llegada de Nico le había sacado de ese sueño diurno, de esa cotidianidad narcotizada. Recién despierta, Zarza descubría que estaba demasiado cansada para seguir huyendo; se sentía mayor y sin energía, como si el esqueleto le pesara demasiado. No, no se iría. Había prometido a Miguel que no le volvería a abandonar. Y, además, Nico la encontraría. Por mucho que corriera y que se escondiera, él acabaría por encontrarla.
Avanzaba Zarza por la calle y por primera vez en mucho tiempo iba mirando alrededor, atenta a cualquier detalle sospechoso, a cualquier ruido, tan alerta como una ardilla en un campo sin árboles. Esta actitud era extraña en ella, porque Zarza siempre procuraba evitar los lugares públicos y, cuando no tenía más remedio que andar entre la gente, caminaba clavando los ojos en el suelo. Le horrorizaba que la reconocieran los de entonces; que viniera alguien que la hubiera tratado en los tiempos crueles de la Blanca. Su físico irlandés, tan poco usual, era una desventaja: no se olvidaban de ella. Había sucedido ya en una ocasión; fue en el metro, una tarde, cuando regresaba de la editorial. El vagón estaba medio vacío y el hombre se acerco, probablemente animado por la estrechez del espacio y la falta de salida.
—Hombre, la pelirroja guapa de las pecas en los muslos… —dijo sin acritud, casi educadamente.
Era un individuo tal vez sesentón, gordito y calvo, vestido con un traje oscuro barato y una camisa blanca de tergal. Zarza no se acordaba en absoluto de él. No le había visto nunca.
—¿Qué? ¿Al trabajo? —preguntó, componiendo una patética sonrisa picarona.
—Me parece que se está equivocando de persona —dijo Zarza con la garganta seca.
—¡Qué me voy a equivocar! Pues no nos lo pasamos bien ni nada… —dijo el tipo.
Pero la voz se le había ido apagando y ya no insistió más. Tal vez fuera un buen hombre. Zarza hubiera querido matarlo. Hubiera querido clavarle un cuchillo justo por encima del ombligo, en ese vientre que se adivinaba voluminoso y blando, y abrirle hacia abajo su sebosa tripa, y llegar a su miembro pingante y arrugado, a esa piltrafa oscura con pretensiones, y rebanárselo de cuajo. Pero no lo hizo. No le emasculó ni a él ni a los otros, a todos los demás vientres anónimos de los años crueles. Lo único que hizo Zarza aquella tarde fue abandonar el vagón en la primera parada; al día siguiente se compró un coche de segunda mano, y desde entonces no volvió a tomar el metro nunca más.
Pensaba penosamente Zarza en todo esto mientras caminaba por la calle a paso vivo. A su alrededor bullía la ciudad comercial, la ciudad feliz y luminosa, que siempre había sido la ciudad de los otros. Ni ella ni Nicolás habían conseguido nunca vivir con ligereza. Recordaba la casa de su infancia como un inmenso dormitorio siempre en penumbra que olía a enfermedad, a sábanas sin cambiar y aire recalentado, ese aire quieto y viejo de los cuartos que jamás se ventilan. Y había noches interminables y pasillos oscuros, y a la vuelta de cualquier corredor en tinieblas se encontraba papá agazapado, papá alto y guapo, bigotudo, papá perseguidor, con sus besos y sus manos que a veces hacían daño. Tampoco era posible escapar de papá: él era la araña que reinaba en la tela. Cuando la poeta argentina Alejandra Pizarnik se suicidó a los treinta y seis años, encontraron un papel con sus últimos versos sobre la mesa: «Y, en el centro puntual de la maraña ¡Dios, la araña!». En cuanto leyó estas líneas, Zarza las reconoció como algo propio, y pensó que la casa de su infancia tuvo que parecerse al último hogar de Pizarnik. Que debieron ser lugares equivalentes, infiernos paralelos, pesadillas conectadas por el mismo y sedoso hilo abdominal.
En ese justo instante lo sintió. Había alcanzado casi la esquina con Perú cuando Zarza sintió que, a sus espaldas, alguien pisaba el borde de su sombra. Experimentó un fortísimo deseo de volverse y mirar hacia atrás, pero no se atrevió a hacerlo. Se sujetó el desfalleciente corazón con una mano: Nico estaba ahí. Ella lo notaba. Lo sabía. Apretó un poco el paso entre los lentos transeúntes cargados de bolsas de rebajas, pero no consiguió deshacerse del empuje de esa presencia a sus espaldas. Zarza rompió a sudar, aunque la mañana estaba gélida. Ante ella se abría ahora la calle Perú, una pequeña travesía residencial y sin tiendas, en esos momentos totalmente vacía de peatones y de coches. Al fondo estaba el portal de su hermana, pero Zarza no se atrevió a seguir, no podía aventurarse en esa calle solitaria perseguida por su perseguidor. La cabeza le daba vueltas. Aturdida, echó a correr por Colombia chocando de cuando en cuando contra los paseantes, que la miraban entre ofendidos y extrañados, instalados como estaban todos ellos en esa ciudad feliz en la que nadie tenía que correr para salvar la vida. Cruzó semáforos en rojo, brincó por encima de los bordillos y dobló esquinas sin mirar por dónde iba, con la sangre batiéndole en los oídos y el cerebro cegado por el miedo, hasta que el agotamiento le clavó una lámina de hierro al final de las costillas y tuvo que detenerse, sin aliento, doblada por el dolor, con las manos apoyadas en las rodillas y una constelación de puntos negros ante los ojos.
Dos manzanas más abajo se veía una puerta oficial, unas banderas, unos coches blancos de policía. Era una comisaría. Zarza pensó por un momento que podía acercarse hasta allí y denunciar a Nico. Pero ¿qué iba a decirles? ¿Que un expresidiario la estaba persiguiendo? ¿Y qué pruebas tenía? ¿Qué podría hacer la policía por ella? Desde luego no iban a protegerla y, si Nicolás se enteraba de esta nueva denuncia, aún se enfurecería más. Zarza la soplona. Sobre todo eso: no quería seguir siendo Zarza la soplona. Decía el Duque que a los chivatos les cortaban la lengua y verdaderamente ella estaba así, sin lengua y sin palabras. Hacía años que Zarza no decía nada que tuviera auténtico sentido, nada que le saliera del corazón; ni siquiera le había podido decir a su hermano Miguel que le quería, que él era lo único que ella tenía. En la cabeza de Zarza daban vueltas frases abrasadoras que no encontraban el camino de salida, enmudecidas por su lengua amputada de soplona. De manera que no, no le volvería a delatar. Zarza enderezó el tronco, aún jadeante y dolorida, y descubrió que ya no percibía esa presencia amenazadora detrás de ella. Volvió la cabeza: gentes caminando, coches circulando y ningún rastro visible de Nicolás. De nuevo había perdido el control. De nuevo se había dejado vencer por el pavor. Deshizo su camino a paso normal y lo que minutos antes había sido un enloquecedor escenario de pesadilla ahora era un aburrido y convencional barrio burgués. De todas formas decidió abandonar por el momento la visita a su hermana; prefería regresar al cobijo del coche, sentirse protegida, acabar de calmarse y tal vez llamar primero a Martina por teléfono, si es que lograba localizar su número.
Encontró su vehículo esperándola como un perro fiel junto a la acera y entró en él con el profundo y agotado alivio de quien alcanza un refugio de montaña en una ventisca. Echó los seguros de las puertas y se desabrochó el chaquetón. Estaba todavía toda sudada por el miedo y la carrera; era un humor pegajoso y destemplado, semejante al que la inundaba, muchos años atrás, en los momentos de carencia de la Blanca. Soy una estúpida, se dijo Zarza; acabaré enloqueciendo si sigo imaginando fantasmas por todas partes. Entonces vio la nota. En el parabrisas, por la parte de dentro del coche, en el salpicadero. Era una hoja blanca doblada en dos. Zarza la cogió, desfallecida, sintiéndose morir a cada movimiento: al extender la mano, al sujetar el papel y al desplegarlo. Sintiendo que no podría soportarlo. Pero sí lo soportó, porque los seres humanos somos capaces de aguantar lo inaguantable. Y la nota decía: «Siempre detrás de ti y cada vez más cerca».
* * *
La primera vez que se entregó a la Blanca, Zarza vomitó. Era normal que las primeras veces vomitaras, como si la Reina quisiera jugar limpio y advertirte, desde el mismo principio, que su amor iba a deshacerte las entrañas, que su inmenso atractivo no era más que un espejismo escatológico. Pero la rudeza de los comienzos no disuadía a nadie: incluso mientras te sacudían las arcadas querías seguir echándote en sus brazos, y fundirte en ella, y desaparecer en su belleza helada. Y es que la primera vez ya era demasiado tarde con la Blanca: a menudo bastaba un solo beso suyo para caer rendido. Así sucedió con Zarza en aquella ocasión, quince años atrás. Arrojó hasta el alma por la boca, pero por dentro explotó como un fuego artificial en algo semejante a un colosal orgasmo. Entró en el palacio de la Reina y allí todo era bienestar y limpieza. Ni siquiera las apestosas ropas de Zarza, manchadas de su propio vómito, ensuciaban ese ambiente resplandeciente y quieto. La hermosura de la Blanca es cristalina, como el corazón de un iceberg.
Fue Nicolás quien la condujo hasta ahí. Él ya había visitado a la Reina un par de veces y enseguida quiso llevar a Zarza con él, como siempre había hecho. Desde muy niños habían estado tan unidos como el diente a la encía. Aunque eran gemelos no se parecían físicamente; Zarza y Miguel habían sacado la complexión celta y frágil de la madre, mientras que Martina y Nicolás se parecían a su padre: altos y robustos, anchos de hombros, con la piel aceitunada y el pelo oscuro y crespo. Pero desde la cuna Nico y Zarza habían mantenido un nivel de comunicación extraordinario, una complicidad tan absoluta que terminaba por resultar algo inquietante. Enfermaban juntos, reían juntos, lloraban juntos. Les salían los dientes a la vez y se rompían el mismo día el mismo hueso al caerse de sus bicicletas idénticas. De hecho, la única noción de hogar que guardaba Zarza en su memoria eran los brazos de su hermano, que fueron siendo cada vez más mullidos y protectores pero también más dominadores, a medida que el chico crecía e iba echando pecho y envergadura de hombre, doblando el volumen corporal de la menuda Zarza.
—Cuando seamos mayores, construiré una casa en el centro de un parque y nos iremos a vivir allí tú y yo —solía decir Nicolás en esas tardes húmedas y oscuras de invierno en las que el aburrimiento se parecía demasiado a la tristeza.
—Y Miguel. Nosotros y Miguel —añadía entonces Zarza.
—Bueno, Miguel también puede venir. Y la casa será como un castillo y toda la gente del pueblo estará intrigada con nosotros, porque no nos verán nunca o casi nunca. Y cuando nos vean pasar en un coche negro a toda prisa, pensarán que somos marido y mujer.
—Y que Miguel es nuestro hijo…
—Qué dices… El tonto estará muy viejo para ser nuestro hijo.
—¡Miguel no es tonto! Tú sí que eres idiota… —se enfadaba Zarza.
—¿Me has llamado idiota? ¿Me has llamado idiota?
Se revolvía Nico, forzudo y juguetón.
Todas las peleas eran iguales. Nico intentaba inmovilizar a Zarza y ella se defendía dándole pellizcos y tirones de pelo. Rodaban ambos sobre la manta que habían tendido en el suelo y al final siempre quedaba Nico encima y Zarza se rendía, enojada pero no del todo insatisfecha por perder. Porque entonces Nicolás se convertía en el ser más magnánimo y cariñoso del planeta, y los dos niños se tumbaban abrazados, y escuchaban la música de la cajita de música, y aquello era el hogar. La cajita de música era un cubo perfecto de olorosa madera de sándalo con una rosa de marquetería incrustada en la parte superior. En realidad era un joyero; al levantar la tapa se abría también la cara delantera, dejando al descubierto unos cajoncitos forrados con un viejo terciopelo color sangre. En la contratapa, en vez del tradicional espejo, alguien había puesto una fotografía en blanco y negro protegida por un cristal. Era un retrato de todos ellos, de la familia Zarzamala-O’Brian al completo. A juzgar por sus vestimentas, debía de ser verano, un día radiante que moteaba de luces y de sombras el fondo de la foto, como si se encontraran en el alegre frescor de una alameda, bajo las hojas verdes bañadas por el sol. Mamá sonreía y miraba a la cámara de frente, sin saber que poco después se iba a enterrar en el lloroso sepulcro de su cama para no volver a salir jamás; en sus brazos, en los insospechados brazos de esa madre todavía viva, Miguel era apenas una bola de carne, tan guapo y tan sano con sus manecitas rechonchas y sus diez deditos y sus diez uñitas, porque por entonces aún parecía que no le faltaba nada de lo que un niño tiene. Martina, la mayor, estaba a la derecha. Debía de andar por los ocho años y ya se la veía erguida y orgullosa; pero sonreía, ella también, como sonreían los gemelos, los dos agarrados de la mano y vestidos con la misma camisita de rayas a los cuatro años, tantísimas vidas antes de que llegara la Blanca. En la foto, en fin, se les veía a todos felices, tan felices como nunca lo habían sido, porque Zarza no guardaba ninguna memoria de ese día, no recordaba esa alameda soleada, ni que hubieran salido todos juntos nunca jamás a pasear. Y porque ahí, detrás de todo el grupo, amparando o quizá atrapando a los suyos con sus fuertes brazos extendidos, estaba papá, ese papá Dios, el padre araña, aunque en esa instantánea pareciera el mejor papá del universo, con su sonrisa bonachona y limpia bajo el bigote árabe, con la beatitud del papá protector.
Fue mamá quien les regaló la cajita de música; o tal vez no fuera exactamente un regalo. Una tarde estaba la madre enroscada en su cama y su tristura, como siempre, y simplemente dijo a los gemelos: «Llevaos eso de aquí». Pero ellos lo tomaron como un presente y la cajita se convirtió en un objeto mágico, en el talismán de su niñez. A menudo, sobre todo en los lentos y vacíos domingos invernales, Nico extendía una manta debajo de la mesa del comedor de invitados. Esa mesa era un pesado armatoste para doce cubiertos que nunca habían visto usar, porque nunca tuvieron invitados. La estancia, pues, permanecía cerrada año tras año, con ese aire desapacible y hostil de los cuartos que no se usan, que nunca parecen calentarse lo suficiente. Aunque en realidad la casa entera participaba un poco de ese desabrimiento. Era como un edificio enfermo que hubiera sido concebido para otra cosa, para la vida real y verdadera, pero que, por alguna extraña maldición, hubiera ido deslizándose hacia la inutilidad y el abatimiento, con comedores de invitados sin invitados, cuartos de juegos sin juegos, tumbonas en el jardín sin nadie para tumbarse.
Pero debajo de la mesa era otro mundo. Debajo de la mesa, echados sobre la manta y con una linterna, Nico y Zarza se sentían abrigados y protegidos, a salvo de las lluvias de meteoritos y de los rayos de los dioses fulminantes. La vida de la casa quedaba al otro lado de la puerta cerrada (un arrastrar de pies por los pasillos, remotos tintineos en la cocina), y el hecho mismo de estar en una habitación que nunca se utilizaba les alejaba más del mundo real que el cenagoso foso de un castillo. Llevaban con ellos la cajita de música, levantaban la tapa y oían el campanilleo de su melodía, unas notas finas y tintineantes que a Zarza siempre le parecieron una música china, hasta que luego, ya mucho mayor, reconoció el fragmento como una de las Gymnopedias de Satie; y contemplaban, con asombro y a menudo con rabia, la prueba fotográfica de esa felicidad familiar que era la suya y que por fuerza alguien les tenía que haber robado. Ese era el verdadero sabor de la infancia para Zarza: la rugosidad de la manta, el soniquete chino, la penumbra abrigada del refugio, los brazos de Nicolás y, más allá, en el borde justo de la mesa, sentado en el suelo y un poco babeante, siempre cerca pero no demasiado cerca, el pequeño y callado Miguel, que tal vez ocultara ya un par de moretones en sus descarnadas piernas de alfeñique o en su espalda pálida y huesuda.
* * *
Zarza nunca había llevado armas, ni siquiera cuando sucedió lo que sucedió. Se había negado a usarlas y eso acabó siendo su salvación. Si es que verdaderamente se podía decir que Zarza se había salvado. Ya casi al final, cuando estaban los dos muy deteriorados y Zarza fue expulsada de la Torre porque su mal aspecto disuadía a los clientes, Nicolás decidió adquirir unas pistolas.
—Son los únicos billetes que nos quedan… ¿cómo te los vas a gastar en esa mierda? —protestó ella.
—Pues por eso, estúpida, por eso. Porque necesitamos más dinero.
De manera que consiguió sus armas, una vieja Berettay un revólver, y se llevó a Zarza a las afueras un viernes lluvioso y la tuvo disparando toda la tarde contra las ramas de los canijos árboles suburbiales, para que se entrenara y perdiera el miedo. No lo perdió. Cuando salieron de casa el día del golpe, ella tiró el revólver. En un contenedor de basura, sin que Nico se diera cuenta.
Ahora, sin embargo, Zarza había llegado a la conclusión de que debía adquirir una pistola. La nota que había encontrado en el interior del coche le había roto los nervios; se sentía incapaz de seguir esperando a su perseguidor con la pasividad del cordero que está atado a una estaca. Le asustaban las armas de fuego, pero su hermano empezaba a aterrarle mucho más. No tenía la menor intención de disparar a Nico, pero por lo menos quería poder amenazarlo, oponer alguna resistencia. Una pistola imponía, ella lo había visto. Alguien con pistola era alguien con voz.
El problema residía en conseguir el arma en el mercado negro. En la ocasión anterior, y aunque refunfuñando, Zarza había acompañado a su hermano cuando fue a comprar el material: nunca había sabido decirle que no a Nico, y menos por entonces. Se esforzó en recordar cómo habían conectado con el traficante: adquirieron los hierros en una pequeña tienda de la calle Miralmonte, en el sucio laberinto de la ciudad vieja, dentro del territorio de la Reina. Zarza decidió darse una vuelta por allí. Habían transcurrido muchos años y resultaba improbable que el contacto siguiera funcionando, pero era la única pista que poseía.
La zona era ahora peatonal, así es que el taxi la dejó en una plazuela minúscula con las papeleras arrancadas de cuajo por los vándalos y el suelo regado de patatas fritas, goterones de sangriento ketchup y envoltorios aceitosos de la hamburguesería de la esquina. Un poco más allá comenzaba Miralmonte. Zarza entró en la calle y recorrió las aceras infructuosamente. Buscaba una pequeña tienda de ultramarinos, uno de esos ínfimos comercios familiares en donde el pan fresco se vende junto al vino en tetrabrik y a los fiambres. Tenía grabado el lugar en la memoria: el mostrador frigorífico al fondo, las estanterías abarrotadas en las paredes. Y la viejuca de pelo teñido en rojo que atendía. Esa misma viejuca ordenó con la cabeza a un hombre mayor, tal vez su hijo, que buscara la mercancía en la trastienda, mientras ella, impasible, cortaba lonchas de un jamón de York recauchutado que parecía una goma de borrar rosada y gigantesca. El tipo trajo las armas envueltas en papel de estraza, como quien despacha unas pescadillas. Sólo le faltó pesarlas en la báscula.
Pero ahora no quedaba ni rastro de esa pequeña tienda en Miralmonte. Había un negocio de informática, una boutique de ropa barata, un bar estrecho y largo, una mercería. Atisbó todos los establecimientos desde el exterior: ofrecían un desalentador aspecto de normalidad y la vieja greñuda no asomaba por ninguna parte. Seguramente a estas alturas ya habría muerto.
Regresó a la plazuela sin saber qué hacer. En mitad del pequeño espacio triangular, instalado en el único de los tres bancos que todavía no había sido destrozado, había un chico de unos veinte años. El día era helador y una costra de escarcha se acumulaba sobre los dos palmos de tierra sucia que alguna vez aspiraron a ser un pequeño jardín. No apetecía nada sentarse en ese banco polar, pero el chico estaba ahí, quieto y encogido sobre sí mismo, abrigado tan sólo con una chaquetilla de tela vaquera. Zarza tuvo una idea. Porque Zarza sabía. A fin de cuentas, esto seguía siendo la ciudad de la Blanca.
—Hola —dijo Zarza, sentándose junto al tipo y sintiendo que el frío de las barras del banco le mordía los muslos.
El chico apenas le lanzó un vistazo alelado.
—Hola —repitió ella—. Estoy buscando una tienda que había aquí antes, hace siete años…
—No sé nada. No soy de aquí —murmuró el otro sin mirarla.
No, claro que no era de aquí. Todos venían de fuera pero luego quedaban atrapados en los dominios de la Reina.
—No importa, no es eso lo que quiero… Lo que quiero es conseguir un arma. A lo mejor tú sabes dónde. En la calle, uno siempre sabe un poco de todo, ¿no?
El joven dio un respingo y la miró asustado, milagrosamente despejado de su atontamiento.
—Yo no sé nada contestó, —con voz mucho más clara.
—No tengas miedo. No soy policía. Yo…
—¡Tú quieres arruinarme, yo no sé nada! —chilló el otro.
Y se puso en pie de un salto y salió disparado calle abajo, desapareciendo como una exhalación por la primera esquina. Zarza se quedó en el banco, boquiabierta, envuelta en un revuelo de aire frío.
Soy una imbécil, pensó, soy una imbécil. Estaba todavía aturdida, intentando digerir lo sucedido. Antes no me hubiera pasado, pensó; antes las cosas no eran así. Pero, claro, antes ella estaba dentro del mundo de la Reina y ahora no. Los súbditos de la Reina compartían una misma realidad; no es que hubiera entre ellos mucha complicidad, sino más bien un egoísmo ciego y embotado. Pero poseían un lenguaje común. Podían entenderse. Ahora Zarza había cruzado la frontera, ya no pertenecía al mundo de la calle, a la ciudad nocturna, y los súbditos de la Reina la rehuían. Pero Zarza tampoco pertenecía a la ciudad diurna, a la vida redonda y relativamente satisfecha, o cuando menos a la vida aburrida. Porque donde hay aburrimiento no existe el sufrimiento. Ella había intentado construir una imitación del tedio con su cotidianidad insulsa y sus pequeñas rutinas, pero nunca había conseguido integrarse del todo en la inofensiva vida boba. Zarza, ahora se daba cuenta, estaba flotando en medio del vacío, ni en un mundo ni en otro, en una neblinosa tierra de nadie. Se recostó en el gélido banco, sintiendo la dureza de las barras sobre el espinazo, y contempló con ojos de extranjera la ciudad de la Blanca, esa urbe mineral, mugrienta y babilónica que se apretaba en torno a ella, una especie de Calcuta con hamburgueserías. En algún lugar de ese oscuro y herido laberinto estaría Nicolás, su perseguidor, su hermano, su verdugo. Zarza se estremeció y recapacitó una vez más en la conveniencia de hacerse con un arma. Y entonces fue cuando pensó en Daniel.
* * *
Daniel era el barman del Desiré. O por lo menos lo era ocho años atrás, que fue cuando Zarza dejó de verle. El Desiré era el bar de alterne en donde trabajaban las mejores chicas de Caruso; también Zarza estuvo allí, al principio. Daniel era el alma del lugar. Las chicas se sentían seguras con él, y no porque le apoyara la fuerza bruta (cuando era necesario repartir mamporros avisaban a los matones de Caruso), sino porque conseguía diluir cualquier conato de agresividad con palabras sensatas y buen juicio. Era un tipo delgado y elegante; parecía un príncipe italiano, con su pelo lacio y negro, sus sobrias camisas de seda, sus pantalones de pinzas que disimulaban la excesiva anchura de las caderas. Provenía, sin embargo, de una familia suburbial embrutecida y rota. Desde muy pequeño se había tenido que hacer cargo de una horda de hermanos; apenas si había pisado un colegio, pero había aprendido por su cuenta a leer y a escribir, con unas letras laboriosas y apretadas que parecían insectos. Tenía además un instinto innato para la belleza; aun ignorándolo todo sobre épocas, estilos y maestros, le gustaba la pintura y la porcelana antigua, y era capaz de arreglar un jarrón con flores con más armonía que un maestro jardinero japonés. Era muy afeminado, pero distaba de comportarse con esa exuberancia jaranera que suelen mostrar los camareros gays en los garitos nocturnos. En realidad, hablaba poco y era bastante reservado en la manifestación de sus emociones; pero sabía escuchar, o por lo menos sabía componer esa expresión entre neutra y atenta de quien está interesado en lo que el otro dice pero no manifiesta ningún juicio moral sobre lo que le cuentan. Así, combinando sabiamente la implicación y la distancia, esa fórmula infalible de los psicoanalistas, Daniel había conseguido convertirse en una especie de institución en la Torre y aledaños: todo el mundo le escogía para hacerle depositario de sus confidencias. Si todavía seguía trabajando en la barra, pensó Zarza, Daniel tenía que saber dónde encontrar una pistola.
Entonces, antes, en la otra vida, en la era de la Blanca, Daniel vivía por aquí, en la calle Trovadores, cerca del centro. Zarza miró el reloj; las 13:05. A estas horas estaría durmiendo todavía. Mejor, porque así lo encontraría en casa. Si no se había mudado en los últimos años.
Zarza no se acordaba del número, pero sí del portal, el segundo a la derecha después del semáforo. Además, la entrada al edificio seguía igual: tal vez algo más sucia, más roída por las humedades, más desconchada. Subió a pie, no había ascensor, hasta el cuarto y último piso. La puerta de Daniel estaba recién pintada con un esmalte plástico de color verde chillón. Zarza creyó ver en ello el entusiasmo renovador de unos nuevos inquilinos y se temió lo peor, pero de todas formas apretó el viejo timbre; y lo volvió a apretar, y lo pulsó de nuevo, campanillazos estridentes rebotando en el silencio de la casa. Ya se iba a marchar cuando escuchó un parsimonioso descorrer de cerrojos. Se abrió la puerta y apareció Daniel, adormilado; llevaba una camiseta publicitaria, unos pantalones de pijama en tono lila que le quedaban cortos, un viejo albornoz sobre los hombros y los pies desnudos embutidos en unas botas bajas con la cremallera sin cerrar. El hombre se recostó en el quicio y levantó las cejas, en un gesto entre la sorpresa y la pregunta. Zarza sintió que un violento e insospechado rubor encendía sus mejillas. Carraspeó, incómoda, porque no había previsto que el encuentro pudiera turbarla.
—Hola, Daniel… ¿Te acuerdas de mí?
—Claro —gruñó él con la ronca voz lobuna de los recién levantados de la cama—. Claro. Cómo no me voy a acordar. Eres Zarza.
—Perdona que te moleste. Estabas durmiendo, claro. Pero quería pedirte un favor.
Daniel la miró sin pestañear, como calibrando el grado de complicación que Zarza podía introducir en su vida. Aunque tal vez simplemente estuviera luchando por despertarse. Al cabo se encogió de hombros.
—Bueno. Pasa.
Zarza siguió al hombre hacia el interior del piso, que estaba también recién pintado. Había alfombras de cuerda, cortinas de algodón de colores brillantes, reproducciones de cuadros de Velázquez arrancadas de alguna revista y sujetas con chinchetas a las paredes. Era un lugar modesto pero decente. Daniel chancleteó dentro de sus flojas botas hasta la nevera, sacó una cocacola y se dejó caer sobre una silla junto a la mesa camilla. Estaba más gordo, pensó Zarza. Bastante más grueso, y avejentado. Tenía las ojeras inflamadas por el sueño y el pelo despeinado y ralo, con la línea del cráneo dejándose traslucir bajo el acoso de la calvicie: qué había sido de aquel hermoso cabello lacio y negro, del pesado flequillo principesco. Los kilos sobrantes habían redondeado las caderas de Daniel, le habían dibujado una breve papada y se acumulaban en visibles lorzas debajo de la camiseta demasiado apretada. En el brazo derecho, sobre el hueso de la muñeca, lucía un pequeño tatuaje. Zarza se extrañó, porque el Daniel que ella recordaba no era muy partidario de ese tipo de adornos epidérmicos. Aguzando la vista, comprobó que se trataba de una diminuta rosa azul y roja orlada por un nombre de varón: «JAVIER». Lo cual le pareció todavía más raro, puesto que el discretísimo Daniel no hablaba jamás de sus amores. Claro que todo eso había sido antes, mucho antes, ocho años atrás. A saber qué habría sucedido en todo ese tiempo. Por lo pronto, Daniel se había convertido físicamente en otra persona. Seguía teniendo una buena cara y cierta distinción natural, pero ahora ya no parecía un príncipe toscano sino más bien una matrona romana. El tiempo no había sido piadoso con él. Zarza se preguntó hasta qué punto ella misma mostraría unos estragos semejantes. A fin de cuentas, debían de tener más o menos la misma edad; quizá Daniel le sacara dos o tres años, y eso le convertía en un cuarentón. También ella, Zarza, se acercaba peligrosamente a los cuarenta, cosa que no dejaba de sorprendería cuando lo pensaba: cómo había podido ser tan descuidada para vivir sin darse cuenta de que vivía, para extraviar con miserable desidia tantos años.
—Estás bien —dijo Daniel de pronto, como si le hubiera estado leyendo el pensamiento. Estás bastante bien. Tienes buen aspecto. No esperaba volver a verte. Pensé que te habías muerto.
—Tú… tú también estás bien mintió Zarza.
—Bah. Estoy hecho una foca.
Daniel apuró la cocacola e hizo chascar la lengua. Sus pantorrillas, blancas y lampiñas, asomaban blandamente bajo las cortas perneras lilas del pijama.
—Tú dirás.
—Necesito una pistola.
—¿Necesitas una pistola?
—Mi hermano ha salido de la cárcel. ¿Te acuerdas de mi hermano? Nicolás, el gemelo. Ha salido de la cárcel y me amenaza.
—¿Y por qué te amenaza?
Zarza respiró hondo:
—Porque yo le delaté a la policía.
—Uf… chica, qué asunto tan feo…
Zarza sintió el zarpazo de la sorna del hombre, el desdén zumbón y la distancia.
—No estoy orgullosa de lo que hice, Daniel, pero no he venido aquí para justificarme. Si quieres y puedes ayudarme, bien. Y si no, también. No te voy a contar mi vida. No soy uno de tus clientes del Desiré —dijo Zarza con cierta violencia.
—Ya no estoy en el Desiré —contestó Daniel plácidamente—. Me peleé con el hijo de puta de Caruso. Ahora estoy en el Hawai. Es un barucho nuevo, por aquí cerca. Un antro un poco peor. Todo es cada día un poco peor. Me estoy haciendo viejo.
—Lo siento.
—Bah.
—Además, tú también te has hecho mayor.
—Lo dices como si envejecer fuera sólo una cosa mía.
—No me refería a lo de la edad. Era por lo de haber dejado el Desiré y todo eso.
Fundamentalmente, Zarza lamentaba «todo eso». Lo siento, había dicho, y se refería al cuerpo ajamonado de Daniel, a los años perdidos, a las humillaciones y las derrotas, a las pequeñas cantidades de dinero que Zarza robó de la cartera de Daniel en los últimos días del Desiré, al proceso de demolición interior, al fin de la esperanza.
—Dejemos eso —dijo él—. ¿Así que ahora quieres pegarle un tiro a tu hermano?
—¡No! Sólo quiero poder defenderme. Disuadirle. Quiero enseñarle la pistola, quiero que vea que estoy armada.
—Ya. ¿Y por qué vienes a mí? ¿Qué tengo yo que ver con todo eso?
—No tienes nada que ver. Pero no tengo a quién recurrir. Hace mucho que estoy fuera de la calle, no tengo contactos. A ti te cuentan todo. Estoy segura de que sabes dónde conseguir un arma.
Daniel se quedó mirándola, pensativo.
—Yo no sé nada. Y además, aunque lo supiera, esto de las armas es un riesgo muy grande. Uno nunca sabe qué va a hacer el otro con los hierros. Qué muerte va a traer, en qué marrón terminarás pringado.
—Pero tú me conoces…
—Sí. Te conozco.
Zarza enrojeció de nuevo.
—Llevo siete años limpia. Ya no soy aquella. Creo que no.
Hubo un pequeño silencio que a Zarza le resultó de una violencia insoportable. Se puso en pie con brusca determinación.
—Está bien, Daniel. Me voy. Perdóname por haberte molestado. Tienes razón, tú no tienes nada que ver con todo esto.
—Espera… Espera, no te pongas nerviosa —dijo él, cachazudo y burlón—. Siéntate. Vamos, siéntate… Tampoco eras mala chica por entonces. Me caías bien. El problema era esa mierda que te metías. Me conozco bien esa porquería. Se me murió un hermano de eso.
La ciudad de la Blanca era un extraño territorio interclasista, pensó Zarza. Entre los súbditos de la Reina había de todo, pero fundamentalmente chabolistas miserables y niños ricos. La Blanca se cebaba, con ecuánime avidez, en los dos extremos de la escala. Sin embargo, y aun estando muy cerca, Daniel nunca cayó en la trampa. Zarza le envidió.
—Qué fuerte eres, Daniel… Siempre has sabido mantener el control sobre tu vida… Eso es lo que más admiro de ti.
—No es control, nena, es una pelea a muerte, todos los días. La vida es una guerra. No, la vida es como ir andando por un país enemigo. Tienes que estar siempre en guardia, y acampar a escondidas… Y cada día que pasa las cosas se te ponen peor, porque estás más dentro del país de los malos, más solo, más rodeado. Y tú vas intentando luchar aquí y allá, dentro de la selva, como el Rambo ese tan macizo de las películas. Mira mi casa, la acabo de pintar. La pinté yo mismo con un rodillo, y las puertas con pintura plástica. Pues eso es luchar duro en mitad de la selva. Porque lo que te sale es dejar que todo se vaya al diablo. Que el techo se caiga y la cocina se llene de mierda. A veces necesitas muchísimo valor sólo para subirte la cremallera de las botas. Para qué limpiar, para qué lavarse. Para qué todo ese esfuerzo horrible de vivir… ¿para irme a pasar diez horas en el Hawai? Y mañana ya no será el Hawai, sino otro club más miserable. Y luego la calle. Y luego, con suerte, una residencia de caridad. Pero aquí estoy, ya ves. Pintando la casa. Porque uno no es un animal, a pesar de todo.
—Está muy bonita —murmuró Zarza, sintiéndose estúpida al decirlo—. De verdad, está muy bonita y muy acogedora.
Mi casa, por el contrario, es un panteón, pensó Zarza. Daniel ha escogido luchar y yo me entierro. Zarza se abismaba en su pequeña vida de la misma manera que su madre se había hundido en la fosa pelágica de su cama de enferma.
—Sé de alguien que te puede conseguir lo que quieres —dijo Daniel—. No es un pez gordo, pero es de fiar. Vete a los Arcos, al pub irlandés que hay en los Arcos, no sé cómo se llama pero no hay pérdida, y pregunta por Martillo. Di que vas de parte de Gumersindo, el de Hortaleza.
—¿Gumersindo?
—Soy yo. Ese es mi nombre verdadero. Pero es feísimo y me lo cambié. Daniel queda más fino, ¿no?
Mientras hablaba, el hombre se rascaba el tatuaje con un gesto automático e inconsciente.
—¿Y eso? —preguntó Zarza, sin poderlo evitar.
—¿El qué? —contestó Daniel con aire inocente, aunque movió el brazo y ocultó el dibujo.
—Eso. Perdona la curiosidad, pero un tatuaje es una especie de anuncio público, ¿no? ¿Quién es ese Javier?
Daniel levantó el brazo, frunció el ceño y contempló la mancha entintada.
—No es, era. ¿Se murió? Se marchó. Me dejó. Y no hay más que decir. Ni siquiera me acuerdo de su cara. Es una cabronada que los tatuajes duren más que la memoria.
—Lo siento.
La papada de Daniel retembló levemente y Zarza pensó por un momento que el hombre iba a llorar. Pero, para su sorpresa, se echó a reír:
—No es verdad, O sea, no es una cabronada. Me gusta mi tatuaje, sabes… No sé cómo decirte. Es mi pequeño equipaje.
* * *
Zarza sólo guardaba en la memoria una imagen de su madre levantada, de una madre vertical y mundana, antes de que se metiera en la cama para siempre como quien se cae por un precipicio. Tuvieron que existir muchos otros días andariegos, días de alamedas soleadas como la de la foto de la caja de música, en el transcurso de los cuales los blancos y delicados pies de su madre debieron de hollar el polvo de la Tierra; pero Zarza no recordaba absolutamente ninguno de ellos. Cuando sucedió el episodio que alimentó esa única memoria de una madre transeúnte, Zarza debía de tener cuatro o cinco años.
Ella era una niña pequeña, pues, y se encontraba escondida dentro de la despensa de la cocina. El chalet familiar de Rosas tenía una enorme cocina revestida de azulejos blancos, tan imponente y desapacible como un quirófano, y una despensa que era un cubículo alto y estrecho cubierto de baldas de madera desde el suelo hasta el techo. Zarza se recordaba metida en el cuartito, en la penumbra, sin otra claridad que la que se colaba por el montante de la puerta, que era de vidrio esmerilado. Las estanterías, repletas de latas de conserva, botes de cristal con azúcar y arroz, cajas de galletas y botellas de aceite, pendían inundadas de sombras sobre la cabeza de Zarza, abarrotadas e informes, amenazadoras en el perfil agresivo de sus bultos y en lo tenebroso de sus rincones, que la fantasía infantil poblaba de bichejos inmundos. A los niños imaginativos y asustadizos no les gustan los recovecos oscuros, de modo que resultaba un poco sorprendente que la pequeña Zarza se hubiera encerrado en aquel cuartucho. Sin embargo allí estaba, aguantando la respiración para no hacer ruido, con el corazón batiéndole en el pecho, entre el olor a podrido de los quesos y el aroma a hierba recién cortada de las pastillas de jabón. Entonces alguien abrió la puerta de la despensa, o tal vez se abrió sola, porque ahora Zarza se recordaba quieta en el umbral y veía a su madre de pie, al otro lado de la pesada mesa de madera blanca que había en mitad de la cocina. Mamá estaba mirando a Zarza intensamente y Zarza, que era pequeña y contemplaba la escena desde abajo, sólo alcanzaba a ver la cara de mamá, con su hermoso pelo rojo cayéndole en dos cascadas de rizos sobre los hombros; luego la mesa le tapaba el resto del cuerpo, desde el codo a los muslos; y después, por debajo del tablero, aparecían las largas y finas piernas enfundadas en una ajustada falda gris, medias de cristal, tacones altos. Mamá miraba intensamente a Zarza desde ahí arriba y Zarza le devolvía la mirada. Hacía mucho calor, hacia bochorno, debía de ser verano, por la ventana de la cocina entraba una luz pardusca y agobiante, debía de estar atardeciendo, sobre la mesa de la cocina había un conejo muerto y ya despellejado, seguramente la tata lo iba a cocinar para la cena. Zarza sólo alcanzaba a ver un fragmento de carne gomosa y triangular que parecía un muñón y que debía de ser la cabeza del animal. Mamá miraba intensamente a Zarza desde el otro lado de la mesa y del conejo, y Zarza le devolvía la mirada.
Entonces mamá se inclinó hacia adelante, sus rizos se movieron y rozaron sus blancas mejillas de irlandesa. Mamá estaba haciendo algo que Zarza no veía, manipulaba allá arriba, movía los brazos, había un tintineo de metal, tal vez estuviera preparando ella misma el conejo. La tata apareció en ese momento en la puerta de la cocina y soltó un alarido. El alarido coincidió con un trueno espantoso, la ventana se abrió con un seco estampido y golpeó contra el marco, entró una bocanada de viento abrasador y la cegadora lividez eléctrica de un rayo. Zarza no sabía si la tata había gritado por miedo a la tormenta, o por el susto de la ventana que se abrió, o porque la criada sí que podía contemplar, desde su altura, los terribles e indecibles misterios de los adultos. Lo que sucedía por encima del tablero, lo que su madre estaba haciendo. Por debajo de la mesa, a la exacta medida de su niñez, Zarza vio caer al suelo un cuchillo manchado y unos goterones oscuros y lentos, ojalá fuera la sangre del conejo, mientras papá, porque ahora recordaba Zarza que papá también estaba encerrado, escondido con ella en la despensa; mientras papá, pues, apretaba protectoramente sus hombros infantiles, y olía a tierra mojada y al jabón de hierbas que usaba papá, y el cielo reventaba por encima de sus cabezas, y la ventana golpeaba, y parecía que era el final del mundo. Pero no.
* * *
Los Arcos eran dos grandes patios que, comunicados por arcadas de ladrillo, ocupaban el interior de un enorme edificio de oficinas. Los patios habían sido ideados, en un principio, como un centro comercial elegante y moderno. Pero la Blanca había ido conquistando la zona palmo a palmo, y las dueñas de las inocentes boutiques originales acabaron por irse, y dos de los primitivos propietarios de los restaurantes amanecieron un día con las rodillas rotas, y al final, después de un par de años, en los Arcos sólo quedaban abiertos los garitos de copas, muchos pubs, muchos bares, y los dueños eran todos habitantes de la ciudad nocturna de la Reina. Bárbaros llegados desde la estepa gélida para acabar con la vida civilizada, tártaros violentos de corazón torcido. Pero ahora eran las 14:30 de un día de enero y la mayoría de los locales de los Arcos estaban cerrados. Por suerte para Zarza, el San Patricio era uno de los pocos antros abiertos. Como pretendía ser un pub irlandés, servía comidas rápidas en la barra. Dos o tres oficinistas despistados masticaban emparedados en silencio. Zarza se acerco al tipo que trajinaba detrás del mostrador. Joven, con la nariz larga y un ojo bizco.
—Buenas tardes. Estoy buscando a Martillo.
El tipo clavó en ella su ojo desviado.
—Ya. ¿Por qué?
—Vengo de parte de Gumersindo —aventuró Zarza.
El hombre callaba y la miraba.
—De parte de Gumersindo el de Hortaleza —amplió ella, cada vez más nerviosa.
El tipo la seguía contemplando en silencio, o tal vez en realidad ni siquiera la estuviera mirando y anduviera concentrado en la cerveza que estaba sirviendo, con los bizcos nunca se sabía. Zarza empezó a sentirse descorazonada.
—Estoy interesada en comprarle algo —confesó, agotada.
El hombre se alejó con la jarra de cerveza y la dejó sobre el mostrador, delante de uno de los oficinistas. Luego regresó y se secó las manos en un trapo.
—Dentro de diez minutos, en el pasadizo de los baños —dijo.
—¿Dónde es eso?
—Ahí señaló el bizco, por aquel corredor de enfrente. Donde están los retretes. Dentro de diez minutos. Si no viene, no viene. Yo doy el aviso y Martillo decide.
Zarza asintió con la cabeza.
—Está bien. Muchas gracias.
El corredor era un pasillo oscuro y estrecho que unía ambos patios. En la mitad del recorrido se encontraban los dos cuartos de baño, para hombres y mujeres, del primitivo centro comercial. La comunidad de vecinos había intentado sellarlos varias veces, pero los habituales de la noche los habían vuelto a abrir a patadas, de modo que las puertas estaban reventadas. En el pasadizo no se veía un alma y una corriente de aire glacial te acuchillaba la espalda. Zarza se arrimó al muro cubierto de pintadas y esperó, cada vez más inquieta y más asustada. Antes de venir aquí había pasado por el banco y sacado todo lo que tenía en su cuenta: 356 000 pesetas. Las llevaba arrugadas en el fondo del bolso, un botín facilísimo para cualquier matón que quisiera asaltarla en ese corredor solitario y siniestro.
Pero lo que verdaderamente le espantaba era la posible llegada de su hermano. Cuando encontró la nota en el parabrisas, Zarza abandonó el auto donde estaba; lo sentía contaminado, impregnado de la presencia de Nicolás, territorio enemigo. Además temía facilitarle las cosas a su perseguidor si continuaba utilizando el coche. A fin de cuentas, Nico no parecía haber tenido ningún problema para localizarla. A partir de ese instante, Zarza se había movido en taxi y, para intentar confundir su rastro, en cada trayecto cambiaba de vehículo y de dirección unas cuantas veces. El dinero se le escapaba rápidamente con tantas subidas y bajadas de bandera, pero esperaba haber podido despistar a Nicolás con semejantes artes. Aunque desde luego no estaba muy segura, porque llevaba a su perseguidor muy dentro de ella y lo sentía tan pegado a sus talones como su sombra. Zarza se arrebujó en su chaquetón y se apretó un poco más contra el áspero muro.
Se habían cubierto con creces los diez minutos de plazo y ya estaba pensando en que Martillo no vendría, cuando oyó un repiqueteo de pasos en el pasillo; el eco golpeaba las paredes heladas con una reverberación casi submarina. Zarza se irguió, poniéndose alerta, y enseguida vio llegar por el corredor a una chica joven y menuda. Una adolescente, casi una niña. Zarza volvió a recostarse en el muro, decepcionada. La muchachita pasó de largo, echándole una ojeada curiosa; pero apenas si se había alejado un par de metros cuando dio media vuelta con rapidez gatuna y regresó hacia Zarza.
—Hola —dijo, mirándola desde abajo, porque era una pizca de persona. Yo soy Martillo.
—¿Tú? —se asombró Zarza—. ¿Pero qué edad tienes?
—¿Y a ti qué te importa? —contestó la pequeña con gesto descarado.
Aparentaba trece o catorce años, pero tal vez tuviera más y su menudencia fuera un resultado del raquitismo. Zarza había visto a muchos chicos y chicas parecidos, hijos de las barriadas marginales, con los ojos chinos, como ella, y los párpados espesos y canallas, y la boca gruesa y como hinchada. Tenía un diente partido por la mitad, el pelo negro y largo rapado en las sienes y una anilla de acero perforándole el labio inferior.
—No sé… —dijo Zarza, dudosa—. A lo mejor me estoy equivocando…
La chica escupió al suelo, despectiva:
—Sí… Te estás equivocando, pero ahora… Me parece que te has quedado sin negocio, guapa.
Dicho lo cual dio media vuelta y echó a andar.
—¡Espera! Espera, Martillo, por favor… —corrió Zarza tras ella.
La chica se detuvo.
—Yo no te he buscado. Tú me buscas a mí gruñó, muy ofendida.
—Lo sé, lo sé…
—Y si yo no te gusto, tú a mí todavía me gustas menos…
—No es eso, no es eso, perdona, Martillo, no tengo absolutamente nada contra ti, es que me había hecho otra idea, soy una estúpida, la culpa es mía. No te vayas, por favor, te necesito…
Martillo la miró con el ceño fruncido y se lamió pensativamente la arandela de acero de su labio.
—Dices que te manda Gumersindo…
—Sí… Me dijo que te dijera que era Gumersindo el de Hortaleza.
—¿De qué lo conoces?
—Trabajamos juntos hace años en la barra de un bar. En el Desiré. Pero él ya no trabaja ahí, sino en el Hawai.
—¿Y qué nombre usa? —insistió la otra, aún desconfiada.
—Que yo sepa, todo el mundo le llama Daniel.
La adolescente cabeceó complacida, confirmando los datos.
—Sí. Es un tío legal.
—Gumersindo me ha dicho que tú puedes venderme lo que necesito… —dijo Zarza, aprovechando la buena disposición de la chica.
Martillo se relajó un poco; abrió las piernas y se apoyo sólidamente sobre ellas, como quien va a comenzar una conversación más larga.
—Depende de lo que quieras…
—Depende de lo que vendas…
Martillo la escudriñó un instante, y luego se echó a reír. Una risita pequeña, tentativa.
—Yo vendo bastantes cosas. Y ahora te toca hablar a ti. Habla clarito y alto, para que yo lo entienda…
—Está bien. Ando buscando una pistola. Algo manejable y fácil.
—Tengo de todo. Tengo una Norinco que es una hermosura. Bastante ligera, pero de 9 milímetros. También tengo una Sominova, pero ya sabes que las Sominovas a veces dan problemas, creo que la Norinco te irá mucho mejor, ¿no te parece?
Zarza asintió vagamente, porque no quería evidenciar que no tenía ni idea de lo que la otra le estaba hablando.
—¿Y cuánto costaría la Norinco?
—Hmmmm… Sólo cincuenta sábanas.
—¿Cincuenta mil? Es muchísimo.
—Tú estás loca. Es tirado. Y cinco mil más por las balas.
Zarza dudó por un momento sobre la conveniencia de hacer el ridículo intentando regatear y luego se rindió.
—Está bien.
—En el patio de allá hay una hamburguesería. ¿Cuándo puedes conseguir el dinero?
—En veinte minutos. Tengo que ir al cajero mintió Zarza.
—Bueno, pues espérame ahí dentro de veinte minutos —dijo la chica. Y se marchó trotando en la misma dirección en que había venido.
Zarza caminó hasta la hamburguesería, que era un local pequeño y grasiento que apestaba a mantequilla quemada. Estaba vacío, a excepción de una mujer gruesa con la cabeza aureolada por una permanente que podría haber sido hecha en un horno crematorio. La mujer limpiaba desganadamente las mesas de plástico con un viejo estropajo que parecía un pedazo de su cabellera. Zarza se sentó en el rincón más alejado de la puerta.
—¿Qué va a ser? —masculló la mujer.
—Estoy esperando a alguien. Un café.
—La cafetera está desconectada —dijo la otra con turbia satisfacción.
—Una cerveza.
Lo dijo por decir, porque lo último que quería Zarza era atontarse bebiendo alcohol, ni siquiera la mínima cantidad que había en una caña. La mujer dejó un botellín sin vaso sobre la mesa, pringosa pese a las pasadas del estropajo, y regresó con paso cansino al mostrador. Tomó asiento en un taburete, apoyó el codo en la barra y se quedó mirando hacia la puerta con la barbilla alzada y sin pestañear, con esa melancólica impasibilidad con que los sapos contemplan el crepúsculo. Así pasaron los minutos y se fue para siempre un fragmento de vida.
Martillo llegó al rato, embutida en su chaquetón de cuero artificial y con una caja de zapatos debajo del brazo.
—¿Tienes la pasta? —dijo, nada más sentarse.
No se había saludado con la mujer y esta no había hecho el más mínimo ademán de venir hacia ella. Sin duda la chica estaba acostumbrada a solventar sus tratos en ese local.
—Claro —dijo Zarza; y enseñó discretamente el fajo de 55 000 pesetas que había preparado antes de entrar en la hamburguesería.
Martillo, a su vez, levantó la tapa de la caja y entreabrió la toalla raída que envolvía la pistola. Zarza pegó un brinco en el asiento y se puso a mirar a todas partes. La mujer de la cabeza achicharrada seguía petrificada en su rincón, sumida en sus pensamientos o su estulticia.
—¡Tranquila! —dijo Martillo—. Aquí nunca entra nadie, y esa está en el ajo. Es un sitio la mar de seguro.
Qué situación tan absurda, pensó Zarza: una traficante niña vendiendo pistolas en una hamburguesería. Un estremecimiento trepó por su espalda; las armas de fuego tenían algo feroz, algo helado y maligno, como si sirvieran de catalizador de los destinos, como si al entrar en contacto con ellas, al tocar sus pesadas y duras culatas, la acción comenzara a precipitarse, a desplomarse hacia su desenlace, hacia un fragor de muertes y de ruinas, hacia algo desbaratador y definitivo. Era como empezar a deshacer el cubo de Rubik: en pocos movimientos estás perdido.
—Está bien —dijo, sobreponiéndose.
Y tendió el dinero a Martillo, que le entregó la caja. La chica contó los billetes con toda tranquilidad, le dio un satisfecho lengüetazo a la anilla de acero de su labio y se guardó la suma en el bolsillo. Luego alzó los ojos y clavó en Zarza una mirada risueña y curiosa.
—¿Quieres la pistola para matar a tu hombre?
—¿A ti qué te importa?
Martillo se rio, enseñando su diente roto de ratón.
—Todas las mujeres que vienen a comprar un hierro sin tener ni puta idea de armas lo quieren para matar a su hombre. O para asustarlo.
—¿Y tú qué sabes si yo sé de armas o no?
—Tranquila, tranquiiiiila… —se burló Martillo, amigable—. Oye, tía, resulta que tengo hambre. ¿Hacen unas hamburguesas?
Zarza pensó por un instante en su estómago, y en que no sentía ganas de comer, y en que sin embargo debería tomar algo. Por qué no aquí, ahora. Mejor con Martillo y en este antro perdido que en cualquier otro lugar, expuesta a la llegada de su perseguidor.
—Por qué no…
—¡Carmen, dos dobles con beicon y queso! ¡Y unas patatas bravas! —gritó la chica. Luego se volvió hacia Zarza y señaló con la cabeza a la mujer gruesa—. Es una bestia, pero no es mala tía… ¿No te vas a tomar esa birra?
Zarza negó con la cabeza y Martillo la apuró de un trago.
—Dieciséis —dijo después.
—¿Cómo? —preguntó Zarza.
—Tengo dieciséis años. Y tú no tienes ni puta idea de esto porque no hay ninguna pistola que se llame Sominova, ya ves. Sominova era el nombre de una amiga mía rusa, de Kiev. Una tía legal. Al principio estábamos siempre juntas en el negocio.
—¿Y qué sucedió con ella?
Martillo se encogió de hombros:
—¿Tú qué crees? Se murió.
Y volvió a reírse con sus labios gruesos y despellejados, como maltratados por la fiebre. La mujer trajo las hamburguesas y una fuente de exangües patatas, obviamente calentadas en un microondas y cubiertas con una sospechosa salsa rojiza. Martillo se abalanzó sobre el plato con avidez de cachorro y durante un rato sólo se concentró en comer. Era como un gnomo o como un elfo, pensó Zarza; era una criatura irreal procedente de un mundo indefinido, entre el arrabal y el centro urbano, entre la niñez y la adultez. Entre la inocencia y la maldad.
—Pues ya te digo. Todas vosotras venís por lo mismo. ¿Te pega tu hombre? A mí me lo puedes contar. ¡Lo que yo no haya visto! No tienes por qué dejarle que te haga eso. Métele una bala en los cojones.
Zarza tragó saliva.
—No… No me ha pegado nunca. Bueno, sólo un par de bofetadas, hace ya años…
—Pero tienes miedo de que un día te mate…
Zarza asintió, furiosa consigo misma. Se sentía incapaz de mentirle a Martillo, o al menos de mentirle más de lo que ya estaba haciendo.
—Esos son los peores. Los de sangre fría. Esos son los que de verdad te acaban abriendo el cuello. A los otros se les va mucho la fuerza en las broncas que arman, que si una hostia por aquí, que si ahora te agarro por los pelos… Pero esos, los fríos, uh… Hazme caso y pégale un tiro en los cojones… —dijo Martillo, en tono juicioso.
Y luego preguntó:
—¿Quieres que te enseñe?
—¿A qué?
—A disparar, tía, ¿a qué va a ser? Tú estás atontada.
Zarza se estremeció.
—No, no… Hace años me estuvieron enseñando. Creo que lo recordaré.
Martillo se estiró y cogió la caja de zapatos. Se la puso en el regazo y, al amparo del tablero de la mesa, sacó el arma y la manipuló con facilidad y confianza, como una adolescente manejando un walkman.
—Este es el seguro, mira bien. Asómate, tía, o no veras nada… Así se quita, así se pone, por aquí la cargas, aprietas aquí para disparar, es facilísimo. Sólo tienes que estar atenta a ver el fuego.
—¿Qué fuego? —susurró Zarza, echando una ojeada nerviosa a la mujer gorda. Pero la camarera había vuelto asentarse en el taburete, sumida en su quietud batracia.
—El que sale por la pistola. Por eso se llaman armas de fuego, porque cuando disparas, ¡zas!, por aquí tiene que salir una llamarada. Y si no sale, chungo, porque entonces a lo peor te estalla la pistola al próximo tiro. Por eso hay que mirar.
—¿Y todos esos pistoleros que van disparando por ahí en los atracos se toman el tiempo para mirar?
—Bueno, forma parte del oficio, no es que mires, es que te das cuenta, ¿sabes lo que te digo?
Martillo envolvió la Norinco en la vieja toalla con cuidadoso mimo. Era una niña tapando a su muñeca.
—¿Cuánto tiempo llevas en esto? —preguntó Zarza.
—¿En qué? ¿En la calle, en las armas?
—No sé. En todo.
—Llevo dos o tres años por mi cuenta… No me va mal. No me manda nadie. No le debo nada a nadie. Y no temo a nadie, ¿sabes lo que te digo? A lo peor me matan cualquier día, pero qué importa. Prefiero cascar joven. Mi vieja vivió una vida de mierda. La debe de vivir todavía por ahí, yo ya no la veo. Yo no quiero ser así. Vivir muchos años de ese modo me da asco. O sea, o se vive, o no se vive; ¿sabes cómo te digo? Gumersindo sí, ese tío está bien. Ese tío cuidó de mí cuando yo era pequeña. Éramos vecinos. Yo iba a gatas entre el barro como un perrillo y Gumersindo me daba de comer y me lavaba. Gumersindo es un tío legal, o sea, es de fiar. Yo también soy de fiar. En mi mundo, sabes, tengo mis amigos y mis enemigos. Y yo soy siempre amiga de mis amigos y enemiga de mis enemigos. Todo el mundo sabe lo que se va a encontrar conmigo. O sea, yo sé donde estoy, y todos saben donde estoy. Eso es lo único que vale. Vivir de verdad y ser de fiar. Y luego, si te matan, pues te has jodido. De todas maneras, la palmamos todos, o sea que… Y tú, ¿eres de fiar?
—¿Por qué te llaman Martillo? —desvió la pregunta Zarza.
—¿Y a ti qué te importa? —contestó la chica, esta vez sin acritud, casi cariñosa, mientras se tragaba las dos últimas patatas repugnantes y chupaba la pringue roja que embadurnaba sus dedos, como una apestosa sangre de utilería.
Luego apuró la tercera cerveza que había pedido, hizo tintinear juguetonamente la botella vacía contra la anilla de acero y eructó satisfecha.
—Bueno, ya está. Ahora me tengo que ir. Toma, coge esto.
Había sacado el puñado de billetes de su bolsillo y apartó uno de cinco mil.
—Cógelo. Te hago una rebaja. Te regalo las balas. Después de todo, las mujeres tenemos que ayudarnos contra esos animales, ¿no?
—Gracias —dijo Zarza.
—Invítame tú al banquete, ¿vale? —dijo la chica, guiñándole un ojo mientras se levantaba.
Si llega a saber que soy una soplona, una chivata, y que he hecho cosas aún peores que eso; si llega a saber cómo soy de verdad, esta pequeña fiera me escupiría a la cara, pensó Zarza. Pero, como no lo sabía, Martillo abandonó el local ufana y satisfecha. Zarza la vio cruzar el patio de los Arcos con el porte orgulloso de un general invicto, camino de su temprana muerte. Las criaturas fantásticas siempre tienen una existencia efímera.
* * *
Mientras permaneció en los brazos de la Blanca, Zarza creyó que nunca podría salir de allí. La Reina era una soberana muy celosa; exigía la más completa entrega de sus súbditos, una rendición total del alma y de la carne, el sacrificio de la inteligencia. Mientras habitabas en la ciudad nocturna, no había ni un solo momento de tu vida que no perteneciera a esa implacable dueña. La Blanca era como el corazón de un agujero negro: una masa invisible e incalculable que lo tragaba todo, un abismo de atracción irresistible. Cuando la Reina te atrapaba dentro de su campo gravitatorio, el universo entero se desvanecía entre sus pliegues. De modo que al final ya había desaparecido casi todo; la ciudad no tenía más calles que las que les llevaban a la Blanca, y no había películas que ver, libros que leer, aceras que pasear, músicas que escuchar, conversaciones que mantener. Para entonces no comían más que lo inevitable y no hablaban más que lo imprescindible para poder organizar la llegada de la Reina. Tampoco tenían amigos: habían dejado de ver a los conocidos de la vida anterior, y sus nuevos colegas, los compañeros de la Blanca, mostraban una obcecada tendencia a morirse. Además, Nico y Zarza cambiaban de alojamiento con frecuencia, cada vez a un lugar un poco peor, siempre escapando de deudas y enemigos, de colegas a los que habían robado unas papelinas y que con suerte reventarían antes de poder reclamárselas. En esos sórdidos apartamentos reinaba el silencio; tan sólo se escuchaba, de cuando en cuando, el tarareo ensimismado de Miguel, que canturreaba por su cuenta. Porque Miguel vivía con ellos; durante mucho tiempo, la última brizna de voluntad de Zarza se parapetó en su hermano pequeño. Que por lo menos hubiera algo de comer para él en la nevera, que por lo menos él tuviera unas horas fijas para dormir, unos juguetes con los que jugar, una cierta apariencia de normalidad. Hasta que llegó el día en que también Miguel fue devorado por el torbellino y Zarza dejó de preocuparse por él: simplemente se le escurrió su hermano de la cabeza. Seguían viviendo los tres juntos en la misma casa, Nico y Zarza y el tonto, pero era un hogar sin duda muy distinto al castillo en el parque que imaginó Nicolás en la niñez.
Muchos años atrás, antes de que llegara todo esto, había habido otra gran desaparición, la primera de todas, la de la madre, suicidada o asesinada o tal vez confundida a la hora de tomarse esas pastillas con las que solía atiborrarse. La encontraron ya fría, olvidada y rígida en su cama, con una espuma sanguinolenta y seca sellándole la boca. Nadie besaría ya esos labios pringosos, nadie sacaría a la princesa durmiente de su infinito sueño. En aquellos momentos, los gemelos tenían quince años y aún faltaba mucho para que conocieran a la Blanca. Pero la vida se iba cerrando en torno a ellos como una trampa, chasquido tras chasquido y pieza a pieza, como los cuadrados de colores del cubo de Rubik. Gracias a la herencia de la madre, manejaban un dinero de bolsillo que sus compañeros de colegio juzgaban pasmoso. Su desdichada condición de huérfanos les parecía razón suficiente para permitírselo todo. ¿De dónde sacan los humanos la fuerza suficiente para resistir el dolor sin sentido, el mal irrazonable? Sea como fuere, Zarza y Nico no se resistían. Tan sólo se aturdían. Empezaron a beber de manera excesiva y desordenada, botellas de vino que birlaban de la despensa o combinados caseros de ron y de ginebra, alcoholes fuertes que eran adquiridos en el supermercado por un compañero de mayor edad previo pago de una modesta comisión. Se acostaban muy tarde y se levantaban a mediodía; de madrugada, la casa resonaba con sus tropezones. Siempre habían sacado buenas notas, pero de repente dejaron de estudiar Tuvieron que repetir curso y el director del colegio concertó una entrevista con el padre. Pero llegó la hora de la cita y el señor Zarzamala no acudió. No se puede decir que el padre prestara a sus hijos por entonces una atención desmesurada. A veces se lo cruzaban por las noches, muy tarde, cuando los gemelos regresaban a casa; y papá se limitaba a observarlos desde lejos con una mirada lenta y calculadora, mientras se retorcía los pelos del bigote.
Pero hubo un par de ocasiones en las que el señor Zarzamala se acercó a sus hijos, y su proximidad fue siempre peligrosa. Como aquel anochecer de primavera, pocos meses después de la muerte de la madre. El tiempo estaba lluvioso y tibio y papá hizo pasar a los gemelos a su despacho. El sillón de orejas, la pesada mesa, la puerta corredera que daba sobre el jardín. Y un puñado de recuerdos fantasmales flotando en el aire quieto de la habitación como el humo rancio de un cigarro.
—Parece que te estás haciendo un hombre, Nicolás… —dijo papá, muy suave y sonriente—. Estos últimos meses has dado un estirón y ya casi me alcanzas… en altura.
Soltó una pequeña carcajada, como si hubiera dicho algo muy chistoso. Zarza hizo ademán de irse; desde el suicidio, o el asesinato, no soportaba la presencia de su padre.
—¡Tú quédate quieta en esa silla sin moverte! —Ladró él, señalándola imperativamente con el dedo.
Zarza volvió a sentarse. El padre dio unos cuantos pasos por el despacho, serenando el gesto hasta dibujar de nuevo una sonrisa.
—Bien… Decíamos, Nicolás, que estás creciendo mucho… y que te crees un hombre. Nada me complacería más que comprobarlo, querido Nicolás, te lo aseguro… ¿Qué te parece si nos tomamos una copita para celebrar tu hombría? ¿Una copa mano a mano tú y yo? ¿Como colegas?
Nico le miró con suspicacia.
—¿Qué es lo que quieres de mí?
El padre levantó sus manos con las palmas abiertas hacia arriba, como rubricando su inocencia.
—Nada, hijo. Quiero compartir un buen rato contigo. Hace mucho que no nos hablamos… ¿Tomamos esa copa para animarnos?
Nico se encogió de hombros.
—Bueno.
—Yo me voy —dijo Zarza.
—Tú te quedas —repitió el padre, con menos brusquedad que antes pero igual de inflexible—. Tú te quedas y participas en la conversación. Aunque no en la bebida, porque a las chicas tan jóvenes no os sienta nada bien el alcohol… Tu hermano es otra cosa, claro, porque tu hermano es todo un hombre… Si quieres, creo que por aquí tengo un poco de zumo para ti…
Hablaba mientras rebuscaba en una pequeña nevera que tenía empotrada en la biblioteca. Sacó tres vasos, los llenó de hielos y sirvió dos whiskies generosos y un jugo de piña. Colocó las bebidas delante de cada cual y volvió asentarse.
—Muy bien, queridos hijos… Brindemos por nosotros. ¡Por la familia!… Adentro con ello, Nicolás… No arrugues el morrito, como una damisela…
—Yo no arrugo nada —se indignó el chico.
Y se bebió el vaso de whisky aparatosamente, en cuatro tragos, con fanfarronería de muchacho.
—¡Bravo!, así me gusta —exclamó papá, apurando también su copa.
Luego volvió a llenar los vasos hasta cubrir los hielos aún intactos.
—Me parece que va a ser una velada muy divertida… —declaró, sonriente, al recostarse de nuevo en el respaldo.
Esas fueron las últimas palabras que se dijeron. Después de eso tan sólo bebieron y sirvieron, bebieron y sirvieron. Siempre la misma cantidad en los dos vasos, siempre la misma furia. La noche caía rápidamente y el perfil de Nico y de su padre se recortaba en la penumbra sobre el azulón intenso de la ventana. Eran tan parecidos: los mismos ojos árabes, la misma estructura ósea grande y fuerte, aunque en los últimos tiempos papá se hubiera estropeado bastante, y sus hombros empezaran a cargarse, y su barriga a hincharse, y la calvicie estuviera conquistando su cabeza. Eran tan parecidos, pero Nico tenía quince años y papá más de cuarenta. A la mitad de la segunda botella, Nicolás se desmayó. Sin sentido y exangüe sobre el suelo, comenzó a vomitar con los ojos en blanco. El padre se puso en pie y encendió la lámpara de la mesa con mano temblorosa. Un halo de despiadada luz cayó sobre el cuerpo desplomado, como un foco.
—Míralo, qué espectáculo… —dijo, despectivo y un poco farfullante—. Ahí tienes a tu hombrecito.
Y se marchó del despacho, erguido y lento, apoyándose con disimulo en las paredes.
* * *
Ya sé dónde está Nicolás, pensó de pronto Zarza. Sé dónde está. Pero qué estúpida era, cómo no se le había ocurrido antes. Encerrada en uno de los ominosos retretes de los Arcos, Zarza se daba palmadas en la frente, maldiciendo su falta de agudeza. Había entrado en los baños para poner a punto su pistola; la sacó de la caja y de la felpa roída, y anduvo dándole varias vueltas en las manos, repasando mentalmente su funcionamiento. Las viejas lecciones de Nico rebotaban en el interior de su cabeza, inconexos fragmentos que no parecían servir de gran cosa. Cuando introdujo las balas en sus nichos metálicos, empezó a sentir verdadero miedo: la pistola le quemaba los dedos, como si ese artefacto arisco y pesado fuera capaz de matar por simple contacto. Entonces puso el seguro al chisme y probó a disparar contra el muro más lejano. Nada. No sucedía nada. Resultaba imposible accionar el gatillo. Zarza suspiró, bastante más tranquila. En realidad, esperaba que la pistola cumpliera tan sólo un papel disuasorio, porque no pensaba disparar a Nico. Pero de todas formas le vendría muy bien andar armada, ahora que creía saber dónde estaba su hermano.
En Rosas 29, por supuesto. En la casa de siempre, de la infancia; en el chalet familiar, que permanecía vacío y abandonado. Al principio, nada más desaparecer el padre, el juez embargó la casa cautelarmente; luego vinieron los diversos juicios y el pago de las deudas y las multas. Nico y Zarza, siempre necesitados de dinero, vendieron su parte de la herencia a Martina. El inmueble era ahora de la hermana mayor, aunque esta no podía ponerlo en el mercado hasta que no declararan muerto al padre. El chalet llevaba más de diez años cerrado, pero Zarza tenía todavía un juego de llaves. Qué extraño que hubiera mantenido consigo ese llavero inútil, mientras todo lo demás desaparecía de su vida como desbaratado por un huracán.
Seguro que su hermano estaba en Rosas 29. Era un lugar discreto y carente de gastos. Lo primero le vendría muy bien para poder atosigarla sin dejar ningún rastro, cosa imposible de lograr de alojarse en una pensión o en un hotel; en cuanto a lo segundo, era una ventaja considerable para quien no dispone de dinero. Sí, Zarza conocía bien a Nico, su hermano tenía que estar en Rosas 29. Zarza podía ir allí, al chalet familiar, y tomar por sorpresa a Nicolás. Podía hablar con él, y tal vez convencerle. «Siéntate», le diría, apuntándole cuidadosamente con la pistola. «Siéntate y hablemos». Tal vez consiguieran llegar a un acuerdo. Le pediría perdón, le ofrecería dinero. Pero Zarza sólo tenía 300 000 pesetas. Estaba segura de que a Nico le parecería una suma ridícula; estaba segura de que valoraba su traición en mucho más. A ella misma también le parecía muy poca cosa: ofrecer 300 000 pesetas por siete años de cárcel resultaba miserable, casi ofensivo, aunque representara todo el capital de Zarza. Y aún le quedaban por saldar deudas peores. Sacudió la cabeza y desconectó su memoria: había recuerdos abismales a los que no quería, no se podía asomar.
El primer problema que Zarza tenía que solventar si pretendía entrar en Rosas era que las llaves del chalet estaban en un cajón de su apartamento. Al salir huyendo esa mañana, Zarza no pensó en coger el viejo llavero. Eso significaba que tendría que regresar por fuerza a su casa, lo cual no le hacía ninguna gracia; de hecho, le parecía incluso peligroso, porque Nicolás podía estar esperándola. Zarza sonrió fríamente para sí, consciente de lo contradictorio de su miedo: quería ir en busca de su hermano y, sin embargo, le asustaba que su hermano fuera en busca de ella. Claro que no era lo mismo ir a Rosas 29 y tomar por sorpresa a Nico que caer inocentemente en una trampa. No era lo mismo ser el depredador o la gacela. Zarza acarició la sólida culata de la pistola, tan pesada como una piedra dentro del bolso, y envidió a Martillo, que aseguraba no temer a nadie. Tal vez fuera verdad, o tal vez no. Tal vez sí tuviera miedo, pero se lo aguantara. Zarza resopló, reuniendo coraje. Iría a buscar las llaves y tendría cuidado.
Hizo parar el taxi dos manzanas antes de su portal y se acercó despacio, merodeando por los kioscos de prensa y deteniéndose a disimular en los escaparates. Se metió en el bar de la esquina y observó la entrada de su edificio durante diez minutos. Eran las 17:00 de la tarde y el portero no había llegado todavía. No pudo apreciar nada anormal: era el mismo barrio familiar de siempre, con casas antiguas y nuevos bloques de apartamentos entremezclados, como dientes postizos en la mandíbula de un viejo. Los peatones pasaban por delante de la ventana del bar, emergiendo de un lateral del astillado marco y desapareciendo por el otro lado, como figurantes de un teatrillo. Todos ellos parecían venir de algún lugar o dirigirse con clara y determinada voluntad hacia algún sitio. Resultaba extraordinario que todos los habitantes del planeta ofrecieran esa misma sensación de tener un destino, cuando Zarza sabía que toda acción y todo movimiento eran inútiles. Incluso este deseo suyo de escapar de Nico no era más que un espasmo ciego de sus células, un absurdo mandato genético de supervivencia. En realidad, ¿qué más daba morir hoy, ahora mismo, o esperar a la muerte cierta que nos aguarda a todos? Tuvo Zarza un desfallecimiento momentáneo, un atisbo de la nada, un sudor, un vahído; pero enseguida volvió a concentrarse en la pelea, como el animal herido que desconecta la percepción del dolor para ahorrar energías. Respirar y seguir.
Al fin decidió entrar. Cruzó la calle velozmente, sujetando la pistola con la mano dentro del bolso; abrió el portal, lo cerró con un enérgico tirón a sus espaldas, salvó de tres zancadas el vestíbulo e irrumpió de un empellón en el ascensor, que, por fortuna para ella, estaba esperándola, plácido y vacío, en la planta baja. Subió los cinco pisos conteniendo el aliento; en su descansillo no se escuchaba un ruido. Sacó el arma y prendió la luz de la escalera. La pistola temblaba en su mano derecha como un pájaro queriendo liberarse. Si ahora saliera alguno de mis vecinos, pensó Zarza, se moriría del susto. Abrió la puerta y olfateó el ambiente: más quietud, más silencio. «No va a estar, no está», se dijo, intentando animarse; pensará que no soy tan imbécil como para volver a mi propia casa. Era un apartamento tan pequeño que enseguida pudo verificar que estaba limpio. Miró detrás del sofá, en el armario de la entrada, debajo de la cama, dentro de la bañera. No había nadie. Más tranquila ya, empezó a contemplar su entorno con desapasionados ojos de testigo, como si fuera el tasador de un banco, o el comisario que ha de instruir un caso de asesinato. La cama abierta con la ropa revuelta, la luz del baño prendida y el grifo del lavabo goteando con un sórdido redoble sobre la loza. Cerró bien la canilla y la casa se hundió en un tenso silencio. El lugar había quedado impregnado por la huida, y en el aire aún vibraba esa estela de vacío que dejan tras de si las ausencias bruscas. Fuera de ese rastro fugitivo, en el piso no había nada. Ni memorias, ni ecos, ni vivencias. El investigador que tuviera que reconstruir la personalidad de la víctima no tendría ningún indicio al que agarrarse. De repente a Zarza le sobresaltó la inhumana frialdad del apartamento. La aridez de ese espacio carente de objetos personales y completamente indiferente a un afán estético. «Toda esa aspereza también era un castigo», se dijo Zarza, atónita de no haber descubierto antes algo tan evidente.
Apretó los puños y se obligó a salir de su estupor. Corrió hacia el cajón de los cubiertos de la cocina: allí, al fondo de la bandeja de plástico, entre un revoltijo de abrelatas oxidados y cucharillas de café desparejas, estaba el llavero de Rosas 29, un simple aro de acero con tres llaves. Lo cogió y lo arrojó dentro del bolso. En ese justo instante comenzó a sonar el teléfono, un timbrazo que Zarza sintió como una descarga eléctrica. Quedó petrificada, algo encogida sobre sí misma, aguantando los trallazos de las llamadas. Dos, tres, cuatro, cinco… A la sexta, el contestador entró en funcionamiento. El rutinario mensaje de salida sonó extraño, demasiado normal para una situación tan anormal, como si se tratara de uno de esos sueños aparentemente cotidianos que de pronto se deslizan hacia el horror. La máquina pitó, dando paso a un silencio profundo y cavernoso, un silencio que recorría toda la línea y llegaba hasta la mano, hasta la boca, hasta el aliento de quienquiera que fuese el que estuviera llamando. Zarza esperó, el apartamento esperó, el edificio entero esperó encorvado y ansioso en torno a ese silencio. Y al cabo se escuchó la voz firme y áspera:
—Sé que estás ahí.
Zarza se tapó la mano con la boca para no perder el corazón.
—Sé que estás ahí. Casi da pena verte, golpeándote ciegamente una y otra vez contra los barrotes de tu jaula. Pero no podrás escapar de mí. Soy el gato que juega con el pájaro de las alas cortadas. Soy el monstruo en que me has convertido. Me mereces.
La comunicación se cortó y la máquina rebobinó con tonta diligencia. Zarza dejó escapar el aire que había estado reteniendo sin darse cuenta. Tenía que irse de aquí. Tenía que marcharse. Brincó hacia la salida, reviviendo la anterior huida de aquella mañana, la misma sensación de irrealidad y delirio. En dos zancadas alcanzó la puerta, pero una vez allí se paró en seco: había alguien en el descansillo, al otro lado. Se escuchaba un arrastrar de pies, un roce de ropas, un tintineo metálico. No se atrevió a salvar el último metro hasta la hoja para atisbar por la mirilla; se encontraba paralizada por el miedo. Hubo un pequeño silencio, un instante en el que todo pareció detenerse: los latidos de Zarza, el tic tac del reloj, la rotación de la Tierra. Después, el sonido de una llave o quizá una ganzúa en la cerradura. De manera que Nicolás había estado todo el tiempo aquí, se dijo Zarza con aturdimiento; sin duda había telefoneado desde el descansillo. Apretó la culata de la Norinco con ambas manos y estiró instintivamente los brazos, como para protegerse detrás de la pistola, mientras las décimas de segundo transcurrían con aterradora lentitud. El mecanismo de la cerradura giró, el resbalón se retrajo y la hoja comenzó a abrirse poco a poco, milímetro a milímetro, con una parsimonia impensable, imposible, como si Zarza estuviera dentro de uno de sus primeros viajes de ácido, antes de la Blanca, antes del fin del mundo. Un milímetro más, y la luz del descansillo se colaba por el quicio entreabierto, obstaculizada por el cuerpo de alguien. Un milímetro más y ese alguien asomó la cara.
—¡Virgen de la Regla! —chilló una voz agónica.
Era Trinidad, la asistenta, a punto de desmayarse en el dintel ante la inesperada visión de Zarza y su pistola, de ese agujero negro y amenazante que apuntaba hacia ella apenas a dos palmos de su cara.
—¡Trinidad! Perdóneme, perdone…
Zarza dejó el arma en el suelo y se apresuró a sujetar a la mujer, que se escurría pared abajo sobre sus piernas temblorosas.
—Lo siento, perdone, no sabía que era usted, creí que era… un ladrón… Cuánto lo siento…
La llevó a la mesa, la sentó, le dio un vaso de agua. Trinidad, una dominicana de color caramelo, se llevaba la mano a su rotundo y jadeante pecho.
—Señorita, está usted loca… Está usted loca, señorita… Mire que andar con eso…
Y señalaba al pistolón, que reposaba en el suelo como un gato dormido.
—Es que… He recibido unas llamadas anónimas amenazantes y… Tuve miedo y pensé que… —improvisó Zarza.
—No lo haga, señorita. No tenga esas cosas por aquí —dijo la asistenta—. Se lo digo yo, y sé lo que me digo. Las carga el diablo; y si el diablo anda ocupado, siempre hay algún hombre malo para cargarlas.
Trinidad era de la misma edad que Zarza, aunque aparentaba diez o quince años más. Estaba muy gruesa, bandeaba al caminar, como si anduviera sobre la inestable cubierta de algún barco. Tenía un montón de hijos y un montón de exmaridos, todos en Santo Domingo, a los que ella mantenía con su trabajo. Limpiaba casas durante dieciséis horas al día, vivía sola en un cuartucho alquilado y no se permitía otro lujo que zamparse media libra de chocolate por las noches, ya metida en la cama y reventada. Siempre trataba a Zarza como a una niña, aconsejándola y a veces incluso riñéndola con aire maternal. No sabía nada de ella ni de su pasado; la creía una chica sin problemas perteneciente al mundo de la abundancia. Y tal vez en realidad no fuera más que eso; tal vez Zarza sólo fuera una niña pija malcriada, una niña bien echada a perder.
—Si usted supiera todo lo que yo he visto, señorita. Tantísima desgracia y tanta ruina, todo por esas cosas.
¿Cómo se construye la perdición de cada cual? También Martillo parecía provenir de un mundo mucho más cruel, más infame que el de Zarza; y, sin embargo, se respetaba a sí misma. Pero Martillo había tenido a Daniel. Tal vez la vida insoportable pueda soportarse con tal de que haya una sola persona que te quiera, una sola persona que te mire, una sola persona que te perdone. La existencia de un justo, de una única mujer o un único hombre buenos, puede salvar la ciudad de la lluvia de llamas.
—Tener eso en casa es un peligro, se lo digo yo, que lo he vivido. Esto de las armas es cosa de bárbaros, señorita, mire lo que le digo.
Era cosa de bárbaros, si, Trinidad tenía razón. Era una consecuencia de las hordas devastadoras y violentas que venían desde los confines de la Tierra dispuestas a destruir el orden conocido. Suevos, vándalos, alanos; muchedumbres sin ley que lo arrasaban todo, fuerzas de la negrura y del dolor. Como esos tártaros que prendieron fuego a Europa y Asia, Gengis Khan y sus guerreros feroces agostando los campos con los cascos de sus cabalgaduras, arrancando a los bebés de los brazos de sus madres, violentando doncellas, dejando tras de sí un reguero de sufrimiento irrestañable. Tal vez fueron los tártaros quienes le robaron la niñez a Zarza, esa niñez feliz que resultaba imposible de recordar aunque estuviera fotografiada en la caja de música; tal vez fue Gengis Khan, el ladrón de todas las dulzuras, quien le arrebató la infancia en su germinación y su promesa, de la misma manera que arrebató el aliento a todos esos niños a los que degolló, sin pestañear, mientras la civilización ardía lentamente entre los rescoldos de una inmensa hoguera.
* * *
El padre de Zarza desapareció cuando los gemelos tenían dieciocho años. Se marchó de casa, y seguramente del país, pocas horas antes de que llegara la policía a detenerle. Había montado un boyante negocio de facturas falsas para defraudar a Hacienda. Zarza supo luego que el padre siempre había sido un pícaro, un truhán, y que en la familia existía el convencimiento de que se había casado con su madre por el dinero. Pero la fortuna materna resultó ser más aparente que real y el padre se vio obligado a trabajar, o más bien a organizar diversas empresas de actividad brumosa y definición incierta. La última, el negocio de las facturas falsas, funcionó de maravilla durante varios años, y es de suponer que el hombre sacó una tajada multimillonaria, aunque en sus cuentas bancarias no quedó gran cosa. Debió de colocar sus ganancias en algún paraíso financiero ilocalizable. Ni Zarza ni sus hermanos volvieron a saber del padre nunca más.
No se puede decir que Zarza le llorara; pero es cierto que a partir de entonces, con los embargos judiciales y el caos económico, las cosas empezaron a deteriorarse rápidamente. La herencia de la madre se acabó antes de que Zarza y Nico terminaran la carrera de Historia; Martina les mantuvo económicamente durante el último curso y gracias a eso lograron licenciarse. Los gemelos pensaban devolverle el dinero a su hermana cuando trabajasen, ese fue el acuerdo asumido entre los tres; pero poco después de salir de la universidad llegó la Blanca y en un par de años se lo comió todo: el escaso saldo que quedaba en las cuentas, los cubiertos de plata, las joyas de la madre. Incluso desapareció la cajita de música, extraviada en quién sabe qué trueque o qué descuido. Entonces Zarza entró en la Torre y allí perdió varias cosas más, ninguna tangible. Hasta que se le cayó el primer diente, porque la Reina arranca los dientes de sus súbditos para hacerse con ellos mortíferos collares de hechicera; y Caruso, al verla famélica y mellada, la echó sin contemplaciones de su negocio.
Fue durante aquella época cuando encontró a Urbano. Mientras estaba en brazos de la Blanca, Zarza creía que nunca podría salir de allí. Pero Urbano irrumpió en medio de su desesperanza y consiguió el aparente milagro de rescatarla. Fue como el paladín que salva a la doncella del dragón en el instante crítico. Ni el Caballero de la Rosa hubiera podido comportarse de modo más galante.
Sucedió una noche de verano en la puerta de una discoteca. El gorila que se encargaba de las admisiones paró a Zarza en el umbral dándole un manotazo tan brusco en el pecho que casi parecía un puñetazo.
—Eh, tú, tía, ya te he dicho que te largues, que aquí no puedes entrar.
Pero Zarza quería entrar, necesitaba entrar, no podía hacer otra cosa. De manera que lo intentó de nuevo.
—Déjame, hombre, pero qué te molesta…
El matón le dio un par de bofetones no muy fuertes, más bien un alarde de humillación que de violencia, y la empujó escalones abajo. Zarza trastabilló y cayó sentada sobre la acera, las piernas torcidas, torpe y débil, con un manchón de sangre en la nariz. Pero no le importaba. A decir verdad, casi no sentía nada, ni el golpe, ni la vergüenza; la Reina impregna a sus seguidores de tal modo que, sumergidos como están en el gran dolor, apenas si son capaces de apreciar los dolores pequeños. Quien sí pudo advertir el incidente con detalle fue Urbano, que pasaba por allí camino de su casa, situada dos manzanas más abajo. Se había detenido al ver el alboroto. Ya había levantado las cejas con disgusto al primer manotón; cuando el gorila arrojó a Zarza al suelo, su ceño se frunció definitivamente.
—Eh. No vuelvas a hacer eso —dijo con voz grave y tranquila, apoyando suavemente su dedo índice en el pecho del matón.
Urbano medía un metro noventa y era un hombretón sólido y más bien grueso de espaldas anchas y manos como palas. El portero, aunque más bajo, le doblaba en corpulencia; era una bestia fenomenal, un forzudo de feria, y sus hinchados músculos parecían a punto de reventarle el traje; pero también era un matón lo suficientemente profesional como para saber que esos tipos grandes y calmosos podían llegar a ser un verdadero fastidio. Y, total, para que.
—Oye, tío, total para qué, no tengo ninguna gana de pegarme contigo, no vamos a hacernos aquí los gallitos por una tipa así, yo estoy haciendo mi trabajo y esa clase de gente no puede entrar —dijo el gorila, conciliador.
—No vuelvas a tocarla —repitió Urbano, ni siquiera en tono amenazador sino más bien como quien describe un hecho incuestionable.
—¡No la tocaré! —se burló suavemente el portero—. Si tanto te preocupa esa tirada, ¿por qué no te la llevas de ahí? Vamos, digo yo.
Urbano se agachó y ayudó a Zarza a levantarse.
—¿Estás bien?
—Muy bien. Sí, sí. Muy bien, muy bien —dijo rápidamente Zarza, secándose la sangre con el dorso de la mano y procurando adecentar su ropa.
Después de todo, a lo mejor hasta había conseguido un cliente, y sin necesidad de entrar en la discoteca. Sonrió intentando parecer hermosa, todo lo hermosa que sabía que un día fue, pero luego recordó que le faltaba un diente y apretó los labios.
—¿Quieres que te lleve a tu casa? —dijo el hombre.
—¿Y por qué no vamos mejor a la tuya? —dijo Zarza con toda la picardía de la que fue capaz.
Pero Urbano sólo veía a una pobre chica escuálida con la ropa manchada de sangre, los ojos desorbitados y la expresión de ansiedad de un perro en una jaula. Urbano la miró y recapacitó en silencio durante un rato largo, porque era un hombre de pensamiento profundo y lento: poseía una de esas inteligencias arquitectónicas que necesitan levantar primero los cimientos, y luego las paredes, y que sólo al final colocan la techumbre a las ideas. De manera que la miró y caviló durante un buen minuto, y luego, cuando Zarza ya empezaba a desesperar, le dijo:
—Bueno. Está bien. Vente conmigo a casa.
—Tío, eres un pardillo. ¿Pero no ves que es una tirada, no ves que está hasta el culo? —se admiró el gorila—. Pero qué pardillo…
Urbano tenía treinta y cinco años y el pelo castaño cortado a cepillo. Su cabeza era redonda, ancha por todas partes, con un pesado rostro de abundantes mofletes recubierto por una piel ruda y porosa. En medio de toda esa densidad carnal, la boca pequeña y bien dibujada resultaba ridícula, una boca de damisela o de cerdito. Tan sólo sus ojos, caídos por las comisuras como los de los perros, del color de las uvas verdes y profundamente melancólicos, humanizaban la brutalidad de su aspecto. Si su rostro hubiera pertenecido a un cuerpo de hombre pequeño, hubiera resultado bastante feo. Encaramado encima de esa percha rotunda y poderosa, podía pasar por un tipo duro. Pero no lo era. En realidad era un tímido. Pese a su corpachón y a su cuello de toro, se consideraba manso, o incluso débil; se veía a sí mismo como la frágil figura que se esconde, antes de ser esculpida, en un bloque de mármol. De hecho, aquella noche había sido la primera vez en su vida que se había sentido dispuesto a enfrentarse a puñetazos con alguien, y esta reacción le había dejado tan sorprendido que esa fue la razón por la que se llevó a la chica a su casa: quería seguir observándola para poder entender por qué con ella había manifestado tanta audacia.
Urbano trabajaba como carpintero y era un buen profesional: poseía un negocio propio, manejaba dinero; tenía estudios medios y le gustaba leer; sobre todo las novelas que aparecían en las listas de superventas; no era un intelectual, pero tampoco inculto. Sobre todo era raro, tan retraído y lento. Se tenía a si mismo por uno de los seres más aburridos de la Tierra y le era muy difícil entablar relaciones con la gente. En general soportaba bien su soledad, incluso la apreciaba, porque se sentía protegido; pero de tiempo en tiempo, cuando el cuerpo le ardía con un vacío doloroso que no era sólo carnal, se pasaba por alguno de los dos o tres bares de copas que había junto a su casa. Se instalaba en la barra, en un rincón, aferrado al vaso de whisky como el navegante novato se aferra a un asidero contra las sacudidas de las olas, y esperaba la llegada de alguna mujer hambrienta y parlanchina. Casi siempre llegaba una, antes o después, atraída por el tamaño de Urbano, por la anchura de sus hombros, por su aire reservado, tal vez incluso por su aspecto brutal. Las mujeres eran raras, se decía Urbano; algunas parecían tener miedo de él y disfrutar con ello.
Aquella madrugada, pues, Urbano se llevó a Zarza a su casa. Un hecho bastante inusitado, si tenemos en cuenta que el hombre jamás repetía noche con las mujeres de los bares y que, al margen de estos encuentros ocasionales, nunca recibía la visita de nadie. El apartamento, ordenado y sobriamente confortable, estaba situado en el piso superior del taller de carpintería, que se abría directamente sobre la calle. Para desesperación de Zarza, Urbano enseguida dejó claro que no estaba interesado en hacer el amor. Zarza porfió, regateó y abarató el precio de modo humillante, hasta alcanzar el mínimo del mínimo, sin conseguir ablandar el hermético corazón del hombre.
—Entonces, dame algo de dinero —cambió Zarza de táctica, derrotada—. Préstame algo, por favor. Dame diez mil pesetas. Las necesito. Te las devolveré mañana, te lo prometo.
—No. No te voy a dar nada.
Zarza rogó, lloró, imploró como la más miserable de las mendigas, chilló, insultó y volvió a implorar, y no consiguió que Urbano cambiara de parecer.
—Pero entonces, ¿para qué me has traído? —se asustó de repente Zarza—. ¿Eres uno de esos tíos raros? ¿Qué quieres de mí?
Urbano estaba sentado en el sofá con los brazos cruzados sobre el pecho. Mirándola y pensando.
—No —dijo al fin—. A lo mejor soy un tío raro, pero no uno de esos raros que tú dices. No te voy a hacer nada, no tengas miedo.
Zarza se puso en pie, todavía asustada.
—Me quiero ir.
—Márchate. Ahí tienes la puerta. Nadie te lo impide.
Zarza tironeó de su falda hacia abajo, agarró su bolso, se limpió con un dedo mojado con saliva la raspadura polvorienta de la rodilla, remoloneó un poco camino de la puerta.
—Entonces, ¿esto es todo? —dijo, ya cerca de la salida.
—Esto es todo. Pero, si quieres, te puedes quedar a dormir.
—¿Contigo? —volvió a ilusionarse Zarza, pensando en el negocio y acercándose a Urbano.
—No. Aquí, en el sofá.
Se sentía tan cansada. Se sentía tan cansada, y tan enferma. Se dejó caer sobre el asiento, junto al hombre.
—No puedo quedarme. Estoy… me encuentro mal. Necesito dinero. Tengo que irme.
Urbano cogió la mano derecha de Zarza y la colocó extendida sobre su propia palma. Zarza tenía una mano ligera y aniñada, con los pellejos arrancados y las uñas mordidas; parecía minúscula en mitad de esa enorme palma callosa de artesano, de falanges anchas y huesudas. Urbano se quedó contemplando la mano de Zarza con infinito mimo y parsimonia, como el entomólogo que estudia una nueva subespecie de coleóptero. Miraba el hombre la mano, quieto y concentrado, y Zarza miraba al hombre, sin poderse creer que una parte suya pudiera suscitar semejante atención. ¿Acaso había todavía algo en ella digno de ser observado, estudiado, entendido? Transcurrieron así varios minutos, mientras Zarza percibía el hambre creciente de sus venas y volvía a experimentar, una vez más, esa angustia mortal tan conocida, el refinado tormento de la Reina. Pero en esta ocasión, quién sabe por qué extraña y retorcida razón, se sintió con más fuerzas, o, por el contrario, más cansada que nunca, y pensó: «Por qué no. Muramos de una vez». Y se quedó.
En los siguientes días agonizó cien veces y en las cien ocasiones continuó viviendo, prolongando eternamente su tortura. Hasta que al regresar de una de sus muertes sintió que respirar le dolía menos. Y en ese instante tuvo la increíble certeza de que, después de todo, iba a sobrevivir.
Por entonces, en la convalecencia, Urbano y ella empezaron a acostarse juntos. Ella se lo había ofrecido dos o tres veces, de palabra o simplemente con el cuerpo, rozándose con él o intentando tocarle. Urbano siempre la rechazó de manera inequívoca, al principio con amabilidad, después con progresiva aspereza y violencia. Fue esta progresión, precisamente, lo que le hizo intuir a Zarza que estaba en el buen camino. Una noche le oyó rebullir al otro lado de la pared. Era muy tarde, había luna llena, un resplandor plateado inundaba el apartamento y Urbano resoplaba insomne en su dormitorio. Zarza se levantó del sofá y, tras quitarse la camiseta con la que dormía, caminó desnuda y sin ruido por la casa alunada hasta llegar a la cama de Urbano. Se coló entre las sábanas y se apretó contra la maciza y sudorosa espalda del hombre. Urbano se estremeció.
—No es obligatorio que hagas esto —dijo.
—Lo sé —contestó Zarza.
—No es ni siquiera necesario.
—Lo sé —repitió ella; y recorrió con la punta de sus dedos el carnoso costado de Urbano, tan duro y correoso como el flanco de un buey; y al cabo metió la mano bajo el pantalón de su pijama, y le satisfizo comprobar que allá dentro todo estaba dispuesto para ella. Así empezó la cosa.
Dijera lo que dijese, en realidad Zarza sí que sentía cierta obligación con respecto a Urbano. Le inquietaba no entender por qué ese hombretón silencioso y extraño la había acogido en su casa, y ofrecerle su cuerpo no era más que una manera de pagarle y, por consiguiente, de sentirse más libre frente a él. Pero Zarza había podido advertir que Urbano no aspiraba simplemente a un revolcón. El hombre quería algo más, algo a lo que él mismo no podía poner palabras pero que Zarza interpretaba, con burlón asombro, como una historia de amor. De manera que ella intentaba saldar su deuda fingiéndole un amor creciente y transparente. Le susurraba cosas dulces al oído. Le acariciaba el pelo corto y áspero. Le miraba intensamente a los ojos cuando él la penetraba. Eran los viejos trucos que había aprendido en la Torre. No lo hacía con mala intención, antes al contrario: es que no tenía nada mejor para ofrecerle. Su cuerpo estaba muerto, el cuerpo de Zarza; no sentía nunca nada, como tampoco lo sintió con los borrosos clientes de la Torre. En cuanto a su conciencia, era una cuerda tan reseca como un hilo de esparto. A veces pensaba que había agotado para siempre todas sus emociones. Había sobrevivido, pero carecía de sentimientos. Con todo, los días pasaban y el estado físico de Zarza iba mejorando poco a poco.
Vivían instalados en una suave rutina, tan higiénica como la organización de la vida en un sanatorio. Se levantaban a las nueve, desayunaban, hacían un poco de ejercicio físico; luego él bajaba al taller a trabajar y ella leía algo ligero, o veía la televisión matinal, lo que le hacía sentirse como una niña pequeña, como una colegiala convaleciente de un ataque de amígdalas. A veces repasaba alguno de sus libros de historia medieval, aunque todavía no tenía capacidad de concentración para nada enjundioso. Otras veces Urbano la venía a buscar y salían al mercado a comprar comida; o a pasear, o al cine. Porque el hombre no quería que saliera sola. Vivían los dos juntos, aislados, sin ningún otro contacto con el exterior. De cuando en cuando, Urbano subía del taller algún mueble que había hecho expresamente para ella. Una preciosa mecedora, a la que ella puso unos cojines de color rojo brillante. O dos pies de madera maciza, bella y sencillamente torneados, para las lámparas del dormitorio. Algunas noches ponían música y Urbano bailaba torpísimo con Zarza, y la zarandeaba de acá para allá por mitad de la sala. Ella se reía, enseñando el hueco de su diente e intentando no pisar los descomunales pies de su pareja. Estaba muy ocupada redescubriendo el mundo. Una vez libre de la Blanca, el universo volvía a tener su vastedad inicial, su enorme y palpitante confusión de cometas y hormigas. Tras la abrasadora y absoluta sencillez de la Reina, Zarza tenía que enfrentarse de nuevo con el batiburrillo de la vida. Y con el desasosiego de la memoria.
Porque, al poco tiempo, Zarza empezó a recordar. Era un hormigueo desagradable, casi doloroso, progresivo, como cuando se recupera la sensibilidad de un miembro dormido. Y así, llegó un día en que Zarza pensó en Nicolás, al que había abandonado meses atrás sin volver a dar señales de vida. Nico debía de creer que ella se había muerto. Que algún cliente la había destripado en una esquina. O que había caído fulminada por un beso envenenado de la Reina. Esas cosas pasaban todos los días, en la calle. Zarza pensaba ahora en Nicolás, y le echaba de menos, y se sentía abrumada de congoja, porque era la primera vez que ella y su gemelo estaban separados. Pero por otra parte le espantaba la sola idea de verle. Su cariño por Nicolás era como un cáncer: un latido que crecía y que dañaba. Zarza sabía que no podía dejarlo así, que tenía que hacer algo con ello. Tendría que operar ese tumor, o moriría. Pero poco después sucedió algo aún peor, y es que la convaleciente Zarza se puso lo suficientemente bien como para acordarse de Miguel, cuya imagen se le vino a la cabeza de repente de manera angustiosa. Zarza supuso con horror que su hermano pequeño debía de seguir malviviendo con Nico, olvidado, descuidado, arrumbado como un animalito molesto. Una vez que el recuerdo de Miguel se apoderó de ella, Zarza ya no pudo librarse de él; crecía en su interior, haciéndose cada vez más perentorio y asfixiante. Hasta que un día sentó a Urbano en el sofá y se lo contó. Le habló de Nicolás, pero sobre todo de Miguel. De ese chico retrasado que de cuando en cuando decía intrincadas verdades. Y de que, de pequeños, Miguel se agarraba a una punta de su jersey, del jersey de Zarza, o tal vez de su falda; no podía tocar a los humanos sin erizarse, pero se agarraba a la ropa de Zarza, orejudo y raquítico, y apretaba con tanta fuerza que luego se le podían ver las marcas de las uñas en las palmas. Urbano frunció el ceño y proyectó los carnosos mofletes hacia adelante, como solía hacer cuando se concentraba en un asunto de importancia. Así, con todo el rostro serio y engurruñado, apretó la mano de Zarza y declaró:
—Iremos a buscar a tu hermano y lo traeremos aquí. Si compramos un colchón puede dormir en el cuarto del fondo.
Zarza se maravilló una vez más del carácter de Urbano, que ella no sabía si definir como inmensamente generoso o inmensamente estúpido, porque estamos tampoco acostumbrados a la bondad que solemos confundirla con la idiotez; y volvió a meterse en la cama con él, y a dar grititos sofocados, y a mirarle a los ojos con fingida entrega y entusiasmo. Y luego se duchó, se vistió y se fue con el carpintero a buscar a Miguel, sintiendo por primera vez en mucho tiempo algo parecido a la alegría.
* * *
Lo que Zarza no sabía, y probablemente no sabrá jamás, era que Martillo se llamaba Martillo a causa de un pequeño incidente que protagonizó a los nueve años, cuando hundió la cabeza de uno de los amantes de su madre con una maza de partir nueces. El hombre no murió ni le quedaron secuelas permanentes del asunto, pero se pasó una buena temporada en el hospital y no volvió a aparecer por casa de Martillo, lo cual fue un gran alivio, porque el tipo tenía el alcohol violento y ya había zurrado varias veces tanto a la madre como a la hija. Además de librarle del energúmeno, la hazaña de Martillo le proporcionó una gran fama en el barrio, una breve estancia en el reformatorio y el nombre que llevaba.
Zarza, por su parte, era llamada así desde muy pequeña porque sus compañeros de la escuela empezaron a apodarla de ese modo, cortando el apellido en dos, como a menudo hacen los colegiales. Pero su nombre también provenía de las noches oscuras de la infancia, cuando su padre cruzaba los pasillos con pasos de lobo sigiloso, y entraba en la habitación sin hacer ruido, y se arrimaba a su cama de niña, y apartaba la colcha de cretona. Y al cabo las manos de papá la despertaban, un hombre grande y fuerte de ojos relucientes en la penumbra; y ella se asustaba y se agitaba, y papá murmuraba sonriente: «Cómo araña mi zarcita, eres mi Zarza».
* * *
La historia de El Caballero de la Rosa está situada en el ducado de Aubrey, en la costa norte de Cornualles, no lejos del monasterio de St. Michael, que fue donde se encontró el manuscrito. Harris y Le Goff sostienen que Chrétien de Troyes la escribió en torno a 1175, después de hacer El Caballero de la Carreta para María de Champagne y antes de redactar su inacabado Perceval para Felipe de Alsacia. Teniendo en cuenta que, como era costumbre por entonces, Chrétien siempre trabajaba bajo la tutela y manutención de un benefactor, es de suponer que hizo El Caballero de la Rosa para Edmundo Glasser, IX duque de Aubrey y coetáneo suyo, que probablemente pretendía utilizar la fábula de Chrétien para adornar su apellido con un pasado glorioso. A fin de cuentas, ese era el uso habitual de estos relatos; si las leyendas artúricas se extendieron por Europa en el siglo XII, fue fundamentalmente para dar una legitimidad mítica a la dinastía de los Plantagenet en Inglaterra, los cuales se encontraban a la sazón en desventaja frente a los Capetos de Francia, que contaban con el mito de Carlomagno a sus espaldas. Chrétien dedicó toda su vida a eso, a crear una historia de ensueño, un pasado mentiroso pero hermoso. Y a hacer de esa creación una verdad mucho más trascendente y perdurable, mucho más fiable que la equívoca y borrosa realidad.
El Caballero de la Rosa sucede en los años remotos de Thumberland, el primer duque de Aubrey. Son tiempos difíciles y Thumberland es un señor de la guerra más empeñado en la fuerza que en la justicia. Gwenell, su esposa, es una extranjera, una galesa de cabellera tan roja y enmarañada «como una zarza ardiendo»: esa es la exacta imagen que usa Chrétien. Es bella, bellísima, tan hermosa como sólo pueden serlo las hermosas damas de las fábulas; y, como todas ellas, carece de edad y no envejece, porque el tiempo no la hiere, sólo la besa, y esta es otra imagen del autor.
Gwenell, quien, como es habitual en la literatura cortés, une a sus dotes físicas una perfección espiritual también sobrehumana, es la madre del heredero de Thumberland, un niño feliz, audaz y fuerte que se llama Gaon. Pero además de este hijo legítimo, el Duque tiene un bastardo, Edmundo (extraño homenaje de Chrétien a su homónimo benefactor, considera Le Goff), de exactamente la misma edad que el heredero. Los dos niños son educados juntos y se adoran. Si Gaon es fuerte y audaz, Edmundo es ágil y reflexivo. Se complementan como las dos mitades de una manzana partida por el acero.
Como el señor de la guerra está siempre en la guerra, el ducado de Aubrey es una corte refinada y dichosa, regida por la sabia mano femenina de Gwenell. Hay música, poesía, torneos y peleas regladas entre caballeros, paseos por los jardines en las tardes balsámicas. Es el paraíso en la tierra, un pequeño Edén limitado por las almenas del castillo. Dentro del perímetro amurallado, la enfermedad no hiere y el tiempo no transcurre. En lo más alto de la más alta torre, asomada a un balcón regiamente labrado y flanqueada por su hijo y el bastardo, Gwenell deja flotar sus pesados rizos en el vacío y disfruta de la belleza de sus posesiones. Y el aire huele a miel, y las flores se abren como labios carnosos.
Muy de cuando en cuando, el duque de Aubrey regresa al hogar, con los ecos de la última matanza en los oídos y las grebas salpicadas de barro y de sangre. Y es como la llegada del invierno. La nieve se apila en el adarve, los ateridos cuervos buscan un precario cobijo en las troneras, los lobos merodean por las murallas. Thumberland impone sus rutinas de hierro: de repente, el castillo está lleno de antorchas humeantes que reparten más penumbras que luz, y de gruesas colgaduras de terciopelo rojo, y de caballeros tintineantes con el cuerpo marcado de cicatrices. El Duque quiere que su hijo y heredero se endurezca, y le ordena salir a cazar en solitario. Pero el bastardo desobedece y acompaña a su hermano; tienen doce años, son como gemelos, nunca se separan. Salen al mundo exterior, pues, una madrugada plomiza y ventosa, abrigados con capas forradas de piel de marmota. La nieve, recién caída, empieza a helarse; las botas crujen y van dejando un rastro de blancura rota.
Caminan y caminan, buscando huellas. Quieren un jabalí, una pieza que el Duque pueda considerar lo suficientemente valiosa y arriesgada. Al fin creen encontrar una pista: pisadas, excrementos, ramas quebradas. Van armados con ballestas, puñales, espadas cortas. Sin perros, ellos lo saben, es extremadamente difícil cazar un jabalí; pero en invierno los animales tienen hambre, se acercan más, son más imprudentes. También son imprudentes Edmundo y Gaon: con toda la ignorancia y la omnipotencia de la pubertad, se meten alegremente a través de un cerrado matorral. Ahí, atrapados entre la maleza, escuchan el ruido de la hojarasca, el gruñido furioso. Se vuelven con las ballestas amartilladas y disparan a la vez, casi sin apuntar. Es un oso. Una flecha se ha perdido y otra se ha clavado en el hombro lanudo, pero se diría que no le ha hecho ningún daño. El animal se acerca, bamboleante y enorme, y de un solo zarpazo le abre el pecho a Gaon y luego se dispone a rematarlo. Entonces, Edmundo se cuela entre los dos. Con el puñal, porque están demasiado cerca para la espada. El animal le sujeta la cara entre sus garras y el chico empieza a verlo todo tras un velo de sangre. El oso es rojo, el aliento fétido de sus fauces es rojo, la muerte es roja. La muerte que se aproxima, inexorable. De pronto, la bestia se desploma con un gañido agónico. Todavía de pie, Edmundo contempla aturdido y atónito la convulsa mole de carne y pelambre; el oso, atisba el chico con dificultad tras las cataratas de sangre que le ciegan, tiene el cuello abierto de lado a lado. Eso lo ha hecho él, casi sin darse cuenta. Ahora puede relajarse, puede dejarse caer al suelo y desmayarse.
Los dos niños tardan en curar largas semanas. Acostados el uno junto al otro, son velados por Gwenell la incansable, que les acaricia con sus manos dulces y sus rizos de fuego; y el agua con que les lava las heridas está mezclada con la sal de sus lágrimas, dice Chrétien. A Gaon le queda el único recuerdo de unos costurones en el esternón; pero Edmundo ha perdido el ojo derecho. Su hermosa cara adolescente está rota ahora por la cicatriz, que es radial, abultada y redonda, y cubre toda la cuenca, como si alguien hubiera esculpido en su rostro una rosa de carne. Sin embargo, el muchacho no parece apesadumbrado. Lo lleva con una serenidad impropia de su edad. Con la serenidad del héroe ante el infortunio, para ser exactos. Gaon, por el contrario, está muy afectado. Debe a su hermanastro la vida y un ojo, y se siente abrumado de admiración y amor. Si antes ya estaban siempre juntos, ahora no se separan. Incluso duermen en la misma cama, en la torre de Gwenelí, un piso por debajo de los aposentos de la Duquesa.
Vuelve a irse Thumberland con su corte sombría de soldados y regresa la primavera al ducado de Aubrey. Se retoman los torneos y los concursos poéticos. Gaon y Edmundo crecen, se les ensancha el pecho, se endurecen sus nalgas. Empiezan a perseguir doncellas por los jardines y hay una explosión de risas y sofocos. Pese a la cicatriz y a su condición incierta de bastardo, Edmundo es el preferido de las damas. Aunque los dos muchachos miden lo mismo, Edmundo es más esbelto; tiene un cuerpo perfecto y media cara divina. Con la otra media consigue conmoverte: la lesión le hace humano, pues de otro modo su hermosura podría resultar insoportable. En el castillo empiezan a llamarle El Caballero de la Rosa, un nombre que honra la forma de su herida. El joven posee un temperamento tan templado y formidable que ha conseguido que la pérdida de su ojo sea algo cercano a una ganancia.
Una cálida noche de luna, Gaon despierta y se descubre solo. No es la primera vez que ocurre: desde que los hermanastros tienen cuerpo de hombres a menudo se marchan con mujeres. Pero esa noche hay algo en el ambiente que estremece a Gaon. Una quietud distinta, una palpitación, el barrunto de algo descomunal e irresoluble. Se levanta Gaon de la cama, desnudo como siempre duerme y bañado por la luz de la luna, que está redonda y plena, allá arriba en el cielo, y que parece mirarle y «fascinarle»; y para Chrétien, la fascinación equivale al mal de ojo. Esa luna fulgurante, pues, aoja a Gaon y le obliga a caminar como un autómata. Sale de su cuarto y se para a escuchar: el palacio está en silencio, como encantado. Sube las escaleras con los pies descalzos. Pies que no hacen ruido. Llega hasta la puerta de los aposentos de su madre: la hoja está entornada y no hay ninguna dama de confianza dando cabezadas en la antesala. Avanza Gaon hasta el dormitorio, que es una enorme sala circular pintada de reluciente plata por la luna. Al fondo, junto al balcón labrado de la infancia, una estrella orgánica se agita y estremece sobre el lecho. Se acerca el heredero, intuyendo lo que va a ver pero todavía sin querer entenderlo, y descubre al fin los dos cuerpos pegados, rendidos, machihembrados; los hermosos músculos de Edmundo parecen de fina piedra, la piel de la mujer es un bello mármol. Toda esa carne tibia se aprieta y se confunde hasta formar entre los dos un solo ser, un animal jadeante rematado por la cabellera de Gwenell, que flota exuberante sobre la sábana como la suave corona de una anémona.
«¡A mí la guardia!», grita Gaon, primero sin voz y sin aliento, después con un bramido de agonía, buscando inútilmente un arma en su cadera desnuda. Al escuchar su grito, el raro animal marino se deshace, se divide en dos seres asustados. «Hermano», dice Edmundo; pero Gaon sigue llamando fuera de sí a la guardia y ya se siente un revuelo de pisadas en la escalera. «¡Márchate, vete, huye!», implora Gwenell: ahora no parece una duquesa ni tampoco una madre; sólo es una mujer que teme por su amante. Edmundo toma su decisión en un instante; recoge el burruño de sus ropas del suelo, las botas, la espada, y salta, desnudo aún, por la ventana del fondo. Se escucha el chapoteo en el foso, las exclamaciones de los soldados. Gaon, paralizado, no acierta a ordenar que le detengan y su hermanastro escapa.
Una vez perdido el paraíso, Gaon ordena encerrar a Gwenell en el dormitorio y tapiar la puerta, el balcón labrado y las ventanas. Sólo queda abierto un pequeño agujero con un torno por donde le pasan el agua y la comida dos veces al día. Nunca jamás podrá salir de ahí, ha decidido Gaon; nunca jamás verá la luz del sol. Ahora reina el invierno en el ducado indefinidamente y Gaon se esfuerza por parecerse más y más a su padre, a ese Thumberland de quien hace años que no tienen noticias. De modo que de la corte desaparecen los poetas, y donde antes había sol y finas sedas, ahora hay fuego de leña y polvorientos brocados. El castillo está lleno de grandes chimeneas crepitantes, todas tiznadas de hollín, que a pesar de sisear como el infierno no consiguen calentar el lugar ni derrotar a las sombras. Gaon vive solo y duerme solo, cada vez más mohíno y taciturno.
Una madrugada llega la noticia de la muerte en batalla de Thumberland, y dos días más tarde entra en el castillo el propio Thumberland en forma de cadáver congelado, con los labios amoratados y una escarcha de sangre orlándole la frente. Señor de la guerra hasta el final, sus soldados le traen a hombros, tumbado sobre su propio escudo como los antiguos lacedemonios. Gaon celebra las honras fúnebres debidas, decreta un largo duelo, ordena a sus súbditos que hagan penitencia en su nombre. Él es ahora el duque de Aubrey y, consciente de sus deberes dinásticos, se casa con una joven dama aterrada y clorótica y le hace dos hijos, sólo para perpetuar el apellido. Después no vuelve a verla. La esposa y los pequeños viven en la torre de Gwenell, debajo del apestoso encierro en donde la Duquesa se pudre año tras año. Para asombro de todos, aún no ha muerto: golpea las paredes por las noches.
El eco de las hazañas de Edmundo hiere los oídos de Gaon. El bastardo se ha convertido en un ser legendario, en el Caballero de la Rosa, un famoso guerrero que vive del alquiler de su espada, pero que sólo consiente en luchar por causas justas. Lleva pintada en la coraza una rosa amarilla que casi se confunde con una zarza, por las muchas espinas que erizan el tallo; y el penacho de su yelmo es tan rojo y rizado como la cabellera de una mujer.
El nuevo Duque está desesperado: no soporta el prestigio de su hermanastro y sobre todo no soporta la torturante certidumbre de deberle la vida. Carente de paz y de reposo, Gaon se lanza a una orgía militar, y combate contra los bárbaros del norte, contra los vikingos, contra los proscritos. Ya es un señor de la guerra como su padre, pero le aventaja en crueldad. Un día se enfada con un paje que le ha servido la comida fría y ha contestado a sus reproches con ligera insolencia. Temblando de cólera, Gaon se pone en pie, agarra al muchacho por el cuello con una sola mano y lo arrastra hasta una enorme chimenea. Allí lo mete entre las llamas y aguanta con el brazo extendido hasta que el adolescente se achicharra. Desde ese momento, el segundo duque de Aubrey es conocido como Puño de Hierro: porque soportó el dolor, y porque a partir de aquel incidente siempre lleva puesto un guantelete metálico sobre su mano inútil y abrasada. Poco a poco, los nombres infantiles de Edmundo y Gaon se van borrando de la memoria, lo mismo que el recuerdo remoto y feliz del paraíso.
Pero lo que no puede olvidar Puño de Hierro es que no es el dueño de su propia vida. Ese pensamiento le tortura, le envenena la sangre y le enloquece. Se arroja Puño de Hierro una y otra vez sobre sus enemigos como un lobo, buscando la muerte en el campo de batalla para no tener que pagarle la deuda al hermanastro; pero, por más que se compromete y que se arriesga, no consigue que le atrape la desdentada. Va dejando tras de sí un reguero de chatarra y de cadáveres, pero él sólo recibe pequeñas heridas.
Un día, estando Puño de Hierro en el Norte, muy lejos de sus tierras, combatiendo a los pictos de rostros teñidos, aparece por el campamento un caballero armado que solicita una audiencia con el Duque. Puño de Hierro acaba de regresar de una incursión de reconocimiento; lleva puesto un coselete de cuero despellejado y viejo, y está cansado, sediento y polvoriento. La casualidad y la ausencia de protocolo propia de los campamentos militares hace que el caballero sea llevado ante el Duque de inmediato, sin mediar aviso. Puño de Hierro reconoce a su hermano nada más verlo y queda como herido por el rayo, tambaleante y pálido. El Caballero de la Rosa se quita el yelmo: también él tiene el rostro como la cera, salvo la rosada flor de su cicatriz. Alrededor de ambos gentiles hombres se abre un círculo expectante.
—Vengo desde muy lejos para verte, hermano. Porque sigues siendo mi hermano aunque me odies —dice el Caballero—. Llevo muchos años penando mis pecados, que son grandes, lo sé. Y me arrepiento. He venido para pedir clemencia.
Puño de Hierro apenas si escucha; un zumbido de sangre le aturde los oídos. Sólo atina a pensar en que su hermanastro está allí delante, a su merced, en sus manos, y que no puede matarle. Y también piensa en la magnífica armadura que el Caballero viste; en su hermosura viril, que aún sigue siendo poderosa; en su aspecto de héroe. Y él, en cambio, está sucio y sudoroso, envejecido, pobremente armado. Maldice el momento en que se ha puesto el coselete ligero esa mañana: ha preferido la comodidad al señorío, y ahora sus soldados deben de encontrar más ducal al bastardo que al propio Duque. Aprieta las mandíbulas hasta que se escucha el chirrido de los dientes. El Caballero avanza unos pasos hacia él y deja caer una rodilla en tierra.
—¿No te parece que ya hemos sufrido todos demasiado? —Dice con voz ronca y quebrada, cargada de áspera emoción—. Y, sin embargo, hubo un tiempo no muy lejano en el que nos quisimos. Y en el que fuimos felices. En recuerdo de lo mucho que nos hemos querido, te suplico que acabemos con esto. El perdón es la máxima virtud de los grandes señores. Y yo conozco mejor que nadie tu grandeza. Me humillo ante ti. Perdóname, hermano.
—Jamás… jamás —barbota estranguladamente Puño de Hierro, y las palabras salen raspándole la garganta.
—¡Te lo ruego! No pido por mi suerte, mátame si quieres. Pero a ella… a tu madre. Sé que sigue viva. Es un castigo cruel. Permítele que salga de su encierro. Permítele que se vaya a un convento.
—Jamás, jamás —repite Puño de Hierro; y las palabras, dice Chrétien, le queman en la boca.
Entonces el Caballero de la Rosa, comprendiendo la inutilidad de sus esfuerzos, emite un aullido escalofriante, el grito de dolor de un animal que se sabe perdido. Es un alarido tal que todos los presentes quedan sobrecogidos; y uno de los soldados del Duque, temeroso de haber incurrido en la ira de su señor por haber sido él quien introdujo al Caballero en el campamento, cree ver, en su nerviosismo, que el lamento del hermanastro es una amenaza para Puño de Hierro; y, agarrando la lanza, se la hunde al Caballero por los entresijos de metal del espaldar, atravesándole el pecho. El bastardo se desploma boqueando sangre. Puño de Hierro desenvaina la espada y de un solo tajo degüella al soldado. Luego ordena que cuiden a su hermanastro, que le curen, que le salven la vida. Montan una tienda sólo para él, y los médicos duermen atravesados a los pies de su cama como perros domésticos. Puño de Hierro no visita jamás al Caballero de la Rosa, pero se hace dar el parte todas las mañanas y todas las tardes. Y así pasan los días y las semanas. Al cabo del tiempo, un paje tembloroso se arrodilla ante el Duque y le comunica que el Caballero está definitivamente fuera de peligro, consciente y sin fiebre.
Esa noche, Puño de Hierro organiza un banquete, y ríe a carcajadas, y bebe, y habla a grandes gritos, y se lleva un par de mujeres a su cama. A la mañana siguiente, el Duque se baña en el torrente helado y luego se viste con sus mejores ropas. Cruza el campamento, llega a la tienda del enfermo, entra en ella como un remolino de aire frío. El Caballero de la Rosa se incorpora dificultosamente sobre un codo, muy pálido aún, muy desmejorado, con el pecho vendado y el perfil filoso. Se contemplan los dos sin decir ni palabra; el silencio es más violento que un insulto. Entonces Puño de Hierro desenfunda su cuchillo de gala, una hoja de acero fina y bien templada con una empuñadura guarnecida de perlas.
—Ya te he pagado la vida que te debía —dice el Duque.
Y, con un movimiento rápido y preciso, se corta el ojo derecho por la mitad. Como una hoz partiendo requesón, dice Chrétien.
—Y con esto he pagado por tu ojo —añade, impávido, con la voz apenas algo más ronca—. Ya no debo nada. La próxima vez te mataré.
No dice más Puño de Hierro y abandona la tienda. Poco después, el Caballero de la Rosa, todavía muy débil, es puesto en el camino con un par de caballos y provisiones.
Conjetura el eminente Jacques Le Goff que esta extraña leyenda no debió de ser del gusto de Edmundo Glasser, IX duque de Aubrey, y que tal vez fuera por eso por lo que el texto jamás se dio a conocer. Incluso puede que Chrétien de Troyes cayera en desgracia con su benefactor y que tuviera que salir corriendo de Cornualles, tras haber confiado su manuscrito a un monje amigo. O puede que fuera el propio Duque quien, insatisfecho con esta historia sombría, enterrara la obra en el monasterio, que a la sazón estaba dentro de sus propiedades.
Sea como fuere, ya nos queda muy poco para el final; pues, aunque Chrétien asegura que tras aquel encuentro todavía transcurren muchos años, apenas si dedica un puñado de líneas a describirlos. Tan sólo dice que tanto Puño de Hierro como el Caballero de la Rosa tardan algún tiempo en curar del todo sus heridas, y que después regresan a sus batallas. Pero ahora, mientras guerrean, intentan dirigir sus pasos hacia la región en donde piensan que pueden encontrar al hermanastro. Así, buscándose el uno al otro, recorren sin fruto los caminos. Y envejecen.
Un atardecer, cuando la edad ya les pesa en el pecho y las canas empiezan a brillar en sus cabezas, ambos gentiles hombres consiguen reunirse. El Duque acaba de llegar a su castillo, en donde piensa permanecer unas semanas. Pero antes de que termine de instalarse, y siguiéndole los pasos, aparece el Caballero de la Rosa. Puño de Hierro, sin recibirlo, ordena que lo atiendan, que le den de comer opíparamente, que le preparen el mejor aposento. Así se hace, mientras los cortesanos hierven de susurros, embargados por la expectación de lo inminente. Nadie duerme aquella noche en el castillo, salvo los hermanastros.
Al despuntar el alba ya se encuentran los dos en el patio de armas. Ambos tienen puestas sus armaduras completas, unos espléndidos equipos de combate. Puño de Hierro lleva espada y maza; el Caballero de la Rosa, lanza corta y espada. Siguen siendo igual de altos, Puño de Hierro algo más corpulento. Se miran el uno al otro, rodeados a prudente distancia por una muchedumbre silenciosa. Pasan los minutos sin que nada se escuche, sin que nada se mueva, mientras el sol asciende por la curva del cielo y empieza a lamer el patio. Entonces, cuando el charco de luz alcanza la base de la torre, se oye algo parecido a un lúgubre redoble: es Gwenell la fantasmal, la prisionera, que golpea allá arriba, en las tinieblas, las paredes de su bárbara mazmorra. En ese mismo instante, los hermanastros se bajan la celada y comienza la lucha.
Combaten como leones durante todo el día, asegura Chrétien, con la típica hipérbole de este tipo de relatos caballerescos. Se golpean y acuchillan hora tras hora, y a la caída de la tarde son dos hombres de hierro muy abollados y cubiertos por ese barrillo pegajoso que se forma al mezclar el polvo con la sangre. Llega un momento en que apenas si tienen fuerzas para mantenerse en pie. Apoyados en las espadas, acezantes, se observan el uno al otro desde el infinito cansancio de sus vidas. Entonces arrojan las armas al suelo, se acercan tambaleantes, se funden en un abrazo desesperado.
Los prestigiosos maestros armeros de Cornualles habían introducido una curiosa innovación en las armaduras de combate: en vez de dotarlas de un ristre normal, esto es, de ese hierro situado en el peto, sobre la tetilla derecha, en el que se afianzaba el cabo de la lanza, habían afilado la pieza hasta convertirla en un pincho largo y agudísimo, que podía utilizarse como arma defensiva en el cuerpo a cuerpo.
El Caballero de la Rosa y Puño de Hierro, nos cuenta Chrétien, llevaban en sus corazas este ristre mortífero. Por eso, cuando los hermanastros se ciñen y se estrechan mutuamente, van apretando los punzones, que atraviesan primero el peto, y luego el sudado y ensangrentado jubón, y después rasgan la piel, y por último se entierran en la carne, justo en el pecho izquierdo. Los dos hermanastros igual de altos, los dos como gemelos, los dos partiéndose el corazón, el uno al otro, en el definitivo abrazo de la muerte.
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