Cuando Zarza llegó a Rosas 29 eran las 18:20 y las farolas de la calle acababan de encenderse. El cielo se hinchaba despejado de nubes y tenía ese tono azul profundo y casi sólido de los atardeceres invernales. Hacía mucho más frío que por la mañana y los escasos peatones caminaban deprisa, arrebujados en los cuellos de sus abrigos y con los faldones aleteando al viento. El barrio había cambiado bastante desde la infancia de Zarza. Antes era una zona únicamente residencial, de hotelitos aislados y ajardinados. Ahora habían construido algunos bloques bajos de apartamentos de lujo y un centro comercial con restaurantes y boutiques.

Hacía muchos años que Zarza no volvía por allí y la visión de la casa familiar le produjo una impresión que no se esperaba, un desagradable escozor de herida mal curada. El lugar seguía igual, aunque envejecido y deteriorado, con ese aspecto de desgracia que poseen las casas que permanecen cerradas durante mucho tiempo: todas parecen haber sido el escenario de un antiguo dolor. Zarza dio cautelosamente la vuelta a la propiedad; el seto de arizónica se había secado por completo y ahora era un laberinto de ramas marchitas tomadas por un ejército de arañas. El murete estaba desconchado y el cemento se deshacía como miga blanda entre los dedos. Y al portón de hierro apenas si le quedaban unas pocas escamas de la pintura verde original; lo demás era metal podrido y oxidado. No parecía que hubiera entrado nadie por la puerta del jardín desde hacía mucho: también la cerradura tenía telarañas. Y lo que se atisbaba de la casa, por entre las veladuras del seto seco, ofrecía esa misma sensación de completo abandono. Después de todo, era posible que Nicolás no estuviera allí.

Abrir la cancela, aun teniendo la llave, fue muy difícil; después de muchos forcejeos, tan sólo consiguió desplazaría unos pocos centímetros. Tuvo que quitarse el chaquetón para poder pasar por el angosto hueco y, una vez dentro, le fue imposible volver a cerrar. Era como si la hoja se hubiera clavado en el suelo. «También la cancela se ha rendido», pensó Zarza. Encallada y descolgada de su marco, era un destrozo más para sumar a las otras ruinas. Zarza tomó aire, sacó la pistola del bolso, comprobó que el seguro seguía puesto y avanzó blandiendo timoratamente el arma. Dio una vuelta por el jardín a la luz del día que se apagaba. Donde antes hubo césped, ahora había una tierra resquebrajada y seca salpicada de rodales de malas hierbas. Los árboles, aunque alicaídos y medio enfermos, habían sobrevivido casi todos; el castaño, el abedul, los arces… La piscina, vacía y agrietada, parecía un basurero. Zarza se asomó con cautela por el borde: hojas podridas, charcos de agua negra y repugnante, plásticos, papeles de periódico, un zapato de hombre tan retorcido que al principio lo confundió con una raíz, los restos de un sofá azul con la mitad del armazón al aire. El sofá del despacho de papá. Zarza se volvió hacia la casa; las puertas correderas del despacho estaban cegadas por las viejas persianas de madera. Y era evidente que las pesadas y polvorientas lamas habían roto el mecanismo, porque estaban desplomadas y atrancadas en sus rieles. Por ahí tampoco había entrado nadie en muchos años. Zarza respiró hondo, intentando aligerar la opresión que le aplastaba el pecho. El tiempo era una maldita enfermedad; las cosas, libradas a su suerte, eran destrozadas inmediatamente por el furor del tiempo.

Siguió dando la vuelta al chalet y comprobó que todas las ventanas estaban cerradas y con rejas. Lo de las rejas era un añadido reciente: debía de haberlas instalado su hermana para proteger la propiedad. Entonces se le ocurrió que Martina podría haber cambiado también el cerrojo de entrada. Era algo muy posible, y Zarza se maldijo por no haberlo pensado antes. Apretó el paso, convencida de que el lugar estaba vacío y deseosa de probar suerte. Tanteó en la oscuridad del porche; la pistola era un fastidio, pesaba y abultaba en la mano y ahora entorpecía además la acción de abrir. La depositó en el suelo, entre sus pies, y luego volvió a localizar a ciegas la cerradura e introdujo la delgada y larga llave en el agujero. Funcionó. Recogió prudentemente el arma, dio un pequeño empujón y abrió la hoja. Una bocanada de aire rancio le golpeó la cara. Olía a cañerías viejas y humedad. Zarza no había llegado a ver con anterioridad la casa familiar sin muebles, y la desnudez de las habitaciones le pareció impúdica e inquietante, tan desagradable de contemplar como la humillación ajena. Aunque en realidad la casa no estaba del todo vacía y eso empeoraba la situación; en un cuarto quedaba una silla coja, en otro un somier sin colchón, en el de más allá una alfombra polvorienta. Por las ventanas, a través de las rejas, entraba el lejano resplandor anaranjado de las farolas de la calle, tiñendo la penumbra de un fantasmal matiz amarillento. Así, a oscuras y sin amueblar, la casa parecía mucho más grande y casi desconocida. O peor: era un lugar conocido pero deforme, como a menudo sucede con las casas propias cuando se nos cuelan en las pesadillas. Zarza iba de pieza en pieza, aturullada y equivocando a veces el camino, tan distinto y confuso le resultaba todo. Este era el cuarto de juegos, no, era el comedor de los niños. Y en aquella gran estancia inundada de sombras había estado la habitación de su madre. Parecía increíble que ese espacio ahora vacío y desabrido hubiera sido el escenario de tanto misterio. Recordaba Zarza el sobrecogimiento que siempre experimentaba cuando se acercaba al dormitorio materno: voces en susurros, pasos sigilosos, el ligero tintineo de una cucharilla revolviendo medicinas en un vaso. Y al fondo, arrimado a la pared, el amplísimo lecho, ese templo secreto en donde Zarza fue engendrada, ese blando sepulcro en donde mamá murió, o se suicidó, o fue asesinada. El único lugar en donde su padre había instalado persianas era en su propio despacho; el resto de la casa tenía contraventanas de madera, pero ahora estaban todas abiertas y desencajadas, medio desprendidas de sus goznes; la luz exterior se colaba sin impedimentos por los sucios cristales, marcando el siniestro perfil de los barrotes. La casa era una cárcel. Zarza entró en la sala, grande y rectangular, con una chimenea de mármol en uno de los muros más pequeños. En el hogar había ceniza, astillas, ramas a medio quemar, dos calcetines viejos chamuscados, una lata vacía y manchada de hollín. Recordó borrosamente que, en algún momento de su abandono, la casa había sido asaltada por vagabundos; tal vez Martina hubiera puesto las rejas a raíz de aquello. Y esos extraños habrían comido y dormido allí, ignorantes del pasado del lugar. Ignorantes del rico arroz con leche que preparaba la tata Constanza, que fue la que más duró dentro de la vertiginosa sucesión de criadas, o al menos la única memorable; ignorantes del seco olor a fiebre de mamá, y de las manos frías de papá, y de esa música china que en realidad no era china y que Nico y ella escuchaban protegidos por la mesa del comedor. Que era la misma mesa sobre la que forraban, cada otoño, los libros de texto, ateridos por la tristura del invierno creciente. Esos vagabundos, en fin, se habían metido hasta las entrañas de su infancia, como buitres picoteando una res muerta. Zarza sacudió la cabeza con brusquedad intentando ahuyentar la desagradable imagen y entonces advirtió, con el rabillo del ojo, que algo se movía en la habitación.

Dio un salto hacia atrás y un alarido. Y se encontró mirándose a si misma, paralizada del susto y sin aliento, en el espejo de la pared de enfrente. Era el espejo de siempre, el del marco de caoba, ahora con el azogue turbio y empañado. Estaba colocado junto a la puerta de entrada de la sala, de cara a las ventanas, y su padre solía echarse ahí un vistazo final antes de salir. Ahora se daba cuenta Zarza de que la última imagen que guardaba de su padre, antes de que se fuera para siempre jamás, fue uno de esos vistazos a medias satisfechos y retadores. Porque su padre se miraba a sí mismo a los ojos: estrechamente, inquisitivamente, como si se estuviera midiendo o reconociendo. Aquel día, tantos años atrás, el padre se miró en ese espejo, primero de frente y después de escorzo. Para entonces ya estaba bastante calvo y los ojos se le habían enrojecido, esos ojos árabes de los que siempre se sintió tan orgulloso, o más bien ojos tártaros, mongoles, ardientes ojos bárbaros de oscuridad oriental. Aquel día Zarza le vio mirarse, pues, y darse unos tironcitos a las mangas de la camisa. Y luego salió por la puerta sin despedirse y desapareció para siempre en el ancho mundo.

La casa era un sepulcro, pensó Zarza. De pie en mitad de la sala, percibía a su alrededor el agobiante laberinto de las demás habitaciones. Su antiguo hogar era un sucio desorden de espacios cuadrangulares y vacíos. Como un cubo de Rubik entregado al caos. Como una de esas pesadillas geométricas que arden en el interior de nuestros cerebros cuando la fiebre nos devora. Teófila Díaz, la psiquiatra, le dijo años atrás que soñar con la casa de la infancia era una representación del propio subconsciente. Zarza detestaba a la doctora Díaz, pero aquello se le había quedado extrañamente grabado; y ahora desde luego sentía que la casa era su propio cerebro troceado, un hervor de monstruos personales. Experimentó un repentino vértigo que hizo bailar las esquinas del cuarto. Dejó la pistola sobre la repisa de la chimenea; le sudaban las manos, tiritaba. Hacía mucho frío y al respirar iba soltando pequeñas nubes de vapor en el aire mohoso.

Entonces lo escuchó. Aunque al principio simplemente creyó que estaba loca. Escuchó el repiqueteo de las notas en la penumbra, esos sonidos limpios y pequeños, tan agudos como un cristal fino que se rompe. «Es el delirio —se dijo—, escucho cosas». Y ese primer pensamiento se agarró a su nuca como una mano helada, llenando de pavor su corazón.

Pero el tintineo continuaba, horriblemente real en apariencia. Haciendo un colosal esfuerzo de voluntad, Zarza consiguió mover su cuerpo agarrotado en dirección al sonido. Abandonó la sala caminando despacio, muy despacio, un pie delante del otro, con esa agónica dificultad para desplazarse que a menudo acomete en los malos sueños; y cruzó el pasillo y se acercó al despacho de su padre, una habitación en la que todavía no había entrado. La puerta estaba entornada y el interior muy oscuro, a causa de las persianas rotas; y por el filo abierto se deslizaba, nítida y saltarina, la antigua melodía, esa música china que no era china y que parecía salir de los infiernos. Tenía que estar ahí dentro, en el despacho; sin duda estaba ahí la vieja caja de música que ella creía perdida. Y, de alguna manera, la presencia misma de su antiguo juguete le horrorizó aún más que el hecho evidente de que alguien (y quién, sino Nico) había tenido que accionar la caja. El soniquete proseguía imperturbable, emergiendo desde los abismos de la memoria e inmovilizando a Zarza en una jaula de notas. Tengo que hacer algo, pensó, mientras se sentía caer hacia el pasado: tengo que extender la mano y empujar la puerta entornada para abrirla, para ver quién está ahí dentro, para ver qué me espera. Pero las tinieblas se pegaban al borde de la hoja como una sustancia viscosa y maligna, mientras la musiquilla desgranaba sus obsesivas notas. Una ola de puro terror golpeó a Zarza, dejándola sin voluntad y sin raciocinio. Terror hacia algo innombrable que la estaba esperando dentro del despacho; algo que ella no sabía definir pero que era peor que la venganza de su hermano, peor que su propia muerte. Un infierno a su medida. La negrura del Tártaro.

Dio media vuelta con un brinco animal, un movimiento dictado por los meros músculos y la adrenalina sin ninguna participación de la inteligencia, y salió disparada por el pasillo. Abrió la puerta de un tirón, abandonó la casa, voló por el jardín, se empotró en el resquicio entreabierto del portón herrumbroso, forcejeó como un bicho atrapado en un cepo hasta poder salir, dañándose en un hombro y en la cadera. Y corrió por la calle como enajenada, hasta quedarse sin aliento. Apoyada en un muro, temblorosa, intentó recuperar el funcionamiento de los pulmones, mientras empezaban a aterrizar en su conciencia las confusas memorias de lo que había vivido: la sensación de decadencia, la amenazadora melodía de la infancia, la presencia evidente de Nicolás, el tumulto opresivo de esos cuartos sombríos. Y entonces recordó que se había dejado la pistola sobre el polvoriento mármol de la chimenea.

* * *

Hubo otros momentos. Pequeños recuerdos que Zarza atesoraba en la memoria como valiosas joyas. Una vez, un invierno, en una mañana oscura y tediosa de las vacaciones de Navidad, Zarza se acercó de puntillas al despacho de su padre. La casa se encontraba silenciosa y vacía; Nicolás no estaba presente, cosa extraña, porque siempre andaban juntos: tal vez se hallara enfermo. Mamá estaría en la cama, como siempre. Miguel, en sus clases de cuidados especiales. Y Martina jamás hacía ruido. Zarza se recordaba perdida en aquella abúlica mañana, insoportablemente sola en su desacostumbrada soledad de gemela. Dentro de la casa, la luz era grisácea y por los pasillos circulaban insidiosas corrientes de aire frío. Zarza cruzaba habitaciones, andaba y desandaba corredores, hacía resonar sus pasos en las baldosas rojas de la zona de la cocina. Por último, se acercó al despacho de puntillas, a ese despacho en el que, los días laborables, solían entrar y salir señores graves, tipos encorbatados y altaneros, los clientes de la asesoría financiera de su padre. Pero esa mañana no había venido nadie, tal vez por lo avanzado de las fechas navideñas, y la casa era una envoltura seca e ingrata, la carcasa vacía de un cangrejo muerto. Zarza se recordaba escuchando desde el otro lado de la puerta cerrada del despacho; ni un ruido, ni una respiración, ni el crujir de un papel. Transcurrió un minuto interminable, y luego otro más, y después otro, tristes minutos del color del plomo. Llamó con los nudillos. Esperó. Volvió a llamar. Como no contestaba nadie, agarró el picaporte y empujó. La hoja se abrió sin ruido sobre una habitación que también estaba anegada de luz gris. En frente de la puerta, de espaldas hacia ella, vio a su padre y su hermana, los dos de pie, el uno junto al otro; parecían contemplar algo a través de las grandes ventanas correderas y permanecían cogidos de la mano. A Zarza no le hubiera importado morirse en ese instante, tan sola se sentía. Pero entonces el padre giró el cuello y la miró por encima del hombro, mientras Martina arrugaba su naricilla con expresión de fastidio.

—Ah, Zarza, Zarcita, ven aquí…

Agitaba papá su mano libre en el aire, como la promesa de una caricia o como el aleteo del pájaro feliz que anunció la reaparición de la tierra tras el diluvio. Zarza corrió a colgarse de esa mano, ella a la izquierda de papá, Martina a la derecha. Pero Zarza podía concentrarse en mirar hacia adelante y olvidar que su hermana estaba al otro lado.

—Fíjate, Zarza, ¿lo ves? Fíjate qué bonito.

Ella no se había molestado en asomarse al exterior en toda la mañana, concentrada como estaba en la tristura del día, que había traspasado los muros de la casa como la caladura de una gotera. Por eso no se había dado cuenta de que el mundo entero se había transformado en un cristal.

—Es porque ha habido niebla y al mismo tiempo ha helado explicaba su padre.

Al otro lado de las ventanas, el jardín de la casa se había transmutado en un mundo resplandeciente y fabuloso. Todo era vidrioso y liviano y frágil, una extraordinaria construcción tallada en hielo. Cada brizna de hierba, cada ramita pelada de los árboles, cada hoja puntiaguda de la conífera, todo estaba revestido de un apretado traje transparente que seguía con asombrosa y escarchada exactitud hasta el menor detalle de los objetos. Qué precisión la de esos pequeños témpanos, aferrados al mundo como la piel al cuerpo. En el aire flotaban todavía algunos jirones de bruma, plumas desgarradas en mitad de un campo de diamantes.

—Si vuestra madre no estuviera siempre enferma… —suspiró de pronto el padre.

La madre era la oscuridad, el cuarto en penumbra, el olor a lo humano, sábanas revueltas, cabellos enredados, muñecas heridas por viejas cicatrices. Pero el mundo también podía ser así, un enorme caramelo que Zarza haría crujir entre los dientes, una joya metida en su estuche de hielo, algo tan limpio y tan exacto como la estructura de un cristal, o como ese cubo de Rubik que Zarza todavía no conocía y que el húngaro Erno aún no había inventado. Zarza absorbió con avidez ese quebradizo instante de belleza y apretó la mano de su padre. No le hubiera importado morir justo entonces. Probablemente nunca fue más feliz.

¿Sabe el traidor quién es? En México existe una comarca en donde se practica la costumbre cruel de los cultivos. Consiste en que la comunidad, para burlarse de alguien, le cultiva una creencia sobre sí mismo. Es un trabajo lento, colectivo, minucioso. Por ejemplo, pongamos que los vecinos le dicen a un pobre hombre, a lo largo de meses o de años, que es un clavadista formidable. No es más que una broma, pero una broma grave; porque el desgraciado, para hacer honor a su prestigio, puede terminar arrojándose de cabeza a un cenote sin tener ni idea de cómo hacerlo, desparramando sus sesos por las rocas.

¿Sabe el traidor quién es? Si, como es evidente, dependemos para construir nuestra identidad de lo que los demás opinan de nosotros, el traidor ha de ser por fuerza un sujeto confuso. Hay traidores que practican la impostura prolongada, como los espías, y otros que cometen su traición de manera definitiva e instantánea. Pero todos defraudan la confianza que los demás han depositado en ellos. Esto es, rompen la continuidad de su propia imagen, matan su identidad. El traidor en realidad es un suicida.

¿Fue un traidor el Caballero de la Rosa al acostarse con la esposa de su padre, con la madre de su hermanastro? ¿Fue esa la gran culpa que le condenó a vagar por el mundo sin reposo e incluso a perder su propio nombre? Pero Chrétien de Troyes, fiel al espíritu cortés, considera que el verdadero amor está libre de pecado. Más culpable parece, en la leyenda, el heredero. También Gaon traiciona de alguna manera a su hermanastro cuando le niega toda posibilidad de perdón. Su odio es extremado; su dureza, inhumana. Hay lazos de afecto tan profundos que no pueden romperse sin mutilarse y Gaon no supo vivir a la altura de sus sentimientos. Traicionó sus propias posibilidades de ser alguien mejor.

¿Sabe el traidor que es un traidor? El traidor siempre puede alegar, en la traición, un motivo imperioso y suficiente. Como el riesgo a perder la vida o el miedo insuperable. O, por el contrario, el convencimiento de que al traicionar está contribuyendo a un bien superior. En realidad, la palabra traición es muy traidora: basta con girar levemente el punto de vista para que el contenido cambie por completo, como las rosas movedizas de los caleidoscopios. Quien se aparta de nuestras ideas y se va con nuestros oponentes es un traidor, pero los enemigos dirán de él que ha evolucionado felizmente y se ha enmendado. Aunque hay un mundo elemental, un territorio descamado de primeras necesidades y primeras muertes, en donde no existen estas confusiones relativistas y todos parecen conocer lo que es un traidor y qué suerte merece. Ya lo decía el Duque: al chivato le cortaban la lengua y luego se la metían por el culo. Pero hay muchas clases de traiciones y no todas se cometen hablando.

Cuando fue a buscar a su hermano subnormal al cochambroso apartamento que habían compartido, Zarza sintió que traicionaba a Nicolás, porque por primera vez estaba dispuesta a dejar atrás a su gemelo y a salvarse ella sola. Claro que podría argumentarse que era una cuestión de primera necesidad. Respirar y seguir. No mirar hacia atrás y continuar andando. Zarza había aprendido que, a menudo, la única diferencia entre los que se salvaban y los que sucumbían era que los primeros habían sido capaces de dar un paso hacia adelante. Con un paso bastaba. A fin de cuentas, todo viaje, incluso el más largo, no es sino una suma de pequeños pasos.

De manera que Zarza fue con el carpintero a su anterior domicilio, un cuchitril terminal y lleno de mugre en una de las callejas del centro de la ciudad, el piso de alquiler más miserable dentro de la escala descendente de pisos miserables que habían ido recorriendo en brazos de la Blanca. Y una vez en el portal le imploró a Urbano que la dejara sola, «por favor, por favor, tú espérame aquí, esto tengo que hacerlo por mi cuenta, ten confianza en mi». Tanto le suplicó, y parecía tan importante para ella, que al final el hombre dijo que si y se quedó en la calle, los pies movedizos y el carnoso ceño apelotonado, tan inquieto y receloso como un buey apartado del rebaño, mientras Zarza subía los seis pisos andando, porque el ascensor llevaba meses roto; y abría con su llave, y encontraba a Miguel sentado debajo de la mesa de la cocina, lleno de costras de suciedad y muerto de hambre. No pudo bañarlo, porque la bombona de butano estaba vacía; pero lo adecentó como pudo con el pico mojado de una toalla y le cambió las ropas por otras medio limpias; luego metió unas cuantas cosas de Miguel y de ella misma en un par de bolsas y bajó con su hermano por la escalera hasta toparse con Urbano, que, impaciente y angustiado por la espera, había ido subiendo peldaño a peldaño hasta el tercer piso, como el perro incapaz de aguardar a su amo sin moverse.

De modo que regresaron los tres a casa del carpintero y la vida siguió igual, pequeña y plácida, o por lo menos muchas personas la hubieran considerado así, una existencia tranquila y agradable. Hablaban poco, porque Urbano era un hombre silencioso; pero veían la televisión, y paseaban, y leían, mientras Miguel jugaba con su eterno cubo de Rubik, dando vueltas y más vueltas al caos de colorines. Sin embargo, Zarza comenzaba a ponerse nerviosa; y más de un día, mientras Urbano trabajaba en el taller, Zarza se fue de casa.

—Ya sabes que no quiero que salgas sola —refunfuñaba el carpintero.

—¿Pero qué pasa? ¿Eres un califa reencarnado? ¿Te crees que me puedes encerrar en un harén? —contestó un día Zarza con aspereza.

—No es eso, no es eso —dijo Urbano, amainando el tono y con una expresión de dolorida duda en sus ojos hundidos—. No lo digo por eso y tú lo sabes… Es que no sé si… No sé si estás lo suficientemente bien como para poder salir sola sin peligro…

—¡Qué tontería tan grande! —se fue creciendo ella—. ¿Pero es que tú te crees que puedo pasarme la vida aquí encerrada preparándote la cena? Necesito salir, buscarme un trabajo, hacer otras cosas. Pero, claro, tú eres demasiado bruto para entenderlo…

A partir de entonces todo fue a peor, porque cuando uno pierde la mínima distancia de respeto luego es fácil dejarse resbalar ladera abajo. Día tras día se agriaban las palabras y los modos de Zarza, como si la recia y silenciosa paciencia del hombre excitara su crueldad. «Eres un animal, eres una bestia, no tienes ni sentimientos ni cerebro», le escupía Zarza. Luego, al cabo de unas horas, siempre iba a pedirle perdón. «Perdóname, Urbano, no pienso lo que digo. Yo sí que soy una bruta, no sé lo que me ocurre. Bueno, si lo sé, es que pasarme el día encerrada me pone de los nervios. Creo que debería empezar a llevar una vida normal. Lo más normal posible, ¿no te parece? Eres tan bueno, Urbano, eres tan bueno».

Cuando la oía decir eso el hombre apretaba los labios y se sentía enfermo, porque ese «eres tan bueno» sonaba en sus oídos como el peor de los insultos. El más definitivo, el más irreversible, el que le inhabilitaba como pareja. «No soy bueno gruñía entonces, escocido y arisco». Y Zarza, en su ignorancia, creía que el carpintero se había emocionado con sus palabras. De modo que, para culminar la ceremonia del perdón, a menudo solía arrastrarle después a la cama y hacia el amor con él, muy profesional, diciéndole guarradas a la oreja y fingiendo entusiasmo. Ardientes mentiras de las que no se sentía avergonzada sino casi orgullosa, porque no las hacia contra él, sino para obsequiarlo. Pero al poco rato recomenzaban los insultos, los desprecios; Zarza se escapaba de casa y desaparecía durante horas, en ocasiones con Miguel, casi siempre sola, y salir a menudo no parecía dulcificar su humor, sino lo contrario. Las cosas continuaron así, cada día un poco peor, durante algunas semanas. Lo que Urbano no sabía era que, aquella tarde en que fueron a buscar a Miguel, había sucedido algo definitivo. Sí, en efecto, ella había subido a pie los seis pisos de la casa, y abierto la puerta con su llave, y descubierto a Miguel debajo de la mesa de la cocina, asustado y mugriento; pero también, como era por otra parte previsible, había encontrado allí a su gemelo. Hubo muy pocos gestos entre ellos, una escueta economía de dolor y palabras. El primer saludo de Nicolás fue un bofetón: sus dedos se marcaron en rojo ruboroso en la pálida mejilla de su hermana. Pero luego se abrazaron con desesperación, se besaron con hambre y lloraron un rato con apaciguada congoja, porque al volver a verse se supieron perdidos pero experimentaron el consuelo de perderse juntos. Por último, Nicolás le regaló una dosis que ella se tomó después, aquella noche. Nico metió de nuevo a Zarza en el amplio regazo de la Blanca y fue como si nunca lo hubiera abandonado.

Y lo que nadie sabe es la auténtica razón por la que Zarza regresó a su antiguo piso: si fue de verdad para rescatar a Miguel o si, por el contrario, lo que pretendía era reencontrarse con Nicolás. Incluso puede ser que, en realidad, Zarza no estuviera buscando ni a Miguel ni a Nico, sino a la Reina, porque fuera de los brazos de la Blanca el mundo parece sin sangre y sin oxigeno, un universo insoportable en blanco y negro. La Reina te mata pero sin la Reina no deseas vivir, y muchas veces no hay otra solución que correr y correr cada vez más deprisa, galopar hasta el abismo y estrellarse. Zarza había aprendido que, a menudo, la única diferencia entre los que se salvaban y los que sucumbían era que los segundos habían dado un mal paso. Bastaba con uno solo. El camino al infierno está hecho de pequeños tropezones.

De manera que todo había vuelto a empezar, y Zarza estaba viendo a Nicolás y frecuentando a la Reina. Era una situación que no podía durar y no duró. Una mañana, Urbano bajó al taller a trabajar y dejó su cartera en el dormitorio. Zarza corrió a cogerla: no era la primera vez que le robaba. Abrió el ajado monedero y encontró doce billetes de diez mil. Un pequeño tesoro. Estaba dudando Zarza sobre cuántos billetes tomar y cuántos dejar para que la sustracción no fuera demasiado evidente, cuando sintió una vibración del aire sobre la nuca. Dio media vuelta y se encontró cara a cara con Urbano; tenía los brazos cruzados sobre el pecho y un gesto impenetrable y estatuario. Permanecieron silenciosos durante unos segundos.

—¿Y ahora, qué? —dijo al fin Urbano.

Ahora Zarza le odiaba y se odiaba.

—Deja ese billetero donde estaba —ordenó el hombre—. Ya me había dado cuenta de que me robabas. Estás otra vez metida, ¿verdad? ¿Cómo ha sucedido?

No sonaba enfadado sino triste, y esto enfurecía aún más a Zarza.

—¿Quién te crees que eres tú? —gritó ella—. ¿Quién te crees que eres tú para mirarme tan listo y tan seguro de todo desde ahí arriba?

—Sólo quiero ayudarte —musitó Urbano, palideciendo—. Sólo quiero ayudarte. No te preocupes, Zarza. Ten un poco de valor. Saldremos de esto.

Pero ¿por qué no le gritaba? ¿Por qué no la pegaba? ¿Cómo podía ser tan asquerosamente bueno? Zarza le arrojó la cartera a la cara. El billetero dio en la mejilla de Urbano y luego cayó al suelo. El hombre se agachó a recogerlo, un tipo grande que doblaba su maciza anatomía con torpeza. El primer golpe le hirió en lo alto de la cabeza, derrumbándole de bruces en el suelo. Intentó levantarse y otros dos mazazos, en la espalda y la nuca, le derribaron. Ya no se movía, pero Zarza seguía machacando el cuerpo inerte en un paroxismo de violencia. Al cabo, su propio agotamiento la detuvo. Se miró las manos, jadeante, y vio que aún sostenía el pie de la lámpara de la mesilla, ese hermoso pie de madera torneada que Urbano había fabricado para ella. Goteaba sangre y Zarza lo soltó, horrorizada. En el suelo, el hombre no era más que un cuerpo roto. Un ruido extraño, un lastimoso hipido, sacó a Zarza de su estupor: en el quicio de la puerta estaba Miguel, pálido y tembloroso. Hacía bascular su peso de una pierna a la otra y se golpeaba desmañadamente los ojos con las manos abiertas, como si quisiera no ver. Pero veía. Zarza se agachó, recogió el billetero y agarró a su hermano por un brazo. El muchacho chilló como una gaviota.

—¡Déjate de tonterías! Tenemos que irnos —gritó Zarza.

Y salió a toda prisa de la casa arrastrando tras de sí al trémulo Miguel, que iba dando tropezones y repitiendo la palabra cama para sí, «cama-cama-cama», como en una letanía o un conjuro, quién sabe si añorando el urgente refugio de su lecho, «cama-cama», o tal vez intentando convencer a la realidad de que no era real, de que todos estaban acostados y lo que acababa de suceder era un mal sueño.

* * *

Zarza pensó que ahora su hermano podría matarla con su propia pistola, cerrando así el círculo de inquietantes simetrías fraternales. ¿Creía de verdad Zarza que Nicolás seria capaz de disparar contra ella? Puede que sí. Zarza sabía que Nico era un hombre extremadamente apasionado. Conocía su capacidad de odiar y la obsesión con la que cultivaba sus sentimientos. Si algo le importaba lo suficiente, Nicolás carecía de medida. Y Zarza siempre le había importado mucho. Tal vez demasiado.

Y aún hay algo más: Zarza creía que su gemelo podría asesinarla porque ella misma se consideraba indigna de vivir. Por eso ahora, mientras recuperaba el resuello apoyada en la pared, toda revuelta aún por el recuerdo de la musiquilla y los miedos oscuros de la infancia, había una parte de ella que decía: «Ríndete, regresa allí y acaba». Pero, aun a su pesar, Zarza era una superviviente por naturaleza. Sus células más humildes y recónditas estaban empeñadas en seguir existiendo. Sus pestañas. Sus uñas. Las elegantes hélices de su ADN. Respirar y seguir. Respirar y amansar el aliento alborotado. Seguir adelante y decidir una estrategia. «Y ahora, qué. Ahora, qué».

Ahora necesitaba ver a Miguel. Era extraordinario, porque su hermano pequeño no podría solucionarle nada; esto es, nada concreto que mejorara la situación de Zarza, que le ayudara en su huida, que calmara la furia vengativa de Nicolás. Y, sin embargo, Zarza sentía que había en juego otras cosas, ciertos misterios últimos, algo más importante incluso que la posibilidad de morir o matar. Unas tinieblas que era necesario iluminar porque de esa negrura nacía todo.

Iban a dar las ocho de la tarde y a las nueve solían acostar a los asilados, así es que Zarza tenía que apresurarse. Cogió un taxi y ni siquiera se molestó en hacer los cambios rutinarios de vehículo para despistar a su posible perseguidor. Cuando llegó a la Residencia era noche cerrada y había tan poca gente por la calle que parecía mucho más tarde. Llamó a la puerta y abrió la misma enfermera de por la mañana. ¿Pero qué interminables turnos hacían estas personas? Se la veía de mucho peor humor, en cualquier caso.

—¡Señorita Zarzamala! Ahora no es un buen momento para venir, los muchachos están cenando, les distrae cualquier cosa…

La enfermera llamaba muchachos a todos los residentes, incluyendo al viejo matusalénico que imprecaba a los cielos.

—Lo siento, pero tengo que ver a mi hermano. Sé que todavía es hora de visita…

—Sí, sí, pero, en fin… Bueno, pase usted… Y luego querrán que los muchachos estén tranquilos y arreglados, con este desorden de visitas…

La guio por el pasillo, refunfuñando, y la dejó en la puerta del comedor. Era una habitación grande construida con la suma de tres pequeñas: en las paredes se veían las marcas de los antiguos muros derribados. A la mesa, larga y con forma de U, cubierta con un hule de florecitas, se sentaba una quincena de asilados, todos aquellos que podían valerse por sí mismos. De pie dentro de la U, un par de auxiliares se afanaban por atender a los comensales: servían los platos, ponían orden, limpiaban barbillas, ayudaban a coger los pedazos de comida demasiado huidizos. Los cubiertos, así como la vajilla y los vasos, eran de plástico, lo cual no facilitaba las maniobras. Pero evitaba accidentes enojosos, como aquel protagonizado por una anciana que, años atrás, le clavó un tenedor en el muslo a su vecina de mesa. Miguel se encontraba en una esquina. Siempre le gustaron los extremos. Prefería permanecer lo más aislado posible de los demás.

Zarza arrastró una silla y se sentó junto a él. Su hermano estaba comiendo macarrones gratinados con los dedos y ni siquiera levantó la cabeza para mirarla.

—Hola, Miguel.

El chico no dijo nada, pero colocó un macarrón sobre el hule, frente a Zarza. Ella lo cogió con cierta repugnancia y se lo comió. Estaba frío y gomoso. Casi todos los residentes habían terminado ya de cenar; Miguel adoraba los macarrones y se los había guardado golosamente para el final, incluso para después del cacao con leche.

—Hummm, muchas gracias, Miguel.

Su hermano puso otros dos macarrones en el hule pringoso.

—Gracias, mmm, qué ricos, pero ya no me des más, no quiero más, cómetelos tú, yo no tengo más hambre…

Miguel echó una rápida ojeada a Zarza, sonrió un poco y siguió comiendo. Estaba contento de verla, eso era evidente.

—Ya te dije que no me iba a ir, ¿lo ves? He venido para que te quedes tranquilo. No te voy a abandonar nunca más.

Aunque, en realidad, ¿a quién quería tranquilizar Zarza con esa visita, a su hermano pequeño o a sí misma? Había algo poderoso y confuso que impulsaba a Zarza hacia Miguel, algo a medio camino entre el sufrimiento y el alivio, como cuando la lengua se va sola hacia la encía hinchada sobre una muela a punto de salir. Duele al apretar, porque la carne se rompe; pero también consuela, porque, cuanto antes quede libre el diente, antes acabará el tormento. En el regazo, sobre los muslos cerrados y apretados como las piernas de una púdica doncella, Miguel guardaba el Rubik, deshecho en un revoltijo de colores.

—Ah, tienes ahí tu cubo… —dijo Zarza, cogiéndolo. Miguel se lo arrebató de las manos.

—Es mío.

—Lo sé, lo sé… Me gusta. Es bonito. Cambia todo el rato. Lo sé. Es un juguete precioso.

Miguel daba vueltas al azar a los cuadraditos con sus dedos pálidos y arácnidos, y el objeto, en efecto, se transformaba de un instante al otro. No recordaba Zarza el número exacto de posiciones que podía tener el maldito cubo, era una cifra imposible y extraordinaria, quintillones de combinaciones de las cuales sólo una albergaba la solución; esto es, la homogeneidad de los colores, el orden, la armonía, la calma primigenia antes del caos. Zarza odiaba esa desalentadora abundancia de posibilidades. Que fuera tan difícil atinar y tan fácil perderse. Se sentía por completo incapaz de pastorear los cuadrados de colores hasta su posición primera, de la misma manera que había sido incapaz de ordenar su propio destino. En realidad, Zarza se consideraba un fracaso existencial; no sólo no sabía ser feliz, un conocimiento que pocos poseían, sino que ni siquiera sabía vivir la vida más simple y más estúpida. En esto era más inútil que un niño, más inepta que un tonto. Más inhábil que Miguel, el tonto de la familia, como decía Nico. Aunque Miguel no era tonto. Era puro y distinto.

—¿Estás contento de que haya venido a verte? —preguntó Zarza.

—¿Estás contenta de que haya venido a verte? —le devolvió Miguel.

No era una simple repetición, porque había cambiado el género del adjetivo. En realidad era una pregunta y esperaba respuesta.

—Claro. Estoy feliz, Miguel.

El chico volvió a sonreír sin mirarla, enfrascado en el alegre desorden de su cubo. Zarza le contempló casi con orgullo: era tan guapo. El pelo rojo y espeso, los ojos enormes, las pestañas rizadas, esos labios bien dibujados sobre los dientes blancos. Pero luego estaba su cuerpo rígido y engarabitado, su delgadez inverosímil. Había algo en él que no acababa de encajar, algo definitivamente anormal. Una inadecuación que se iba haciendo más evidente a medida que pasaban los años. Era un niño imposible, un adulto abortado.

—Miguel, ¿te acuerdas de Urbano?

Zarza se sorprendió a sí misma con la pregunta: se le había escapado labios abajo antes de pensarla. Miguel la miró de frente, la primera vez en toda la visita; luego empezó a bambolearse.

—Urbano no me quiere. Urbano no me quiere. Urbano no me quiere…

—Calla, ¡calla! Para, no te muevas… ¿Por qué dices eso? Urbano si que te quiere…

—No me quiere. Urbano es bueno y Miguel es malo y Zarza es mala. Urbano estaba muy enfermo. No me puede querer. No le curé.

—No, tú no eres malo. Fui yo quien le hizo daño a Urbano, tienes razón, mucho daño. Fue horrible lo que hice, pero yo también estaba enferma. Ahora nos hemos curado todos, Urbano y yo. Y él sabe que tú no tuviste la culpa, te lo aseguro.

—No viene a verme porque no me quiere.

—No sabe dónde estás. Si lo supiera, vendría a jugar contigo.

—Urbano no me quiere pero yo quiero a Urbano.

Miguel ya no se mecía, pero se le había ensombrecido la expresión. Zarza se maldijo por haber sacado el tema. Qué estupidez: estaba perdiendo por completo el control sobre sí misma. En realidad no sabía si el carpintero seguía viviendo en la ciudad. Porque vivo sí estaba, o eso suponía. Mientras Zarza se encontraba en la cárcel a la espera de juicio le llegó la noticia de que Urbano no había muerto tras la paliza. Ni había muerto ni la había denunciado; cuando le llevaron al hospital dijo que había sido agredido por un atracador al que no pudo ver. Estaba muy maltrecho, pero era un hombre fuerte y, al parecer, con el tiempo se repuso. Zarza no había vuelto a saber de él. En realidad, ni siquiera había vuelto a pensar en él hasta estas últimas horas. La memoria de Zarza era un volcán en súbita erupción y la lava producía una quemazón casi insoportable.

—Todo está bien con los colores tranquilos —dijo Miguel de pronto.

—¿Qué colores?

—Los colores tranquilos que están dentro.

Zarza no le entendía. Sucedía a menudo: Miguel el Oráculo y sus frases herméticas. Uno de los internos revolvió su vaso de cacao y la cuchara tintineó contra el vidrio. Como el antiguo repiqueteo de las medicinas de la madre, o el solitario batir de los huevos al atardecer, en la eterna cocina de la infancia. El comedor de la Residencia tenía los techos demasiado altos y las luces demasiado pegadas al techo. Unas luces desagradables, ni lo suficientemente brillantes como para ser alegres ni lo suficientemente suaves como para resultar íntimas. El ambiente poseía un matiz de irrealidad, un aura opresiva, la claustrofóbica sensación de algo ya vivido.

—Hora de dormir, amigos… —canturreó una de las auxiliares, una chica robusta empeñada en parecer simpática.

Y empezó a levantar mongólicos y a desdoblar las mohosas articulaciones de los ancianos.

—Venga, dale un besito de buenas noches a tu visita, y a la cama —dijo la mujer, agarrando a Miguel de un brazo.

Él dio un respingo y se soltó.

—No, no… se —apresuró a decir Zarza; la auxiliar debía de ser nueva—. Miguel no es de los que besan… Vamos, que no le tienes que besar. Y no le gusta que le toquen. Es muy obediente, basta con que se lo digas de buenos modos.

—Ah, bueno, chico, perdona. Pues nada, príncipe, tú primero —dijo la cuidadora, señalando la salida.

Miguel agachó la cabeza, cogió su cubo y se levantó dócilmente.

—Adiós, adiós. Volveré pronto a verte. Que duermas bien.

Contempló a su hermano mientras se marchaba: casi tan guapo como un efebo, casi tan repulsivo como un monstruo. Los romanos llamaban delicias a los muchachitos que servían de entretenimiento al César. Zarza sintió náuseas y un intenso dolor en el corazón, que por alguna razón parecía haberse desplazado hasta una zona cercana a la garganta. Se llevó la mano al cuello y se esforzó en seguir respirando. Había recuerdos impensables, recuerdos literalmente imposibles. No hay mayor infierno que el de odiarse a uno mismo.

* * *

Una mañana, pocos días después de haber conseguido las pistolas en la tienda de la vieja, tras haber pasado los dos una noche terrible e interminable, sin dinero, sin nada que vender, torturados por la añoranza de la Reina y sintiéndose tan desesperados como enfermos, Nico decidió pasar a la acción.

—Es muy fácil. Entramos en el banco de la esquina, sacamos las pistolas, yo le apunto al guardia, tú al cajero, agarras el dinero y nos largamos.

—¡Pero si no se puede entrar con objetos de metal! Hay esas puertas dobles con arcos detectores…

—Qué va, en ese banco son muy confiados, abren a todo el mundo aunque la alarma pite, tú lo sabes…

—¡Pero es que en esa oficina nos conocen!

—Pues por eso. Mejor. Así nos abrirán.

Era el banco del barrio, y sólo la extremada angustia que produce la Blanca podría justificar que se les ocurriera la insensatez de atracar a unos vecinos, a unos individuos demasiado cercanos que tarde o temprano acabarían por localizarles. Pero la Reina tiene esos efectos: calcina la capacidad pensante de sus súbditos.

De manera que Nicolás cogió la Browning de 9 mm y trece tiros y se la metió en el cinturón, oculta por la chaqueta; y Zarza abrió su bolso y guardó el pequeño Colt que su hermano le había dado. Lo guardó con toda repugnancia, horrorizada. Convencida de que caminaban hacia la catástrofe.

—No lo hagamos, Nicolás. No podemos hacer esto. ¿Qué quieres, atracar un banco como en las películas? Esto es una pesadilla. No lo hagamos.

—La vida sí que es una pesadilla, Zarza, una puta pesadilla de la que no hay manera de despertarse. Y si no atracamos el banco, ¿qué hacemos? ¿Qué vas a hacer dentro de tres horas, eh? ¿Y esta noche, y mañana? ¿Cómo vas a aguantar? ¿Cómo vamos a aguantar, maldita sea?

Nico zarandeaba a Zarza mientras decía esto, la sacudía por un brazo mientras blandía la pistola con la otra mano, se la había sacado del cinturón y la agitaba en el aire como un poseso; tal vez ahora se le escape un tiro y me mate, sería una solución, pensaba Zarza casi sin pensar, no como quien hace una reflexión, sino como quien contempla con cierta desgana una mala representación teatral. Pero no, las cosas no podían terminar tan fácilmente. Nico gruñó todavía un poco más y luego volvió a meterse la Browning en el cinto.

—Basta ya de tonterías. Vámonos.

Salieron de la casa, Nicolás primero y Zarza después, caminando a la zaga de su hermano tan callada y sumisa como una oveja. Pero al pasar junto al contenedor de basura, ya en la calle, Zarza ejecutó un acto inconcebible, un gesto irreflexivo dictado por el miedo: sacó el revólver del bolso y lo arrojó dentro del recipiente. Fue un movimiento rápido, discreto; nadie pareció advertirlo y tampoco su hermano, que caminaba unos pocos pasos por delante. En ese momento, Nico se volvió:

—¡Date prisa! ¿Por qué vas rezagada?

Zarza apretó la marcha; temblaba visiblemente, pero eso le sucedía muchas veces desde que estaba en manos de la Blanca.

—Ya voy…

Subieron por la calle hasta llegar a la glorieta. Ahí, en la esquina de enfrente, estaba el banco. Se trataba de una oficina pequeña, con tan sólo tres o cuatro empleados. Era un barrio malo y una calle mala, el corazón podrido de la ciudad vieja; años atrás el banco había sufrido varios robos seguidos y desde entonces tenían un guardia jurado, además de los sistemas habituales de protección. Pero hacía mucho que las cosas parecían estar en calma y, como siempre sucede en los tiempos de bonanza, los procedimientos de seguridad se habían relajado. Era cierto lo que Nico decía: a menudo abrían sin más a los clientes.

—Entra tú primero y te colocas a la cola en la caja. Luego entraré yo ordenó Nicolás.

Zarza abrió la primera puerta de cristal blindado, esperó a que se cerrara y luego pulsó el mecanismo de apertura de la segunda puerta. Ninguna voz grabada le ordenó depositar los objetos metálicos en la bandeja de la entrada, por la sencilla razón de que Zarza no llevaba objetos metálicos. Pero eso no lo sabía Nicolás, que observaba su avance desde la acera de enfrente, obviamente encantado de comprobar que su hermana era capaz de pasar sin más problemas dentro del banco con un revólver guardado dentro del bolso.

En esos momentos sólo había dos clientes en la sucursal, dos mujeres de mediana edad, una despachando con el cajero y otra esperando su turno. Zarza se dirigió hacia ellas, titubeante, dispuesta a guardar cola como había dicho su hermano. Pasó junto al guardia jurado y le miró de refilón. Era un chico muy alto, tal vez cercano a un metro noventa, con una cabeza demasiado pequeña para su envergadura y cara de niño imberbe. El guardia la vio mirarle y sonrió. Se conocían de vista. Sí, horror, se conocían. Antes de que Caruso la echara de la Torre, a veces pagaba los servicios de Zarza con unos cheques al portador que ella cobraba aquí. Zarza hundió la barbilla en el pecho, muy agitada.

—¿Te pasa algo? —preguntó el guardia con amistosa solicitud.

—No. Nada. Nada de nada.

—Estás temblando.

—Es que… Estoy con la regla… Y me pongo siempre fatal… Me duele y me mareo.

—Ah dijo el muchacho, —enrojeciendo ligerísimamente.

Tenía los ojos muy juntos, mejillas barbilampiñas y redondas, dos granos de acné en la barbilla. Era demasiado joven y Zarza seguía siendo guapa, a pesar del maltrato de la Blanca. Así es que la creyó:

—¿Quieres sentarte un rato y descansar?

—No, no. Muchas gracias. Ya estoy acostumbrada. Enseguida se pasa.

—Sí, sí, la regla… A todo le llaman la regla, hoy… —refunfuñó la mujer que esperaba en la cola.

Pero el guardia no la oyó. En ese momento entraba al banco un viejo y Nico aprovechó para meterse con él. Quedaron atrapados entre las dos puertas y el mensaje grabado les exhortó a depositar los objetos de metal, pero el cajero lanzó una ojeada rutinaria a los visitantes y pulsó la apertura sin aguardar más. El hombre mayor se dirigió a la cola y se puso detrás de Zarza; Nicolás se quedó junto a la entrada, como rebuscando un papel en los bolsillos. Pero en cuanto que el guardia apartó la vista de él, sacó la pistola y la blandió ante sí. Zarza sintió una sacudida en la boca del estómago y un tumulto de sangre en los oídos, el palpitar del tiempo, como si en el mismo momento en que su hermano mostró el arma hubiera empezado a marchar un cronómetro.

—¡Quietos todos! —chilló Nicolás, con tópico fraseo de delincuente—. ¡Esto es un atraco!

La acción se congeló durante unos instantes: nadie se movió, nadie respiró, nadie parpadeó. Luego se escuchó un gritito de mujer, algún gemido, un par de resoplidos. El guardia, lívido, comenzó a levantar lentamente las manos. Nicolás le apuntaba directamente a él.

—¡Venga! ¿A qué esperas, idiota? ¡Saca el arma! —gritó Nico a Zarza sin dejar de mirar al chico.

—No… No la tengo… —balbució ella.

—¿Cómo que no la tienes? ¡El revólver! ¡Te lo he dado!

—No lo tengo, de verdad, pero no importa, voy a coger el dinero y nos vamos… —dijo Zarza.

Y empezó a meter los billetes del cajero en el bolso, mientras su hermano le lanzaba breves ojeadas furibundas.

Esta pequeña escena había alterado a Nicolás lo suficiente como para distraer su atención. Aprovechando el descuido, el guardia intentó sacar su propia pistola. Todo fue muy rápido: Nico dio un salto hacia atrás y disparó. La bala entró por encima del ombligo del chico, a la altura del último botón de la chaquetilla. El guardia se quedó sentado en el suelo, sin aliento, con las piernas estiradas y expresión de asombro, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago. Miró a Zarza; parecía un niño engañado por un adulto a punto de ponerse a sollozar.

—¡Mierda, mierda, mierda! —gritó Nicolás, fuera de si, sacudiendo la mano con la pistola en todas direcciones.

Empleados y clientes gimieron con un sonido ululante parecido al viento entre los árboles.

Nico volvió a apuntar al joven herido:

—¡Yo te mato, te mato!

Zarza se abalanzó sobre su hermano, intentando sujetarle la Browning:

—No seas loco, no dispares, vámonos, déjalo ya…

—¡Déjame tú, gilipollas! Tú has tenido la culpa… —dijo Nico, arreándole a Zarza tal bofetón que la arrojó contra la pared.

De nuevo hubo un instante de silencio, una quietud absoluta. Luego todo volvió a acelerarse; Zarza se rehizo, abrió la primera puerta de cristal, esperó durante unos instantes interminables a que se desbloqueara la segunda hoja y después salió corriendo, aferrada a su bolso con el magro botín. Entonces Nicolás pareció volver en sí. Cogió la pistola del guardia y se la metió en un bolsillo; a continuación agarró por el brazo a una de las clientes, que se había arrojado al suelo cuando el disparo, y le hizo levantarse.

—¡Arriba! Tú te vienes conmigo.

La sujetó por el cuello: era una mujer rechoncha con el pelo teñido caseramente de color negro cuervo.

—Por favor por favor no me mate no me mate —susurraba ella con las manos unidas, como quien bisbisea una jaculatoria.

—Como me encerréis entre las puertas le reviento la cabeza de un tiro —dijo Nico.

Salieron del banco así, entrelazados, con torpeza de monstruo de cuatro patas, abriendo primero la puerta interior y luego aguardando a que funcionara el mecanismo de la segunda hoja. Que, por supuesto, funcionó. Nada más alcanzar el exterior, Nicolás tiró a la mujer de un empellón y salió corriendo calle abajo. Atrás dejaba un herido grave, un atraco miserable y chapucero, media docena de testigos y una cámara de vídeo que lo había registrado todo, incluyendo el hecho de que Zarza no llevaba armas (extremo confirmado por el equipo de detección de metales de la entrada); que había intentado detener a Nicolás, y que por ello había sido abofeteada. Todo lo cual le vino muy bien a Zarza cuando, dos días después, decidió vender a su hermano; cuando fue a comisaría y le denunció, Zarza la chivata, como el autor del atraco y del disparo.

* * *

La ninfa Salmacis amaba con tal intensidad a su hermano adolescente que no quería separarse de él ni el más breve momento. Acabaron por fundirse la una en el otro, transmutados en una deidad híbrida llamada Hermafrodita. Esto es, perdieron su identidad y se convirtieron en algo monstruoso. Nicolás siempre sintió por Zarza esa pasión devoradora e ignorante de límites que experimentaba Salmacis por su hermano. Por su parte, Zarza también adoraba y necesitaba a Nico, pero en su caso había algo que la sacaba del encierro de la abstracción fraterna, y ese algo era Miguel. A Zarza le embargaba una ternura desordenada y dolorosa cuando pensaba en su hermano pequeño; amaba a Nicolás con su cabeza y con todo su cuerpo, pero su corazón era de Miguel.

En realidad, Nicolás y Zarza no eran estrictamente gemelos sino mellizos, es decir, no procedían del mismo óvulo. Zarza consideraba esta diferencia como una de las pocas circunstancias afortunadas que había tenido en su vida: pensaba que si hubiera tenido que añadir la identidad genética a todo lo demás, el vértigo fusional le hubiera resultado insoportable. Aun así, siempre ocuparon ellos dos, Zarza y Nicolás, una isla hermética y privada. Desde pequeñitos vivieron entregados el uno al otro, como náufragos en una situación desesperada. A Zarza le estremecía recordar que ambos habían conocido el mismo principio, los mismos latidos uterinos, el mismo mar de sangre; que habían compartido la oquedad primigenia, el paraíso cavernario de la carne materna. De esa madre desesperada y depresiva que, sin embargo, seguramente les hizo sentirse felices en su vientre. Zarza y Nico siempre desearon vagamente regresar a aquel lugar, a esa cueva viscosa y sonrosada en donde fueron uno. Quizá todos los gemelos padezcan esta misma pulsión hacia los orígenes. Y quizá Nico y Zarza se refugiaran bajo la mesa del comedor para rememorar la panza original.

Claro que también había otras razones. Se metían bajo la mesa para escapar de la luz mortecina, de las cortinas polvorientas y siempre cerradas del comedor inútil, del desapacible ambiente de la casa, del desolador sonido que producía la criada, al atardecer, cuando batía los huevos de la cena: un repiqueteo de metal y loza que sonaba a toque de difuntos y que anunciaba la llegada de la noche, con todos sus terrores, sus secretos visitantes y sus fantasmas. Zarza se recordaba sitiada por el miedo; desde que tenía uso de razón, el miedo había sido su compañero constante. Miedo a una tristura que mataba (¿o acaso su madre no murió de pena?), miedo a intentar respirar y no poder, miedo a que su padre no la quisiera, miedo a que su padre la quisiera, miedo a sus propios deseos y traiciones. Sólo la Blanca había sido capaz de adormecer sus temores.

De pequeña, Zarza sentía de manera imprecisa pero inequívoca que algo no marchaba bien a su alrededor. Ni ella ni Nicolás trajeron jamás amigos a casa. Tampoco es que tuvieran muchos amigos, porque se bastaban a sí mismos en su orgullo de gemelos; pero sabían, sin saberlo conscientemente y sin decirlo, que los otros niños se hubieran extrañado de cómo vivían. Esto es, se sabían raros. No alcanzaban a entender con claridad el porqué de esa rareza, pero intuían que tenía que tratarse de algo sustancial, algo tan profundo que se hallaba por debajo del nivel de flotación de las palabras, algo infame e informe que les manchaba de culpa. Y así, se avergonzaban de esa madre sufriente y en eclipse; de esa casa sombría y mortecina, tan tiesa como un museo; de ese padre altivo e impredecible, tan pronto encantador como tronante. Rosas 29 no parecía un verdadero hogar: era un comedero, un dormitorio, un espacio frío que los inquilinos usaban para cubrir las necesidades elementales. Nunca tenían visitantes, aparte de los clientes de su padre, que entraban directamente al despacho y luego se iban. Ni siquiera el servicio aguantaba durante mucho tiempo en esa casa inhóspita; las criadas cambiaban todo el rato, convirtiendo la inestabilidad en una rutina. Tan sólo la tata Constanza permaneció con ellos, haciendo honor a su nombre, durante un par de años, pero fue porque, según decía, le daban pena los niños. Ese relativo afecto de Constanza les hizo aún más daño, porque supuso la confirmación de algo que ya temían: que eran dignos de conmiseración, que suscitaban lástima.

Zarza recordaba a una compañera de clase. Era la hija de la portera del colegio y estudiaba con beca. Zarza entró dos o tres veces en su casa, en los bajos del edificio escolar, apenas dos pequeñas habitaciones, un baño diminuto, una cocina, con tragaluces provistos de barrotes y arrimados al techo por los que se veían pasar las piernas de la gente. En ese espacio ínfimo y oscuro se apretujaba un batiburrillo de muebles viejos que sin duda debían de venir de un piso más grande; pero las malas maderas estaban barnizadas y había tapetitos de encaje de plástico sobre las mesas. Zarza envidiaba esos tapetitos, el olor a cera, el tresillo de escay, la cálida luz de la horrorosa lámpara y, sobre todo, la colección de figuritas del roscón que había sobre el aparato del televisor. Imaginaba a su compañera, y a la madre, y al padre, y a los hermanos, y a las tías, y a los primos, y a los abuelos, y a los amigos de los padres, porque unos padres así tienen amigos; imaginaba a una muchedumbre de personas, en fin, apiñadas en esas habitaciones pequeñitas comiendo roscón de Reyes y bebiendo chocolate, y le parecía que eso debía de ser la esencia de la felicidad. Durante muchos años esa escena se convirtió en una obsesión. El paraíso perdido era un pedazo de roscón sobre un tapete de encaje de plástico.

A los trece años, Nicolás empezó a husmear entre las páginas de la enciclopedia que el padre guardaba en su despacho y a traer consigo algún volumen cuando se metía con Zarza bajo la mesa. Encendía entonces una linterna y leía en voz alta todas las entradas que tenían alguna relación con la locura. «Depresión», recitaba por ejemplo Nico: «Frecuentemente observada en muchos desórdenes psicóticos, la depresión también puede aparecer en síndromes neuróticos como el síntoma más prominente. Hay una relativa alta frecuencia de depresión neurótica entre los grupos sociales más sofisticados, educados, maduros e intelectuales, siendo más común esta dolencia en la mediana edad. Una consecuencia de ello es que el porcentaje de suicidios en los países occidentales es mayor entre los 35 y los 75 años, con una tasa máxima en torno a los 55». La madre de Zarza murió a los cuarenta y dos.

«Psicosis», seguía leyendo Nicolás: «Psicosis es el término comúnmente usado para designar un desorden psiquiátrico grave o severo. De acuerdo con algunas autoridades, el término psicosis indica no sólo una gravedad real o potencial, sino también que ese estado alterado es aceptado por quien lo sufre como una forma normal de vida. El diagnóstico más frecuente entre las psicosis mayores es el de esquizofrenia. Muchos autores han interpretado la esquizofrenia como una enfermedad hereditaria».

A menudo encontraban palabras que no entendían, aunque cada vez se fueron haciendo más expertos en el lenguaje psiquiátrico. Y en cualquier caso siempre comprendieron lo fundamental. Que el mundo de la locura llenaba muchas páginas de apretada e intimidante letra. Que su madre no era como las demás madres, ni su padre como los demás padres. Que Miguel era anormal. Que ellos dos, gemelos y solos, supervivientes de una catástrofe remota, llevaban probablemente el veneno en las venas, la herencia del dolor y del delirio. Los niños apaleados apalean niños de mayores, los hijos de borrachos se alcoholizan, los descendientes de suicidas se matan, los que tienen padres locos enloquecen. La infancia es el lugar en el que habitas el resto de tu vida.

* * *

Zarza acababa de abandonar la residencia de Miguel cuando empezó a sonar el teléfono móvil; miró la pantalla y no aparecía indicativo alguno. Tenía que ser él. Por fuerza tenía que tratarse de Nicolás. El móvil pertenecía a la editorial y ellos eran los únicos que la llamaban; ningún amigo de Zarza conocía ese número de teléfono, por la sencilla razón de que Zarza no tenía ningún amigo. Desde que salió de la cárcel había vivido una pequeña vida de austeridad absoluta, una cotidianidad desnuda y calcinada. Ni adornos en su apartamento, ni amistades en sus horas libres, ni recuerdos en su memoria. Se había dedicado a comer y a dormir, a trabajar y a leer. Siempre había utilizado la Historia como escape, tanto en su primera juventud, cuando estudió la carrera en la universidad, como en la cárcel, y ahora había vuelto a recurrir a esa vieja estratagema consoladora y se había zambullido en sus libros medievales, en un tiempo y un mundo que nada tenían que ver con su realidad. ¿O quizá sí lo tenían? El acoso de Nicolás la estaba poniendo paranoica, porque empezaba a creer que todo lo que le rodeaba encerraba ocultos mensajes para ella. Como la leyenda del Caballero de la Rosa, por ejemplo: ahora le parecía demasiado angustiosa, demasiado próxima. No soportaba que no hubiera salvación para el protagonista, que no pudiera escapar de su destino trágico. El libro de Chrétien confirmaba los peores temores de Zarza sobre la existencia; la vida como trampa, la vida como un maligno rompecabezas en el que cada pieza que colocas te va acercando más y más, sin tú saberlo, al diseño final, al dibujo de tu propia perdición.

Pero el teléfono sonaba en la calle oscura, en la noche solitaria y neblinosa, y parecía el chillido de furia de un animal pequeño. Zarza descolgó con inquietud.

—Sí.

—Ya queda menos para tu final.

Zarza se estremeció y miró con ansiedad a su alrededor, buscando una cabina, un coche estacionado, un peatón sospechoso. Buscando a Nicolás en un radio visible. Pero no consiguió descubrir a nadie.

—Escucha… —dijo Zarza con la boca seca—. Escucha, llevo años pagando por lo que he hecho… Lo siento. Siento haberte delatado. No pude, o a lo peor no supe hacer otra cosa… ¿Sigues ahí? Por todos los santos, estoy segura de que la policía te hubiera detenido de todas maneras antes o después, con o sin mi denuncia… Lo que no quiere decir que no me arrepienta de lo que hice…

Se detuvo, aguardando una respuesta de su hermano. Pero al otro lado de la línea sólo había silencio. Volvió a hablar con aturullada agitación, porque sintió que el vacío la chupaba:

—Escucha… ¿Estás ahí? Verás, tengo dinero… Estoy dispuesta a dártelo para que puedas empezar una nueva vida…

—Qué estupidez. Qué lugar común tan imbécil. Nadie puede empezar una nueva vida. Todos nos vemos obligados a seguir adelante arrastrando la miserable vida que tenemos. Tú destrozaste la mía. No tienes dinero suficiente para pagarme.

—Pero entonces, ¿qué pretendes? ¿Qué es lo que quieres de mí? —se desesperó Zarza.

—Quiero que sufras —dijo él. Y colgó.

Lo primero que hizo Zarza al cortarse la comunicación fue arrojar el móvil a la papelera más cercana. Tiró el aparato sin más, sin siquiera apagarlo; y por un instante le regocijó el fugaz pensamiento de que su hermano volviera a telefonear y de que su llamada sonara inútilmente entre basuras. Luego Zarza paró un taxi y le dio al conductor una dirección de la que ella misma se asombró. Eran las nueve de la noche y apenas si había tráfico. Se notaba la resaca de enero, el fatigado desaliento del final de las fiestas. Una ligera bruma se adhería al asfalto húmedo, como el vaho del sudor a la piel de una bestia. Todavía no habían retirado las iluminaciones navideñas; centenares de bombillas apagadas colgaban de cadenetas zarandeadas por el viento, produciendo una sensación lúgubre y marchita.

—Es ahí. En la esquina.

Pagó y se bajó, y mientras el taxi desaparecía Zarza se detuvo a contemplar la casa desde fuera. Había luz en las ventanas del primer piso, las que correspondían a la vivienda. Miró el portal: para su fortuna, estaba abierto. Subió las escaleras a pie con la boca seca por la ansiedad y el pulso latiéndole en las sienes, un doloroso redoble de jaqueca. Llegó ante la puerta y, aspirando una bocanada profunda de aire, pulsó el timbre. El sonido de la campanilla la sobresaltó; entonces, y sólo entonces, se le ocurrió que tal vez abriera una mujer. Pero no. Abrió él. Abrió Urbano.

—Tú… exclamó, —en voz baja, encogiéndose un poco sobre sí mismo, como si Zarza hubiera hecho ademán de golpearle.

Luego se quedó mirándola, paralizado, pálido. Tan grande como siempre, con rodales de canas en el pelo a cepillo. Los hombros redondos y rotundos, las manazas inertes a ambos lados del cuerpo, la cara avejentada. Ahora tenía una red de arrugas en los ojos y las densas mejillas parecían haber perdido algo de su espesor. Estaba más delgado: la carne le colgaba del poderoso esqueleto como ropa colgando de una cuerda. Una larga cicatriz partía su ceja derecha y le cruzaba la frente. Probablemente un producto de mis golpes, pensó Zarza. Qué hago aquí, se dijo; es un horror, soy un horror, tengo que irme. Pero en vez de marcharse extendió la mano hacia la frente lesionada de Urbano. El hombre se echó para atrás, evitando el contacto. Zarza retiró el brazo.

—Perdona. Perdona. Es mía, ¿verdad? Quiero decir, es culpa mía, ¿no? La cicatriz. La herida.

Urbano la miraba sin pestañear.

—¿Qué quieres? —dijo al fin el carpintero. La voz parecía salirle de los talones, estrangulada y seca—. ¿A qué has venido?

—No sé. No lo sé. Supongo que a pedirte perdón. Tenía que verte. Lo siento tanto, Urbano. Lo siento tanto. Eres lo único bueno que me ha pasado en la vida.

El hombre cerró los ojos un instante con expresión dolorida. Zarza lo entendió muy bien: sabía que los sentimientos de afecto pueden producir heridas mucho más profundas y lacerantes que un hierro al rojo vivo. Luego él volvió a clavar la mirada en ella sin mover un músculo. A los pocos segundos, Zarza no pudo más.

—Lo siento. No debí venir. Adiós —farfulló, aturullada, dando media vuelta para irse.

La voz de Urbano la detuvo al borde de las escaleras.

—¡No! Espera… Espera. Ven. Entra.

El carpintero echó a un lado su lento corpachón y la dejó pasar. Curiosamente, la casa conservaba un aspecto muy parecido al que antes tenía; seguía siendo un entorno limpio y arreglado. Urbano poseía ese don para ordenar las cosas propio de los buenos trabajadores manuales. Los dos se dirigieron de manera automática a los sofás colocados en ángulo. Antes siempre se sentaban ahí: Urbano en el que quedaba más cerca de la puerta, Zarza en el otro. Ocuparon sus antiguos lugares sin pensar y luego se observaron disimuladamente el uno al otro. Zarza estaba sentada en el borde del mueble, como a punto de levantarse e irse; Urbano tenía las grandes manos posadas en las rodillas, como quien está en la sala de espera del dentista. Zarza soltó una risita nerviosa, aunque en realidad sintiera ganas de llorar. Pero llevaba tantos años sin hacerlo que se le había olvidado la mecánica.

—Te has puesto el diente —dijo Urbano en tono quedo.

—Sí, ejem… —carraspeó Zarza—. Cuando salí de la cárcel.

—Estás guapa. Estás mucho mejor que antes.

—Tú… tú también. O sea, te veo bien —dijo Zarza.

Y era verdad. El tiempo y las arrugas habían dulcificado los rasgos un poco brutales de Urbano. El carpintero suspiró, se frotó los ojos y estiró hacia el techo sus brazos descomunales. Cuando terminó su rutina de desperezamiento parecía otro. Era como si se hubiera rendido a las circunstancias.

—¿Quieres tomar algo? —preguntó, poniéndose en pie.

—No… no, no gracias —contestó Zarza, todavía envarada.

—Yo estaba a punto de prepararme algo para cenar. Ven a la cocina. Haré cualquier cosa.

Zarza se levantó y le siguió, alelada. Urbano empezó a trastear entre los muebles. Cortó jamón de una paletilla envuelta en papel de plata, abrió una lata de paté, sacó quesos y fruta, descorchó una botella de Rioja.

—Siéntate.

Zarza obedeció y se sentó a la mesa de la cocina. Así desayunaban juntos, años atrás.

—Come.

Zarza obedeció y empezó a comer. Acababa de descubrir que tenía mucha hambre. Masticaron en silencio durante unos minutos.

—Tienes muy buen aspecto —repitió al fin Urbano.

—Estoy limpia, si es eso lo que quieres saber. Hace siete años ya. Desde que entré en la cárcel.

—¿Cuánto estuviste dentro?

—Dos años y cinco meses.

—¿Murió aquel chico? El guardia del banco.

—No.

—Menos mal.

—Se quedó paralítico. La bala le tocó la columna vertebral al salir.

—Mala suerte.

Zarza resopló:

—Sí. Muy mala suerte.

Se callaron de nuevo.

—Pero por lo menos tú estás bien…, ¿o no? —aventuró Zarza con un hilo de voz.

Urbano se tocó la cicatriz de la frente.

—Si, estoy bien.

—Perdóname. Perdóname. Perdóname —musitó ella—. Hice cosas horribles. Contigo y… Cosas horribles.

Urbano agitó la manaza en el aire.

—Déjalo. No quiero hablar de eso.

—Qué bueno eres conmigo —se acongojó Zarza.

—¡No vuelvas a decirme que soy bueno! —rugió el carpintero—. No soy bueno. No hago esto porque sea bueno. Soy débil contigo, eso es lo que pasa. Debería haber escuchado tus disculpas ahí, en el descansillo, y haberte dicho que sí, que muy bien, que vale, y luego haberte cerrado la puerta en las narices. Eso es lo que tenía que haber hecho, eso es lo que me hubiera gustado poder hacer. Pero no puedo. Me das miedo. Me das miedo porque sé que puedes hacerme mucho daño. Pero pasan siete años, vuelves a aparecer salida de la nada y yo no soy capaz de cerrarte la puerta en las narices. Soy un imbécil.

—Lo siento…

—¡Y tampoco me digas más veces que lo sientes! Creo que me merezco lo que me pase… —gruñó Urbano.

—No te va a pasar nada, porque me voy… —dijo Zarza, levantándose de la mesa.

—¡Siéntate! Por favor. Por favor, siéntate —dijo él, suavizando la voz—. En realidad…, en realidad me alegro de verte, ¿quieres creerlo? Estoy así de loco.

—Yo también.

—¿Tú también, qué?

—Yo también estoy loca…, y también estoy contenta de verte.

Y esa frase dibujó una sonrisa en la cara de Urbano, una pequeña mueca feliz y boba que el carpintero no pudo reprimir y de la que se arrepintió inmediatamente.

—Bueno, cuéntame. Qué ha sido de tu vida, y de Nicolás, y de Miguel… —preguntó, para disimular, en tono seco y expeditivo, como el administrativo que rellena un impreso.

—Trabajo en una editorial. Me encargo con otra chica de una colección de Historia. Ahora estoy preparando un texto hermoso y terrible de Chrétien de Troyes. Trabajo sobre todo con libros medievales.

—Qué suerte. Siempre te gustaron.

—Vivo sola. A menudo voy a ver a Miguel, que está internado en una residencia para gente como él. Creo que está bien. Por lo demás, no tengo amigos. Me alegro de no tener amigos. Vivo como un monje de la Edad Media. Me basta mi trabajo. Estoy tranquila.

Urbano frunció el ceño y clavó en ella sus hundidos y tristones ojos color uva. Reflexionó durante unos instantes. Casi parecía escucharse la lenta y firme mecánica de su cerebro.

—Si estás tan tranquila, ¿para qué has venido?

Zarza tosió brevemente para disimular el nudo que le apretaba la garganta, compuesto de emoción, o de miedo, o de rabia.

—Ya te he dicho que no sé bien por qué he venido. Y es verdad, no lo sé —contestó con ira contenida—. Pero tienes razón, no estoy tan tranquila. Ha aparecido Nicolás, y me amenaza. Ha salido de la cárcel. Me llamó esta mañana a casa y desde entonces estoy huyendo de él. Me persigue y quiere vengarse.

—¿Vengarse de qué? —preguntó Urbano.

—Le denuncié a la policía. Después de lo del banco. Pero no fue por lo del banco… Fue por… Bueno, no quiero hablar de eso —dijo Zarza roncamente sintiendo que le faltaba la respiración.

Urbano calló.

—¡No me mires así! —gruñó Zarza—. Te contesto porque me has preguntado, pero no he venido aquí buscando tu ayuda. ¿Me has oído? Como se te ocurra pensar algo parecido me marcho.

Urbano siguió en silencio.

—Y tú ¿qué has hecho en todo este tiempo? —preguntó Zarza al cabo con esfuerzo, intentando calmarse y salir de la jaula de sus pensamientos.

—Nada. Yo nunca hago mucho, ya lo sabes. Todo ha seguido igual. El taller, los trabajos de restauración con el anticuario… Soy un hombre aburrido.

—No digas eso.

—Estoy seguro de que lo piensas. Lo piensa todo el mundo, incluso yo.

—No eres aburrido. De verdad.

—Por cierto, tengo una historia que contarte. La leí no sé dónde hace varios años, quizá tres o cuatro. Y me quedé pensando en que te interesaría conocerla. Es una cosa medieval de esas de las tuyas… Ya ves, la he guardado en la memoria todo este tiempo para ti. Como si te hubiera estado esperando. Pero no te esperaba, te lo aseguro. No quería volver a verte.

—Te creo.

—Pues es la historia de una mujer, de una gran maga. Vivió a finales del siglo XII en Francia, no recuerdo bien dónde. Esta mujer era muy famosa por su sabiduría. Conocía todas las plantas del campo y de los montes, todos los remedios para sanar a hombres y animales. Pero lo que más me gusta de este cuento, que no es un cuento, porque sucedió de verdad, es que la mujer vivía en las afueras de una ciudad, en una casucha miserable. De hecho, no era ni siquiera una casa, sino un viejo corralón para ganado, con paredes de adobe y techo de paja, y sin más luz que la que entraba por la puerta, porque no tenía ventanas. Y todo el mundo pensaba que la maga habitaba en una cochiquera, en un sitio inmundo, porque no sabían que el interior del lugar estaba encalado, y que todos los muros se encontraban cubiertos de unas pinturas maravillosas, de unos frescos que representaban jardines estupendos, salones fantásticos, colgaduras de terciopelo, muebles incrustados de madreperla y oro. Y las pinturas estaban tan bien hechas, que toda esa magnificencia parecía más real que la realidad. De manera que los que venían a ver a la maga, y la encontraban a oscuras en su casa, pensaban que la mujer vivía en la cochambre; pero cuando ella se quedaba sola y encendía sus lámparas de aceite, en realidad estaba en el palacio más bello y más lujoso de la Tierra. ¿Te das cuenta? Basta con poner un poco de voluntad y con saber mirar para que el mundo se convierta en otra cosa. Esa mujer lo hacía y por eso era una maga. No porque supiera curar a las personas, sino porque sabía salvarse de la fealdad.

—Ya. Y por eso acabaron quemándola viva.

—¿Conoces la historia?

—Es la bruja de Poitiers, Magdalena Du Bois. La prueba que la perdió frente a la Inquisición fue justamente esa: las extraordinarias pinturas de su casa, esos trampantojos que parecían tan reales que sólo podían ser obra del demonio. Eso dijeron en el juicio. De manera que los trampantojos no sólo no la salvaron de nada, sino que la condenaron a una muerte espantosa.

Urbano movió la cabeza con pesadumbre.

—Lo que sucede, Zarza, es que no quieres salvarte —dijo al fin.

Zarza se sintió herida por las palabras del hombre, incluso un poco furiosa. Calló, mientras Urbano miraba el reloj y se ponía de pie.

—Las once. Tengo que bajar un rato al taller. Van a venir a buscar unos muebles que he restaurado.

—¿A estas horas?

—Así no interrumpimos el tráfico al cargar la furgoneta, es el mejor momento. Si quieres, te puedes quedar a pasar la noche. Digo, si prefieres no volver a tu apartamento… Por seguridad, vaya, por lo de tu hermano.

—Gracias, pero no. Ya te he dicho que no he venido a eso. No necesito tu ayuda.

—Como quieras, pero piénsatelo. Espérate a que vuelva y lo decidimos. No tardaré más de media hora.

Salió el carpintero y Zarza se quedó sola. Qué extraña sensación, sola de nuevo en aquella casa que durante cinco meses fue la suya. Se levantó de la mesa, dejó el plato en el fregadero y empezó a recorrer el piso. El baño, que, para su sorpresa, estaba renovado por completo. La habitación pequeña en donde metieron a Miguel. Y el dormitorio. Zarza tuvo que forzarse a sí misma para entrar en aquel cuarto que ella había salpicado de dolor y de sangre. Empujó la puerta lentamente y se sintió desfallecer al comprobar que todo seguía igual. La cama doble en la que ella había fingido tanto amor fogoso. Las mesillas de sólida madera. Y la lámpara de pesada peana con la que Zarza le abrió la cabeza al carpintero. No quedaban señales de sangre ni melladuras; la madera, bastante oscurecida por los años, mostraba una superficie suave, redondeada y amable. Zarza escapó corriendo de la habitación y se dejó caer en el sofá de la sala. A veces tenía la aguda sensación de ser incapaz de seguir respirando.

Entonces vio el dinero. Estaba sobre la mesita baja de la sala, un puñado de billetes de diez mil. Zarza frunció el ceño, casi segura de que ese dinero no se encontraba ahí cuando ella había entrado. Urbano lo ha dejado sobre la mesa para probarme, pensó Zarza; y se sintió morir de vergüenza. Cogió los billetes de un manotazo: 275 000 pesetas. No era mucho. Desde luego a Nico no le iba a parecer mucho. Pero sumado a lo que ella tenía, era más de medio millón. Quizá pudiera convencer a su hermano de que se fuera. Una fiebre negra le subió a la cabeza, un extraño deseo de dañar y dañarse, una mortífera voluntad de acabar con todo. Como quien se asoma a una ventana muy alta y experimenta el ansia incontenible de arrojarse.

—¿Querías tentarme? —dijo en voz alta—. Muy bien, pues me has tentado.

Metió los billetes en el bolso, temblorosa de ansiedad y de furia. Pero qué estoy haciendo, se decía; por qué me comporto así. Un revuelo de ideas y sensaciones aturdía su cabeza. Se lo devolveré, pensaba; le devolveré todo estoy más con mi sueldo, mes a mes, poco a poco. Se lo merece, pensaba; por qué no ha confiado en mí ese cretino. Me lo merezco, pensaba; me lo llevo porque no valgo nada, porque soy una perdida y una chivata, me lo llevo para humillarme y para salvarle.

—Perdona —balbució al aire.

Y salió del piso, rápida y callada, con andares furtivos de ladrona.

* * *

Un día, en la cárcel, yendo a la enfermería por una pequeña herida que se había hecho en el taller de maderas, Zarza escuchó sin querer lo que una de las asistentes sociales estaba comentándole a la auxiliar de clínica:

—Como lo de Sofía Zarzamala, esa que llaman Zarza, no veas la vida que dice ella que tiene, es una historia tártara, que si su hermano es subnormal, que si asesinaron a su madre, que si su padre abusaba de ella… El padre era el Zarzamala aquel que desapareció hace mucho tiempo, el del escándalo financiero, no sé si te acuerdas… Bueno, total, el colmo de las desgracias, hija; según ella le ha pasado de todo…

En ese momento las dos mujeres advirtieron la llegada de Zarza y callaron abruptamente, mientras la asistente social se encendía como un carbón al rojo. Se trataba de una chica muy joven; este era su primer año de trabajo en prisiones, y era evidente que provenía de un medio tranquilo y protegido, de una pequeña vida rutinaria. Intentaba aparentar veteranía y un extenso conocimiento de la existencia, pero en realidad su ignorancia era monumental. Ahora bien, el convencimiento de la bísoñez y sin sustancia de la chica no atenuó el golpe que Zarza sintió al escuchar sus palabras. En primer lugar, ¿qué quería decir con eso de que su vida era «una historia tártara»? ¿Que no se la creía, que todo era un cuento? Ciertamente los súbditos de la Blanca eran los seres más mentirosos del planeta, pero para entonces ella ya llevaba limpia más de un año. Por otra parte, una de las inclinaciones naturales del preso es el fingimiento (la otra es la voluntad de fugarse), y tal vez fuera por eso, por su condición de reclusa, por lo que la asistente social no la juzgaba digna de confianza. Fuera como fuese, estaba claro, en cualquier caso, que a la mujer no le parecía normal semejante cúmulo de desgracias.

Sin embargo, Zarza consideraba que su existencia no era en realidad nada extraordinaria. El mundo estaba lleno de historias tártaras, de realidades atroces y dolientes, de horrores tan redondos y completos que no nos cabían dentro de la cabeza. Porque los infiernos que podemos imaginar son siempre menos crueles que los auténticos. ¿Qué diría la asistente social, pensaba Zarza, de esos bebés de meses violados y desgarrados por sus propios padres; de esas madres aquejadas del mal de Munchausen, que hacen enfermar deliberadamente a sus propios hijos y les someten a decenas de operaciones quirúrgicas; de esa niña de Sierra Leona a la que amputaron los brazos y las piernas a machetazos, y aun así sonreía a la cámara (tumbada en una cama, un pedazo de carne cubierto de vendas y ortopedias), simplemente feliz de seguir viva? Por no hablar de los muchos ejemplos que había en la propia cárcel: terroristas casi adolescentes que el fanatismo había convertido en embrutecidas máquinas de matar; o emigrantes analfabetas que habían asfixiado con una bolsa de plástico al hijo recién parido y pataleante. Existían mil maneras de destrozarse la vida y cada cual podía encontrar su propia vía hacia la perdición.

Aunque, si se miraba bien, la asistente social tenía razón: eran todas ellas historias tártaras, historias de la barbarie y de los bárbaros, del Gengis Khan del Mal y la Derrota, de la violencia que aplasta a los pacíficos y el caos que desbarata los proyectos. La humanidad se había construido en una búsqueda milenaria de algo mejor, de un marco de convivencia más grande que la mísera medida individual; pero los mismos seres que eran capaces de imaginar el bien y la belleza destruían a renglón seguido sus propios logros con una ciega orgía de dolor. La historia de la humanidad era en realidad la historia de una traición. Tantos juramentos desmentidos, tantos proyectos abandonados, tantos sueños perdidos.

Eran historias tártaras, sin duda, porque hablaban del Tártaro, que era, según los griegos, la región más profunda y desesperada del infierno, el tenebroso lugar de los castigos, allí donde penaron los Titanes. Cerbero, el perro de las tres cabezas, guardaba los confines de ese lugar sombrío, el reino de la infelicidad y el sufrimiento; y Caronte, el barquero, te conducía a través de las aguas hasta tu perdición, ese Caronte que se confundía con tu destino, con tu voluntad, con tu cobardía, con todo lo que te había hecho ser lo que eras, y acabar donde estabas, y deshacerte. Y hundirte para siempre en las entrañas de tu Tártaro, de un averno a la medida de tus pesadillas.

Pero había algo aún peor que la incredulidad de la asistente social, y era el hecho de que esa recién llegada, esa pobre tonta primeriza, conociera tantos detalles sobre su vida. ¿Cómo se atrevía a asegurar que era ella misma, Zarza, quien decía esas cosas? Ella sólo recordaba haberle comentado algo a Teófila Díaz, la psiquiatra de la cárcel, así es que las palabras de la chismosa provocaron que Zarza detestara a la psiquiatra. El incidente le hizo darse plena cuenta de que, en una prisión, lo primero que se le arrebata al preso es su individualidad, el derecho a su intimidad, el control sobre su propia vida; que le reducen a un ser irresponsable, a un mero testigo de sí mismo, a un cuerpo presidiario que los demás ordenan: los funcionarios, el director de la cárcel, el médico, el Estado. De manera que, en la cárcel, todos parecen saber mucho más sobre uno que uno mismo, y no queda otro lugar de libertad que la retirada interior hasta el más remoto rincón del cerebelo, cavar una trinchera en la conciencia profunda, no hablar con nadie, no decir la verdad de lo que uno siente o piensa a nadie, no manifestarse, no existir externamente. Digamos que la última gran escuela de Zarza fue la cárcel; ahí aprendió a vivir sin Nicolás y sin amigos, sin objetos, sin memorias.

Aprendió a vivir incluso sin la Reina, aunque esta abundaba en la prisión. Pero había algo, un dolor demasiado agudo para ser expresado, que impidió que Zarza regresara a la Blanca. Aislada y sin palabras, sola desde dentro y desde fuera, Zarza retomó sus antiguos libros de historia y aprendió a vivir casi sin vida. En ese estado cercano a lo vegetal se había mantenido durante cuatro años y medio, desde su salida de prisión. Hasta que había recibido la llamada de Nicolás y su estrecha pecera protectora se había roto.

Sin embargo al principio, cuando llegó a la cárcel, Teófila Díaz le había parecido a Zarza una persona interesante. Un día, Teófila le había contado el «Cuento del traidor». Curiosa coincidencia, puesto que luego la psiquiatra traicionaría a Zarza. Era una historia fascinante, un relato que, según la psiquiatra, formaba parte de Las mil y una noches. Cuando Zarza salió en libertad buscó el texto e investigó su origen. El cuento aparecía, efectivamente, en la traducción francesa de Galland de principios del siglo XVII, pero no debía de pertenecer al cuerpo original de Las mil y una noches, y por consiguiente no había sido incluido en la Zotemberg’s Egyptian Recension. Probablemente fue una adición del propio Galland, como La lámpara de Aladino o Alí Babá y los cuarenta ladrones. Borges había tomado prestado el relato y lo había reescrito en su Historia universal de la infamia, con el título de «El traidor Mirval»; y era esta versión borgiana, ligeramente distinta de la contada por Teófila, la que Zarza prefería.

Mirval era un monarca sasánida que habitaba en las islas de la China. Su reino era una burbuja de bienestar y paz en mitad de un mundo atormentado. Mirval había tenido suerte: las islas eran ricas y pequeñas, todo el mundo tenía para comer, no existían rencillas entre sus habitantes. Por añadidura, el archipiélago estaba lo suficientemente lejos y a desmano como para que nadie quisiera conquistarlo. El reino de Mirval era un paraíso y Mirval era un rey extraordinariamente amado por sus súbditos. Porque la abundancia, en general, y los paraísos, en particular, suelen favorecer los buenos sentimientos. Mirval tenía esposa, cuatro concubinas y veintisiete hijos. Vivía en un hermoso palacio de mármol y malaquita; todas las mañanas paseaba a caballo con su visir, que era su hermanastro y amigo íntimo; cada dos días cenaba con los consejeros de la corte, opíparos banquetes que eran un mero pretexto para la diversión; y una vez a la semana presidía el desfile de la guardia real, de la que se sentía muy orgulloso: recios guerreros con pijamas de seda y alfanjes relucientes. Mirval se consideraba un buen rey y era feliz, porque pertenecía a esa clase de hombres pequeños y sin imaginación, dice Borges, que son capaces de soportar la dicha. Pero un día se presentó en el palacio un efrit, horroroso y tronante; había oído hablar de la felicidad del reino de Mirval y, siendo como era un genio maligno, tanta placidez le sacaba de quicio. Agarró al aterrado monarca del pescuezo y le comunicó que venía a quedarse una temporada; en ese mismo instante el alcázar quedó aislado del exterior porque todas las puertas y ventanas desaparecieron mágicamente, siendo reemplazadas por sólidos muros. En el salón del trono, sin embargo, había ahora una pequeña puerta de madera negra que antes no existía. El efrit explicó que esa puertecita debía permanecer cerrada y ordenó que no se acercara nadie. «¡Ay de aquel que atraviese ese umbral!», dijo el genio. «Te lo advierto, Mirval: esa es la puerta de tu infierno».

Salvo esa prohibición, los habitantes del palacio eran libres para continuar con su vida normal. Estaban prisioneros, pero el alcázar era muy grande y disponía de perfumados jardines interiores. El efrit se materializaba de pronto aquí o allá, pero sólo les observaba y sonreía. Con el paso del tiempo, los cortesanos empezaron a acostumbrarse. Mirval había recuperado sus antiguas rutinas y era casi feliz porque pertenecía a ese tipo de hombres perezosos y sin imaginación, dice Borges, que son capaces de resignarse ante la pérdida.

Pero un día el genio apareció horroroso y tronante y agarró al monarca por el pescuezo. «Me aburro», dijo el efrit. «Desde hoy, tú y yo jugaremos una partida de ajedrez todos los días». Empezaron aquella misma tarde y como es natural el genio ganó al rey. «Has perdido», dijo el efrit, «y estás obligado a pagarme un rescate. Puedes escoger: o cruzar la puertecita negra, o entregarme algo que a mí me guste». Mirval, tembloroso, se apresuró a ofrecer a su contrincante joyas y perfumes, pero el genio soltó una carcajada despectiva: «Ni el oro ni la seda ni el incienso me interesan, rey tonto; soy un efrit, y puedo obtener todos los tesoros del mundo con sólo desearlos. Tienes que proporcionarme algo mejor o te haré cruzar la puertecita». El rey probó infructuosamente con sus instrumentos de música, sus pájaros mecánicos, sus libros más queridos, su biblioteca entera. Al cabo, desesperado, le ofreció las muchachas vírgenes del reino, y con eso el efrit se dio por satisfecho. Y es que el genio sólo se contentaba con seres vivos. «¿Qué vas a hacer con ellas?», preguntó Mirval muerto de miedo. El efrit se echó a reír: «Es asunto mío». Y dicho esto hizo desaparecer a todas las doncellas de repente, tanto las que estaban dentro del palacio como las que se encontraban en el exterior. Las gentes, asustadas, empezaron a decir que el genio bebía los alientos de los humanos, que les chupaba el alma hasta borrarlos.

A partir de aquel día, y en cada una de sus inexorables derrotas, el traidor Mirval fue traicionando a todos con tal de no atravesar la puerta negra. Primero entregó a los ancianos del reino, pensando que no servían para mucho; luego, a los artistas; después, a los comerciantes, a los campesinos, a todos los gremios artesanales, a las madres. Desaparecidas las madres, Mirval consideró que los niños no tenían nada que hacer, y también se los dio al ávido efrit. Luego tuvo que ofrecerle a la guardia real, con los alfanjes brillando al sol y los bigotes trenzados; a los criados del palacio, a los cocineros, a los eunucos. Después se evaporaron los intelectuales, los médicos de la corte, los ingenieros e incluso los consejeros, que tanto le divertían a Mirval en los banquetes. Y a partir de ese momento fue peor, porque el rey entregó a sus propios hijos, y a sus concubinas, y a su esposa, y al final también vendió al visir, su hermanastro y gran amigo, y a Pandit, el perro favorito, que dormía tumbado a los pies de su cama. Todos se esfumaron en un abrir y cerrar de ojos, como dibujos en la arena que el viento borra. Para entonces al traidor Mirval sólo le quedaba su propio miedo; pero no tenía más remedio que seguir jugando y volvió a perder la última partida. «Ya no posees nada que me interese», dijo el efrit. «Hoy no te libras de cruzar el umbral». Mirval lloró, gimoteó, imploró, se arrastró ante el genio como un gusano; pero este se cruzó de brazos, horroroso y tronante, y dio un soplido mágico que hizo volar al rey hacia la puerta. La hoja negra se abrió y Mirval, contra su voluntad, atravesó el dintel. Y entonces se encontró fuera de su palacio. La puertecilla daba simplemente al exterior: no era nada más que una salida o, mejor dicho, era la salida del encierro. El atónito Mirval regresó al alcázar: el efrit había desaparecido y el edificio había recuperado su apariencia original, con todas sus entradas y sus ventanas. La puertecilla negra, sin embargo, permanecía visible, ahora abierta de par en par, anodina, inocente, comunicando un palacio desierto con un reino vacío. Allí quedó Mirval, solo y desolado, único habitante de su infierno.

* * *

Zarza salió o más bien escapó de la casa de Urbano sin saber en realidad por qué se iba. Las horas se habían ido encadenando unas tras otras desde el momento, que ahora le parecía remoto, en que había recibido la primera llamada de Nicolás, y a lo largo de esa jornada interminable la realidad de Zarza había ido cambiando. Una antigua y oscura imagen de sí misma emergía poco a poco de su interior, como el hinchado cadáver del ahogado emerge de las aguas. Apretó los puños, clavándose las uñas en las palmas. Respirar y seguir. Hacía años que no se cuestionaba la existencia porque había escogido el entumecimiento antes que el dolor. Pero ahora tenía la cabeza atiborrada de preguntas angustiosas, de palabras que pugnaban por ser dichas. El taxi apenas tardó veinte minutos en dejarla frente al portal de Martina. Pocas horas antes, Zarza había intentado llegar a esta misma calle, pero un ataque de pánico le había hecho salir corriendo. Ahora regresaba y el miedo se enroscaba en su estómago como una culebra dormida.

Eran las 23:30 y las aceras estaban vacías. Apretó el botón del portero automático. Esperó unos momentos y volvió a pulsar. Al cabo se escuchó una voz de hombre seca y alarmada:

—¿Quién es?

—Soy Zarza. ¿Está Martina?

—¿Quién es? —repitió la voz, algo más tensa.

—¡Soy Zarza, la hermana de Martina! ¿Puedo hablar con ella?

Hubo una pausa amenizada por los ruidos estáticos del altavoz. Al cabo se escuchó a Martina:

—¿Quién es?

No sonaba nada acogedora.

—Soy Zarza. ¿Puedes abrirme?

—¿Estás sola?

—Claro.

—¿Qué quieres?

—Sólo hablar contigo un minuto.

—No voy a darte ni una peseta.

—No quiero dinero. Quiero hablar contigo. Por favor. Ya sé que es tarde. Será sólo un momento. Por favor.

—Llámame mañana por teléfono.

—Nicolás ha salido de la cárcel. Por favor. No podemos hablar a través de este chisme.

Nueva pausa, nuevos chisporroteos sonoros. Al fin se escuchó el timbre de apertura, demasiado estridente en la oscura calma de la noche. Zarza empujó la hoja, que se cerró detrás de ella con un chasquido. Buscó a tientas la luz de la escalera, iluminando un vestíbulo elegante y recién pintado, con palmeras enanas en grandes macetones. Subió a pie hasta el tercer piso; una de las dos puertas del rellano estaba entreabierta y sujeta con la cadena de seguridad. Por el estrecho quicio asomaba el perfil inquisitivo de Martina. Zarza se puso delante de ella.

—Hola. ¿No me vas a dejar pasar?

Martina la escrutó de arriba abajo con gesto suspicaz. Zarza no debía de tener muy mal aspecto, o al menos no debía de tener el mal aspecto que Martina temía encontrar, porque el ceño de la hermana se suavizó ligeramente.

—¿Qué quieres? —repitió.

Zarza se encogió de hombros con desaliento:

—¡Sólo hablar contigo! Llevo un día horrible, Martina; hazme el favor, dame una tregua.

—Es muy tarde y llevamos muchos años sin hablarnos. No sé a qué viene esto.

—Esta mañana he recibido una llamada de Nicolás. Ha salido de la cárcel. ¿Quieres que tus vecinos se enteren de que tienes un hermano en la cárcel o prefieres dejarme entrar?

Resultó ser una razón lo suficientemente convincente. Martina cerró la hoja, descorrió la cadena y volvió a abrir.

—Pasa. Y no hagas ruido, que los chicos están acostados.

Era la puerta de servicio y daba directamente a la cocina. Zarza no pisaba esa casa desde bastante antes de entrar en prisión: quizá nueve o diez años. En cualquier caso, no recordaba esa cocina en absoluto. Era enorme, de acero pulido, tan limpia y ultramoderna que hubiera podido ser el interior de un laboratorio espacial. El suelo era de pizarra, las paredes de una luminosa pintura color crema. Todo parecía nuevo y sin tocar, como recién puesto. Delante del lavaplatos se afanaba una mujer asiática con uniforme a rayas azules y blancas.

—No te preocupes por ella —dijo Martina, interceptando la mirada de su hermana—. Es Doris, acaba de llegar y sólo entiende el inglés. Doris, you can go to your room now. Don’t worry. Good night.

Good night, madam —contestó la criada, retirándose.

—Álvaro está en la sala y no quiero molestarle, así es que nos quedaremos aquí —dijo Martina en tono expeditivo, sentándose en una de las sillas de acero y madera ante la mesa metálica—. A ver, qué es lo que pasa.

Zarza se sintió repentinamente hundida, agotada, incapaz de explicarle su situación a esa hermana mayor que era más extraña que una extraña, a esa Martina que la interrogaba con desdeñosa prisa, en la cocina, sin permitirle pasar a las partes más nobles de la casa, como para dejar constancia de su lejanía y su desprecio. Además, no era del regreso de Nicolás de lo que Zarza quería hablar con ella. En realidad no sabía muy bien de qué quería hablar, pero en cualquier caso no era de eso. Decidió pasar por el tema con rapidez.

—Esta mañana me ha telefoneado Nicolás. De hecho, hoy he recibido varias llamadas suyas. Me he enterado de que salió de prisión hace unos meses. Supongo que le han dado la libertad condicional. Ahora me está llamando y me amenaza.

—Ese chico siempre fue un tarado. ¿Y yo qué pinto en todo esto?

—Nada, en realidad. Sólo quería saber si se había puesto en contacto contigo.

—¡Para nada! —contestó Martina con gran énfasis—. Y si lo hiciera y me amenazara, telefonearía inmediatamente a la policía.

—Esta afición a delatar debe de ser un rasgo de familia…

—¿Qué dices?

—Nada. Una broma imbécil.

—Yo no quiero volver a saber nada de ese desgraciado, ¿entiendes? Para mí Nicolás se ha acabado.

—Tampoco quieres saber nada de mí… —murmuró Zarza.

Martina arrugó la frente y se dejó caer contra el respaldo del asiento. Se había dado mechas claras en su pelo oscuro y ahora era casi rubia. Vestía unos vaqueros de terciopelo verde muy pegados y un jersey fino color verde manzana metido por dentro del pantalón. Estaba muy delgada y tenía un aspecto deportivo y saludable; de hecho, parecía más joven que Zarza, aunque le llevaba cuatro años y era madre de dos hijos.

—Bueno… Tú eres un caso un poco distinto… Desde luego no se puede decir que seas mi hermana ideal, pero, en fin… Ya ves, el caso es que estás aquí, hablando conmigo. Te he dejado pasar, ¿no?

—Muchas gracias —dijo Zarza con sorna.

Pero Martina no cogió la ironía. Nunca había sido una chica sutil.

—De nada. Pero que tengas claro que no te voy a dar dinero.

—No quiero tu dinero, Martina —se encrespó Zarza—. No necesito tu dinero. Tengo un trabajo, una casa, un sueldo. No he venido por eso. Te puedes meter tu dinero donde quieras.

—No te pongas grosera, guapa, porque antes no le hacías estos ascos, ¿eh?, es más, me has sacado bastante, así es que no te des ahora esos aires de princesa ofendida…

Era verdad. Antes de la cárcel, en los malos tiempos de la Blanca, Zarza había pedido una y otra vez dinero a Martina; y, cuando su hermana había dejado de dárselo, le robó un marco de plata, un reloj Cartier y doscientos dólares que había encontrado en un cajón. Esa fue la última vez que pisó la casa de Martina. Zarza agachó la cabeza, humillada por el recuerdo, y ablandó el tono.

—Tienes razón. Lo siento. Pero eso fue hace mucho. Ahora no quiero nada, de verdad.

—Bueno… se apaciguó —también Martina—. Entonces, ¿sigues trabajando en… en esa escuela o lo que sea?

—En una editorial. Sí, sigo.

—Eso está bien…

Martina se inclinó hacia adelante, sobre la mesa, y volvió a escudriñar a Zarza estrechamente.

—Mira, si necesitas un tratamiento de desintoxicación, eso si que estoy dispuesta a pagártelo. Pero te buscaría yo el lugar y les daría el dinero directamente a ellos.

Zarza se puso en pie, exasperada, y empezó a caminar por la cocina.

—¡Martina, por favor! No necesito un tratamiento de desintoxicación. Estoy bien. Aquello se acabó. Hace siete años que se acabó. Nunca más. Para siempre.

—Vale, bueno, me alegro. Yo sólo lo decía por si acaso.

Zarza se apoyó en la mesa y acercó su rostro al de su hermana:

—Martina, ¿cómo es posible que haga años que no nos veamos y que sólo seas capaz de hablarme de dinero? ¿Pero qué vida de mierda tienes para comportarte así?

—¿Que qué vida tengo? ¿Tú me preguntas a mí que qué vida tengo? —se asombró Martina.

Levantó las manos, señalando con un gesto elocuente el mundo que la rodeaba, la cocina con brillos de quirófano, el espléndido piso de trescientos metros en el barrio más caro de la ciudad. Se la veía boquiabierta y genuinamente pasmada de que su hermana pequeña, esa perdida, se atreviera a criticar su sólida y opulenta existencia. Y lo peor era que tenía razón, se dijo Zarza. No ya por el lujo y el estatus del marido notario, sino por los hijos, y por la estabilidad emocional, y por el núcleo familiar estrecho y cohesionado, y por el perfecto control con que vivía su vida. Sólo Zarza sabía con cuánta determinación, con qué enormes dosis de voluntad y trabajo había conseguido construirse Martina esta vida extremadamente convencional. Lo que para otros no era más que una pura rutina, un producto de la docilidad o la pereza social, para Martina había sido el resultado de un dificilísimo plan de emergencia, de un proyecto de salvación personal acometido en circunstancias extremas. Se había casado a los diecinueve años con Álvaro para escapar de casa. Por muy imbécil que le pareciera a Zarza su cuñado, siempre fue una opción mejor que la Blanca.

—Está bien. Dejémoslo. Perdona. No quiero discutir —calmó los ánimos Zarza, volviendo a sentarse—. Por cierto, hoy he estado viendo a Miguel.

—Sí, ya me han dicho que vas bastante por allí.

Zarza intentó morderse la lengua, pero no pudo:

—Tú, en cambio, no vas nada.

—Eso no es cierto. Y, además, no sé de qué te puedes quejar. Yo soy la que se ha hecho cargo de Miguel. Soy yo quien le paga la residencia…

—¡Otra vez el dinero!

—¡Soy la única que se ha ocupado de verdad de él! ¿Qué hiciste tú por tu hermano? ¿Qué hiciste con él? Le maltrataste, le descuidaste… ¡Te importaba un pimiento! Menos mal que yo anduve detrás y le rescaté… Pobrecito, estaba destrozado, sucio, muerto de hambre… No hacia más que llorar cuando le recogí. Qué desgracia de familia…

Si ella supiera, pensó Zarza, con la boca seca y la respiración acelerada. Si ella supiera lo que había sucedido con Miguel. Lo que ella le había hecho. Zarza escuchó un zumbido y las luces de la cocina se oscurecieron. Se apoyó sobre la mesa, casi desvanecida.

—¿Qué te pasa? ¡Zarza! ¿Qué te ocurre?

—Nada… Nada… Me he mareado…

Martina sirvió un vaso de agua y se lo trajo. Frunció el ceño y la miró de nuevo inquisitivamente, mientras se lo bebía:

—¿De verdad que estás bien? ¿De verdad que no te estás metiendo nada?

—Te lo juro, Martina. Esto es solamente un ataque de angustia.

Martina volvió a sentarse y contempló dubitativa a su hermana con una expresión entre recelosa y apenada.

—Tienes que cuidarte, Zarza. Tienes que llevar una vida ordenada.

—Ya lo sé. Eso es lo que intento.

Callaron unos segundos. A lo lejos, a través del patio, se escuchó el tintinear de una cucharilla de metal contra un vidrio. Como el monótono y fúnebre batir de los huevos en el plato. Durante un ínfimo instante el aire pareció vibrar amenazadoramente en torno a Zarza y los objetos perdieron su firmeza, como si la cocina de Martina pudiera transformarse, por una monstruosa deriva temporal, en la cocina de la infancia. Pero enseguida la realidad volvió a pesar y las paredes mostraron su reciedumbre. Zarza se estremeció.

—Oye, Martina, tú que eres la mayor… ¿Sabes quién pegaba a Miguel cuando éramos niños?

Martina se puso rígida.

—¿Cómo que quién le pegaba? ¿A qué te refieres?

—Miguel aparecía de vez en cuando con el cuerpo lleno de moretones, ¿no te acuerdas?

Martina apretó los labios:

—Pues no, no me acuerdo. ¡Qué cosas tan raras se te ocurren!

—La psiquiatra de la cárcel decía que mi padre era un sádico. O sea, nuestro padre.

—Pobre papá. A saber qué ha sido de él.

Zarza cerró los ojos y tomó aire, dispuesta a zambullirse. Nunca habían hablado de eso antes. En realidad, Martina y ella nunca habían hablado de nada.

—Papá venía por las noches a mi cama y me tocaba. Me tocaba de esa manera, ya sabes.

—Pues no, no sé —contestó Martina con irritación.

—Me tocaba como toca un hombre.

Martina se quedó estupefacta.

—Pero ¡qué dices! Estás delirando…

—¡Martina, por favor! Sé que lo hacía también contigo. Le vi. Os vi. Muchas veces. Al principio, cuando sólo lo hacía contigo, os tenía envidia.

Martina apretó los puños y abrió la boca de par en par, como para producir un grito atronador, pero de su garganta no salió un solo ruido. Se mantuvo así, atrancada y sin aliento, durante unos segundos interminables, y luego todas las palabras le brotaron de golpe, a borbotones, sostenidas por una voz chillona:

—¡Eso es… eso es lo más asqueroso que he escuchado en mi vida! ¡Eso es una mentira, una asquerosa mentira! Te estás inventado todas esas porquerías porque siempre fuiste una niña celosa y posesiva… ¡Eres una maldita loca como mamá, eso es lo que te pasa!… Que Dios me perdone por decir esto y que en paz descanse… Pero eres una maldita loca como mamá…

La infancia era el lugar en donde pasabas el resto de tu vida. Zarza se tapó la cara con manos temblorosas.

—Martina, por favor… Es algo muy importante para mi. Papá me tocaba. Nos tocaba. Abusó de nosotras. Sólo te estoy diciendo la verdad.

—¡La verdad! ¡La verdad! —jadeó la hermana con voz ronca.

Se miraron a los ojos, asustadas y lívidas. Martina hizo un visible esfuerzo por controlarse. Se pasó la lengua por los labios secos y habló con lentitud y firmeza:

—Estás enferma. No sé por qué te inventas todo eso, pero te lo inventas. Siempre fuiste patológicamente posesiva. Querías ser el centro de todo, como mamá. Por lo menos nuestro padre trabajaba para nosotros, nos mantenía, pagaba nuestros colegios, se cuidaba de todo. Si no llega a ser por él, nos hubiéramos muerto de asco y de abandono. Con esa madre que nunca se levantaba y que sólo pensaba en su propio ombligo. Como tú. Estás enferma. Por eso te pasó lo que te pasó.

Zarza sintió un asomo de vértigo. ¿Habría algo de verdad en lo que decía? Pero no, desde luego que no. Su hermana se engañaba.

—Eres tú quien te engañas, Martina. No quieres acordarte de lo que sucedió porque es mucho más cómodo ignorarlo.

—Venimos de una familia desgraciada, Zarza. Tan desgraciada que no sé quién pegaba a Miguel, por qué aparecía de repente lleno de cardenales. A lo mejor fuiste tú, o esa fiera de Nico. O mamá la loca. O el propio Miguel, a lo mejor se golpeaba sin saber lo que hacia. O incluso papá, el pobre papá. Venimos de una familia tan desgraciada que lo único que sé es que yo no fui. YO NO FUI, ¿entiendes? Sólo me fío de eso. Venimos de una familia desgraciada, pero ahora vosotros ya no sois mi familia. Ahora tengo a Paola, y a Ricardo, y a Álvaro. Y esta casa tan bonita, y el dinero, sí, que me da tranquilidad y seguridad. Y estoy dispuesta a defender a mi familia con uñas y dientes. Es la obra de mi vida y estoy orgullosa de lo que he hecho.

Qué sola debió de estar Martina en la infancia, se dijo Zarza. Ella, por lo menos, tenía a Nicolás. Pero Martina era una niña extremadamente callada, siempre bien peinada, quieta y obediente, con los calcetines limpios y subidos, la cartera del colegio ordenada con toda pulcritud. Se pasaba las horas estudiando o leyendo, escondida en una esquina de la casa, sin hacer el menor ruido, hasta el punto de que todos olvidaban su presencia. Ahora que lo pensaba, Zarza se daba cuenta de que no guardaba en su memoria ninguna imagen de Martina riendo. Sintió algo parecido a la piedad y decidió abandonar la discusión.

—No tienes por qué defenderte, Martina. No quiero atacarte.

—Y yo no quiero echarte de mi vida, Zarza. Es que me das miedo.

Las palabras de Martina golpearon a Zarza en una zona blanda y lastimada.

—Es la segunda vez que hoy me dice alguien que me tiene miedo… ¿Tan dañina soy? —preguntó con un susurro casi inaudible.

Martina se mordió los labios por dentro, como hacía cuando era niña y se ponía nerviosa. Se removió incómoda en su silla.

—Bueno, supongo que sobre todo te haces daño a ti misma… —dijo al fin.

La frase no sonaba muy convincente, pero resultaba casi afectuosa. Callaron las dos durante unos instantes, exhaustas. En el silencio se escuchaba el tictac de un enorme reloj de pared, de esfera redonda y niquelada.

—¿Qué vas a hacer con Nicolás? —preguntó Martina.

—No sé.

—Vete a la policía.

—No. Otra vez, no. Ya sabes que le denuncié cuando lo del atraco.

—Hiciste bien.

—No sé.

—Pero Nico puede ser peligroso…

—Ya lo arreglaré con él de alguna manera. No te preocupes.

Enmudecieron de nuevo, mientras el reloj palpitaba pesadamente en la pared.

—A mi me parece una indecencia suicidarse, sabes… —dijo Martina de repente—. Estoy hablando de mamá. Es una indecencia tener niños pequeños y matarse. Eso demuestra su enorme egoísmo. Mamá no pensaba en nadie, sólo en ella misma.

Zarza recordó las viejas y abultadas cicatrices que cruzaban las muñecas de su madre, y un vago sentimiento de culpabilidad le apretó la garganta. Carraspeó con nerviosismo y dijo:

—Yo creo que sufría mucho. No supo hacer nada mejor con su vida. Estaba enferma.

—Ya lo creo que sufría mucho. Estaba encantada de sufrir. Le encantaba ser una víctima y compadecerse de sí misma. Hace falta ser espantosamente egoísta para instalarte de esa manera dentro de tu dolor. A todos nos cuesta vivir, pero no hacemos que el precio de nuestra vida lo paguen los demás.

—Eres injusta.

—Ella sí que fue injusta con nosotros.

Zarza titubeó unos instantes:

—¿Sabes?… Durante muchos años pensé que… Tenía la obsesión de que papá había podido matar a mamá… Con las medicinas, sabes… Echándole una dosis demasiado grande… Hubiera sido fácil. A veces todavía pienso que fue así.

Martina la miró con curiosidad, y luego suspiro.

—No sé, Zarza… cada cual escoge aquello que quiere creer… Cada cual escoge los recuerdos que quiere tener. Y cada cual escoge la vida que quiere vivir.

Tal vez su hermana tuviera razón, pensó Zarza; tal vez los humanos reinventaran cada día sus biografías, de la misma manera que Chrétien inventó un pasado fabuloso para el duque de Aubrey. Martina había sido una lectora furiosa, una alumna modelo. En el colegio, todos le auguraban un futuro profesional brillante. Sin embargo, cuando se casó con Álvaro abandonó la universidad y los estudios y se convirtió en la tópica ama de casa de clase alta, un prototipo insulso y plano que ella representaba a la perfección. Zarza la contemplaba ahora, con sus uñas pintadas y bien cuidadas, sus cadenas de oro al cuello, sus pantalones de marca y su jersey de lana dulcísima, probablemente cachemir, y calculaba que, cuando menos, debía de llevar medio millón de pesetas encima en ropa y complementos. Martina personificaba todo lo que Zarza detestaba, pero era el resultado de una voluntad de ser así; su meticulosa convencionalidad era una construcción, porque la infancia no les había preparado para una existencia burguesa, sino para el abismo. La vida de su hermana podía parecerle a Zarza lamentable, pero sin duda era su vida, la que ella había escogido libremente. En esto Martina era como Martillo: personas dispuestas a tomar una opción, a luchar por ella, a pagar el precio necesario. Zarza se puso en pie.

—Tengo que irme.

—Está bien. Vaya, no te he ofrecido nada de tomar —dijo Martina, en un tono ligero y artificial.

Zarza se irritó:

—No me sueltes tontas frases de cortesía, por favor. No soy una visita y nunca tuviste ninguna intención de ofrecerme nada.

Martina se echó a reír.

—Tienes razón. Creo que era demasiado pronto para que compartiéramos un café… Pero quizá la próxima vez podamos tomarlo…

Y eso sí sonó casi sincero.

* * *

A estas alturas de la noche había algo que asustaba más a Zarza que la furia vengativa de su hermano, algo escurridizo e innombrable que se agazapaba dentro de su memoria. Azuzada por ese miedo interior, Zarza echó a caminar por las calles vacías sin pararse a pensar en el peligro cierto que corría. Aquella mañana se había sentido despavorida y acosada en esas mismas aceras, a plena luz del día y rodeada de gente, pero ahora, encandilada por sus barruntos íntimos, Zarza atravesaba la ciudad como sonámbula, cruzando calles sin cuidarse del tráfico y doblando esquinas sin pararse a comprobar si la perseguían.

Un error lamentable, porque en esta ocasión sí que había alguien siguiéndole los pasos. Era una silueta furtiva que se detenía cuando Zarza se paraba, que apretaba la marcha cuando Zarza corría. Las calles estaban vacías, el asfalto mojado por el relente; la madrugada, gélida, escarchaba la superficie de los coches aparcados. La ciudad entera comenzaba a cubrirse de una pátina de hielo rechinante y ofrecía un aspecto desolado. Por ese desierto inhóspito y urbano, entre luces de semáforos parpadeantes, caminaban Zarza y su perseguidor a toda prisa, como un pájaro seguido a distancia por su sombra.

Anduvieron cerca de media hora, Zarza plenamente ignorante de llevar compañía. En ese tiempo abandonaron el elegante barrio de Martina, cruzaron el nuevo distrito profesional, subieron por el antiguo centro comercial y enfilaron al cabo las calles hacia la ciudad vieja, el corazón roñoso de la urbe, allí donde los desvencijados edificios se apuntalan los unos contra los otros y las fachadas están llenas de desconchones. La ciudad de la noche, el territorio de la Reina. Era la una de la madrugada, pero en ese confín de la miseria la vida se iniciaba justo entonces. O, al menos, cierta vida. Sólo en estas calles agobiadas comenzó a encontrar Zarza alguna animación: vagabundos envueltos en diversos estratos de indescriptibles ropas, travestís desnudos bajo abrigos de pieles, mulatas resoplando de frío con los muslos al aire y un termo de café y coñac entre las manos, clientes merodeantes e indecisos, chulos y traficantes. Cuando Zarza llegó a la plazuela del Comendador se detuvo al amparo de la estatua. Allí, frente a ella, al otro lado de la pequeña plaza triangular, estaba la entrada de la Torre. En realidad era un edificio de apartamentos construido en los años sesenta, en plena especulación inmobiliaria. Angosto y alto, sus diez pisos sobresalían un buen trecho por encima de las viejas casas circundantes. Era una abominación arquitectónica, con cristales ahumados y aluminios baratos de color verde guisante. En el bajo estaba el Desiré, un inconcebible bar de copas, tan estrecho y largo como un vagón de tren. La interminable barra arrancaba desde la puerta y llegaba hasta el fondo del local, y tras ella, iluminadas por focos estratégicos, atendían nueve o diez chicas con los pechos al aire. Junto al Desiré estaba la entrada a los apartamentos, un mísero portal con palmeras pintadas en las paredes. El edificio entero pertenecía a Caruso, que se había reservado las dos últimas plantas para su uso privado. Los apartamentos de los restantes pisos sólo se ocupaban por horas.

Zarza no había vuelto a pisar esa plaza desde que Caruso la echó de la Torre. Durante los últimos años había estado viviendo en una ciudad mutilada, en un mapa urbano salpicado de territorios prohibidos que ella evitaba cuidadosamente. Pero ahora se había atrevido a regresar a una de esas zonas dolorosas, ahora volvía a pisar un suelo que quemaba. Contemplaba Zarza la Torre frente a ella como el pequeño roedor contempla, paralizado por el miedo pero también fascinado, a la serpiente que va a devorarle. ¿Intuye el ratón, dentro de su terror, que al instante siguiente va a vivir la experiencia más importante de su vida? La muerte es una especie de oscura apoteosis. La boca de Zarza se llenó de una saliva salobre y pesada. También ella iba al encuentro de una revelación definitiva.

Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que no advirtió la presencia del otro hasta que una mano grande y fuerte se apoyó en su hombro. Dio un nervioso brinco hacia adelante y giró en el aire al mismo tiempo para poder encarar al recién llegado. Se oyó un pequeño grito y al principio Zarza no supo distinguir si había sido ella quien había gritado. Pero no. Fue el otro. O la otra. Fue el travestí, asustado por el inesperado salto de Zarza.

—¡Ay, guapa, me has dejado el corazón estrujadito! —exageraba el travestí, dándose pequeños golpes en el pecho con sus rojas y puntiagudas uñas de tigresa.

—¿Qué quieres? —preguntó Zarza, cautelosa, manteniendo la distancia.

—Nada, dulzura, nada. Tengo un recado para ti, eso es todo.

Era guapa, tal vez treintañera, muy femenina. Llevaba un opulento abrigo de visón y por debajo emergían unas tetas duras como el cemento y azuladas de frío.

—¿Un recado? ¿De quién?

—Ay, no sé, nena, de un caballero que andaba por aquí y me lo ha dado. Toma, tú sabrás.

La mujer le tendió un papel. Era un sobre pequeño, como los que usan en las floristerías para las tarjetas, y dentro había una hoja arrancada de una agenda de bolsillo con dos líneas escritas en letras mayúsculas: «A las 4 de la madrugada en tu apartamento. No faltes o te arrepentirás». Zarza miró instintivamente a su alrededor.

—¿Quién te ha dado esto?

—Ya te lo he dicho, ricura, un caballero con muy buena pinta… Ahí mismo estaba, en esa esquina. Me llamó, medio el sobre y me dijo que te lo diera.

—¿Pero qué aspecto tiene? Descríbemelo.

—Yo no quiero saber nada, guapa, no quiero líos, es un señor normal, con gabardina, estaba oscuro, me dio dos mil pesetas y sefiní, que quiere decir que se acabó y que me largo, tía. Chau.

Y, en efecto, se fue, desapareció corriendo entre las sombras agitando su voluminoso abrigo a las espaldas.

Zarza volvió a quedarse sola en mitad de la plaza, pero ahora se sentía desprotegida y expuesta. Escudriñó la embocadura de las calles a su alrededor, las figuras de hombres y mujeres que entraban y salían del Desiré. No vio a nadie que le recordara a su hermano. Un hombre con gabardina y buena pinta. ¿Habría cambiado mucho Nico en este tiempo? ¿Seguiría siendo el Nicolás de siempre? A veces, Zarza temía no poder reconocer a su gemelo. Sentía un inquietante extrañamiento con el pasado, una lejanía casi enloquecedora con su propia biografía, con la mujer que un día fue. Aquellos años cumplidos en brazos de la Reina aparecían en su memoria como depositados al otro extremo de un oscuro y largo túnel, lejos de ella, muy lejos, unas vivencias remotas que podían pertenecer a otra persona. Zarza resopló. Esa era la razón por la que estaba aquí. Había regresado a la Torre para hablar con Caruso; necesitaba verle porque necesitaba mirar lo que se agazapaba al otro lado del túnel. Consultó su reloj; era la 1:10.Todavía no había decidido si obedecería la orden perentoria de su hermano y acudiría a la cita, pero, en cualquier caso, tenía tiempo de sobra hasta las cuatro. Tiempo para intentar subir a la Torre.

El gorila de la puerta la detuvo. Era un chico moreno, probablemente norteafricano, con un ligero acento gutural.

—Eh, tú, ¿dónde vas?

—Quiero ver a Caruso.

—¿Quieres ver a Caruso? ¿Quieres ver a Caruso?

Se pasmó tontamente el muchacho; era muy joven y tal vez muy nuevo, y todavía estaba demasiado impresionado por el poderío de su jefe.

—Aquí no se puede ver a Caruso así como así, tú qué crees…

—Dile que soy Zarza. Me conoce.

Zarza habló con toda la convicción de la que fue capaz, pero no estaba ni mucho menos tan segura de que Caruso quisiera verla. En realidad, temía ser despedida sin contemplaciones. El gorila sacó un teléfono móvil, marcó un número, se cuadró de manera casi imperceptible.

—Una chica con el pelo rojo quiere ver al señor Caruso… Dice que se llama Zarza y que la conoce…

Transcurrieron unos instantes, durante los cuales el norteafricano mantuvo sin pestañear su posición de firmes. Luego escuchó algo, suspiró, se relajó. Cortó el móvil.

—Que subas —sonrió, amistoso y coqueto de repente—. Es el noveno piso.

—Ya lo sé.

Entró en el portal y cogió el ascensor de uso general, pringoso y lleno de pintadas. El otro ascensor era privado y sólo subía a las dos últimas plantas, pero necesitabas llave para utilizarlo. Pulsó el botón del noveno y el aparato ascendió ruidoso y renqueante. Cuando llegó al piso, Zarza aporreó la puerta para que la abrieran; en el noveno y en el décimo, la puerta del ascensor de los bárbaros estaba cerrada con cerrojos por fuera, para que los clientes no molestaran al jefe.

—Calma, escandalosa —gruñó Fito, liberándola de su encierro.

Fito era el matón de confianza de Caruso. Un tipo con la nariz aplastada y una nube blanca en un ojo. Tenía aspecto y comportamiento de bulldog; detestaba el desorden, el ruido, la vida social, la humanidad. Con un gesto, Fito indicó a Zarza que levantara los brazos y la cacheó rápida y eficientemente. Hacía siete u ocho años que no se veían, pero la contemplaba con una absoluta falta de interés, como si hubiera estado con ella el día anterior. Fito sacudió la cabeza, señalando a Zarza que podía pasar. Él entró detrás de ella y cerró la puerta.

El solo hecho de volverse a encontrar en aquella sala hizo que Zarza rompiera a sudar copiosamente. El lugar seguía más o menos igual que antes: los mismos espejos, los mismos sillones entre macarras y modernos tapizados de leopardo sintético, la librería de cristal y bronce sin un solo libro, el piano de cola con el que Caruso solía acompañarse, con dedos aporreantes, cuando cantaba fragmentos de zarzuela. Ahora había, además, un modoso tresillo de flores que Zarza no recordaba, una mesa de comedor con ocho sillas y un enorme árbol de Navidad, saturado de bolas y con las luces de colores encendidas.

—Vaya, vaya, vaya, qué sorpresa… aunque no tanta, porque el Duque ya me había dicho que andabas por aquí…

Caruso bajó por la escalera interior con andares de estrella. Era un tipo bajo y cuarentón con los hombros caídos, los mofletes caídos, la barriga caída. Parecía poseer una masa carnal demasiado blanda y haber sufrido los efectos de una aceleración brutal. Sus labios, lisos y muy estrechos, estaban constantemente ensalivados. Ahora esa boca fina y húmeda se distendía en una sonrisa sarcástica:

—Pero la auténtica sorpresa es comprobar que sigues viva… La última vez que te vi pensé que reventarías, la verdad…

Caruso apartó un pequeño triciclo que había en la base de la escalera y se acercó a ella.

—De mi hijo pequeño. Ya ves, me he casado. Están arriba, durmiendo. Una niña y un niño. Y mi mujer. Ser padre de familia es lo más grande. Lo más grande. Te lo digo yo, que lo he vivido todo. Y que lo sigo viviendo, no te creas. Yo, en mi casa, hago lo que me da la gana. Y mi mujer se aguanta. Ella es cubana. Completamente blanca, pero cubana. Tenía catorce años cuando me casé con ella. Y era virgen. Ya sabes, yo aquí siempre me he quedado con lo mejor.

Zarza apretó los puños. Tenía las manos chorreando. Caruso dio una vuelta en torno a ella, contemplándola con ojo crítico. Iba vestido con un traje gris bastante vulgar, con camisa lila y sin corbata. La camisa, abierta hasta el tercer botón, dejaba entrever un pecho liso y lampiño, una carne gomosa, como de pollo.

—Chica, no sólo no te has muerto, sino que vuelves a estar bien. Pero que muy bien. Primera clase, con ese aire de princesa desdeñosa que tienes… Gustan mucho las princesas desdeñosas. Es un placer follártelas y ver cómo se tragan el orgullo…, además de otras cosas…

Rio con voluntaria zafiedad, sin ninguna alegría, más para violentarla que otra cosa.

—¿Y qué quieres de mí, princesa? ¿Vienes a buscar trabajo?

Caruso apresó las mejillas de Zarza con su mano derecha:

—Por mi puedes quedarte y empezar ahora…

Zarza sacudió la cabeza para liberarse y dio un paso hacia atrás.

—No vuelvas a tocarme —dijo, con una voz más temblorosa de lo que ella hubiera deseado.

—Está bien. ¡Está bien! Soy un civilizado hombre de negocios. Claro que no te tocaré, si tú no quieres. Tú te lo pierdes, chica. Aquí podrías ganar mucho dinero… Acuérdate, al principio lo ganabas. Luego te perdió tu mala cabeza. Pero siéntate, ¡siéntate! ¿Quieres tomar algo?

Caruso se repantigó en uno de los sillones de leopardo e indicó a Zarza que ocupara el otro.

—No, gracias. No quiero nada —contestó ella, permaneciendo de pie.

—Pues tú dirás. Y dilo prontito, porque no tengo tiempo —dijo Caruso con creciente fastidio.

Las luces parpadeantes del árbol de Navidad ponían reflejos verdosos y rosados en su cara. Zarza jadeó, angustiada, e intentó tragar saliva infructuosamente. Su cerebro era una cámara oscura, una cubeta de revelado en la que se iba positivando, poco a poco, en confusos y todavía indiscernibles manchones, la fotografía de su pasado.

—Mi hermano… —farfulló al fin, con la boca seca.

—¿El chulo ese que tenías? Ya me ha dicho el Duque que va detrás de ti…

—¡No! No… No me refiero a ese… Hablo del otro… de mi hermano pequeño… Recordarás que yo le… Un chico subnormal… Quería preguntarte qué pasó con él…

Caruso abrió los ojos, sinceramente sorprendido:

—¿Quién? ¿Qué? Pero ¿de qué me hablas?

—Mi hermano subnormal… Yo le traje un día aquí y…

—¿Tú sabes de qué habla, Fito? —preguntó Caruso.

Fito, que seguía adherido a la puerta de entrada, tieso como una gárgola, movió la cabeza negativamente. Caruso frunció el ceño.

—Déjate de chorradas, Zarza. No me puedo creer que hayas venido hasta aquí sólo para preguntarme por no sé qué hermano tonto al que nadie conoce… Di la verdad, ¿qué es lo que andas buscando?

Zarza cerró los ojos y aguantó la respiración: esa era la gran pregunta, desde luego. En realidad, ¿qué andaba ella buscando? ¿Por qué había venido?

—¡Contesta! ¿Para qué has venido?

Zarza soltó el aire despacio y miró a Caruso. Esas mejillas blandas, esa boca babosa.

—He venido… —dijo lentamente—. He venido para saber que soy capaz de resistirlo. He venido para no seguir teniendo miedo de encontrarte por la calle algún día. He venido para poder olvidarte.

Caruso la miró atónito durante unos instantes, y luego soltó una risotada salpicada de perdigones de saliva.

—¡Lo que tiene uno que aguantarle a estas zorras, Fito, hay que joderse…! Anda y lárgate con tu culebrón a cuestas, so pringada, que yo tengo mucho trabajo… —dijo Caruso, poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la escalera.

Pero antes de empezar a subir se volvió hacia Zarza:

—Y te diré una cosa, loquita: durante el par de años que te estuve follando no tenías esos humos.

—Tú ni me has rozado —silabeó Zarza, ronca y trémula—. Yo ya no soy aquella. Tú ni me has rozado.

Y salió del piso sin esperar respuesta, agitada y altiva, la perfecta princesa desdeñosa.

* * *

Zarza abandonó la Torre en un estado cercano al estupor, ciega y sorda, ajena a todo lo que no fuera la idea obsesiva que acababa de hincarse en su cerebro. Súbitamente había visto con dolorosa y deslumbrante claridad lo que tenía que hacer; comprendía que no podía postergarlo más, que estaba obligada a enfrentarse a ello de inmediato, con la misma urgencia que si de ello dependiera su vida. Porque de alguna manera dependía. Azuzada por esa tensión insoportable, Zarza pasó como una exhalación junto al norteafricano, cruzó de cuatro zancadas la plazuela, desembocó por la calleja de la Gloria en la avenida principal y allí detuvo un taxi atravesándose en mitad de la calzada; y luego machacó al taxista durante todo el trayecto exigiéndole que se diera prisa, que se apurara, mientras el conductor circulaba con fluidez por la ciudad vacía y observaba por el retrovisor a Zarza, receloso, convencido de que ya se le había vuelto a meter en el coche una colgada y de que trabajar en el turno de noche era una actividad peligrosa y jodida. Hasta que al fin llegaron a la Residencia, entraron en el descuidado jardín, que siempre permanecía abierto, y se detuvieron delante de la puerta principal. Allí dejó el taxista a Zarza, muy aliviado, ante el caserón apagado y dormido. Eran las 2:20de la madrugada.

Zarza pulsó el timbre, aporreó la puerta, pateo el dintel. Pese a todo ese paroxismo llamador, tardaron largos minutos en abrir. En el quicio apareció el custodio de noche, un auxiliar de clínica con aspecto de gorila a quien Zarza conocía de vista. Su bata blanca estaba toda arrugada: sin duda se había echado a dormitar en algún camastro, pese a estar de guardia. Se le veía evidentemente irritado por el escándalo y el malhumor apelotonaba y enrojecía sus rasgos, embotando aún más su rostro pesado y somnoliento.

—¿Pero qué demonios le sucede? —gruñó.

—Tengo que ver a mi hermano. A Miguel Zarzamala. Tengo que verlo ahora mismo.

—¿Está usted loca? Son las dos y media… Su hermano duerme. Todos duermen. ¿Ha bebido, o qué?

—Es una urgencia. Necesito verle. No se lo puedo explicar ahora. Tenga: le doy quince mil pesetas si me deja pasar. Serán unos minutos.

El tipo dio un paso atrás, dubitativo, mirando los billetes que Zarza le ofrecía e intentando poner en funcionamiento su entumecido cerebro.

—Treinta mil —subió Zarza, sacando el resto del dinero de su bolso.

El hombre carraspeó y cogió los billetes con el ceño arrugado.

—Está bien. Pero no haga ruido. Y no le diga a nadie que la dejé pasar.

Zarza entró y el auxiliar cerró la puerta con cuidado detrás de ella.

—Sígame. En silencio.

Subieron sigilosamente por la escalera de piedra hasta el primer piso y se internaron, guiados por las luces de emergencia, en el sombrío pasillo de los dormitorios. Las habitaciones tenían números, como en los hospitales, y cerrojos exteriores, como en las cárceles. Miguel ocupaba la cinco. El auxiliar sacó un manojo de llaves y abrió la cerradura.

—Quince minutos. No más. La espero abajo.

Zarza aguardó unos instantes hasta quedarse sola y luego empujó la puerta. La hoja se abrió sobre una habitación estrecha y colegial iluminada por el pálido resplandor de una luz nocturna. Había osos de peluche, tebeos, fotos pegadas a las paredes. En la cama, roncando ligeramente, el anguloso bulto de Miguel. Sólo se le veía un remolino de pelo rojo y enmarañado asomando entre las sábanas. Zarza entró, cerró la puerta a sus espaldas y se sentó en el lecho. Prendió la lámpara de la mesilla.

—Miguel… ¡Miguel! —susurró, sacudiendo suavemente a su hermano.

El chico refunfuñó un poco, se quejó, se removió entre el burruño de sábanas y al cabo emergió como un pequeño topo de su topera, parpadeando deslumbrado y con expresión de desconcierto.

—Miguel, soy yo. He venido a verte. Quería verte. Necesitaba hablar contigo. No te asustes, no pasa nada.

Pero Miguel no estaba asustado, sino simplemente adormilado y aturdido. A él le daba igual que fueran las dos de la madrugada o las dos de la tarde, pensó Zarza. No tenía conciencia de lo irregular de su visita. El chico resopló y se sentó en la cama, frotándose los ojos con sus puños cerrados. Sus manos frágiles y huesudas, sus cándidos ojos azules. Zarza sintió que algo se desmoronaba en su interior.

—Miguel… —musitó con angustia.

Quiso cogerle las manos, pero el muchacho las escondió, huraño como siempre. Con el pelo zanahoria todo revuelto y los rasgos hinchados por el sueño, el treintañero Miguel parecía más joven que nunca. En realidad era idéntico al niño que había sido, a ese crío escuálido y de pecho hundido que siempre permanecía encogido sobre sí mismo, tan quebradizo e indefenso como un ave zancuda con las alas rotas. Nunca le habían hecho el menor caso, recordaba ahora Zarza; nadie había querido nunca a ese niño distinto. Ni siquiera ella, Zarza, que era la única que se preocupaba por Miguel en Rosas 29; pero ni siquiera ella había podido evitar que el hermano tonto fuera el receptor de todas sus frustraciones de la infancia. Atormentaron a Miguel, Nico y ella, no dejándole entrar debajo de la mesa, y encerrándole en habitaciones oscuras durante horas para que no diera la lata y también para disfrutar de su sufrimiento. Porque los seres distintos son un perfecto objetivo martirizable. Le recordaba ahora Zarza, en la infancia, siempre callado, tan frágil que cualquier soplo de viento le hubiera podido desbaratar, un puñado de huesos coronado por un par de inmensas y absurdas orejotas. Le recordaba trotando detrás de ellos, los hermanos mayores, con sus menudos y afanosos pasitos de hermano pequeño; les seguía como un perro, mirándoles fijamente con su absorta mirada de niño tonto, con las mejillas manchadas por el pegajoso rastro de las lágrimas y el pelo repeinado al agua por la sucesiva legión de criadas. Tampoco las criadas podían entender que Miguel forcejeara para escaparse de sus brazos y enseguida se irritaban con él, le cogían rabia, anda y que te ondulen, escupían, despectivas, después de pelear con el chico para peinarle. Y Miguel deambulaba por la casa como un alma en pena, a menudo cubierto de magulladuras que nadie cuidaba, ignorado por todos salvo para el martirio.

—Tengo sueño —murmuró Miguel, parpadeando varias veces con sus hermosos y vacuos ojos azules.

—No te duermas, por favor, tengo que hablarte… —le apremió Zarza.

Y a pesar de todo eso, era verdad que Zarza le quería, aunque fuera con un amor herido y enfermizo, un amor que dolía. Los romanos llamaban delicias a los muchachitos destinados al placer del César. Zarza se llevó la mano al pecho, convencida de estar a punto de morir.

—Miguel… Hace años te llevé una noche conmigo… ¿Te acuerdas? Te saqué de la cama… Te llevé a una casa muy alta con palmeras pintadas en la puerta. ¿Recuerdas lo que te pasó?

La voz de Zarza se iba haciendo cada vez más aguda y la histeria emborronaba sus palabras.

—¿Te acuerdas de ese señor malo que te tocó? ¿Te hizo daño, cariño? ¿Te dolió?

Miguel la miraba, sobrecogido, y en su expresión normalmente plana había una luz extraña, algo parecido a la inteligencia. Ahora, de repente, volvían sobre Zarza todos los recuerdos, una catarata de imágenes prohibidas y venenosas. Volvía la evocación de aquel día final, después del atraco, cuando Nico y ella ya no tenían nada que vender y la Reina rugía en sus venas exigiendo alimento. La necesidad era tanta, y el dolor de la carencia de la Blanca tan elemental y tan agudo, que Zarza llevó a Miguel a la Torre y lo vendió. Vendió el cuerpo de su hermano a un viejo verde. Ese pobre cuerpo que se retorcía de angustia con sólo ser rozado.

—¡Miguel, por favor, escúchame! Yo fui la culpable. Yo te llevé allí, te dejé allí, te abandoné. Yo tengo la culpa de que aquel hombre te tocara. Lo siento, lo siento, ¡lo siento tantísimo! Nunca más volverá a pasar, te lo prometo. Nunca dejaré que te vuelvan a hacer daño. Oh, Dios mío, qué he hecho…

Fue por eso por lo que denunció a Nicolás. No por el atraco, sino por Miguel. O no por Miguel, sino por miedo a si misma. El mismo pavor que sentía ahora.

—¿Entiendes lo que digo? He sido yo, Miguel, yo hice que aquel hombre malo te molestara… No me entiendes, por Dios, haz un esfuerzo…

—Sí que entiendo —dijo Miguel, con voz tenue y seria—. Me acuerdo del hombre. Pero te quiero igual.

Bastaba con el perdón de un individuo bueno. Bastaba con la existencia de un justo para que la ciudad pudiera salvarse de la lluvia de fuego.

—No llores —dijo Miguel, compungido.

¿De modo que esto era llorar? ¿Esta aterradora sensación de desmoronamiento, este fuego que abrasaba sus ojos, este clavo de hierro hincado en su garganta? Hacía tanto tiempo que no lloraba que su organismo se resistía violentamente a las lágrimas.

—Toma, para ti. No llores.

Zarza lanzó una confusa ojeada sobre el objeto que Miguel había sacado de debajo de la almohada y que le ofrecía en su palma abierta. Se quedó sin aliento: era el viejo cubo de Rubik, pero ahora estaba perfectamente ordenado y cada cara mostraba un color homogéneo. Zarza agarró el cubo de un manotazo.

—¿Quién te lo ha hecho? ¿Quién lo ha solucionado? ¿Has visto a Nicolás? —hipó entre lágrimas.

Miguel sonrió:

—Los colores tranquilos son bonitos. Los colores tranquilos que estaban ahí dentro.

—¿Lo has hecho tú? ¿Tú solo? —preguntó Zarza, mientras un escalofrío le tensaba la espalda.

—Por las noches pongo todos los cuadraditos en su casa —dijo Miguel.

—No puede ser, Miguel. No puede ser.

Con manos nerviosas, Zarza empezó a deshacer el cubo. Volteó una y otra vez los engranajes, haciendo girarlos cuadrados al azar a toda prisa. Unos instantes después, el cubo estaba completamente desordenado: bastaban unos cuantos movimientos para desbaratar el juguete. Zarza, expectante, devolvió el rompecabezas a Miguel. El chico sujetó el objeto articulado entre sus finos dedos y lo hizo rotar con delicadeza. Sus movimientos parecían casuales y carentes de método, pero a los pocos segundos el Rubik volvía a mostrar un único color en cada una de sus caras. Zarza, estupefacta, tomó de nuevo el cubo y lo deshizo, poniendo en la labor destructiva toda su saña. Pero Miguel recompuso una vez más la solución con una facilidad y una simpleza sobrehumanas.

—Son los colores tranquilos que están dentro —repitió, satisfecho.

Sólo había una posición en la cual las caras se ordenaban. Una única posición entre quintillones de posibilidades. Zarza se quedó mirando a su hermano, estupefacta, sobrecogida ante su misterioso potencial de monstruo distinto. Era Miguel el tonto, Miguel el sabio, Miguel el Oráculo. Aquí estaba, con la cabeza hundida entre sus hombros picudos y los omóplatos emergiendo en su espalda como las alas plegadas de un murciélago. O como las plumosas alas de los ángeles.

—No llores volvió a decir el chico.

Y Zarza advirtió que las lágrimas seguían cayendo por sus mejillas, ahora sin dolor y sin aspavientos.

—Yo te quiero, Zarza. Era un hombre malo pero yo te quiero —susurró Miguel.

Toda esa inocencia la redimía. La inocencia de los subnormales, de los seres puros, de los idiotas. Criaturas transparentes que constituían el contrapeso de la maldad. No eran más que unos pobres tipos anormales a los que considerábamos defectuosos y, sin embargo, compensaban con su candidez la atrocidad del mundo y mantenían a raya las tinieblas. Qué otra cosa podían ser, sino auténticos ángeles. Los únicos tangibles y reales. Zarza se dobló sobre sí misma, extenuada, y apoyó la frente en las rodillas de su hermano, cubiertas por la sábana y la manta. Miguel se sobresaltó al advertir el roce, pero aguantó quieto, sin retirar las piernas.

—Zarza guapa… —dijo.

Extendió la mano, titubeante y agarrotado, y empezó, cosa extraordinaria, a acariciarla. O más bien a propinarle pequeños golpecitos sobre la cabeza con la palma extendida y los dedos tiesos, un tableteo rítmico y ligero. Ea, ea, ea, musitaba Miguel, el Ángel Tonto, mientras rozaba torpemente la nuca de su hermana, ea, ea, ea, y las leves palmadas tenían la misma cadencia que el corazón de Zarza.

* * *

Cuando Zarza recuperó el control de sí misma ya eran las 3:10 de la madrugada. Estaba de pie en la acera desierta, frente a la residencia de Miguel. Cansado de esperar, el celador había subido a buscarla y, tras arrancarla de los rígidos brazos de su hermano, la condujo sin demasiados miramientos hasta la calle. Allí permaneció Zarza durante unos minutos, sumida en una especie de trance. La noche era neblinosa y las farolas estaban coronadas de un halo opalino. Era un mundo inhumano, ese mundo nocturno y espectralmente vacío. Era una ciudad barrida por la peste, una población abandonada por todos ante la inminente llegada de los tártaros. Zarza respiró hondo; la piel de sus mejillas estaba tirante, los ojos le ardían. Cuando uno no está acostumbrado a llorar, las lágrimas producen efectos secundarios; una suerte de agujetas emocionales. Tiritó de frío y volvió a mirar el reloj; las 3:16. Súbitamente recordó el mensaje de Nicolás: «a las cuatro en tu apartamento o te arrepentirás». Todavía estaba a tiempo de llegar. El problema era dilucidar si quería hacerlo; si estaba dispuesta a acudir a la cita. Y sí, si lo estaba. Era la única forma de acabar con esto. De una manera confusa e inconexa, Zarza barruntaba que algo estaba cambiando en su interior. Puertas que se abrían y se cerraban, piezas que iban encajando a la búsqueda del diseño original, del dibujo explicativo de todos los misterios, de los colores tranquilos que conforman el alma de las cosas.

En ese momento empezó a escuchar un ruido extraño, un blando retumbar, un estrépito turbio que parecía acercarse. Abrió bien los ojos y miró con ansiedad la calle solitaria, los brillos sombríos del asfalto húmedo. Durante unos instantes no vio nada, aunque el ruido aumentaba en intensidad, amenazador e indescifrable. Al fin apareció en el lomo de la calzada un revuelo de sombras y gañidos: eran cuatro perros grandes y oscuros, cuatro perros sin dueño ni collar. Corrían por mitad de la carretera, poderosos y ágiles, y sus patas producían un sordo redoble al golpear el suelo. Quizá fueran una manada y galoparan juntos camino de quién sabe qué destino; o quizá se estuvieran persiguiendo, tal vez los de detrás intentaban cazar al que marchaba delante para despedazarlo con sus blancos colmillos. Corrían y corrían a través de la ciudad desierta, rítmicos y ausentes, con esa total concentración de los animales en lo que hacen, los feroces morros alzados en el aire, jadeando y gruñendo sordamente. Pasaron por delante de Zarza, un relámpago negro de peligro y belleza, y luego desaparecieron en la noche y regresó el silencio. Zarza tuvo que caminar un buen rato hasta tener la suerte de encontrar un taxi vacío. Se adormiló al calor del interior del vehículo y, cuando el conductor se detuvo delante de su portal, sufrió un instante de pánico al ser incapaz de discernir si estaba despierta o atrapada dentro de algún sueño. Bajó del coche todavía volando, con esa inseguridad en el entorno que uno suele sentir en las pesadillas, como si en cualquier momento la realidad fuera a prescindir de las leyes físicas y la calle pudiera empezara deformarse o desleírse. Las 3:50. Faltaban diez minutos para la cita.

No tenía nada claro qué hacer y le asustaba entrar sola en el edificio oscuro y silencioso, así es que cruzó de acera y volvió a guarecerse en el bar de enfrente, es decir, en el umbral del bar, porque el local se encontraba cerrado. Se apoyó en la persiana metálica, helada y rugosa, e intentó fundirse con las sombras que inundaban el quicio retranqueado. Hacía un frío punzante que parecía irradiar desde el suelo, hiriendo los pies, las piernas, la espalda, las manos, las mejillas. Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo de voluntad para no empezar a patear las sucias baldosas: no quería delatarse con el ruido. Tiritaba y le castañeteaban los dientes, y el mármol que recubría el dintel parecía más caliente que sus dedos. Así esperó durante un tiempo que se le antojó interminable, mientras su cuerpo se iba agarrotando y su mente, emborrachada por el agotamiento y la falta de sueño, se evadía del entorno y flotaba entre alucinadas vaguedades.

Y así, pensó absurdamente que todo era un problema de habitaciones, de cuartos clausurados, de alcobas amenazadoras o secretas. La torre del martirio de Gwenell, esa habitación tapiada en la que la mujer aguantó viva durante décadas, envuelta en sus detritus y cegada por las tinieblas, golpeando locamente las paredes. La choza milagrosa de la bruja francesa, con la equívoca belleza de sus muros pintados. El cuarto tenebroso de la madre enferma, la cama de los llantos y la muerte. La celda de la cárcel en la que Zarza estuvo, y el escueto dormitorio de Miguel en la Residencia: lugares limitados por rejas y cerrojos. La puertecita mágica que Mirval no quería abrir, temiendo caer de bruces en el infierno. La puerta del despacho del padre de Zarza, entornada sobre una oscuridad maligna y definitiva. Un tumulto de moradas interiores, espacios dentro de espacios, cubos dentro de cubos, como el ingenioso artefacto de Rubik. Un caos monumental y trillonario.

Algo cortó en seco las divagaciones de Zarza, colocándola de nuevo en estado de alerta. Había escuchado un ruido: pasos en la noche. Un repique de pies sobre el pavimento. Un tintineo de hielo. Zarza oyó la presencia ajena antes de verla. Tensó dolorosamente su cuerpo entumecido, apretándose aún más contra el dintel. Aguantó la respiración y abrió bien los ojos: el paseante estaba a punto de entrar en su campo visual. Ahí venía, ahí llegaba. Un bulto movedizo, una sombra, una silueta. Un cuerpo que se detenía indeciso frente al portal, que miraba hacia arriba recortando el perfil contra la mortecina luz de la farola. Zarza soltó el aire, incapaz de creer lo que veía. Atónita, dio un par de pasos hacia adelante y perdió la ventaja de su escondite, absorta en la contemplación de esa presencia imposible. Del cuerpo más bien flaco, los pantalones estrechos, el manchado chaquetón de cuero vuelto. De la melena rizada de reflejos rojizos; y la nariz pequeña, y las mejillas blancas. En el corazón de una madrugada fría y delirante, Zarza se miraba a sí misma desde el otro lado de la calle. Porque esa mujer que ahora tanteaba torpemente la cerradura del portal era ella misma. Se parecía a Zarza, vestía como Zarza, medía lo que Zarza. Algo semejante a un grito de angustia empezó a formarse en el interior del pecho de Zarza, si es que Zarza seguía siendo Zarza, si es que no era otra persona o incluso otra cosa. Los hijos de los locos enloquecen. Temiendo deshacerse, se tocó la cara con las manos por ver si aún existía: palpó una carne helada pero sólida. En ese momento la otra Zarza se volvió y se quedó mirándola desde la acera de enfrente. Fue un instante de completa quietud, un momento ensimismado e hipnótico.

—¿Tú eres Zarza? —dijo al fin la otra con una vocecita fina y quebradiza, una voz diferente que rompió el embrujo.

Zarza tragó saliva, incapaz de musitar una sola palabra. Asintió con la cabeza, recelosa. La mujer vaciló un segundo y luego las dos Zarzas echaron a caminar con lentitud la una hacia la otra. Se encontraron en mitad de la calzada y se contemplaron en silencio.

—Por eso me dijo que me pusiera este chaquetón —dijo al fin la otra.

—¿Quién lo dijo?

—Él. El hombre de la gabardina. Hizo que me soltara el pelo y me dio este chaquetón para que me lo pusiera.

Zarza escudriñó a la nueva Zarza. Las ojeras, la boca temblorosa. El cabello, de cerca, se advertía sucio y mal teñido. No era pelirroja natural. Era una súbdita de la Blanca y quizá también trabajase para la Torre. Zarza se estremeció: Nicolás le había mandado su retrato, el retrato de lo que ella fue y de lo que siempre podría volver a ser.

—¿Qué más te dijo ese hombre?

—Que viniera a las cuatro. Que subiera al 5.° C. Creí que estarías dentro. Y que te diera esto.

La otra Zarza metió la mano en su despellejado bolso y sacó una cajita de metal cuya tapa anunciaba pastillas mentoladas. Pero dentro no había caramelos, sino una jeringuilla y una papelina. Zarza rechinó los dientes, esos dientes que la Reina le quiso arrancar. Un dedo de hielo le recorrió la espalda. Ella no era nadie, ella no era nada; ella caminaba por el túnel hacia el infierno de siempre, hacia ese sordo dolor que le estaba esperando al otro lado. Estaba ya a punto de hundirse en el pánico cuando pensó en Miguel. Metió la mano en el bolsillo de su chaquetón: «sí, ahí seguía el cubo de Rubik que su hermano le había dado». Un pequeño objeto de plástico que ahora parecía tan poderoso como un talismán. Apretó el juguete dentro del puño y se dijo que, en realidad, su hermano ya la había salvado de la Blanca en la cárcel. La Reina reinaba en la prisión, pero ella había aprovechado sus años de condena para limpiarse; y lo hizo por Miguel, por el recuerdo de Miguel, por el horror de lo que le había hecho. Si entonces todo eso la protegió, ¿por qué no iba a servirle también ahora? Zarza respiró hondo, abrió la papelina y la sacudió con energía sobre la acera, regando la calle de polvos blancos.

—¡Qué haces! —chilló la otra Zarza, dejándose caer de rodillas al suelo.

Se mojó de saliva el dedo índice e intentó recoger, a cuatro patas, el material desparramado.

—Qué desperdicio… gemía.

Zarza sacó una tarjeta de la caja de metal. Estaba escrita con las habituales letras mayúsculas: «Esto ha sido un regalo de la casa o una broma, como prefieras. Pero ya estoy cansado de jugar. Te espero a las ocho de la mañana en Rosas 29. No faltes. Es el final».

—No hagas eso… —murmuró Zarza, mientras la otra Zarza seguía lamiendo el polvo y la porquería de la acera. No hagas eso, por favor.

La mujer se levantó con gesto contrariado. Tal vez fuera más joven que Zarza, pero estaba muy rota.

—No tenías que haberlo tirado… —se quejó.

—Lo siento. Pero el hombre de la gabardina te ha pagado, ¿no? Te habrá dado dinero. Puedes comprar más.

—Sí, pero no tenías que haberlo tirado… —repitió, enfurruñada como un niño.

—Está bien, ya te he dicho que lo siento.

La otra Zarza se apartó un mechón de pelo de la cara. Tenía las uñas negras y partidas. Observó a Zarza con mirada inquisitiva.

—Nos parecemos, ¿no?

Zarza intentó disimular su repugnancia.

—Sí, creo que sí. Nos parecemos.

La otra Zarza se encogió de hombros.

—Era un tipo muy raro. Hay muchos tipos raros. En la noche.

Seguían las dos la una frente a la otra, mirándose a los ojos. Igual de altas y posiblemente con las mismas heridas. Zarza se recordó en la noche, en la siniestra rareza de las noches, siempre bordeando el pánico. El asco no es lo peor cuando estás en la calle: los humores, los olores, los sudores de tipos pestilentes. Lo peor no es el asco, sino el miedo. Súbitamente, Zarza se sintió caer en los ojos de la otra Zarza, en el interior de la otra Zarza, en el aliento de la mujer que tenía enfrente. Fue un instante de ofuscación vertiginosa, un delirante espasmo: se notó dentro de ella, de la otra Zarza, mirándose a sí misma; con las uñas rotas, la vida calcinada, las venas aullando por amor a la Reina. Se vio en mitad de la noche, de las noches, navegando sin brújula por aguas tormentosas, en la perpetua oscuridad de la laguna Estigia. Zarza se tambaleó.

—¿Qué te pasa? —preguntó la otra Zarza.

De nuevo su vocecita fina y enfermiza puso una distancia necesaria y volvió a dibujar el mundo en torno a ellas.

—¿Qué te pasa, tía? Parecía que te ibas a desmayar…

—No es nada… Es que estoy cansada, sólo eso…

La otra Zarza la observó con gesto suspicaz. Zarza conocía bien esa expresión: era la mirada del miedo, la alerta constante del animal nocturno, a ver si esta tipa se me muere, a ver si está fingiendo, a ver si es una trampa, a ver si las cosas se complican, a ver si estoy en peligro. La mujer dio dos o tres pasitos nerviosos, sin moverse del sitio, atusándose el deteriorado cabello con manos inciertas.

—Bueno. Yo he cumplido. Me abro murmuró.

Y desapareció sin ruido, camino del dolor y de la Blanca.

* * *

Veinte años después de haber encontrado el manuscrito de El Caballero de la Rosa en un monasterio de Cornualles, Donald Harris, el inglés ignominioso, anunció un nuevo hallazgo: una versión distinta de las páginas finales del manuscrito, tal vez un borrador desechado por Chrétien o, por el contrario, un texto que el autor redactó posteriormente con intención de mejorar el original. Cuando Harris hizo público este segundo descubrimiento, su reputación estaba justamente en la apoteosis de la ignominia. Le Goff había publicado su célebre ensayo cinco o seis años atrás, dándole la razón con respecto a la autenticidad de El Caballero de la Rosa; a partir de entonces, el mundo académico había intentado recuperar con discreción a Harris, pero este, en vez de callar prudentemente y disfrutar de los buenos tiempos, se había comportado de manera intolerable en todos y cada uno de los foros a los que había sido invitado, insultando bárbaramente a los expertos que habían dudado de su veracidad, carcajeándose de los profesores que le habían ninguneado y anunciando a los cuatro vientos que el catedrático que le había despedido se acostaba de forma regular con las becarias del departamento. Todo esto acompañado de un gran aparato de blasfemias y regado abundantemente con alcohol. Digamos que no era un hombre popular.

De modo que, cuando se sacó el nuevo manuscrito de la manga como un prestidigitador saca un conejo, el mundo académico encaró el asunto con recelo, casi con desmayo. Por un lado, no se atrevían a volver a dudar abiertamente de la autenticidad de las páginas, puesto que con anterioridad ya se habían equivocado de un modo ostentoso; pero, por otra parte, se negaban a apoyar, con su respaldo, a un individuo que les caía tan mal. Así es que ignoraron oficialmente la nueva aportación de Harris. No hubo críticas, reseñas o referencias públicas en congresos, revistas ni reuniones; privadamente, sin embargo, el asunto fue la comidilla de los historiadores durante varios meses.

Muchos sostenían que estas nuevas páginas eran evidentemente un puro fraude y que eso demostraba que también El Caballero de la Rosa había sido una falsificación, por más que el gran Le Goff hubiera caído en la trampa. Otros mantenían que esta segunda parte parecía ficticia, pero que eso no afectaba en absoluto la autenticidad del manuscrito primero. Y aún había unos pocos, entre ellos el prestigioso erudito clásico Carlos García Gual, que aseguraban que ambos textos eran originales y muy valiosos; y que el comportamiento del mundo académico había sido escandaloso y miserable, primero persiguiendo y hundiendo a Donald Harris, y luego silenciando su segunda aportación con crueldad olímpica. Sea como fuere, lo cierto es que a partir de aquel nuevo incidente Harris redobló su ingesta alcohólica y apenas si logró vivir un par de años más antes de reventarse el hígado.

Desde luego, el texto alternativo encontrado o falsificado por Harris resulta algo extraño, aunque mantiene el tono narrativo de Chrétien y posee una fuerza épica notable. Las nuevas páginas empiezan años después de la huida del bastardo. Edmundo ya se ha convertido en el Caballero de la Rosa y Gaon, en el cruel Puño de Hierro. Ambos han dedicado su vida al arte de la guerra y recorren el territorio inglés de batalla en batalla. Hasta que un día son reclamados por el rey sajón Ethelred II para entrar en combate contra los feroces vikingos; el Caballero de la Rosa acude solo y en calidad de mercenario, mientras que Puño de Hierro llega con su propio ejército ducal, como buen vasallo de su soberano. Allí, en el campamento real, se reencuentran los dos hermanastros por primera vez. No hablan entre sí y se rehuyen; saben que no pueden dirimir sus diferencias por el momento, porque los vikingos se encuentran muy cerca, dirigidos por el célebre y temible Thorkell el Alto. Y, en efecto, la contienda se inicia al día siguiente. Los vikingos son unos enemigos formidables: el terror que producen les precede y a menudo sus adversarios huyen sin siquiera atreverse a presentar batalla. Son unos hombres gigantescos y fornidos, guerreros orgullosos que no luchan por un soberano sino para sí mismos, en pos del botín y de la gloria; desdeñan el dolor de las heridas y son capaces de arrancar cabezas humanas con las manos (como el niño le arranca la pata a un saltamontes, dice Chrétien, o Harris). El combate, que ha comenzado al amanecer, se prolonga, fragoroso y brutal, durante todo el día. Cuando llega la noche, nublada y sin luna, y los hombres ya no alcanzan a ver a quién están tajando con sus grandes espadas, ambas partes acuerdan una tregua. Se cosen las heridas, las cauterizan; cambian las hachas melladas por unos hierros nuevos; comen y duermen algo. Y a la mañana siguiente, al despuntar el sol, los supervivientes vuelven a ocupar el campo de batalla, un antiguo sembrado ahora pisoteado y cubierto con un limo rojizo que apesta a sangre.

El segundo día las bajas son aún más numerosas: los hombres están heridos y cansados, descuidan su defensa, dan mandobles de ciego. El resultado de la contienda es todavía incierto; las tropas de Ethelred son más numerosas, pero los vikingos están practicando una carnicería. Súbitamente se escucha un agudo clamor y hay un brusco movimiento de retroceso en el ala izquierda, que es donde se encuentra Puño de Hierro. El Duque ve a sus hombres correr, les grita, les insulta, ensarta a dos o tres, obliga a los demás a presentar batalla. «¡Son los bersekir!», ha gritado antes de morir, empavorecido, uno de los soldados que el Duque ha ejecutado. «Son los espantosos hombres bestia».

Las fuerzas vikingas tienen un arma secreta: pequeños grupos de guerreros sagrados salidos directamente del infierno. Van desnudos, carentes de armadura, tan sólo cubiertos por pieles de animales. Unos, los bersekir, son los hombres oso; otros, los ulfhednar, los hombres lobo. Profieren escalofriantes alaridos, las armas no les hieren y a penas son humanos. Enloquecidos y demoníacos, avanzan en pequeños racimos por el campo de batalla arrasándolo todo. Un ululante puñado de estos diablos está justamente ahora frente al Duque, que alza la maza y la descarga contra la criatura más cercana; el bersekir da un paso atrás pero no se desploma, como hubiera debido hacerlo por la horrorosa herida que ahora se abre en su pecho. Puño de Hierro contempla los ojos del guerrero diablo: encendidos como carbones, alucinados. Se cuenta que, antes de la batalla, los bersekir danzan en torno al fuego y se atiborran de bebedizos mágicos.

Los soldados del Duque caen a sus pies como espigas cortadas. Los hombres bestia están envolviendo a Puño de Hierro, que presiente su fin. De pronto, su hombro choca contra otro hombro con un rechinar de metales. Puño de Hierro vuelve la cabeza: junto a él está el Caballero de la Rosa. Son los dos únicos sajones que quedan en pie en ese rincón del campo de batalla, rodeados por los turbulentos bersekir. Durante un tiempo legendario e interminable, los dos caballeros luchan desesperadamente por su vida contra los demonios: espalda contra espalda, como luchaban las parejas de enamorados en la mítica e invencible cohorte sagrada tebana. Espalda contra espalda, pues, y redoblando sus esfuerzos porque la defensa del uno implica la del otro, el Duque y el bastardo consiguen mantener a raya a las criaturas del inframundo. Hasta que al fin, cuando ya creen que no van a poder resistir por mucho tiempo, los hombres bestia dan media vuelta y desaparecen de repente: llegan tropas del Rey para reforzar el colapsado flanco izquierdo. Los hermanastros han salvado la vida.

En realidad, han salvado algo más. Heridos como están y cubiertos de sangre, ambos sienten menos dolor del que sentían antes. Dice Harris, o Chrétien, que no tienen que hablarse: los dos saben muy bien lo que han de hacer.

Terminada la campaña contra Thorkell, los hermanastros regresan al ducado. Nada más llegar al palacio derriban con grandes mazas la puerta tapiada de la torre de Gwenell. Por el agujero sale un olor inmundo; y luego, arrastrándose, cubierta de excrementos, envuelta en la sucísima maraña de su cabellera, aparece Gwenell. Que ya no es Gwenell, sino una criatura infernal, un demonio patético con los mismos ojos alucinados que el bersekir vikingo.

Jadea y ulula esa cosa espantosa, perdida la razón y mostrando un terror indescriptible. Entonces el Caballero de la Rosa y Puño de Hierro toman a la vez la misma decisión: desenvainan las espadas y atraviesan el pobre y retorcido cuerpo de la mujer, matándola en el acto. Como quien sacrifica a un perro agonizante para que no sufra.

Después, mandan lavar, adecentar y vestir con sedas finas el cadáver. Velan la muerte de su muerta durante tres días, sin comer, sin dormir y sin beber, arrancándose a tirones el pelo de la cabeza, haciéndose largos tajos con los puñales en brazos y mejillas. Luego la entierran, ordenan revestir los muros del palacio con lienzos negros y se retira cada uno a una torre. Cumplen allí la pena que les ha impuesto el confesor, siete años sin abandonar sus aposentos, rezando y meditando, no conociendo hembra, comiendo frugalmente. Hasta que al cabo salen de su encierro, hombres maduros ya, con el pelo canoso y la mirada un poco lagrimeante, mucho más delgados, perdida su musculatura de guerreros. Cenan Edmundo y Gaon por primera y última vez en la gran sala; deciden que Edmundo se hará cargo de un pequeño señorío que el Duque le cede y que Gaon se quedará en el castillo de Aubrey; y al día siguiente se separan para siempre los dos hermanos, camino del resto de sus vidas.

Zarza todavía no había decidido si añadir o no esta segunda versión en su edición de El Caballero de la Rosa.

* * *

Volvió a casa de Urbano de manera instintiva, sin pararse a pensarlo. Estaba agotada y el cansancio parecía actuar sobre ella como una droga relajante, produciéndole una sensación de tranquilidad casi narcótica, un desapego de las cosas enfermizo, semejante al de una persona que se está desangrando. Pulsó el portero automático y Urbano contestó enseguida, como si hubiera pasado la noche al lado del aparato. Cuando llegó al segundo piso, el hombre la estaba aguardando con la puerta abierta: vio su gesto tenso, su cara expectante, y toda la calma de Zarza desapareció bajo un súbito arrebato de furor.

—¿Por qué me dejaste ese dinero ahí? —gruñó a modo de saludo.

—Para ver qué hacías.

—Pues ya has visto lo que he hecho, maldita sea. ¿Porqué mierda tenías que probarme?

—¿Por qué llegas atacando? ¿Para que yo no tenga la oportunidad de echarte en cara lo que has hecho?

Zarza recapacitó un instante; no, le atacaba porque tenía miedo. ¿Dónde estaba esa anestesiada serenidad de hacía unos minutos? Estaba asombrada: cuando venía hacia acá no tenía la más mínima intención de agredirlo. Ahora Zarza miraba el rostro de Urbano, su boca pequeña y bien dibujada, sus mejillas carnosas, y se sentía frágil y en peligro.

—¿Por qué no fuiste lo suficientemente hombre como para echarme de tu casa por las claras? Porque en realidad era eso lo que querías. Me dejaste el dinero para que lo robara y me largara. Para poder decirte a ti mismo que no tengo arreglo, que no merezco la pena. Porque no tenías cojones para echarme.

Soltó Zarza todo esto en mitad del descansillo y sin respirar. Arrojó encima de Urbano sus maldades más sucias, más violentas. Quería hacerle daño. Para que la expulsara para siempre de su vida.

Urbano resopló, y apretó pensativamente sus manazas, haciendo crujir sonoramente los nudillos. Después la miró, suave como un cordero:

—Es posible eso que dices. Pero has vuelto. Y me alegro.

El estómago de Zarza se contrajo dolorosamente hasta no ser mayor que una canica. Empezó a rebuscar dentro de su bolso con manotazos histéricos:

—Pues yo no. Yo no me alegro. Toma tu maldito dinero. Tengo que marcharme. Toma tu dinero.

Los billetes escaparon de sus manos y se desparramaron por el suelo, y el bolso entero acabó por volcarse con tintineante estrépito. Zarza se agachó a recoger las cosas, intentando disimular el nudo que le agarrotaba la garganta. ¿Pero era posible que se pusiera a gimotear cada dos minutos? ¿Acaso se iba a convertir ahora, después de tantos años de control y sequía, en una llorona blanda e insoportable? Urbano, también a cuatro patas a su lado, acercó su cara a la de ella, como un perro hociqueando a otro.

—¿Quieres seguir discutiendo de todo esto en la escalera o pasamos a casa?

Zarza no podía hablar sin delatar su situación lacrimosa, así es que frunció el morro y asintió malhumoradamente con la cabeza. Entraron en la sala y se sentaron cada uno en su sofá, como dos pasmarotes, tiesos y ceñudos. Transcurrieron los minutos con lentitud insufrible mientras Zarza atisbaba al hombre a hurtadillas. Tenía unas manos hermosas, ágiles y grandes. Y ese rostro contundente que la edad había mejorado. O tal vez fuera cosa de la mirada de ella; tal vez ahora ella le estuviera mirando de otro modo. Pero Zarza no quería, no podía ilusionarse.

Urbano carraspeó. Había permanecido sumido en sus cavilaciones, muy dentro de sí mismo, un territorio remoto. Ahora que lo pensaba, Zarza se daba cuenta de que apenas si conocía a Urbano. ¿Cómo había podido vivir con él todos esos meses sin interesarse por él, sin preguntarle?

—Tú no sabes casi nada de mí, Zarza. Casi nada —rompió a hablar Urbano con voz ronca.

Y Zarza se estremeció ante la coincidencia de pensamiento.

—¿Tú crees que soy un cobarde? Contesta sinceramente. Por ejemplo, apareces por aquí al cabo del tiempo, después de lo que hiciste, y no te echo de casa. ¿Te parece que soy un cobarde?

Zarza se puso en guardia. Tenía la garganta apretada y una vaga molestia rodaba por su pecho.

—No, no lo eres.

—Dime la verdad, no tengas miedo, no me vas a hacer daño. ¿Soy un cobarde?

—No. No lo creo.

Y era cierto. Ahora no lo creía.

—Te voy a contar una cosa, Zarza. Mi padre era de origen campesino, pero se vino a la ciudad y entró a trabajar en una gran fábrica de componentes eléctricos. Terminó de jefe de personal. Supongo que se lo ganó con su esfuerzo, como él mismo nos repetía todo el tiempo, pero también debió de ayudar lo servil que era con la empresa. Sus compañeros le odiaban y no tenía amigos. Cuando murió, no vino nadie al entierro. Siempre fue un borracho, pero cuando le hicieron jefe empezó a beber whisky en vez de tinto, y la cosa empeoró. Que yo sepa, nunca nos puso una mano encima, ni a mi madre ni a mi hermana ni a mí; pero siempre le tuvimos miedo. Le bastaba la palabra para ser brutal y lograba que te sintieras como una mierda.

Urbano hizo una pausa. Los hijos de los borrachos se alcoholizan, pensó Zarza.

—Te voy a contar una escena. Con una escena basta. Un día estábamos en la casa del pueblo. Porque en las vacaciones siempre volvíamos al pueblo, y mi padre alardeaba de coche bueno y se iba al bar a beber whisky en vaso largo. Y estábamos un verano delante de la casa, yo tenía quince años, estábamos sentados en el porche, y atardecía. Mi padre limpiaba su escopeta de caza y creo que yo estaba intentando estudiar, porque nunca fui bueno en el colegio y siempre me quedaban asignaturas para septiembre. Entonces mi padre me dio en el brazo y dijo: «A que no tienes huevos para pegarle un tiro a ese chucho». Miré. Frente a la casa pasaba un perrillo callejero, el típico canelo de tamaño medio, delgado como una raspa y con el morro oscuro. Hociqueaba por las cunetas de la carretera buscando algo que comer. «Venga, coge la escopeta», ordenó mi padre, tendiéndola hacia mí. «Ya está cargada y todo». La cogí. Yo tenía quince años. Me la eché a la cara. Sabía disparar; mi padre me había enseñado a hacerlo, apuntando a botes. Ahora apunté al perrillo y empecé a sudar. Mi padre se reía: «Venga, cabrón, dispara… si es muy fácil…». No pude hacerlo. Simplemente no pude. Bajé el arma y mi padre me la quitó. «Ya sabía yo que no tendrías cojones», dijo; «ya sabía yo que eras un maricón». Apuntó rápidamente al perro y disparó. Recuerdo todavía el estampido del tiro, los chillidos agónicos del chucho. Salí corriendo hacia la carretera y me acerqué al animal: se retorcía con expresión de loco en la cuneta, malherido en el vientre, gimiendo como un niño. Yo no sabía que los perros podían gemir como las personas. Así es que agarré una piedra y le aplasté la cabeza.

Urbano calló durante unos segundos. También el Caballero de la Rosa y Puño de Hierro mataron a Gwenell para que no sufriera, pensó Zarza; y se preguntó si el perro moriría a la primera, si Urbano atinó a partirle el cráneo con un solo golpe o si necesitó machacar con la piedra repetidas veces. No se atrevió a formular una pregunta tan morbosa y él no dio detalles. No era un buen narrador: todo lo decía con el mismo tono, en un monólogo seco, pausado y rectilíneo, como quien lee un texto administrativo. Pero la expresión neutra, por contraste, rubricaba el patetismo de sus palabras.

—Mi hermana tiene cinco años menos que yo y trabaja de administrativa en una empresa de informática. Se llama Catalina. Cuando cumplió dieciocho años se enfrentó a mi padre, agarró a mi madre y se la llevó fuera de casa. Se marcharon las dos a vivir a un piso. Catalina hizo lo que yo no había tenido las agallas de hacer. Es una tía estupenda, aunque nos vemos muy poco. A ella le va muy bien, tiene su pareja estable, sus amigos… Es una persona muy normal, no como yo. Ya me ves, a mí me cuesta mucho relacionarme. Soy un bicho raro, una especie de topo. Soy como la carcoma de la madera. Siempre metido en mi agujerito. Hablar, ya lo sabes, me cuesta mucho. Creo que nunca he hablado tanto como hoy.

Volvió a detenerse. Zarza sintió unos deseos casi irresistibles de cogerle las manos y acariciar sus dedos largos y callosos. Pero no consiguió reunir el valor suficiente para hacerlo.

—De modo que sí, creo que soy un cobarde. Desde luego soy más cobarde que Catalina. O a lo mejor es que soy una persona más herida que mi hermana. La vida deja heridas por dentro. Cicatrices como esta de mi cara, pero que no se ven. Tienes que seguir adelante con eso y no es lo mismo. Quiero decir que no es lo mismo echar a correr cuando tienes sanas las dos piernas que intentar hacerlo cuando eres un tullido y vas arrastrando un pie detrás de ti… No sé si me explico, sé que soy muy malo hablando, y muy aburrido… Pero yo soy como una especie de tullido. La mayor parte del tiempo siento que me arrastro, aunque desde fuera nadie sea capaz de ver mi pierna mala.

—Te explicas muy bien… —musitó Zarza.

—Verás, yo podría haber sido como mi padre. Soy un hombre fuerte y grande, y a veces la furia me hace ver todo rojo. En realidad, creo que me parezco demasiado a él. También mi padre era un tipo asustado. Él bebía y nos insultaba y reventaba perros justamente para ocultar su miedo. Yo podría haber sido como él. Era lo más fácil. Pero escogí otra cosa. Luché por ser otro. Todo lo que soy, aunque sea poca cosa, lo he construido a pulso. No tengo más que darte, pero creo que es algo.

Se recostó Urbano en el sofá, agotado por el esfuerzo, mientras Zarza temblaba aún conmocionada por la última frase, que había explotado en sus oídos como un misil: «No tengo más que darte». Pero, entonces, ¿Urbano estaba todavía dispuesto a arriesgarse? ¿Acaso le estaba proponiendo que lo intentaran de nuevo? ¿A ella? ¿A Zarza? ¿A la mujer que le había dejado medio muerto? Sintió una súbita, suicida añoranza de sus tiempos atroces, de cuando la Blanca le chupaba la vida, porque cuando estás en el infierno ya no puedes temer algo peor. Tengo que levantarme, pensó Zarza; tengo que caminar hasta la puerta, abrir, salir sin mirar hacia atrás, marcharme para siempre. Tengo que volver a ser remota e intocable.

—He hecho cosas horribles —balbució—. Cosas tan horribles que no caben dentro de las palabras.

—Entonces no las digas, no las cuentes. Esa es tu pierna tullida, tendrás que aprender a caminar así.

—¡Pero es que yo sí que soy cobarde! Lo que quiero decir es que no me fío de mí misma. Escucha, yo denuncié a mi padre.

—Quieres decir a tu hermano…

—Si, sí, a Nicolás también lo delaté, cuando el asalto al banco… Pero no era la primera vez. Muchos años antes, fui yo quien provocó la fuga de mi padre. Un día me enteré por casualidad de su negocio de facturas falsas… Una tarde que papá había salido saqueé su despacho y envié al juez algunos de los documentos más comprometedores. Por entonces yo estaba convencida de que mi padre había asesinado a mi madre y quería vengarme. Vengarme, no vengarla. Pero da igual, no importa la razón, lo que importa es que nunca he sabido enfrentarme por mí misma a los problemas, ¿te das cuenta? Siempre he buscado la ayuda de una autoridad exterior. Que algo o alguien me lo resolviera todo desde fuera. Yo creo que fue también por eso por lo que me entregué a la Blanca. Lo he intentado todo con tal de no ser. Mientras tú te esforzabas en construirte tal como eres, yo siempre he huido.

Se calló, compungida, nuevamente demasiado próxima a las lágrimas. De repente sentía una asquerosa pena de sí misma. Ella, que durante tantos años había conseguido protegerse en el desdén, en el simple y frío desprecio hacia su persona. Pero quien siente pena por sí mismo es porque considera que ha merecido un destino mejor; por consiguiente, quien siente pena por sí mismo es que aspira a más. Esto es, tiene esperanzas. Durante años, durante siglos, durante milenios, desde el principio de la formación de los planetas, Zarza se prohibió toda esperanza. Y ahora, de repente, ahí surgía esa pequeña expectativa en sus entrañas, ese sentimiento enano y deleznable, pugnando por crecer y hacerse cierto. Irritada por su nueva vulnerabilidad, volvió a experimentar unos deseos irrefrenables de marcharse. Lo mejor que podía hacer era salir corriendo. Ahora le voy a decir que tengo que irme, pensó Zarza. Le cuento lo de la cita con mi hermano y le digo que es a las seis de la mañana, en vez de a las ocho. Y así me voy ahora mismo y acabo con todo este sufrimiento.

—Lo de la cobardía, en realidad, lo estamos diciendo mal —dijo con lentitud Urbano, como quien devana trabajosamente una línea profunda de pensamiento—. Lo verdaderamente importante no es si uno tiene miedo o no, sino lo que uno hace con su cobardía. Puedes entregarte a ella atado de pies y manos, como un preso. O puedes intentar enfrentarte a ella y encontrar los límites. Los límites son siempre fundamentales. Una mesa no empieza a ser una mesa hasta que no recorto la superficie del tablero. Antes de hacer eso, antes de limitarla, no era más que una pieza informe de madera capaz de convertirse en cualquier cosa: en una silla, en el mango de un hacha, en leña para el fuego, en el pie de la lámpara del dormitorio…

Zarza se estremeció y una estúpida lágrima se asomó a sus pestañas.

—Lo siento —bufó, confundida y herida por lo que ella consideró una referencia a su agresión.

—¿Lo sientes? Ah, ya, pero no, no lo digo por eso. No lo sientas. Lo he pensado mucho, durante mucho tiempo, porque tú ya sabes que yo pienso despacio. Lo he pensado mucho y en realidad no me importa que me golpearas. Y no me arrepiento de lo que pasó. No me arrepiento de haberte metido en casa y todo eso, aunque terminara como terminó. No creas que lo digo porque soy un cobardica y un calzonazos, que a lo mejor lo soy, pero no por esto. Lo digo porque tiene que ver con el sentido del deber, con la propia responsabilidad. A mi nadie me enseñó eso que llaman sentido del deber y que ahora parece tan antiguo. Yo viví como mi padre vivía, solo y contra el mundo. Y luego llegó mi hermana y se hizo cargo de mi madre. Catalina salvó a mi madre, porque ella sí que sabía lo que era el sentido del deber; no sé cómo lo aprendió, pero lo sabía. He pensado mucho en todo eso después de que te fuiste. Si no eres capaz de ver a los demás, tampoco puedes verte a ti mismo. Porque los demás, los que te rodean, la vida y los compromisos que te tocan, son los límites que te hacen ser quien eres. Y si no reconoces esos límites y esas responsabilidades, no eres nada, no eres nadie. Una tabla de madera que no tiene forma. Yo viví toda mi vida enterrado en mí mismo, en el corazón de esa madera sin cortar. Tú fuiste mi primer límite. Mi primer deber cumplido. Por eso no me arrepiento de nada.

Había dicho las últimas palabras con la voz ronca y rota. Se quedaron mirando el uno a la otra con cauta expectación, como si acabaran de conocerse. Después Urbano se inclinó hacia adelante y puso una de sus manazas en el muslo de Zarza. Las rodillas de la mujer se estiraron por sí solas como un muelle tensado y Zarza se encontró de pie en mitad de la sala.

—¿Qué ocurre? —preguntó Urbano.

—Tengo que irme —susurró ella—. Tengo que irme.

Urbano se levantó calmosamente y, acercándose a Zarza, la apretó entre sus brazos. Ese cuerpo grande y pesado, esa carne caliente. Su cuello era una recia columna sobre la que se asentaba una cabeza redonda y más bien pequeña. Qué extraña y deliciosa mezcla era su rostro, los rasgos casi infantiles, delicados, las mejillas brutales. Zarza pensó: «esas cicatrices que le cruzan la frente, mis cicatrices, son como el tatuaje de Daniel. Son su pequeño equipaje». Enterró la nariz en el pecho de Urbano, en la camisa tibia, en el olor a hombre, con la clara conciencia de no haber estado jamás en ese lugar. Se había acostado con muchísimos tipos, había hecho el amor innumerables veces con Urbano, pero nunca antes había enterrado su aliento y su nariz en el pecho de un varón al que verdaderamente deseara.

—En prisión escogí trabajar en el taller de carpintería —dijo de repente Zarza, aturullada, con la boca aún aplastada contra la camisa de Urbano—. Creo que lo escogí por ti. Entonces no me daba cuenta, pero ahora sí. Aprendí muchas cosas. Ahora a lo mejor hasta podría ayudarte.

Urbano apretó un poco más su abrazo monumental. El cuerpo del hombre la envolvía, una cueva caliente, un refugio de carne. Zarza sentía las manos del carpintero sobre su espalda: descendían por sus caderas, se aferraban a sus nalgas, despertaban un alboroto de sensaciones en su piel. Los pechos de Zarza se endurecieron contra los músculos abdominales de Urbano: hubiera deseado poder taladrarle, hincar sus rígidos pezones dentro de esa carne elemental y espléndida, penetrar en él.

—Escucha… —dijo Zarza, haciendo un esfuerzo para arrancarse del vértigo del deseo, para alejar la cara y contemplar los ojos de Urbano—. Escucha, no tengo el sida. Me he hecho montones de pruebas y estoy limpia.

—Me alegro.

—Tengo hepatitis C, pero está controlada y no es contagiosa. Incluso podría tener hijos, pese a la hepatitis.

—Me alegro.

—No es que quiera tener hijos, entiéndeme —se apresuró a añadir Zarza, asustada de sus propias palabras.

Pero dónde se estaba metiendo, qué estaba diciendo.

—Porque yo no quiero tener hijos.

—Está bien.

—O a lo mejor sí que quiero, yo qué sé, esa no es la cosa, o sea, no era a eso a lo que me refería —se embarulló aún más—. Yo sólo quería decirte que no estoy enferma, que no corres peligro conmigo.

—Me alegro.

—¿No ibas… no ibas a preguntarme?

—No.

—Pero estabas dispuesto a acostarte conmigo…

—Si.

—Tampoco preguntaste hace siete años. ¿No te preocupaba, no te preocupa?

Urbano frunció el ceño.

—Cuando estoy contigo no me importa morirme —dijo al fin.

Y volvió a apretarla entre sus brazos, que eran diez, que eran cien, mil hermosos brazos de varón palpando y recorriendo hasta los más remotos recovecos de su cuerpo de hembra. Zarza sintió que su sexo se abría como un volcán, todo fuego y violencia. Aflojó las piernas, desfallecida, convertida en un agujero radial, una estrella de carne. Ella era una niña, ella era una virgen. Ella era un paquete de Navidad envuelto en celofán y alegres lazos. Era la primera vez que se ofrecía. Fuera de su padre y de su hermano, Zarza no había amado nunca a ningún hombre. Urbano la tumbó en el suelo; la desnudó a tirones, se desnudó a tirones, entreabrió los muslos de Zarza con sus manos fuertes y separó el canal mojado y palpitante como Moisés separó las aguas del Mar Rojo. Es decir, fue un acto portentoso. Siseantes roces de pieles sudorosas, jadeos y gemidos, líquidos ruidos del placer. Esos ruidos magníficos que tal vez estuvieran traspasando ahora la pared, que tal vez alcanzaran los oídos de los vecinos; sólo que ahora Zarza se encontraba de esta parte del muro, de esta parte del mundo, donde estaba la vida. Los comienzos del universo debieron ser así, como la explosión de un coito luminoso; un revoltijo de humedades mezcladas, de ingles apretadas y de recónditas anatomías que se refrotan, hasta que la tensión de la carne crece y crece y estalla en un espasmo de plenitud, el cataclismo original en el que empieza todo.

Se quedaron enredados el uno en el otro, como algas anudadas por la corriente. Y, en efecto, Zarza sentía pasar los minutos sobre ella como un suave batir de olas en la playa, espumosas ondas de un tiempo feliz. Zarza la jorobada y Urbano el tullido: dos pequeños monstruos con heridas, arrojados a la arena por la marea. Zarza se apretó un poco más contra el cansado y satisfecho cuerpo del hombre, y sintió por primera vez que estaba en casa.

* * *

Lo peor es que las desgracias no suelen anunciarse. Caminaba Zarza a paso vivo por las calles heladas y se preguntaba si seria capaz de reconocer el día de su muerte. ¿Amanecería esa última jornada igual a todas? ¿O podría intuirse su condición final por alguna nota distintiva, algún indicio? ¿Cierta grisura o pesadez del aire, una premonición de frío entre los huesos? Zarza había salido muy temprano de la casa de Urbano; se escapó mientras el carpintero estaba dormido, porque no quería que el hombre la acompañara a Rosas 29. Necesitaba enfrentarse a Nicolás ella sola. Cumplir con su destino, fuera el que fuese.

Había decidido ir andando hasta el chalet; era una media hora de trayecto y quería aprovecharla para despejarse y poner en orden el galimatías de sus pensamientos. En el bolso llevaba 950 000 pesetas. Urbano le había dado el dinero que tenía en el taller para pagar una carga de madera y ella lo había aceptado. De nuevo estaba en deuda. ¿Será este el día de mi muerte?, pensaba Zarza, mientras atravesaba la ciudad invernal, todavía nocturna y somnolienta. Allá arriba, sin embargo, la oscuridad del cielo empezaba a desteñirse en un azul cobalto. Tal vez ese azulón tan profundo y tan bello fuera uno de los anuncios del final. Dicen que es justo ante la muerte cuando la hermosura de la vida se acrecienta.

«Si no supiéramos que vamos a morir, seríamos como niños; al saberlo, se nos da la oportunidad de madurar espiritualmente. La vida sólo es el padre de la sabiduría; la muerte es la madre».

Estas palabras las escribió Perry Smith en la penitenciaría de Kansas mientras esperaba ser ahorcado, cosa que sucedió en 1965. Unos años antes, Perry, en compañía de Richard Hickock, entró en una granja de un pueblecito de Estados Unidos y asesinó al bueno de Herb Clutter, a su esposa Bonnie y a sus dos hijos quinceañeros. Mataron a la familia de granjeros con el fin de robarles, pero no se llevaron casi nada. Les maniataron y amordazaron, y luego degollaron a Herb y dispararon a los demás. Con toda tranquilidad, sin remordimientos. Un infierno metódico y carente de cólera. Este crimen real fue la base de la mejor obra de Truman Capote, A sangre fría.

Truman trató a los asesinos mientras estos estuvieron en la cárcel, a la espera de que se cumplieran sus sentencias de muerte. Se hizo amigo de ellos o algo semejante, aunque durante más de dos años Capote deseó secreta y fervientemente que los jueces no aceptaran los desesperados recursos de los condenados y que les ahorcaran de una maldita vez, para poder terminar así su obra maestra. Ese fue el infierno inconfesable de Truman Capote, su joroba de tullido, su equipaje de miserias, y por eso, y por otras muchas cosas, acabó su vida hundiéndose de patas en el Tártaro. Cada cual se labra su propio camino hacia la perdición.

En el corredor de la muerte, Perry escribió un ensayo filosófico de cuarenta páginas titulado De Rebus Incognitis (De las cosas desconocidas), que terminaba con la frase antes citada. Perry era casi un enanito, porque un terrible accidente de moto había acortado brutalmente sus piernas. He aquí una bonita historia tártara, como diría la asistente social de la cárcel de Zarza; uno de esos relatos de carencia y dolor que tanto abundan en el indecible secreto de las vidas. Perry era hijo de una india cherokee y un irlandés. Sus padres domaban potros en los rodeos y formaban una pareja artística llamada Tex y Fío. Ella era una borracha y se acostaba con todos, así es que el padre se largó y se hizo trampero en la remota Alaska. Fío siguió bebiendo con ansia criminal y un día consiguió ahogarse en su propio vómito (como la madre de Zarza, ahogada en la rosada espuma de los barbitúricos). Dejó en la calle a cuatro niños pequeños, que fueron repartidos por distintos orfanatos. Cuando maniató y amordazó a Herb Clutter, Perry temió que el granjero se sintiera incómodo tumbado en el frío suelo del sótano; de modo que trajo un colchón y colocó compasiva y amablemente al hombre sobre él. Luego le rajó la garganta con un cuchillo.

¿Hasta qué punto puede uno ampararse en la desgracia para dejarse ir, para no aspirar a otro paisaje que el de la propia brutalidad y el propio dolor, para vivir enterrado en la informe madera y carecer de cualquier conciencia de los límites? O bien, ¿hasta qué punto es posible escapar del propio destino, de una vida tan cerrada y mutiladora como los dientes de acero de una trampa para osos? Los hijos de los borrachos se alcoholizan, los hijos de los dementes enloquecen, los niños apaleados apalean.

O tal vez no.

Nicolás había sido un niño especial, un chico único. Siempre sacaba unas notas fabulosas en el colegio, aunque apenas se molestaba en estudiar. Lo leía todo, lo conocía todo, lo recordaba todo. No tenía amigos: reinaba con lejana displicencia entre sus compañeros. Zarza era la única persona que conocía sus sueños de grandeza, porque Nicolás ardía de frenética ambición de conseguirlo todo. Quería ser un inmenso escritor, y un filósofo revolucionario, y un historiador definitivo. Más que nada, quería simplemente ser el mejor, fulgurante proyecto que su padre se encargaba de reventar con un apretado programa de humillaciones. Pero Nicolás siempre volvía a levantar cabeza, encocorado y rabioso como un gallito.

Hasta que llegó la Reina. Puede que Nicolás se acercara a ella como un acto de rebeldía contra su padre, aunque para entonces el señor Zarzamala ya hubiera desaparecido para siempre, en su segunda vida de fugitivo; pero los padres son como la viruela, sus cicatrices permanecen mucho tiempo después de que la enfermedad se haya ido. Lo más seguro, sin embargo, es que Nicolás se arrojara en brazos de la Blanca para medirse una vez más a si mismo. Para demostrar su propio poder.

—Eso que dicen de la adicción es una tontería. Cuentos de tipos débiles. Es como el alcohol. Bebemos lo que nos da la gana y no pasa nada, ¿no?

Bebían lo que les daba la gana y vomitaban de cuando en cuando. También vomitaron con la Blanca, pero fue distinto. Todo era distinto en el helado reino de la Reina.

—Tú hazme caso a mí —decía Nicolás.

Y Zarza se lo hacía, porque siempre estuvo sometida a su poder.

Caminaba Zarza por las calles pensando en todo esto ya su alrededor la ciudad despertaba, laboriosa. Restallaban los cierres metálicos de los bares al levantarse, el tráfico empezaba a arremolinarse en los semáforos, unos operarios aupados a una escalera grúa desmontaban las marchitas bombillas navideñas y el mundo entero parecía prepararse para una nueva representación de la agitada vida. Ella, en cambio, tal vez se estuviera dirigiendo hacia su muerte. Tenía miedo, pero al mismo tiempo sentía una extraña resolución, el alivio de lo definitivo. Ocurriera lo que ocurriese, Zarza se creía preparada para aceptarlo.

Cuando llegó a Rosas 29 eran las 7:45 de la mañana. Peleó con la cancela herrumbrosa, se escurrió por el estrecho quicio y volvió a entrar en el jardín dilapidado, en ese pobre edén derrotado y caduco. ¿De verdad pensaba Zarza que Nicolás podía matarla? Ciertamente le sabía capaz de la mayor violencia: de pequeño le habían expulsado del colegio porque clavó un lápiz en el estómago de un compañero. Siempre fue un chico extraño y a veces le cruzaba por los ojos un relumbre de fuego, una furia demente (los hijos de los locos enloquecen).

Tampoco a Nico le gustaba que le tocaran: era casi tan arisco como Miguel. Sólo se dejaba acariciar por Zarza a la hora de la siesta, en los veranos, cuando se metían entre los matorrales, ocultos por la maraña de hojas y envueltos en las lentas y pegajosas hebras de las telarañas, mientras el aire olía a hierba seca y el zumbido de los moscardones agujereaba la tarde.

Ahora Zarza estaba delante de esos mismos matorrales, que eran muñones polvorientos y sin follaje, palitroques engarabitados, esqueletos de un jardín fallecido hace tiempo, y sentía que en su interior ella también arrastraba parecidos cadáveres, los resecos despojos de las muchas Zarzas que había habido.

Urbano tenía razón; también ella era una jorobada, una tullida. Una enana con las piernas quebradas como Perry. Ya lo decía Nicolás: no se podía volver a empezar. No se podía partir otra vez de cero, porque siempre llevabas tus ruindades y tus mutilaciones a la espalda. Si uno pudiera olvidar; si uno pudiera lavar la propia memoria, como se lavan las salpicaduras de sangre tras cometer un crimen. Pero los recuerdos te marcan como hierros candentes.

Abrió la puerta y penetró en la casa sombría, apenas iluminada por el resplandor de las farolas. Cerró la hoja tras de sí y se quedó escuchando el silencio unos instantes. No parecía haber nadie. Avanzó cautelosa hasta la sala y se acercó a verificar si su pistola seguía sobre la repisa de la chimenea, donde la había olvidado. Pero el arma no estaba. Zarza suspiró; le costaba respirar ese aire mohoso y saturado de vivencias antiguas. La casa, a su alrededor, parecía poseer una cualidad animal: era una criatura herida, tal vez una ballena erizada de arpones a punto de hundirse en un mar de tinieblas.

Con un esfuerzo de voluntad, Zarza se arrancó a sí misma de la sala y de su quietud de víctima propiciatoria. Salió al pasillo y se dirigió, tanteando la pared, hacia el despacho de su padre. La puerta de la habitación seguía entornada, como la última vez, cuando tuvo miedo de entrar y salió huyendo. Dentro se atisbaba una negrura casi física, una densa masa de oscuridad. Zarza sintió que el pánico volvía a trepar por su interior, como una araña que sube hacia la garganta. Aspiró profundamente varias veces, sacó la pequeña linterna que Urbano le había dado y empujó la puerta con la punta de los dedos. El haz de luz chocó en primer lugar contra el gran ventanal de hojas correderas, cegado por la persiana rota. Zarza dio un paso titubeante. Se detuvo. Intentó serenarse. Dio dos pasitos más. Ahora estaba dentro del despacho. Agarrotada por la tensión, empezó a girar sobre sí misma, alumbrando la habitación con el foco. Polvo arremolinado en los rincones, paredes deslucidas, una mancha de humedad y al fondo, cerrada como siempre, la pequeña puerta que comunicaba el despacho con el salón. El cuarto se encontraba por completo vacío; no sólo no estaba la caja de música, sino que ni siquiera había ninguna de esas briznas de mobiliario que se desperdigaban por el resto de la casa como los despojos de un naufragio: el somier oxidado del dormitorio de la tata, el espejo picado de la sala, la silla en la cocina. Nada, en el despacho no había nada. Apagó la linterna y regresó a la sala, aliviada y confusa.

Las ocho menos cinco. ¿Y si su hermano no viniera? La artificiosa luz de las farolas ponía un matiz de irrealidad en el entorno: la sala parecía un decorado, un forillo pintado en el que iba a tener lugar alguna representación poco importante. Sacó los billetes de su bolso, los contó y los colocó sobre la repisa de la chimenea. Quería que Nicolás viera que el dinero existía. Quería que pudiera cogerlo sin acercarse a ella. Su hermano, su demonio, su bersekir temible. Cada cual se construye su propio tormento.

La vida era dolor, pensó Zarza. La vida era una gota de crueldad entre tinieblas. El Tártaro era un infierno frío, un espacio lóbrego y siniestro. Hesíodo decía que era un enorme abismo: «Horrendo, incluso para los dioses inmortales». También la Blanca era un lugar glacial. Engañada por la falsa promesa de limpieza y orden que proporciona el frío, Zarza fue adentrándose en el territorio cristalizado de la Reina y terminó atrapada dentro de un témpano. Los hielos también queman y a Zarza se le abrasaron la dignidad, la esperanza y las venas. Recorrió todo el camino de su propia perdición hasta el final, hasta el mismo centro del infierno, el corazón del Tártaro.

Cuando fue ejecutado, Perry tenía veintisiete años. Colgado de su cuerda en el patíbulo, tardó dieciséis minutos en morir. Dicen los partidarios de la pena capital que el nudo de la horca desnuca al condenado, que la médula se daña y la muerte desciende piadosa e instantánea. Pero esto si que es un cuento tártaro, una mentira atroz, un engaño siniestro. Perry pataleó con sus piernas tullidas durante un largo rato y mientras tanto lo más probable es que la lengua se le hinchara, que tuviera una erección y que los ojos amenazaran con salir de sus órbitas. Hasta que al fin llegó la muerte bondadosa, la muerte que todo lo iguala y todo lo borra. Esa muerte que es como una lluvia fina y persistente que va lavando el mundo de las menudas vidas de los humanos.

La vida de Perry, pensaba Zarza ahora, fue un disparate, un desperdicio, un destino de animal de matadero. Aunque todas las existencias humanas eran en el fondo disparatadas, contempladas desde el fluir de la lluvia que las arrastra. Tanto el poderoso y fiero Gengis Khan, que soñaba con imperios monumentales, como la más humilde de sus víctimas, tal vez una niña violada y degollada en la gélida estepa, habían desaparecido de la misma manera por el desaguadero, junto con una legión de reyes y mendigos, sabios y cretinos, dinosaurios y amebas. Todos se habían igualado y reducido a la mera descomposición de un grumo orgánico. El estruendo de las antiguas civilizaciones al hundirse no es hoy más audible que el crujido de una hoja seca cuando se pisa.

Las farolas de la calle se apagaron. Fuera ya era de día, un día invernal y mortecino, con un cielo bajo tallado en nubes pétreas. El resplandor amarillo del alumbrado público había sido sustituido por una luz más débil pero más descarnada, por una lividez grisácea que había devuelto a la sala su cualidad real. El lugar ya no parecía un decorado, sino un espacio consistente, desolado, vagamente amenazador. Zarza tragó saliva; experimentaba la clara e inquietante sensación de estar despertando tras un largo sueño.

Entonces sintió algo. Un remover del aire, un crujido, un susurro. Un cambio infinitesimal en la materia. Y supo, sin necesidad de comprobarlo, que él se encontraba ahí, que ya no estaba sola. Los cabellos se le erizaron en la cabeza, empezando por la base de la nuca y subiendo, en una lenta oleada, hasta la parte superior del cráneo.

—¿Eres tú? —dijo con voz rota—. ¿Estás ahí?

A su alrededor se apretaba el silencio, pero era un silencio que respiraba, que latía, que ocultaba un tumulto de sangre circulando por azulosas venas. Zarza volvió a estremecerse. Su corazón era un martillo neumático rompiéndole el pecho. Nicolás debía de estar fuera, en el vestíbulo, que, visto desde donde ella se encontraba, era un cubo impreciso e inundado de sombras. O tal vez estuviera a la derecha, tras la hoja batiente que llevaba a la cocina. Aunque también podía aparecer a sus espaldas, por la pequeña puerta que comunicaba la sala con el despacho de su padre. Esa puertecita, repentinamente tan amenazadora como la del traidor Mirval, siempre estuvo cerrada con llave, por eso ahora no se le había ocurrido utilizarla. Y ni siquiera se había detenido a comprobar si el cerrojo seguía echado. Zarza advirtió que la zarpa del pánico apretaba su estómago. Hizo un esfuerzo sobrehumano por controlarse y se repitió a si misma que en el despacho de su padre no había nada. Nada. No había que tener miedo, por lo tanto. Sólo el razonable temor a la violencia de su hermano. Sólo el asumible temor a lo real.

—Sé que estás ahí. Por favor, sal de tu escondite. Déjame que te hable.

El silencio poseía una cualidad vertiginosa, como si la realidad anduviera mucho más deprisa de lo normal; el tiempo se le escapaba a Zarza entre los dedos, y esto era así, comprendió de modo repentino, porque ella ahora quería vivir. Ya no se trataba de una mera cuestión de supervivencia, respirar y seguir, del empeño ciego de las células, del desesperado forcejeo de la bestia contra la trampa. No, ahora Zarza deseaba vivir de manera consciente y voluntaria. Empezaba a abrigar en su interior una esperanza loca: la creciente intuición de que quizá pudiera perdonarse. Por eso, porque la vida comenzaba a parecerle un lugar estimable, era por lo que no estaba dispuesta a seguir adelante a cualquier precio.

—Nicolás, no sé cómo explicarte… Comprendo que quieras vengarte de mi. Yo no me voy a resistir. No voy a escaparme. Llevo toda la vida huyendo y estoy cansada. No quiero seguir así. Castígame o perdóname, pero acabemos de una vez.

La casa crujió alrededor de ella. Chasquidos de maderas viejas, de vigas astilladas.

—Si quieres que te diga la verdad, creo que ya estoy suficientemente castigada… Entiendo muy bien la rabia que sientes: yo siento lo mismo. Rabia por esta vida sucia y fea, por esta mala vida que hemos vivido. Y tú todavía tienes suerte, porque ahora puedes descargar tu furia conmigo. Resulta muy cómodo buscarse un culpable. Pero luego, después de que te hayas vengado, seguirá todo igual. La misma vida de mierda, la misma violencia comiéndote el corazón, la misma rabia. El otro día dijiste que no se puede volver a empezar. Es verdad, pero tengo un amigo que dice que se puede ser feliz siendo un tullido. No sé cómo explicártelo. Yo quiero vivir, Nicolás. He hecho cosas horribles, como denunciarte, pero tú también has hecho cosas horribles. Vivíamos los dos en el dolor, en el dolor que nos habían hecho y en el que nosotros hicimos. No se puede vivir ahí. Es un agujero sin oxígeno.

Zarza sintió que los ojos se le volvían a inundar de lágrimas, desbordada como estaba por su nueva emocionalidad, por esa blandura sentimental que últimamente padecía. Era una ñoñería repugnante. O tal vez no.

—Te he traído dinero. Todo el dinero que he podido reunir. Está ahí, sobre la chimenea. Son 950 000 pesetas. No es mucho, pero no tengo más. No te creas que estoy intentando pagar tu compasión. Y tampoco mi culpa. Esas cosas no tienen precio. Te lo he traído porque te quiero. No, esto no es verdad: porque te quise. Por lo mucho que nos quisimos, Nicolás. No sé si lo recuerdas. Fue en esta misma casa. Cuando éramos niños e ignorantes. Cuando todavía no habíamos hecho nada. Porque hicimos malas cosas. Elegimos hacerlas. Fuimos unos cobardes, tú y yo; nos acomodamos dentro de nuestra pena, nos hicimos un nido en ella, nos creímos moralmente justificados. Ahora te pido que nos demos otra oportunidad, que elijamos mejor. Para qué seguir odiándonos y odiando. Intentemos vivir.

Zarza apenas si conseguía hablar con voz audible. Tenía la garganta tan seca y tan apretada que las palabras le hacían daño. «Con mi pistola, pensó». Tal vez me pegue un tiro con mi propia pistola. Aunque no, Nicolás nunca lo haría así, desde las sombras. Primero se asomaría y diría algo. Siempre le gustó rodear sus actos de teatralidad.

—Te lo pido, hermano. Por todas las cosas buenas que hemos vivido juntos. Y también por todas las cosas malas. Escucha, no hemos tenido suerte, pero tampoco nos la hemos ganado. Yo también podría reprocharte algunas cosas. Fuiste tú quien me llevó a la Blanca; y luego me buscaste un empleo en la Torre. Pero para mí la partida está acabada y las deudas saldadas. Te lo pido, Nicolás. Intentemos vivir.

Volvió Zarza el rostro hacia la ventana, angustiada por su incapacidad para expresarse. La luz exterior había aumentado y caía, blanca y uniforme, sobre una fina capa de escarcha que envolvía la tierra, como el celofán envuelve un dulce. El jardín devastado centelleaba ahora como un parque de fábula, todo recubierto de diamantes. Un mirlo aterido picoteaba la costra cristalina: era un puñado de plumas temblorosas, un calor negro y frágil sobre un fondo de hielo. Zarza parpadeó, cogida de improviso por la magnificencia del espectáculo. Se recordó a sí misma contemplando una escena parecida, colgada de la mano de su padre, dispuesta a comerse la vida de un bocado. Los ojos volvieron a llenársele de fastidiosas lágrimas y sintió que rebullía en su pecho el minúsculo y empeñoso afán de ser feliz. Y en ese preciso momento se precipitó sobre ella la belleza del mundo, como una revelación abrasadora.

Los psiquiatras los llaman momentos oceánicos, los místicos creen que en esos instantes ven el rostro de Dios, los biólogos aseguran que no es más que una liberación masiva de endorfinas. Sea como fuere, esos agudos raptos visionarios forman parte de la realidad de los humanos: son barruntos instantáneos de la totalidad, destellos de resplandecientes gemas entre el barro. Traspasada por el rayo del entendimiento, Zarza lo vio todo. Vio a las madres muriendo estoicamente de hambre en el sitio de Leningrado para dar de comer a sus hijos pequeños. Y vio caer en la batalla de Leuctra a los trescientos guerreros de la cohorte sagrada de Tebas, ese mítico batallón griego compuesto por ciento cincuenta parejas de amantes que, combatiendo espalda contra espalda, redoblaban sus esfuerzos para proteger al ser amado. Vio a Einstein intentando comprender la inmensidad del universo; y a Giordano Bruno dejándose quemar vivo en defensa de la libertad intelectual y la verdad científica. Vio a los ángeles terrenales como Miguel y a la imaginación pintando hermosísimos palacios en las paredes de las cabañas míseras. Vio la capacidad de superación de los individuos, la solidaridad animal, el esplendor de la carne. ¿De dónde sacan los humanos la fuerza suficiente para resistir el dolor sin sentido, el mal irrazonable? Del empeño en ser más grandes de lo que somos. Toda esa esperanza, esa potencia, a pesar de la nada que nos aprieta. La vida era un chispazo de luz entre tinieblas.

Cómo podría explicarle esto a Nicolás, pensó la deslumbrada Zarza. Con qué palabras podría hacerle entender que en el fondo de todo anidaba un prodigio. Y que incluso en el corazón de las tinieblas, en el centro del Tártaro, se escondía un giro final un movimiento último, un camino para llegar a los colores tranquilos.

—Escucha: aunque no te lo creas, puedes decidir. Pese a todo, siempre se puede decidir —dijo Zarza con voz atragantada.

Entonces sucedió. La mirada de Zarza tropezó con el podrido espejo de la sala, y en un instante fulminante pudo abarcar toda la escena. Se vio a si misma, desencajada y pálida, las ojeras violáceas, la cabellera como un fuego que se extingue; y le vio a él, justo detrás de ella, emergiendo borrosamente de las sombras, envuelto en una gabardina gris, alto y pesado, las mejillas caídas, los cabellos raleando en la cabeza, su mirada enfebrecida y turbia clavada en la de Zarza por encima de la resbaladiza superficie del azogue.

No era Nicolás.

Era su padre.

Zarza sintió que la tierra se le abría bajo los pies y la sangre se pulverizaba dentro de sus venas. Un terror indecible la atravesó como el coletazo de una descarga eléctrica. Cerró los ojos, incapaz de seguir contemplando a ese espectro feroz salido de las cavernas de la infancia. Cerró los ojos y le pareció flotar, a la deriva, en el maremoto de su pánico. Transcurrió así un tiempo sin tiempo, indiscernible, tal vez cinco segundos, tal vez cinco minutos, mientras Zarza era incapaz de pensar y de moverse, Zarza petrificada por la Gorgona, cayendo y cayendo hasta que ya no pudo caer más, hasta topar con el fondo más remoto de si misma.

Desde esa sima abisal volvió a emerger, lenta y agónica. Si la vida fuera sólo una cuestión de méritos, Zarza se ganó el derecho a su vida con el heroico esfuerzo que tuvo que realizar para alzar nuevamente los párpados. Gimió, crispó los puños y consiguió posar otra vez su mirada en el espejo. Detrás de ella no había nadie. Giró la cabeza, cautelosa, tan rígida en sus movimientos como si tuviera las vértebras soldadas. No cabía la menor duda, la sala estaba vacía. Se asomó al vestíbulo: la puerta de la calle se encontraba entreabierta. Regresó a la habitación con el pulso desenfrenado y el paso incierto; el dinero de la chimenea había desaparecido y en su lugar estaba la cajita de música. La creciente luz del día diluía con rapidez los remansos de sombra de los rincones y Rosas 29 empezaba a parecer un lugar sin historia y sin misterio, una simple casa abandonada y sucia que algún día comprarían y habitarían otras personas. Un pasado desechable, prescindible.

Un taxi la llevó hasta su piso. Zarza no recordaba haber estado nunca tan cansada; era una fatiga milenaria, un raro entumecimiento del cerebro y de los músculos. Pero el deseo de vivir seguía aleteando dentro de su pecho, como el mirlo aleteaba en el jardín helado. La asistenta había hecho la cama y ordenado un poco, aunque el apartamento continuaba teniendo un aspecto de cuarto de hotel recién desalojado. Zarza apartó los libros que cubrían el aparador de la sala y colocó la caja de música. Dio un par de pasos hacia atrás para ver el efecto: era el primer detalle decorativo que ponía en su casa. Le gustó. Se veía bien. Era un objeto hermoso. Levantó la tapa y la musiquilla china que nunca fue china empezó a llenar la habitación con el fino y delicado flujo de sus notas. Zarza sintió ganas de reír. Era esa risa floja y sin sentido de la niña que regresa, extenuada, tras un feliz día de excursión. La caja de música irradiaba un aura de tibieza, haciendo que el apartamento pareciera un lugar agradable. Zarza miró a su alrededor y se sintió satisfecha. De la casa, de los libros, del color plomizo del cielo de invierno, del calor de la calefacción, de la blanda cama en la que iba a acostarse, del manuscrito de Chrétien en el que estaba trabajando. Porque, para alguien que ha vivido en el infierno, la vida cotidiana es la abundancia.

Descolgó el teléfono y marcó el número de Urbano, sintiendo un cosquilleo en el estómago: era la primera vez en muchísimos años que alguien esperaba su llamada, y esa expectación le producía euforia y temor al mismo tiempo. De manera que habló con el carpintero y le contó lo que había sucedido, y que estaba en casa y que se iba a acostar para dormir un poco; pero que luego, si a Urbano no le importaba, le gustaría verle. Y a Urbano al parecer no le importó.

También telefoneó a la editorial y habló con Lola, la otra editora de la colección:

—Hola, Lola, soy Zarza… Soy Sofía Zarzamala. Oye, ya me he decidido, voy a incluir en el libro la segunda versión de Harris… No, no voy a cambiar el texto, sólo añadiré el otro final… Creo que hay que publicar las dos versiones. Te quería pedir un favor, si no te importa vete anunciando lo del segundo texto en la reunión de esta mañana… Yo iré al despacho por la tarde y ya hablaré con los de la imprenta.

Incluso Lola parecía estar más accesible y más amable en ese nuevo día de la nueva era. Zarza entró en el dormitorio, abrió la cama y se quitó la ropa, sucia y arrugada, como si se estuviera arrancando una piel vieja. Se metió entre las sábanas con un suspiro de alivio y de placer, convencida de poder dormir un buen sueño sin sueños. Esto es, sin pesadillas. Ahora que lo pensaba, Zarza no estaba del todo segura de la identidad del hombre del espejo. Podía ser su padre, desde luego, como creyó en un principio. Pero también podía haber sido Nicolás. Estaba envuelto en las sombras, se le distinguía mal, hacía siete años que no se veían, su hermano debía de haber envejecido y a fin de cuentas siempre se parecieron físicamente. Claro que, por otra parte, la malignidad del acoso al que había sido sometida, ese estúpido juego persecutorio, casaba más con el perverso talante de su padre. En cualquier caso, y fuera quien fuese el que estuvo en Rosas 29, lo cierto era que ambos, padre y hermano, se encontraban todavía ahí, en algún lugar del exterior, en el mundo ancho y enemigo. Podrían reaparecer en cualquier momento, peligrosos y enfermos, y volver a hostigarla y perseguirla.

«O tal vez no».

Dentro de unas horas vería de nuevo a Urbano, recapacitó Zarza blandamente, enroscada en la cama, mientras sentía que la somnolencia le iba alisando los pensamientos como las olas del mar alisan la arena de la playa; dentro de unas horas vería al carpintero, y sin duda recomenzarían su relación, y ella volvería a abandonarle en unos pocos meses, ella volvería a hacerle daño y a destrozarlo todo.

«O tal vez no».

La hepatitis C podría acabar reventando el hígado de Zarza y provocarle una cirrosis como la de Harris. O tal vez no. El anhelo insaciable de la Blanca, eternamente inscrito a fuego en su memoria, podría volver a arrojar a Zarza en brazos de la Reina.

«O tal vez no».

La vida era una pura incertidumbre. La vida no era como las novelas decimonónicas; no tenía nudo y desenlace, no existía una causa ni un orden para las cosas, y ni siquiera las realidades más simples eran fiables. Y así, Zarza creía que había mantenido relaciones prohibidas con su padre, pero Martina pensaba que no. El hombre del espejo podía haber sido Nicolás, pero también ese padre tal vez incestuoso. Y El Caballero de la Rosa podía ser una obra de Chrétien o una falsificación de Harris. Incluso era posible que el mismo Harris no hubiera existido jamás, ni tampoco la bruja de Poitiers, ni ese Mirval que Borges no escribió. ¿Y Capote, existió Truman Capote? ¿Y Perry, el asesino enano de las piernas tullidas? Al borde ya de la tibia inconsciencia, apunto de zambullirse en el agua gelatinosa de los sueños, Zarza pensó que, en realidad, sólo había una cosa que supiera con total seguridad, y era que algún día moriría. Pero tal vez para entonces hubiera descubierto que, pese a todo, la vida merece la pena vivirse.

FIN