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ENCUENTROS EN SAMARA

Los Capas Blancas que estaban en las puertas no prestaron más atención a Ino y a Nynaeve que al resto de la multitud que iba y venía, lo que significaba una penetrante mirada, fría, desconfiada e inquisitoria, pero rápida. Tanta gente hacía imposible cualquier otro tipo de control, y tal vez también tenían que ver en ello los guardias con armadura de láminas imbricadas.

Los soldados tampoco les prestaron mucha atención; Nynaeve se había arreglado el chal adecuadamente. El gesto ceñudo de Ino habría contribuido a que los ojos de los guardias se volvieran hacia los Capas Blancas, pero el hombre no tenía derecho a ponerse ceñudo, para empezar. Sólo le concernía a ella.

Ajustando de nuevo el chal de lana gris, Nynaeve se ató a la cintura las puntas de la prenda. Así, le marcaba el busto más de lo que ella hubiese deseado y todavía dejaba a la vista el inicio del escote, pero era mucho más recatado que el vestido. Al menos, de este modo no tendría que preocuparse más de que el chal le resbalara de los hombros. Ojalá no diera tanto calor. El tiempo tendría que sufrir un cambio a no tardar. Tampoco estaban tan al sur de Dos Ríos.

Para variar, Ino la esperó pacientemente, si bien Nynaeve no tenía muy claro si lo había hecho por simple cortesía —su semblante surcado por la cicatriz exhibía una expresión demasiado paciente—, pero finalmente entraron juntos a Samara. Al caos.

Reinaba una constante algarabía en la que se mezclaban los ruidos sin que se distinguiera un sonido de otro. La gente atestaba las calles toscamente pavimentadas con piedras, casi hombro con hombro, desde las tabernas con tejados de pizarra hasta los establos con techos de bálago, desde las bullangueras posadas con sencillos carteles pintados, como la de El Toro Azul o El Ganso Danzarín, a comercios donde los letreros no llevaban nada escrito, sólo el dibujo de un cuchillo y unas tijeras aquí, un rollo de tela allí, la balanza de un orfebre o la navaja de un barbero, una olla o una lámpara o una bota. Nynaeve vio rostros con la piel tan blanca como cualquier andoreño, y tan oscura como cualquiera de los Marinos, algunos limpios y otros sucios, y chaquetas con cuellos altos, bajos o sin ellos, de colores apagados y fuertes, sencillas y recamadas, raídas o recién hechas, de estilos raros o corrientes. Un tipo con la oscura barba partida en dos lucía cadenas plateadas a través de la pechera de la chaqueta azul lisa, y otros dos que llevaban el cabello recogido en trenzas —¡hombres, con una coleta negra colgando sobre cada oreja hasta más abajo de los hombros!— tenían campanillas de cobre cosidas a las mangas de las chaquetas rojas, así como en las vueltas de las botas, altas hasta los muslos. De dondequiera que procediesen esos dos, no eran unos necios; sus oscuros ojos eran tan duros e inquisitivos como los de Ino, y a la espalda, sujetas con correajes, llevaban espadas de hoja curvada. Un hombre con el torso descubierto, un llamativo fajín amarillo ceñido a la cintura, la piel de un color tan tostado como una madera envejecida y unos complejos tatuajes en las manos, debía de ser un Marinero, aunque no llevaba pendientes ni anillo en la nariz.

El aspecto de las mujeres era igualmente variopinto, con toda la gama de colores en el cabello, desde el negro intenso hasta un rubio tan pálido que casi era blanco, y peinado con trenzas o recogido o suelto, y muy corto o hasta los hombros o hasta la cintura, los vestidos de lana desgastada o de buen lino o de brillante seda, con cuellos que rozaban la barbilla, de puntilla o bordados, y escotes algunos tan bajos como el que ella misma ocultaba bajo el chal. Incluso vio a una domani de tez cobriza luciendo un atuendo rojo casi transparente que le llegaba hasta el cuello ¡pero que apenas ocultaba nada! Nynaeve se preguntó lo segura que podría estar esa mujer después de oscurecer. O, ya puestos, a plena luz del día.

Los escasos Capas Blancas y soldados que había entre la muchedumbre parecían agobiados y tenían que poner tanto empeño como cualquiera en abrirse paso. Carros de bueyes y carretas tiradas por caballos avanzaban a paso de tortuga por la maraña de calles trazadas al buen tuntún; los portadores de sillas de mano progresaban a trancas y barrancas entre la muchedumbre; y, de tanto en tanto, un carruaje lacado con un tiro de cuatro o seis caballos se abría paso con mucho trabajo, precedido de lacayos con librea y guardias con casco que se esforzaban vanamente en despejar el paso. Había músicos con flautas, cítaras o bandolinas tocando en cada esquina que no estaba ocupada por un juglar o un acróbata —la destreza de ninguno de ellos tenía que preocupar a Thom ni a los Chavana—, acompañados siempre por otro hombre o mujer que sostenían un gorro para las monedas. Abundaban los mendigos harapientos que tiraban de la manga a los paseantes y tendían las pedigüeñas y mugrientas manos. Los vendedores ambulantes pululaban por doquier con bandejas de todo, desde alfileres y cintas hasta peras, y los gritos con que pregonaban las mercancías se perdían en la algarabía general.

La cabeza le daba vueltas a la antigua Zahorí para cuando Ino la condujo hacia una calle más estrecha, donde parecía que la muchedumbre no era tan numerosa, al menos en comparación con lo otro. Nynaeve se detuvo para arreglarse la ropa, que estaba retorcida por las apreturas, antes de ir en pos de él. También el ruido era menor aquí. No había artistas callejeros y pocos vendedores ambulantes y mendigos. Estos últimos mantenían las distancias con Ino, incluso después de que el soldado echara unas cuantas monedas de cobre a una pandilla de golfillos. Nynaeve no los culpaba por ello; el aspecto de Ino no era… caritativo.

Los edificios se alzaban de manera agobiante en estas callejuelas, a las que dejaban sumidas en sombras a pesar de tener sólo dos o tres pisos. Pero en el cielo había buena luz; aún faltaban horas para que anocheciera. Todavía había tiempo de sobra para regresar al espectáculo. Si es que tenía que hacerlo. Con suerte, a lo mejor estaban todos a bordo de un barco fluvial a la caída del sol.

Nynaeve dio un respingo cuando otro shienariano se les unió de manera repentina, con la espada sujeta a la espalda y la cabeza afeitada salvo el mechón de pelo en la coronilla; era un hombre de cabello oscuro y pocos años mayor que ella. Ino hizo las presentaciones de manera somera y dio explicaciones sin dejar de andar ni aminorar el paso.

—Que la Paz os favorezca, Nynaeve —saludó Ragan; la curtida piel de la mejilla se fruncía alrededor de una cicatriz triangular. Ni siquiera la sonrisa suavizaba los duros rasgos. Nynaeve no conocía a ningún shienariano pusilánime. Esa clase de hombres no sobrevivía mucho a lo largo de la Llaga, ni tampoco las mujeres que fueran débiles—. Os recuerdo, pero vuestro cabello es diferente, ¿no? Da igual. No temáis. Os llevaremos sana y salva a Masema y adondequiera que deseéis ir después. Únicamente guardaos de mencionarle Tar Valon. —Nadie les prestaba atención, pero en cualquier caso Ragan bajó la voz—. Masema cree que la Torre intentará controlar al lord Dragón.

Nynaeve sacudió la cabeza. Otro estúpido hombre que iba a ocuparse de ella. Por lo menos no intentó darle conversación; con su estado de ánimo actual, le habría enseñado lo cáustica que podía ser aunque sólo hubiera hecho un comentario sobre el calor que hacía. En realidad su cara estaba húmeda de sudor, cosa nada extraña considerando que llevaba puesto un chal de lana con ese bochorno. De repente se acordó del comentario hecho por Ino respecto a la opinión que tenía Ragan sobre su afilada lengua. No creía haberle hecho nada más que lanzarle una mirada, pero Ragan se desplazó al otro costado de Ino como buscando refugio y luego la observó de reojo, con cautela. ¡Hombres!

Las calles se fueron estrechando aun más, y aunque los edificios de piedra que las jalonaban mantuvieron la misma altura, las más de las veces era la parte posterior de las casas lo que veían y burdas vallas grises que sólo debían de rodear pequeños patios. Finalmente, giraron por un callejón apenas lo suficientemente ancho para que los tres caminaran juntos. Al fondo de la calleja había un carruaje lacado y dorado al que rodeaban soldados con armaduras. Un poco más cerca, a mitad de camino entre ellos y el carruaje, unos tipos deambulaban a ambos lados del callejón. Casi todos iban armados con clavas o lanzas o espadas tan distintas unas de las otras como sus abigarradas chaquetas. Se los podría haber tomado por una cuadrilla de rufianes, pero ninguno de los dos shienarianos aminoró el paso, y ella tampoco.

—La calle a la que da la fachada estará repleta de imbéciles que esperan atisbar a Masema tras una puñetera ventana. —Ino mantenía un tono lo bastante bajo para que sólo lo oyera Nynaeve—. La única forma de entrar es por la parte posterior. —Guardó silencio cuando estuvieron bastante cerca para que los hombres armados pudiesen escucharlo.

Dos de ellos eran soldados con yelmos y armaduras de láminas imbricadas, con espadas a la cintura y lanzas en la mano, pero fueron los otros quienes observaron de hito en hito a los tres recién llegados mientras toqueteaban sus armas. Sus ojos eran inquietantes, demasiado penetrantes, casi febriles. Por una vez, a Nynaeve le habría gustado ver una mirada libidinosa. A estos hombres les daba igual si era una mujer o un caballo.

Sin pronunciar palabra, Ino y Ragan desabrocharon los correajes que sujetaban sus espadas a la espalda y le tendieron las armas, así como las dagas, a un hombre de mejillas orondas que podría haber sido antaño un tendero a juzgar por su traje azul de lana. Las limpias ropas habían sido de calidad, pero estaban muy desgastadas, y arrugadas como si hubiera dormido con ellas durante un mes seguido. Saltaba a la vista que conocía a los shienarianos, y aunque miró con el ceño fruncido a Nynaeve, en especial a su cuchillo del cinturón, señaló con la cabeza, sin decir palabra, una estrecha puerta de madera que había en el muro de piedra. Aquello era quizá lo más chocante de todo, que ninguno de ellos pronunciaba una sola palabra.

Al otro lado del muro había un pequeño patio donde las malas hierbas crecían entre los adoquines. La alta casa de piedra —tres amplios pisos de un color gris pálido, con anchas ventanas, aleros y gabletes tallados en volutas y tejado de tejas rojo oscuro— debía de haber sido una de las mejores de Samara. Una vez que el portón se cerró tras ellos, Ragan dijo quedamente:

—Ha habido intentos de asesinar al Profeta.

Nynaeve tardó unos segundos en comprender que le estaba explicando la razón de que les hubieran retirado las armas.

—Pero vosotros sois sus amigos —protestó—. Todos seguisteis a Rand hasta Falme. —No le daba la gana llamarlo lord Dragón.

—Por eso nos permiten entrar, maldita sea —replicó con tono seco Ino—. Os dije que no vemos todas las cosas del mismo modo que… el Profeta. —La ligera pausa y la rápida ojeada hacia el portón para comprobar si había alguien escuchando fueron muy reveladoras. Hasta entonces lo había llamado Masema, y, a todas luces, Ino no era de los que refrenaban la lengua fácilmente.

—Por una vez, tened cuidado con lo que decís —le advirtió Ragan a la mujer—, y a buen seguro tendréis la ayuda que queréis.

Nynaeve asintió con tanta avenencia como podría desear cualquiera —sabía reconocer lo que era de sentido común cuando se lo decían aunque no hubiera pedido opinión— pero Ragan e Ino intercambiaron una mirada de incertidumbre. Como siguieran así, los iba a meter en el mismo saco con Thom y Juilin y a cortar todo lo que sobresaliera.

Por buena que fuera la casa, la cocina estaba polvorienta y desierta salvo por una mujer huesuda de cabello canoso, cuyo sencillo vestido gris y blanco delantal eran lo único limpio que se veía mientras cruzaron la estancia. La anciana apenas si levantó la vista del cazo de sopa que cocía sobre una pequeña lumbre en uno de los anchos fogones de piedra para verlos pasar. Dos cazuelas abolladas colgaban de ganchos donde podría haber habido veinte, y sobre la amplia mesa había una bandeja lacada en azul, con un descascarillado cuenco de loza.

Más allá de la cocina, unas colgaduras moderadamente elegantes decoraban las paredes. Nynaeve había desarrollado ciertos conocimientos durante el último año, y esas escenas de banquetes y cacerías de venados, osos y jabalíes sólo podían calificarse de buenas, no de excelentes. Sillas, mesas y arcones se alineaban en las paredes; los muebles estaban lacados en oscuro, con marmoleado rojo e incrustaciones de nácar. También las colgaduras y el mobiliario tenían polvo, y el suelo de baldosas rojas y blancas sólo había recibido una ligera pasada con bayeta. Las telarañas decoraban los rincones y las cornisas de los altos techos de escayola.

No vieron a ningún otro sirviente —ni a nadie— hasta que toparon con un tipo flaco que estaba sentado en el suelo, al lado de una puerta abierta; la mugrienta chaqueta de seda roja era demasiado grande para él y no encajaba con la sucia camisa y los raídos calzones de lana. El cuero de las botas estaba agrietado, y una de las suelas tenía un buen agujero; por la puntera de la otra asomaba el dedo gordo del hombre. Al verlos, levantó una mano y susurró:

—¿La Luz os ilumine y que el nombre del lord Dragón sea alabado? —Dio una entonación interrogante a la frase mientras torcía quejosamente la cara, tan sucia como la camisa, aunque por lo visto era su forma de hablar—. ¿No se puede molestar al Profeta ahora? ¿Está ocupado? ¿Tendréis que esperar un poco?

Ino asintió pacientemente y Ragan se recostó contra la pared; obviamente ya habían pasado por lo mismo antes. Nynaeve ignoraba qué había esperado del Profeta, ni siquiera ahora que sabía quién era, pero, desde luego, no suciedad. Esa sopa le había olido a repollo y patatas, ni mucho menos la comida de un hombre que tenía a toda una ciudad bailando a su son. Y únicamente dos criados, los cuales podrían haber salido de las chozas más pobres que había en las afueras de la ciudad.

El flaco guardia, si es que era tal —no tenía armas; quizá no se fiaban de que las llevara—, no hizo objeción cuando Nynaeve se movió hasta donde podía ver a través de la puerta. El hombre y la mujer que estaban dentro no podían ser más distintos. Masema se había afeitado la cabeza del todo, incluso el mechón de la coronilla, y su chaqueta era de sencilla lana marrón, muy arrugada pero limpia, aunque el cuero de las botas de caña alta estaba arañado. Los hundidos ojos le otorgaban una expresión ceñuda a su mirada, permanentemente áspera, y una cicatriz trazaba un pálido triángulo en la curtida mejilla, casi un calco de la Ragan, sólo que más desdibujada por la edad y por estar un pelo más cerca del ojo. La mujer, con un elegante vestido de seda azul bordado en oro, debía de rondar la madurez y era bastante atractiva a pesar de la nariz, quizás un poco larga para considerarla una belleza. Un sencillo casquete azul le sujetaba el cabello oscuro, largo hasta la cintura, pero lucía un ancho collar de oro y gotas de fuego —unas piedras preciosas muy raras y valiosas—, con una pulsera a juego, así como anillos con gemas en casi todos los dedos. Mientras que Masema parecía listo para abalanzarse sobre algo, enseñando los dientes, ella hacía gala de una gracia y una reserva majestuosas.

—… tantos os siguen dondequiera que vais —estaba diciendo la mujer—, que el orden se fue al garete cuando llegasteis. La gente ya no está a salvo ni tampoco sus propiedades…

—El lord Dragón ha roto todas las leyes establecidas, todas las obligaciones estipuladas por los mortales. —La voz de Masema sonaba acalorada, pero debido a la intensidad, no a la ira—. Las Profecías dicen que el lord Dragón romperá todos los vínculos que atan, y así es. El resplandor del lord Dragón nos protegerá contra la Sombra.

—No es la Sombra la que amenaza aquí, sino los cortabolsas, los rateros y los atracadores. Algunos de vuestros seguidores, muchos, creen que pueden coger lo que quieren de quienquiera que lo tenga, sin pagar y sin permiso.

—Hay justicia en el más allá, donde volvemos a nacer. Preocuparse por las cosas de este mundo es inútil. Pero, de acuerdo. Si deseáis justicia terrenal —frunció los labios en un gesto despectivo—, que así sea. De ahora en adelante, al hombre que robe se le cortará la mano derecha, y el que se meta con una mujer u ofenda su honor o cometa asesinato, será colgado. A una mujer que robe o asesine se la flagelará. El castigo se impondrá si el acusador encuentra doce personas que están de acuerdo. Que así sea.

—Se hará como decís, por supuesto —murmuró la mujer. Su semblante mantuvo la circunspecta elegancia, pero en su voz se advertía que estaba impresionada. Nynaeve ignoraba cómo se establecían las leyes en Ghealdan, pero dudaba que se impartieran con esa despreocupación. La mujer respiró profundamente—. Queda todavía el tema de la comida. Resulta difícil alimentar a tantas personas.

—Todo hombre, mujer y niño que siga al lord Dragón debe tener el estómago lleno. ¡No puede ser de otro modo! Donde puede encontrarse oro, también puede encontrarse comida, y en el mundo hay mucho oro. Y demasiada preocupación por él. —Masema sacudió la cabeza con ira. No contra ella, sino en general. Era como si buscara a los que se interesaban tanto por el oro para desatar su cólera sobre ellos—. El lord Dragón ha renacido. La Sombra se cierne sobre el mundo, y sólo él puede salvarnos. Sólo la fe en el lord Dragón, la sumisión y la obediencia a la palabra del lord Dragón. Todo lo demás es inútil, aunque no pueda tildarse de blasfemia.

—Bendito sea el nombre del lord Dragón en la Luz. —Sonó como una contestación aprendida de memoria—. Ha dejado de ser un simple asunto de oro, mi señor Profeta. Encontrar y transportar la comida en suficientes cantidades…

—No soy ningún señor —la volvió a interrumpir, y ahora sí que estaba enfadado. Se inclinó hacia la mujer, los labios casi espumeando, y, aunque el semblante de la mujer no se alteró, sus manos se crisparon como si quisieran apuñar el vestido—. No hay más señor que el lord Dragón, en quien la Luz habita, y yo sólo soy un humilde heraldo suyo. ¡Recordadlo! ¡Nobles o plebeyos, los blasfemos se hacen merecedores de la flagelación!

—Perdonadme —murmuró la enjoyada dama mientras hacía una reverencia adecuada para la corte de una reina—. Es como decís, por supuesto. No hay más señor que el lord Dragón, bendito sea su nombre, y yo no soy más que una humilde seguidora suya que acude para oír la sabia guía del Profeta.

Masema se limpió las comisuras de los labios con el dorso de la mano; de repente, su actitud era fría.

—Lleváis demasiado oro encima. No dejéis que las posesiones terrenales os seduzcan. El oro es escoria. El lord Dragón lo es todo.

De inmediato, la mujer empezó a quitarse anillos de los dedos y, antes de que hubiera sacado el segundo, el tipo flaco llegó rápidamente a su lado, sacó una bolsita de la chaqueta y la sostuvo abierta para que la mujer echara las joyas dentro. A los anillos les siguieron el brazalete y el collar.

Nynaeve miró a Ino y enarcó una ceja.

—Todo, hasta el último céntimo, se destina a los pobres —dijo el soldado en voz tan baja que le costó trabajo escucharlo—, o a alguien que lo necesite. Si una maldita mercader no le hubiera dado su casa, él estaría viviendo en un jodido establo o en una de esas chozas, fuera de la ciudad.

—Hasta su comida procede de donaciones —añadió Ragan en un tono igualmente bajo—. Antes solían traerle viandas dignas de un rey, hasta que se enteraron de que lo daba todo excepto un trozo de pan y un poco de sopa o de guiso. Ahora casi ni prueba el vino.

Nynaeve sacudió la cabeza. Supuso que era un modo como otro cualquiera de obtener dinero para los pobres: simplemente quitárselo a cualquiera que no fuera indigente. Naturalmente, con ese método al final acabarían todos siendo pobres, pero podría funcionar durante un tiempo. Se preguntó si Ino y Ragan estarían al tanto de todo, de la gente que afirmaba estar recogiendo dinero para ayudar a otros y que a menudo encontraba el modo de que se quedara en sus bolsillos una buena tajada, o que le gustaba el poder que le proporcionaba el ir repartiéndolo; y le gustaba en exceso. Tenía mejor opinión de la persona que daba voluntariamente un céntimo de su propio bolsillo que del tipo que entregaba una corona de oro que había sacado a la fuerza del bolsillo de otro. Y la tenía incluso peor de los necios que abandonaban sus granjas y tiendas para seguir a este… «Profeta», sin tener la menor idea de dónde sacarían su próxima comida.

Dentro de la habitación, la mujer hizo una reverencia a Masema, ésta aun más pronunciada que la anterior, extendiendo los vuelos de la falda e inclinando la cabeza.

—Hasta que vuelva a tener el honor de oír las palabras y el consejo del Profeta —se despidió—. Que el nombre del lord Dragón sea bendito en la Luz.

Masema hizo distraídamente un ademán despidiéndola, olvidado ya de la mujer. Los había visto en el pasillo esperando y los observaba con una expresión lo más parecida a la complacencia que su severo rostro era capaz de transmitir, es decir, que apenas guardaba semejanza con tal emoción. La mujer salió del cuarto sin dar señales de ver a Nynaeve ni a los dos hombres. La antigua Zahorí resopló mientras el tipo delgaducho de la chaqueta roja les hacía una seña para que entraran. Para ser alguien a quien acababan de despojar de sus joyas, esa mujer se daba tantos aires como una reina.

El tipo delgado regresó a su sitio junto a la puerta mientras los tres hombres se estrechaban la mano al estilo de la Tierras Fronterizas, agarrándose por el antebrazo.

—Que la Paz propicie el uso de tu espada —dijo Ino, haciéndose eco del saludo de Ragan.

—Que la Paz sea con el lord Dragón —fue la respuesta de Masema—, y que su Luz nos ilumine a todos.

Nynaeve contuvo la respiración. No cabía otra interpretación a esa frase; significaba que el lord Dragón era la fuente de la Luz. ¡Y encima tenía el descaro de acusar de blasfemia a otros!

—¿Habéis visto por fin la Luz? —preguntó Masema.

—Caminamos bajo ella —repuso con tiento Ragan—. Como siempre.

Ino siguió callado y mantuvo inexpresivo el semblante. Por el contrario, una expresión de cansada paciencia se reflejó de manera extraña en los severos rasgos de Masema.

—No hay otro camino hacia la Luz que a través del lord Dragón. Al final veréis el camino y la verdad, porque lo habéis visto a él, y sólo aquellos cuyas almas han sido consumidas por la Sombra pueden ver y no creer. Vosotros no sois de ésos. Alcanzaréis la fe.

A despecho del calor y del chal de lana, Nynaeve sintió que se le ponía carne de gallina. La voz del hombre rebosaba una absoluta convicción, y, a tan corta distancia de él, atisbó un brillo en sus negros ojos que rayaba en la demencia. Aquellos ojos se volvieron hacia ella, y Nynaeve tensó las rodillas de manera instintiva. Este hombre hacía que el Capa Blanca más fanático pareciera transigente. Aquellos tipos del callejón eran sólo una pálida imitación de su amo.

—¿Y tú, mujer? ¿Estás dispuesta a abrazar la Luz del lord Dragón abandonando el pecado y la carne?

—Yo camino en la Luz lo mejor que puedo. —Se irritó consigo misma al darse cuenta de que escogía las palabras con tanto cuidado como Ragan. ¿Pecado? ¿Quién se creía que era?

—Estás demasiado preocupada por la carne. —La mirada de Masema resultó abrasadora al pasar por su cabeza, el vestido rojo y el ajustado chal de lana.

—¿Qué queréis decir con eso? —replicó. El único ojo de Ino se desorbitó en un gesto de sobresalto, y Ragan le hizo una leve seña para que se callara, pero ya no había modo de parar a Nynaeve—. ¿Os creéis con derecho a decirme cómo he de vestir? —Antes de darse cuenta de lo que hacía, desató el chal y lo dejó deslizarse sobre los hombros; de todas maneras, hacía mucho calor—. ¡Ningún hombre tiene ese derecho ni sobre mí ni sobre cualquier otra mujer! ¡Si decido ir desnuda no es asunto de vuestra incumbencia!

Masema contempló su busto un momento, aunque no hubo en sus ojos hundidos el menor atisbo de admiración, sino un profundo desprecio, y después alzó la vista hacia su rostro. El ojo sano de Ino encajaba a la perfección con el pintado, mirando sañudamente al vacío, y Ragan se encogió mientras, a buen seguro, rezongaba para sus adentros.

Nynaeve tragó saliva con esfuerzo. Adiós a su pretendido control del mal genio. Tal vez por primera vez en su vida, lamentó sinceramente decir lo que pensaba sin reflexionar antes. Si este hombre podía ordenar que cortaran la mano a cualquiera y que ahorcaran a otros con sólo la parodia de un juicio, ¿de qué no sería capaz? Juzgó que estaba lo bastante furiosa para encauzar.

Sin embargo, si lo hacía… Si Moghedien o cualquiera de las hermanas Negras se encontraban en Samara… «Pero ¿y si no lo hago…?». Habría querido ajustarse el chal otra vez, subirlo hasta la barbilla, pero se negaba a claudicar estando él mirándola. Una vocecilla en su cabeza le gritó que no fuera tan estúpida, que sólo los hombres anteponían el orgullo al sentido común, pero le sostuvo la mirada a Masema con actitud desafiante, a pesar de que tuvo que hacer un gran esfuerzo para no tragar saliva de nuevo. El hombre frunció los labios en un gesto despectivo.

—Este tipo de ropas se lleva para tentar a los hombres, nada más. —Nynaeve no entendía cómo era posible que la voz de Masema fuera tan ferviente y tan fría al mismo tiempo—. Los pensamientos sobre la carne apartan la mente del lord Dragón y de la Luz. Me he planteado la posibilidad de prohibir vestidos que distraigan las miradas y la mente de los hombres. Que las mujeres que pierden el tiempo atrayendo a los hombres, y los hombres que atraen a las mujeres, sean azotados hasta que entiendan que sólo en la perfecta contemplación del lord Dragón y de la Luz puede encontrarse el gozo. —Realmente ya no la estaba mirando. Los ardientes ojos negros parecían mirar a través de ella algo distante—. Que las tabernas y establecimientos donde se venden bebidas fuertes, y todos los lugares que aparten la mente de las personas de esa perfecta contemplación, se cierren y se quemen hasta los cimientos. Yo frecuentaba sitios así en mis años de pecador, pero ahora lo lamento profundamente, como todo el mundo debería lamentar sus transgresiones. ¡Sólo existen el lord Dragón y la Luz! ¡Todo lo demás es ilusión, una trampa puesta por la Sombra!

—Ésta es Nynaeve al’Meara —se apresuró a decir Ino a la primera pausa que hizo Masema para respirar—. De Campo de Emond, en Dos Ríos, de donde procede el lord Dragón. —La cabeza de Masema se giró lentamente hacia el soldado tuerto, y la mujer aprovechó para ajustarse rápidamente el chal como lo llevaba antes—. Estaba en Fal Dara con el lord Dragón, y en Falme. El lord Dragón la rescató allí. El lord Dragón la aprecia como a una madre.

En cualquier otro momento Nynaeve le habría soltado unas cuantas frescas e incluso le habría dado una buena bofetada. Rand no la había rescatado —o no exactamente—, y sólo tenía cinco años más que él. Conque una madre, ¿no? ¡Y unas narices!

Masema volvió la mirada hacia ella. El anterior brillo fervoroso de sus ojos no era nada comparado con el de ahora. Parecían a punto de irradiar llamas.

—Nynaeve. Sí. —Su voz cobró entusiasmo—. ¡Sí! Recuerdo vuestro nombre, y vuestro rostro. Bendita sois entre las mujeres, Nynaeve al’Meara, más que ninguna salvo la propia madre del lord Dragón, ya que lo cuidasteis de niño. —La aferró de los brazos con tanta fuerza que sus dedos se le clavaron en la carne, pero el hombre no pareció advertirlo—. Hablaréis a la multitud sobre la infancia del lord Dragón, de sus primeras palabras de sabiduría, de los milagros que lo acompañaron. La Luz os ha enviado para servir al lord Dragón.

Nynaeve no sabía qué decir. Nunca había habido milagros relacionados con Rand que ella supiera. Había oído ciertos rumores en Tear, pero no podían describirse realmente como milagros las cosas que provocaba un ta’veren. Hasta lo ocurrido en Falme tenía una explicación racional; bueno, más o menos. En cuanto a palabras de sabiduría, la primera frase sensata que había salido de su boca había sido la ferviente promesa de que jamás volvería a tirar una piedra a nadie, y la había dicho después de que ella le hubiera dado una buena tunda en el tierno trasero por ello. No creía que hubiera oído ninguna otra palabra sensata después de eso. De todos modos, aun en el caso de que Rand hubiera dado sabios consejos desde la cuna, aunque hubiera habido cometas en la noche y apariciones en el cielo de día, no se habría quedado con este demente.

—Tengo que viajar río abajo —manifestó cautelosamente—. Para reunirme con él. Con el lord Dragón. —Pronunciar el título fue como tragarse la bilis, sobre todo habiendo pasado tan poco tiempo desde que se hiciera a sí misma la promesa de no llamarlo más que por su nombre, pero, por lo visto, en presencia del Profeta uno no se refería a Rand simplemente como «él». «Sólo estoy comportándome con sensatez, eso es todo». Según el viejo dicho «El hombre es un roble, y la mujer, un sauce». El roble se resistía al viento y acababa rompiéndose, mientras que el sauce se doblaba cuando era preciso y sobrevivía. Eso no quería decir que tuviera que gustarle doblegarse—. Él… el lord Dragón… está en Tear y me ha mandado llamar.

—En Tear. —Masema retiró las manos, y Nynaeve se frotó los brazos con disimulo. Y no era porque quisiera ocultarlo, claro. El hombre volvía a tener la mirada perdida en el vacío—. Sí, lo he oído. —Como si hablara con alguien que no estaba allí o consigo mismo—. Cuando Amadicia haya aceptado al lord Dragón como ha hecho Ghealdan, conduciré a la gente a Tear para gozar del esplendor del lord Dragón. Enviaré discípulos para difundir la nueva del lord Dragón por todo Tarabon y Arad Doman, en Saldaea, en Kandor, en las Tierras Fronterizas y en Andor, y conduciré a la gente para que se postre a sus pies.

—Un excelente plan… eh… oh, Profeta del lord Dragón. —Un plan estúpido donde los hubiera, pensó Nynaeve. Eso no quería decir que no funcionara. Los planes absurdos solían salir bien a menudo por alguna razón, cuando los hacían hombres. A lo mejor a Rand le gustaba incluso tener a toda esa gente de rodillas ante él si es que era la mitad de arrogante de lo que decía Egwene—. Pero nosotros… no podemos esperar. Se me ha hecho llamar, y cuando el lord Dragón manda llamar a alguien, los simples mortales obedecen. —¡Algún día tendría la ocasión de soltarle una buena bofetada a Rand por verse obligada a hacer esto!—. Tengo que encontrar un barco que me lleve río abajo.

Masema la contempló fijamente durante tanto tiempo que la mujer empezó a ponerse nerviosa. Notaba cómo le corría el sudor por la espalda y entre los senos, y ello sólo se debía en parte al calor. Aquella mirada habría hecho sudar a Moghedien.

Finalmente Masema asintió, y la expresión ferviente se disipó para dejar paso al habitual gesto severo.

—Sí —musitó—. Si se os ha llamado debéis ir. Que la Luz os acompañe y os guíe. Vestíos con más recato, porque quienes han estado cerca del lord Dragón deben ser más virtuosos que los demás, y meditad sobre el lord Dragón y su Luz.

—¿Qué me decís del barco fluvial? —insistió Nynaeve—. Debéis de estar enterado de la llegada de una embarcación a Samara o a cualquier pueblo a lo largo del río. Si tuvieseis a bien informarme dónde puedo encontrar un barco, ello contribuiría a hacer mi viaje más… rápido. —Había estado a punto de decir «más fácil», pero dudaba que facilitar las tareas le importase ni poco ni mucho a Masema.

—No me preocupo por ese tipo de cosas —repuso él, malhumorado—. Pero tenéis razón. Cuando el lord Dragón ordena, se debe obedecer prestamente. Haré indagaciones, y si hay un barco, alguien acabará informándome. —Sus ojos se volvieron hacia los otros dos hombres—. Debéis ocuparos de que esté a salvo hasta entonces. Si insiste en vestirse así, atraerá a hombres con mentes perversas. Hay que protegerla, como a una chiquilla díscola, hasta que se reúna con el lord Dragón.

Nynaeve tuvo que morderse la lengua. Un sauce, no un roble, cuando era necesario doblegarse. Se las ingenió para disimular su irritación tras una sonrisa que debía de expresar toda la gratitud que cualquier estúpido hombre pudiese desear. Aunque un estúpido peligroso. Tenía que recordarlo.

Ino y Ragan se despidieron rápidamente con el mismo tipo de saludo que al entrar, y la sacaron casi en volandas, uno de cada brazo, como si por alguna razón creyeran necesario alejarla cuanto antes de Masema. Éste parecía haberse olvidado de ellos antes de que llegaran a la puerta; ahora miraba, ceñudo, al hombre flaco, que aguardaba al lado de un tipo de aspecto rústico que vestía ropas de granjero y que estrujaba el gorro entre las gruesas manos, con una expresión de sobrecogimiento pintada en su ancho rostro.

Nynaeve no pronunció una sola palabra mientras volvían sobre sus pasos a través de la cocina, donde la mujer canosa seguía revolviendo la sopa, como si no se hubiese movido en todo el rato. Nynaeve también contuvo la lengua mientras recobraban sus armas, y siguió haciéndolo hasta que salieron del callejón a otro pasaje cuya anchura lo hacía casi merecedor de llamarse calle. Entonces se volvió hacia los dos hombres y empezó a sacudir el dedo delante de la nariz de ambos de manera alternativa.

—¿Cómo os atrevisteis a sacarme de la casa a rastras? —La gente que pasaba cerca sonrió; los hombres, de mala gana y las mujeres con aprobación, aunque nadie tenía la menor idea de por qué les estaba echando un rapapolvo—. ¡Cinco minutos más, y habría conseguido que encontrara un barco hoy! ¡Si volvéis a ponerme las manos encima…! —El sonoro resoplido de Ino la hizo enmudecer bruscamente.

—Otros cinco malditos minutos y habría sido Masema el que os hubiera puesto la mano encima. O, más bien, habría mandado que os la pusiera algún otro, ¡y entonces tened por seguro que alguien lo habría hecho, maldita sea! ¡Cuando dice que hay que hacer algo, siempre hay cincuenta puñeteras manos, o un centenar, o un condenado millar si es preciso, prestas a hacerlo!

Echó a andar calle abajo, con Ragan a su lado, y Nynaeve tuvo que seguirlos o se habría quedado sola. Ino caminaba como si supiera que iría tras ellos. Faltó poco para que la antigua Zahorí diera media vuelta y se marchara en dirección contraria sólo para demostrarle que estaba equivocado. Seguirlos no tenía nada que ver con tener miedo o perderse en aquel laberinto de calles. Habría sabido encontrar la salida. Antes o después.

—Hizo que flagelaran, ¡que flagelaran!, a un jodido lord consejero de la Cámara Alta de la Corona sólo por hablarle en un tono ni la mitad de brusco que el que habéis empleado vos —rezongó Ino—. Desprecio por la palabra del lord Dragón, lo llamó. ¡Paz! ¡Replicarle que qué puñetero derecho tenía de criticar vuestra condenada vestimenta! Durante unos minutos lo hicisteis bastante bien, pero vi la expresión de vuestro semblante al final. Estabais a punto de atizarlo otra vez con vuestra afilada lengua, condenación. Lo único que os faltó hacer para empeorar la situación fue que nombraseis al lord Dragón. A eso lo llama blasfemia. Igual que nombrar al jodido Oscuro.

El mechón de la coronilla de Ragan se meció cuando el soldado asintió.

—Te acuerdas de lady Baelome, ¿no? Justo después de que llegaran los primeros rumores de Tear con el nombre del lord Dragón, Nynaeve, esa mujer hizo un comentario diciendo «ese tal Rand al’Thor» en presencia de Masema, y éste hizo traer un hacha y un tajo de inmediato.

—¿Hizo que la decapitaran por eso? —inquirió con incredulidad.

—No —masculló Ino, indignado—. Pero sólo porque la dama se arrastró como un condenado gusano ante él cuando comprendió que la cosa iba en serio. La sacaron a rastras y la colgaron por las jodidas muñecas a la parte trasera de su propio carruaje, y después la azotaron a todo lo largo del maldito pueblo dondequiera que fuera que estábamos entonces. Sus propios guardias se quedaron quietos como un puñado de campesinos caguetas y presenciaron los hechos sin mover un dedo.

—Cuando todo hubo acabado —añadió Ragan—, la dama le dio las gracias a Masema por su clemencia, igual que hizo lord Aleshin. —Su tono era demasiado enfático para el gusto de Nynaeve; era una moraleja e intentaba que ella lo comprendiera—. Tenían razones para hacerlo, Nynaeve. Las suyas no habrían sido las primeras cabezas que habría mandado clavar en unos postes. La vuestra podría haber sido la última. Y las nuestras de paso, si hubiésemos intentado ayudaros. Masema no hace distinciones.

Nynaeve inhaló profundamente. ¿Cómo poseía Masema tanto poder? Y no sólo entre sus seguidores, aparentemente. Claro que no había ninguna razón para que los lores y las damas no fueran tan necios como cualquier granjero; a su modo de ver, muchos de ellos lo eran incluso más. Aquella estúpida mujer de los anillos a buen seguro había sido una noble; ninguna mercader llevaba gotas de fuego. Empero, Ghealdan debía de tener leyes, tribunales y jueces. ¿Dónde estaba el rey, o la reina? No recordaba cuál de las dos cosas tenía Ghealdan. En Dos Ríos nadie había tenido mucho que ver nunca con reyes y reinas, pero para eso estaban, ¿no?; ellos y los lores y ladis eran los que tenían que ocuparse de que se impartiera justicia. Sin embargo, lo que Masema hiciera no era asunto suyo. Tenían problemas más importante de los que preocuparse que de un hato de imbéciles que permitían que un loco los pisoteara.

Aun así, la curiosidad la indujo a preguntar:

—¿Acaso se propone impedir que los hombres y las mujeres se miren? ¿Qué cree que pasará si no hay matrimonios ni nacen niños? ¿Lo siguiente que prohibirá será que la gente labre los campos o teja o haga zapatos para que así se dediquen a pensar en Rand al’Thor? —pronunció el nombre a propósito. Estos dos iban por ahí llamándolo «el lord Dragón» casi con tanto fervor como Masema—. Os diré algo. Si intenta decirles a las mujeres cómo deben vestir, provocará un tumulto. Contra él, claro.

Samara debía de tener una institución parecida al Círculo de Mujeres —casi todos los sitios la tenían, aunque lo llamaran de otra manera, aunque no se tratara de una agrupación establecida oficialmente; había ciertas cosas de las que los hombres no podían ocuparse porque carecían del sentido común necesario— y sin duda podían, y lo hacían, llamar al orden a una mujer por llevar atuendos inapropiados, pero no era lo mismo que un hombre metiera las narices en ello. Las mujeres no se inmiscuían en los asuntos de hombres —bueno, sólo lo necesario— y ellos no deberían inmiscuirse en los que atañían a las mujeres.

—Y espero que los hombres reaccionen igual de mal si intenta cerrar tabernas y similares —añadió Nynaeve—. No he conocido a ningún hombre que no se ponga a llorar hasta quedarse dormido si no puede tomarse una copa de vez en cuando.

—Tal vez lo ordene o tal vez no —dijo Ragan—. A veces manda hacer cosas y a veces se le olvida o lo deja a un lado porque surge algo más importante. Os sorprenderíais —añadió con tono seco— de lo que sus seguidores aceptan de él sin soltar un gemido.

Nynaeve cayó en la cuenta de que Ino y él la iban flanqueando y vigilaban con desconfianza a los tipos de la calle. Hasta para ella era evidente que los dos daban la impresión de estar prestos para desenvainar las espadas en un visto y no visto. Si de verdad estaban pensando en cumplir las instrucciones de Masema, no tardarían en descubrir que se habían equivocado.

—No está en contra del puñetero matrimonio —gruñó Ino mientras asestaba una mirada tan dura a un vendedor ambulante con empanadas de carne en una bandeja, que el hombre dio media vuelta y echó a correr sin coger el dinero de dos mujeres que sostenían empanadas en sus manos—. Tenéis suerte de que no recordara que no estáis casada, porque podría haberos enviado con el lord Dragón junto con un marido. A veces escoge a trescientos o cuatrocientos hombres solteros y a otras tantas mujeres, ¡y que me condene si no los casa! La mayoría ni siquiera se han visto antes de ese día. Si esos caguetas destripaterrones no protestan por algo así, ¿pensáis acaso que van a abrir sus jodidas bocas por no poder beber cerveza?

Ragan masculló algo entre dientes, pero Nynaeve captó lo suficiente para fruncir el ceño. «Hay un hombre que no sabe la suerte que tiene» era lo que había dicho. El soldado ni siquiera se dio cuenta de la mirada furibunda que le lanzó. Estaba demasiado ocupado vigilando la calle, atento a cualquiera que pudiera intentar fugarse con ella como si se llevara un cerdo metido en un saco. Nynaeve estuvo tentada de quitarse el chal y arrojarlo a un lado. Ragan tampoco pareció oír su resoplido. Los hombres podían ser insufriblemente ciegos y sordos cuando querían.

—Por lo menos no intentó quitarme mis joyas —dijo—. ¿Quién era esa estúpida mujer que le entregó las suyas? —No debía de tener mucho cacumen si se contaba entre los seguidores de Masema.

—Ésa —respondió Ino— era Alliandre, por la Gracia de la Luz reina de Ghealdan. Y una docena más de esos jodidos títulos que a vosotros, los sureños, tanto os gusta amontonar.

Nynaeve tropezó con un adoquín y faltó poco para que se fuera de bruces al suelo.

—De modo que es así como lo consigue —exclamó mientras apartaba bruscamente las manos de los hombres que intentaban ayudarla—. Si la propia reina es tan necia que le hace caso, no es de extrañar que Masema haga su santa voluntad.

—De necia nada —replicó, cortante, Ino, que le echó una rápida ojeada ceñuda antes de volver a observar la calle—. Es una mujer lista. Cuando uno se encuentra a lomos de un caballo salvaje, más le vale seguirle la corriente y cabalgar como impone el animal si es lo bastante avispado para sacar la mayor ventaja de la situación. ¿La consideráis estúpida porque Masema le quitó las joyas? Pues yo os digo que es lo suficientemente lista para saber que él podría exigirle más si dejara de llevarlas puestas cuando acude a verlo. La primera vez fue a verla él, y desde entonces ha sido al contrario, y entonces sí que le quitó los malditos anillos de los dedos. Llevaba sartas de perlas en el cabello, y Masema las rompió de un tirón. Todas sus damas de compañía se pusieron de rodillas para recoger las puñeteras perlas del suelo. La propia Alliandre recogió unas cuantas.

—Pues eso no me parece que sea el comportamiento de alguien muy listo —repuso resueltamente Nynaeve—. Más bien me suena a cobardía. —«¿Y a quién le temblaban las rodillas sólo porque ese hombre la estaba mirando?», preguntó la vocecilla de su cabeza. «¿Quién sudaba como una condenada?». Por lo menos le había plantado cara. Sí que lo hizo. Doblegarse como un sauce no era lo mismo que acobardarse como un ratón—. ¿Es o no es la reina?

Los dos hombres intercambiaron una de aquellas irritantes miradas.

—No lo entendéis, Nynaeve —dijo quedamente Ragan—. Alliandre es la cuarta que se sienta en el Trono Bendito de la Luz desde que llegamos a Ghealdan, y de eso apenas hace medio año. Johanin llevaba la corona cuando Masema empezó a atraer a pequeñas multitudes, pero lo tomó por un loco inofensivo y no hizo nada ni siquiera cuando el número de seguidores aumentó y sus nobles le aconsejaron que debía poner fin al asunto. Johanin murió en un accidente de caza…

—¡Un accidente de caza! —lo interrumpió Ino con sorna. Un vendedor ambulante que dio la casualidad de estar mirándolo en ese momento, dejó caer la bandeja con alfileres y agujas—. Difícilmente, a menos que no supiera distinguir un puñetero extremo de la jabalina del otro. ¡Condenados sureños con su condenado Juego de las Casas!

—Le sucedió Ellizelle —tomó el hilo Ragan—. Hizo que el ejército dispersara a las multitudes hasta que finalmente se produjo una batalla campal y fue el ejército el que tuvo que salir por pies.

—Valiente mierda de soldados eran ésos —rezongó Ino.

Nynaeve iba a tener que hablar otra vez con él respecto a su lenguaje. Ragan se mostró de acuerdo con un vigoroso cabeceo, pero continuó con lo que estaba contando:

—Se dijo que Ellizelle se tomó veneno después de ese fracaso, pero, muriera como muriera, le sucedió Teresia, que duró diez días en el trono tras su coronación, justo hasta que tuvo la oportunidad de mandar a dos mil soldados contra las diez mil personas que se habían reunido para escuchar a Masema a las afueras de Jehannah. Después de que los soldados sufrieran una completa derrota, Teresia abdicó para contraer matrimonio con un rico mercader. —Nynaeve lo miró con incredulidad, e Ino resopló—. Es lo que se dice —insistió el otro hombre—. En este país, casarse con un plebeyo significa renunciar al trono para siempre, y fuera cual fuera la opinión que tuviera Beron Goraed sobre tener una bonita y joven esposa de sangre real, he oído comentar que lo sacaron a rastras de su cama varios guardias de Alliandre y lo llevaron a la fuerza al palacio de Jheda para que se celebrara la boda a altas horas de la noche. Teresia se marchó para instalarse en la nueva finca de campo de su esposo mientras que Alliandre era coronada, todo ello antes de que saliera el sol, y la nueva reina mandó llamar a Masema al palacio para comunicarle que no se lo volvería a molestar. Antes de que hubiesen transcurrido dos semanas, era ella la que acudía a la llamada de él. Ignoro si realmente cree lo que predica Masema, pero sí sé que subió al trono de un país al borde de una guerra civil, con los Capas Blancas dispuestos a entrar en él, y lo impidió del único modo que podía. Ésa es una reina inteligente, y cualquier hombre se sentiría orgulloso de servirla aunque sea una sureña.

Nynaeve abrió la boca para replicar, pero olvidó lo que iba a decir cuando Ino manifestó en un tono coloquial:

—Hay un jodido Capa Blanca siguiéndonos. No miréis atrás, mujer. No sois tan tonta como para hacer eso.

La mujer sintió que la nuca se le ponía rígida por el esfuerzo de mantener los ojos fijos al frente; un escalofrío le recorrió la columna vertebral.

—Gira en la próxima esquina, Ino —ordenó.

—Eso nos alejaría de las calles principales y de las malditas puertas. Podríamos despistar al puñetero tipo entre la multitud.

—¡He dicho que gires! —Inhaló lentamente y consiguió que el tono de su voz no sonara tan chillón—. Tengo que echarle una ojeada.

Ino puso un gesto tan feroz que la gente se apartó de su camino a diez pasos de distancia, pero torcieron en el siguiente cruce hacia una calle estrecha. Nynaeve volvió la cabeza un poco mientras giraban, justo lo suficiente para mirar por el rabillo del ojo antes de que la esquina de una pequeña taberna de piedra le tapara el campo visual. La nívea capa con el radiante sol se encontraba entre los transeúntes. El apuesto semblante era inconfundible, el que Nynaeve había esperado ver. Ningún Capa Blanca excepto Galad tenía razón para seguirla, y menos para seguir a Ino o a Ragan.