Capítulo XVI
Tiempo atrás yo había comenzado a escribir una comedia para teatro, diseñada para que fuera protagonizada por Mauricio Garcés, pero la interrumpí cuando el excelente actor tuvo problemas de salud que harían imposible su participación en un escenario teatral, el principal de los cuales era una crónica e irreversible afonía. Finalmente, el insuperable comediante falleció, dejando en los espectáculos un vacío imposible de llenar. Yo, por supuesto, archivé el proyecto teatral.
Varios años después Florinda le echó un vistazo a El injerto (como yo había titulado inicialmente a la obra inconclusa) y me hizo un comentario que luego se tradujo en elemento fundamental de nuestra trayectoria artística:
—¿Por qué no terminas esa obra —me dijo— adaptando el personaje del chofer de modo que quede apropiado para ti, y entonces montamos la obra en un teatro?
La idea me tomó inicialmente por sorpresa, pero muy pronto caí en cuenta de que el hecho no sólo era posible sino que, además, dejaba vislumbrar buenas posibilidades de acierto; así que me di a la tarea y en un corto plazo terminé la adaptación. Pero entonces recibí una nueva sorpresa por parte de Florinda, quien me dijo cuando hubo leído dicha adaptación:
—Oye: ¿no sería posible añadirle algo más?
—¿A qué te refieres?
—A aquella secuencia que hacíamos en el espectáculo del centro nocturno: la del código numérico.
De alguna manera intuí automáticamente que no sólo era posible sino que, además, abordaba un tema que se identificaba plenamente con la obra de teatro, de modo que podría ser un elemento estupendo.
—Lo voy a intentar y no creo que me sea difícil lograrlo —le dije—, pero me asalta una duda.
—¿Cuál?
—Aquel espectáculo en el centro nocturno fue un fracaso.
—No por nuestra culpa. ¡Y menos por culpa del guión! Recuerda cómo se reían durante esa escena los pocos espectadores que teníamos.
Lo recordaba fácilmente, pero el recuerdo me provocaba satisfacción y dolor simultáneamente. Satisfacción porque, efectivamente, el público siempre había festejado la escena riendo a mandíbula batiente. Dolor porque la experiencia duró un mínimo de tiempo, sin que tuviéramos oportunidad de demostrar que era algo bueno. Afortunadamente, el recuerdo positivo superó al negativo, de modo que inmediatamente me di a la tarea de realizar una nueva adaptación que no se limitó a incluir aquella escena sino que, además, el nuevo segmento pasó a ser, inclusive, parte estructural de la pieza. Y no pasó mucho tiempo para comprobar que llegaríamos a tener el mayor de los éxitos… con un apoyo surgido del mayor de los fracasos.
La comedia tenía otras características que se podían traducir como elementos favorables; por ejemplo, el montaje de un escenario único para los dos actos que conformaban la pieza, el uso de vestuario común y corriente, de la época actual, y el requerimiento de sólo cinco actores (cuatro hombres y una mujer), dos de los cuales ya estarían cubiertos de salida: Florinda como Cristina, único papel femenino, y yo como el chofer del tráiler, papel cuya adecuación me había inducido a terminar el guión. Ya sólo haría falta cubrir los roles de Cristóbal, marido de Cristina, del doctor Arenas y de Fernando Lobo, el comodino playboy que había diseñado inicialmente para Mauricio Garcés.
Pero antes de contratar el reparto era necesario el aseguramiento de un teatro donde montar la obra. Y esto no fue fácil. El proyecto fue presentado inicialmente a Víctor Hugo O’Farril, a la sazón autoridad máxima en Televisa San Ángel, a cuyas órdenes había un equipo encargado de supervisar y evaluar los proyectos teatrales, pero creo que este equipo ni siquiera llegó a leer la obra. Después llevé el proyecto a Felá Fábregas, esposa del sin par Manolo Fábregas, a cuyo cargo estaba todo el trabajo de producción de Manolo, la cual me dijo que la obra era buena, pero que el tono «picante» de la misma la hacía inadecuada para sus prestigiados teatros. Ella hacía bien en sujetarse a las condiciones que juzgaba necesarias para conservar ese prestigio, de modo que no insistí. (Después, sin embargo, Felá tendría que adaptarse a los cambiantes tiempos, mismos que sugerían criterios más amplios para calificar una pieza teatral). Luego le llevé mi obra a doña Angélica Ortiz, quien tenía a su cargo la administración de otro teatro, pero ella, sin haber leído el texto, me dijo:
—No necesito leerla. Yo contrataría a Chespirito a ojos cerrados… pero para actuar en las matinés con obras dedicadas a los niños.
—Es que yo jamás he hecho algo pensando exclusivamente en los niños —le dije—, yo escribo para toda la familia. Y da la casualidad de que, precisamente, ésta no es una obra apta para menores de 11 ó 12 años.
—Pues adáptela para niños de todas las edades.
Y me tuve que despedir (eso sí, con toda amabilidad) de la señora Angélica. Después acudí a Silvia Piñal, poseedora de un espléndido teatro que entonces era administrado por Ramiro Jiménez (a cuyo cargo había estado durante mucho tiempo la administración del Teatro Insurgentes) y que además había sido mi compañero de escuela en la primaria. Ramiro, como es su inveterada costumbre, se deshizo en elogios hacia mí (igual que lo hace ante cualquier persona que esté frente a él) y prometió leer inmediatamente mi obra, aparte de asegurarme que haría el informe correspondiente a Silvia Piñal. Poco después, sin embargo, me dijo que Silvia no se había interesado en mi obra a pesar de que, en opinión de él, se trataba de una buena comedia. Luego añadió que, casualmente, su hijo Pablo tenía a su cargo la administración de otro teatro, el Libanés, que estaba a la búsqueda de una pieza para montar en su escenario. Y fuimos a ver a Pablo Jiménez.
Pablo ya había leído El injerto y me aseguró que tanto a él como a su socio, Jorge Nahum, les había encantado. Entonces establecimos rápidamente las condiciones contractuales, después de lo cual Florinda y yo comenzamos la selección de los actores que completarían el reparto. (Posteriormente, Nahum y Pablo tendrían diferencias personales que los llevarían a dar por terminada su asociación, de modo que Nahum quedó excluido).
Juan Antonio Edwards acababa de actuar con nosotros en Milagro y magia, de modo que teníamos fresco el recuerdo de su desempeño y de su presencia física, encontrando que reunía lo necesario para interpretar a Fernando Lobo, el playboy que no llegó a representar Mauricio Garcés. No hubo inconveniente alguno respecto a su contratación, a diferencia de lo sucedido con el actor que habíamos seleccionado para el papel de Cristóbal: el excelente Moisés Suárez, pues éste tenía un compromiso que debía cumplir, a pesar de que había quedado fascinado con la lectura de El injerto. Entonces recordé a otro actor que podría tomar su lugar: Arturo García Tenorio, un hombre cuya elevada estatura (1.98 metros lo convertía en un buen contraste conmigo, 1.60 metros antes de que los años cumplidos fueran reduciendo milímetro a milímetro mi ya de por sí exigua estatura). Arturo, casualmente, había debutado en mi programa de televisión, primero como «extra» y luego había realizado, también en mi programa, el primer papel en que tenía algunos parlamentos. Finalmente quedaba el personaje del doctor Arenas, para el cual había dos prospectos: Edgar Vivar (médico, por cierto, en la vida real) y Rubén Aguirre, ambos estupendos actores de mi grupo de televisión. Pero Rubén estaba encarrilado y comprometido con un circo, donde se presentaba caracterizando al profesor Jirafales, mientras que Edgar tenía problemas de salud que igualmente le impedirían aceptar el trabajo. Estos contratiempos fueron, por lógica, tema recurrente de mis conversaciones, por lo que no fue extraño que, al comentar esto en las instalaciones de la SOGEM, encontrara al actor que finalmente se quedaría con el papel: Mario Casillas. Éste no era escritor, pero a veces iba a la Sociedad de Escritores para jugar dominó, entretenimiento que había propiciado mi contacto con él. El tipo físico de Mario, además, era el adecuado para el personaje.
La conjunción del reparto, sin embargo, no agotaba el número de problemas que debíamos solucionar, entre los que destacaba la fama de «frío» que tenía el Teatro Libanés. «Es cómodo y funcional, se decía, pero por equis o por zeta, el público no acude a él». Pero no había opciones, de modo que decidimos arriesgarnos, con la fe depositada en la obra misma. Y había algo más que no terminaba de gustarme: el título. Y no porque El injerto fuera un mal título, pues contenía las ventajas de brevedad y referencia a la trama pero ¡no sé! Podía haber algo mejor. ¡Y lo encontré! Entonces, ante el desconcierto inicial de mis compañeros, les anuncié:
—El título de la comedia será 11 y 12.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuál? —me preguntaban, pensando que quizá habían oído mal.
—11 y 12 —repetí—. Pero, además, escrito con números, no con letras.
Los compañeros conocían la comedia, razón por la cual comprendieron el significado y su relación con la trama, pero no por ello dejaron de mostrar recelo al respecto.
—¿Será atractivo para el público? —preguntaban unos.
—¿No se hará necesario hacer aclaraciones o dar explicaciones? —cuestionaban otros.
También hubo quien apoyó inmediatamente la idea; de modo que ése fue el título definitivo: 11 y 12. Y pronto nos dimos cuenta de que había sido un acierto.
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La aventura dio comienzo el 9 de abril de 1992, aunque, como es común en la mayoría de los teatros, los días previos se habían efectuado los llamados ensayos generales, que son funciones completas con escenografía, iluminación, cambios de vestuario, etcétera, pero con un público que no paga, sino que está conformado por invitados (en nuestro caso, una función con alumnos de secundaria y otra con alumnos de preparatoria). Luego, en la función oficial de estreno, el público solamente paga a medias, pues también hay muchos invitados, sólo que ahora son invitados especiales, entre los que destaca la prensa. Esta vez, la función de estreno constituyó todo un éxito. ¿Pero al día siguiente?
¡Un rotundo fracaso! Sí, porque el número de espectadores no llegó a 20 por función. En otras palabras: se repetía mi estilo personal de estrenar una obra de teatro, tal como había sucedido con ¡Silencio, recámara, acción! 26 años antes y con Títere 8 años antes. Luego, el primer día en que había dos funciones (un viernes) la venta de boletos era algo patético: 7 lunetas vendidas para la primera función y 9 para la segunda. Y debo confesar que esa vez recurrimos a un engaño, pues a los siete espectadores de la primera función se les dio una explicación que decía más o menos así:
—Uno de los actores nos acaba de informar por teléfono que no podrá llegar a tiempo para esta función. Es que, ya saben ustedes: con eso de las manifestaciones y las marchas… Les ofrecemos una amplia disculpa y les pedimos que pasen a la taquilla para obtener la devolución de su dinero, a menos que quieran esperar y cambiar su boleto por uno de la segunda función.
Y la estratagema resultó medianamente funcional, pues 4 de los 7 espectadores (dos parejitas) decidieron canjear su boleto por uno de la siguiente función, que sumados a los 9 de ésta, daban una asistencia de 13 espectadores. Y a éstos pudimos añadir todavía a un despistado que llegó tarde, con los que la representación pudo contar con 14 asistentes.
—¡Pues sí que debe estar frío el teatro! —comentó más de uno—, porque viene muy poca gente, a pesar de que los pocos que viene reaccionan de maravilla.
—¡Y no digamos lo que pasó en los ensayos generales! —comentaba otro—. Tanto los estudiantes de secundaria como los de preparatoria festejaron la obra a más no poder.
—Será que la gente no tiene dinero…
—¿Entonces con qué compran su boleto los que van a otros teatros?
—¡Y lo que pagan los que van al fútbol!
Etcétera. ¡Pero aún había un factor más en contra: 11 y 12 se anunciaba en televisión! ¿No debería ser esto suficiente para abarrotar las 406 butacas del Teatro Libanés? Esta última interrogante habría de encontrar luego la respuesta: no. La publicidad, aun por el espléndido medio que es la televisión, no es suficiente para hacer que triunfe un producto. Es necesaria, sí; pero insuficiente. Porque, finalmente, lo más importante es el producto mismo. Es decir: la publicidad hace falta, pero el producto debe confirmar las expectativas que dicha publicidad ha propuesto.
Y de eso sí estábamos seguros: 11 y 12 era un producto de calidad. Pero disponíamos, además, de otra ventaja: la publicidad de una obra de teatro (o de cine, por ejemplo) cuenta con un estupendo cómplice: el público mismo. (Mi hijo Roberto tomó nota de esto y luego lo llevó a la práctica, pues elaboró un «comercial» cuya imagen se limitaba a mostrar al público que reía a carcajada abierta). Porque así como a veces nos resulta irresistible el participar en la divulgación de un chisme, igualmente mostramos la mejor disposición para ser los primeros en decir a parientes y amigos:
—¡No dejes de ver tal obra de teatro (o tal película)! ¡Está buenísima!
Esto no sucede con la publicidad de otros productos. Por ejemplo: no recuerdo a alguien que pareciera urgido por decir a sus parientes y amigos:
—¡No dejes de usar tal pasta de dientes!
De todo esto se pudo deducir algo incuestionable: tal proceso se estaba presentando en el caso de 11 y 12. Al menos así lo confirmaba el constante incremento que había en cuanto al número de espectadores. Y muy pronto se invirtió el fenómeno, pues de los poquísimos espectadores que habíamos tenido inicialmente, pasamos a obtener el primer «agotado» el 25 de mayo. O sea: apenas un mes y medio después de haber estrenado la comedia. Y no sólo eso: a partir de esa fecha las funciones con boletaje agotado se fueron hilvanando de manera consecutiva (de martes a domingo) hasta implantar un récord que aún sigue vigente. (Y que seguirá vigente, pues ya nadie hace funciones de martes a domingo, como sucedía con 11 y 12). Pero éste sería solamente uno de los muchos récords que 11 y 12 llegaría a conquistar, entre los cuales cabe destacar el de 7 años de duración de su temporada de estreno (en el mismo teatro). En ese sentido, la obra que ocupa el segundo lugar es la excelente comedia musical El diluvio que viene, que duró algo más de 3 años en su temporada de estreno en el Teatro San Rafael. Esto significa que 11 y 12 permaneció más del doble de tiempo que la obra que ocupa el segundo lugar.
¿Se imaginan la cantidad de reconocimientos y trofeos que hemos recibido por tal motivo? No hagan esfuerzos; la respuesta es cero. ¿Será porque se trata de una obra escrita por un mexicano, dirigida por un mexicano, producida por mexicanos y actuada únicamente por mexicanos? Sería muy raro, ¿no?
Y al igual que los éxitos, se iban acumulando las anécdotas que surgían alrededor de la obra; aunque la primera incluye una circunstancia previa a los éxitos. Me refiero a la invitación que hice formalmente a quienes se encargarían de develar la placa conmemorativa de las primeras 100 representaciones de la obra, pues dicha invitación la hice varios días antes de que estrenara 11 y 12. Los elegidos fueron mi amigo y presidente de SOGEM José María Fernández Unsaín, su bella y talentosa esposa Jaqueline Andere y la hermosa hija de ambos, Chantal, actriz y cantante. Los tres aceptaron de buen grado, aunque con el lógico recelo que mostró José María al preguntar:
—Óyeme: ¿cómo te atreves a invitarnos para develar una placa de 100 representaciones de una obra cuando ésta ni siquiera se ha estrenado?
—Bueno —respondí—: fe que uno tiene…
Sobra decir que la placa conmemorativa de las 100 representaciones fue develada por José María, Jaqueline y Chantal.
Han sido muchas las anécdotas surgidas alrededor de la exitosa 11 y 12. Entre ellas, por ejemplo: la frecuencia con que repetían su asistencia algunos espectadores, entre los cuales hubo quien había ido muchas veces a ver la comedia, como fue el caso de Alex Aguinaga, uno de los mejores futbolistas de todos los tiempos que han sido contratados para jugar en México, quien ha visto 11 y 12 algo así como 11 ó 12 veces; la estupenda cantante y compositora Crystal ha sido otra asidua concurrente, a cuyo estupendo sentido del humor se debe la frase que ha usado:
—Vine otra vez a ver la obra —dice siempre, consciente de que el verbo «ver» no es el adecuado para su condición de invidente.
Ese caso, por cierto, no ha sido aislado, pues han sido bastantes los invidentes que han asistido, algunos de los cuales han llegado en compañía de los amaestrados perros que los acompañan y les sirven de guías.
Asiduos concurrentes fueron también muchos otros personajes del ambiente artístico y del ambiente político. Entre estos últimos cabe destacar la muy frecuente asistencia de doña Carmen Romano, ex esposa de José López Portillo (ambos QEPD).
Las anécdotas son tantas que sería imposible darles cabida a todas, pero no puedo resistir la tentación de contar una:
—Acabo de estar en la primera función —dijo un espectador que emprendía la retirada en compañía de su familia—. Pero fue tanta nuestra risa —añadió—, que a mi papá se le salió la dentadura postiza, la cual cayó al suelo. Y debe estar bajo el asiento de adelante, pero mi papá dice que le daría mucha pena entrar a buscarla. ¿Me permite que sea yo quien entre a ver si la encuentro?
Se le concedió el permiso, por supuesto… y por supuesto que el joven encontró la dentadura bajo la butaca delantera, tal como habían supuesto. El muchacho agradeció el permiso y salió muy ufano con la dentadura, se la entregó a su padre, y éste se apresuró a colocarla nuevamente en su boca.
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Emilio Azcárraga me invitó a formar parte de un comité que se encargaría de evaluar los proyectos que se presentaban para conformar la producción de Televisa. Esto incluiría la revisión de ideas, guiones, etcétera, para programas de entretenimiento, es decir: humorísticos, musicales, telenovelas, concursos y demás. Poco después también serían evaluados los programas piloto que se habían grabado.
Entre los miembros del comité se encontraba Emilio Azcárraga Jean, quien hacía poco tiempo me había sido presentado por su padre. Y, por coincidencia, también estaba Miguel Alemán Magnani, hijo de otro amigo mío: Miguel Alemán Velazco. El grupo estaba integrado además por Víctor Hugo O’Fárril, Jorge Eduardo Murguía, Alberto Ciurana, Max Arteaga, Pepe Bastón, José Luis Eroza, Luis de Llano Macedo, Félix Cortés Camarillo, Luis Reyes de la Maza, Roberto Gómez Bolaños y algunos más, todos comandados por Emilio Azcárraga Milmo. Por regla general, las reuniones se efectuaban los miércoles por la tarde, aunque eventualmente se seleccionaba otro día de la semana. Nuestra participación no era remunerada.
Los análisis de evaluación desembocaban frecuentemente en acalorados debates, a pesar de lo cual nunca se llegó a poner en peligro la amistad o el compañerismo que nos unía. Aunque es preciso reconocer que todos concordábamos siempre en una premisa inobjetable que rezaba así: «Al final de cuentas se hará lo que diga el señor Azcárraga Milmo». En este sentido es probable que yo haya sido el más afectado de los participantes, pues siempre fui quien más veces se atrevió a mostrar su desacuerdo con las opiniones del jefe (claro, cuidándome de no exagerar).
También tuve la satisfacción de alcanzar logros positivos, pues más de una vez pude evitar la grabación de telenovelas o series humorísticas que rebasaban ampliamente los extremos del morbo, del amarillismo, de la pobreza dramatúrgica, de la falta de originalidad, por nombrar algunos. Cierta vez también conseguí que no le dieran el papel protagónico de una telenovela a cierta «actriz» cuya carencia de capacidad histriónica sólo podía ser compensada con el excedente de nalgas. En otras ocasiones, en cambio, no logré convencer a nadie cuando me empeñé en afirmar que un cantante debía tener afinación y voz. O por lo menos afinación, aunque faltara la voz. O siquiera tantita voz, aunque no fuera muy afinado que digamos. Pero no. Lo único que necesita un cantante es ser bien parecido y muy sexy.
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Hay dos cosas que han distinguido siempre a Edgar Vivar: su enorme capacidad histriónica… y su enorme volumen físico. Lo primero es altamente plausible, pero lo segundo puede ser altamente peligroso. Y éste era el estado que había alcanzado de manera alarmante durante algunas etapas de su existencia, entre las cuales sobresalió la de 1992, cuando Televisa misma decidió tomar cartas en el asunto.
Ya en una ocasión habíamos tenido que intervenir de manera directa, cuando el doctor Roberto Monroy nos había advertido acerca del peligro que podía representar la inclusión de Edgar en una gira a Argentina.
—El simple hecho de abordar aviones —nos había dicho el doctor Monroy— puede representar un serio peligro. La actividad propia de una gira, la tensión emocional, el ajetreo, son factores que pueden ser fuertemente dañinos.
Como consecuencia de semejante diagnóstico, Edgar se vio privado de formar parte de una de las giras que efectuamos a Argentina, lo que le provocó una gran frustración. Pero la medida fue necesaria, tal como se comprobó durante una junta del Comité de Evaluación en la que se analizó el problema personal de nuestro compañero. Fue ahí donde el mismo Emilio Azcárraga Milmo tomó parecer a todos los que conformábamos el comité, hasta determinar que se hacía necesario intervenir en forma directa.
—¿Cuál es la clínica de mayor prestigio en cuanto al tratamiento de la obesidad? —preguntó el jefe.
No recuerdo el nombre del establecimiento que fue recomendado por alguno de los presentes, pero sí recuerdo que se habló de una terapia múltiple que incluía, por supuesto, un importantísimo tratamiento psiquiátrico. La clínica estaba ubicada en California, a regular distancia de Los Ángeles, y tenía fama por la alta eficacia de sus terapias y por el alto costo de las mismas. No obstante, Emilio decidió enviar ahí a Edgar, por cuenta de Televisa. Y no sólo eso; además ordenó que, mientras estuviera sujeto a dicha terapia, Edgar debía seguir cobrando en la empresa tal como si estuviera actuando en el programa. Ante dicha medida, yo sentí orgullo de pertenecer a tal institución.
Como comentario final sólo debo añadir que la terapia se prolongó por cuatro meses (de junio a octubre de 1992) durante los cuales tuve que ingeniármelas para escribir los programas sin contar con la participación de nuestro querido e importantísimo actor. Y quizá sea éste el lugar adecuado para comentar que algo similar ocurrió después con otro elemento de nuestro grupo: Angelines Fernández, quien sufrió un padecimiento diferente pero que también la retiró de los foros de Televisa. Ella también se vio favorecida por Televisa con el pago ininterrumpido de lo que correspondía a una actuación que no podía realizar, situación que terminó tiempo después, cuando nuestra querida y admirada compañera pasó a mejor vida.
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Un día de abril de 1993, al concluir una de las tantas funciones de 11 y 12 en el Teatro Libanés, tuvimos que comunicar al público una noticia muy triste: acababa de fallecer el incomparable Mario Moreno, Cantinflas. Esto parecía no tener sentido para quienes habíamos seguido y disfrutado su carrera durante tanto tiempo; como si pensáramos que debía haber alguna incongruencia en el hecho de afirmar que había muerto un inmortal. Sobre nuestro escenario, todos los actores mostrábamos los ojos más que humedecidos
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Apenas un mes después hubo otro deceso que también conmovió al país entero, pero de forma diferente, sobre todo porque había sido producto de un hecho sangriento que no tenía precedentes en México, como lo fue el asesinato de don Juan Jesús Posadas Ocampo, arzobispo de Guadalajara.
El crimen se efectuó a plena luz del día en el estacionamiento del aeropuerto de Guadalajara, donde se supone que el prelado esperaría la llegada del nuncio apostólico Girolamo Prigione. Ahí fue sorprendido en el interior de su automóvil y acribillado arteramente por sicarios que luego, según se comentó, contaron con las más amplias facilidades para poner tierra de por medio.
Casi nadie dio crédito a la versión oficial esparcida poco tiempo después, pues ésta se inclinaba a suponer que los hechos habían sido consecuencia de una «confusión» entre dos bandas rivales de narcotraficantes, una de las cuales habría intentado matar al «Chapo». Guzmán, miembro relevante de la otra banda. En los asientos del automóvil quedaron los cuerpos ensangrentados del arzobispo y su chofer, reconocidos hasta después de que terminó la balacera que se prolongó a su alrededor.
Eran muy débiles los argumentos expresados en apoyo de la tesis de la confusión, pues entre ellos destacaba el supuesto parecido del automóvil del arzobispo con uno de los tantos vehículos que solía usar el Chapo Guzmán. E igualmente increíble resultaba la suposición de que los asesinos pudieran haber confundido al alto prelado con el narcotraficante. Por lo tanto, éstas y muchas otras dudas convirtieron al caso Posadas en uno más de los innumerables casos sin resolver por la justicia. Esta situación prevalece al momento en que son escritas estas líneas.
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Por aquellos días nos dimos el lujo de descansar un par de semanas, lo que Florinda y yo aprovechamos para embarcarnos en otro crucero. Esa vez íbamos acompañados por un buen grupo compuesto por parientes y amigos: mi hermano mayor, Paco, con Marta su esposa; Ramiro Jiménez con Elsi, Pablo Jiménez y Lety (que había sido asistente de mi programa y se había casado recientemente con Pablo); mi hijo Roberto con Kim; y mi hija Marcela con su esposo Henry, ¡y con el hijo de ambos, Andrés, quien apenas tenía algo así como dos o tres meses de nacido!
El viaje salió de Civita Vechia, Italia y terminó en Madrid, después de haber pasado por lugares como Sicilia, Córcega, Pisa (por vía terrestre, claro), Montecarlo, Mallorca, Málaga, el Peñón de Gibraltar, Marruecos, Lisboa…
A bordo del crucero siempre hay múltiples razones para pasarla de maravilla, entre las cuales cabe destacar la excelencia de las comidas, los vinos, el caviar (para quien le guste semejante cosa, porque a mí no), los espectáculos, los bailes, el juego en los casinos, etcétera. En los casinos, por cierto, nos trataron de maravilla, pues todos ganamos. El único contratiempo al respecto fue el sucedido a mi hijo Roberto cuando se dio cuenta de que habían desaparecido varias de las fichas que constituían su ganancia… hasta que, tiempo después y ya de regreso en la Ciudad de México, encontró las fichas… en un bolsillo de su esmoquin.
Nos habría gustado prolongar nuestra buena suerte en el juego cuando llegamos a Montecarlo, pero ni siquiera nos permitieron entrar a conocer el célebre casino, demasiado lujoso para soportar a unos desarrapados que, aparte de llevar pantalones de mezclilla o bermudas de muy cuestionable elegancia, llevaban un bebé (¡Andrés!) con todo y carriola. Nos tuvimos que conformar tomando un café o una cerveza en un local que tenía mesas al aire libre. Y tuvimos el orgullo de constatar que las cervezas de mayor demanda eran mexicanas.
En el Peñón de Gibraltar hay unos monos que, de acuerdo con la tradición, permanecerán ahí mientras el célebre islote siga perteneciendo a Inglaterra, de modo que los consienten como si fueran de la Familia Real. Pero también cuidan a los turistas, advirtiéndoles que esos monos suelen ser agresivos, por lo que se recomienda evitar el contacto con ellos. No obstante, el desmedido atractivo que representan muchos animalitos para Florinda hizo que ésta se les acercara imprudentemente, sólo para comprobar que el desmedido atractivo es recíproco, pues una mona brincó y se asentó sobre la cabeza de mi mujer, y en vez de agredirla se puso a jugar con su cabello. Luego se despidieron muy afectuosamente una de la otra.
El crucero terminó en Lisboa, ciudad que nos pareció una delicia, tanto por sus calles arboladas y sus construcciones legendarias como por la amabilidad y la simpatía de sus pobladores.
Pero debo recordar que antes, a bordo del barco, mi familia tuvo un comportamiento más que destacado. Por un lado, destacó de gran manera el comportamiento sin tacha del pequeñísimo Andrés, quien dio la mejor muestra de lo que debe ser un bebé que guarda la compostura; y por el otro lado destacó el comportamiento de la mamá de Andrés, mi hija Marcela, quien dio la mejor muestra de lo que debe ser una señora joven que no tiene compostura posible, pues se soltó cantando a todo pulmón y gesticulando graciosamente, sin el menor complejo, haciendo la delicia de todos los turistas que tuvieron oportunidad de ver el improvisado e insuperable show.
En México todo parecía marchar sobre ruedas. Apenas faltaba un año para que concluyera un sexenio que proclamaba un buen número de aciertos, uno de los cuales era, indudablemente, la firma del ansiado Tratado de Libre Comercio suscrito por Canadá, Estados Unidos y México, que era como abrir la puerta de entrada a la antesala del Primer Mundo. Y la verdad es que eso quedó confirmado con el paso del tiempo, cuando se pudo ver que las ventajas del tratado superaban en buen grado a las desventajas del mismo, a pesar de las objeciones presentadas por quienes aún no se enteraban de que el Muro de Berlín había sido ya derribado. Pero, sea como sea, el tratado entró en vigor el 1° de enero de 1994. Sin embargo, no llegó solo; llegó acompañado.
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En la madrugada de ese mismo día, 1° de enero de 1994, un grupo de guerrilleros acribilló a los destacamentos de policía que pernoctaban en varias poblaciones del estado de Chiapas. La sorpresa impidió que la agresión fuera debidamente rechazada, por lo que el número de bajas fue considerablemente mayor entre los policías que entre los guerrilleros, a pesar de que éstos, como se pudo ver después, sólo iban parcialmente armados (muchos llevaban réplicas de madera en vez de fusiles auténticos).
El Grupo agresor se identificó poco después como el EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional) y expuso que su objetivo era hacer valer los derechos indígenas, para lograr lo cual declaraban la guerra al gobierno de México encabezado por Carlos Salinas de Gortari. El Gobierno Federal respondió con el envío de algunas tropas a la zona en conflicto, mismas que sostuvieron enfrentamientos con el grupo rebelde, cuyo avance detuvieron. Sin embargo, el EZLN permaneció a la expectativa, refugiado en la intrincada selva chiapaneca, donde evidentemente contaban ya con campamentos previamente establecidos.
Entonces se hizo público que el grupo rebelde actuaba bajo las órdenes de un guerrillero que ocultaba su rostro tras un pasamontañas que hacía las veces de máscara, y que su nombre de batalla era Subcomandante Marcos. Su imagen se dio a conocer rápidamente por diversos medios, entre los cuales estaba incluido el moderno y sofisticado Internet que, como muy pronto se hizo notorio, era hábilmente manejado por el guerrillero, tanto en su aspecto técnico como en el promocional. Esta imagen incluía, además del pasamontañas, una gorra y una pañoleta rasgadas que evidenciaban su prolongado uso, un cuchillo, un rifle, una pistola, cananas terciadas al pecho (que, al decir de los conocedores, portan balas de calibre distinto al que requieren sus armas) y, como sello distintivo, una pipa eternamente encendida que no se separa de sus labios más que para comer (se supone) o para hablar (consta). También es de suponerse que la deja a un lado de la cama cuando está durmiendo o cuando está ahí mismo haciendo alguna otra cosa.
Dotado de un carisma fuera de serie, el Subcomandante Marcos llegó a adquirir una notoriedad que rebasaba ampliamente las fronteras. Su popularidad se debía, se supone, al acierto de haber hecho coincidir su figura con la imagen de un nuevo mesías: el que redimirá no sólo a los pobladores autóctonos de Chiapas, sino también a los pobladores de todas las regiones del mundo que forman parte de las llamadas «naciones en proceso de desarrollo»; es decir: los pobres que conforman abrumadora mayoría en este planeta llamado Tierra.
Independientemente del significado que le demos a su figura, lo que es indudable es que hay incongruencias más que evidentes entre los términos que constituyen su reclamo, pues si por una parte se señala la urgencia de acudir al rescate de los pueblos autóctonos, por otra parte se exige que esto se lleve a cabo sin alterar los llamados «usos y costumbres» de dichas comunidades. Esto equivaldría a decir, por ejemplo: «Hay que proporcionar alimento a estos pobrecillos; pero debe ser un alimento que sea adecuado a sus usos y costumbres», sin olvidar que los pobrecillos llevan miles de años de ser antropófagos. ¿Exageré? Bueno, pongamos otro ejemplo: «Hay que enseñarles a respetar a la mujer», pero sin privar al marido del derecho que tiene a desbaratarle el rostro a su cónyuge cuando ésta cometa el menor error. ¿Nuevamente exageré? No; esta vez no. Tan sólo me atuve a lo que establecen los «usos y costumbres» en algunas regiones de nuestro país. Y podría añadir una multitud de ejemplos semejantes, pero creo que será suficiente con recordar uno de ellos: el que establece que sus autoridades no pueden ser elegidas mediante votaciones secretas ni personales; es obligatorio votar de manera abierta (a la vista de todos) y como parte de un conglomerado que debe apoyar al cacique correspondiente.
Pero entonces, ¿qué? ¿No hay manera de hacer algo en pro de los millones de indígenas que necesitan ayuda para ser rescatados de ese «inframundo» en que se encuentran empantanados? ¡Claro que sí! Y el primer paso tendría que ser el rechazo de quienes echan mano del fácil recurso de la demagogia para constituirse en supuestos defensores de los desamparados, cuando en realidad lo que buscan es exactamente lo contrario: que los indígenas permanezcan en el atraso que los obliga a seguir formando parte de una manada que se deja conducir con docilidad; en ese atraso que les impide conocer los beneficios que se obtienen cuando se cuenta con carreteras que comunican a unos con otros; cuando se tienen instalaciones eléctricas que proporcionan energía (ésa que no se puede conseguir sin la tecnología que ha sido vetada por sus «usos y costumbres»). Y, de manera muy especial, cuando se puede hablar, leer y escribir en español, primer recurso que se tiene —al menos en Hispanoamérica— para iniciar el recorrido que conduce a la superación, tal como lo hicieron, por ejemplo, Ignacio Manuel Altamirano, David Henestrosa y Benito Juárez.
No obstante, es necesario reconocer que Marcos y sus émulos no han tenido que hacer muchos esfuerzos para justificar su rebeldía; de esto se ha encargado el mal trato que han recibido los indígenas por parte de los gobernantes federales, estatales y municipales que hubo durante muchos años, y por parte de los caciques que sigue habiendo… muchos de los cuales, desgraciadamente, son también indígenas.
La situación habría de prolongarse convertida mucho más en una contienda de declaraciones que en una confrontación militar, que sería inconveniente para ambas partes, pues un ataque frontal por parte del Ejército Federal haría que éste adquiriera la condición de represor inmisericorde, mientras que una acción similar por parte del EZLN lo convertiría en un simple ejecutor de prácticas terroristas.
Parte relevante del conflicto ha sido don Samuel Ruiz, quien fue durante mucho tiempo obispo de San Cristóbal de las Casas. Su participación ha sido largamente controvertida, pues lo mismo cuenta a su favor con legiones que lo catalogan como santo, que aglutina en su contra a detractores que lo consideran artífice del terrorismo. Pero también es probable que todos sus actos, acertados o desacertados, estén regidos por un espíritu de caridad.
En mi particular opinión, ninguna de estas consideraciones es suficiente para justificar el uso de la violencia como método para la consecución de un objetivo, sea cual sea.
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Pero 1994 fue un año que no se conformó con la rebelión de Chiapas, pues aún deparaba muchas sorpresas, algunas de las cuales serían brutalmente violentas.
En medio de sordas luchas internas del partido, el «dedazo» presidencial había designado como heredero de su cargo a Luis Donaldo Colosio, un político que no sólo parecía representar la mejor opción para el PRI, sino que además dejaba entrever características que lo podrían ayudar a ser un buen presidente para la gran mayoría de los mexicanos. Esta conjetura parecía ser confirmada por algunos conceptos vertidos en discursos del candidato, entre los cuales destacaba la insinuación de que buscaría una mayor democracia, no sólo en cuanto a la participación nacional sino también en el manejo interno del propio PRI. Esto incluía necesariamente una sana ruptura con el bochornoso pasado, lo cual difícilmente podía ser bien visto por los muchos que corrían el riesgo de ser afectados. Pero todo esto quedó en la palabra que usé renglones atrás: «conjeturas», pues dos balas acabaron con la vida del prometedor político.
Colosio acababa de pronunciar uno más de sus discursos (que resultaría ser el último) ante una multitud que se había congregado en Lomas Taurinas, un barrio popular de Tijuana. Entre la gente se encontraban, por supuesto, los grandes grupos de «acarreados», aunque también se hallaban ahí asistentes por voluntad propia. El caso es que unos y otros conformaban una multitud que se arremolinó alrededor de Luis Donaldo cuando éste hubo terminado su discurso, dificultando obviamente su desplazamiento. Pero esto es común en esa clase de mítines, de modo que alguien aprovechó la circunstancia para acercarse hasta disparar a bocajarro al candidato.
Muy difícilmente se podía dudar de que el autor material del crimen había sido Mario Aburto, un joven que fue detenido y puesto a buen resguardo, aunque luego abundaron las versiones de quienes señalaban la posible intervención de un segundo ejecutor. Esto ha sido motivo de infinitas especulaciones con sus respectivas discusiones; aunque parece difícil suponer que un turbio personaje de la política contratara como pistolero a alguien como Aburto, en vez de conseguir los servicios de un pistolero experimentado, a quien, además, le habrían proporcionado cualquiera de las armas altamente efectivas que tan fácilmente se pueden conseguir, en vez de la ridícula pistola que usó Mario Aburto; por otra parte, el turbio personaje de la política que hiciera una contratación con tal objetivo, lo primero que habría hecho sería asegurarse de que el asesino material falleciera también ahí mismo, única manera de evitar la posible delación en su contra; y si el ejecutor no fallecía ahí mismo, no habría cárcel que pudiera evitar que dicho ejecutor fuera ejecutado posteriormente por otro ejecutor. Y ya han pasado muchos años desde entonces; al menos los suficientes como para que ya se hubiera presentado la oportunidad de actuar en consecuencia. A manera de duelo, en el Teatro Libanes, suspendimos las funciones de 11 y 12 correspondientes a la fecha en que fue sepultado Luis Donaldo Colosio.
Y no pasaría mucho tiempo antes de que otro crimen político sacudiera a la nación mexicana: al salir de un desayuno efectuado en céntrico restaurante de la capital, fue ejecutado a mansalva Francisco Ruiz Masieu, distinguido político que había sido gobernador del estado de Guerrero y que a la sazón ejercía el liderazgo político del PRI. El asesinato tendría consecuencias de enorme trascendencia en el país.
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Pero la vida sigue su curso, y para nuestra comedia 11 y 12, por fortuna, ese curso siguió generando una gráfica ascendente, ya que el boletaje continuaba agotándose con cotidiana perseverancia. Con la misma perseverancia vigilábamos que continuara el buen desempeño de quienes participaban en aquel trabajo.
En los costados interiores del teatro hay sendas cabinas a las que se llega por cómodas escaleras y que tienen diversas utilidades, entre las cuales destaca la colocación y el mantenimiento del equipo de iluminación. Esto se hace a través de una abertura en forma de ventana, la cual se cubre con una cortina durante las funciones. Pero muy pronto descubrí que todos estos elementos se conjuntaban para dar a dichas cabinas la condición de inmejorables atalayas, pues desde ellas se podía ver perfectamente tanto el escenario como al público. Esto lo hacía yo asomándome por una rendija de la cortina sin riesgo de ser visto, pues las luces que estaban a un lado impedían dirigir la vista en esa dirección. Por si fuera poco, yo realizaba el «espionaje» cómodamente sentado en una silla que mandé poner ahí. Y a un lado de la silla mandé colocar una alfombra, sobre la cual hacía un poco de ejercicio (sentadillas y lagartijas) durante lapsos apropiados de cada función.
Esta vigilancia me permitía, entre otras cosas, certificar que cada función se llevara a cabo adecuadamente; esto es: que no hubiera anomalías en el desempeño de técnicos y actores. Respecto a los primeros vigilaba que se efectuaran a tiempo los cambios de iluminación, coordinados con las entradas y salidas de fondos musicales, el volumen de éstos (incluyendo el de posibles micrófonos), la colocación precisa de muebles, utilería y demás componentes del decorado. Respecto a los actores, supervisaba que jamás se perdiera el respeto que se debe al público, a la obra y a los compañeros de escena. Son muy diversas las formas en que un actor suele perder el respeto que merece el público; y la mayor es la representación hecha sin entrega, la hecha únicamente por salir del paso o sólo para «cubrir el expediente». Esto puede ser debido al fastidio (momentáneo o crónico), a la falta de concentración producida lo mismo por problemas personales que por la presencia de alguien en especial entre el público, al desánimo que generan marchas de protesta, lluvias intensas o cualquier otra causa que genere una reducida asistencia de espectadores y a muchas otras razones. El respeto a la obra se pierde, por ejemplo, cuando el texto se altera, se aumenta, se recorta… a menos que los cambios hayan sido previamente planeados y aceptados por el autor y/o el director de la obra. Y las faltas de respeto a los compañeros de escena son aún más diversas; baste con señalar como ejemplos, la burla que hace evidente la equivocación del otro, el obstruir la atención del público a un compañero, ya sea tomando posiciones inadecuadas, efectuando desplazamientos alterados, llamando la atención cuando no le corresponde hacerlo. Finalmente me gustaría señalar que, a juicio mío, reír intencionalmente en escena (cuando la obra no lo exige) es una falta de respeto al público, a la obra y a los compañeros.
Como ya dije, mi atalaya me permitía igualmente observar al público, lo cual fue muy útil para pulir la puesta en escena, pues me daba la gran oportunidad de observar las reacciones de la gente. Pero eso, además, se convirtió en un regalo exquisito que me era entregado cotidianamente: el obsequio invaluable de la risa del público. Los oídos defectuosos (como los míos) captan mejor los sonidos cuando uno se sitúa a mayor altura, de modo que ahí pude disfrutar mejor las carcajadas que escuchaba. Y las vistas defectuosas (como la mía) mejoran totalmente con el auxilio de los anteojos que no podía usar cuando estaba en escena. Y estoy seguro de que pocas cosas me han sido tan gratificantes como ver y escuchar a tantas personas que, literalmente, se doblaban de risa con una obra que yo había escrito precisamente para eso: para divertir a la gente.
Algunos párrafos más arriba hablaba yo de las faltas de respeto que suelen cometer algunos actores; pero creo que debo resaltar a quien fue ejemplo preciso de lo contrario durante toda su trayectoria artística, ya fuera en teatro, en cine, en televisión o lo que fuera. Es decir, de quien se distinguió, entre otras cosas, por una conducta impecable, de absoluta honradez y entrega a las tareas asignadas, de respeto total hacia sus compañeros, hacia el público y hacia su profesión. Me refiero a Raúl el Chato Padilla.
No era posible, por ejemplo, recordar una sola ocasión en que el Chato hubiera llegado tarde a un llamado de teatro, de cine, de televisión o de lo que fuera. Se daba por hecho que llevaba memorizadas las líneas que le correspondían. Por supuesto, jamás obstaculizaba la actuación o el desempeño artístico de sus compañeros. Por si fuera poco, Raúl hacía gala de un estoicismo que muchas veces rayaba en lo increíble, como la vez en que realizó la interpretación impecable del delicioso Gepeto en Títere, a pesar de que, recién empezada la función, había sufrido un accidente de considerables proporciones. La representación tenía lugar en un teatro de provincia, cuyos vericuetos eran obviamente desconocidos por nosotros, cuando nuestro compañero tuvo la mala suerte de caer en una «trampa» cuya ubicación no estaba advertida por señal alguna, lo cual le provocó fuertes y dolorosas heridas. Pero fue hasta terminada la función cuando nos enteramos del accidente sufrido por el Chato, pues éste había continuado con su actuación como si nada. Fue uno de los técnicos que laboraban con nosotros quien comentó el hecho, pues había sido el único testigo casual de lo sucedido. Pero en la pierna de Raúl había otro testimonio: la impresionante y enorme desgarradura que sangraba profusamente.
Pocos años después (en 1992, para ser precisos) mi hijo Roberto me habló por teléfono a la casa para darme la triste noticia de que el Chato Padilla acababa de fallecer víctima de un ataque cardiaco. Fue una pérdida irreparable, pero no sólo para nuestro programa, sino para todo el ámbito del arte dramático en México. Lo mismo se puede decir respecto a su encantadora esposa, Lili Inclán, aunque la partida de ella sería tres años después de empezado este tercer milenio.
Ramón Valdés había muerto anteriormente, pero el fallecimiento aconteció cuando Ramón tenía tiempo de haberse desligado del programa. Por tanto, el Chato fue el primer miembro activo de nuestro grupo que emprendía el viaje sin regreso, lo cual representaba el adiós de una multitud de personajes que él interpretó magistralmente, entre los cuales se hace inevitable destacar al licenciado Morales, el probo, recto, sufrido y tolerante agente del Ministerio Público que supo soportar y encauzar por el buen sendero al Botija y al Chómpiras, al tiempo que derrochaba indulgencia ante los desatinos de la Chimoltrufia. Y, claro está, también se hace necesario destacar al delicioso Jaimito el Cartero, el berrinchudo pero adorable viejito que sufría las travesuras e imprudencias del Chavo del Ocho y amigos que lo acompañaban. Y lo más probable es que, para Jaimito el Cartero, morir haya sido una forma de «evitar la fatiga».
Meses después, a finales del mismo 1992, también falleció Angelines Fernández, la estupenda actriz que durante muchos años había formado parte de nuestro grupo y que, como señalé líneas arriba, llevaba algún tiempo de soportar una enfermedad que le impedía actuar. Angelines interpretó a muchos personajes que dejaron amplia y positiva huella en el recuerdo de los espectadores, como doña Nachita, la aguantadora vecina de la Chimoltrufia, y la deliciosa Bruja del 71, que tanto brilló entre los huéspedes de aquella comunidad de la que todo mundo decía: «¡Qué bonita vecindad… es la vecindad del Chavo!».
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Faltaba sólo un par de días para que terminara el agitado año de 1994, cuando salí de mi casa rumbo a la del «Pollo». Ramiro Jiménez, donde solíamos reunimos para jugar algunas partidas de dominó; pero a la mitad del camino me di cuenta de que sólo había un cigarrillo en la caja que llevaba en el bolsillo de mi chamarra. Al mismo tiempo recordé que no había sacado del refrigerador una o dos cajetillas de repuesto, como acostumbraba hacerlo todos los días. No obstante, el descuido no me causó ninguna preocupación, pues sabía que en la casa de Ramiro había muchos empleados de servicio a quienes podía pedirles que me hicieran el favor de ir a comprarme una cajetilla. Lo único que hice, a manera de prevención, fue conservar el cigarrillo que me quedaba, hasta que me hubieran conseguido los de repuesto.
Después de haber llegado a casa del Pollo, se me ocurrió pensar que no era tan fatídico pasarme un rato sin fumar; y que por lo tanto, no era preciso que me consiguieran al instante los cigarrillos de repuesto… Además, en caso de que me sintiera presionado por el implacable acoso del vicio, aún permanecía en su caja el solitario cigarrillo que sería suficiente para ayudarme a soportar los padecimientos que podría generar la espera. Pero, sobre todo, ¿no era vergonzoso consentir que ni por un lapso tan breve pudiera ser yo mismo quien tomara decisiones acerca de mi comportamiento, que todo el tiempo debía sujetarme a lo que dispusieran unas pinches virutas de tabaco envueltas en un tubo de papel?
Cuando se someten a una terapia, los alcohólicos no prometen que jamás en su vida volverán a probar un trago de licor. Ni siquiera prometen que lo dejarán durante un mes… ni durante una semana… ni durante un par de días. A lo único que se comprometen es a «dejar de tomar durante el día de hoy». ¿Y mañana? ¡Quién sabe!
Podrían volver a beber una copa… o dos… ¡o ninguna! En este último caso podrían repetir el juramento de «no tomar durante el transcurso del día». ¿Y mañana?… ¡Quién sabe! Y etcétera.
Eso me lo había contado —sin brizna de fariseísmo— un amigo a quien quiero y respeto mucho. Entonces yo intenté hacer lo mismo cuando acababa de sentarme a la mesa de dominó: «Durante el día de hoy —me dije en secreto— no voy a fumar. ¿Y mañana? ¡Quién sabe!». ¡Pero no solamente lo conseguí, sino que pude hacer lo mismo al día siguiente! ¡Y también al siguiente del siguiente! ¡Y al siguiente del siguiente del siguiente! Y así hasta el día en que escribo estas líneas… lo que sucede a mediados de julio del año 2005. Es decir: cuando ya cumplí diez años y medio de haberme apartado de la más estúpida y dañina de las adicciones: fumar.
La calificación de dañina está más que reconocida en estos tiempos; pero si además la califico como estúpida es debido a mi experiencia personal, ya que me resulta casi imposible saber de alguien que haya empezado a fumar por necesidad. Más aún: la gran, gran mayoría nos iniciamos después de haber tenido que luchar arduamente para superar la repugnancia y el rechazo que manifiesta nuestro organismo cuando empezamos a forzarlo (ésa es la palabra) a que adquiera el vicio, hasta que éste, quizá como venganza por el rechazo padecido en un principio, se instala dentro de nosotros como lo haría el más despiadado de los invasores.
Pero entonces, ¿qué nos indujo a iniciarnos en la terrible práctica? La estupidez, claro está. La estupidez de imaginar que un cigarrillo en la boca sería suficiente para darnos la apariencia de adultos… en vez de dejar esa tarea en manos de quien la realiza inexorablemente: el tiempo. ¿Que éste parece transcurrir con demasiada lentitud cuando se es joven? Sin lugar a dudas, ¿pero acaso es una razón suficiente para confiar el futuro de nuestra salud al arbitrio de un asesino? ¡Y por supuesto que es un asesino! No importa si en algunas ocasiones no logra matar a la víctima, pues el intento de asesinato basta para calificar al agresor como asesino. Es verdad que a mí no logró matarme; pero me dejó un enfisema en el pulmón del que no podré deshacerme durante el resto de vida que me quede, así como no podré eliminar muchas de las múltiples secuelas que me dejó la estúpida práctica: la bronquitis crónica, por ejemplo, que alguna vez ya alcanzó la calificación de aguda (y a la que pude superar en aquella ocasión, pero cuya amenaza de reincidencia sigue pendiendo sobre mí). Todo esto, aparte de las cotidianas flemas que obstruyen mi garganta y, por consiguiente, mi respiración. Sin embargo, yo sé que no es más que el costo de mi estupidez.
No obstante, aun reconociendo que mi reacción fue muy tardía, yo sé que de cualquier modo estoy mucho mejor que hace once años. Y seguro de que, de no haber tomado tal decisión, mi autobiografía habría constado de muchísimas páginas menos.
Es decir: más vale tarde que nunca (pero entre menos tarde, mejor).
No puedo cerrar este apartado sin repetir lo que he empezado a responder cuando algunos entrevistadores me preguntan: «¿Cuál ha sido tu mayor éxito? ¿Y cuál ha sido tu mayor fracaso?». Mi mayor éxito ha sido, por mucho, el haber dejado de fumar. Y por supuesto, mi mayor fracaso fue haber empezado a fumar.
Mi respuesta ha sido absolutamente sincera; y no ha llevado ni el más leve intento de parecer original o diferente al resto de mis colegas.
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Transcurría el mes de septiembre de 1995. Pero yo esperaba con dulce ansiedad, con regocijo interior y con legítimo orgullo, la llegada del día 14 del siguiente mes. ¿Por qué? Porque ese día se cumplirían 25 años de que mi programa había salido al aire por primera vez. ¡Nada menos que 25 años! ¡Todo un cuarto de siglo de aparecer semana a semana en las pantallas de televisión! (durante varias temporadas se proyectaron dos ¡y hasta tres veces! por semana). Esto no lo había logrado nadie… y tampoco lo logré yo. ¿Por qué?
Porque un buen día de… ¿dije «buen» día? Pues dije mal, porque lo correcto habría sido decir «pésimo» día, ya que fue un pésimo día de ese mes de septiembre cuando me enteré de que el programa dejaría de proyectarse a partir de octubre. Ese próximo día 14, por lo tanto, ya no podía ser esperado con dulce ansiedad ni con regocijo interior ni con legítimo orgullo. Al contrario: yo sabía que la llegada de ese día 14 no haría más que lastimarme, destacando que sólo habían faltado dos semanas (¡dos pinches semanas, dije entonces!) para que el programa celebrara su aniversario número 25.
—¡Jamás me dijiste algo al respecto! —me dijo Emilio Azcárraga Milmo cuando me quejé de lo ocurrido—. De habérmelo dicho, yo podía haber retrasado los cambios para un par de semanas después.
—No te dije nada —respondí— porque yo no tenía la menor idea de lo que planeaba hacer la empresa. Aunque, claro, yo no tenía por qué estar enterado de todo lo que planeara hacer Televisa.
Sucedió que la empresa decidió suprimir todos los programas llamados «unitarios» (humorísticos, musicales, de concursos y similares) para que en su lugar se proyectaran únicamente telenovelas.
—Mala medida —comenté imprudentemente cuando Emilio me explicó lo anterior.
—Es mi riesgo —señaló en tono que no daba oportunidad de réplica. No obstante, un par de días después me mandó llamar para decirme:
—Sólo hay dos programas unitarios con los que puedo hacer una leve excepción: el tuyo y Mujer, Casos de la Vida Real (producción, este último, de Silvia Pinal).
—¿En qué consiste la leve excepción? —pregunté.
—En que podrían pasar los sábados, a eso de las 4 ó 5 de la tarde.
Yo agradecía la distinción que significaba la oferta pero no acepté, pues no me gustó el horario. Por otra parte, pensé que quizá me conviniera disminuir un poco mis actividades y darme algo de descanso. Pero no un descanso total, pues, afortunadamente, 11 y 12 continuaba su exitosísima y estimulante temporada en el Teatro del Centro Libanés y en las giras que efectuábamos por el interior de la República.
Cuando califico como «estimulante» a la temporada teatral no me refiero al éxito económico (que no era despreciable, ni mucho menos), sino a lo que representaba para mí como actor. Se trataba de algo que había empezado antes de que el programa saliera del aire, es decir: cuando decidí que El Chapulín Colorado y El Chavo del Ocho quedaran fuera del programa. Esto había sucedido por lo menos un par de años antes, cuando llegué a la conclusión de que ninguno de los dos personajes debía continuar en la cartelera del programa Chespirito, ya que ambos habían cumplido de manera más que sobresaliente un ciclo de vida que no debía prolongarse. Y ahora, al paso de los años, confirmo que mi decisión había sido acertada.
Lo fácil habría sido lo contrario: exprimir a los personajes de manera inmisericorde (sin misericordia para mí, pero sobre todo para el público) y prolongar su existencia como se hace con algunos enfermos hasta que su fase terminal está muy avanzada. Y no me estoy pronunciando a favor de la eutanasia, remedio que incumbe sólo a los directamente afectados; pero sí sé que éstos (los enfermos y sus parientes) se negarían en todos los casos a exhibir a quienes se encuentran en la fase terminal. En otras palabras, yo me opuse a correr el riesgo de que el Chapulín y el Chavo llegaran a dar lástima; que llegaran a exhibir los residuos en que se van convirtiendo, inexorablemente, todos los seres humanos.
Es verdad que al interpretar al Chavo del Ocho yo nunca había pretendido hacer creer al público que se trataba de un niño. No; yo sólo pretendía que aceptaran la realidad: que se trataba de un adulto que interpretaba a un niño, lo cual, estoy seguro, se logró cabalmente, sobre todo tomando en cuenta que la primera vez que aparecí como Chavo en la televisión yo tenía ya 42 años. Aunque de menor edad, lo mismo sucedía con todos los demás adultos que interpretaron papeles de niños en la serie, pues Godínez (mi hermano Horacio) tenía 40 años; Quico (Carlos Villagrán), 28; la Chilindrina (María Antonieta), 25; Ñoño (Edgar), 23 y la Popis (Florinda), 22.
En el momento de dar por terminada la serie, las edades ya no eran las mismas. Yo tenía 66 años; Horacio, 65; Carlos (que desde 1978 ya no formaba parte del grupo), 52; María Antonieta, 49; Edgar, 47 y Florinda, 46.
Hubo otros factores de orden secundario pero latentes que determinaron la cancelación de la serie, uno de los cuales fue sin lugar a dudas la creciente ausencia de actores. En momentos respectivos habían faltado ya Rubén Aguirre, María Antonieta de las Nieves y Carlos Villagrán, pero su ausencia no había repercutido en ningún momento en el funcionamiento del grupo. (Con excepción de este último, que nunca regresaría desde su partida en 1978, los otros habían vuelto con renovados bríos a incorporarse al equipo). Otra separación, ésa sí definitiva, correspondió a Ramón Valdés, cuya muerte había ocurrido unos diez años antes de que terminara el programa. Poco después de que yo había tomado esa decisión, el Chato Padilla y Angelines Fernández fallecieron también.
Con respecto al Chapulín Colorado, la ausencia se había debido principalmente a mi condición física, la cual había ido quedando únicamente en el arcón de los recuerdos. De manera paulatina pero inevitable se había marchitado esa agilidad que por fortuna me había acompañado hasta una edad mayor de la prevista para esos menesteres, pero cuya ausencia se iba haciendo cada vez más evidente, de modo que lo aconsejable era que mi querido personaje gozara también de la merecida jubilación.
No faltó el comentario generalizado de quienes daban también por muerto a Chespirito.
—Si no es el Chapulín o el Chavo, ¿qué otra cosa puede hacer?
Bueno, por el momento pude seguir interpretando al doctor Chapatín, a Chaparrón Bonaparte y, sobre todo, al Chómpiras. Éste, con la estupenda compañía del sargento Refugio Pazguato, el licenciado Morales, don Cecilio, el Botija y la adorable Chimoltrufia, siguió siendo una de las deliciosas y terapéuticas respuestas que pude dar a aquellas objeciones. Y con la aportación adicional que significó el haber escrito muchos libretos que, a mi modo de ver, han sido los mejores de mi extensa producción.
Todo lo anterior era para mí algo así como una prueba de que conservaba aún los arrestos necesarios para seguir en lo mío, pero había algo más: en el peor de los casos, ¿qué o quién me imponía la necesidad de demostrar algo? Y más aún: ¿qué era lo que debía demostrar? ¿Que yo era el mejor? ¿O que había sido el mejor y que por lo tanto debía seguir demostrando que era el mejor? No. Jamás ambicioné algo como eso. Y las clasificaciones al respecto, llámense Óscares, ratings o como sea, me siguen pareciendo tan estúpidas como inútiles.
Consideraciones aparte, todavía tuve la buena fortuna de que 11 y 12 llegara a pregonar por doquier que yo podía seguir escribiendo buena comedia y que también podía seguir actuando con el decoro y la entrega que siempre he procurado aportar a mi trabajo.
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Hacía ya algún tiempo había empezado a escribir un libro, algo que no intenté jamás anteriormente. Se puede decir que, como escritor, yo constituía una excepción en este campo, pues habiendo escrito miles de cuartillas, éstas nunca habían sido utilizadas para conformar el contenido de algún libro (me refiero a libros impresos y editados para ser vendidos al público, lo cual excluye a los múltiples guiones de televisión, cine y teatro que habían sido encuadernados). La razón de esto debía encontrarse en la falta de tiempo, pero entonces, sin el compromiso de tener que entregar los libretos de televisión cotidianamente, me dediqué a terminar algo que se llamaría El Diario del Chavo del Ocho.
Era un libro en el que mezclaría pasajes destacados de la serie de televisión del mismo título con aventuras escritas ex profeso, todo narrado en primera persona (en voz del Chavo) y un relato previo en voz del autor que le daba unidad y forma a todo el contenido. Incluía, además, caricaturas de todos los personajes, dibujadas por mí. El trabajo se complementaba con una relación histórica de la trayectoria que había seguido la serie de televisión en México y en muchas otras partes del mundo, escrita por Florinda.
El libro fue publicado por la prestigiada Editorial Diana, cuyo dueño y director general es José Luis Ramírez Cota, a quien ya he mencionado en estas páginas, señalando que ha sido amigo mío desde la infancia y miembro destacado de aquella palomilla que se llamaba Los Aracuanes, que se sigue reuniendo con regular frecuencia en comidas y desayunos. José Luis organizó una estupenda presentación del libro en las instalaciones del elegante University Club, donde recibí entusiastas comentarios por parte de los muy eminentes presentadores, nada menos que la gran escritora y poetisa Margarita Michelena, la primerísima actriz y entrañable amiga Ofelia Guilmain y el querido José María Fernández Unsaín, a la sazón presidente de la SOGEM.
A la fecha se han vendido alrededor de 50 000 ejemplares de El Diario del Chavo del Ocho, lo cual me parece una cantidad muy pequeña. Pero los conocedores me dicen que no está nada mal para México, donde escritores de gran prestigio no pasan de vender más de dos o tres mil ejemplares de cada uno de sus libros.
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Un día, a principios de 1996, Emilio Azcárraga me pidió que fuera a verlo a su oficina, donde me hizo una oferta que me tomó más que desprevenido: me pedía, ni más ni menos, que aceptara el puesto de Director General de Televicine, filial de Televisa que se encargaba de la producción cinematográfica y que, coincidentemente, había iniciado sus actividades precisamente con la filmación de El Chanfle, película escrita y protagonizada por mí, y que había producido también las demás películas en que intervine estelarmente.
—A través de los 27 ó 28 años que lleva de existencia —me dijo Emilio—, Televicine sigue ostentando tus películas como las más exitosas. Pero además —añadió—, también has tenido el mayor éxito posible en televisión y en teatro, como autor, actor y director.
Yo agradecí ampliamente los elogios, pero señalé que entre mis actividades no destacaba de manera alguna la producción, que era lo que me estaba proponiendo.
—Fuiste el productor de tus programas —corrigió.
—Nominalmente —aclaré—. Tú bien sabes que en realidad la producción estaba a cargo de Florinda, con el auxilio de mi hermano Horacio. Sobre todo —tuve que añadir—, te aseguro que yo no tengo la menor idea de lo que puede ser la administración de un negocio.
—Eso ya lo sé —me respondió con una sonrisa que podía tener algo de burlona—. No te preocupes, ya está resuelto quién se encargará de realizar esa parte del trabajo. Tú lo único que harás será seleccionar qué proyectos fílmicos deberán ser aprobados y cuáles otros deberán ser rechazados.
Y así fue como me embarqué en una nueva y complicada aventura.
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Televicine estaba íntimamente ligada a Videocine, empresa que se encargaba de la distribución de nuestras películas y de otras más, y que estaba hábilmente manejada por el joven pero experimentado Eckehart Von Damn (mexicano, a pesar del nombre y el apellido). Éste, a quien llamaban Equi en forma cariñosa, pasaría después a hacerse cargo también de la producción, cuando Televicine y Videocine llegaron a fundirse en una sola empresa. Pero esto sucedería posteriormente de modo que, mientras tanto, yo me tuve que enfrentar a un reto de respetables dimensiones.
Para comenzar, lo primero que encontré fue un rimero de argumentos cinematográficos que la empresa había comprado ya con anterioridad a mi llegada, lo cual podía parecer alentador para el recién llegado que era yo, y que terminó siendo algo que no sólo resultaba desalentador, sino que, en cierto modo, sugería algo peor: la posibilidad de una compra fraudulenta. Sin embargo, también cabía suponer que todo se debía a la falta de talento de quienes habían determinado su compra. Y, en última instancia, también habría sido necesario determinar si mi apreciación era mejor que la de mis antecesores.
Por otra parte, algo rescatable pudo surgir de aquel rimero de argumentos, como pude comprobar después de haber leído concienzudamente todos y cada uno de ellos. Pero conté, además, con la colaboración invaluable de quien habría de ser mi brazo derecho durante mi estancia en Televicine: me refiero al incansable y amplísimo conocedor del negocio, Pablo Martínez de Velazco. Sus conocimientos acerca de la producción cinematográfica abarcaban todos los aspectos de ésta, de modo que su colaboración fue más que determinante en el desarrollo de mis funciones al frente de la empresa. Y tanto, que después de que yo había leído aquellos argumentos que ya habían sido comprados, Pablo me llevó una pequeña lista de los pocos que, a su modo de ver, podrían ser rescatables… ¡y la lista coincidía en algo así como 90 por ciento de los que yo había considerado como rescatables! (sin que jamás nos hubiéramos puesto de acuerdo con anterioridad).
Así pues, nos lanzamos a la aventura de iniciar nuestras primeras producciones, conscientes de que el cine mexicano estaba sumergido en el más profundo de los baches. Por la baja calidad y por el número insignificante de las películas que se rodaban, se podía decir contundentemente que «no existía una industria cinematográfica mexicana». Es verdad que, ocasionalmente, se lograban aislados y discretos aciertos, pero no eran más que excepciones, dignas pero insuficientes, de la triste realidad. Realidad que estaba determinada en alto grado por un factor llamado Hollywood.
México no era, la única víctima de ese dragón insaciable que era el cine estadounidense. No; las víctimas eran casi todos los países del mundo, pues con excepción de cinematografías que eran autosuficientes por su consumo local, como podían ser Hong Kong, India o algún otro país del mundo oriental, todos los demás países ponían (y siguen poniendo) la mayoría de sus pantallas a disposición del dragón todopoderoso.
Claro que, aun siendo el factor determinante, Hollywood no es de manera alguna el único culpable de la triste realidad en que se encontraba sumergido nuestro cine. Pero no es éste el espacio apropiado para hacer un análisis al respecto, de modo que mejor paso a narrar brevemente lo sucedido durante mi estancia en Televicine.
Empecé produciendo una película que constituyó un fracaso económico. Su título era Última llamada, original del actor y escritor Mario Cid, quien supo dar un enfoque estupendo al espinoso tema de la pena de muerte, pues entrelazaba un hecho local con las representaciones teatrales de la inolvidable Bandera negra, obra teatral del dramaturgo español Horacio Ruiz de la Fuente, a quien, por cierto, la película rinde un homenaje.
El reparto artístico de Ultima Llamada incluía a Alberto Estrella (en lo que era su primer papel protagónico), la estupenda actriz Arcelia Ramírez, el niño Imanol y varios, más, todos ellos bajo la dirección de Carlos García Agraz. En opinión mía (y de muchos otros) fue una buena película. ¿Por qué, entonces, fracasó económicamente? ¿Sería porque en vez del clásico happy end mostraba la cruda realidad (es decir: la inhumana ejecución del sentenciado a muerte)? ¿Por múltiples y diversas razones que se conjugan aleatoriamente? Debo confesar que no soy yo quien tiene la respuesta.
Por contraste, tuve la suerte de continuar con un éxito: Elisa antes del fin del mundo, película que incluyó el lanzamiento estelar de una niña cuya carrera artística puede llegar a ser sobresaliente. Me refiero a Sherlyn, tan bonita como buena actriz. Estaba acompañada por diversos actores entre los que destacaban Susana Zavaleta y el niño Imanol (el mismo de Última llamada). El argumento era original de Paula Markovitch; la dirección era de Juan Antonio de la Riva. El éxito fue tan amplio, que no hago más comentarios al respecto (porque los éxitos, se dice, no requieren explicaciones). Sólo mencionaré que, al igual que en la película anterior, ésta tampoco tiene un happy end, al contrario, aquí quien muere es la dulce, linda y pequeña protagonista.
Produje varias películas más: ¡Que vivan los muertos!, que contiene el lanzamiento de ese magnífico comediante que es Mauricio Herrera, y que si no alcanzó el éxito esperado se debió, entre otras cosas, a la paupérrima promoción que se le hizo a la comedia; y sucedió exactamente lo mismo con Un baúl lleno de miedo, donde la oportunidad estelar corrió por cuenta del simpatiquísimo y buen actor que es Carlitos Espejel, quien iba acompañado por estrellas de la categoría de Diana Bracho y Julián Pastor, además de otro lanzamiento que pronto destacaría por su belleza y sus facultades de actriz: Patricia Llaca.
E hicimos otras películas, entre las cuales me gustaría destacar la titulada En un claroscuro de la luna, filmada en coproducción con Rusia, escrita y dirigida por Sergio Olhovich, también con la actuación estelar de Arcelia Ramírez. Esta cinta tuvo mayor éxito en el extranjero que en México.
Otro éxito superó incluso al de Elisa antes del fin del mundo. Me refiero a una película cuyo reparto estuvo constituido por jóvenes que entonces eran prácticamente desconocidos, pero que fueron hábilmente dirigidos por Alejandro Gamboa. El argumento era original de Benjamín Cann y se titulaba El despertar, pero yo le cambié dicho título por el de La primera noche, que, pienso yo, fue más sugestivo. Y resultó tan grande el éxito de esta cinta que después el mismo Alejandro Gamboa filmó La segunda noche, película que superó inclusive el éxito de la otra, a pesar de que no era una secuela de aquélla (el posible carácter de secuela se encontraba únicamente en el título).
Mi gestión al frente de Televicine duró exactamente dos años y medio (del 1° de febrero de 1996 al 1° de agosto de 1998), tiempo durante el cual produje diez largometrajes. Mi lugar fue ocupado después por el joven cineasta Diego López (nieto del afamado muralista Diego Rivera), pero por tan breve lapso que no tuvo oportunidad de filmar ninguna película. Después se realizó la fusión, que ya mencioné, de Televicine con Videocine, a cuyo frente quedó Eckehart Von Damm. Fue ya bajo su gestión cuando se filmaron, entre otras, La segunda noche y La última noche, ambas dirigidas también por Alejandro Gamboa.
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La señora Alejandra Lajous, entonces directora del Canal 11, tuvo la gentileza de invitarme a algo que debía tener una importancia más que relevante: el Congreso de la Lengua Española, que tendría como sede la bella ciudad de Zacatecas. ¡Acepté de mil amores!
Hubo, eso sí, un buen número de personas que cuestionaron sin miramientos los méritos que podía tener Chespirito para codearse, departir (y hasta discutir, dado el caso) con la flor y nata de los escritores de España e Hispanoamérica. Esto último (la flor y nata) estaba más que justificado con la presencia de tres premios Nobel de Literatura: Camilo José Cela, Gabriel García Márquez y Octavio Paz (aunque este último no pudo asistir personalmente por razones de una enfermedad que lo aquejaba, pero envió una grabación mediante la cual expuso sus valiosas aportaciones). Y por si no hubiera sido suficiente la asistencia de tan distinguidos exponentes de la literatura española, el congreso se vio enriquecido con la augusta presencia de sus majestades, los reyes Carlos y Sofía de España.
En una de tantas ceremonias yo me aproximé para ver más de cerca a la pareja real que se desplazaba por el pasillo de un jardín, pero iba tan embobado que me tropecé con el borde del césped, a consecuencia de lo cual estuve a punto de chocar con su majestad, la reina aunque, afortunadamente, fui detenido a tiempo por uno de los guardias de seguridad, el cual se interpuso rápida y eficientemente, pero con una prudencia y una caballerosidad que no pude menos que agradecer (y admirar). No recibí más reproche que la mirada de desaprobación de Jacobo Zabludovsky, quien marchaba al lado de sus majestades. (Sólo faltó que dijera: «¡Tenía que ser el Chavo del Ocho!»).
Decía que mi presencia había sido cuestionada por ciertas personas, entre las cuales había algunos periodistas y uno que otro escritor. Sin embargo, no voy a mencionar ni a los unos ni a los otros; que ellos solitos se las arreglen para conseguir publicidad. Y sí voy a mencionar, en cambio, la gentil atención de Alejandra Lajous, de don Belisario Betancourt, literato y ex presidente de Colombia, del muy destacado lingüista Raúl Ávila, y del mismísimo Gabriel García Márquez, con quien sólo pude departir escasos minutos, pero cuyo trato simpático y amable fue de agradecerse.
Por cierto que Gabo (como le dicen con cariño al insigne escritor colombiano) presentó en el congreso una propuesta tan revolucionaria como descabellada. Quizá más descabellada que revolucionaria, pues no es el primero que propone suprimir los signos ortográficos y un buen número de letras del alfabeto castellano; pero, en este caso sus propuestas eran tantas y tan drásticas que, a mi modo de ver, impedirían leer sabrosamente… al mismísimo García Márquez.
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Estábamos de gira con la obra 11 y 12 en alguna ciudad de la República cuando recibimos una noticia muy triste: acababa de fallecer don Emilio Azcárraga Milmo. Para mí, particularmente, la noticia era más que desconsoladora, pues significaba la pérdida de un amigo querido, un jefe extraordinariamente capaz y un defensor apasionado de todo lo mexicano.
Emilio había creado una enorme cantidad de empleos; había sido el modelo a imitar por parte de empresarios e inversionistas, había impulsado y protegido a muchos representantes de diferentes disciplinas artísticas, deportivas e intelectuales; había dado prestigio a México y a lo mexicano. Y claro, habiendo generado todo esto, era inevitable que generara también algo más: envidia. Y ya se sabe que la envidia, a su vez, genera enemigos. A algunos de ellos me parece estarlos viendo en el momento de leer estas líneas (siempre y cuando me concedan el inmerecido y muy improbable favor de leer estas líneas). Y me imagino el tono despectivo con que preguntarían: «¿Cuáles fueron los supuestos exponentes artísticos, deportivos e intelectuales que impulsó y protegió ese señor? ¿Alguien como María Félix, Hugo Sánchez y Jacobo Zabludovsky?». Y se podría responder: «Sí; y a mucho orgullo». Pero habría que añadir a Plácido Domingo, Octavio Paz, Enrique Krauze y muchos otros. Y destacar la creación de becas de estudio, las donaciones a museos y a múltiples fundaciones de ayuda social, por mencionar algunos.
Pero ¿habría servido de algo el dar a conocer lo anterior? Lo dudo. Lo más probable es que siguieran existiendo los difamadores gratuitos o mal intencionados. Los que se han quejado, por ejemplo, de que Emilio haya dicho que «los mexicanos están jodidos», como si la frase hubiera sido pronunciada con sentido peyorativo, cuando la verdad es que la pronunció con el más hondo sentido de tristeza, dolor e impotencia, como me consta a mí personalmente y como lo hago constar aquí públicamente.
Del mismo modo en que hago constar la desilusión total que sufrió el señor Azcárraga respecto a la situación política que privaba entonces en el país. Después de que años atrás había confesado, con sinceridad, que él era «un soldado del PRI», Emilio manifestaba el temor de que este partido estuviera fabricando ya su propio mausoleo.
Cometió también errores, por supuesto. Y muchos, quizás. Pero, en todo caso, lo positivo superó con creces a lo negativo. Y es inevitable la reflexión: de haber contado con 20 ó 30 Azcárragas, ¿hasta dónde podría haber ascendido nuestro país?
Bueno, yo creo que sería mucho pedir el encontrar a 20 ó 30, pero al menos ya hay uno: su hijo Emilio Azcárraga Jean, a quien dejó al frente del enorme consorcio y del cual se hicieron comentarios semejantes a los que se habían hecho con respecto a su padre. Pero, no obstante su corta edad al momento de escribir estas líneas, el timón de la empresa lleva ya más de ocho años en manos de Emilio.
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Nuevamente estaba yo de gira con la comedia 11 y 12 cuando, por coincidencia, recibí la noticia de que había fallecido otro buen amigo mío: José María Fernández Unsaín, prolífico argumentista de cine y teatro, director de lo mismo, inspirado poeta y habilísimo directivo, durante muchos años, de la SOGEM. Nos habíamos conocido durante las asambleas de la Sección de Autores del STPC cuando ambos aspirábamos apenas a que nos concedieran el derecho de hacer adaptaciones cinematográficas. O más bien dicho: que nos concedieran el derecho de cobrar por esas adaptaciones, ya que, de hacerlas, siempre las habíamos hecho —pero quien cobraba por ellas era un productor o un director o… en fin—. Después, José María ascendió rápidamente como escritor y como directivo de los escritores, hasta alcanzar la presidencia de la Sociedad, y lograr que ésta unificara a las diferentes ramas (teatro, cine, televisión, libros, etcétera).
Después de su muerte surgieron algunas dudas respecto a la ortodoxia habida en el manejo de la SOGEM, pero la opinión más generalizada concluyó que las fallas habían sido producto de la inercia que había generado, paradójicamente, el rápido y eficiente ascenso de la sociedad. Y, en última instancia, el platillo de lo positivo superó con mucho al posible platillo de lo negativo.
Tiempo después empezó a relajarse la disciplina que siempre había prevalecido en el grupo que conformaba 11 y 12, por lo que Florinda y yo decidimos contratar a Moisés Suárez (el cual había sido uno de los prospectos iniciales) y a Óscar Bonfiglio, ambos excelentes actores que aportaron sus grandes facultades histriónicas para hacer que nuestra obra de teatro alcanzara la plenitud a la que siempre estuvo destinada.
11 y 12 ha seguido presentándose con insuperable éxito a lo largo de todos los estados de la República Mexicana y en lugares del extranjero como Los Ángeles, Las Vegas y Puerto Rico. Al terminar el siglo XX la cantidad de representaciones superaba ya las 3200.
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Mercedes de la Cruz y Pablo Leder habían puesto en escena algunos años atrás una obra cuyo título original no recuerdo, pero que esa vez decidieron llamarla La ronda de las arpías (excelente título, pienso yo). El teatro había sido el Polyforum Siqueiros; la dirección era compartida por Mercedes y Pablo, y el reparto, compuesto exclusivamente por mujeres, estaba encabezado por Rosita Quintana y Helena Rojo. El octavo y último lugar de los créditos estaba ocupado por un nombre que abarcaba toda la marquesina de mi interés particular: Paulina Gómez Fernández, la más pequeña de mis hijas.
Sería fácil imaginar que fue mi amor paternal lo que me hizo suponer que, a pesar de ese último lugar en la lista de participantes, Paulina era quien más sobresalía. Pero lo que pasó fue que se conjugaron dos factores muy importantes: por un lado, el personaje que ella representaba va creciendo en importancia durante el transcurso de la obra, hasta culminar con un emotivo y largo monólogo que da remate y explicación a la trama; el otro factor se llama talento: el talento natural de una muchacha que la llevó a desempeñar su papel con gran solvencia, a pesar de la mínima preparación que había tenido al respecto. Y cabe añadir que el talento de Paulina no se limita, ni mucho menos, a la actuación, sino que es extensible a muchas otras disciplinas, entre las cuales destaca la escritura, principalmente en la especialidad de la dramaturgia.
En 1998, mi hija volvió a la escena con la misma obra y con el mismo papel, pero con algunos cambios respecto a la vez anterior. En esta ocasión el teatro fue uno de los que conforman el excelente complejo de «Los Fábregas», manejado por la infatigable y capaz Felá; también hubo cambios en el elenco, donde cabe destacar la actuación de Alejandra Meyer y la ausencia de Helena Rojo; e igualmente cambió el financiamiento económico, que esta vez corrió por cuenta de… Florinda Meza y Roberto Gómez Bolaños. La aportación de Florinda no se limitó a los pesos y centavos (que fueron muchos) sino que se prolongó hasta la vigilancia, el cuidado y el decoro de la puesta en escena, todo ello con el aderezo de un entusiasmo sin límites. Sobra decir que Paulina volvió a ser la figura que sobresalió brillando con luz propia.
Ahora mi hija está centrada más en la dramaturgia que en la actuación. Pero también tiene algo que es más (mucho más) valioso que la dramaturgia, la actuación y todo lo demás: me refiero a Inés, su hija, quien desde muy pequeña ya dejó entrever que es heredera de todas las aptitudes de su madre, y que por supuesto forma parte del celebérrimo grupo llamado «los 12 mejores nietos del mundo».
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Un día, a principios de 1999, me enteré de que varios actores estaban ensayando una obra que habrían de poner… ¡en el Teatro Libanés! ¡Nada menos que en el teatro donde llevábamos siete años representando 11 y 12! Pero dichos actores, entre los cuales figuraban Marga López y Erick del Castillo (ambos amigos míos) aseguraban con toda naturalidad que su obra se estrenaría sólo unos días después de la fecha en que me enteré de lo planeado (ellos pensaban, con toda lógica, que yo estaba enterado de todo, lo que no era así). Entonces busqué a Pablo Jiménez para preguntarle al respecto, ya que se suponía que él era quien tenía la concesión para manejar el teatro, pero Pablo me dijo que no, que el concesionario en realidad era su papá.
—Para el caso es lo mismo —le dije. Yo sólo quiero que me digan qué hay de cierto acerca de ese rumor de que se va a estrenar otra obra aquí, en el teatro que estamos ocupando.
—Pues parece que sí —respondió Pablo—. Pero el que está bien enterado de esto es mi papá.
Sobra decir que inmediatamente concerté una reunión con los dos Jiménez, padre e hijo, misma que se efectuó al día siguiente en el camerino del teatro que usaban ellos como oficina. Ahí me dijeron que «les daba pena, pero que la taquilla con 11 y 12 ya no era la misma de antes y que, por lo tanto, habían decidido sustituir la obra».
Y claro que había descendido la venta de boletos, como que la temporada de estreno de nuestra comedia llevaba ya siete años ininterrumpidos en cartelera; y también quedaba claro que lo procedente habría sido pensar en una posible obra que entrara al relevo. Pero había una serie de aspectos que no encajaban del todo bien: para comenzar, el hecho de que, si bien era cierto que los ingresos en taquilla habían descendido, también era cierto que esto no había sucedido, ni mucho menos, de una manera alarmante (de hecho, 11 y 12 continuaba siendo una de las obras menos afectadas por la crisis que sufrían todos los teatros de la ciudad). En segundo lugar, Pablo siempre se había mostrado vivamente interesado en otra obra mía como posible sustituta. Por si fuera poco, la notificación del cambio me la estaban dando un jueves, para que el domingo inmediato se diera por cerrada la temporada. Y así lo indicaba claramente el documento que ya llevaban previamente redactado, a pesar de que todos sabíamos que en el teatro estos arreglos se deben notificar con un mínimo de siete días de anticipación. Yo les hice ver esto, pero al mismo tiempo les dije que no importaba; de modo que firmé el documento. Tres días después, el domingo 31 de enero de 1999, dimos la función número 2739, que fue la última en el teatro que está ubicado en las instalaciones del Club Libanés (cuyos directivos, por cierto, nos brindaron siempre un trato insuperable, que seguimos agradeciendo amplia y profusamente).
Cabe aclarar que lo anterior no provocó una ruptura de la amistad que habíamos mantenido con los Jiménez. Aunque obviamente disminuyó el trato que siempre hubo entre nosotros, nos seguimos saludando como si no hubiera pasado nada. Porque el teatro es así.
Cuando se supo que ya no teníamos tal compromiso en la capital, la provincia de toda la República pareció ponerse de acuerdo en contratarnos para llevar la obra a sus localidades.
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Y las contrataciones no se limitaron a la provincia mexicana, pues fuimos también a Los Angeles, Las Vegas y San Juan de Puerto Rico. Lugar, este último, donde por cierto sufrí un fuerte contratiempo.
Yo había padecido una especie de alergia que, hasta entonces, no había pasado de provocarme molestias de pequeño o mediano grado. El problema se manifiesta por el brote de múltiples ronchas que me provocan una creciente comezón que en algunas ocasiones llega a tornarse casi insoportable y que van invadiendo diversas zonas, principalmente las ingles, las axilas, el cuello y la cabeza. Hasta el momento no ha sido posible detectar si dicha alergia se presenta como reacción contra algún alimento, bebida, aroma, roce o vaya usted a saber; y todo parece indicar que, como se ha observado cada vez con mayor frecuencia, se trata de algo provocado por la tensión, por el estrés o por… ¡vaya usted a saber! Pero nunca se me había presentado en forma tan contundente como en Puerto Rico.
Las temibles ronchas habían empezado a brotar acompañadas por la respectiva comezón, de modo que Florinda pudo darse cuenta de que esa vez el problema podía presentar características preocupantes. Sin pérdida de tiempo buscó la atención de emergencia por parte del hotel, lo cual no podía ser muy sencillo por razón de la hora: algo así como las tres y media de la mañana. Mientras llegaba el médico, la comezón crecía en intensidad hasta un grado en que tuve que meterme a la regadera para aminorar la sensación con el golpeteo del agua fría.
Luego, cuando por fin llegó el doctor, yo había sufrido ya algo cercano a un desmayo. O quizá algo más, pues no alcanzaba a darme plena cuenta de lo que acontecía, aunque, según me explicó Florinda después, había tenido ronchas también en la garganta, lo cual había representado dificultad para respirar. Ella me contó que el médico me había tenido que aplicar dos (¿o tres?) inyecciones, aparte de firmar la receta con la que al día siguiente tendría que adquirir medicamentos adicionales.
Después el problema se me ha presentado con una frecuencia un poco mayor, de modo que Florinda ha tomado todas las providencias necesarias, entre las cuales destaca el tener siempre a la mano las inyecciones que controlan la reacción alérgica. Esto ha sido tan riguroso, que ya una vez tuve que ser inyectado a bordo de un avión, en pleno vuelo. La encargada de hacerlo fue la misma Florinda, quien no sólo portaba medicinas, jeringas y demás implementos necesarios, sino que, además, tiene la facultad de saber inyectar excelentemente. El único inconveniente fue, quizá, que muchos pasajeros tuvieron la oportunidad de contemplar mis nalguitas sin restricción alguna y sin tener que desembolsar un solo centavo por el excitante espectáculo. (Luego, al llegar al aeropuerto, también conté con la espontánea y gentil intervención de la señora María Teresa Aranda, directora general del DIF, que iba a bordo del mismo avión y a quien habíamos conocido en Villahermosa, Tabasco, de donde regresábamos).
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El domingo 21 de noviembre de 1999, por la mañana, yo estaba en la cama, leyendo el periódico y en espera de que dieran las 12:00, hora en que habrían de pasar por televisión, simultáneamente, todos los partidos de fútbol que conformaban la última jornada del campeonato. Después supe que, en su casa, mi hermano Horacio estaba en espera de lo mismo.
Yo, mientras tanto, seguía tumbado en la cama y leyendo el periódico, cuando sonó el timbre del teléfono. Florinda, como siempre, se apresuró a contestar.
—¡Vicky! —exclamó con expresión de agradable sorpresa—. ¡Qué milagro!
No conocíamos a ninguna otra Vicky, de modo que al instante deduje que se trataba de la hija mayor de Horacio. Pero el siguiente sonido que emitió Florinda era esa especie de aspiración interrumpida que se hace manifiesta cuando acabamos de oír una noticia desagradable. Y no tuve que seguir oyendo más, pues yo estaba ya llorando cuando Florinda me dijo con la voz quebrada por el dolor:
—Róber… tienes que ser fuerte…
Yo lo sabía ya. Aquel sonido escapado de la garganta de Florinda había sido suficiente para indicarme que mi adorado hermano había fallecido.
Horacio había sido para mí algo más que un hermano. Tanto, que por momentos pienso que ni siquiera sería suficiente calificarlo como «hermano gemelo», ya que los gemelos suelen evitar el exceso de mutua compañía que pudiera mermar la identidad propia de cada uno; y, a diferencia de ello, Horacio y yo tuvimos una convivencia tan amplia y tan frecuentemente compartida en multitud de ambientes, que la mejor definición de nuestro parentesco podría ser la de «hermanos/amigos» (con todo el valor que encierra el término «amigos», que en muchas ocasiones supera por merecimientos propios al de «hermanos»). En este sentido, yo sé que mis dos hermanos, Paco y Horacio, fueron mis mejores amigos.
Qué lejos estaba entonces de imaginarme que sólo nueve meses después fallecería también Paco, mi hermano mayor. Al igual que otras noticias similares, ésta me llegó mientras estábamos de gira con 11 y 12, de modo que tuve que experimentar aquella supuesta tradición que obliga a los actores a presentarse en el escenario como si no hubieran sido lastimados por pena alguna. Pero este caso era tal vez diferente, pues apenas tres meses antes había muerto también Marta, la dulce y tierna esposa de Paco. Esa fue una ausencia que Paco no pudo soportar, de modo que había sido más o menos previsible que mi hermano iría pronto en pos de ella.
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Cuentan que en cierta ocasión se acercó alguien al gran dramaturgo español Jacinto Benavente y le dijo:
—Maestro, ¿sabía usted que fulano de tal (no importa el nombre) anda hablando muy mal de usted?
—No, no sabía —contestó don Jacinto—. Pero me extraña mucho, porque a esa persona yo nunca le hice ningún favor.
Recordé esa anécdota cuando me disponía a narrar algo parecido. Pero no mencionaré nombres porque no me gustaría que este libro llevara impresa una manifestación de rencor (con lo cual no pretendo recibir diplomas de indulgencia ni nada por el estilo, pues estoy consciente de que es más fácil ser caritativo que justo). Lo que pasa es que Florinda y yo pasamos por una experiencia semejante a la de don Jacinto, después de haber realizado más de 3200 representaciones de 11 y 12.
Nosotros habíamos separado del elenco a algunos actores por su continua indisciplina y, a uno de ellos en especial por una constante altanería que se hacía patente con un trato más que soez. Entre las formas de indisciplina de éste destacaba la de ignorar la norma de evitar la risa en escena, mientras que su trato soez había alcanzado ya el grado de enfermedad crónica. La separación se efectuó mediante la aplicación rigurosa de las normas que rigen la relación entre los actores y las empresas que los contratan; esto es, dando el aviso reglamentario de que el contrato sólo duraría siete días más. Después de esto procedimos a contratar a otros elementos para sustituir a los anteriores, y todo siguió su marcha sin alteración alguna hasta que, transcurrido ya un buen tiempo, recibimos la noticia de que uno de los anteriores nos demandaba laboralmente, ¡por incumplimiento de contrato!
Era algo que no tenía antecedentes en México y, simultáneamente, algo que no debería formar jurisprudencia, pues haría imposible cualquier clase de contratación. En pocas palabras: no podría existir el teatro, ya que ninguna de las dos partes, actor y empresa, se pueden comprometer a perpetuar la relación (porque no hay empresa que pueda garantizar la permanencia de una obra en escena, del mismo modo que no puede exigir que un actor permanezca a su servicio por una eternidad). Sin embargo, a pesar de lo absurdo y hasta lo risible que parecía ser una demanda de tal naturaleza, ésta llegó a una de las mesas de Conciliación y Arbitraje. Ahí se asentaba, entre otras falacias que parecían de caricatura, que el sujeto negaba que fuera suya la firma estampada en los recibos de pago, pero los expertos en caligrafía confirmaron que, sin duda alguna, la firma era auténtica (aparte de que esto ya había sido testificado por la delegada de la ANDA que había efectuado los pagos correspondientes). Por esto —y por muchas otras pruebas— surgió el único laudo que podía esperarse: el que determinaba la sentencia a nuestro favor. Pero…
Pero poco tiempo después fuimos informados de que… ¡el laudo se había extraviado! Tal como suena.
Entonces tuvieron la «amabilidad» de decirnos que estaban dispuestos a encontrar el laudo perdido, así tuvieran que buscar por cielo, mar y tierra, y que la búsqueda tan sólo costaría equis cantidad de pesos.
Claro está que Florinda y yo acordamos que no daríamos ni medio centavo; de modo que no encontraron el laudo y se reinició el juicio.
Todo nos daba nuevamente la razón. Y otra vez tuvieron la amabilidad de decirnos que el laudo volvería a ser favorable para nosotros… y que este «servicio tan sólo tendría un precio ligeramente mayor que el solicitado anteriormente para cubrir el costo de la búsqueda».
Es obvio que mi mujer y yo respondimos lo mismo que antes, lo que se tradujo en la expedición de otro laudo (el definitivo), que entonces daba la razón al sujeto demandante. Entre los datos que destacaban estaba el juicio de los expertos en caligrafía, quienes aseguraban que la vez anterior no habían podido ver bien las firmas (seguramente porque tenían chinguiñas en los ojos), pero que en esta ocasión se dieron cuenta de que habían sido falsificadas. La delegada de la ANDA insistió en que eran auténticas y que fueron ejecutadas en su presencia, pero la ANDA no le dio crédito a su honesta representante (quizá porque no se sujetaba a las normas acostumbradas).
Para no alargar la narración, sépase que Florinda y yo tuvimos que pagar una cantidad que, en números redondos, era igual a la suma de todo lo que había cobrado el actor durante aquellos siete años de trabajo (no es la única vez en que hemos sido víctimas del «Síndrome Benavente»).
Después de eso ¿volveremos a gastar nuestros ahorros en dar de mamar a esa enorme cantidad de abogados que invaden las Mesas de Averiguación y Arbitraje para robar, actuando en contubernio con un gran porcentaje de sus funcionarios?
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No obstante, ni mi mujer ni yo podíamos renunciar a la creatividad, de modo que no hemos permanecido inactivos. Y menos cuando empezamos a interesarnos en algo de lo que siempre habíamos permanecido prudentemente alejados, a pesar de que a últimas fechas había sido tema frecuente de nuestras inquietudes y motivo de múltiples comentarios e intercambios de opinión. Estoy hablando de todo lo referente a la política (pero con un interés de participación exclusivamente cívica, condicionada al rechazo total por nuestra parte de cargos o empleos políticos. Es decir: ni los buscaríamos ni los aceptaríamos, así como ni siquiera pretenderíamos figurar como candidatos a puestos de elección).
Cabe aclarar que si la política jamás había formado parte de nuestros intereses, esto no había sido por desprecio ni por ignorar su importancia. No; la abstención obedecía más que nada a ese reprochable pero comprensible fatalismo que regía la conducta de muchos mexicanos desde hacía un buen número de décadas. «¿Por qué tomarnos la molestia de ir a votar —solíamos decir— si ya sabemos quién va a ganar?». O bien: «¿De qué me sirve ir a votar en contra de tal candidato, si éste contará con los votos de miles y miles de acarreados?». Eran muchísimos los argumentos de este tipo que nos mantenían apartados de las urnas, hasta que dentro de nosotros empezó a germinar una semilla diferente.
Tal vez porque también eran diferentes quienes habían sembrado la semilla, pues se trataba de esos pocos (poquísimos) personajes que tienen la enorme virtud de no dejarse vencer por las adversidades. Pero eran personajes auténticos; tan auténticos que tenían apellido: Nava, Clouthier, Álvarez… Y entonces comenzamos a pensar: «¿Y si no fuera verdad eso de que las cosas no tienen remedio? ¿Si pudiéramos sacudirnos ese par de pesadísimos lastres que se llaman desidia y pesimismo?».
Un día Florinda y yo estábamos de vacaciones en Cancún cuando Esther, la hermana de Florinda, nos dijo:
—Fíjense que aquí en la ciudad va a haber un acto de campaña de Vicente Fox.
¡Era nada menos que el artífice de nuestro incipiente optimismo! El mexicano que empezaba a contagiarnos con la insólita idea de que podría haber un cambio inconmensurable. Pero, además, el contagio se esparcía mediante el uso de un lenguaje directo, valiente y emancipado de los viejos y caducos cartabones del discurso oficial, pues en vez de decir, por ejemplo: «Nuestra plataforma política se sustenta en los inmaculados principios emanados de la gesta revolucionaria», el discurso de Fox decía: «Ya estamos hartos de esa bola de funcionarios corruptos».
Entonces Florinda y yo acudimos al mitin. La concurrencia era enorme. «La mayor que ha habido aquí en un evento de esta naturaleza», nos dijeron. Y tan era verdad que la multitud arremolinada fue un obstáculo que al candidato le costó trabajo librar antes de llegar al entarimado que le serviría de tribuna. Una vez ahí, las ovaciones y las muestras de apoyo fueron incesantes. Luego, al descubrirnos a Florinda y a mí, el señor Fox nos invitó a subir a la tarima, lo que mi mujer y yo hicimos con mucho gusto y aplaudiendo abiertamente al candidato, el cual, con una gentileza que agradecemos en todo lo que vale, le dijo a la multitud: «Yo sé que no vinieron a verme a mí, que vinieron a ver a Chespirito; pero gracias de todos modos». Tanto la concurrencia como nosotros reímos de buena gana, pues era obvio y conocido que Florinda y yo estábamos ahí de vacaciones y que habíamos ido a Cancún sin haber tenido la menor idea de que coincidiríamos con la gira del señor Fox.
Poco después, ya en México, no faltó el estólido editorialista que escribiera que «Vicente Fox llevó a Chespirito y Florinda a Cancún».
Por cierto, tres años después Florinda y yo nos encontrábamos en el lobby de un hotel de Hermosillo, Sonora, cuando nos topamos casualmente con el entonces ya presidente Fox, a quien saludamos con el afecto y el respeto debidos, cuando tanto él como nosotros nos disponíamos a marchar de ahí (el presidente en dirección a Guaymas por una gira de trabajo, y Florinda y yo hacia el aeropuerto para abordar el vuelo que nos llevaría de regreso a México), pero luego, cuando íbamos rumbo al aeropuerto, oímos a un pobre comentarista radiofónico que decía algo así como: «por cierto: en el lobby del hotel se encontraban también Chespirito y Florinda Meza, quienes echaron porras a favor del presidente pero, claro, ¿qué otra cosa podían hacer si los transportan en el avión presidencial y los alojan en el mejor hotel de Hermosillo?».
No recuerdo ni me importa recordar el nombre del comentarista, pero a quien haya oído tal desinformación, le diré que Florinda y yo no conocemos ningún transporte presidencial, ni un autobús ni un automóvil ni un caballo ni (mucho menos) un avión; que habíamos ido a Hermosillo en un vuelo comercial pagado por la Universidad de Sonora, a cuyas instalaciones tuve el honor de ser llamado para dar una conferencia, lo cual hice el día anterior. Y fue también la Universidad la institución que se hizo cargo de nuestros gastos de viaje (hotel, traslado y alojamiento por un día fueron la paga que recibí por la conferencia). Y sépase que hicimos el intento de hablar por medio de un teléfono celular a la estación de radio para desmentir lo dicho por el comentarista, pero que éste, apenas se enteró de que éramos Florinda y yo quienes hablábamos, simuló que «casualmente se había cortado la comunicación».
—¿Bueno, bueno? —decía el pobre diablo con la hipocresía que suelen usar los cobardes en tales casos. Para luego añadir—: Se cortó la comunicación. ¡Qué lástima!
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Y ahora, regresando a lo que estaba narrando anteriormente (lo ocurrido tres años antes), es fácil recordar que la campaña política del señor Fox fue avanzando en medio de un mar de obstáculos, el mayor de los cuales seguía siendo el fatalismo: esa triste resignación que frena inclusive el más leve intento de levantar la voz para hacer pública nuestra inconformidad, y que fue también el primer obstáculo que Florinda y yo tuvimos que superar (fue ella quien lo consiguió primero y quien más influyó para que lo consiguiera yo también). No era ése el único obstáculo que se interponía; había otro que sería imposible de soslayar: el miedo. Aunque, en realidad, éste había sido ya uno de los cómplices más aguerridos del fatalismo, sobre todo en un país donde parecía axiomático que «vivir fuera del presupuesto era vivir en el error», por decir lo menos. Entonces tomamos la saludable decisión de contribuir con nuestro granito de arena.
A decir verdad, fue algo sencillo. Todo consistió en dos o tres grabaciones que hicimos para televisión y radio, en las cuales nos limitábamos a hacer públicas nuestras preferencias a favor de Vicente Fox como candidato para la presidencia de la República, incluyendo la información de que nosotros votaríamos por él en las elecciones que habrían de celebrarse el 2 de julio de 2000. «Un apoyo muy leve» —pensé yo—. Y aún más leve fue la pequeñísima frecuencia con que eran transmitidos nuestros modestos promocionales, a pesar de lo cual empezó a suceder algo sorprendente: la gente hacía múltiples y muy gratos comentarios al respecto. Pero ello no sólo sucedía, ni mucho menos, en referencia a los promocionales de Florinda Meza y Chespirito, sino que se iba convirtiendo en lugar común de todo lo relacionado con la campaña de don Vicente. Esto se fue haciendo cada vez más claro para nosotros, pues por aquellos días andábamos de gira con nuestra comedia 11 y 12, a través de muchos lugares del interior de la República, lo que nos dio oportunidad de constatar algo que difícilmente podría haber sucedido algunos meses antes: la aceptación del señor Fox mantenía un constante y notorio incremento por donde quiera que íbamos.
Lo que sucedió después ya es ampliamente conocido: a pesar de la multitud de escollos que debió superar, Vicente Fox obtuvo una victoria que fue prácticamente arrolladora, haciendo que aquel 2 de julio del 2000 haya representado lo mejor que le ha sucedido al país desde hace muchos, muchos años.
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No deja de ser significativo que haya escogido la narración de este acontecimiento para poner punto final a un libro mío, ya que se trata de un final feliz, lo cual se identifica plenamente con el tipo de dramaturgia al que he dedicado la mayor parte de mi existencia y a la que he usado como herramienta para tratar de brindar al público momentos de sano esparcimiento, pausas de descanso y por lo menos algunas migajas de felicidad. Todo, por supuesto, en la medida de mis posibilidades.
Pero, de cualquier modo, las biografías suelen incluir la fecha, la forma y las circunstancias en que aconteció el deceso del protagonista, y como yo sigo aferrado a este don sublime y maravilloso que es la vida… tendré que añadir un epílogo.