Capítulo XI

—¿Tienes algo que hacer esta noche? —me preguntó Humberto Navarro por teléfono.

—Dormir —le respondí—. Es más: ya estoy a punto de meterme a la cama.

—¿A estas horas? Apenas van a dar las 10 de la noche.

—Pero estuve trabajando todo el día.

—Pues ya dormirás en otra ocasión —añadió Humberto con aquella cachaza que lo caracterizaba—, de momento lo que importa es que vengas ahora mismo a La Fuente.

Este era por aquel entonces el centro nocturno de mayor categoría que había en México, y Humberto Navarro estaba encargado de la contratación de los espectáculos que ahí se presentaban, razón por la cual le dije:

—Oye, Humberto: no estarás pensando en contratarme para trabajar ahí. El Chapulín y El Chavo no son espectáculos para La Fuente.

—Ya lo sé; pero el motivo de la invitación no es ése. La cosa va por otro lado.

Y no recuerdo qué tanto seguimos discutiendo, pero lo que sí sé fue que terminé yendo al centro nocturno, donde me recibieron con toda clase de atenciones. A un lado de la mesa había una cubeta con hielo; y en el hielo reposaba lujuriosamente una botella de Don Perignon.

—Ahora mismo viene el señor Navarro —me dijo el mesero, al tiempo que colocaba un par de copas y un plato con rebanadas de manzana. Luego se retiró, dejándome como blanco absoluto de las miradas que había a mi alrededor, casi siempre acompañadas por sonrisas y gentiles saludos a distancia. Tres o cuatro personas se acercaron a la mesa y me pidieron un autógrafo. No traían un álbum de autógrafos, pero no hacía falta; las servilletas sirven para lo mismo.

Luego llegó Humberto Navarro, con esa sonrisa amable y hasta candorosa que después fue característica de muchos cappi di cappi.

—¡Qué bueno que viniste! —me dijo, al tiempo que hacía una seña al mesero para que descorchara la glamorosa y costosa botella de champaña—. Tengo un show que te va a encantar. ¡De primerísima categoría, eh!

—Como siempre —comenté sin asomo de originalidad.

La conversación prosiguió por ese rumbo incierto que precede a cosas más importantes. Y luego Humberto me dijo sin más ni más:

—El señor Azcárraga quiere hablar contigo.

—Tus programas son lo mejor del Canal 8 —me dijo Emilio Azcárraga Milmo cuando estuve en su oficina—, y me gustaría que fueran parte de nuestra programación.

Yo había tenido un trato muy breve con él en épocas anteriores cuando no era más que «el hijo del patrón», el único varón de la prole de don Emilio Azcárraga Vidaurreta. Este, por su parte, había sido el imponente y audaz empresario que había ascendido hasta un primerísimo lugar en varias industrias, la principal de las cuales había sido la de comunicación (radio y televisión). Con el calificativo de «imponente» me refiero a su sólida figura, tanto como a su arrobadora personalidad. Estas características fueron parte de lo que recibió en herencia su hijo Emilio, al tiempo que pasaba a ocupar la cabecera de lo que ya había empezado a ser eje central de la industria televisiva en México, y que luego él se encargaría de impulsar hasta ocupar dicha primera posición en todos los países latinoamericanos. Aunque esto no se le dio de manera gratuita, ni mucho menos. Al contrario: cuando falleció su padre, a Emilio II se le auguraba un fracaso rotundo.

—¿Qué podrá hacer este pobre muchacho —decía más de uno— cuando tenga que quedar al frente del negocio? Si lo único que sabe hacer es divertirse y ligar romances a diestra y siniestra.

Bueno, esto último lo siguió haciendo durante toda su vida, pero lo hacía al mismo tiempo en que engrandecía sus negocios de manera espectacular. Por otra parte, muchos de los que le auguraban un fracaso ignoraban que cuando murió su padre, Emilio II ya llevaba buen tiempo de ser quien manejaba el negocio. Algunas veces, inclusive, teniendo que soportar la oposición del mismo Emilio I, como sucedió con la construcción del Estadio Azteca, cuyo futuro no llegaba éste a comprender. Tampiqueño de nacimiento y de corazón, don Emilio Azcárraga Vidaurreta no podía aceptar que «un deporte tan primitivo como el fútbol lograra desplazar a algo tan grandioso como el béisbol». Pero Emilio Azcárraga Milmo sí previo el auge que cobraría el «primitivo deporte», hasta constituirse en el fenómeno que actualmente maneja miles de millones de dólares y que hipnotiza a muchos millones de personas en todo el mundo. Entonces, para poder llevar a cabo su magno proyecto, tuvo que recurrir a un préstamo que le hizo otro visionario: nada menos que el grupo que entonces manejaba, entre otras cosas, el Canal 8, su competidor televisivo.

—Mi oferta es la siguiente —añadió Emilio cuando me senté frente a él en su despacho—: por cada programa ganarás tanto (la cantidad representaba exactamente el doble de lo que ganaba yo en Canal 8). Además, de entrada recibirás 300 000 pesos en efectivo.

Esto representaba para mí, algo así como todo el dinero del mundo, más cuatro pesos. Por supuesto que me apresuré a decirle:

—¡Claro que acepto!

—¡A toda madre! ¿Cuándo empezamos?

—No me quedan más que ocho semanas de contrato con TIM. (Televisión Independiente de México. Canal 8.)

—Bien; aquí te esperamos.

Así pues, llegué a mi casa feliz de la vida y le conté a Graciela todos los pormenores del arreglo. Por lo tanto, nos la pasamos muy bien hasta entrada la noche, cuando recibí otra llamada telefónica.

—Hola, ¿cómo estás? —me dijo Humberto Navarro, que era quien hablaba—. Te fue bien, ¿verdad?

—¡De maravilla! —respondí. Y le conté con detalle los pormenores de la cita que había tenido con Emilio.

—Sí —me dijo Humberto—: ya me contó el señor Azcárraga. Pero me pide que te haga una aclaración.

—A ver: dime…

—Dice que no le gusta eso de tener que esperar ocho semanas. Que debes venir para acá inmediatamente o, de lo contrario, que te olvides de Telesistema.

Me dolió como puñalada en el corazón. (¿O en el bolsillo?). Pero de cualquier modo no lo tuve que pensar durante más de dos segundos, al cabo de los cuales respondí:

—Lo siento, pero yo tengo un compromiso con Canal 8, y lo voy a cumplir.

—¡No seas pendejo! Nadie está respetando esa clase de contratos. Los de allá vienen para acá y los de acá van para allá, y a todos les vale madre si tenían o no tenían contratos.

La discusión se prolongó durante un rato, pero no hubo argumento que me hiciera cambiar.

—Está bien —me dijo Humberto al despedirse—. ¡Conste que fue tu decisión!

Ante la noticia, Graciela quedó tan triste como yo, pero comprendió que la dignidad estaba antes que el interés.

Alterando un poco el orden cronológico de los acontecimientos, contaré que en la tarde del siguiente día recibí otra llamada telefónica de Humberto Navarro:

—Al señor Azcárraga le pareció que tu respuesta fue muy digna —me dijo—. Por lo tanto, me manda decirte que no te preocupes; que te vamos a esperar hasta que terminen esas ocho semanas que te restan en Canal 8.

—Pues dile al señor Azcárraga —le contesté— que agradezco mucho su apreciación, pero que ahora tendrán que esperarme 60 semanas.

¿Qué había sucedido? Que a la mañana siguiente de la segunda llamada me despertó (literalmente) otro telefonema que resultaría trascendente. Sólo que éste provenía de don Luis de Llano Palmer, a la sazón director de producción y programación de Canal 8, a cuyo frente estaba el exitoso y dinámico don Alfredo Martínez Urdal.

—Me urge que vengas inmediatamente —me dijo—. Tenemos que ver algo muy importante.

El horario era inusual. No recuerdo exactamente qué era lo que marcaba el reloj, pero sí sé que no llegaba a las 9:30 am, un horario totalmente atípico para ejecutivos de televisión de cualquier parte del mundo. Pero cuando llegué a su oficina, ahí estaba don Luis con ese gesto de seguridad y franca gentileza que lo caracterizaba.

—Hemos estado pensando —me dijo— que tu sueldo no corresponde a lo mucho que representas para nosotros, de modo que hemos decidido un aumento. A ver: ¿qué te parece?

Dijo esto último poniendo frente a mí una tarjeta en la que estaba escrita una cantidad, que era exactamente la misma que me había ofrecido Emilio. La diferencia radicaba en que aquí no habría una cantidad adicional en efectivo como la que me ofrecía Telesistema, pero de cualquier modo el aumento era sensacional. Sin embargo, el asunto no terminó ahí.

—Te hablan por teléfono —me dijo Graciela esa misma noche.

—¿Es de Canal 8 o de Telesistema? —pregunté en tono de broma.

—Es Humberto Navarro —aclaró ella.

Fue entonces cuando le dije aquello de que debían esperarme 60 semanas, ya que a las 8 del contrato debía añadirle 52 más (un año) concernientes al contrato que había firmado esa misma mañana con TIM.

Tiempo después sería frecuente oír a Emilio Azcárraga Milmo cuando me halagaba contando aquel hecho como un ejemplo de la lealtad que se debe tener con una empresa, y de la ética con que se deben cumplir los compromisos adquiridos. Y recordaba que esto había sucedido cuando personal de TIM se pasaba a Telesistema, al igual que personal de Telesistema se pasaba a TIM, haciendo caso omiso de contratos y demás instrumentos de compromiso. Esto lo comentaba muchas veces en mi presencia y frente a toda clase de testigos.

Sin embargo, de todo aquello saltaba una duda: ¿por qué se había dado la insólita coincidencia de que don Luis me hablara precisamente un día después de que había yo recibido la oferta de Telesistema, y que él me ofreciera un aumento exactamente igual al ofrecido por la empresa de Emilio? ¿Será posible que la respuesta se encuentre en las prácticas de contraespionaje que ya eran comunes en aquellos tiempos (1973)? Claro que esto no pasa de ser una especulación carente de fundamento, pero al narrar la anécdota he recordado algo que es, en cambio, una verdad absoluta: el hecho de que en estas líneas me había faltado destacar a don Luis de Llano Palmer como uno de los mayores genios que ha habido en el ámbito mundial de la televisión en español, tanto en lo referente a la producción como a la programación, al descubrimiento y contratación de elementos artísticos, directivos, técnicos, etcétera.

Por cierto, también hacía falta señalar que, en lo relacionado con mi contratación, Telesistema no tuvo que esperar que transcurrieran aquellas 60 semanas, pues antes de que se cumpliera el lapso concerniente sucedió algo que modificaría todos los arreglos existentes: Telesistema y TIM unieron sus destinos y sus intereses, conformando lo que hasta la fecha se conoce como Televisa. Entonces mis programas empezaron a transmitirse por Canal 2 y los ratings se elevaron hasta las nubes.

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No todo era reír y cantar. En cierta ocasión, cuando ya nos disponíamos a comenzar la grabación de un programa, Ramón se me acercó con un gesto que reflejaba algún problema. Me dijo:

—Fíjate que el Pachuco acaba de palmar.

Esto significaba, en el lenguaje popular, que su hermano Germán acababa de morir. Era algo que ya se esperaba, pues el genial Tin Tan padecía un cáncer que no tenía curación posible, lo cual no impidió que la tristeza invadiera el foro, pues el estupendo actor se había granjeado siempre el cariño de compañeros, técnicos, ejecutivos, etcétera. Entonces Ramón me hizo ver que Rubén o Edgar podrían tomar su lugar en los papeles que le correspondía representar ese día. Así era, en efecto, de modo que Ramón partió rumbo a la capilla donde ya estaban velando los restos de su querido y admirado hermano.

Yo había escrito dos películas para ese extraordinario comediante que fue Tin Tan: Vagabundo y millonario y Fuerte, audaz y valiente, y durante el rodaje de ambas tuvimos oportunidad de charlar, reír, hacer bromas y demás.

También tuve la satisfacción de haber sido invitado a su casa, donde toda la familia se encargaba de que los invitados la pasaran de maravilla. Pero Germán fue, por sobre todo, un estupendo compañero. No recuerdo haber oído que hablara mal de alguien o que hiciera cosa alguna que pudiera perjudicar a otro. Me dolió mucho su deceso.

Pero no terminaban ahí los contratiempos que se presentaron durante esos días, pues muy poco después, durante la grabación de un programa, sufrí un accidente que pudo haber tenido pésimas consecuencias. Me refiero a una bala de salva que casi me agujeró la mano. El accidente ocurrió durante la grabación de una escena, momento que quedó como recuerdo en una cinta de videotape que, supongo, debe estar por ahí almacenada. Me llevaron inmediatamente al Hospital de la Marina, que estaba precisamente frente a la puerta de Televisa San Ángel, donde fui atendido de emergencia por médicos que debieron limpiar muy bien el agujero que provocó la explosión, retirar grumos de pólvora quemada y coser la herida. Cuando llegué, el dolor era insoportable, pero fue mitigado rápidamente con un analgésico inyectado. El único inconveniente fue que en ese momento no había ahí un especialista, pues las manos tienen una compleja red de nervios, tendones y demás, cuyo tratamiento exige la intervención de verdaderos expertos en la materia. Por tal razón quedaron sin ligar algunos nervios, motivo por el cual perdí, para siempre, la sensibilidad de gran parte de los dedos índice y medio de la mano izquierda. Además, durante buen tiempo tuve que traer la mano vendada y, de paso, sujetarme a una serie de terapias que me ayudaban a recuperar el movimiento de los dedos, lo que conseguí poco a poco y hasta después de varios meses. Debido a esto tuve un par de problemas: el menor fue el impedimento para tocar la guitarra durante un lapso considerable; y el mayor fue la incapacidad para escribir a máquina. Esto último se resolvió recurriendo a la escritura manual (a lápiz) a lo que me acostumbré a tal grado, que sólo volví a la escritura mecánica hasta mucho tiempo después, cuando ya existía el enorme adelanto que significaba el uso de máquinas de escribir eléctricas y después electrónicas (las computadoras tardarían todavía un buen rato en hacer acto de presencia).

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Un poco excedido de optimismo, había iniciado la compra a plazos de un terreno más grande, en la misma zona de Tlalpan, con el objeto de hacer una casa de mayores dimensiones, tal como lo exigía el número de hijos que ya teníamos: seis. Pero después de haber cubierto una buena cantidad de mensualidades, el dinero se agotó y tuvimos que devolver el terreno. Del dinero que ya habíamos pagado, el banco nos devolvió menos de la mitad, como suelen hacer las honorables instituciones (pues ya se sabe que un banco te presta dinero a condición de que compruebes fehacientemente que ese dinero no te hace falta).

Tiempo después, conseguí vender algunos argumentos cinematográficos, por lo que pude reiniciar aquella aventura. Al decir «reiniciar» lo hago usando el sentido literal de la palabra, pues el nuevo terreno era exactamente el mismo que había comprado (y perdido) anteriormente. La diferencia consistió en que esta vez lo pude pagar de contado.

Así fue como tiempo después nos fuimos a vivir a Circuito Tesoreros 63, una casa cuyo plano tracé yo y cuya construcción corrió a cargo del arquitecto Miguel Hernández, amigo de mi hermano Paco desde la infancia.

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El Canal 13 se había inaugurado casi simultáneamente al Canal 8, y ahí también se dejaba ver un espíritu de competencia que pronto llegaría a afectar mis planes, pues llamaron a María Antonieta para estelarizar un programa de concurso que habían diseñado. El programa se llamaría Pampa Pipiltzin, y María Antonieta sería la animadora y conductora del mismo. Ella también me dio la noticia con la pena que sentía al saber que provocaría un desajuste en el programa del Chavo, ya que la Chilindrina destacaba como uno de los personajes importantes; pero, al igual que había sucedido con Rubén, le hice ver que no sería yo quien impidiera el legítimo ascenso que esto parecía representar en su carrera. Así pues, con la indicación de que nuestras puertas estarían abiertas cuando quisiera regresar, la dejamos marchar.

Para justificar la ausencia de la Chilindrina, en el programa se comentaba que don Ramón había mandado a su hija a estudiar en una escuela de Guanajuato, donde viviría bajo el amparo de unas tías que radicaban ahí. Esto en lo que se refería al programa del Chavo, pues en cuanto a su actuación como dama joven al lado del Chapulín o en otros sketches, el problema quedó resuelto al ser sustituida por Florinda Meza. Los pesimistas, que nunca faltan, pensaron que estos cambios influirían de forma negativa en el programa, pero el rating no sólo no disminuyó, sino que siguió ascendiendo al mismo ritmo en que lo había hecho antes.

Año y medio después, María Antonieta reconoció que el dinero no compensaba el descenso de popularidad y decidió regresar al programa, donde fue bienvenida, tal como le habíamos dicho. Y claro: recuperó pronto la popularidad.

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El Sindicato de Técnicos y Artistas de Radio y Televisión organizó un congreso de productores y directores que se efectuó en Puerto Vallarta y en el cual menudearon los hechos anecdóticos, entre los cuales destaca una competencia que organizamos y que resultó muy reñida. Se trataba de dar un voto de reproche a cualquiera que dijera una tontería durante las sesiones (el término oficial no era «tontería» sino «pendejada», pero la idea había sido de Humberto Navarro, cuyo dominio del lenguaje no era exactamente académico). Como secretario de actas fungía Alberto del Bosque, a quien le bastaba echar un vistazo a los concurrentes para que estos emitieran su voto condenatorio mediante un ademán o un simple gesto. Cuando esto sucedía (que era casi siempre y por consenso general). Beto trazaba una crucesita en el renglón correspondiente al nombre del infractor. El recuento de votos se efectuaría al finalizar el congreso. Para poner un ejemplo de lo anterior, si alguien pedía la palabra para decir algo que ya había dicho otro, su error ameritaba una cruz. Si alguien pedía la palabra cuando ya teníamos ganas de ir a la playa, a comer, a tomar una copa, o simplemente a descansar, la sanción era de dos. Pero hubo casos excepcionales, como el que se derivó de la denuncia presentada contra Sergio Peña, a quien se acusó de haber ido al congreso acompañado por su esposa. Y aunque ésta (Kippy Casado) era una linda y simpática dama, esto no la privaba de su condición de esposa, de modo que Sergio no alcanzaba disminución de culpa. Por lo tanto, la sentencia dictaminó 5 crucecitas, sin derecho a libertad condicional. No obstante, cuando las encuestas señalaban a Sergio en el primer lugar de la contienda, la intención de voto dio un giro tan significativo, que todo empezó a pronosticar un empate técnico con otro productor: Jaime Jiménez Pons. Luego éste, sacando fuerzas de flaqueza, empezó a ligar el más impresionante número de pendejadas que se haya oído jamás en un congreso, hasta alcanzar un amplio e indiscutible triunfo. No es fácil recordar el número de crucecitas que logró acumular, pero baste con señalar que la hoja de papel donde se anotaban llegó a tener más cruces que un cementerio de regular tamaño. Y se hace preciso señalar el excelente sentido del humor que mostró Jaime cuando recibió su premio con palabras de complacencia y orgullo.

Llevábamos pocas sesiones cuando se nos informó que el hotel sería también escenario de un encuentro diplomático entre México y Corea del Sur, y que al frente de la delegación mexicana iría el entonces presidente Luis Echeverría, quien se enteró de que había un congreso de directores y productores de televisión, a una de cuyas sesiones pidió ser invitado en calidad de observador.

Y ahí estuvo; aunque entonces supimos que su calidad de observador incluía la de orador, de modo que nos obsequió con una breve charla de algo así como tres horas de duración que incluyó felicitaciones y observaciones acerca de cómo se debe manejar la televisión. Luego, cuando se despidió del grupo lo hizo estrechando nuestras manos uno a uno, haciéndonos sentir que daba unos apretones con la fuerza del atleta que era. Conmigo tuvo además el detalle de decirme que había visto alguna vez al Chapulín Colorado, lo que yo aproveché para preguntarle:

—Señor presidente, ¿se quiere tomar una foto conmigo?

—Por supuesto —me respondió con amabilidad.

Entonces yo me coloqué a un lado, y señalando al señor presidente, le dije al fotógrafo de nuestro grupo:

—¿Oíste, Carlos? ¡Dice que se quiere tomar una foto conmigo!

Don Luis se volvió hacia mí mirándome fijamente como si aclarara: «Fuiste tú y no yo quien se interesó por una foto». Eso era cierto, pero yo había querido hacer un chistecito. Digo: se vale, ¿no?

Como despedida del congreso se organizó una cena en la playa, a la que fueron invitados también los turistas que habían llegado como pasajeros de un lujoso crucero que acababa de atracar en Puerto Vallarta. Entre estos pasajeros destacaban dos estrellas deslumbrantes del mundo del espectáculo: Harvey Korman, el simpático compañero de Carol Burnet, y la bellísima Jaqueline Bisset. Aunque, en realidad, eso de que los turistas fueron «invitados» es un decir, pues ya se había hecho el arreglo, de modo que la tal visita ayudara a sufragar los gastos del congreso. Y qué bueno, porque los turistas tenían la capacidad necesaria como para sufragar aquello, mientras que a nosotros no nos alcanzaba para sufragar nada, y así pudimos evitar el sufragadero. Además, la cena incluía un show que fue presentado por Kippy Casado. (No digan que «con razón estaba ahí»; habría ido de todas maneras). Y en medio del show, Kippy presentó a algunas personalidades (así dijo ella), que se encontraban ahí. Cada uno iba agradeciendo la presentación con un ademán o un saludo, y cuando llegó mi turno, lo que hice fue «robar cámara» brincando sobre la mesa sin tomar vuelo, tal como solía hacer el Chapulín Colorado, acto que mereció un gentil aplauso de la concurrencia, incluidos los invitados. Pero luego, cuando pasé junto a la mesa que ocupaban los actores estadounidenses, Harvey Korman me dijo: «It was a very good jump!», que en español significa «eso haber sido mocho bueno brincou», lo cual me permitió presumir ante mis compañeros, diciéndoles: «¿Oyeron eso? Esta gente sí fue capaz de entender lo que hice; o sea que brinqué en inglés».

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Nuestro programa seguía viento en popa, de modo que no tardó en ser contratado para Guatemala, que fue el primer país, aparte de México, donde fue proyectado. Se inició con El Chapulín Colorado, cuya presentación fue un éxito total. Lo mismo sucedió en otros países de Centroamérica, por donde se extendía su popularidad como si fuera una epidemia (sin hacer daño, espero yo). De ahí, a exhibirse en Puerto Rico y República Dominicana, no hubo más que un paso. Luego, el fenómeno se hizo presente en Sudamérica, donde el Ecuador fue el primer país que se animó a adquirir la serie. De hecho, la empresa ha reconocido que El Chapulín Colorado fue usado como ariete para abrir las puertas de todos esos mercados, pues si antes no había quien se interesara en las series mexicanas, a partir del Chapulín se abrieron de manera amplia las posibilidades. La estrategia establecía que, una vez contratada esta serie, se ofrecería El Chavo del Ocho, con la que se obtendría un éxito como no lo había tenido serie alguna de televisión, incluyendo las importadas de Estados Unidos.

En México continuaba el sexenio encabezado por Luis Echeverría Álvarez, cuyo mandato inició el declive económico y social que sufriría su partido, el PRI, hasta el derrumbe político ocurrido el 2 de julio del 2000. De su postura populista se derivó la devaluación del peso que durante mucho tiempo había permanecido a 12.50 por dólar para pasar a 20. (Luego, con la «ayuda» de López Portillo en el sexenio siguiente, la proporción llegaría a niveles vergonzosamente altos).

También fue notoria su participación en el caso del periódico Excélsior, donde aseguran que maniobró hasta conseguir la expulsión de Julio Scherer, Vicente Leñero y demás periodistas de limpia trayectoria que habían cometido la «osadía» de mostrar su desacuerdo con muchas medidas gubernamentales. Paradójicamente, esto fue un acicate para la incipiente libertad de prensa que ahora me permite escribir esto. Pero antes de que terminara aquel sexenio me tocó ser testigo de un hecho que sacudió a la industria cinematográfica mexicana.

Muchos trabajadores del cine habíamos sido invitados a un desayuno que fue ofrecido en los hermosos jardines de Los Pinos, la residencia oficial del presidente que estaba por terminar su mandato. Había productores, directores, actores, escritores, etcétera. El menú era autóctono, tal como se acostumbraba en los tiempos que corrían; esto es tamales, chilaquiles, sopes, empanadas, gorditas pellizcadas, atole, aguas de tamarindo, Jamaica y horchata, todo de mucha calidad y aderezado con tres o cuatros discursos de los que nunca faltan en esa clase de reuniones. Uno de aquellos discursos estuvo en boca de Josefina «la Peque». Vicens quien habló a nombre de la SOGEM (Sociedad General de Escritores de México), aunque no recuerdo que los escritores hubiéramos sido consultados en cuanto a otorgar o no la representación de nuestro gremio a la querida compañera. Lo que sí recuerdo es el contenido básico de su discurso, que era una grotesca exposición de la «triste condición» en que nos encontrábamos los trabajadores de la industria cinematográfica, como víctimas cotidianas de nuestros patrones; es decir: de los productores. Y no niego que eso podría ser verdad en más de una ocasión. ¡Pero no siempre, ni mucho menos, como parecía generalizar la Peque! Y, en cualquiera de los casos, su discurso era un dechado de inoportunidad pues, por una parte, no había justificación para usar el convivio como tribuna para externar reproches, y menos en presencia de los agredidos (los productores), quienes no habían sido citados para escuchar quejas laborales. Por otra parte, la inoportunidad se agigantaba al considerar que el discurso había sido pronunciado frente al licenciado Echeverría, a quien le bastaba la llama de un fósforo para arder en santa ira. Porque eso fue lo que sucedió: en su discurso de respuesta, el presidente fustigó a todos los productores sin distinción alguna y remató dictaminando el retiro de todos éstos de la producción cinematográfica. ¡Ni más ni menos!

Pero aparte de lo patéticamente drástica que resultaba la medida, ésta revestía la injusticia que produce toda generalización de esa naturaleza, pues si bien había productores cuya conducta podía haber sido merecedora de todos los reproches y todos los oprobios, había también quienes merecían nuestro agradecimiento y nuestros elogios, lo que puedo ejemplificar con un recuerdo personal.

Me encontraba yo en las oficinas de Oro Films, una de las más acreditadas empresas de la producción cinematográfica en México, cuando me enteré de que el mandamás de la compañía, don Gonzalo Elvira, necesitaba una buena adaptación para cierto argumento. Éste era nada menos que el de la célebre película Claro de Luna, escrita y dirigida años atrás por el no menos célebre Luis César Amadori, un pilar del cine argentino. La película había sido protagonizada por las famosas hermanas Legrand, actrices gemelas que destacaron ampliamente en el cine de su país, y había alcanzado un éxito enorme, por lo que se trataba de hacer una nueva versión con la participación de las gemelas españolas Pili y Mili. Sería dirigida por el mismo César Amadori, quien a la sazón, llevaba ya varios años de radicar en España. Pero habían hecho ya seis o siete adaptaciones y ninguna había resultado satisfactoria para el afamado director; yo me enteré de esto y solicité una oportunidad para hacer una adaptación.

—Présteme el argumento —le dije a don Gonzalo Elvira—, e intentaré hacer una adaptación. Si les gusta, me pueden pagar el mínimo (que entonces era de 17 100 pesos) y si no les gusta, no ha pasado nada.

—Lo que ya me gustó fue tu arrojo —contestó el señor Elvira—, y tanto, que aunque no nos guste tu adaptación, de todos modos te daré la mitad de eso (es decir, poco más de 8500 pesos).

Entonces me prestó un ejemplar de Claro de Luna y al instante empecé a trabajar en la elaboración de un guión que debía adecuar la historia para Pili y Mili, a la época del momento y para ubicarla en México y España. Se trataría de una coproducción entre Oro Films por México y Benito Perojo por la Madre Patria. El entusiasmo me ayudó para terminar y entregar la adaptación rápidamente. Y poco tiempo después acudí a las oficinas de don Gonzalo, atendiendo a un llamado telefónico que me había hecho su hijo, Gonzalo Elvira Jr.

—Lee esto —me dijo Gonzalo al tiempo que me entregaba un telegrama que acababa de llegar procedente de España y firmado por don Luis César Amadori. Este decía escuetamente: «Adaptación escrita Gómez Bolaños, excelente. No busquen más. Regreso México tal día».

Eso significaba que mi trabajo había sido seleccionado. Y casi al instante me pasaron al despacho de don Gonzalo Elvira grande, quien me felicitó y preguntó:

—¿Habíamos acordado algo acerca del sueldo?

—Bueno —contesté—: usted me dijo que aun en caso de que fuera rechazada mi adaptación, la compañía me daría la mitad del mínimo que establece la Sección de Autores y Adaptadores; pero si era seleccionada me daría el pago completo; esto es 17 100 pesos.

Don Gonzalo pareció reflexionar brevemente; luego tomó una chequera, llenó un cheque y me lo dio al tiempo que me decía:

—Creo que esto es lo que vale tu adaptación.

¡Y entonces vi la cantidad de dinero que ascendía a 50 000 pesos!

—¡Cincuenta mil pesos! —exclamé—. ¡Pero esto es prácticamente tres veces lo acordado!

—Por eso —confirmó el gran productor—: es lo menos que vale tu adaptación.

Él fue uno de los productores separados de la industria cinematográfica porque «esquilmaban» a los trabajadores…

Creo que la anécdota amerita el complemento de unos cuantos detalles, el primero de ellos se refiere a la cita que tuve con el señor Amadori en el Hotel María Isabel (donde se alojó cuando regresó a México), poco antes de iniciar el rodaje. Se trataba de cambiar impresiones acerca de mi adaptación.

—Hay algo que me interesa preguntarle —me dijo—. ¿De dónde se le ocurrió añadir la secuencia en que Fernando (Fernando Luján, protagonista masculino) se la pasa subiendo y bajando el pesado sillón? Eso no estaba en mi guión original.

Era una secuencia que yo consideraba graciosa; y si se me ocurrió añadirla era por eso mismo y porque también la consideraba adecuada para la trama y los personajes, mas esto es algo difícil de explicar al director y autor original; y más cuando éste es un personaje cuya trayectoria profesional era tan ampliamente reconocida. Sin embargo, mi balbuceo debe haber revelado la angustia que me había provocado la pregunta, de modo que el señor Amadori se apresuró a aclarar:

—Si le pregunté que de dónde se le ocurrió, fue por simple curiosidad, pues considero que ésa es la mejor secuencia humorística de la película.

El elogio era una gentileza del prestigiado director, pero esas palabras me ayudaron, además, a recuperar la tranquilidad. Lo que siguió fue un análisis sereno de lo escrito y la ejecución de pequeños cambios, casi todos relacionados con el diferente significado que tienen algunas palabras en México, España y Argentina. Pero ésa no fue la única experiencia positiva al respecto.

La película se llamó Un novio para dos hermanas. Su rodaje empezó en locaciones de la ciudad de Guanajuato y prosiguió en los foros de los Estudios San Angelín (convertidos luego en Canal 8 y después en Televisa San Ángel), lugar al que acudí poco después, en atención a un llamado del señor Amadori, quien me dijo:

—Mire: la topografía de este escenario contiene diferencias considerables con lo que habíamos imaginado, de modo que me veo forzado a adecuar unas escenas cambiando un poco la acción y el diálogo. A mí se me ocurrió esto.

Y me enseñó el libreto con las correcciones que había escrito a mano.

—¿Qué le parece?

—Muy bien —contesté.

—¿Entonces me autoriza a filmarlo así?

Me quedé con la boca abierta por el asombro. Se trataba de una gentileza que yo jamás había recibido de parte de un director de cine. Los que habían filmado con base en un guión mío, unos más y otros menos, pero todos habían hecho modificaciones sin que les importara un cacahuate si yo estaba o no de acuerdo con los cambios. Por lo tanto, en mi memoria hay un recuerdo de infinito agradecimiento hacia el señor Luis César Amadori.

Remato este anecdotario señalando que muchos productores regresaron después. Y a la muerte del gran caballero que se llamó Gonzalo Elvira, su empresa quedó en manos del hijo que heredó su mismo nombre, su misma honestidad, su misma capacidad profesional y su misma condición de gran caballero.