Una historia de tango
Pienso que esta historia le hubiese fascinado a Jorge Luis. Es más, estuve a punto de llamarlo, pero un par de razones me hicieron descartar la iniciativa: primero, él ya había emprendido su viaje final hacia Ginebra y segundo, yo ya la había escrito. Pero no dudo que a él le hubiese atraído sobremanera este relato ya que en él se entrecruzan los eternos valores del coraje, la frustración y el abandono.
Todo comenzó cuando Conrad, mi amigo de Nueva York, apenas desembarcado del avión que lo traía a Buenos Aires, me dijo:
—Quiero visitar un local de tango. Escuché esa música en Broadway, vi como la bailaban y tengo interés en presenciar un espectáculo tanguero, aquí, en su salsa.
Me aboqué a explicarle que el tango era muy diferente a la salsa. Yo sé que en Nueva York, con su crisol de razas, con la influencia de ritmos caribeños, la salsa ha pegado fuerte, y me vi en la obligación moral de aclararle el punto a Conrad.
—Oye, Miguel… —me cortó él—… olvida eso de que los americanos creemos que Río de Janeiro es la capital argentina. Lo que te digo es que quiero vivir el tango en su ciudad de origen, en su cuna, con sus bandoneones y sus erkes.
Mi amigo Conrad no responde a la imagen del yanki pavote o superficial que luce camisas floreadas y masca chicle. Cuando se interesa por algo lo hace a fondo, en profundidad, no vacilando en escarbar y preguntar donde corresponde. Lo conocí en Brooklyn, años atrás, cuando con otros policías me detuvo para constatar que la yerba «Tarawí» que yo llevaba no era un alucinógeno. Tres días estuvieron estudiando mi mate con virola de plata convencidos de que la bombilla era un pequeño micrófono.
—El «breakdance» no es para mí, Miguel —me apuntó Conrad—. No es para gente de nuestra edad. Desde la irrupción desdichada del rock, los salones de baile se han cerrado para nosotros. Yo intenté con el «breakdance» y eso me costó el pellizco de dos vértebras cervicales. Sólo llegué a dar dos giros puesto de cabeza. A mi amigo Philips le fue peor y hoy está en silla de ruedas. Para bailarlo medianamente bien debería haberme entrenado mil veces más que lo que me entrené para conseguir mi chapa de detective.
Demás está decir que no me costó mucho determinar adónde debía conducir a mi amigo.
—Mirá, Conrad… —le dije—… te voy a llevar a un lugar de legítimo tango. No te asustés ni por el aspecto del boliche ni por la pinta de los concurrentes. Ahí está el corazón mismo del arrabal.
—¡Eso es lo que yo quiero! El tango habla de abandono y de fracaso. Es íntimo, profundo y reflexivo. Y a todas esas cosas yo no puedo sentirlas en un show lujoso, lleno de luces y colores. No puedo experimentarlo en algo preparado para triunfar en el «star system».
Me puse en contacto con el Turco, telefónicamente por supuesto.
El Turco me dio una fecha, una hora y una dirección. Dos días después, en la noche establecida, Conrad y yo estábamos en un café del centro, esperando. Más de una hora estuvimos allí y, cuando ya pensábamos que todo había fracasado, uno de los mozos se sentó a nuestra mesa.
—¿Ustedes son los amigos del Turco? —nos preguntó. Yo asentí, bajando los párpados—. Síganme —dijo.
Disimuladamente lo seguimos al baño de damas. Allí, el mozo se cambió de ropa y nos hizo salir del local por una puerta que, disimulada tras un lavatorio, daba a un local de Prode. Frente al local de Prode nos esperaba un auto con un tipo al volante. Prácticamente, nos zambullimos en él.
—¡Tírense al suelo, ahora! —nos ordenó el mozo, en tanto el coche arrancaba a insólita velocidad. Luego, con mano diestra, nos tapó la boca con sendas mordazas y cubrió nuestros ojos con tela adhesiva.
—Sabrán disculpar ustedes —explicó— pero debemos evitar el turismo, que todo lo destruye —y nos cubrió con un mantel.
Emprendimos un viaje que duraría más de dos horas. Advertí, no obstante, que el coche daba muchas vueltas en círculos, incluso sobre sí mismo con riesgo de volcar, con el objeto de desconcertarnos.
—Lo que pasa… —nos iba explicando el mozo—… es que los turistas nos vigilan de cerca. Incluso las agencias de viajes procuran descubrir el lugar. Patrullan la zona con autos rentados, más de una vez nos han perseguido ómnibus de dos pisos repletos de teutones. Debemos tener mucho cuidado.
Pero todo fue bien y cuando nos bajaron y nos quitaron las telas adhesivas de los ojos, ya estábamos dentro del local. Nunca podré olvidar las pupilas enturbiadas de mi amigo Conrad, no sólo por la emoción de encontrarse en aquel antro de la autenticidad porteña sino, también, porque los párpados le habían quedado irritados por el pegamento.
—¡Terrific! —fue lo único que alcanzó a pronunciar, con una sonrisa. Yo ya había estado un par de veces en el tugurio, pero me conmoví de igual forma. Pese a la escasa luz del lugar, tropezando con las mesas y las piernas de los otros concurrentes, llegamos a la mesa que nos habían asignado.
—¡Esto bien vale los 500 dólares! —me codeó Conrad, con entusiasmo.
—Y esperá que salga el Negro —le dije. No tuvimos que aguardar mucho.
Tras las sentidas estrofas de un poema que hablaba de un mendigo con una pierna de madera atacada por la termita, el anunciador engoló la voz para anunciar:
—Señores… engalana ahora nuestro proscenio artístico, Rubén Raigal, la garganta mayor de nuestra música ciudadana.
Y apareció el Negro ante los aplausos sobrios de la concurrencia. Y era extraño, pero no me da vergüenza confesarlo, cada vez que cantaba el Negro, a mí me brotaban las lágrimas. Así estaba yo, escuchándolo desgranar la sentida letra de «Ladrillo», humedecidas mis pupilas ante la congoja de sus versos, cuando se me dio por mirar a Conrad y él también lloraba. Parecía un niño grande, un mocoso crecido a destiempo que no puede contener el llanto ante una reprimenda, un pebete sorprendido en falta, arrepentido. Mi amigo Conrad lloraba como una magdalena, silencioso primero, convulsivamente después, enjugándose las lágrimas con la servilleta, con el mantelito de papel, abrazado al pingüino de vino tinto que nos habían dejado sobre la mesa.
Cinco canciones atacó Raigal y en las cinco canciones pasó lo mismo.
Por último, el cantor hizo una pausa, como dando un respiro, y así habló:
—Este tema se lo quiero dedicar al señor Antenor Villagrán, que se encuentra presente en la sala. Para él, con música de Lucio Demare y letra de don Agustín Irusta y Roberto Fugazot: «Dandy».
Tras unos cortos aplausos, las primeras estrofas del bonito tema impregnaron nuestros oídos.
—«… y en el barrio se comentan fulerías para tu mal. Cuando sepan que sólo sos confidente, tus amigos del café se plantarán…» —cantaba el Negro y el lugar era un templo de emoción y recogimiento.
—«… entre la gente del hampa no has tenido perfomance, pero baten los pipiolos que se ha corrido la bolilla y han junao que sos un gran batidor…».
—¡Qué sentimiento! ¡Qué feeling! —musitó, a mi lado, Conrad.
—Esto no es de plástico, Conrad. No está armado para sacarte los dólares.
—«… Dandy… —no aflojaba el Negro—… en vez de darte tanto corte pensá un poco en tu viejita y en su dolor. Tu pobre hermana en el taller su vida entrega con entero amor…».
El aire podía palparse. Había una corriente eléctrica, un fluido magnético serpenteando entre los presentes.
—«… y por las noches su almita enferma con la de su madrecita en una sola sufriendo están, pero un día, cuando nieve en tu cabeza a tu hermana y a tu vieja, llorarás…».
Y éramos nosotros los que llorábamos, hipando, como mujeres. Recién media hora después de marchado el artista del escenario pudimos recomponernos y articular algunas frases elogiosas.
—Mirá, Conrad… —logré decir, aún moqueando—… yo lo conozco al dueño del local. Si querés le digo que nos gustaría saludar a Raigal, un apretón de manos, al menos.
—Sería maravilloso, Miguel, un recuerdo imborrable para contarle a Margaret y los niños.
Hablé con el dueño y frunció el entrecejo.
—Es difícil, Miguel —me dijo—. Rubén no acostumbra a recibir entre salida y salida. Queda muy cansado. Se entrega mucho.
Algo, como una linterna, relumbró detrás mío. Era Conrad, que oscilaba en su mano derecha una tarjeta de crédito dorada, sin decir palabra.
El dueño parpadeó un par de veces.
—Síganme —nos dijo. Nos condujo por un pasillo poco iluminado hasta enfrentarnos con una puerta cerrada.
—Esperen aquí —indicó—. Rubén seguramente se está cambiando todavía. Pero, dentro de unos quince minutos, golpeen y les va a abrir.
Nos quedamos allí, esperando, en silencio, respetuosamente. Cada tanto, Conrad, mi amigo, reprimía un acceso de llanto al recordar alguno de los tangos. Pasado un cuarto de hora, golpeé la puerta. No contestó nadie ni tampoco se oía adentro ruido alguno. Volvimos a esperar. Media hora después, volví a llamar y nada. Muy de lejos, desde el salón, nos llegaba de vez en cuando el sonido de aplausos.
—¿Y si lo llamamos al dueño? —preguntó Conrad.
—No, dejá —golpeé un par de veces más y abrí la puerta—. Un porteño de ley no se va a enojar por la visita de dos admiradores.
Al principio, nos costó comprender lo que veíamos trabajosamente en la semipenumbra de aquella habitación que hacía las veces de camarín.
Percibimos un penetrante olor a incienso y sobre una pequeña tarima de madera vimos a un japonés, a una suerte de monje budista luciendo un raído kimono de ceremonia, elevando ante sus ojos una pequeña taza de té. El japonés murmuraba una canción ritual, monótona y adormecedora, balanceando su torso levemente hacia adelante y hacia atrás. Tenía el pelo renegrido tirado hacia la nuca, tirante, tanto, que le caía en una coleta sobre la espalda. Nos costó reconocer, en esos ojos rasgados, en el bigotito fino, a Rubén Raigal, la garganta mayor de nuestra música ciudadana.
—Pasen, pasen —nos dijo de pronto, sin volverse—. Ya es inútil ocultar mi verdadera identidad. Me han descubierto.
Nos sentamos silenciosamente, en cuclillas, a su lado, sobre una esterilla.
—Soy japonés, mi verdadero nombre es Toyotomi Tokugawa —continuó diciéndonos en tanto nos ofrecía dos escudillas de sake—. Y soy también uno de los tantos nipones que no pudo escapar al sortilegio del tango.
Tras un brindis, Raigal continuó.
—Llegué al país reclutado por la orquesta de Donato Raciatti, en 1947.
—¿Qué le hizo abandonar su país para lanzarse hacia tierras lejanas y desconocidas, Tokugawa? —pregunté, en un tono francamente periodístico—. ¿Tan sólo su pasión por la canción de Buenos Aires?
Tokugawa meneó la cabeza y sus ojos se empequeñecieron aún más, al punto que temí que desaparecieran.
—Una mujer —musitó.
—Debimos imaginarlo.
—Yo la saqué del barro.
—¿Trabajaba en la calle?
—No. Trabajaba en los arrozales. Ella, Fujiko, era de Saga pero yo la llevé a Tsuchiura y le puse una pagoda céntrica. Pequeña, pero muy bien puesta. Ella era mi único desvelo. Pero un día se marchó con un descendiente de la dinastía Meiji que la supo seducir. Sólo me dejó, prendido en el biombo, un ideograma que decía: «Sayonara».
Quedamos en silencio. Sólo se escuchaba el discreto masticar de Conrad que se había servido unos menudos de pato.
—El golpe fue muy grande para mí —continuó diciendo Tokugawa—. Pensé en matarme. El harakiri, el suicidio ritual. Pero la sola idea de no verla jamás me hizo desistir de esa drástica posibilidad.
—¿Pensaba usted en volver a verla?
—No. Mi orgullo de nipón estaba herido. Además, ella y el descendiente de la dinastía Meiji se habían marchado lejos, huyendo de mi segura venganza. Pero, en el fondo de mi corazón, algo me decía que la volvería a encontrar. ¡Eso detuvo mi mano cuando ya se ceñía sobre el mango de marfil de mi espada samurai! De cualquier forma, me detesté por cobarde. Supe que me faltaba el valor para eviscerarme. Decidí, entonces, que debía buscar la muerte por otro camino. Debía expiar mi pesadumbre por otro rumbo, con algo más cruel, más inhumano, más atroz.
—Y se vino a la Argentina.
—No. Eso fue después. Me alisté en la aviación de mi país. Era el verano del 44 y ya el avance de los aliados sobre nuestro maltratado archipiélago se hacía insostenible. Comprendí, entonces, que mi muerte podía ser útil al Imperio y, además, mitigar ese dolor insoportable que me aquejaba. Y no lo dudé. Me anoté en la lista de los pilotos suicidas. De los kamikazes.
Conrad y yo cruzamos una mirada de inquietud. ¡Qué extraño era todo aquello! Esa rara situación donde aquel hombre, ese representante de otra cultura y otra sensibilidad, nos relataba, con fría y desapasionada arrogancia, los avatares de su vida.
—En la batalla aeronaval del Mar de Coral —siguió Tokugawa— me arrojé con mi Zero sobre el portaaviones Lexington e hice explosión sobre su cubierta…
Retornó el silencio. Observábamos estupefactos a Tokugawa, a Rubén Raigal, al hombre que se había abatido como una tromba de acero, fuego y pólvora sobre las naves enemigas.
—Pero el Destino, empeñado en deshacer mi cuerpo, se negó a brindarme el consuelo definitivo —Tokugawa contemplaba el fondo de su pequeña taza de sake, como si allí dentro estuviese leyendo las desgarradas estrofas de su canción de invierno—. Hecho un guiñapo humano, convertido en un amasijo incandescente, quedé atrapado entre los hierros retorcidos de mi aparato, de tal forma que fui confundido por los marinos americanos con un pedazo de motor, un buje, una tapa de cilindro, un rotor roto e inutilizado. Fue así, en esa condición infrahumana, que me trasladaron a los Estados Unidos, a una dependencia de la marina norteamericana. No reconocieron en mí al piloto suicida. Supongo que pensaron que el conductor de aquel avión fatídico se había volatilizado en la explosión o que, fragmentado en mil pedazos se había esparcido en el mar. No podían imaginar que aquel bulto negro y humeante, oliendo a nafta quemada, glicol y parafina, era yo. Así fui a dar sobre una larga mesa de la base aeronaval de Hawaii. Los técnicos americanos querían estudiar los restos del Zero. Mi avión había pertenecido a un nuevo modelo y deseaban estudiarlo. Y allí escuché, estremecido de espanto, la conversación entre dos almirantes americanos, que hablaban junto mí, inconscientes de que alguien los oía. «El 6 de agosto de 1945, a las 8 horas, 15 minutos de la tarde, arrojaremos una bomba atómica sobre Hiroshima» dijo uno de ellos. Dos días después mezclado entre los guiñapos de mi avión, me arrojaban a un vaciadero de chatarra. No me pregunten cómo me recuperé. Pero lo cierto es que la cirugía plástica hizo milagros. De aquella terrible experiencia sólo me quedó esa pequeña cicatriz…
Tokugawa elevó su mentón y nos mostró una pálida línea casi en el cuello que yo, ingenuo, había atribuido a alguna pelea de cuchilleros, a un duelo criollo.
—Y otro costurón más abajo de la cintura… —informó luego—… acá abajo en un sitio que me sería incómodo mostrarles dada mi posición de loto.
Nosotros entendimos su retraimiento, comprensivos.
—En un carguero de bandera panameña pude volver a Japón.
—Y… ¿Logró avisar lo de Hiroshima?
Allí se inició un largo silencio. Tokugawa miraba fijamente una pared, como poseído por un perverso sortilegio. De arriba nos llegaba, quedamente, el rumor de aplausos. Cuando yo ya suponía que el formidable cantor de tangos había enmudecido para siempre, señaló hacia el techo y dijo:
—Está cantando Alba.
—Sí —aprobé.
—Es buena…
Pensé que prefería eludir el tema y que su confesión había tocado a su fin. Pero, tras otro tenso intervalo, retomó el relato.
—No. No avisé lo de Hiroshima.
Nos miramos con Conrad y aguardamos.
—No avisé lo de Hiroshima porque era allí, en esa ciudad, donde se habían refugiado Fujiko y el descendiente de la dinastía Meiji, huyendo de mi venganza.
El rostro de Tokugawa se tornó cadavérico, se contrajo como puede contraerse el pergamino ante la vecindad del fuego.
—Preferí callar mi vital información, ocultar la noticia que hubiese salvado millares de vidas, con tal de castigar a la pérfida que jugó con mi ilusión. La hiel del remordimiento me persigue y me perseguirá hasta el fin de mis días. Ahora comprendo que, en mi rencor, llegué demasiado lejos.
Calló, y supimos que aquello había terminado. Nos pusimos de pie, un tanto confusos. Tokugawa nos imitó, comenzando lentamente a quitarse el kimono.
—¿Y ahora, Tokugawa?
—Ahora… —pareció dudar en la elección del moñito que iba a lucir—… ahora… ya escucharon a quien dediqué la última canción esta noche. «Dandy». Esa hiriente canción. A Antenor Villagrán, que estaba en la sala.
Lo miramos en silencio en tanto se cambiaba.
—Y el guapo Villagrán no perdona esas ofensas —agregó, peinándose—. Me estará esperando afuera. Y no me defenderé.
Ni nos despedimos siquiera. Salimos del camarín y retomamos nuestra ubicación arriba, en la sala de espectáculos.