Un veterano de la Rueda Gigante
Recién ahora puedo decir que soy un veterano de la Rueda Gigante. Pero debieron pasar tres largos años, hasta ayer, cuando me bajé de la rueda sin haberme vomitado encima ni un poquito, para que pudiera decirlo.
Estaba, eso sí, de mal color y tardé más de cinco minutos en reenfocar bien mi ojo izquierdo, pero, por lo demás, todo diez puntos. Metzger, el encargado, sólo me miró y me dijo: «Bien. Muy bien». Nada más. Pero yo sé que estaba orgulloso de mí. No hay que olvidar que Metzger me vio llegar, casi un pibe, cuando yo ni siquiera sabía qué era un autito chocador, a mediados del 81.
Ahora lo pienso y recuerdo a Martínez, a Grimaldo, a Francone, Ayuso y tantos, tantos otros que se quedaron en el camino o lo que es peor, se cayeron de la Rueda Gigante y se hicieron mierda. Como el petiso Candia.
Era la segunda vez que subía y ya se pensaba un veterano. Nunca supimos si perdió el equilibrio o si se tiró. Yo ya lo había notado mal al petiso, ese mismo día, en el Gusano. Nervioso, tenso, asustado. Hay que reconocer que el Gusano no es cosa fácil. A mí nunca me ha resultado muy simple subirme allí arriba y aguantármela.
«Me cagué» me dijo Candia ese día, cuando el Gusano empezó a marchar hacia atrás. Y ni tenía que decírmelo. El olor, en esa carlinga reducida, era espantoso. Yo advertí algo espeso, grumoso, como dulce de leche, saliendo por debajo del pantalón de Candia y empastando el piso de metal.
Metzger no dijo nada cuando bajó Candia, al menos adelante de los otros. Pero después lo llevó adentro de la casilla donde se venden los boletos para los cisnes y lo tuvo allí casi media hora. Cuando salieron, Candia lagrimeaba y tenía las mejillas moradas como si le hubieran pegado. Esa tarde subió a la Rueda Gigante, se vino abajo y se hizo bosta contra el suelo.
Yo quedé muy impresionado, el petiso era mi amigo, pero pronto me acostumbré a esas cosas. Como cuando sacaron a Girlanda de entre los autitos chocadores. Lo chocaron tres a la vez y el auto de él saltó hacia arriba y se dio vuelta. Metzger enseguida cortó la corriente pero, me acuerdo, entre Marioni y yo tuvimos que sacarlo. Se le había quebrado el cuello o algo así porque tratábamos de enderezarle la cabeza y no había forma de colocarla. Todo entre las risas de los Vet, los que hacía ya dos años que no faltaban un domingo y subían a la Coctelera solos.
Yo, antes, lo confieso, me mareaba de sólo verla funcionar a la Coctelera y me oriné la primera vez que subí a ella con Metzger. No de miedo, sino de incontinencia o algo así. Es como si las funciones de uno se alteraran porque el cuerpo, nos explicaba Metzger, no está habituado a ser disparado hacia arriba y hacia abajo y hacia los costados al mismo tiempo. «La fuerza centrífuga es una fuerza natural a los lavarropas, pero no a los hombres», nos decía y lo repetía para que se nos grabara.
La primera vez que subí a la Rueda Gigante fue tremendo. Yo recuerdo que ya había pasado por los avioncitos y los cisnes. No son pasos muy difíciles pero tampoco pueden catalogarse de sencillos. Además, hay que sumarle a la cosa todo eso de las luces, las sirenas, los mil y un sonidos que a uno lo aturden y no lo dejan pensar tranquilo. Para colmo, yo no encontraba ni en Metzger ni en nadie, un poquito de amabilidad.
Metzger me pidió el ticket, me señaló uno de los cisnes y se marchó a atender a otro. Yo me metí en el cisne y recordé el consejo de uno que había pasado por eso y hoy es heladero: «Vos mirá lo que hacen los otros». Yo miré hacia otro de los cisnes y vi a Giandoménico —después sabría que se llamaba Giandoménico—, agarrado al cuello del animal. Estaba pálido y lo vi transpirar. Fue cuando se me acercó un tipo, que lucía el ticket picado, verde, propio de los que ya han subido al Tren Fantasma, y me dijo: «No trates de equilibrar el cuerpo. No pienses en nada. Vos solamente dejate llevar. Cerrá los ojos». Yo sólo atiné a cerrar los ojos. Pero no pude dejar de pensar. Pensé en mi madre, en mi perro Arsenio y en tío Ernesto que agonizaba en la cama cuatro del Sanatorio Británico. Cuando el cisne arrancó, me desmayé.
Pero la primera vez que subí a la Rueda Gigante fue tremendo. Allí se terminan los valientes y lo pasado hasta ese momento parece no servir para nada. Solamente con el balanceo del comienzo uno alcanza a comprender, en toda su magnitud, la verdadera dimensión de la pequeñez humana. Y el rechinar del acero al tensarse, las luces, la estrella de luces, el frío del barral de hierro en las palmas húmedas de las manos. Y esa sensación espantosa de caer en el vacío, como debe haberla sentido Jonás al precipitarse en el vientre oscuro de la ballena. Una impresión de que algo o alguien te empuja las tripas hacia la boca, el culo se te frunce como una medusa que huye y tenés la idea de que los muslos te flamean. Esa bocanada de olor a maíz pisingallo que te pega en la cara, esa cosa dulzona de las manzanas con caramelo y la otra cosa puta que parece tela de araña coloreada, pegajosa, con azúcar. A la segunda vuelta vomité hasta el hígado, vomité bilis, jugo gástrico, orina, todo. Pero no lloré. Tal vez por eso, los Vet que estaban abajo, al final, ni siquiera me jodieron. Creo que me respetaron. Es que yo también he visto de esos duros, o supuestamente duros, arrastrándose como babosas después del Tren Fantasma. Lo vi a Evdemón, sin ir más lejos. Y no pude joderlo por algo muy simple, era Evdemón el mismo que me había aconsejado el primer día cuando me subí al cisne.
Recuerdo que el tren salió del túnel y yo ya lo vi a Evdemón de un color raro, como el color que toman los chicles tras dos años de estar pegados debajo del asiento de un cine. Yo no le pregunté nada, pero lo observé de reojo cuando bajó. No se había cagado ni meado, tampoco había restos de vómito en su butaca. Sin embargo, Evdemón, desencajado, blanco, se marchó hacia la salida general como un espectro. Nunca más supimos de él hasta que nos enteramos que, en un viaje, Rodríguez lo había reconocido bajo los hábitos marrones de unas monjas de clausura en las Carmelitas Descalzas de una iglesia de San Luis. Es que el Tren Fantasma debe ser algo muy duro. Demasiado duro, quizás. Aparte de Evdemón, yo he visto muchos otros veteranos incluso, salir de allí con signos alarmantes, con desvíos de conducta significativos.
Como Soliz, que se tiró al paso del chancho en la calesita. O Farruggia, que quemó el muñeco vestido de tirolés que se ganó en el polígono.
El Tren Fantasma es lo único que me falta. Metzger me dijo que aún estoy muy tierno para afrontarlo, que me falta un año, más o menos, todavía.
Pero yo sé que deberé hacerlo mucho antes. No me olvido que el mismo Metzger dijo, cuando me vio la primera vez: «Cada vez los mandan más jóvenes». Yo sé que les falta gente. Y también me acuerdo de lo que me dijo ese Vet, ayer, cuando bajé de la Rueda Gigante sin haberme vomitado nada: «Bien pibe, vos ya estás para Disneylandia».